jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 11



 11


Elaeso y Albano entraron en la choza. Genoveva asaba unos sabrosos chuletones de ternera al fuego. Se acercaba la hora del almuerzo.
Genoveva, te presento a Albano. Es el preceptor de Medulio.
Encantada de conocerte.
A sus pies, señora —contestó Albano.
¿Dónde está Medulio? —preguntó Elaeso a su esposa.
Ha salido a dar una vuelta por ahí con Pegaso. Ya sabes que no hay quien lo sujete en casa.
Bueno, a partir de ahora va a estar algo más entretenido.
Eso espero —comentó Genoveva—. Pero, sentaos, que tendréis apetito y la comida ya está a punto.
Espera un momento, mujer, a ver si entretanto llega el niño.
En aquel momento se oyó un relincho al lado de la puerta y el repiquetear de los cascos del potro. Medulio no tardó en hacer acto de presencia.
¡Hola a todos! —dijo nada más poner los pies dentro de la choza.
¡Hola! —le contestaron.
Mira, Medulio, te presento a Albano. A partir de hoy será tu preceptor.
Un placer conocerte, Medulio. —Albano le extendió la mano para estrechársela. El niño se la estrechó con cierto recelo—. Te hacía más pequeño.
Encantado, Albano.
Bueno, ahora sentaos, que vamos a comer —insinuó Genoveva—. Luego ya tendréis tiempo de conoceros.
Los presentes no se hicieron de rogar, pues tenían bastante apetito. Además, los manjares que Genoveva cocinaba les hacían segregar más jugos gástricos de lo normal, así que sin más preámbulos comenzaron a devorar las viandas. Sólo Medulio parecía un poco desganado y es que la sorpresa del preceptor lo había dejado algo alicaído. A partir de aquel momento se le había terminado el correr y deambular por donde él quisiera y a la hora que le viniera en gana. Desde aquel día tendría que someterse a la voluntad y a la disciplina del preceptor, que era lo que menos deseaba.
Come, Medulio —le conminó su padre.
Es que no tengo mucho apetito.
¿Te encuentras mal? —le preguntó su madre.
No, no. Es que parece que de repente se me han quitado las ganas de comer.
Anda. Haz un esfuerzo y come —le exhortó su madre.
Pero Medulio pensaba más en su futuro inmediato que en la comida. Ya no podría salir a correr por aquellos prados con Pegaso cuando quisiera. Tampoco podría ir al río cuando le apeteciera y ya se acercaba el verano. No podría jugar con sus amiguitos. Mientras ellos se divirtieran con sus juegos y travesuras, él tendría que hacer lo que el preceptor le ordenara. —Menuda lata—, pensaba. Hacía mucho tiempo que su padre le venía prometiendo un instructor, pero él había llegado a creer que sólo era eso, una promesa. Tantas veces lo había repetido, que ya no se lo creía. Ahora había comprendido que no era sólo una promesa. Ahora ya era una realidad. El instructor, o más bien preceptor como se lo había presentado su padre, era de carne y hueso y tenía un nombre, Albano. La primera impresión que le produjo era la de un hombre severo, de pocas palabras pero de muchos hechos. No había sonreído ni un solo momento y su rictus era serio. El niño presentía que aquel hombre iba a ser duro con él y que los melindres y las lágrimas no le iban a servir de nada. Una nueva etapa de su vida estaba a punto de comenzar.
Vamos, Medulio, que ya hemos terminado todos y tú casi no has empezado —le amonestó su madre.
El niño interrumpió sus pensamientos para volver a la realidad. Vio cómo su padre y el preceptor charlaban animadamente, mientras su madre retiraba los restos de la comida. Él se apresuró y en dos bocados terminó su ración.
Nací en una aldea situada entre las montañas que nos separan de nuestros hermanos del norte —oyó Medulio que comentaba el preceptor—. Allí la vida es muy dura, pues a cualquier trabajo o faena que hay que hacer, hay que añadirle lo penoso que resulta subir y bajar por aquellas pendientes. Por otra parte, allí casi no existe el buen tiempo. Hay dos o tres meses escasos de primavera y el resto de invierno. En aquellos parajes se endurece uno aunque no quiera.
Bueno, ¿y qué planes tienes para mi hijo? —inquirió Elaeso.
Pues habrá que ir formando y endureciendo su cuerpo y su espíritu. La verdad que lo hacía más pequeño cuando me dijeron que iba a cumplir once años, pero veo que está muy bien desarrollado para su edad. Eso es bueno para empezar. Ya veremos cómo responde después.
Me parece muy bien. El niño está predestinado para llegar a ser un gran jefe de este pueblo. En realidad, está predestinado para ser el que dirija los destinos de todo el pueblo astur. Por eso su preparación ha de ser minuciosa y rigurosa. No podemos dejar pasar nada por alto.
