11
Elaeso y Albano entraron en la
choza. Genoveva asaba unos sabrosos chuletones de ternera al fuego.
Se acercaba la hora del almuerzo.
—Genoveva, te presento a
Albano. Es el preceptor de Medulio.
—Encantada de conocerte.
—A sus pies, señora
—contestó Albano.
—¿Dónde está Medulio?
—preguntó Elaeso a su esposa.
—Ha salido a dar una vuelta
por ahí con Pegaso. Ya sabes que no hay quien lo sujete en casa.
—Bueno, a partir de ahora va
a estar algo más entretenido.
—Eso espero —comentó
Genoveva—. Pero, sentaos, que tendréis apetito y la comida ya está
a punto.
—Espera un momento, mujer, a
ver si entretanto llega el niño.
En aquel momento se oyó un
relincho al lado de la puerta y el repiquetear de los cascos del
potro. Medulio no tardó en hacer acto de presencia.
—¡Hola a todos! —dijo
nada más poner los pies dentro de la choza.
—¡Hola! —le contestaron.
—Mira, Medulio, te presento
a Albano. A partir de hoy será tu preceptor.
—Un placer conocerte,
Medulio. —Albano le extendió la mano para estrechársela. El niño
se la estrechó con cierto recelo—. Te hacía más pequeño.
—Encantado, Albano.
—Bueno, ahora sentaos, que
vamos a comer —insinuó Genoveva—. Luego ya tendréis tiempo de
conoceros.
Los presentes no se hicieron
de rogar, pues tenían bastante apetito. Además, los manjares que
Genoveva cocinaba les hacían segregar más jugos gástricos de lo
normal, así que sin más preámbulos comenzaron a devorar las
viandas. Sólo Medulio parecía un poco desganado y es que la
sorpresa del preceptor lo había dejado algo alicaído. A partir de
aquel momento se le había terminado el correr y deambular por donde
él quisiera y a la hora que le viniera en gana. Desde aquel día
tendría que someterse a la voluntad y a la disciplina del preceptor,
que era lo que menos deseaba.
—Come, Medulio —le conminó
su padre.
—Es que no tengo mucho
apetito.
—¿Te encuentras mal? —le
preguntó su madre.
—No, no. Es que parece que
de repente se me han quitado las ganas de comer.
—Anda. Haz un esfuerzo y
come —le exhortó su madre.
Pero Medulio pensaba más en
su futuro inmediato que en la comida. Ya no podría salir a correr
por aquellos prados con Pegaso cuando quisiera. Tampoco podría ir al
río cuando le apeteciera y ya se acercaba el verano. No podría
jugar con sus amiguitos. Mientras ellos se divirtieran con sus juegos
y travesuras, él tendría que hacer lo que el preceptor le ordenara.
—Menuda lata—, pensaba. Hacía mucho tiempo que su padre le venía
prometiendo un instructor, pero él había llegado a creer que sólo
era eso, una promesa. Tantas veces lo había repetido, que ya no se
lo creía. Ahora había comprendido que no era sólo una promesa.
Ahora ya era una realidad. El instructor, o más bien preceptor como
se lo había presentado su padre, era de carne y hueso y tenía un
nombre, Albano. La primera impresión que le produjo era la de un
hombre severo, de pocas palabras pero de muchos hechos. No había
sonreído ni un solo momento y su rictus era serio. El niño
presentía que aquel hombre iba a ser duro con él y que los
melindres y las lágrimas no le iban a servir de nada. Una nueva
etapa de su vida estaba a punto de comenzar.
—Vamos, Medulio, que ya
hemos terminado todos y tú casi no has empezado —le amonestó su
madre.
El niño interrumpió sus
pensamientos para volver a la realidad. Vio cómo su padre y el
preceptor charlaban animadamente, mientras su madre retiraba los
restos de la comida. Él se apresuró y en dos bocados terminó su
ración.
—Nací en una aldea situada
entre las montañas que nos separan de nuestros hermanos del norte
—oyó Medulio que comentaba el preceptor—. Allí la vida es muy
dura, pues a cualquier trabajo o faena que hay que hacer, hay que
añadirle lo penoso que resulta subir y bajar por aquellas
pendientes. Por otra parte, allí casi no existe el buen tiempo. Hay
dos o tres meses escasos de primavera y el resto de invierno. En
aquellos parajes se endurece uno aunque no quiera.
—Bueno, ¿y qué planes
tienes para mi hijo? —inquirió Elaeso.
—Pues habrá que ir formando
y endureciendo su cuerpo y su espíritu. La verdad que lo hacía más
pequeño cuando me dijeron que iba a cumplir once años, pero veo que
está muy bien desarrollado para su edad. Eso es bueno para empezar.
Ya veremos cómo responde después.
—Me parece muy bien. El niño
está predestinado para llegar a ser un gran jefe de este pueblo. En
realidad, está predestinado para ser el que dirija los destinos de
todo el pueblo astur. Por eso su preparación ha de ser minuciosa y
rigurosa. No podemos dejar pasar nada por alto.
