jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 22


                                                                       


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De madrugada, antes del alba, Medulio dejó a su familia en brazos de Morfeo. Cuando se incorporó para levantarse, Elba se removió un poco, pero pronto volvió a cerrar los ojos y quedar completamente dormida. Su marido aprovechó el momento para deslizarse fuera de la cabaña con el mayor de los sigilos. Por la parte del saliente unos tonos rosáceos insinuaban ya las primeras luces del alba, pero aún era noche oscura. Todavía no se distinguía nada. Avanzó hacia el puesto de mando sin demora. Al llegar allí, un centinela le hizo el saludo preceptivo mientras le informaba que no había novedad. Poco después llegaron Clouto y Toreno. Una nueva jornada comenzaba.
¿Cómo van las obras del foso, Clouto?
Siguen avanzando bastante deprisa, mi general. Ya han excavado más de doce millas.
A este paso no tardarán en rodearnos.
Desde luego que no, mi general.
Medulio se quedó un momento pensativo, como si quisiera penetrar en las intenciones de los romanos. Luego volvió a dirigirse a Clouto:
Las cuevas y las galerías, ¿progresan a buen ritmo?
Sí, mi general. Ya hemos excavado tres cuartas partes de la montaña. Pronto habremos terminado nuestro trabajo.
Debemos darnos prisa, pues no sabemos cuándo nos van a atacar los romanos. No creo que lo hagan antes de que terminen el foso, pero, por lo que pueda suceder, debemos estar preparados y bien protegidos.
Sí, mi general —contestaron los dos lugartenientes.
Bien, pues tú, Clouto, sigue vigilando las obras. Procura que no decaiga el ritmo. Toreno vigilará la instrucción y el entrenamiento de los guerreros. No quiero ninguna relajación por su parte.
A la orden, mi general.
Los dos lugartenientes se cuadraron ante su jefe y, después de cruzarse el saludo, se retiraron a cumplir las órdenes que les había dado.
Los romanos, por su parte, continuaban con sus trabajos. El foso que rodeaba el monte Medullius ya había sido construido en más de sus tres cuartas partes. También estaban prácticamente acabadas las calzadas que circundaban este foso y que unían los distintos puntos de vigilancia y campamentos que habían establecido en todo el perímetro de la montaña. Con ellas pretendían desplazar con rapidez a sus tropas en caso de una posible huida de los astures, para poder cortarles el paso. Publio Carisio no quería dejar ni un solo cabo suelto. Los tenía atrapados en aquella trampa y no iba a permitir que se escapara uno solo con vida. Según él, habían caído en su propia ratonera.
Los meses transcurrían sin que ninguno de los dos bandos se moviera de su sitio. Por ambas partes avanzaban las obras de fortificación y defensa. Los romanos ya estaban a punto de finalizar el gran foso y tenían expeditas todas las calzadas. Los astures ya habían dado por terminada la excavación de las galerías y cuevas en las que pretendían esconderse ante un posible ataque, así como todos los muros y empalizadas de defensa en los lugares más accesibles. Parecía que todo estaba ya a punto para medir sus fuerzas. Pero ninguno de los dos bandos iniciaba la ofensiva.
Ya habían transcurrido casi tres años desde la batalla de Lancia. Los romanos continuaban el cerco alrededor del monte Medullius, mientras que los astures seguían refugiados en él. Publio Carisio esperaba su rendición o la huida en masa a través de sus líneas. Pero no ocurría ni una cosa ni la otra. No llegaba a entender cómo podían sobrevivir durante tanto tiempo en aquella montaña. Cansado de esperar la rendición de los astures, dio a su ejército, por fin, la orden de atacar. El ejército romano puso en marcha toda su maquinaria de guerra. Los romanos avanzaban por todas partes con el fin de estrechar cada vez más el cerco sobre los astures. Éstos contemplaban desde lo alto su movimiento.
Mi general —llegó con veloz carrera Clouto al puesto de mando—, las tropas romanas están avanzando.
¿Por qué lado? —preguntó Medulio.
Por todas partes, mi general. Nos atacan por todos los flancos.
Todos a sus puestos inmediatamente.
A la orden, mi general.
¿Dónde está Toreno? —preguntó el caudillo.
No tardará en llegar. Le envié aviso para que viniera aquí a reunirse con nosotros.
En ese momento llegaba Toreno con su caballo a todo galope.
Toreno —le dijo Medulio—, tú te encargarás de guiar a toda la población civil a los refugios. Una vez asegurados todos, regresas al campo de batalla.
