2
Era mediodía. La lluvia no
cesaba. En la lejanía pequeños jirones de niebla parecían cabalgar
sobre la tierra empapada por el agua caída. El cielo seguía
encapotado, amenazador.
—Tendremos lluvia para
rato—, comentó casi para sí Ismael Ricote.
Madre e hijos se hallaban
reunidos en torno a la mesa. Ninguno de los tres probaba bocado.
Fátima, al oír el comentario de su hermano, no pudo reprimir más
su dolor y dio rienda suelta a su llanto. Poco después a la madre le
comenzaron a correr dos reguerillos de lágrimas por sus mejillas. Y
es que el dolor era más fuerte que su voluntad.
—Basta ya, madre. Tenemos
que superar este duro golpe—, dijo Ismael a modo de consuelo, pero
con un nudo en la garganta que le ahogaba su propia voz.
La lluvia continuaba cayendo
con su incesante ritmo. Por la calle no andaba nadie. Todo el mundo
se había recogido en sus humildes moradas para refugiarse de la
persistente lluvia y también porque era la hora de comer.
—Con este tiempo hoy no
vendrá nadie a comprar, así que sería mejor que cerráramos la
tienda esta tarde.
—Esta tarde y mañana. ¡Cómo
se te ocurre, hijo, abrir el día del entierro de tu padre! Tenemos
que guardar al menos un par de días de luto por su muerte.
—Con eso no le devolveremos
la vida, madre. En cambio, nosotros necesitamos seguir viviendo.
—Eso ya lo sé, hijo. Pero
porque tengamos cerrada la tienda dos días no nos vamos a morir de
hambre. Además, lo que no vendas estos dos días, lo venderás más
adelante. La gente no va a dejar de comprarnos por eso.
—Como quieras, madre. Y
ahora deberíamos intentar comer algo.
—Claro que sí, hijo, pero
yo no tengo apetito. No soy capaz de pasar un bocado —dos gruesas
lágrimas resbalaron por sus mejillas—. ¡Pensar que hace dos meses
gozaba de plena salud y hoy lo acabamos de enterrar! Lo único que me
consuela es que ha muerto congraciado con Alá. Deberíamos tener
libertad de religión como tuvieron nuestros antepasados. ¡Estos
cristianos que nos obligan a profesar una religión que no es la
nuestra!
—Madre, mantén la boca
cerrada que nos puede oír alguien. No vamos a conseguir nada con
lamentaciones. Por nuestro propio bien debemos seguir fingiendo que
somos cristianos auténticos. Nuestras creencias y convicciones
religiosas no deben salir nunca de esta casa. ¿Estamos?
—Sí, hijo. Pero en momentos
como éstos uno no se puede contener. Llevamos muchos años sufriendo
esta represión por parte de los cristianos. ¿Hasta cuándo
tendremos que seguir así?
—Hasta que Alá quiera,
madre. Nuestros antepasados perdieron la guerra y ahora los
vencedores son los que dictan las leyes y nos marcan el camino por
donde tenemos que seguir. Es mejor que sigamos fingiendo como hemos
hecho siempre. Hasta ahora no nos ha ido mal.
Rosario, que ése es el nombre
cristiano que había adoptado Halima, emitió un profundo suspiro que
salió de lo más recóndito de su alma. Con él parecía querer
expulsar de su interior todo el odio que acumulaba contra los
vencedores y sus gobernantes.
—Tienes razón, hijo.
Tenemos que disimular como hemos hecho hasta ahora. No nos queda otra
alternativa. Y tú, hija, ¡levanta ese ánimo! No podemos dejarnos
llevar por el dolor de la desgracia. Entre los tres podremos sacar el
negocio para adelante.
—De eso puedes estar bien
segura, madre. A partir de hoy yo ocuparé el puesto de padre y os
prometo que nunca os faltará de nada. Durante estos años padre me
ha enseñado todo lo que debía saber para regentar el negocio y os
aseguro que he aprendido muy bien la lección. No sólo pienso
mantenerlo, sino que espero incrementarlo en un futuro no muy lejano.
—Alá te oiga, hijo mío, y
te conduzca por el buen camino. Y ahora, hijos míos, vamos a comer
algo aunque el cuerpo no nos lo pida. Después rezaremos los salmos
del Corán por el eterno descanso de vuestro padre.
