lunes, 1 de abril de 2019

Capítulo 2 de La familia de Ismael Ricote



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Era mediodía. La lluvia no cesaba. En la lejanía pequeños jirones de niebla parecían cabalgar sobre la tierra empapada por el agua caída. El cielo seguía encapotado, amenazador.
Tendremos lluvia para rato—, comentó casi para sí Ismael Ricote.
Madre e hijos se hallaban reunidos en torno a la mesa. Ninguno de los tres probaba bocado. Fátima, al oír el comentario de su hermano, no pudo reprimir más su dolor y dio rienda suelta a su llanto. Poco después a la madre le comenzaron a correr dos reguerillos de lágrimas por sus mejillas. Y es que el dolor era más fuerte que su voluntad.
Basta ya, madre. Tenemos que superar este duro golpe—, dijo Ismael a modo de consuelo, pero con un nudo en la garganta que le ahogaba su propia voz.
La lluvia continuaba cayendo con su incesante ritmo. Por la calle no andaba nadie. Todo el mundo se había recogido en sus humildes moradas para refugiarse de la persistente lluvia y también porque era la hora de comer.
Con este tiempo hoy no vendrá nadie a comprar, así que sería mejor que cerráramos la tienda esta tarde.
Esta tarde y mañana. ¡Cómo se te ocurre, hijo, abrir el día del entierro de tu padre! Tenemos que guardar al menos un par de días de luto por su muerte.
Con eso no le devolveremos la vida, madre. En cambio, nosotros necesitamos seguir viviendo.
Eso ya lo sé, hijo. Pero porque tengamos cerrada la tienda dos días no nos vamos a morir de hambre. Además, lo que no vendas estos dos días, lo venderás más adelante. La gente no va a dejar de comprarnos por eso.
Como quieras, madre. Y ahora deberíamos intentar comer algo.
Claro que sí, hijo, pero yo no tengo apetito. No soy capaz de pasar un bocado —dos gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas—. ¡Pensar que hace dos meses gozaba de plena salud y hoy lo acabamos de enterrar! Lo único que me consuela es que ha muerto congraciado con Alá. Deberíamos tener libertad de religión como tuvieron nuestros antepasados. ¡Estos cristianos que nos obligan a profesar una religión que no es la nuestra!
Madre, mantén la boca cerrada que nos puede oír alguien. No vamos a conseguir nada con lamentaciones. Por nuestro propio bien debemos seguir fingiendo que somos cristianos auténticos. Nuestras creencias y convicciones religiosas no deben salir nunca de esta casa. ¿Estamos?
Sí, hijo. Pero en momentos como éstos uno no se puede contener. Llevamos muchos años sufriendo esta represión por parte de los cristianos. ¿Hasta cuándo tendremos que seguir así?
Hasta que Alá quiera, madre. Nuestros antepasados perdieron la guerra y ahora los vencedores son los que dictan las leyes y nos marcan el camino por donde tenemos que seguir. Es mejor que sigamos fingiendo como hemos hecho siempre. Hasta ahora no nos ha ido mal.
Rosario, que ése es el nombre cristiano que había adoptado Halima, emitió un profundo suspiro que salió de lo más recóndito de su alma. Con él parecía querer expulsar de su interior todo el odio que acumulaba contra los vencedores y sus gobernantes.
Tienes razón, hijo. Tenemos que disimular como hemos hecho hasta ahora. No nos queda otra alternativa. Y tú, hija, ¡levanta ese ánimo! No podemos dejarnos llevar por el dolor de la desgracia. Entre los tres podremos sacar el negocio para adelante.
De eso puedes estar bien segura, madre. A partir de hoy yo ocuparé el puesto de padre y os prometo que nunca os faltará de nada. Durante estos años padre me ha enseñado todo lo que debía saber para regentar el negocio y os aseguro que he aprendido muy bien la lección. No sólo pienso mantenerlo, sino que espero incrementarlo en un futuro no muy lejano.
Alá te oiga, hijo mío, y te conduzca por el buen camino. Y ahora, hijos míos, vamos a comer algo aunque el cuerpo no nos lo pida. Después rezaremos los salmos del Corán por el eterno descanso de vuestro padre.
La lluvia seguía cayendo sobre la extensa llanura manchega. Los empapados campos ya no admitían más agua, por lo que ésta se remansaba formando grandes charcos y balsas por todas partes. Esa lluvia pertinaz estaba retrasando un poco la siembra del cereal, pero, como contrapartida, crearía un tempero idóneo para la misma. Bastaba con que cesara de llover y luciera el sol unos días para que los agricultores se afanaran en sus labores. De momento sólo cabía esperar.
Transcurridos los dos días de duelo por la muerte de su padre, Ismael abrió de nuevo las puertas de su tienda. La vida seguía adelante y la maquinaria de este mundo no se podía detener por el fallecimiento de un ser humano, por triste que resultara este hecho. Desde que puso el pie en la tienda el primer cliente, no cesaron los pésames y las muestras de condolencia por el fallecimiento del progenitor.
Te acompaño en el sentimiento, Ismael.
Gracias, Roque.
Apenas habían acabado de estrecharse las manos, cuando entró otro cliente.
Lamento la muerte de tu padre —le estrechó la mano—. La cantidad de veces que echamos la partida juntos y ahora se nos ha ido para siempre.
Gracias, Victoriano.
Lo siento de veras, Ismael —le dijo una señora que acababa de entrar acercándose a él en un ademán de darle un beso fraternal.
Se lo agradezco, señora María.
¡Y pensar que hace dos meses estaba tan fuerte y tan lleno de vida! —añadió ésta—. No somos nada.
Y que lo digas, María —comentó Roque—. Pero para sufrir como estaba sufriendo, vale más así.
Desde luego —contestó ésta—. Al menos ahora ha acabado su sufrimiento y el de los suyos, que bastante les ha tocado padecer a los desdichados, aunque haya sido por poco tiempo.
Gracias por tus palabras de consuelo, María —le dijo Rosario que acababa de llegar y aún pudo escuchar el último comentario de su vecina—. Pero una muerte es una muerte y, por muy justificada que esté, siempre duele.
Tienes razón, Rosario.
Ambas mujeres acercaron sus caras para confirmar sus palabras con un beso amistoso. Ismael mientras tanto despachaba al primer cliente. Todo aquel día y los siguientes se repitieron escenas parecidas a la descrita aquí arriba y es que en un lugar pequeño toda la gente se conoce y se hace partícipe de las alegrías y penas de sus convecinos.

