18
La
hilaridad era general. Me hallaba en pie en medio del aula. Todos
tenían clavados los ojos en mí y se desternillaban en estrepitosas
carcajadas. El profesor quería decirme algo, pero no lo lograba. Los
accesos de risa se lo impedían. Mi cara estaba roja como el carmín.
Una oleada de fuego quemaba mis mejillas.
—¿Qué grito ha sido ése,
Raúl? —preguntó el profesor entre carcajadas—. ¡Al fin has
regresado a la Tierra! Llevas unos días volando por la estratosfera
o más allá.
Nuevas carcajadas de mis
compañeros. Comentarios irónicos y punzantes. Nueva oleada de fuego
en mi rostro.
—Vamos, Raúl —insistió
el profesor—, ahora que estás otra vez entre nosotros —carcajada
general—, cuéntanos qué has visto por esas alturas.
—¡Eso! —gritó uno de los
compañeros—. Que nos cuente qué aires se respiran por ahí
arriba.
Nueva carcajada.
—No —dijo otro—, que nos
cuente sus aventuras con los marcianos.
Otra explosión de hilaridad
inundó el aula. Yo seguía en pie. La cabeza inclinada hacia abajo.
Los ojos clavados en el suelo. Lo estaban pasando en grande a mi
costa. La clase fue una juerga general. A punto de finalizar, el
profesor se puso serio.
—Bromas aparte, dinos qué
es lo que te ha pasado, Raúl. Nos tenías preocupados.
Si me hubieran clavado un
puñal en aquel instante, creo que no habría derramado ni una sola
gota de sangre. ¿Qué era lo que les podía contar? ¿Lo que me
había sucedido? Imposible. Era mi secreto y no quería revelárselo
a nadie.
—Anda, hombre, que está a
punto de terminar la clase.
—No lo sé —contesté
tímidamente.
—¡Ésta sí que es buena!
¿No lo sabes o no lo quieres decir?
—No lo sé —reiteré.
—En fin, quizás se trate de
una amnesia total. Sería interesante poder estudiar este caso en
psicología. ¡Lástima que no podamos hacerlo!
El profesor dio por finalizada
la clase. Yo me sentía avergonzado ante mis compañeros. Todos
aquellos días había sido objeto de sus risas. Me sentía un poco
extraño entre ellos. En mi mente surgió una pregunta: ¿cómo pude
haber convivido aquellos días con ellos sin notar su presencia? No
acerté a contestarme.
Mis
compañeros habían salido al patio. Era la hora del recreo. Yo
preferí quedarme en el aula. Había varias revistas de índole
religiosa en un estante. Tomé una en mis manos y comencé a
hojearla. Mi vista estaba fija en sus páginas, pero mi atención
estaba ausente de allí. Por mi mente bullía una idea. Todo lo que
había soñado durante aquellos días era irreal. No era más que
producto de mi loca imaginación. Me parecía extraño, pues juraría
que había convivido durante varios meses con las personas que había
soñado. Tan reales me habían parecido.
Alguien entró en el aula.
—Hola, Raúl
—Hola, Julio.
Era mi mejor amigo. El amigo
al que se confían los secretos más íntimos del corazón. Se sentó
a mi lado.
—¿Qué te ha pasado?
—Si quieres que te diga la
verdad, no lo sé, Julio.
—No sabrás la causa, pero
sí los efectos.
—Sí, eso sí.
Me acomodé mejor en mi
asiento.
—Espero que lo que te voy a
contar no lo tomes a broma ni se lo reveles a nadie. Tú eres mi
mejor amigo, por eso te voy a confiar mi secreto. Necesito contárselo
a alguien y nadie más indicado que tú.
—Habla. Seré una tumba.
—Así lo espero —hubo una
pequeña pausa—. Recordarás que hace unos días fuimos de paseo al
Igueldo.
—Sí, el jueves de la semana
pasada.
—No sé si recordarás que
en una ocasión me quedé algo rezagado atándome el cordón de un
zapato.
—No, no lo recuerdo.