A la orden, mi general.
Clouto, nosotros vamos a reunirnos con los guerreros y nos desplazaremos con ellos a defender todos los puntos estratégicos.
Sí, mi general.
Poco después los guerreros astures ocupaban sus puestos defensivos. Medulio se movía de un lugar para otro. No paraba de dar órdenes para que todo estuviera a punto. Toreno no tardó en incorporarse a las filas de los defensores para ejecutar las órdenes que le diera su jefe, que no paraba de impartirlas. Los sitiados esperaban un ataque inminente por parte de los sitiadores, pero éstos no parecían tener prisa. A la hora del ocaso los romanos detuvieron su paso. Medulio comprendió que aquel día ya no les atacarían. Con las sombras de la noche, ordenó la retirada silenciosa de sus guerreros, no sin antes advertirles que a la mañana siguiente deberían estar en sus puestos antes del alba. En los lugares estratégicos dejó destacamentos de guardia. Después se refugió en una de las cuevas con su familia para descansar.
Elba —le dijo a su mujer atrayéndola y estrechándola entre sus brazos—, aquí hay veneno suficiente para matar a dos docenas de personas —le entregó una bolsita con veneno extraído de las semillas del tejo—. Mañana si no vuelvo al anochecer, no dudes en utilizarlo. Primero se lo administras a mi madre y a nuestra hija y luego lo tomas tú. Por nada del mundo dejes de cumplir mi orden. ¿Me has entendido?
Sí, amor mío.
Ambos se abrazaron y besaron mutuamente. Sabían que su última hora estaba cerca. Medulio prefería llevárselas por delante antes que dejarlas al albedrío de los romanos, que no tendrían conmiseración con ellas. Tal como les había prometido hacía tiempo, no iba a permitir que eso ocurriera. Antes la muerte que la ignominia.
Lo que te acabo de ordenar vale para mañana y para cualquier otro día. Si nos vencen, no dudes en ejecutar en el acto lo que te he ordenado.
Sí, mi amor.
Ya sabes que no tendrán clemencia con ninguna mujer, pero contigo y con nuestra hija aún tendrán menos cuando se enteren quiénes sois. Si no puedo llegar hasta vosotras en una posible derrota, cumple mis órdenes para que pueda morir tranquilo. Nunca me perdonaría que os apresaran vivas ni podría descansar en paz en el inframundo.
Puedes estar tranquilo, cariño, que cumpliré tus órdenes.
Medulio abrazó de nuevo a su mujer y la besó largamente. Después intentó descansar unas horas antes de la batalla que se avecinaba. Mucho antes de amanecer el general dio orden de ocupar sus puestos a todos sus guerreros. Antes de que asomara la aurora, todos ellos se parapetaban detrás de las trincheras o de las empalizadas. Las primeras luces del alba comenzaron a disipar las sombras de la noche por todo el perímetro de la montaña. Las tropas romanas empezaron a moverse hacia ellos. Su paso era lento, pero constante. El sol se reflejaba en sus cascos, en sus escudos y en sus lanzas. El espectáculo era aterrador. La base del monte parecía un inmenso hormiguero. Miles de cascos y lanzas avanzaban por todas partes. Su número era inconmensurable. Pero los hombres de Medulio no se arredraban. Esperaban pacientemente detrás de las trincheras. Contenían la respiración mientras observaban el lento ascenso de los romanos. El caudillo daba órdenes. Tenía palabras de ánimo y aliento para todos. No descansaba un instante. Había llegado el día de la gran batalla.
La primera línea del ejército romano ya se había puesto a tiro. Medulio esperó que se acercaran un poco más. Luego ordenó disparar dardos y flechas sobre ellos. Los soldados romanos caían por docenas. Otros intentaban eludir las flechas y avanzar en su ascenso, pero el embate de los astures acababa con su vida. Las horas avanzaban. La lucha era ardua. Los astures seguían invictos y prácticamente sin bajas, mientras que las de los romanos eran cada vez mayores. Publio Carisio, ante aquella feroz resistencia, ordenó un alto el fuego. Su primera táctica no le estaba dando buenos resultados. Había que urdir otra estrategia. Pero ¿cuál? El enemigo se encontraba en una situación mucho más favorable que la de ellos. Para vencerlos tenían que ascender la montaña y eso era lo que favorecía a los astures. La única forma de resolver el problema era un ataque en masa. Morirían muchos de los que iban en primera y segunda fila, pero ésos abrirían el paso a los siguientes, que serían los encargados de penetrar en territorio del enemigo. El legado dio la orden a sus generales, que la pusieron inmediatamente en práctica.