El transcurso del tiempo lo cura todo y cicatriza todas las heridas. Eso mismo le ocurrió a la familia de Ismael Ricote. Tres años hacía ya de la muerte de su padre cuando tramó relaciones con la hija de una de las pocas familias moriscas que, como ellos, se habían establecido en el lugar tras la expulsión de las Alpujarras. Se trataba de una bella mora de ojos negros como el azabache. Su pelo del mismo color, su tez morena, sus labios como el carmín le habían hecho perder el juicio desde el primer momento que la había visto. Pero nunca hasta entonces se había atrevido a abrirle su corazón por timidez. Quedó prendado de ella cuando contaba con quince o dieciséis años. Desde entonces se derretía en amor cada vez que la veía. Se cruzaban entre sí significativas miradas, pero jamás había osado dirigirle la palabra. Primero, por miedo y respeto a su propio padre. No sabía cómo podría reaccionar cuando descubriera sus relaciones con aquella chica. Después, por el duelo que le impuso su muerte. Ahora había llegado el momento de normalizar su vida y formar su propio hogar. No es que le faltara éste con su madre y su hermana a su lado. Pero estaba enamorado y quería tener su propia mujer y, por qué no, sus propios hijos.
Francisca, que ése era el nombre cristiano que había tomado Najla, era la hija menor del talabartero del pueblo. Era tres años más joven que Ismael. Desde los primeros encuentros se había sentido atraída por él. Las miradas que se habían cruzado durante todos aquellos años habían sido más explícitas que cualquier declaración amorosa que pudiera haber habido entre ambos. El día que el joven decidió hablarle, no dudó un instante en abrirle de pleno su corazón. El aspecto físico del joven, su posición social y, sobre todo, su procedencia étnica eran motivos suficientes para aceptarlo como esposo y compañero de su vida. Su religión y sus costumbres no les permitían mezclarse con gentes de otros credos y diferentes culturas. Ellos se habían convertido al cristianismo por razones prácticas, pero no por convicción. En su interior seguían manteniéndose fieles a su fe islámica, por eso los matrimonios deberían ser lo más homogéneos posible. La elección de Ismael y Francisca era, pues, completamente acertada.
El pudor que sentía Francisca ante las miradas del que sería su prometido le había impedido acercarse a su tienda desde hacía años. Una sola de sus miradas le encendía la cara como las brasas. Por eso había evitado por todos los medios posibles pisar su tienda. Pero un buen día no tuvo más remedio que hacerlo. Al entrar cerró tras de sí la puerta del establecimiento sin atreverse a mirar hacia el mostrador que tenía delante. Su cara parecía de grana. Sus negros ojos no osaban levantarse del suelo. Ismael, por su parte, también se mostró embarazado y confuso. Al cabo de unos segundos interminables logró romper el hielo abrasador.
Hola, ¿querías algo?
Francisca logró sobreponerse a su pudor durante breves instantes, momento que aprovechó para dirigir una fugaz mirada al joven, que la contemplaba entre perplejo y extasiado. Tornando la mirada al suelo, se atrevió a responderle.
Quería un kilo de arroz y un paquete de azúcar.
Ismael, pasado el primer momento de confusión y sorpresa, trató de sobreponerse a la situación y dar el paso que tantos años llevaba anhelando.
¿Sabes que eres preciosa?
Francisca, al oír el elogio, se ruborizó aún más. Ahora el carmín le había encendido hasta los pabellones auriculares. La joven no supo qué contestar. Tan sólo se limitó a dirigir una sonrisa a su interlocutor.
Tu sonrisa me fascina.
Era lo que le faltaba por oír para dejar de ser dueña de sí misma. Estaba deseando que el joven terminara de despacharla para salir corriendo de la tienda.
¿Nos vemos esta tarde?
Francisca no sabía qué contestar. Mientras guardaba el cambio en el monedero y recogía los paquetes del arroz y el azúcar, se atrevió a murmurar algo entre dientes.
Bueno.
Te espero en la plaza de la fuente a las ocho en punto, ¿de acuerdo?
Cuando abría la puerta de la tienda para abandonarla, a Ismael le pareció oír que le contestaba algo, aunque no supo qué. No obstante, se presentó en el lugar de la cita a la hora señalada con la esperanza de que ella acudiera. Y no fue vana su esperanza, pues cinco minutos más tarde aparecía también Francisca bella y radiante como una diosa. Su encuentro vespertino ya no fue tan azaroso como el de la mañana, aunque ambos mantuvieron las distancias. Pero aquél fue el comienzo de un idilio que un año más tarde terminaría en los esponsales que unirían sus vidas para siempre.

