16
Regresaba
a la pensión después de haber pasado la tarde con Rosa del Mar. A
la entrada de la misma me encontré con un grupo de gente. Hablaban
en voz baja. Sus caras se mostraban afligidas. Al acercarme a ellos
se separaron un poco para dejarme paso. En el pasillo había más
gente. Guardaban absoluto silencio. Algunos se hallaban frente a la
habitación del andaluz, que estaba abierta. Me acerqué hasta allí
y pude comprobar con mis propios ojos lo que me temía. Antonio había
muerto. Más tarde me pude enterar que le había sobrevenido un nuevo
ataque hacia las cinco de la tarde. Llamaron a un médico, pero,
cuando llegó, Antonio ya había expirado. Fue un infarto fulminante.
Los que presenciaron su muerte aseguran que apenas sufrió. «Se fue
como un pajarillo», decían unos. «Si apenas se enteró», añadían
otros. «Nada más hay que ver que no tuvo tiempo de llegar el médico
y eso que vive aquí al lado», explicaba alguien. «Mejor así. Al
menos no ha sufrido», comentaban los más.
El cadáver de Antonio
permanecía tendido en la cama, cubierto con una simple sábana. Sólo
quedaba descubierto su rostro. Un rostro demacrado y macilento.
Cuatro velas en las cuatro esquinas del lecho iluminaban el aposento
mortuorio. Yo hubiera preferido no entrar en la habitación. Los
cadáveres siempre me han impresionado. Pero no me quedó otra
alternativa. En el interior se hallaban la patrona, la madre de ésta,
Carmelo y varias vecinas de la casa. Una viejecita arrugada,
acurrucada en un rincón, desgranaba en silencio las cuentas de un
viejo rosario. Los demás meditaban y guardaban silencio.
Mientras cenábamos apenas se
habló. El silencio era casi total. El ruido de los cubiertos en los
platos era lo único que lo perturbaba. Nos hallábamos presentes tan
sólo Carmelo, Víctor y yo. Los asturianos hacía unos días que nos
habían abandonado. Se habían marchado para su tierra en busca de
nuevo empleo.
—¿No tenía familia?
—pregunté yo sin dirigirme a ninguno de los dos en concreto.
—Sí, pues, dos hermanas que
viven en Málaga —contestó Carmelo.
—¿Y ya les han pasado
aviso?
—Les han enviao un
telegrama.
El silencio volvió a reinar
entre nosotros. La madre de la hospedera nos servía el segundo
plato. Después de retirarse comenté:
—Esperemos
que reciban el telegrama a tiempo y puedan venir para el entierro. Y
a todo esto, ¿cuándo celebrarán el funeral?
—No se sabe —dijo el
navarro—. De momento nadie quiere hacerse cargo, pues. Esperarán
mañana todo el día a ver si llega alguien de la familia.
—¿Y si no llega?
—Lo llevarán al depósito,
pues.
Nuevo silencio. Víctor no
intervenía en la conversación. Parecía estar totalmente ausente.
Poco más hablamos. Los tres nos sentíamos un poco extraños en
aquellas circunstancias.
Terminada la cena, Carmelo
regresó al velatorio. Nos quedamos en el comedor Víctor y yo solos.
En un principio el silencio era total. Poco a poco fuimos rompiendo
el hielo que nos envolvía.
—¡Pobre Antonio! —exclamé
yo.
Víctor hizo un gesto de
indiferencia.
—¡Mira que morirse ahora!
—proseguí.
—Sí, podía haberlo hecho
en otro lugar y en otro momento —comentó con cierto cinismo
Víctor.
—Hombre, eso es algo que no
se puede elegir ni programar.
Nos quedamos en silencio.
Víctor hojeaba una revista. La madre de la hospedera entró a
recoger lo que había sobre la mesa. Después de retirarse quedó
otra vez todo en silencio.
—¡Qué misterio el de la
muerte —comenté— y, al mismo tiempo, qué realidad tan funesta!
Es el brevísimo instante que hay entre el ser y el no ser. Es el
instante que te separa de todo lo que amas en este mundo.
Víctor levantó la vista del
papel y me miró con cierta curiosidad. Luego, sonriendo, me dijo:
—¿Y si no amas nada?
Me quedé mirándolo
fijamente.
—¿Crees que puede haber
alguien que no ame nada ni a nadie en este mundo?
—Es posible.
—Me cuesta creerlo. El amor
es esencial para la vida, hasta el punto de poder afirmar que la vida
no existiría sin él. Por amor nace todo. Por amor nacemos nosotros.
Por amor nacen los animales y hasta las plantas. Por amor se conserva
el mundo y cuanto hay en él.
—¿Y qué me dices de los
que se suicidan? ¿También ellos dejan todo lo que aman?
—¿Por qué no?