—Así se hará —corroboró
Albano—. Por mi parte no escatimaré esfuerzos para conseguirlo.
—Ya sabes —continuó
Elaeso— que se te ha contratado para instruir también a todo el
grupo de niños y jóvenes que hay en el poblado. Son unos veinte en
total. Pero, además, serás el preceptor personal de mi hijo. Por
tanto, él recibirá la instrucción general que reciban todos y,
además, recibirá por tu parte todos los preceptos y enseñanzas que
seas capaz de inculcarle. Lo seguirás a todas partes como si fueras
su sombra y lo reprenderás e incluso castigarás siempre que lo
consideres oportuno. ¿Queda bien entendido?
—Desde luego que queda bien
entendido. En todo momento trataré de estar a la altura de las
circunstancias.
—Eso espero —le confirmó
Elaeso.
El niño, por si tenía alguna
duda, acabó de despejarlas todas. Se levantó cabizbajo del asiento
y sin decir palabra se dirigió a la choza donde había dejado
encerrado a Pegaso, para abrazarse a él y derramar un montón de
lágrimas y restregárselas por la cara al potrillo. Éste parecía
comprender la pena del niño, pues con su cabeza le frotaba la de
aquél y con sus belfos le acariciaba la cara. Sólo le quedaba
aquella tarde para él. A partir del día siguiente daría comienzo
su nueva vida.
Albano era un hombre de unos
treinta años. De pelo castaño y tez más bien morena o tostada por
estar expuesta constantemente al aire y al sol. Ojos de color castaño
también. Medía poco más de cinco pies y medio de altura. Su
complexión era atlética, aunque no era muy robusto. Sus músculos
eran flexibles y duros como el acero. Era un hombre preparado para
superar cualquier obstáculo y lo que es más importante, con una
voluntad y un carácter de hierro. Se había criado entre unas
montañas agrestes del cordal cantábrico, que le habían ayudado a
endurecer su cuerpo y su espíritu. Luego había emigrado a tierras
lejanas donde adquirió una amplia formación física y mental. Era
un hombre duro e impasible. El instructor perfecto para formar a un
futuro guerrero.
Al día siguiente a la hora
secunda esperaba Albano en un prado de los alrededores del poblado,
donde había quedado en reunirse con todos sus pupilos. Éstos fueron
llegando poco a poco descarriados y somnolientos. Albano se
desesperaba ante aquella parsimonia. Hacia la hora tertia llegó el
último de los cadetes. Apenas era capaz de abrir los ojos y llevaba
las greñas despeinadas.
—Bien, hoy es el primer día
—comenzó a decir Albano con voz suave y la rabia contenida—,
pero os juro que esto no se va a volver a repetir —añadió
elevando bastante su tono de voz—. Mañana a la hora prima os
quiero ver aquí, lavados y peinados, aunque luego sudéis sangre. Lo
primero que quiero ver en vosotros es un poco de aseo y que lleguéis
aquí despiertos. Lo segundo, es puntualidad. El que no esté aquí
cuando yo llegue, recibirá el castigo correspondiente. ¿Entendido?
—Entendido —contestaron
con cierta displicencia ellos.
—¡Entendido, señor!
—quiero que contestéis.
—¡Sí, señor! —repitieron
todos al unísono.
—Bien, ésta es la primera
lección. Ya iréis aprendiendo las demás. Ahora, por ser el primer
día, vais a hacer unos ejercicios suaves. Para empezar, vais a
correr por ese camino hasta aquel puentecillo que hay en el río.
Allí bajaréis por la orilla del río hasta aquella alameda de allá
abajo. Al llegar a ella la bordearéis hasta el camino y luego
regresaréis aquí. ¿Alguna duda?
—¡No, señor!
—Pues en marcha.
El grupo de niños y jóvenes
se puso en marcha para realizar el recorrido indicado por el
instructor. Todos salieron a gran velocidad, lo que provocó que poco
después a muchos de ellos les fallaran las fuerzas. Aún no habían
llegado al puente indicado, cuando alguno ya no podía seguir
adelante. Sólo unos pocos continuaban en cabeza y con la velocidad
bastante reducida. A mitad del recorrido los pocos que quedaban en
carrera avanzaban con dificultad. Sólo tres de ellos lograron llegar
a la meta y, cuando lo hicieron, se dejaron caer en tierra
completamente exhaustos. Albano esperó a que se juntara todo el
grupo con todos aquellos que regresaban campo a través. Una vez
reunidos, les ordenó ponerse firmes.
—¡Firme todo el mundo!
—gritó.
Los niños y jóvenes no
entendían lo que les ordenaba el instructor y muchos de ellos se
quedaron postrados en el suelo.
—Cuando ordene firme todo el
mundo, os pondréis todos de pie con los pies juntos por los talones
y un poco abiertos por delante y los brazos estirados a lo largo del
cuerpo con las palmas de las manos hacia dentro, ¿entendido?
—¡Entendido, señor!
—Pues, ¿a qué esperáis?
Todos se pusieron
inmediatamente de pie como les había indicado Albano.
