22
De madrugada, antes del alba,
Medulio dejó a su familia en brazos de Morfeo. Cuando se incorporó
para levantarse, Elba se removió un poco, pero pronto volvió a
cerrar los ojos y quedar completamente dormida. Su marido aprovechó
el momento para deslizarse fuera de la cabaña con el mayor de los
sigilos. Por la parte del saliente unos tonos rosáceos insinuaban ya
las primeras luces del alba, pero aún era noche oscura. Todavía no
se distinguía nada. Avanzó hacia el puesto de mando sin demora. Al
llegar allí, un centinela le hizo el saludo preceptivo mientras le
informaba que no había novedad. Poco después llegaron Clouto y
Toreno. Una nueva jornada comenzaba.
—¿Cómo van las obras del
foso, Clouto?
—Siguen avanzando bastante
deprisa, mi general. Ya han excavado más de doce millas.
—A este paso no tardarán en
rodearnos.
—Desde luego que no, mi
general.
Medulio se quedó un momento
pensativo, como si quisiera penetrar en las intenciones de los
romanos. Luego volvió a dirigirse a Clouto:
—Las cuevas y las galerías,
¿progresan a buen ritmo?
—Sí, mi general. Ya hemos
excavado tres cuartas partes de la montaña. Pronto habremos
terminado nuestro trabajo.
—Debemos darnos prisa, pues
no sabemos cuándo nos van a atacar los romanos. No creo que lo hagan
antes de que terminen el foso, pero, por lo que pueda suceder,
debemos estar preparados y bien protegidos.
—Sí, mi general
—contestaron los dos lugartenientes.
—Bien, pues tú, Clouto,
sigue vigilando las obras. Procura que no decaiga el ritmo. Toreno
vigilará la instrucción y el entrenamiento de los guerreros. No
quiero ninguna relajación por su parte.
—A la orden, mi general.
Los dos lugartenientes se
cuadraron ante su jefe y, después de cruzarse el saludo, se
retiraron a cumplir las órdenes que les había dado.
Los romanos, por su parte,
continuaban con sus trabajos. El foso que rodeaba el monte Medullius
ya había sido
construido en más de sus tres cuartas partes. También estaban
prácticamente acabadas las calzadas que circundaban este foso y que
unían los distintos puntos de vigilancia y campamentos que habían
establecido en todo el perímetro de la montaña. Con ellas
pretendían desplazar con rapidez a sus tropas en caso de una posible
huida de los astures, para poder cortarles el paso. Publio Carisio no
quería dejar ni un solo cabo suelto. Los tenía atrapados en aquella
trampa y no iba a permitir que se escapara uno solo con vida. Según
él, habían caído en su propia ratonera.
Los meses transcurrían sin
que ninguno de los dos bandos se moviera de su sitio. Por ambas
partes avanzaban las obras de fortificación y defensa. Los romanos
ya estaban a punto de finalizar el gran foso y tenían expeditas
todas las calzadas. Los astures ya habían dado por terminada la
excavación de las galerías y cuevas en las que pretendían
esconderse ante un posible ataque, así como todos los muros y
empalizadas de defensa en los lugares más accesibles. Parecía que
todo estaba ya a punto para medir sus fuerzas. Pero ninguno de los
dos bandos iniciaba la ofensiva.
Ya habían transcurrido casi
tres años desde la batalla de Lancia.
Los romanos continuaban el cerco alrededor del monte Medullius,
mientras que los astures seguían refugiados en él. Publio Carisio
esperaba su rendición o la huida en masa a través de sus líneas.
Pero no ocurría ni una cosa ni la otra. No llegaba a entender cómo
podían sobrevivir durante tanto tiempo en aquella montaña. Cansado
de esperar la rendición de los astures, dio a su ejército, por fin,
la orden de atacar. El ejército romano puso en marcha toda su
maquinaria de guerra. Los romanos avanzaban por todas partes con el
fin de estrechar cada vez más el cerco sobre los astures. Éstos
contemplaban desde lo alto su movimiento.
—Mi general —llegó con
veloz carrera Clouto al puesto de mando—, las tropas romanas están
avanzando.
—¿Por qué lado? —preguntó
Medulio.
—Por todas partes, mi
general. Nos atacan por todos los flancos.
—Todos a sus puestos
inmediatamente.
—A la orden, mi general.
—¿Dónde está Toreno?
—preguntó el caudillo.
—No tardará en llegar. Le
envié aviso para que viniera aquí a reunirse con nosotros.
En ese momento llegaba Toreno
con su caballo a todo galope.
—Toreno —le dijo Medulio—,
tú te encargarás de guiar a toda la población civil a los
refugios. Una vez asegurados todos, regresas al campo de batalla.