—Pues bien, en aquel momento
vi, o me pareció ver, a la chica más hermosa que pisa la Tierra.
Una diosa del Olimpo. Una ninfa de las fuentes. Un dechado de
perfección.
—¡Para, para! ¡No sigas!
Ahora ya me parece adivinar adónde quieres ir a parar.
—En efecto, lo has
adivinado. Me enamoré de ella.
—¡Ya! Y has estado todos
estos días viviendo en un mundo de ensueño.
—¡Y qué mundo, Julio, qué
mundo!
—Me lo imagino. Mejor que el
nuestro.
—Sin lugar a dudas.
Guardamos
silencio. Había entrado otro compañero en el aula. Un individuo con
el que no había simpatizado nunca. No tardó en dejarnos solos.
—Lo que no me puedo
explicar, Julio, es cómo he podido vivir estos días dentro del
colegio sin estar dentro. No sé si me explico.
—Sí, te entiendo. Es muy
sencillo. Vivías como un autómata. Actuabas de acuerdo con nuestros
movimientos. Adondequiera que íbamos, tu cuerpo iba con nosotros, en
tanto que tu espíritu estaba muy lejos de aquí. En alguna ocasión
mascullabas palabras ininteligibles que, al principio, nos hacían
reír. Luego ya nos causaban lástima. El padre Superior estaba
dispuesto a llevarte a un centro psiquiátrico. Tengo entendido que
ya había iniciado los trámites.
—¡Casi nada! Menos mal que
la madre de Rosa me dio con la puerta en las narices.
—¿Quién es ésa?
—Perdona. Ahora estaba
hablando de mis sueños.
—¿Quién es esa Rosa?
—La chica de que te he
hablado.
—¡Ah!, pero ¿conoces su
nombre?
—No, no. Nada de eso.
—Entonces, ¿por qué la
llamas Rosa?
—Bueno, ése es el nombre
que le he puesto yo.
—¡Ah, vamos!
—En realidad no es Rosa,
sino Rosa del Mar.
—¡Vaya, qué nombre más
bonito!
—Es un nombre muy poético.
Guardamos silencio. Julio fue
quien lo rompió.
—Supongo que habrás vivido
aventuras maravillosas, ¿no?
—Desde luego.
—Dime, ¿la has llegado a
besar?
—Un montón de veces.
—¡Cómo te envidio! ¿Y qué
se siente al besar a una mujer?
—Un placer infinito.
—¡Cómo me gustaría poder
comprobarlo! —Julio puso los ojos en blanco—. Entre nosotros,
Raúl. ¿Sientes vocación sacerdotal?
—En absoluto. Ya no la
sentía antes de esta experiencia y ahora menos.
—¡Ya! —Pausa—. Tampoco
yo creo que la tenga. Me he parado a considerarlo muchas veces y
siempre he llegado a la misma conclusión. Creo que esto no se ha
hecho para mí.
—No lo sé, Julio. Lo que es
para mí, desde luego que no. Nunca he tenido intención de hacerme
fraile. Ni siquiera cuando vine por primera vez al colegio. Lo que
pasa que estos tipos empezaron a llenarme la cabeza de escrúpulos y
casi consiguieron convencerme. Pero ahora ya lo he decidido. No creo
que aguante más de este curso.
—¡Cómo te envidio por tu
decisión! Yo estoy hecho un lío. Es cierto que nos han llenado la
cabeza de escrúpulos y prejuicios, y éstos son los que me tienen a
mí indeciso.
Yo hojeaba distraídamente la
revista que tenía en mi pupitre.
—¡No sabes —exclamé—
lo que nos perdemos por estar aquí dentro! ¡La cantidad de placeres
que ofrece la vida y que desconocemos!
—Desde luego que no lo sé.
Si lo supiera, creo que ya no estaría aquí —silencio—. ¿Y
qué se siente cuando estás con una mujer?
—Muchas cosas. Empiezas por
sentirte otro, por sentirte más hombre. Creo que el hombre nace para
la mujer y la mujer para el hombre y, mientras no se complementan, no
se sienten completos. Todo esto que nos inculcan aquí es puro
cuento. Este celibato voluntario es un mito. El hombre necesita a la
mujer y la mujer al hombre. Ésa es la verdad.