—Ahora os vais a colocar en
cuatro filas de a cinco cada una, por estatura de menor a mayor.
¡Moveos! A ver, en la fila número dos, el cuarto que pase al final.
El penúltimo de la fila tres que se ponga al final de la fila cuatro
y el último de ésta que se ponga en el lugar que dejó aquél. En
la fila primera que se intercambien el segundo y el tercero. Ahora
vais a extender el brazo derecho hacia delante hasta rozar el hombro
del que os precede, menos los que están en cabeza. Bien, ahora
extenderéis el brazo derecho hacia vuestra derecha hasta rozar a
vuestro compañero, excepto los de la última fila. Muy bien. Quiero
que todos recordéis el lugar que ocupáis, porque a partir de ahora
siempre que os mande formar, deberéis ocupar ese lugar y sólo ése.
¿Entendido?
—¡Sí,
señor!
—Muy bien. Pues ahora,
¡firmes! ¡Ya!—Albano prolongó varias décimas de segundo la i
de
firmes—.
¡Descanso! ¡Ya!
El grupo de muchachos se quedó
igual que estaba. No sabían qué quería decir el instructor con la
orden de descanso.
—Veo que desconocéis por
completo la instrucción. Cuando mande descanso, daréis un paso
atrás con el pie izquierdo y cruzaréis los brazos por detrás. Así.
—Albano les demostró cómo debían hacerlo—. Vamos a repetirlo.
¡Descanso! ¡Ya! Muy bien. Ahora quiero hablaros un poco de la
carrera. Para empezar, tengo que deciros que fue un fracaso total. Ni
siquiera los que llegaron a la meta lo hicieron correctamente. Una
carrera de fondo, como era ésta, nunca se debe iniciar a gran
velocidad, porque eso os quema inmediatamente las energías que
tenéis y poco después os entra el desfallecimiento. Las carreras de
fondo se empiezan poco a poco, marcando un ritmo que os permita
dosificar vuestras fuerzas para poder llegar a la meta. Tan sólo
cuando queden unos cientos de pasos para llegar a ésta, media milla
o algo menos, se debe acelerar la velocidad para llegar el primero.
Lo que habéis hecho hoy sirve para una carrera de velocidad, que
como máximo son ochenta pasos. Mañana volveréis a repetir la
carrera. Espero que todos lleguéis a la meta. En el futuro este
recorrido se ampliará a varias vueltas o elegiré un recorrido mucho
más largo. El de hoy no ha sido más que para empezar.
Un murmullo general recorrió
todo el grupo. Los cadetes se miraron unos a otros atónitos y
sorprendidos.
—¿Pasa algo? —preguntó
Albano.
—¡No, señor! —contestaron
todos a coro.
—Eso está mejor. Bien,
ahora vais a separar un poco las filas. La fila primera dará dos
pasos a su izquierda, así —les demostró cómo debían
hacerlo—. Los de la cuarta harán lo mismo, pero hacia la derecha.
La fila segunda dará un paso hacia la izquierda y la tercera hacia
la derecha. Muy bien. Ahora vais a saltar abriendo las piernas todo
lo que podáis y al mismo tiempo elevaréis los brazos hasta dar una
palmada por encima de vuestras cabezas. Así —Albano hizo el
movimiento que les acababa de describir—. Luego volveréis a la
posición inicial. Así. Cuando yo diga arriba, saltáis y levantáis
los brazos y cuando diga abajo, volvéis a la posición inicial.
¿Habéis entendido?
—¡Sí, señor!
—¡Pues, adelante! Arriba,
abajo, arriba, abajo, arriba, abajo. —Así persistieron unos cinco
minutos—. ¡Descanso! ¡Ya!
El grupo permaneció en
posición de descanso mientras el instructor los observaba con el
rictus bastante serio.
—A
ver. El segundo de la primera fila, el cuarto de la tercera y el
quinto de la cuarta tenéis una postura demasiado relajada. La
posición de descanso no es de relajación total. El descanso es una
situación de menos tensión, pero no de abandono total del cuerpo
como hacéis vosotros. Poneos como los demás —los adolescentes
obedecieron—. La instrucción —continuó— no es sólo un
ejercicio para fortalecer el cuerpo y moldearlo, sino también el
espíritu. Estáis aquí para llegar a ser soldados algún día. El
ser soldado exige una gran formación del cuerpo y del espíritu. Si
os falta una de las dos, nunca llegaréis a ser buenos soldados.
¿Habéis comprendido?
—¡Sí, señor!
—Pues ahora, ¡firmes! ¡Ya!
Bien, vais a tenderos en sentido prono. ¡Ya!
Unos, la mayoría, tal vez por
instinto natural, se tendieron boca abajo. Otros, en cambio, se
tendieron boca arriba. Nadie les había explicado qué significaba
«en sentido prono».
—Los que están boca arriba
que se den la vuelta y se pongan boca abajo. Cuando diga en sentido
prono os tenderéis siempre boca abajo. ¿Entendido?
—¡Sí, señor!