—¿No será más bien que se
quitan la vida porque no aman nada ni a nadie?
—No
lo sé. Es muy difícil saber por qué se quita un ser humano la
vida. Habría que estar dentro de su conciencia para saberlo. Pues,
¿quién nos dice a nosotros que se quita la vida porque no ama a
nadie y no precisamente por lo contrario, porque no puede alcanzar el
objeto de su amor?
Víctor no pareció quedar muy
convencido. Una sonrisa escéptica se dibujó en sus labios. Siguió
hojeando la revista sin parar mayor atención en ella.
—¿Temes la muerte? —le
pregunté.
—¿Por qué he de temerla?
Todos tenemos que morir algún día.
—Ya sé que todos tenemos
que morir. Pero no me refiero al hecho de morir, sino a lo que hay
después de la muerte.
—¿Y qué puede haber
después de la muerte?
—No lo sé. Eso es lo que me
preocupa.
—Pues a mí no. Nunca me ha
preocupado. Es más, no creo que haya nada después de la muerte.
Nacemos, vivimos y morimos. Eso es todo.
Moví la cabeza en ademán de
disconformidad.
—Demasiado sencillo
—comenté.
—¿Para qué quieres
complicártelo más? Nadie ha vuelto a contarnos lo que hay después
de la muerte. Todo lo que se ha escrito o se ha hablado sobre ello no
es más que producto de la imaginación del hombre o, más bien, de
su miedo.
—Me gustaría creerte.
—Eres
muy libre de hacerlo o no.
Permanecimos unos momentos en
silencio. Por mi mente discurrían mil interrogantes.
—¿Crees que tendría algún
significado la vida si no existiera algo después de la muerte?
—No veo por qué no.
—Quedarían sin premio o
castigo nuestras obras.
—¿Y acaso tienen que ser
premiadas o castigadas?
—Ahora
sí que me haces dudar. Nunca había pensado en ello. Puede que
también sea producto de nuestra mente enfermiza. Quizás tengamos
necesidad de crear ese mundo de absoluta justicia para compensar las
injusticias de éste.
—Es posible.
La actitud escéptica de
Víctor me había dejado algo perplejo. Permanecimos un rato más en
el comedor. La noche iba a ser larga. Poco antes de retirarme le
dije:
—Voy a velar un poco a
Antonio. ¿Vienes conmigo?
—¿Y
qué vamos a hacer allí? Los muertos ya están muertos y no
necesitan de la compañía de los vivos, y los vivos por estar vivos
tampoco necesitan de la compañía de los muertos.
Me sorprendí de nuevo con su
respuesta. Estaba visto que se reía de todas las creencias y
costumbres de sus semejantes. De todos sus convencionalismos. Le di
las buenas noches y salí del comedor. El pasillo estaba vacío. Un
débil resplandor amarillento iluminaba un trozo junto a la puerta de
la habitación de Antonio. Me acerqué hasta el lecho mortuorio.
Carmelo con dos mujeres más velaban el cadáver del infortunado. Me
senté al lado del navarro y dejé transcurrir el tiempo. El
chisporroteo de las velas y el susurro de las oraciones de las dos
mujeres era lo único que se oía. Todo lo demás era silencio. Por
mi mente comenzaron a desfilar mil interrogantes y mil ideas se
aglomeraban en ella. No sé cuánto tiempo permanecí así. Me sacó
de mis reflexiones un ligero ruido. Era Carmelo que se retiraba a
descansar. Yo seguí su ejemplo. En el velatorio sólo quedaban las
dos vecinas.
Durante todo el día siguiente
no se presentó ninguno de los familiares del finado. Por la noche
Carmelo nos informó de los acuerdos tomados.
—Mañana por la mañana se
lo llevarán al depósito, pues.
—¿Y no se lo podían haber
llevado esta tarde? —comentó Víctor con no muy buen humor.
—Pues paice ser que no —le
contestó Carmelo.
—¡Total, otra noche sin
dormir por culpa del muerto! —murmuró Víctor.
El navarro le dirigió una
mirada de reproche, pero el filósofo no quiso darse por enterado.
Poco después se despidió de nosotros con el semblante malhumorado.
—¡Hay que ver el tío éste!
—exclamó Carmelo cuando nos quedamos solos—. Paice como si
alguien hubiera tenido la culpa de esta desgracia, pues.
—No le des más importancia
al incidente, Carmelo. Víctor es muy suyo y hay que dejarlo. Mañana
se le habrá olvidado todo.
—A él tal vez, pero a mí
no, pues.
—Tampoco hay que ser
rencoroso, Carmelo.
Guardamos silencio.
Transcurridos unos minutos el navarro, más calmado, se encaminó al
aposento mortuorio. Yo me retiré a mi habitación a descansar.
© Julio Noel
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