La lluvia seguía cayendo
sobre la extensa llanura manchega. Los empapados campos ya no
admitían más agua, por lo que ésta se remansaba formando grandes
charcos y balsas por todas partes. Esa lluvia pertinaz estaba
retrasando un poco la siembra del cereal, pero, como contrapartida,
crearía un tempero idóneo para la misma. Bastaba con que cesara de
llover y luciera el sol unos días para que los agricultores se
afanaran en sus labores. De momento sólo cabía esperar.
Transcurridos los dos días de
duelo por la muerte de su padre, Ismael abrió de nuevo las puertas
de su tienda. La vida seguía adelante y la maquinaria de este mundo
no se podía detener por el fallecimiento de un ser humano, por
triste que resultara este hecho. Desde que puso el pie en la tienda
el primer cliente, no cesaron los pésames y las muestras de
condolencia por el fallecimiento del progenitor.
—Te acompaño en el
sentimiento, Ismael.
—Gracias, Roque.
Apenas habían acabado de
estrecharse las manos, cuando entró otro cliente.
—Lamento la muerte de tu
padre —le estrechó la mano—. La cantidad de veces que echamos la
partida juntos y ahora se nos ha ido para siempre.
—Gracias, Victoriano.
—Lo siento de veras, Ismael
—le dijo una señora que acababa de entrar acercándose a él en un
ademán de darle un beso fraternal.
—Se lo agradezco, señora
María.
—¡Y pensar que hace dos
meses estaba tan fuerte y tan lleno de vida! —añadió ésta—.
No somos nada.
—Y que lo digas, María
—comentó Roque—. Pero para sufrir como estaba sufriendo, vale
más así.
—Desde luego —contestó
ésta—. Al menos ahora ha acabado su sufrimiento y el de los suyos,
que bastante les ha tocado padecer a los desdichados, aunque haya
sido por poco tiempo.
—Gracias por tus palabras de
consuelo, María —le dijo Rosario que acababa de llegar y aún pudo
escuchar el último comentario de su vecina—. Pero una muerte es
una muerte y, por muy justificada que esté, siempre duele.
—Tienes razón, Rosario.
Ambas mujeres acercaron sus
caras para confirmar sus palabras con un beso amistoso. Ismael
mientras tanto despachaba al primer cliente. Todo aquel día y los
siguientes se repitieron escenas parecidas a la descrita aquí arriba
y es que en un lugar pequeño toda la gente se conoce y se hace
partícipe de las alegrías y penas de sus convecinos.
El transcurso del tiempo lo
cura todo y cicatriza todas las heridas. Eso mismo le ocurrió a la
familia de Ismael Ricote. Tres años hacía ya de la muerte de su
padre cuando tramó relaciones con la hija de una de las pocas
familias moriscas que, como ellos, se habían establecido en el lugar
tras la expulsión de las Alpujarras. Se trataba de una bella mora de
ojos negros como el azabache. Su pelo del mismo color, su tez morena,
sus labios como el carmín le habían hecho perder el juicio desde
el primer momento que la había visto. Pero nunca hasta entonces se
había atrevido a abrirle su corazón por timidez. Quedó prendado de
ella cuando contaba con quince o dieciséis años. Desde entonces se
derretía en amor cada vez que la veía. Se cruzaban entre sí
significativas miradas, pero jamás había osado dirigirle la
palabra. Primero, por miedo y respeto a su propio padre. No sabía
cómo podría reaccionar cuando descubriera sus relaciones con
aquella chica. Después, por el duelo que le impuso su muerte. Ahora
había llegado el momento de normalizar su vida y formar su propio
hogar. No es que le faltara éste con su madre y su hermana a su
lado. Pero estaba enamorado y quería tener su propia mujer y, por
qué no, sus propios hijos.