—Bien. Ahora os apoyaréis
sobre las palmas de las manos enfrentadas una a la otra a la altura
del pecho y sobre la punta de los pies, así —Albano se tendió en
el suelo para demostrarles la posición que debían tomar. A
continuación realizó varias flexiones de brazos—. Ahora vosotros.
Arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo —después de varias
flexiones, les mandó parar—. Ha llegado el momento de que os
toméis un pequeño descanso. Romped filas.
Los dejó que descansaran un
poco por la pradera. La mayoría decidió tumbarse en la verde hierba
para relajarse y descansar. No estaban acostumbrados a aquel ritmo de
ejercicio, que los había dejado extenuados. Alguno incluso tenía en
su mente la idea de abandonar, aunque sus padres no se lo iban a
permitir. En estos pensamientos estaba más de uno cuando el
instructor les mandó formar de nuevo. Primero les ordenó realizar
una pequeña carrera en grupo alrededor del prado. Luego los volvió
a formar para continuar con una serie más de ejercicios gimnásticos.
Cuando se acercaba ya el mediodía, les dio rienda suelta para que
cada cual hiciera lo que quisiera hasta el día siguiente a la hora
prima. Todos excepto Medulio. Éste continuó a cargo de Albano, que
de momento se encaminaron a casa de sus padres para comer. Por el
camino se dirigieron pocas palabras, pues el niño no estaba de humor
para hablar. Al entrar en casa, la madre se interesó por la
experiencia que había vivido el hijo.
—¿Cómo te ha ido, hijo?
—le preguntó con curiosidad.
—¡Mal, madre! —contestó
él de malhumor.
—¿Mal por qué?
—Porque este tío es un
palizas y no nos ha dejado descansar en toda la mañana.
Genoveva cruzó una mirada
cómplice con Albano. Éste le sonrió fugazmente sin hacer ningún
comentario.
—Bueno, hijo, supongo que
eso será necesario para tu preparación. Ya sabes que de mayor
tienes que llegar a ser un militar destacado. Para eso tendrás…
—Para eso tendré que
sacrificarme ya desde ahora —la interrumpió el hijo—. Ya lo he
oído un montón de veces, pero lo malo es que no sé si podré
hacerlo.
En ese momento entraba el
padre en casa.
—¿Qué es lo que no sabes
si podrás hacer? —le preguntó.
El hijo no contestó. Fue
Genoveva la que se lo aclaró.
—Claro que podrás hacerlo
—le corroboró el padre—. En esta vida se puede conseguir todo o
casi todo, si uno se lo propone, y tú te lo propondrás. ¿De
acuerdo, hijo?
—De acuerdo, padre.
—Bien, pues para ello debes
empezar por obedecer a Albano en todo. A partir de ahora tu
instrucción y tu formación están en sus manos. Espero que con el
paso de los años dé sus frutos. Tienes que llegar a ser no sólo un
general del ejército, sino el caudillo de los astures. He depositado
todas mis esperanzas en ti y espero que no me defraudes. Tú serás
el que guíe este pueblo a su gloria. No lo olvides nunca.
—No lo olvidaré, padre.
Por la tarde Medulio con su
potro y Albano con su caballo salieron a trotar por los caminos y
veredas del valle de Osimara. Era una hermosa tarde de finales de
mayo. El campo estaba sembrado de flores. En los prados predominaban
los narcisos. En un apacible rincón detuvieron sus monturas y se
cobijaron bajo la fresca sombra de unos chopos.
—¿Sigues cansado, Medulio?
—inquirió con cierta amabilidad Albano.
—Un poco —contestó el
niño—, pero ya se me va pasando.
—No te preocupes. Esto es
porque no estás acostumbrado. Los primeros días notarás agujetas
por todo el cuerpo. ¡Ya lo verás! Pero poco a poco se te irán
pasando y después no notarás nada. Los músculos necesitan ponerse
a tono. Cuando lo consiguen, responden a todo lo que les exijamos.
Por eso la gimnasia y el atletismo son perfectos para mantener
nuestro cuerpo en forma. Hace cientos de años que los griegos ya le
daban mucha importancia al ejercicio físico. Ellos fueron los que
inventaron los Juego Olímpicos.
—¿Quiénes son los griegos
y qué son los Juegos Olímpicos?
—Los
griegos son un pueblo muy culto que habita una península del Mare
Nostrum más al
Este que Hispania.
Fue un pueblo muy guerrero, pero también de grandes sabios.
Cultivaron la Filosofía, las Artes y las Ciencias, pero sin
olvidarse del ejercicio físico. Por eso inventaron los Juegos
Olímpicos. Éstos consistían en una serie de ejercicios
gimnásticos, de atletismo y algún deporte.
—¡Pues sí que vivían
adelantados!
—Mucho más que nosotros,
pero bueno, eso es otra historia. Y hablando de los griegos, ¿sabes
que esta flor —tomó un narciso en sus manos— tiene origen en una
leyenda griega?
—No —contestó el niño
con candidez.