Así se hará —corroboró Albano—. Por mi parte no escatimaré esfuerzos para conseguirlo.
Ya sabes —continuó Elaeso— que se te ha contratado para instruir también a todo el grupo de niños y jóvenes que hay en el poblado. Son unos veinte en total. Pero, además, serás el preceptor personal de mi hijo. Por tanto, él recibirá la instrucción general que reciban todos y, además, recibirá por tu parte todos los preceptos y enseñanzas que seas capaz de inculcarle. Lo seguirás a todas partes como si fueras su sombra y lo reprenderás e incluso castigarás siempre que lo consideres oportuno. ¿Queda bien entendido?
Desde luego que queda bien entendido. En todo momento trataré de estar a la altura de las circunstancias.
Eso espero —le confirmó Elaeso.
El niño, por si tenía alguna duda, acabó de despejarlas todas. Se levantó cabizbajo del asiento y sin decir palabra se dirigió a la choza donde había dejado encerrado a Pegaso, para abrazarse a él y derramar un montón de lágrimas y restregárselas por la cara al potrillo. Éste parecía comprender la pena del niño, pues con su cabeza le frotaba la de aquél y con sus belfos le acariciaba la cara. Sólo le quedaba aquella tarde para él. A partir del día siguiente daría comienzo su nueva vida.
Albano era un hombre de unos treinta años. De pelo castaño y tez más bien morena o tostada por estar expuesta constantemente al aire y al sol. Ojos de color castaño también. Medía poco más de cinco pies y medio de altura. Su complexión era atlética, aunque no era muy robusto. Sus músculos eran flexibles y duros como el acero. Era un hombre preparado para superar cualquier obstáculo y lo que es más importante, con una voluntad y un carácter de hierro. Se había criado entre unas montañas agrestes del cordal cantábrico, que le habían ayudado a endurecer su cuerpo y su espíritu. Luego había emigrado a tierras lejanas donde adquirió una amplia formación física y mental. Era un hombre duro e impasible. El instructor perfecto para formar a un futuro guerrero.
Al día siguiente a la hora secunda esperaba Albano en un prado de los alrededores del poblado, donde había quedado en reunirse con todos sus pupilos. Éstos fueron llegando poco a poco descarriados y somnolientos. Albano se desesperaba ante aquella parsimonia. Hacia la hora tertia llegó el último de los cadetes. Apenas era capaz de abrir los ojos y llevaba las greñas despeinadas.
Bien, hoy es el primer día —comenzó a decir Albano con voz suave y la rabia contenida—, pero os juro que esto no se va a volver a repetir —añadió elevando bastante su tono de voz—. Mañana a la hora prima os quiero ver aquí, lavados y peinados, aunque luego sudéis sangre. Lo primero que quiero ver en vosotros es un poco de aseo y que lleguéis aquí despiertos. Lo segundo, es puntualidad. El que no esté aquí cuando yo llegue, recibirá el castigo correspondiente. ¿Entendido?
Entendido —contestaron con cierta displicencia ellos.
¡Entendido, señor! —quiero que contestéis.
¡Sí, señor! —repitieron todos al unísono.
Bien, ésta es la primera lección. Ya iréis aprendiendo las demás. Ahora, por ser el primer día, vais a hacer unos ejercicios suaves. Para empezar, vais a correr por ese camino hasta aquel puentecillo que hay en el río. Allí bajaréis por la orilla del río hasta aquella alameda de allá abajo. Al llegar a ella la bordearéis hasta el camino y luego regresaréis aquí. ¿Alguna duda?
¡No, señor!
Pues en marcha.
El grupo de niños y jóvenes se puso en marcha para realizar el recorrido indicado por el instructor. Todos salieron a gran velocidad, lo que provocó que poco después a muchos de ellos les fallaran las fuerzas. Aún no habían llegado al puente indicado, cuando alguno ya no podía seguir adelante. Sólo unos pocos continuaban en cabeza y con la velocidad bastante reducida. A mitad del recorrido los pocos que quedaban en carrera avanzaban con dificultad. Sólo tres de ellos lograron llegar a la meta y, cuando lo hicieron, se dejaron caer en tierra completamente exhaustos. Albano esperó a que se juntara todo el grupo con todos aquellos que regresaban campo a través. Una vez reunidos, les ordenó ponerse firmes.
¡Firme todo el mundo! —gritó.
Los niños y jóvenes no entendían lo que les ordenaba el instructor y muchos de ellos se quedaron postrados en el suelo.
Cuando ordene firme todo el mundo, os pondréis todos de pie con los pies juntos por los talones y un poco abiertos por delante y los brazos estirados a lo largo del cuerpo con las palmas de las manos hacia dentro, ¿entendido?
¡Entendido, señor!
Pues, ¿a qué esperáis?
Todos se pusieron inmediatamente de pie como les había indicado Albano.