Un año antes de estos acontecimientos, Fátima, la hermana de Ismael, había contraído matrimonio con un apuesto morisco, heredero de uno de los más ricos comerciantes de Manzanares. Desde aquel momento madre e hijo quedaron completamente solos en la casa solariega que fundara su difunto padre. Rosario, su madre, a pesar de que aún era joven, no cesaba de hostigar a su hijo para que tomara esposa. Los años pasaban y a medida que se fuera haciendo mayor le sería más difícil casarse.
Hijo —le decía un domingo durante la sobremesa—, debes buscarte una mujer honrada y hacendosa para que te dé hijos y cuide de ti en tu vejez.
Pero ¿qué necesidad tengo de eso, madre, teniéndote a ti a mi lado?
¡Ay, hijo, la vida se pasa sin darnos cuenta! Yo me iré algún día ¿y qué será entonces de ti?
Pero, madre, ¿qué cosas dices? Si aún eres joven.
¡Joven!, ¡qué más quisiera yo! Ya estoy rayando los cincuenta y a partir de aquí cualquier día me puede dar un ataque que me lleve por delante. Hijo, no te confíes en mí. Debes asegurar tu futuro cuanto antes mejor.
Lo pensaré, madre.
Rosario hizo un gesto de disgusto.
No tienes nada que pensar, hijo. Tu vida material la tienes resuelta. El negocio que nos dejó tu padre te da para vivir holgadamente. Tú no sólo lo has continuado, sino que lo has ampliado y mejorado. Por ese lado no tienes nada que temer. Lo único que necesitas es una mujer honrada y buena a tu lado, que cuide de ti y te dé descendencia. ¡Me haría tan feliz tener nietos!
Te repito, madre, que lo pensaré, pero no quiero que me atosigues con este tema. No haces más que recordármelo.
Lo hago por tu bien, Ismaîl. No es bueno que el hombre esté solo. Necesita a su lado una mujer que lo quiera y que se desviva por él.
Bueno, madre, te repito que lo pensaré y ahora, si me perdonas, me voy que tengo que poner en orden las cuentas del negocio.
—Tú siempre pensando en el negocio. Vete, hijo, vete, pero deberías dedicar más tiempo a distraerte un poco, que te pasas la vida enfrascado únicamente en el negocio y eso tampoco es bueno. Ni siquiera los domingos, que te obligan a tener la tienda cerrada, puedes descansar.
Y si no lo hago yo, ¿quién me lo hace?
Bueno, bueno, hijo, tú verás. Pero no te olvides que los años pasan sin remisión y que sólo se vive una vez.
Te agradezco tus consejos, madre, pero ahora debo irme.
Ismael dejó a su madre en el salón de su casa con una gran aflicción en el pecho y dos lágrimas en sus mejillas. Su hijo debía tomar esposa y pronto, porque los años no pasaban en balde. Además, entre ellos estaba muy extendida la costumbre de casarse muy jóvenes, porque la juventud es la edad en la que la sangre hierve en las venas. Después disminuye el impulso y el interés por el matrimonio. Su hijo estaba demasiado absorto en el negocio y poco a poco se le estaba escapando su juventud. Debería seguir insistiendo en el tema, aunque resultara pesada a sus ojos.