Francisca, que ése era el
nombre cristiano que había tomado Najla, era la hija menor del
talabartero del pueblo. Era tres años más joven que Ismael. Desde
los primeros encuentros se había sentido atraída por él. Las
miradas que se habían cruzado durante todos aquellos años habían
sido más explícitas que cualquier declaración amorosa que pudiera
haber habido entre ambos. El día que el joven decidió hablarle, no
dudó un instante en abrirle de pleno su corazón. El aspecto físico
del joven, su posición social y, sobre todo, su procedencia étnica
eran motivos suficientes para aceptarlo como esposo y compañero de
su vida. Su religión y sus costumbres no les permitían mezclarse
con gentes de otros credos y diferentes culturas. Ellos se habían
convertido al cristianismo por razones prácticas, pero no por
convicción. En su interior seguían manteniéndose fieles a su fe
islámica, por eso los matrimonios deberían ser lo más homogéneos
posible. La elección de Ismael y Francisca era, pues, completamente
acertada.
El pudor que sentía Francisca
ante las miradas del que sería su prometido le había impedido
acercarse a su tienda desde hacía años. Una sola de sus miradas le
encendía la cara como las brasas. Por eso había evitado por todos
los medios posibles pisar su tienda. Pero un buen día no tuvo más
remedio que hacerlo. Al entrar cerró tras de sí la puerta del
establecimiento sin atreverse a mirar hacia el mostrador que tenía
delante. Su cara parecía de grana. Sus negros ojos no osaban
levantarse del suelo. Ismael, por su parte, también se mostró
embarazado y confuso. Al cabo de unos segundos interminables logró
romper el hielo abrasador.
—Hola, ¿querías algo?
Francisca logró sobreponerse
a su pudor durante breves instantes, momento que aprovechó para
dirigir una fugaz mirada al joven, que la contemplaba entre perplejo
y extasiado. Tornando la mirada al suelo, se atrevió a responderle.
—Quería un kilo de arroz y
un paquete de azúcar.
Ismael, pasado el primer
momento de confusión y sorpresa, trató de sobreponerse a la
situación y dar el paso que tantos años llevaba anhelando.
—¿Sabes que eres preciosa?
Francisca, al oír el elogio,
se ruborizó aún más. Ahora el carmín le había encendido hasta
los pabellones auriculares. La joven no supo qué contestar. Tan sólo
se limitó a dirigir una sonrisa a su interlocutor.
—Tu sonrisa me fascina.
Era lo que le faltaba por oír
para dejar de ser dueña de sí misma. Estaba deseando que el joven
terminara de despacharla para salir corriendo de la tienda.
—¿Nos vemos esta tarde?
Francisca no sabía qué
contestar. Mientras guardaba el cambio en el monedero y recogía los
paquetes del arroz y el azúcar, se atrevió a murmurar algo entre
dientes.
—Bueno.
—Te espero en la plaza de la
fuente a las ocho en punto, ¿de acuerdo?
Cuando abría la puerta de la
tienda para abandonarla, a Ismael le pareció oír que le contestaba
algo, aunque no supo qué. No obstante, se presentó en el lugar de
la cita a la hora señalada con la esperanza de que ella acudiera. Y
no fue vana su esperanza, pues cinco minutos más tarde aparecía
también Francisca bella y radiante como una diosa. Su encuentro
vespertino ya no fue tan azaroso como el de la mañana, aunque ambos
mantuvieron las distancias. Pero aquél fue el comienzo de un idilio
que un año más tarde terminaría en los esponsales que unirían sus
vidas para siempre.
Un año antes de estos
acontecimientos, Fátima, la hermana de Ismael, había contraído
matrimonio con un apuesto morisco, heredero de uno de los más ricos
comerciantes de Manzanares. Desde aquel momento madre e hijo quedaron
completamente solos en la casa solariega que fundara su difunto
padre. Rosario, su madre, a pesar de que aún era joven, no cesaba de
hostigar a su hijo para que tomara esposa. Los años pasaban y a
medida que se fuera haciendo mayor le sería más difícil casarse.
—Hijo —le decía un
domingo durante la sobremesa—, debes buscarte una mujer honrada y
hacendosa para que te dé hijos y cuide de ti en tu vejez.
—Pero ¿qué necesidad tengo
de eso, madre, teniéndote a ti a mi lado?
—¡Ay, hijo, la vida se pasa
sin darnos cuenta! Yo me iré algún día ¿y qué será entonces de
ti?
—Pero, madre, ¿qué cosas
dices? Si aún eres joven.
—¡Joven!, ¡qué más
quisiera yo! Ya estoy rayando los cincuenta y a partir de aquí
cualquier día me puede dar un ataque que me lleve por delante. Hijo,
no te confíes en mí. Debes asegurar tu futuro cuanto antes mejor.