Ahora os vais a colocar en cuatro filas de a cinco cada una, por estatura de menor a mayor. ¡Moveos! A ver, en la fila número dos, el cuarto que pase al final. El penúltimo de la fila tres que se ponga al final de la fila cuatro y el último de ésta que se ponga en el lugar que dejó aquél. En la fila primera que se intercambien el segundo y el tercero. Ahora vais a extender el brazo derecho hacia delante hasta rozar el hombro del que os precede, menos los que están en cabeza. Bien, ahora extenderéis el brazo derecho hacia vuestra derecha hasta rozar a vuestro compañero, excepto los de la última fila. Muy bien. Quiero que todos recordéis el lugar que ocupáis, porque a partir de ahora siempre que os mande formar, deberéis ocupar ese lugar y sólo ése. ¿Entendido?
—¡Sí, señor!
Muy bien. Pues ahora, ¡firmes! ¡Ya!—Albano prolongó varias décimas de segundo la i de firmes. ¡Descanso! ¡Ya!
El grupo de muchachos se quedó igual que estaba. No sabían qué quería decir el instructor con la orden de descanso.
Veo que desconocéis por completo la instrucción. Cuando mande descanso, daréis un paso atrás con el pie izquierdo y cruzaréis los brazos por detrás. Así. —Albano les demostró cómo debían hacerlo—. Vamos a repetirlo. ¡Descanso! ¡Ya! Muy bien. Ahora quiero hablaros un poco de la carrera. Para empezar, tengo que deciros que fue un fracaso total. Ni siquiera los que llegaron a la meta lo hicieron correctamente. Una carrera de fondo, como era ésta, nunca se debe iniciar a gran velocidad, porque eso os quema inmediatamente las energías que tenéis y poco después os entra el desfallecimiento. Las carreras de fondo se empiezan poco a poco, marcando un ritmo que os permita dosificar vuestras fuerzas para poder llegar a la meta. Tan sólo cuando queden unos cientos de pasos para llegar a ésta, media milla o algo menos, se debe acelerar la velocidad para llegar el primero. Lo que habéis hecho hoy sirve para una carrera de velocidad, que como máximo son ochenta pasos. Mañana volveréis a repetir la carrera. Espero que todos lleguéis a la meta. En el futuro este recorrido se ampliará a varias vueltas o elegiré un recorrido mucho más largo. El de hoy no ha sido más que para empezar.
Un murmullo general recorrió todo el grupo. Los cadetes se miraron unos a otros atónitos y sorprendidos.
¿Pasa algo? —preguntó Albano.
¡No, señor! —contestaron todos a coro.
Eso está mejor. Bien, ahora vais a separar un poco las filas. La fila primera dará dos pasos a su izquierda, así —les demostró cómo debían hacerlo—. Los de la cuarta harán lo mismo, pero hacia la derecha. La fila segunda dará un paso hacia la izquierda y la tercera hacia la derecha. Muy bien. Ahora vais a saltar abriendo las piernas todo lo que podáis y al mismo tiempo elevaréis los brazos hasta dar una palmada por encima de vuestras cabezas. Así —Albano hizo el movimiento que les acababa de describir—. Luego volveréis a la posición inicial. Así. Cuando yo diga arriba, saltáis y levantáis los brazos y cuando diga abajo, volvéis a la posición inicial. ¿Habéis entendido?
¡Sí, señor!
¡Pues, adelante! Arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo. —Así persistieron unos cinco minutos—. ¡Descanso! ¡Ya!
El grupo permaneció en posición de descanso mientras el instructor los observaba con el rictus bastante serio.
—A ver. El segundo de la primera fila, el cuarto de la tercera y el quinto de la cuarta tenéis una postura demasiado relajada. La posición de descanso no es de relajación total. El descanso es una situación de menos tensión, pero no de abandono total del cuerpo como hacéis vosotros. Poneos como los demás —los adolescentes obedecieron—. La instrucción —continuó— no es sólo un ejercicio para fortalecer el cuerpo y moldearlo, sino también el espíritu. Estáis aquí para llegar a ser soldados algún día. El ser soldado exige una gran formación del cuerpo y del espíritu. Si os falta una de las dos, nunca llegaréis a ser buenos soldados. ¿Habéis comprendido?
¡Sí, señor!
Pues ahora, ¡firmes! ¡Ya! Bien, vais a tenderos en sentido prono. ¡Ya!
Unos, la mayoría, tal vez por instinto natural, se tendieron boca abajo. Otros, en cambio, se tendieron boca arriba. Nadie les había explicado qué significaba «en sentido prono».
Los que están boca arriba que se den la vuelta y se pongan boca abajo. Cuando diga en sentido prono os tenderéis siempre boca abajo. ¿Entendido?
¡Sí, señor!