—Supongo que sí. Pero
cuéntame, ¿qué más se siente al lado de una mujer?
—No podría decírtelo. Eso
es para vivirlo, no para contarlo.
Dimos por finalizada la
conversación. En aquel momento entraban los demás compañeros en el
aula. Era hora de comenzar la clase.
Transcurrían los días
monótonos y aburridos, como aburrida era la vida en el colegio. En
todos aquellos días no había hecho más que darle vueltas a una
idea que tenía fija en mi mente. Era cierto que la historia de Rosa
del Mar había sido un sueño. Me lo habían confirmado los
profesores, los compañeros, hasta mi mejor amigo. Ahora bien, había
algo independiente de aquel sueño, la existencia real de la joven,
porque yo la había visto, aunque fuera durante breves instantes, ¿o
acaso fue una ilusión?. Si aquel hecho era cierto, tenía que volver
a verla. Estaba prendado de ella y no podía olvidarla. La cuestión
era cómo hacerlo. Mi vida transcurría en un colegio. Un colegio que
venía a ser poco menos que una prisión. El reglamento era severo.
Teníamos controlados todos los movimientos del día. Si en algún
momento te desviabas del camino marcado, los demás compañeros se
percataban inmediatamente de ello. ¿Cómo hacer para escaparme? No
hallaba la ocasión.
Paseaba por el patio. Mi amigo
Julio se acercó a mí.
—Hola, Raúl.
—Hola, Julio. Espléndida
mañana, ¿verdad?
—Sí que lo es. Si continúa
así, esta tarde podremos disfrutar de un buen paseo.
Era
cierto. Por la tarde tocaba paseo. «¡Si nos llevaran al Igueldo!»,
pensé.
—¿Qué te pasa, Raúl? Te
encuentro algo raro.
—No es nada, Julio.
—Espero que no vuelvas a
recaer en lo mismo. Recuerda que han estado a punto de llevarte a un
hospital psiquiátrico.
—Descuida, Julio. No me
volverá a ocurrir. Si me ves así es porque trato de buscar una
forma de salir del colegio para encontrarme con esa chica, o al menos
para cerciorarme de que existe.
—¡Estás loco! ¡Salir de
aquí! ¿Y cómo quieres hacerlo?
—Ése es el problema y lo
que atrae toda mi atención. No hago más que tramar planes, pero
todos se desvanecen como humo. No hay uno que sea perfecto.
—¡Ten cuidado, Raúl, ten
cuidado! Veo que quieres jugar con fuego y al final…
—¿Al final qué, Julio?
—Que
te cogerán.
—¿Y qué me pueden hacer?
—Expulsarte del colegio.
—¡Me importa un bledo! ¿No
acabas de decirme que me han querido encerrar en un manicomio? —Julio
guardó silencio—. Pues, perdido por perdido, prefiero salir del
colegio.
Nos habíamos detenido al lado
de un pequeño jardín. Algunos compañeros más paseaban próximos a
nosotros. Alcé los ojos hacia la residencia de los frailes. Mi
mirada se cruzó con la del Prefecto. Nos estaba observando. Bajé la
vista otra vez al suelo. Julio se había dado media vuelta. Yo lo
imité y proseguimos nuestro paseo.
—¿Sabes quién nos está
vigilando? —insinué.
—Sí, el Prefecto.
—Ese tipo no aparta los ojos
de mí estos días.
—Porque teme que vuelvas a
recaer. Por eso no conviene que andes siempre solitario.
—¿Y qué quieres que haga?
Exceptuándote a ti los demás apenas si me dan conversación.
—Ya lo sé, Raúl.
—Siempre me han rechazado y
ahora, con esto, más aún. Además no me interesan sus
conversaciones. No saben hablar más que de fútbol. ¡Y ya está
bien!
—Sí, en eso tienes razón.
El fútbol es el tema de toda la semana.