El combate se reanudó. Una enorme avalancha de romanos comenzó a trepar por la montaña. Los astures los repelían con sus dardos y lanzas. Otros les arrojaban enormes piedras que los dejaban malheridos o acababan con su vida. El avance de los romanos era lento, pero inexorable. Muchos de sus hombres ya llegaban a tocar casi las empalizadas. La lucha era encarnizada. Los astures utilizaban ya sus armas cortas contra los romanos. Cientos de éstos yacían por la ladera de la montaña. El combate era aterrador. Una y otra vez la fuerza romana intentaba derribar las empalizadas. Los astures se defendían. Algunos ya habían perdido la vida. Medulio exhortaba a los suyos. Los romanos continuaban presionando con el ímpetu de su fuerza. Alguna empalizada ya casi cedía. Los astues corrían a reforzarla. La lucha era ardua. El fragor de la batalla ensordecedor. Miles de cuerpos yacían por todas partes. Pero el valor de los guerreros astures no decaía.
A eso del mediodía se acordó una tregua por ambas partes. Había que reponer fuerzas. Los hombres estaban exhaustos. Ambos bandos necesitaban descansar. Medulio aprovechó para animar a sus hombres y para subirles la moral. No tardó en reanudarse la batalla. La lucha volvió a encrudecerse y los encuentros cuerpo a cuerpo eran cada vez más frecuentes. Los astures resistían con denuedo y valor el empuje de los romanos, que cada vez los presionaban más. El avance era lento pero inexorable. Algunos lienzos de empalizadas empezaban a ceder. La irrupción de los romanos en el recinto de los astures era inminente. Éstos resistían el embate con todas sus fuerzas. Los cuerpos inertes de ambos bandos rodaban por la ladera de la montaña. El sol ya descendía en la línea del horizonte. Se acordó una nueva pausa hasta la mañana siguiente.
Medulio aprovechó la oscuridad de la noche para trasladarse de nuevo a la cueva donde se refugiaba su familia. Cuando llegó, Elba estaba a punto de suministrar el veneno a Alda y a Genoveva. Ellas no sabían nada, aunque presentían lo que les iba a ocurrir.
Menos mal que has venido —le dijo angustiosamente Elba a su marido, mientras se abrazaba a su cuello—. Estaba preparando el veneno para las tres.
Es tu deber, cariño. He venido por eso precisamente, para evitar que lo tomarais. El aplazamiento no va a ser más que de unas horas. Hemos acordado una tregua hasta el amanecer. Mañana se reanudará la lucha. Los romanos nos tienen cercados por todas partes. Resistiremos hasta derramar la última gota de sangre, pero la victoria está de su lado. Quisiera poder decirte otra cosa. Quisiera infundirte esperanza. Eso es lo que hago con mis hombres para que sigan luchando. Mas contigo tengo que ser sincero y realista. El enemigo es muy superior a nosotros y tarde o temprano se adueñarán de la montaña. Vuelvo a exigirte que pongas fin a vuestras vidas antes que los romanos os capturen vivas. El sufrimiento que pasaríais en sus manos sería infinito. Y yo no me lo podría perdonar ni descansar en toda la eternidad. Cariño, ¡no me falles!
Ambos se fundieron en un prolongado e intenso beso. Eran conscientes de que podía ser la última vez que estuvieran juntos. No podían perder ni un solo instante.
No te fallaré, amor mío. Será lo último que haga en esta vida.
Eso me tranquiliza. Ahora ya puedo derramar hasta mi última gota de sangre y morir tranquilo. Mañana será un día muy amargo para todos nosotros. Te quiero, vida mía.
Se abrazaron uno al otro para intentar dormir unas horas antes de la fatal batalla. Mucho antes del alba Medulio depositó un tierno beso en los labios de su esposa y abandonó la cueva. Con pasos rápidos se acercó al frente de batalla, donde descansaban y dormitaban sus guerreros como podían. Por aquí y por allá se oían quejidos y lamentos de los heridos. El caudillo sentía en sus propias carnes el dolor de los suyos. Pero nada podía hacer por remediarlo. Había intentado salvarlos refugiándose en aquella montaña, sin embargo el enemigo era muy superior a ellos y, además, tenía el firme propósito de derrotarlos para conquistar su territorio. Había hecho lo que había podido y ahora sabía que había llegado su última hora. Estaba preparado y los suyos también. Venderían cara su derrota.