Bien. Ahora os apoyaréis sobre las palmas de las manos enfrentadas una a la otra a la altura del pecho y sobre la punta de los pies, así —Albano se tendió en el suelo para demostrarles la posición que debían tomar. A continuación realizó varias flexiones de brazos—. Ahora vosotros. Arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo —después de varias flexiones, les mandó parar—. Ha llegado el momento de que os toméis un pequeño descanso. Romped filas.
Los dejó que descansaran un poco por la pradera. La mayoría decidió tumbarse en la verde hierba para relajarse y descansar. No estaban acostumbrados a aquel ritmo de ejercicio, que los había dejado extenuados. Alguno incluso tenía en su mente la idea de abandonar, aunque sus padres no se lo iban a permitir. En estos pensamientos estaba más de uno cuando el instructor les mandó formar de nuevo. Primero les ordenó realizar una pequeña carrera en grupo alrededor del prado. Luego los volvió a formar para continuar con una serie más de ejercicios gimnásticos. Cuando se acercaba ya el mediodía, les dio rienda suelta para que cada cual hiciera lo que quisiera hasta el día siguiente a la hora prima. Todos excepto Medulio. Éste continuó a cargo de Albano, que de momento se encaminaron a casa de sus padres para comer. Por el camino se dirigieron pocas palabras, pues el niño no estaba de humor para hablar. Al entrar en casa, la madre se interesó por la experiencia que había vivido el hijo.
¿Cómo te ha ido, hijo? —le preguntó con curiosidad.
¡Mal, madre! —contestó él de malhumor.
¿Mal por qué?
Porque este tío es un palizas y no nos ha dejado descansar en toda la mañana.
Genoveva cruzó una mirada cómplice con Albano. Éste le sonrió fugazmente sin hacer ningún comentario.
Bueno, hijo, supongo que eso será necesario para tu preparación. Ya sabes que de mayor tienes que llegar a ser un militar destacado. Para eso tendrás…
Para eso tendré que sacrificarme ya desde ahora —la interrumpió el hijo—. Ya lo he oído un montón de veces, pero lo malo es que no sé si podré hacerlo.
En ese momento entraba el padre en casa.
¿Qué es lo que no sabes si podrás hacer? —le preguntó.
El hijo no contestó. Fue Genoveva la que se lo aclaró.
Claro que podrás hacerlo —le corroboró el padre—. En esta vida se puede conseguir todo o casi todo, si uno se lo propone, y tú te lo propondrás. ¿De acuerdo, hijo?
De acuerdo, padre.
Bien, pues para ello debes empezar por obedecer a Albano en todo. A partir de ahora tu instrucción y tu formación están en sus manos. Espero que con el paso de los años dé sus frutos. Tienes que llegar a ser no sólo un general del ejército, sino el caudillo de los astures. He depositado todas mis esperanzas en ti y espero que no me defraudes. Tú serás el que guíe este pueblo a su gloria. No lo olvides nunca.
No lo olvidaré, padre.
Por la tarde Medulio con su potro y Albano con su caballo salieron a trotar por los caminos y veredas del valle de Osimara. Era una hermosa tarde de finales de mayo. El campo estaba sembrado de flores. En los prados predominaban los narcisos. En un apacible rincón detuvieron sus monturas y se cobijaron bajo la fresca sombra de unos chopos.
¿Sigues cansado, Medulio? —inquirió con cierta amabilidad Albano.
Un poco —contestó el niño—, pero ya se me va pasando.
No te preocupes. Esto es porque no estás acostumbrado. Los primeros días notarás agujetas por todo el cuerpo. ¡Ya lo verás! Pero poco a poco se te irán pasando y después no notarás nada. Los músculos necesitan ponerse a tono. Cuando lo consiguen, responden a todo lo que les exijamos. Por eso la gimnasia y el atletismo son perfectos para mantener nuestro cuerpo en forma. Hace cientos de años que los griegos ya le daban mucha importancia al ejercicio físico. Ellos fueron los que inventaron los Juego Olímpicos.
¿Quiénes son los griegos y qué son los Juegos Olímpicos?
—Los griegos son un pueblo muy culto que habita una península del Mare Nostrum más al Este que Hispania. Fue un pueblo muy guerrero, pero también de grandes sabios. Cultivaron la Filosofía, las Artes y las Ciencias, pero sin olvidarse del ejercicio físico. Por eso inventaron los Juegos Olímpicos. Éstos consistían en una serie de ejercicios gimnásticos, de atletismo y algún deporte.
¡Pues sí que vivían adelantados!
Mucho más que nosotros, pero bueno, eso es otra historia. Y hablando de los griegos, ¿sabes que esta flor —tomó un narciso en sus manos— tiene origen en una leyenda griega?
No —contestó el niño con candidez.
