jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 1





                                                                       1




Dos robustos jinetes cabalgaban a lomos de sendos caballos asturcones por aquella intrincada senda que discurría por la ladera del monte Medullius. Vestían sayos de lana y se cubrían con una larga capa negra. La melena, suelta, se esparcía a lo ancho de sus espaladas. Unos pasos más adelante cabalgaba sobre un hermoso asturcón un gigante de más de seis pies y medio de altura. La melena de un color castaño le caía a lo ancho de su enorme espalda. La barba de un color cobrizo era espesa y le ocultaba casi toda la cara. La frente era amplia y despejada. Bajo ella destacaban unos ojos azules, cuyas pupilas fulminaban como el rayo. Alrededor de su cuello lucía un magnífico torque de oro y otro más pequeño de cobre en su muñeca izquierda. En la derecha portaba un brazalete decorado, también de cobre. No cabía duda que se trataba del jefe de los dos jinetes que lo seguían dócilmente.
Los tres hombres vigilaban aquella parte de la montaña por ser la más expuesta a un posible ataque de los romanos. Pero Medulio no se conformaba con eso. Cada día inspeccionaba con sus hombres de confianza todo el contorno de la montaña. Su deber era proteger a su pueblo de un ataque inesperado de los romanos. Éstos habían rodeado todo el monte y estaban construyendo un foso, que completaría el que ya existía naturalmente.
Los astures habían levantado empalizadas en los lugares más accesibles para evitar cualquier posible ataque. También abrieron dos puertas, una al Norte y otra al Sur, para controlar el acceso. En ellas había centinelas permanentemente. Asimismo habían horadado la montaña con numerosas cuevas y galerías para refugiarse en ellas en caso de peligro.
¿Todo en orden? —preguntó Medulio al centinela que custodiaba la puerta sur.
Todo en orden, mi general —contestó el centinela cuadrándose ante su superior.
—No quiero ninguna sorpresa. Al menor indicio, das la voz de alarma.
—Sí, mi general.
Medulio continuó su ronda a lo largo y ancho de la montaña para cerciorarse de que todo estaba en su sitio. No quería ninguna sorpresa ni que se repitiera lo de Lancia. Esa montaña era su último reducto, por lo que tenían que hacerse fuertes ante el ataque del invasor. Si lograban reducirlos allí, todo se habría acabado. El caudillo de los astures evocó, como tantas otras veces, los momentos más importantes de su vida. Nunca se había perdonado el abandono de los suyos en la batalla de Lancia. Recordaba cómo habían sido rodeados por una centuria romana él y el grupo de guerreros astures que lo acompañaba. Los romanos casi los triplicaban, tanto es así que el grueso del ejército romano se olvidó de ellos por considerar que serían aniquilados por la centuria en muy poco tiempo. Medulio rememoraba que tanto él como sus guerreros iban armados hasta los dientes. Todos ellos portaban dardos, lanza, puñal, espada de antenas y hacha de doble filo, aparte de protegerse con los caetra. Los romanos los habían rodeado en forma de círculo para hostigarlos por todas partes, pero ellos se defendieron como leones. La batalla fue ardua y larga. En un principio los romanos llevaban todas las de ganar. Eran superiores en número y se conducían con una disciplina militar férrea. Pero los astures eran diestros en la improvisación y en el combate cuerpo a cuerpo. Su corpulencia, su agilidad y el hábil manejo de las armas hacían que se multiplicaran sus movimientos y sus golpes, mortales la mayor parte de las veces. Después de más de una hora de lucha, en pleno fragor de la batalla, el número de combatientes por ambos lados prácticamente se había nivelado. El centurión romano quiso pedir refuerzos al grueso de su ejército, pero éstos ya se habían alejado alguna milla del lugar de la batalla, por lo que le fue imposible comunicarse con ellos. Transcurridas más de dos horas, la victoria ya se decantaba a todas luces a favor de los astures, que no tardaron en liquidar a los pocos romanos que aún permanecían con vida. Finalizada la batalla, el campo quedó sembrado de cuerpos inertes, la mayoría de ellos romanos. Los astures supervivientes, apenas un par de docenas, exhaustos por la cruenta lucha, no sabían qué partido tomar. Medulio, el caudillo, quería reintegrarse inmediatamente a las filas de su ejército, el de los astures, pues por algo era su caudillo, su comandante en jefe. Su liderazgo y su honor así se lo pedían. Pero pronto sus compañeros, entre ellos Clouto, su lugarteniente y su mejor amigo, le hicieron ver que aquello era un suicidio.
El ejército romano era infinitamente superior a ellos. Para poder incorporarse al ejército astur había que atravesar las filas de aquéllos, lo que era imposible sin perecer todos en el intento. Por otra parte, atacar exteriormente a estas filas era ir en busca de una muerte segura, lo que nada positivo aportaba a las huestes astures. Poco a poco, convencido por todos sus guerreros, Medulio aceptó su decisión, que no era otra que alejarse lo más posible del campo de batalla, puesto que allí ya nada podían hacer. Optó por refugiarse en el monte Medullius. Atrás dejaba a los suyos como un cobarde, abocados a una muerte segura ante la apisonadora de aquel imponente ejército romano. Llevaba el corazón roto por el dolor, pero nada podía hacer ante la superioridad del enemigo. Por eso desde aquel momento decidió vengarse de ellos y no darles tregua en el resto de sus días. Ésa sería su revancha. Tomada la decisión, se pusieron en marcha lo más rápidamente posible, antes de que los romanos se percataran de lo ocurrido. Cuando éstos se quisieron dar cuenta de esta pequeña pero importante derrota, ya era demasiado tarde para tomar medidas y, aunque enviaron otra centuria para darles caza y exterminarlos, ya no lo lograron.
Medulio y sus leales guerreros cabalgaron sin descanso durante horas a lomos de sus asturcones hasta poner tierra de por medio entre ellos y sus enemigos. Después de recorrer unas treinta millas y echada la noche encima, decidieron darse un respiro en un soto rodeado de chopos, álamos, salgueros, alisos, abedules, paleras y un innumerable número de hierbas y plantas, aromáticas unas y medicinales otras. A unas cinco millas por encima de Bedunia, detuvieron su larga y apresurada marcha. El río Urbicus discurría por aquel tramo imponente y caudaloso, por lo que tendrían que buscar un vado para atravesarlo. A pesar de aquel remanso de tranquilidad y de que era noche cerrada, el reducido grupo de astures determinó reemprender la marcha para alejarse lo más posible de sus enemigos y refugiarse sin pérdida de tiempo en el monte Medullius. Cuando el astro rey desplegó sus dorados rayos en el lejano horizonte, Medulio y sus guerreros ya se encontraban a la altura de la futura Asturica Augusta. Su objetivo lo tenían más cerca, pero aún les faltaba toda la jornada para lograrlo.
Atravesaban la tierra de los amacos. Allí recogieron lo poco que les quedaba en el campamento del Tortus. Los pobladores que aún residían por la zona se unieron a sus filas. No tardaron en divisar hacia el poniente las cumbres del Tilenus, con nieves casi perpetuas. A medida que ascendían en altitud las tierras se empobrecían más y más. Apenas había vegetación: un chopo aquí, un castaño más allá, cuatro rebollos y algunas pequeñas manchas de escobas y urces más adelante. La pendiente se hacía cada vez más dura a medida que avanzaban. A su paso por el que con el tiempo daría lugar a Fons Sabbatonis pudieron contemplar en toda su magnificencia el monte Tilenus, que representaba el dios de la lucha entre aquellos pueblos, al que invocaban al comienzo de todas las batallas y rendían homenaje después de cada victoria. En lo más alto de la montaña, desde donde se contemplaba con más esplendor su inmensa mole, Medulio detuvo la marcha para invocar una oración al dios que tenían delante y pedirle la victoria sobre el pueblo invasor. El grupo de aguerridos guerreros se postró de hinojos en tierra durante unos minutos y con gran devoción oraron ante su protector. Luego continuaron la marcha.
Fueron dejando atrás aquellas imponentes moles pobladas de pinos, robles, urces y escobas, para atravesar estrechos valles y profundas gargantas, donde el agua cristalina saltaba de risco en risco y de piedra en piedra para formar profundos pozos y pequeñas cascadas en su curso. Los bosques de ribera poblaban sus orillas, lo que producía un profundo contraste con la vegetación de la montaña. A la altura de la futura Ponsferrata cruzaron el río Minium, nombre que recibió debido al color rojizo de sus aguas. Acababan de entrar en tierra de los gigurros, donde se encontraba ubicado el monte Medullius, meta de su viaje. Las extensas y fértiles vegas se extendían por doquier hasta las faldas de las lejanas montañas. Unas millas más abajo, siguiendo el curso del río, llegaron a las estribaciones de la montaña que buscaban. Medulio eligió un lugar a orillas del Minium, entre una espesa y abundante vegetación, para pasar allí la noche tanto hombres como cabalgaduras y reponer sus fuerzas. A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, se pusieron en marcha hacia la montaña que constituiría su próximo refugio. El enemigo no les daría mucha tregua para que pudieran descansar y restablecerse.