—A la orden, mi general.
—Clouto, nosotros vamos a
reunirnos con los guerreros y nos desplazaremos con ellos a defender
todos los puntos estratégicos.
—Sí, mi general.
Poco después los guerreros
astures ocupaban sus puestos defensivos. Medulio se movía de un
lugar para otro. No paraba de dar órdenes para que todo estuviera a
punto. Toreno no tardó en incorporarse a las filas de los defensores
para ejecutar las órdenes que le diera su jefe, que no paraba de
impartirlas. Los sitiados esperaban un ataque inminente por parte de
los sitiadores, pero éstos no parecían tener prisa. A la hora del
ocaso los romanos detuvieron su paso. Medulio comprendió que aquel
día ya no les atacarían. Con las sombras de la noche, ordenó la
retirada silenciosa de sus guerreros, no sin antes advertirles que a
la mañana siguiente deberían estar en sus puestos antes del alba.
En los lugares estratégicos dejó destacamentos de guardia. Después
se refugió en una de las cuevas con su familia para descansar.
—Elba —le dijo a su mujer
atrayéndola y estrechándola entre sus brazos—, aquí hay
veneno suficiente para matar a dos docenas de personas —le entregó
una bolsita con veneno extraído de las semillas del tejo—. Mañana
si no vuelvo al anochecer, no dudes en utilizarlo. Primero se lo
administras a mi madre y a nuestra hija y luego lo tomas tú. Por
nada del mundo dejes de cumplir mi orden. ¿Me has entendido?
—Sí, amor mío.
Ambos se abrazaron y besaron
mutuamente. Sabían que su última hora estaba cerca. Medulio
prefería llevárselas por delante antes que dejarlas al albedrío de
los romanos, que no tendrían conmiseración con ellas. Tal como les
había prometido hacía tiempo, no iba a permitir que eso ocurriera.
Antes la muerte que la ignominia.
—Lo que te acabo de ordenar
vale para mañana y para cualquier otro día. Si nos vencen, no dudes
en ejecutar en el acto lo que te he ordenado.
—Sí, mi amor.
—Ya sabes que no tendrán
clemencia con ninguna mujer, pero contigo y con nuestra hija aún
tendrán menos cuando se enteren quiénes sois. Si no puedo llegar
hasta vosotras en una posible derrota, cumple mis órdenes para que
pueda morir tranquilo. Nunca me perdonaría que os apresaran vivas ni
podría descansar en paz en el inframundo.
—Puedes estar tranquilo,
cariño, que cumpliré tus órdenes.
Medulio abrazó de nuevo a su
mujer y la besó largamente. Después intentó descansar unas horas
antes de la batalla que se avecinaba. Mucho antes de amanecer el
general dio orden de ocupar sus puestos a todos sus guerreros. Antes
de que asomara la aurora, todos ellos se parapetaban detrás de las
trincheras o de las empalizadas. Las primeras luces del alba
comenzaron a disipar las sombras de la noche por todo el perímetro
de la montaña. Las tropas romanas empezaron a moverse hacia ellos.
Su paso era lento, pero constante. El sol se reflejaba en sus cascos,
en sus escudos y en sus lanzas. El espectáculo era aterrador. La
base del monte parecía un inmenso hormiguero. Miles de cascos y
lanzas avanzaban por todas partes. Su número era inconmensurable.
Pero los hombres de Medulio no se arredraban. Esperaban pacientemente
detrás de las trincheras. Contenían la respiración mientras
observaban el lento ascenso de los romanos. El caudillo daba órdenes.
Tenía palabras de ánimo y aliento para todos. No descansaba un
instante. Había llegado el día de la gran batalla.
La
primera línea del ejército romano ya se había puesto a tiro.
Medulio esperó que se acercaran un poco más. Luego ordenó disparar
dardos y flechas sobre ellos. Los soldados romanos caían por
docenas. Otros intentaban eludir las flechas y avanzar en su ascenso,
pero el embate de los astures acababa con su vida. Las horas
avanzaban. La lucha era ardua. Los astures seguían invictos y
prácticamente sin bajas, mientras que las de los romanos eran cada
vez mayores. Publio Carisio, ante aquella feroz resistencia, ordenó
un alto el fuego. Su primera táctica no le estaba dando buenos
resultados. Había que urdir otra estrategia. Pero ¿cuál? El
enemigo se encontraba en una situación mucho más favorable que la
de ellos. Para vencerlos tenían que ascender la montaña y eso era
lo que favorecía a los astures. La única forma de resolver el
problema era un ataque en masa. Morirían muchos de los que iban en
primera y segunda fila, pero ésos abrirían el paso a los
siguientes, que serían los encargados de penetrar en territorio del
enemigo. El legado dio la orden a sus generales, que la pusieron
inmediatamente en práctica.