—Parece mentira que sean
estudiantes de filosofía. ¡La cantidad de temas sobre los que
podríamos hablar! Pues nada, fútbol y más fútbol —hice una
pausa—. El caso es que los mismos frailes están obsesionados con
él. Recuerdo que en el colegio menor era el propio Director el que
nos incitaba a ello.
—Sí, ¡menudo fanático!
—¿Fanático? ¡Futbópata,
diría yo! Imagínate que en cierta ocasión nos mandó hacer una
redacción sobre los nombres de los jugadores del Real Madrid.
—¿Y qué quería que
hicierais con eso?
—Que escribiéramos el mayor
número posible de nombres de jugadores.
—Eso parece más una prueba
de caligrafía que una redacción.
—Me pregunto qué entenderá
ese hombre por literatura.
El Prefecto tocó palmas desde
lo alto de una escalera. Había finalizado el recreo. En silencio nos
dirigimos a nuestras respectivas aulas. Iba a dar comienzo otra
clase. De nuevo la monotonía.
Por la noche subí a la azotea
a tomar el fresco. Lo teníamos prohibido, pero no me importaba.
Estaba agobiado de tanto reglamento.
La noche era serena y
agradable. La luna aún no había aparecido. Me acerqué al muro de
la azotea para apoyarme en él. Desde allí podía ver el Urgull, la
isla de Santa Clara, el Igueldo… «¡Oh, bienhadado Igueldo,
cuántas horas de felicidad me has deparado!»
El silencio llenaba la noche.
En mi derredor todo eran tinieblas. Abajo, en cambio, brillaban
infinitos puntos luminosos. Eran las luces de la ciudad. Mirando
hacia ellas sin verlas, maquinaba la forma de salir del colegio sin
ser notado ni visto. Era una empresa harto arriesgada, pero no
imposible. Tenía que haber algún medio y no me detendría hasta
descubrirlo.
Un súbito ruido hizo que todo
mi cuerpo se estremeciera. Me refugié velozmente en la oscuridad de
un rincón. No era más que un inofensivo gato. Desde el rincón
abarcaba con mi vista la gran bóveda celeste. Siempre me había
gustado contemplar las noches estrelladas. ¡Qué insignificante se
ve uno ante la grandiosidad de la noche! Allá arriba el firmamento
se veía tachonado de estrellas. Favorecido por la oscuridad que me
envolvía, pude apreciar un sinnúmero de ellas. ¿Cuántas habría?
Imposible calcularlas. Mi mente se vio acosada a preguntas. «¿Qué
habrá en ese espacio infinito? ¿Habrá otras formas de vida
inteligente? De ser cierto, ¿podremos alguna vez ponernos en
contacto con esos seres? ¿Cuál será su reacción? ¿Cómo nos
recibirán? Su configuración física, su inteligencia, ¿serán como
las nuestras? ¿Qué sistema de comunicación utilizarán?». Mis
preguntas se perdieron en el vacío por falta de respuestas. Después
reflexioné sobre el orden que rige el universo. Me imaginé una gran
máquina formada por innumerables engranajes. Todos ellos
perfectamente sincronizados. Así debían de funcionar todos los
cuerpos celestes. Pero ¿qué sucedería si tan sólo uno de ellos se
separara de su órbita y chocara con otro? ¿Se organizaría un
cataclismo universal? ¿Sería el Juicio Final que anunció Cristo?
No lo creo. El universo es infinito y ese encuentro no sería más
que un simple incidente que pasaría desapercibido en medio de esa
enorme inmensidad.
Todas estas reflexiones y
consideraciones me llevaron a una cuestión fundamental. «¿Quién
gobierna el universo y las leyes que lo rigen? Y, sobre todo, ¿cuál
es su origen? ¿Cómo se formó? ¿Lo ha creado alguien? ¿Surgió
por sí mismo?». Confieso que mis indagaciones metafísicas me
dejaron anonadado.
Era tarde. Los compañeros
dormirían ya. Sin más dilación abandoné la azotea para retirarme
a descansar.
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario