miércoles, 3 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 17



                                                                     17



           Rosa del Mar me esperaba apoyada en la verja de su jardín. Vestida toda de blanco, su figura se ofrecía a mis ojos esbelta e inmaculada.
Creí que te habías olvidado de mí —me dijo al aproximarme a ella.
¿Por qué?
¿Y aún lo preguntas? Hace dos días que no te dejas ver.
Bueno, es que…
No me vengas con excusas —me interrumpió.
No son disculpas, cariño. Es la verdad. ¿Recuerdas aquel andaluz de la pensión que sufrió un infarto hace una temporada?
Sí, recuerdo que me dijiste algo.
Ha muerto.
¡No me digas! —exclamó sorprendida.
Anteayer cuando llegué a la pensión lo estaban velando. Tuvo un nuevo infarto que lo fulminó en pocos minutos.
Lo siento.
Rosa del Mar había descendido hasta la carretera. Mis labios rozaron suavemente los suyos.
¿Adónde quieres que vayamos? —me preguntó con un leve susurro.
Adonde quieras.
Podemos pasear por aquí. ¿Te parece bien?
A mí estupendo.
Entrelazados nuestros brazos y asidos por la cintura iniciamos el paseo. La tarde era apacible. ¡Tarde dorada de septiembre! El sol se filtraba por entre las ramas de los árboles formando mil figuras en el suelo.
¿Te gusta esta época del año, Rosa?
Como cualquier otra.
¡No me digas que no te hace sentirte romántica!
Pues no. Para serte sincera te diré que prefiero la primavera al otoño. La primavera es para mí la época más bonita del año. En ella renace la naturaleza. Los árboles se visten de hojas. El campo se llena de flores. Deliciosos perfumes te embriagan por doquier.
Maravillosa, no te lo discuto. Pero a mí déjame con el otoño. Con esos días dorados de septiembre y octubre, cuando las hojas se tornan ocres. Cuando los árboles nos brindan sus deliciosos frutos. Cuando el sol ya no nos agobia con sus ardores.
Habíamos llegado al pequeño bosque de pinos. Entramos en él. La leve brisa mecía las ramas de los árboles. El rumor de las olas llegaba monótono hasta nuestros oídos. Rosa del Mar hizo ademán de detenerse.
Vamos un poco más adelante —insinué yo.
Si ya hemos llegado al final.
La dejé en el límite del bosque. Yo seguí avanzando hasta alcanzar la roca de superficie plana.
¡Raúl, no sigas que te puedes despeñar por esos precipicios!
Escuché sus gritos sin detenerme. Mis pies ya hollaban la roca. Permanecí varios minutos contemplando el bello panorama. Todo estaba como la primera vez. El mar, las olas, los escollos, el sifón… Luego regresé a donde me esperaba Rosa del Mar.
¡Loco, más que loco! Has podido caerte por ahí abajo.
¡Qué importa! Hay que amar el riesgo.
Pero no hasta ese punto.
No insistí. Había clavado en mí sus ojos esmeralda. Sus rojos labios se mostraban provocativos.
¡Estás encantadora!
Mis labios se fundieron con los suyos y mis brazos rodearon su adorable cuerpo.
Te quiero, Rosa.
También yo a ti.
—¿Por qué no bajamos ahora mismo hasta tu casa y hablamos con tu madre?
Porque lo estropearíamos todo. Te lo he dicho un montón de veces. Mamá no aprueba nuestras relaciones.
¡Ya! Por mis venas no corre sangre noble.
Enmudecimos unos instantes. Sólo se oía el zumbido de las olas.
¿Y qué podemos hacer ante esta situación?
Esperar.
¿Crees que tu madre cambiará de postura con el tiempo?
No creo.
Entonces, ¿qué adelantamos con esperar?
Que llegue a ser mayor de edad.
¿Y estás dispuesta a casarte conmigo contra la voluntad de tu madre?
Naturalmente.
Su respuesta me halagó en gran manera. No podía dudar de su amor por mí. Pero, ¿podría superar las trabas que le ponía su madre? ¡Faltaban tantos años…!
La tarde ya declinaba. Sin prisas nos íbamos acercando a su casa. Poco antes de llegar nos detuvimos.
—¿Crees que seríamos felices sin la aprobación de tu madre?
¿Qué te hace dudar de ello?
No lo sé.
Estábamos uno frente al otro. Nuestros ojos se miraban fijamente. Tenía una de sus manos entre las mías. La atraje hacia mí y deposité un beso en sus labios.
Eres muy bonita, Rosa. No quisiera perderte por nada del mundo.
No te pongas tan sentimental, Raúl. Nadie ha hablado de separarnos.
La brisa arrastró una hoja seca hasta nuestros pies. Era la hora del ocaso. Rosa del Mar hizo ademán de marcharse.
Vámonos.
¿Qué prisa tienes?
Yo ninguna. Pero mamá estará con el reloj en la mano.
Avanzamos unos pasos. El chalecito de sus padres apareció ante nuestros ojos.
¿Nos veremos mañana?
Desde luego.
Nuestros labios se rozaron en un fugaz beso de despedida. Rosa del Mar se encaminó hacia el portal de su casa. Desde el umbral me dirigió una última sonrisa. Después cerró la puerta tras de sí.
A la mañana siguiente me levanté muy temprano. Cuando llegué al Igueldo aún no había salido el sol. Me acerqué a la villa de Rosa del Mar. Todo estaba en silencio. Avancé hasta el mirador que da vista al mar y a gran parte de la ciudad.
El sol doraba ya la estatua del Sagrado Corazón. El murmullo de las olas llegaba monótono hasta mí mezclado con los cantos de los pajarillos. Todo lo demás estaba en silencio. Me dispuse a contemplar la salida del sol desde aquel rincón. ¡Sería maravilloso ver surgir el astro rey desde allí! Me recosté sobre el muro. La mañana era fresca. Pequeñas gotas de rocío cubrían las hojas de los árboles y las hierbas. Un jilguero desgranaba sus notas al aire. Dos gorriones saltaban de rama en rama. La brisa matutina acariciaba mi rostro.
Febo se asomaba por entre las montañas. Todo mi derredor se fue iluminando con sus rayos. Las hojas de la hiedra se estremecían al recibir las primeras caricias del sol. Pequeñas gotitas de rocío resbalaban por ellas hasta caer en el vacío. Otras quedaban detenidas en alguna hendidura de las hojas, hasta que el calor del sol las evaporaba. Era como un ritual que ofreciera la naturaleza a Apolo, que ya iniciaba su peregrinar por la bóveda celeste. De la ciudad y sus alrededores se elevaba una tenue cortina azulada. Era el rocío de la noche que se evaporaba.
Retorné a la carretera. Caminaba despacio. El frescor de la mañana hería suavemente mi rostro. Poco a poco me fui acercando a la villa de Rosa del Mar. Mi espíritu se deleitaba en la contemplación de la naturaleza.
Me detuve junto a la verja del jardín. Desde allí podía ver la parte frontal del chalet. Las celosías de las ventanas y balcones estaban abiertas. El movimiento de un visillo me hizo pensar que alguien me observaba. Imaginé que habría sido Rosa del Mar. Mi corazón latió con violencia y todo mi ser rezumaba alegría. Embargado por la emoción, osé subir al último peldaño de la escalerilla del jardín. Así estaría más cerca de mi adorada cuando saliera a recibirme.
La puerta se abrió, pero, ¡oh, desdicha mía!, de ella salió enfurecida la madre de Rosa del Mar. Poco después surgió un sordo alarido de mi garganta, al tiempo que de mis ojos se desprendía una especie de cortina que los había estado velando.


© Julio Noel 


No hay comentarios:

Publicar un comentario