—Lo pensaré, madre.
Rosario hizo un gesto de
disgusto.
—No tienes nada que pensar,
hijo. Tu vida material la tienes resuelta. El negocio que nos dejó
tu padre te da para vivir holgadamente. Tú no sólo lo has
continuado, sino que lo has ampliado y mejorado. Por ese lado no
tienes nada que temer. Lo único que necesitas es una mujer honrada y
buena a tu lado, que cuide de ti y te dé descendencia. ¡Me haría
tan feliz tener nietos!
—Te repito, madre, que lo
pensaré, pero no quiero que me atosigues con este tema. No haces más
que recordármelo.
—Lo hago por tu bien,
Ismaîl. No es bueno que el hombre esté solo. Necesita a su lado una
mujer que lo quiera y que se desviva por él.
—Bueno, madre, te repito que
lo pensaré y ahora, si me perdonas, me voy que tengo que poner en
orden las cuentas del negocio.
—Tú
siempre pensando en el negocio. Vete, hijo, vete, pero deberías
dedicar más tiempo a distraerte un poco, que te pasas la vida
enfrascado únicamente en el negocio y eso tampoco es bueno. Ni
siquiera los domingos, que te obligan a tener la tienda cerrada,
puedes descansar.
—Y si no lo hago yo, ¿quién
me lo hace?
—Bueno, bueno, hijo, tú
verás. Pero no te olvides que los años pasan sin remisión y que
sólo se vive una vez.
—Te agradezco tus consejos,
madre, pero ahora debo irme.
Ismael dejó a su madre en el
salón de su casa con una gran aflicción en el pecho y dos lágrimas
en sus mejillas. Su hijo debía tomar esposa y pronto, porque los
años no pasaban en balde. Además, entre ellos estaba muy extendida
la costumbre de casarse muy jóvenes, porque la juventud es la edad
en la que la sangre hierve en las venas. Después disminuye el
impulso y el interés por el matrimonio. Su hijo estaba demasiado
absorto en el negocio y poco a poco se le estaba escapando su
juventud. Debería seguir insistiendo en el tema, aunque resultara
pesada a sus ojos.
El día que se prometieron
Ismael y Francisca fue el día más dichoso para Rosario después del
día de su boda. Entre los moriscos la promesa de matrimonio
constituía un pacto definitivo. Rara vez se volvían atrás. Una vez
prometidos, sólo quedaba fijar la fecha de la boda y llevar a cabo
los preparativos para la misma. Por eso Rosario no cabía en sí el
día que su hijo le dio la noticia.
—Me has quitado un gran peso
de encima, hijo mío. Ahora ya puedo morir tranquila.
—Pero, madre, yo no me caso
para que te mueras.
—Lo sé, hijo. Pero ahora ya
puedo morirme feliz, porque sé que tú también lo serás y quedarás
bien atendido el día que yo me vaya. Ahora puedo disfrutar
plenamente de la vida que me queda. Espero que no tardéis en darme
algún nieto que me ayude a ser más feliz.
—Lo procuraremos.
—Claro que sí, hijo. ¿Y
quién me has dicho que es tu prometida?
—Francisca.
—¡Ay! Pues ahora mismo no
sé quién puede ser esa chica.
—Es Najla, la hija de
Mohammad ibn Halîm el talabartero, más conocido por Francisco
Tiopieyo.
—¡Ah, sí! Ahora ya sé
quién es. ¡Como nunca se deja ver por la tienda…! La tengo vista
más de una vez en la iglesia. Es muy guapa. Te felicito por tu
elección, hijo. ¡Enhorabuena!
—Gracias, madre. Me alegro
que te guste y que os lleguéis a entender bien. Ya te la presentaré
algún día.
—Alá te oiga. Nada
alegraría más mi vejez que vivir felizmente al lado de tu mujer y
tus hijos.
Ismael y su madre
permanecieron largo rato conversando sobre las bondades de su futura
esposa y la fecha de su boda. Después de muchas discusiones, la boda
quedó fijada para el año siguiente. Había que remodelar la casa de
arriba abajo y renovar todo el ajuar. Con su matrimonio Ismael quería
imprimir un sello nuevo a la que había de ser su morada para toda la
vida.
© Julio Noel
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