Había un joven extremadamente hermoso que despreciaba a todas las doncellas que lo pretendían por su belleza. Un día se le apareció una hermosa joven, llamada Eco, que pretendió su amor. Pero Narciso, que así se llamaba el joven, se volvió de espaladas a ella y la rechazó. Ella, desolada y afligida, se ocultó en una cueva donde se consumió de dolor y desesperación y sólo quedó su voz. Entonces Némesis, la diosa de la venganza, determinó castigar a Narciso. Hizo que éste se enamorara de sí mismo contemplándose en las aguas de una fuente. De tanto mirar su imagen en el espejo del agua, acabó por sumergirse en ella y perecer. En el lugar donde desapareció su cuerpo surgió esta flor. Por eso lleva su nombre.
Es una leyenda muy bonita —comentó el niño que iba tomando algo más de confianza con el preceptor—. ¿No conoces ninguna más?
Sí, pero ahora no es el momento ni el lugar para contarlas. Ahora vamos a montar de nuevo y a galopar hasta el anochecer. No debemos descuidar tu formación. Vamos.
Medulio y Albano cabalgaron varias horas por todo el valle. El niño debía ejercitarse en la equitación y eso llevaba muchas horas de entrenamiento. Por la noche, apenas acostarse, se quedó profundamente dormido en los brazos de Morfeo. A la mañana siguiente era incapaz de levantarse.
Vamos, Medulio. Si no te das prisa vas a ser el primero en recibir el castigo —le susurró Albano al oído.
El niño se levantó de un salto. Estaba agotado y completamente dormido, pero al oír lo del castigo, se arrojó fuera de la cama como movido por un resorte.
¿Qué hora es? —preguntó entre bostezos.
Falta muy poco para la hora prima —le contestó Albano.
¡Jo, qué temprano es! ¿Por qué tenemos que madrugar tanto?
—Porque es bueno para tu cuerpo y para fortalecer tu espíritu. Date prisa. A la hora prima tenemos que estar en el prado para comenzar la jornada.
¿Y no podíamos comenzar más tarde? A la hora tertia, por ejemplo.
—Ya te he dicho que no. Y basta de conversación que se nos hace tarde. En un abrir y cerrar de ojos te quiero ver en la calle.
Medulio obedeció con resignación, pero sin ganas. No entendía por qué tenían que madrugar tanto cuando tenían todo el día para ellos. ¡Ya eran ganas de fastidiar! A la hora prima se encontraban en el lugar citado. Todo el grupo estaba allí reunido. La amenaza del castigo parecía haber surtido efecto.
Vamos a empezar la instrucción del día —dijo Albano—. Lo primero que tenemos que hacer es un precalentamiento. No es bueno comenzar los ejercicios fuertes de golpe. Hay que empezar con suavidad para que el cuerpo vaya entrando en calor. Eso evitará dolores musculares, esguinces e, incluso, pequeñas fracturas de fibras. Hoy notaréis como si os pincharan por todo el cuerpo. Eso es normal. Son las agujetas. No os preocupéis. En dos o tres días desaparecerán. Eso es debido a la falta de ejercicio. Bien, para que vayáis entrando en calor, vais a hacer una marcha militar. Así que vais a formar como ayer —el grupo de muchachos formó las cuatro filas como el día anterior—. Muy bien. Ahora vais a iniciar la marcha al ritmo que yo os cante. ¿Entendido?
¡Sí, señor!
Pues adelante. ¡Izquierda! ¡Izquierda! ¡Izquierda, derecha, izquierda!
Los cadetes comenzaron a marchar como un pequeño batallón, pero pronto la mayoría de ellos perdieron el paso. Cada uno marchaba a su aire.
¡Firmes! —gritó el instructor con rabia y prolongando la i de firmes—. Esto se parece más a una marcha de patos que a una marcha militar. Vamos a intentarlo de nuevo. ¡Izquierda! ¡Izquierda! ¡Izquierda, derecha, izquierda! ¡Vamos, adelante! ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Un, dos! Vamos, un poco más de prisa para que vaya reaccionando la sangre en vuestros cuerpos. ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Iquierda! ¡Izquierda! ¡Izquierda, derecha, izquierda! Eso está mejor.
Después de una breve marcha, los formó otra vez en filas para comenzar la instrucción. Durante otro corto intervalo realizaron los ejercicios que les había enseñado el día anterior.
Ahora vamos a aprender algunos ejercicios nuevos —les dijo—. Con las piernas separadas, vais a elevar los brazos de la siguiente manera. Primero los levantáis hasta los hombros y después arriba. Después volvéis a los hombros y abajo. En segundo lugar, los eleváis hasta los hombros y después de frente. Luego los volvéis a los hombros y abajo. El tercer movimiento consiste en elevarlos hasta los hombros y después a los lados, para terminar volviendo a los hombros y abajo. Así, como lo hago yo —el instructor les demostró los movimientos—. ¿Habéis entendido?
¡Sí, señor!