—Había un joven
extremadamente hermoso que despreciaba a todas las doncellas que lo
pretendían por su belleza. Un día se le apareció una hermosa
joven, llamada Eco, que pretendió su amor. Pero Narciso, que así se
llamaba el joven, se volvió de espaladas a ella y la rechazó. Ella,
desolada y afligida, se ocultó en una cueva donde se consumió de
dolor y desesperación y sólo quedó su voz. Entonces Némesis, la
diosa de la venganza, determinó castigar a Narciso. Hizo que éste
se enamorara de sí mismo contemplándose en las aguas de una fuente.
De tanto mirar su imagen en el espejo del agua, acabó por sumergirse
en ella y perecer. En el lugar donde desapareció su cuerpo surgió
esta flor. Por eso lleva su nombre.
—Es una leyenda muy bonita
—comentó el niño que iba tomando algo más de confianza con el
preceptor—. ¿No conoces ninguna más?
—Sí, pero ahora no es el
momento ni el lugar para contarlas. Ahora vamos a montar de nuevo y a
galopar hasta el anochecer. No debemos descuidar tu formación.
Vamos.
Medulio y Albano cabalgaron
varias horas por todo el valle. El niño debía ejercitarse en la
equitación y eso llevaba muchas horas de entrenamiento. Por la
noche, apenas acostarse, se quedó profundamente dormido en los
brazos de Morfeo. A la mañana siguiente era incapaz de levantarse.
—Vamos, Medulio. Si no te
das prisa vas a ser el primero en recibir el castigo —le susurró
Albano al oído.
El niño se levantó de un
salto. Estaba agotado y completamente dormido, pero al oír lo del
castigo, se arrojó fuera de la cama como movido por un resorte.
—¿Qué hora es? —preguntó
entre bostezos.
—Falta muy poco para la hora
prima —le contestó Albano.
—¡Jo, qué temprano es!
¿Por qué tenemos que madrugar tanto?
—Porque
es bueno para tu cuerpo y para fortalecer tu espíritu. Date prisa. A
la hora prima tenemos que estar en el prado para comenzar la jornada.
—¿Y no podíamos comenzar
más tarde? A la hora tertia, por ejemplo.
—Ya te he dicho que no. Y basta de conversación que se nos hace
tarde. En un abrir y cerrar de ojos te quiero ver en la calle.
Medulio obedeció con
resignación, pero sin ganas. No entendía por qué tenían que
madrugar tanto cuando tenían todo el día para ellos. ¡Ya eran
ganas de fastidiar! A la hora prima se encontraban en el lugar
citado. Todo el grupo estaba allí reunido. La amenaza del castigo
parecía haber surtido efecto.
—Vamos a empezar la
instrucción del día —dijo Albano—. Lo primero que tenemos que
hacer es un precalentamiento. No es bueno comenzar los ejercicios
fuertes de golpe. Hay que empezar con suavidad para que el cuerpo
vaya entrando en calor. Eso evitará dolores musculares, esguinces e,
incluso, pequeñas fracturas de fibras. Hoy notaréis como si os
pincharan por todo el cuerpo. Eso es normal. Son las agujetas. No os
preocupéis. En dos o tres días desaparecerán. Eso es debido a la
falta de ejercicio. Bien, para que vayáis entrando en calor, vais a
hacer una marcha militar. Así que vais a formar como ayer —el
grupo de muchachos formó las cuatro filas como el día anterior—.
Muy bien. Ahora vais a iniciar la marcha al ritmo que yo os cante.
¿Entendido?
—¡Sí, señor!
—Pues adelante. ¡Izquierda!
¡Izquierda! ¡Izquierda, derecha, izquierda!
Los cadetes comenzaron a
marchar como un pequeño batallón, pero pronto la mayoría de ellos
perdieron el paso. Cada uno marchaba a su aire.
—¡Firmes! —gritó el
instructor con rabia y prolongando la i
de firmes—.
Esto se parece más a una marcha de patos que a una marcha militar.
Vamos a intentarlo de nuevo. ¡Izquierda! ¡Izquierda! ¡Izquierda,
derecha, izquierda! ¡Vamos, adelante! ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Un,
dos! Vamos, un poco más de prisa para que vaya reaccionando la
sangre en vuestros cuerpos. ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Iquierda!
¡Izquierda! ¡Izquierda, derecha, izquierda! Eso está mejor.
Después de una breve marcha,
los formó otra vez en filas para comenzar la instrucción. Durante
otro corto intervalo realizaron los ejercicios que les había
enseñado el día anterior.
—Ahora vamos a aprender
algunos ejercicios nuevos —les dijo—. Con las piernas separadas,
vais a elevar los brazos de la siguiente manera. Primero los
levantáis hasta los hombros y después arriba. Después volvéis a
los hombros y abajo. En segundo lugar, los eleváis hasta los hombros
y después de frente. Luego los volvéis a los hombros y abajo. El
tercer movimiento consiste en elevarlos hasta los hombros y después
a los lados, para terminar volviendo a los hombros y abajo. Así,
como lo hago yo —el instructor les demostró los movimientos—.
¿Habéis entendido?
—¡Sí, señor!
