17
Rosa
del Mar me esperaba apoyada en la verja de su jardín. Vestida toda
de blanco, su figura se ofrecía a mis ojos esbelta e inmaculada.
—Creí que te habías
olvidado de mí —me dijo al aproximarme a ella.
—¿Por qué?
—¿Y aún lo preguntas? Hace
dos días que no te dejas ver.
—Bueno, es que…
—No me vengas con excusas
—me interrumpió.
—No son disculpas, cariño.
Es la verdad. ¿Recuerdas aquel andaluz de la pensión que sufrió un
infarto hace una temporada?
—Sí, recuerdo que me
dijiste algo.
—Ha muerto.
—¡No me digas! —exclamó
sorprendida.
—Anteayer cuando llegué a
la pensión lo estaban velando. Tuvo un nuevo infarto que lo fulminó
en pocos minutos.
—Lo siento.
Rosa del Mar había descendido
hasta la carretera. Mis labios rozaron suavemente los suyos.
—¿Adónde quieres que
vayamos? —me preguntó con un leve susurro.
—Adonde quieras.
—Podemos pasear por aquí.
¿Te parece bien?
—A mí estupendo.
Entrelazados nuestros brazos y
asidos por la cintura iniciamos el paseo. La tarde era apacible.
¡Tarde dorada de septiembre! El sol se filtraba por entre las ramas
de los árboles formando mil figuras en el suelo.
—¿Te gusta esta época del
año, Rosa?
—Como cualquier otra.
—¡No me digas que no te
hace sentirte romántica!
—Pues no. Para serte sincera
te diré que prefiero la primavera al otoño. La primavera es para mí
la época más bonita del año. En ella renace la naturaleza. Los
árboles se visten de hojas. El campo se llena de flores. Deliciosos
perfumes te embriagan por doquier.
—Maravillosa, no te lo
discuto. Pero a mí déjame con el otoño. Con esos días dorados de
septiembre y octubre, cuando las hojas se tornan ocres. Cuando los
árboles nos brindan sus deliciosos frutos. Cuando el sol ya no nos
agobia con sus ardores.
Habíamos
llegado al pequeño bosque de pinos. Entramos en él. La leve brisa
mecía las ramas de los árboles. El rumor de las olas llegaba
monótono hasta nuestros oídos. Rosa del Mar hizo ademán de
detenerse.
—Vamos un poco más adelante
—insinué yo.
—Si ya hemos llegado al
final.
La dejé en el límite del
bosque. Yo seguí avanzando hasta alcanzar la roca de superficie
plana.
—¡Raúl, no sigas que te
puedes despeñar por esos precipicios!
Escuché sus gritos sin detenerme. Mis pies ya hollaban la roca.
Permanecí varios minutos contemplando el bello panorama. Todo estaba
como la primera vez. El mar, las olas, los escollos, el sifón…
Luego regresé a donde me esperaba Rosa del Mar.
—¡Loco, más que loco! Has
podido caerte por ahí abajo.
—¡Qué importa! Hay que
amar el riesgo.
—Pero no hasta ese punto.
No insistí. Había clavado en
mí sus ojos esmeralda. Sus rojos labios se mostraban provocativos.
—¡Estás encantadora!
Mis labios se fundieron con
los suyos y mis brazos rodearon su adorable cuerpo.
—Te quiero, Rosa.
—También yo a ti.
—¿Por
qué no bajamos ahora mismo hasta tu casa y hablamos con tu madre?
—Porque lo estropearíamos
todo. Te lo he dicho un montón de veces. Mamá no aprueba nuestras
relaciones.
—¡Ya! Por mis venas no
corre sangre noble.
Enmudecimos unos instantes.
Sólo se oía el zumbido de las olas.
—¿Y qué podemos hacer ante
esta situación?
—Esperar.
—¿Crees que tu madre
cambiará de postura con el tiempo?
—No creo.
—Entonces, ¿qué
adelantamos con esperar?
—Que llegue a ser mayor de
edad.
—¿Y estás dispuesta a
casarte conmigo contra la voluntad de tu madre?