Lo haréis al ritmo que yo os marque. ¡Hombros, arriba, hombros, abajo! ¡Hombros, de frente, hombros, abajo! Hombros, a los lados, hombros, abajo! Lo vais a repetir varias veces. Muy bien. Ahora vais a tenderos en sentido supino. Eso quiere decir que os tenderéis boca arriba. Una vez tendidos, con los codos apoyados en el suelo elevaréis las piernas y con las manos sujetaréis la cadera. Así —Albano se tendió en el suelo y les demostró cómo debían hacerlo—. Una vez elevadas, las moveréis hacia delante y hacia atrás, como si fueran unas tijeras. Así —les demostró cómo debían hacerlo—. Después las moveréis en sentido giratorio —movimiento que también realizó. Acto seguido se puso en pie—. Ahora lo vais a hacer vosotros. Adelante —repitieron ambos ejercicios varias veces—. Muy bien. Ahora apoyados totalmente en el suelo vais a elevar sin ayuda ninguna alternativamente las piernas. Primero elevaréis la izquierda y luego la derecha, hasta situarlas en ángulo recto. Adelante —todos se quedaron a mitad de camino—. Elevarla más, más. Hasta situarla en posición vertical. Eso es. A ver, el tercero de la fila cuarta, la pierna derecha tiene que estar totalmente estirada y apoyada en el suelo. Así, muy bien. Ahora hacéis lo mismo con la derecha. Arriba. Muy bien, eso es. Otra vez.
El grupo de niños y adolescentes seguía realizando los ejercicios gimnásticos que el instructor les ordenaba. Así permanecieron durante un par de horas al menos.
Ahora que ya habéis desentumecido los músculos y habéis entrado bien en calor, vais a hacer la carrera de fondo por el mismo recorrido de ayer. Os recuerdo que debéis llevar un ritmo moderado para resistir todo el trayecto. Más o menos debéis acelerarlo cuando lleguéis al final de la alameda. ¿Entendido?
¡Sí, señor!
Muy bien. Pues adelante, ¡ya!
El grupo comenzó la carrera con un ritmo mucho más lento que el día anterior. Iban todos juntos sin que ninguno de ellos tratara de alejarse de los demás, como había ocurrido el primer día. Ya habían girado en el puente y seguían todos juntos por la orilla del río abajo. Cada vez se acercaban más a la alameda, pero ninguno rompía el ritmo. Cuando ya llegaban casi al final de la misma, el mayor del grupo, que tendría unos dieciséis años, rompió el ritmo y empezó a acelerar la carrera. Cinco o seis intentaron seguir sus pasos. Pronto dos de ellos consiguieron ponerse a la altura del primero. Los demás poco a poco iban cediendo terreno. Ya próximos a la meta, los tres primeros aceleraron aún más el ritmo para llegar casi juntos a rebasar la línea de meta. Los demás fueron llegando algo descarriados y bastante fatigados.
Hoy lo habéis hecho mucho mejor que ayer. Ya veo que aprendéis de prisa. Eso me gusta. Si seguís así, pronto podremos organizar competiciones. Ahora podéis descansar un rato. Cada cual puede hacer lo que quiera. Luego reiniciaremos los ejercicios.
El grupo se desperdigó por la pradera. Unos se refugiaron bajo las sombras. Otros se acercaron al río, entre ellos Medulio, para remojar un poco sus pies en el agua. A algunos se les habían producido ampollas en ellos. Otros sólo querían introducirlos en el refrescante líquido para que les descansaran. Tan sólo llevaban día y medio de instrucción y había ya quien la detestaba.
Como siga así, este tío va a acabar con nosotros —comentó uno mientras se palpaba una ampolla que se le había producido en el talón del pie derecho.
Si no fuera por mis padres, yo ya no habría venido hoy —insinuó otro que trataba de reventar la ampolla que tenía en el dedo meñique del pie izquierdo.
No te la revientes —le dijo un tercero—, que se te pondrá peor.
Mejor —exclamó el aludido—. Así podré quedarme en casa.
No seáis lloricas —les reprochó un adolescente de unos quince años—. ¡Vaya futuros guerreros!
¿Y quién te ha dicho que yo quiero ser guerrero? —inquirió el que trataba de reventarse la ampolla—. Yo nunca he pensado en ser guerrero.
Pues mal futuro te espera —le contestó el anterior—. Los hombres de nuestro pueblo han de ser todos guerreros por naturaleza.
En aquel momento el instructor los llamaba para formar otra vez. Todo el grupo se reunió en el lugar indicado para realizar la segunda parte de la jornada. Finalizada ésta, Albano les dio rienda suelta hasta el día siguiente. Todos partieron en carrera libre hacia sus casas.
¿Cómo te ha ido hoy, Medulio —le preguntó Albano mientras caminaban hacia la morada del niño.
Un poco mejor que ayer, pero estoy agotado.
No te preocupes. Eso se te pasará en poco rato. El cuerpo se recupera rápidamente. Ahora vamos a comer y después por la tarde podemos subir con los caballos hasta la cima de esa montaña.