El combate se reanudó. Una
enorme avalancha de romanos comenzó a trepar por la montaña. Los
astures los repelían con sus dardos y lanzas. Otros les arrojaban
enormes piedras que los dejaban malheridos o acababan con su vida. El
avance de los romanos era lento, pero inexorable. Muchos de sus
hombres ya llegaban a tocar casi las empalizadas. La lucha era
encarnizada. Los astures utilizaban ya sus armas cortas contra los
romanos. Cientos de éstos yacían por la ladera de la montaña. El
combate era aterrador. Una y otra vez la fuerza romana intentaba
derribar las empalizadas. Los astures se defendían. Algunos ya
habían perdido la vida. Medulio exhortaba a los suyos. Los romanos
continuaban presionando con el ímpetu de su fuerza. Alguna
empalizada ya casi cedía. Los astues corrían a reforzarla. La lucha
era ardua. El fragor de la batalla ensordecedor. Miles de cuerpos
yacían por todas partes. Pero el valor de los guerreros astures no
decaía.
A eso del mediodía se acordó
una tregua por ambas partes. Había que reponer fuerzas. Los hombres
estaban exhaustos. Ambos bandos necesitaban descansar. Medulio
aprovechó para animar a sus hombres y para subirles la moral. No
tardó en reanudarse la batalla. La lucha volvió a encrudecerse y
los encuentros cuerpo a cuerpo eran cada vez más frecuentes. Los
astures resistían con denuedo y valor el empuje de los romanos, que
cada vez los presionaban más. El avance era lento pero inexorable.
Algunos lienzos de empalizadas empezaban a ceder. La irrupción de
los romanos en el recinto de los astures era inminente. Éstos
resistían el embate con todas sus fuerzas. Los cuerpos inertes de
ambos bandos rodaban por la ladera de la montaña. El sol ya
descendía en la línea del horizonte. Se acordó una nueva pausa
hasta la mañana siguiente.
Medulio
aprovechó la oscuridad de la noche para trasladarse de nuevo a la
cueva donde se refugiaba su familia. Cuando llegó, Elba estaba a
punto de suministrar el veneno a Alda y a Genoveva. Ellas no sabían
nada, aunque presentían lo que les iba a ocurrir.
—Menos mal que has venido
—le dijo angustiosamente Elba a su marido, mientras se abrazaba a
su cuello—. Estaba preparando el veneno para las tres.
—Es tu deber, cariño. He
venido por eso precisamente, para evitar que lo tomarais. El
aplazamiento no va a ser más que de unas horas. Hemos acordado una
tregua hasta el amanecer. Mañana se reanudará la lucha. Los romanos
nos tienen cercados por todas partes. Resistiremos hasta derramar la
última gota de sangre, pero la victoria está de su lado. Quisiera
poder decirte otra cosa. Quisiera infundirte esperanza. Eso es lo que
hago con mis hombres para que sigan luchando. Mas contigo tengo que
ser sincero y realista. El enemigo es muy superior a nosotros y tarde
o temprano se adueñarán de la montaña. Vuelvo a exigirte que
pongas fin a vuestras vidas antes que los romanos os capturen vivas.
El sufrimiento que pasaríais en sus manos sería infinito. Y yo no
me lo podría perdonar ni descansar en toda la eternidad. Cariño,
¡no me falles!
Ambos se fundieron en un
prolongado e intenso beso. Eran conscientes de que podía ser la
última vez que estuvieran juntos. No podían perder ni un solo
instante.
—No te fallaré, amor mío.
Será lo último que haga en esta vida.
—Eso me tranquiliza. Ahora
ya puedo derramar hasta mi última gota de sangre y morir tranquilo.
Mañana será un día muy amargo para todos nosotros. Te quiero, vida
mía.
Se abrazaron uno al otro para
intentar dormir unas horas antes de la fatal batalla. Mucho antes del
alba Medulio depositó un tierno beso en los labios de su esposa y
abandonó la cueva. Con pasos rápidos se acercó al frente de
batalla, donde descansaban y dormitaban sus guerreros como podían.
Por aquí y por allá se oían quejidos y lamentos de los heridos. El
caudillo sentía en sus propias carnes el dolor de los suyos. Pero
nada podía hacer por remediarlo. Había intentado salvarlos
refugiándose en aquella montaña, sin embargo el enemigo era muy
superior a ellos y, además, tenía el firme propósito de
derrotarlos para conquistar su territorio. Había hecho lo que había
podido y ahora sabía que había llegado su última hora. Estaba
preparado y los suyos también. Venderían cara su derrota.