Al amanecer se reanudó la batalla. Los romanos volvieron con ímpetu al ataque. Los astures los esperaban con denuedo y renovado valor. El enfrentamiento era feroz desde los primeros momentos. Los golpes mortales de sus armas no cesaban. De una y otra parte caían cuerpos malheridos o inertes a tierra. La montaña se llenaba de cadáveres. Hacia el mediodía los romanos lograron abrir una brecha a través de la empalizada. La lucha se intensificó más aún. Las bajas se incrementaban por ambas partes, pero el número de romanos parecía no disminuir. Detrás de cada caído aparecían tres o cuatro más. Los astures se multiplicaban. Sus golpes solían ser casi todos mortales. Su agilidad y su conocimiento del lugar les ayudaban. Poco a poco los romanos iban ganando terreno. Los astures se replegaban cada vez más en la montaña. A media tarde la batalla había llegado a su clímax. Astures y romanos se mezclaron en feroz encuentro. Los golpes surgían de todas partes. Las bajas eran incontables. Los soldados romanos parecían incrementarse, mientras que las bajas astures habían mermado considerablemente sus fuerzas. Apenas quedaban unos centenares. No obstante, luchaban con denuedo. Cada uno de ellos se multiplicaba antes de caer sin vida. Medulio les infundía valor y los animaba. Él luchaba como el que más. Cada golpe que impartía derriba a un enemigo. Su fuerza y su rabia lo hacían invencible. Los romanos lo temían. Nadie era capaz de asestarle un golpe. Los pocos astures que quedaban se reunían alrededor de su jefe. Todos luchaban con denuedo. Pero las fuerzas ya les fallaban. El empuje del enemigo era imparable. Los astures resistían con valentía, pero sus efectivos cada vez eran menos. Ya sólo quedaban un par de docenas al lado del caudillo. Éste luchaba sin desfallecer. Los suyos, ante su valor, seguían resistiendo. Mas el número de romanos que los rodeaban era incalculable. Poco a poco fueron cayendo todos los astures que luchaban junto a Medulio. Él se defendía como un león acorralado. Sus golpes no cesaban. Finalmente, alguien logró herirlo con un hacha por la espalda. Medulio se dio la vuelta y de un solo tajo le seccionó la cabeza a su agresor. Todavía tuvo tiempo de herir o terminar con la vida de más de media docena de enemigos antes de que uno de ellos le atravesara el pecho con la espada. Medulio cayó al suelo aún con vida. Antes de expirar, todavía pudo ver cómo un general romano le atravesaba de nuevo el pecho con su espada. El caudillo de los astures exhaló un suspiro antes de rendir su alma.
Muerto Medulio, los pocos guerreros astures que aún quedaban se dieron muerte a sí mismos con sus propias espadas. Prefirieron la muerte antes que ser hechos prisioneros por los romanos. Éstos se apoderaron de todo el monte Medullius para hacer prisioneros o liquidar a cuantos allí hallaran. Registraron cueva por cueva y galería por galería. En la inmensa mayoría de ellas no hallaron más que cadáveres. Los ancianos, las mujeres y los niños habían elegido la muerte antes que convertirse en esclavos de los romanos. Su orgullo y su honor así se lo mandaban.
Publio Carisio exigió reconocer en persona a todas las mujeres y niñas capturadas. Sabía que en el monte Medullius se hallaban escondidas la esposa y la hija del caudillo. También sabía que ambas eran muy hermosas. Las quería como esclavas para sí. Las mujeres fueron pasando una a una ante sus ojos, pero no reconoció a las que buscaba en ninguna de ellas. Ordenó que registraran de nuevo todas las cuevas y galerías por si seguían escondidas en alguna de ellas. La búsqueda fue inútil. Entonces ordenó reconocer todos los cadáveres. Después de examinar a cientos de ellos, encontraron los cadáveres de dos mujeres adultas y una niña juntos. Publio Carisio comprendió que se trataba de las mujeres que buscaba. En un primer momento tuvo un arranque de rabia y quiso ultrajar aquellos cuerpos para vengarse de su enemigo. Luego, recapacitó y pensó que eso lo deshonraría, por lo que decidió que los recogieran y que, junto con el del caudillo astur, les dieran honrosa sepultura. Era lo menos que hubiera deseado para él si, en vez del vencedor, hubiera sido el vencido. Los soldados romanos cumplieron lo ordenado por su jefe y allí mismo enterraron a Medulio con su familia. La guerra contra los astures había llegado a su fin.

© Julio Noel


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