—Lo haréis al ritmo que yo
os marque. ¡Hombros, arriba, hombros, abajo! ¡Hombros, de frente,
hombros, abajo! Hombros, a los lados, hombros, abajo! Lo vais a
repetir varias veces. Muy bien. Ahora vais a tenderos en sentido
supino. Eso quiere decir que os tenderéis boca arriba. Una vez
tendidos, con los codos apoyados en el suelo elevaréis las piernas y
con las manos sujetaréis la cadera. Así —Albano se tendió en el
suelo y les demostró cómo debían hacerlo—. Una vez elevadas, las
moveréis hacia delante y hacia atrás, como si fueran unas tijeras.
Así —les demostró cómo debían hacerlo—. Después las moveréis
en sentido giratorio —movimiento que también realizó. Acto
seguido se puso en pie—. Ahora lo vais a hacer vosotros. Adelante
—repitieron ambos ejercicios varias veces—. Muy bien. Ahora
apoyados totalmente en el suelo vais a elevar sin ayuda ninguna
alternativamente las piernas. Primero elevaréis la izquierda y luego
la derecha, hasta situarlas en ángulo recto. Adelante —todos se
quedaron a mitad de camino—. Elevarla más, más. Hasta situarla en
posición vertical. Eso es. A ver, el tercero de la fila cuarta, la
pierna derecha tiene que estar totalmente estirada y apoyada en el
suelo. Así, muy bien. Ahora hacéis lo mismo con la derecha. Arriba.
Muy bien, eso es. Otra vez.
El grupo de niños y
adolescentes seguía realizando los ejercicios gimnásticos que el
instructor les ordenaba. Así permanecieron durante un par de horas
al menos.
—Ahora que ya habéis
desentumecido los músculos y habéis entrado bien en calor, vais a
hacer la carrera de fondo por el mismo recorrido de ayer. Os recuerdo
que debéis llevar un ritmo moderado para resistir todo el trayecto.
Más o menos debéis acelerarlo cuando lleguéis al final de la
alameda. ¿Entendido?
—¡Sí, señor!
—Muy bien. Pues adelante,
¡ya!
El grupo comenzó la carrera
con un ritmo mucho más lento que el día anterior. Iban todos juntos
sin que ninguno de ellos tratara de alejarse de los demás, como
había ocurrido el primer día. Ya habían girado en el puente y
seguían todos juntos por la orilla del río abajo. Cada vez se
acercaban más a la alameda, pero ninguno rompía el ritmo. Cuando ya
llegaban casi al final de la misma, el mayor del grupo, que tendría
unos dieciséis años, rompió el ritmo y empezó a acelerar la
carrera. Cinco o seis intentaron seguir sus pasos. Pronto dos de
ellos consiguieron ponerse a la altura del primero. Los demás poco a
poco iban cediendo terreno. Ya próximos a la meta, los tres primeros
aceleraron aún más el ritmo para llegar casi juntos a rebasar la
línea de meta. Los demás fueron llegando algo descarriados y
bastante fatigados.
—Hoy lo habéis hecho mucho
mejor que ayer. Ya veo que aprendéis de prisa. Eso me gusta. Si
seguís así, pronto podremos organizar competiciones. Ahora podéis
descansar un rato. Cada cual puede hacer lo que quiera. Luego
reiniciaremos los ejercicios.
El grupo se desperdigó por la
pradera. Unos se refugiaron bajo las sombras. Otros se acercaron al
río, entre ellos Medulio, para remojar un poco sus pies en el agua.
A algunos se les habían producido ampollas en ellos. Otros sólo
querían introducirlos en el refrescante líquido para que les
descansaran. Tan sólo llevaban día y medio de instrucción y había
ya quien la detestaba.
—Como siga así, este tío
va a acabar con nosotros —comentó uno mientras se palpaba una
ampolla que se le había producido en el talón del pie derecho.
—Si no fuera por mis padres,
yo ya no habría venido hoy —insinuó otro que trataba de reventar
la ampolla que tenía en el dedo meñique del pie izquierdo.
—No te la revientes —le
dijo un tercero—, que se te pondrá peor.
—Mejor —exclamó el
aludido—. Así podré quedarme en casa.
—No seáis lloricas —les
reprochó un adolescente de unos quince años—. ¡Vaya futuros
guerreros!
—¿Y quién te ha dicho que
yo quiero ser guerrero? —inquirió el que trataba de reventarse la
ampolla—. Yo nunca he pensado en ser guerrero.
—Pues mal futuro te espera
—le contestó el anterior—. Los hombres de nuestro pueblo han de
ser todos guerreros por naturaleza.
En aquel momento el instructor
los llamaba para formar otra vez. Todo el grupo se reunió en el
lugar indicado para realizar la segunda parte de la jornada.
Finalizada ésta, Albano les dio rienda suelta hasta el día
siguiente. Todos partieron en carrera libre hacia sus casas.
—¿Cómo te ha ido hoy,
Medulio —le preguntó Albano mientras caminaban hacia la morada del
niño.
—Un poco mejor que ayer,
pero estoy agotado.