—Naturalmente.
Su respuesta me halagó en
gran manera. No podía dudar de su amor por mí. Pero, ¿podría
superar las trabas que le ponía su madre? ¡Faltaban tantos años…!
La tarde ya declinaba. Sin
prisas nos íbamos acercando a su casa. Poco antes de llegar nos
detuvimos.
—¿Crees
que seríamos felices sin la aprobación de tu madre?
—¿Qué te hace dudar de
ello?
—No lo sé.
Estábamos uno frente al otro.
Nuestros ojos se miraban fijamente. Tenía una de sus manos entre las
mías. La atraje hacia mí y deposité un beso en sus labios.
—Eres muy bonita, Rosa. No
quisiera perderte por nada del mundo.
—No te pongas tan
sentimental, Raúl. Nadie ha hablado de separarnos.
La brisa arrastró una hoja
seca hasta nuestros pies. Era la hora del ocaso. Rosa del Mar hizo
ademán de marcharse.
—Vámonos.
—¿Qué prisa tienes?
—Yo ninguna. Pero mamá
estará con el reloj en la mano.
Avanzamos unos pasos. El
chalecito de sus padres apareció ante nuestros ojos.
—¿Nos veremos mañana?
—Desde luego.
Nuestros labios se rozaron en
un fugaz beso de despedida. Rosa del Mar se encaminó hacia el portal
de su casa. Desde el umbral me dirigió una última sonrisa. Después
cerró la puerta tras de sí.
A la mañana siguiente me
levanté muy temprano. Cuando llegué al Igueldo aún no había
salido el sol. Me acerqué a la villa de Rosa del Mar. Todo estaba en
silencio. Avancé hasta el mirador que da vista al mar y a gran parte
de la ciudad.
El sol doraba ya la estatua
del Sagrado Corazón. El murmullo de las olas llegaba monótono hasta
mí mezclado con los cantos de los pajarillos. Todo lo demás estaba
en silencio. Me dispuse a contemplar la salida del sol desde aquel
rincón. ¡Sería maravilloso ver surgir el astro rey desde allí! Me
recosté sobre el muro. La mañana era fresca. Pequeñas gotas de
rocío cubrían las hojas de los árboles y las hierbas. Un jilguero
desgranaba sus notas al aire. Dos gorriones saltaban de rama en rama.
La brisa matutina acariciaba mi rostro.
Febo se asomaba por entre las
montañas. Todo mi derredor se fue iluminando con sus rayos. Las
hojas de la hiedra se estremecían al recibir las primeras caricias
del sol. Pequeñas gotitas de rocío resbalaban por ellas hasta caer
en el vacío. Otras quedaban detenidas en alguna hendidura de las
hojas, hasta que el calor del sol las evaporaba. Era como un ritual
que ofreciera la naturaleza a Apolo, que ya iniciaba su peregrinar
por la bóveda celeste. De la ciudad y sus alrededores se elevaba una
tenue cortina azulada. Era el rocío de la noche que se evaporaba.
Retorné a la carretera.
Caminaba despacio. El frescor de la mañana hería suavemente mi
rostro. Poco a poco me fui acercando a la villa de Rosa del Mar. Mi
espíritu se deleitaba en la contemplación de la naturaleza.
Me
detuve junto a la verja del jardín. Desde allí podía ver la parte
frontal del chalet. Las celosías de las ventanas y balcones estaban
abiertas. El movimiento de un visillo me hizo pensar que alguien me
observaba. Imaginé que habría sido Rosa del Mar. Mi corazón latió
con violencia y todo mi ser rezumaba alegría. Embargado por la
emoción, osé subir al último peldaño de la escalerilla del
jardín. Así estaría más cerca de mi adorada cuando saliera a
recibirme.
La puerta se abrió, pero,
¡oh, desdicha mía!, de ella salió enfurecida la madre de Rosa del
Mar. Poco después surgió un sordo alarido de mi garganta, al tiempo
que de mis ojos se desprendía una especie de cortina que los había
estado velando.
© Julio Noel
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