El día que se prometieron Ismael y Francisca fue el día más dichoso para Rosario después del día de su boda. Entre los moriscos la promesa de matrimonio constituía un pacto definitivo. Rara vez se volvían atrás. Una vez prometidos, sólo quedaba fijar la fecha de la boda y llevar a cabo los preparativos para la misma. Por eso Rosario no cabía en sí el día que su hijo le dio la noticia.
Me has quitado un gran peso de encima, hijo mío. Ahora ya puedo morir tranquila.
Pero, madre, yo no me caso para que te mueras.
Lo sé, hijo. Pero ahora ya puedo morirme feliz, porque sé que tú también lo serás y quedarás bien atendido el día que yo me vaya. Ahora puedo disfrutar plenamente de la vida que me queda. Espero que no tardéis en darme algún nieto que me ayude a ser más feliz.
Lo procuraremos.
Claro que sí, hijo. ¿Y quién me has dicho que es tu prometida?
Francisca.
¡Ay! Pues ahora mismo no sé quién puede ser esa chica.
Es Najla, la hija de Mohammad ibn Halîm el talabartero, más conocido por Francisco Tiopieyo.
¡Ah, sí! Ahora ya sé quién es. ¡Como nunca se deja ver por la tienda…! La tengo vista más de una vez en la iglesia. Es muy guapa. Te felicito por tu elección, hijo. ¡Enhorabuena!
Gracias, madre. Me alegro que te guste y que os lleguéis a entender bien. Ya te la presentaré algún día.
Alá te oiga. Nada alegraría más mi vejez que vivir felizmente al lado de tu mujer y tus hijos.
Ismael y su madre permanecieron largo rato conversando sobre las bondades de su futura esposa y la fecha de su boda. Después de muchas discusiones, la boda quedó fijada para el año siguiente. Había que remodelar la casa de arriba abajo y renovar todo el ajuar. Con su matrimonio Ismael quería imprimir un sello nuevo a la que había de ser su morada para toda la vida.

© Julio Noel

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