—No te preocupes. Eso se te
pasará en poco rato. El cuerpo se recupera rápidamente. Ahora vamos
a comer y después por la tarde podemos subir con los caballos hasta
la cima de esa montaña.
—¡Estupendo! —exclamó el
niño, que parecía haberse olvidado de su fatiga al oír la
propuesta de su preceptor.
A media tarde maestro y alumno
dejaron atrás el poblado astur para dirigirse a lo más alto de la
montaña. La pendiente era bastante pronunciada. Las caballerías la
subían despacio y con esfuerzo. A medida que avanzaban, el castro se
veía más lejano y más diminuto. El valle parecía estrecharse
cuanto más ascendían. La línea del horizonte se ensanchaba. Cada
vez se divisaban más montañas y más lejanas. El día era claro y
transparente, como solía ocurrir en aquellas tierras. Medulio miraba
con emoción y entusiasmo a todas partes. Todo le resultaba nuevo,
pues nunca había ascendido hasta aquellas latitudes. Miraba a un
lado y a otro, pero sobre todo hacia el Nordeste. Por allí le habían
dicho que se veían las montañas de Vadinia en los días claros.
—Albano, ¿conoces las
montañas de Vadinia?
—Pues claro que las conozco.
¿Por qué lo preguntas?
—No, por nada —el niño se
quedó unos instantes en silencio—. Bueno, en realidad es porque me
han dicho que se pueden ver desde aquí en un día claro como éste.
—¿Ah, sí? Pues no sé qué
quieres que te diga. Yo desde aquí no las he visto nunca. Así que
no sé si te podré ayudar.
—Bueno, a mí me han dicho
que hay que mirar para el Nordeste. Mirando para allí en un día
claro, se ven al fondo, como entre bruma.
Albano miró en la dirección
indicada y no apreció nada que se le pareciera. Las montañas más
lejanas que se veían en aquella dirección no lo estaban tanto.
Además, se veían con bastante nitidez.
—¿Estás seguro que es en
esa dirección?
—Eso me han dicho. También
me dijeron que hay que subir a lo más alto de esta montaña para
verlas.
—¡Ah! Pues eso será por lo
que no las vemos. Vamos a subir más.
Las monturas sudaban por el
esfuerzo realizado. Pegaso resollaba a cada paso que daba. Medulio y
Albano decidieron tomar un descanso antes de que el potro flaqueara.
Por fin lograron acercarse a la cumbre de la montaña. El sol seguía
resplandeciendo en lo alto del horizonte. La panorámica que desde
allí se divisaba era asombrosa. A un lado y a otro todo eran
montañas.
—Mira, Medulio, ¿ves esa
montaña azulada hacia el Norte?
—Sí. ¿Qué montaña es?
—Es el cordal que nos separa
de nuestros hermanos del Norte. Hacia ahí —le señalaba hacia el
Noroeste— está el poblado donde yo nací. Allí la nieve dura
siete u ocho meses.
—Pues tiene que ser muy duro
vivir en tu pueblo.
—Claro que lo es. ¡Oye,
mira hacia allá! —le indicó Albano—. ¿Ves aquellas montañas
más altas y grisáceas, como si las envolviera una neblina?
—Sí, ya las veo.
—Pues aquéllas deben de ser
las montañas de Vadinia.
—¡Claro que lo son! Son tal
como me las describieron. Me gustaría ir alguna vez hasta allí.
—Bueno, nunca se sabe las
vueltas que uno puede dar en este mundo.
—¿Has estado alguna vez en
ellas?
—Sí, en una ocasión pasé
por allí. Fue hace unos años que tuve que realizar un viaje por el
otro lado de la cordillera. Al volver a cruzarla, lo hice por
aquellas montañas, por el paso que se abre entre las imponentes
moles cuyas cúspides permanecen nevadas la mayor parte del año. Son
los Montes Europae.
Se trata del
desfiladero del Kares,
un río que
discurre sobre piedras. Es paso obligado para cruzar la enorme
cordillera y alcanzar el Valle de Eone.
Desde allí
descendí hasta Rivus
Angulus siguiendo
el curso del río Ástura.
—¿Y son muy altas?
—Mucho. Allí se encuentran
algunos de los picos más altos de nuestro territorio. Sus cumbres
tienen nieves casi perpetuas. Hay ríos, lagos y paisajes preciosos.
Y algunos valles que parecen encantados. Es un lugar maravilloso.
Merece la pena visitarlo.
La tarde avanzaba sin pausa.
El sol ya se inclinaba bastante sobre la línea del horizonte.
Medulio y Albano pusieron rumbo hacia el poblado astur. Espolearon
sus cabalgaduras para llegar a casa antes de que las sombras de la
noche lo cubrieran todo. Mientras descendían la montaña, pudieron
contemplar la belleza del valle a través de los colores y matices
que los rayos del sol poniente le proporcionaban. Pronto las sombras
se fueron adueñando de todo él. Nuestros amigos llegaron a casa
justo cuando se desvanecía el crepúsculo y la noche se apoderaba de
todo.