¡Estupendo! —exclamó el niño, que parecía haberse olvidado de su fatiga al oír la propuesta de su preceptor.
A media tarde maestro y alumno dejaron atrás el poblado astur para dirigirse a lo más alto de la montaña. La pendiente era bastante pronunciada. Las caballerías la subían despacio y con esfuerzo. A medida que avanzaban, el castro se veía más lejano y más diminuto. El valle parecía estrecharse cuanto más ascendían. La línea del horizonte se ensanchaba. Cada vez se divisaban más montañas y más lejanas. El día era claro y transparente, como solía ocurrir en aquellas tierras. Medulio miraba con emoción y entusiasmo a todas partes. Todo le resultaba nuevo, pues nunca había ascendido hasta aquellas latitudes. Miraba a un lado y a otro, pero sobre todo hacia el Nordeste. Por allí le habían dicho que se veían las montañas de Vadinia en los días claros.
Albano, ¿conoces las montañas de Vadinia?
Pues claro que las conozco. ¿Por qué lo preguntas?
No, por nada —el niño se quedó unos instantes en silencio—. Bueno, en realidad es porque me han dicho que se pueden ver desde aquí en un día claro como éste.
¿Ah, sí? Pues no sé qué quieres que te diga. Yo desde aquí no las he visto nunca. Así que no sé si te podré ayudar.
Bueno, a mí me han dicho que hay que mirar para el Nordeste. Mirando para allí en un día claro, se ven al fondo, como entre bruma.
Albano miró en la dirección indicada y no apreció nada que se le pareciera. Las montañas más lejanas que se veían en aquella dirección no lo estaban tanto. Además, se veían con bastante nitidez.
¿Estás seguro que es en esa dirección?
Eso me han dicho. También me dijeron que hay que subir a lo más alto de esta montaña para verlas.
¡Ah! Pues eso será por lo que no las vemos. Vamos a subir más.
Las monturas sudaban por el esfuerzo realizado. Pegaso resollaba a cada paso que daba. Medulio y Albano decidieron tomar un descanso antes de que el potro flaqueara. Por fin lograron acercarse a la cumbre de la montaña. El sol seguía resplandeciendo en lo alto del horizonte. La panorámica que desde allí se divisaba era asombrosa. A un lado y a otro todo eran montañas.
Mira, Medulio, ¿ves esa montaña azulada hacia el Norte?
Sí. ¿Qué montaña es?
Es el cordal que nos separa de nuestros hermanos del Norte. Hacia ahí —le señalaba hacia el Noroeste— está el poblado donde yo nací. Allí la nieve dura siete u ocho meses.
Pues tiene que ser muy duro vivir en tu pueblo.
Claro que lo es. ¡Oye, mira hacia allá! —le indicó Albano—. ¿Ves aquellas montañas más altas y grisáceas, como si las envolviera una neblina?
Sí, ya las veo.
Pues aquéllas deben de ser las montañas de Vadinia.
¡Claro que lo son! Son tal como me las describieron. Me gustaría ir alguna vez hasta allí.
Bueno, nunca se sabe las vueltas que uno puede dar en este mundo.
¿Has estado alguna vez en ellas?
Sí, en una ocasión pasé por allí. Fue hace unos años que tuve que realizar un viaje por el otro lado de la cordillera. Al volver a cruzarla, lo hice por aquellas montañas, por el paso que se abre entre las imponentes moles cuyas cúspides permanecen nevadas la mayor parte del año. Son los Montes Europae. Se trata del desfiladero del Kares, un río que discurre sobre piedras. Es paso obligado para cruzar la enorme cordillera y alcanzar el Valle de Eone. Desde allí descendí hasta Rivus Angulus siguiendo el curso del río Ástura.
¿Y son muy altas?
Mucho. Allí se encuentran algunos de los picos más altos de nuestro territorio. Sus cumbres tienen nieves casi perpetuas. Hay ríos, lagos y paisajes preciosos. Y algunos valles que parecen encantados. Es un lugar maravilloso. Merece la pena visitarlo.
La tarde avanzaba sin pausa. El sol ya se inclinaba bastante sobre la línea del horizonte. Medulio y Albano pusieron rumbo hacia el poblado astur. Espolearon sus cabalgaduras para llegar a casa antes de que las sombras de la noche lo cubrieran todo. Mientras descendían la montaña, pudieron contemplar la belleza del valle a través de los colores y matices que los rayos del sol poniente le proporcionaban. Pronto las sombras se fueron adueñando de todo él. Nuestros amigos llegaron a casa justo cuando se desvanecía el crepúsculo y la noche se apoderaba de todo.