Al amanecer se reanudó la
batalla. Los romanos volvieron con ímpetu al ataque. Los astures los
esperaban con denuedo y renovado valor. El enfrentamiento era feroz
desde los primeros momentos. Los golpes mortales de sus armas no
cesaban. De una y otra parte caían cuerpos malheridos o inertes a
tierra. La montaña se llenaba de cadáveres. Hacia el mediodía los
romanos lograron abrir una brecha a través de la empalizada. La
lucha se intensificó más aún. Las bajas se incrementaban por ambas
partes, pero el número de romanos parecía no disminuir. Detrás de
cada caído aparecían tres o cuatro más. Los astures se
multiplicaban. Sus golpes solían ser casi todos mortales. Su
agilidad y su conocimiento del lugar les ayudaban. Poco a poco los
romanos iban ganando terreno. Los astures se replegaban cada vez más
en la montaña. A media tarde la batalla había llegado a su clímax.
Astures y romanos se mezclaron en feroz encuentro. Los golpes surgían
de todas partes. Las bajas eran incontables. Los soldados romanos
parecían incrementarse, mientras que las bajas astures habían
mermado considerablemente sus fuerzas. Apenas quedaban unos
centenares. No obstante, luchaban con denuedo. Cada uno de ellos se
multiplicaba antes de caer sin vida. Medulio les infundía valor y
los animaba. Él luchaba como el que más. Cada golpe que impartía
derriba a un enemigo. Su fuerza y su rabia lo hacían invencible. Los
romanos lo temían. Nadie era capaz de asestarle un golpe. Los pocos
astures que quedaban se reunían alrededor de su jefe. Todos luchaban
con denuedo. Pero las fuerzas ya les fallaban. El empuje del enemigo
era imparable. Los astures resistían con valentía, pero sus
efectivos cada vez eran menos. Ya sólo quedaban un par de docenas al
lado del caudillo. Éste luchaba sin desfallecer. Los suyos, ante su
valor, seguían resistiendo. Mas el número de romanos que los
rodeaban era incalculable. Poco a poco fueron cayendo todos los
astures que luchaban junto a Medulio. Él se defendía como un león
acorralado. Sus golpes no cesaban. Finalmente, alguien logró herirlo
con un hacha por la espalda. Medulio se dio la vuelta y de un solo
tajo le seccionó la cabeza a su agresor. Todavía tuvo tiempo de
herir o terminar con la vida de más de media docena de enemigos
antes de que uno de ellos le atravesara el pecho con la espada.
Medulio cayó al suelo aún con vida. Antes de expirar, todavía pudo
ver cómo un general romano le atravesaba de nuevo el pecho con su
espada. El caudillo de los astures exhaló un suspiro antes de rendir
su alma.
Muerto Medulio, los pocos
guerreros astures que aún quedaban se dieron muerte a sí mismos con
sus propias espadas. Prefirieron la muerte antes que ser hechos
prisioneros por los romanos. Éstos se apoderaron de todo el monte
Medullius para
hacer prisioneros o liquidar a cuantos allí hallaran. Registraron
cueva por cueva y galería por galería. En la inmensa mayoría de
ellas no hallaron más que cadáveres. Los ancianos, las mujeres y
los niños habían elegido la muerte antes que convertirse en
esclavos de los romanos. Su orgullo y su honor así se lo mandaban.
Publio Carisio exigió
reconocer en persona a todas las mujeres y niñas capturadas. Sabía
que en el monte Medullius
se hallaban
escondidas la esposa y la hija del caudillo. También sabía que
ambas eran muy hermosas. Las quería como esclavas para sí. Las
mujeres fueron pasando una a una ante sus ojos, pero no reconoció a
las que buscaba en ninguna de ellas. Ordenó que registraran de nuevo
todas las cuevas y galerías por si seguían escondidas en alguna de
ellas. La búsqueda fue inútil. Entonces ordenó reconocer todos los
cadáveres. Después de examinar a cientos de ellos, encontraron los
cadáveres de dos mujeres adultas y una niña juntos. Publio Carisio
comprendió que se trataba de las mujeres que buscaba. En un primer
momento tuvo un arranque de rabia y quiso ultrajar aquellos cuerpos
para vengarse de su enemigo. Luego, recapacitó y pensó que eso lo
deshonraría, por lo que decidió que los recogieran y que, junto con
el del caudillo astur, les dieran honrosa sepultura. Era lo menos que
hubiera deseado para él si, en vez del vencedor, hubiera sido el
vencido. Los soldados romanos cumplieron lo ordenado por su jefe y
allí mismo enterraron a Medulio con su familia. La guerra contra los
astures había llegado a su fin.
© Julio Noel
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