****
Ya había transcurrido más de
medio verano. El grupo de niños y adolescentes continuaba su
instrucción a las órdenes de Albano. Cada día realizaban varias
series de ejercicios gimnásticos y pruebas de atletismo. Hoy les
tocaba una nueva: los ochenta pasos con obstáculos. Para ello habían
colocado horizontalmente varios palos a lo largo del recorrido
distribuidos a una cierta distancia y altura. La prueba consistía en
salvarlos a medida que se avanzaba hacia la meta. Correrían por
turnos de cinco en cinco. El primero en conseguirlo sería el ganador
del grupo. Medulio, que corría en el grupo de los benjamines, se
quedó campeón de su grupo, lo que lo llenó de orgullo y
satisfacción.
—Mañana
—les dijo Albano al acabar la competición— vendréis preparados
con calzado apropiado para caminar y comida para llevar. También
debéis traer un recipiente cerrado para portar agua. Vamos a
realizar una larga marcha que durará todo el día. Ya llevamos
varios meses de preparación física, por lo que ha llegado el
momento de poneros a prueba. Quiero ver cómo respondéis. Saldremos
a la hora prima desde aquí donde nos encontramos. ¿Alguna pregunta?
—¡No, señor!
—Pues entonces podéis
marcharos. ¡Hasta mañana!
—¡Hasta mañana, señor!
A la mañana siguiente, a la
hora indicada, partió todo el grupo del lugar señalado. Subieron
por el valle de Osimara hasta llegar casi al nacimiento del río. A
unas diez millas del lugar de partida, giraron hacia el Sur.
Ascendieron la montaña por donde caminaron un cierto tiempo, hasta
que llegaron a otro pequeño valle por donde discurría un riachuelo
de cristalinas aguas. En un pequeño soto que allí había, rodeado
de chopos y alisos, Albano dio la orden de descansar para reponer las
fuerzas perdidas.
—¿Estáis cansados? —les
preguntó.
—¡Sí, señor! —contestaron
todos a coro.
—Bien, comeremos las
viandas que traemos y descansaremos un rato. Éste es un lugar idóneo
para la acampada. Lo primero que debéis hacer es lavaros las manos y
la cara. También convendría que os refrescarais los pies en el
agua, eso os aliviaría y os descansarían bastante. Pensad que nos
queda casi otro tanto como lo que hemos hecho para regresar a casa.
Los niños y adolescentes se
lavaron y asearon como el instructor les indicaba. A continuación se
sentaron todos al lado del riachuelo bajo la sombra de los árboles
para mitigar el apetito que tenían. Todos callaban y observaban el
discurrir del agua.
—¿No tenéis ganas de
hablar? —les interrogó Albano.
—No, señor —contestaron
algunos. Los demás callaban.
—Ya sé que estáis
cansados. Reconozco que es una marcha bastante dura, pero tenía que
comprobar que sois capaces de realizarla antes de que se termine el
verano. Con el mal tiempo es imposible hacerla. Para ser guerreros
debéis estar preparados para esfuerzos como éste y mucho mayores.
Los días de lucha son días muy duros y sin descanso. Para
soportarlos hay que preparar de antemano el cuerpo y el espíritu. De
lo contrario sucumbiríais en los primeros momentos de la batalla.
Por eso tenéis que endurecer el cuerpo y el espíritu.
—Pero ahora somos todavía
muy pequeños para ir a la guerra —insinuó uno de los
adolescentes—. Aún nos faltan muchos años. Entonces, ¿por qué
prepararnos ya con tanto rigor?
—Porque si queréis ser
buenos guerreros, la preparación debe comenzar ya desde ahora. Si lo
dejarais para cuando tengáis que ir a la guerra, sería demasiado
tarde. La preparación del guerrero necesita mucho tiempo. En
realidad, debe prepararse para la guerra durante toda su vida.
Además, si la ocasión lo requiriera, muchos de vosotros tendrías
que acudir ya ahora a luchar. Así que no hay tiempo que perder.
Los niños y adolescentes no
estaban muy convencidos de lo que les acababa de decir Albano, aunque
los mayores del grupo sabían que no le faltaba razón. Si se
produjera un ataque de los romanos, ellos, los mayores, tendrían que
acudir a repelerlo con los hombres de la tribu. En un momento así,
eran imprescindibles todos los varones capaces de manejar las armas.
Terminada la colación, se
pusieron en marcha sin dilación, pues no había tiempo que perder.
Aunque era mediodía, quedaba mucho camino por delante. Había que
descender en dirección Este varias millas a lo largo de la montaña.
Aprovecharon las horas centrales del día para caminar por una vereda
que discurría por la orilla del riachuelo. Eso les ayudó a
sobrellevar el calor asfixiante del mediodía. A media tarde, cuando
ya había aflojado el calor, abandonaron el río para dirigirse hacia
la cumbre de la montaña en dirección Nordeste. Desde allí
descendieron hasta el valle para llegar al poblado cuando las sombras
de la noche comenzaban a extenderse por todas partes. Había sido un
día agotador sobre todo para los más pequeños. Medulio, cuando
llegó a casa, se dejó caer en la cama donde se quedó profundamente
dormido.
© Julio Noel
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