****



Ya había transcurrido más de medio verano. El grupo de niños y adolescentes continuaba su instrucción a las órdenes de Albano. Cada día realizaban varias series de ejercicios gimnásticos y pruebas de atletismo. Hoy les tocaba una nueva: los ochenta pasos con obstáculos. Para ello habían colocado horizontalmente varios palos a lo largo del recorrido distribuidos a una cierta distancia y altura. La prueba consistía en salvarlos a medida que se avanzaba hacia la meta. Correrían por turnos de cinco en cinco. El primero en conseguirlo sería el ganador del grupo. Medulio, que corría en el grupo de los benjamines, se quedó campeón de su grupo, lo que lo llenó de orgullo y satisfacción.
—Mañana —les dijo Albano al acabar la competición— vendréis preparados con calzado apropiado para caminar y comida para llevar. También debéis traer un recipiente cerrado para portar agua. Vamos a realizar una larga marcha que durará todo el día. Ya llevamos varios meses de preparación física, por lo que ha llegado el momento de poneros a prueba. Quiero ver cómo respondéis. Saldremos a la hora prima desde aquí donde nos encontramos. ¿Alguna pregunta?
¡No, señor!
Pues entonces podéis marcharos. ¡Hasta mañana!
¡Hasta mañana, señor!
A la mañana siguiente, a la hora indicada, partió todo el grupo del lugar señalado. Subieron por el valle de Osimara hasta llegar casi al nacimiento del río. A unas diez millas del lugar de partida, giraron hacia el Sur. Ascendieron la montaña por donde caminaron un cierto tiempo, hasta que llegaron a otro pequeño valle por donde discurría un riachuelo de cristalinas aguas. En un pequeño soto que allí había, rodeado de chopos y alisos, Albano dio la orden de descansar para reponer las fuerzas perdidas.
¿Estáis cansados? —les preguntó.
¡Sí, señor! —contestaron todos a coro.
Bien, comeremos las viandas que traemos y descansaremos un rato. Éste es un lugar idóneo para la acampada. Lo primero que debéis hacer es lavaros las manos y la cara. También convendría que os refrescarais los pies en el agua, eso os aliviaría y os descansarían bastante. Pensad que nos queda casi otro tanto como lo que hemos hecho para regresar a casa.
Los niños y adolescentes se lavaron y asearon como el instructor les indicaba. A continuación se sentaron todos al lado del riachuelo bajo la sombra de los árboles para mitigar el apetito que tenían. Todos callaban y observaban el discurrir del agua.
¿No tenéis ganas de hablar? —les interrogó Albano.
No, señor —contestaron algunos. Los demás callaban.
Ya sé que estáis cansados. Reconozco que es una marcha bastante dura, pero tenía que comprobar que sois capaces de realizarla antes de que se termine el verano. Con el mal tiempo es imposible hacerla. Para ser guerreros debéis estar preparados para esfuerzos como éste y mucho mayores. Los días de lucha son días muy duros y sin descanso. Para soportarlos hay que preparar de antemano el cuerpo y el espíritu. De lo contrario sucumbiríais en los primeros momentos de la batalla. Por eso tenéis que endurecer el cuerpo y el espíritu.
Pero ahora somos todavía muy pequeños para ir a la guerra —insinuó uno de los adolescentes—. Aún nos faltan muchos años. Entonces, ¿por qué prepararnos ya con tanto rigor?
Porque si queréis ser buenos guerreros, la preparación debe comenzar ya desde ahora. Si lo dejarais para cuando tengáis que ir a la guerra, sería demasiado tarde. La preparación del guerrero necesita mucho tiempo. En realidad, debe prepararse para la guerra durante toda su vida. Además, si la ocasión lo requiriera, muchos de vosotros tendrías que acudir ya ahora a luchar. Así que no hay tiempo que perder.
Los niños y adolescentes no estaban muy convencidos de lo que les acababa de decir Albano, aunque los mayores del grupo sabían que no le faltaba razón. Si se produjera un ataque de los romanos, ellos, los mayores, tendrían que acudir a repelerlo con los hombres de la tribu. En un momento así, eran imprescindibles todos los varones capaces de manejar las armas.
Terminada la colación, se pusieron en marcha sin dilación, pues no había tiempo que perder. Aunque era mediodía, quedaba mucho camino por delante. Había que descender en dirección Este varias millas a lo largo de la montaña. Aprovecharon las horas centrales del día para caminar por una vereda que discurría por la orilla del riachuelo. Eso les ayudó a sobrellevar el calor asfixiante del mediodía. A media tarde, cuando ya había aflojado el calor, abandonaron el río para dirigirse hacia la cumbre de la montaña en dirección Nordeste. Desde allí descendieron hasta el valle para llegar al poblado cuando las sombras de la noche comenzaban a extenderse por todas partes. Había sido un día agotador sobre todo para los más pequeños. Medulio, cuando llegó a casa, se dejó caer en la cama donde se quedó profundamente dormido.


© Julio Noel 


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