El monte Medullius tenía una superficie aproximada de unas ocho mil hectáreas. Estaba enteramente ubicado en territorio astur, concretamente en tierra de los gigurros. Por su parte occidental limitaba con los galaicos. Los gigurros limitaban a su vez con los lougueos al Norte y al Noroeste, con los susarros y amacos al Este, con los cabruagénigos al Sureste y con los iburros al Sur y Suroeste. Todos ellos ocupaban la parte más occidental del territorio astur.
El monte Medullius respondía íntegramente a las expectativas de Medulio. Era un lugar lo suficientemente extenso como para albergar a una buena parte de los astures supervivientes. Tenía una amplia extensión para dedicar a los cultivos y la ganadería. Además constituía una especie de fortaleza natural casi inexpugnable. Había algunas zonas de más fácil accesibilidad. En ellas haría construir empalizadas para obstruir el acceso de los romanos. Después de una concienzuda y detallada inspección, llegó a la conclusión de que era el lugar idóneo para refugiarse con su gente y hacer frente allí al enemigo. Y eso es lo que harían.
Elegido el lugar más idóneo para atrincherarse contra el enemigo, Medulio y sus hombres se dedicaron a recorrer los poblados y aldeas de la zona con el fin de reclutar todos los hombres aptos para la guerra y ordenar al resto de la población que lo abandonaran todo y se refugiaran en el monte Medullius. Hubo alguna resistencia por parte de los lugareños, pero no tardaron en comprender que el caudillo y sus guerreros les ofrecían la única opción que tenían. Después de recoger lo más imprescindible, junto con sus ganados, se encaminaron hacia la montaña sagrada. Medulio se llevó consigo a su madre, a su esposa y a su hija, una hermosa niña de unos diez años, de ojos azules, tez blanca como la nieve y una amplia melena de color castaño cobrizo que le caía a lo largo de su espalda. Su esbelta figura hacía de ella la imagen de una pequeña diosa. Por nada del mundo iba a dejarlas abandonadas a su suerte o a que cayeran en manos del enemigo.
—Elba, tenemos que marcharnos inmediatamente —le dijo Medulio con voz imponente a su esposa.
¿Por qué tenemos que irnos? ¿No estamos bien aquí? —le contestó ella.
Los romanos nos han derrotado en Lancia y no tardarán en seguir nuestros pasos para liquidarnos. No tenemos más alternativa que refugiarnos en el monte Medullius lo antes posible si queremos evitar una muerte segura. Es el único lugar que he encontrado apropiado para defendernos de ellos y hacernos fuertes.
¿Y tanta prisa corre?
Claro que corre prisa. Los romanos no tardarán en venir en nuestra búsqueda. Tenemos que reunir allí al mayor número posible de los nuestros y después tendremos que construir defensas en los lugares más accesibles. No hay tiempo que perder, así que recoge tus cosas y diles a Alda y a mi madre que nos vamos enseguida. El pastor que reúna los ganados y que se ponga en marcha inmediatamente. Diles a la sirvienta y a los criados que no se lleven nada más que lo que sea comestible y las herramientas que sirvan para trabajar. Todo lo demás es innecesario.
¿Pero cómo vamos a dejar aquí todo lo que tenemos? ¿Qué va a ser de ello?
¿Qué importa ahora eso? Lo fundamental es poner a salvo nuestras vidas.
Elba puso inmediatamente en ejecución lo que su marido le había ordenado. Junto con Alda y Genoveva no tardaron en abandonar el poblado en dirección al monte Medullius. Por el camino se fueron reuniendo con otras familias que se dirigían al mismo lugar.
Por su parte, Medulio y sus guerreros seguían reclutando hombres útiles para la guerra. Lograron reunir alrededor de diez mil. El caudillo no paraba de impartir órdenes por todas partes. Había que levantar empalizadas en los lugares de fácil acceso. Había que construir chozas para albergar a toda aquella gente. También tendrían que horadar cuevas a lo largo y ancho de la montaña para esconderse en ellas en un posible ataque. No había tiempo que perder, pues los romanos podían presentarse allí en cualquier momento y no podían sorprenderlos desprevenidos.
Clouto, tú te encargarás de organizar todas las cuadrillas de trabajo para llevar a cabo las obras que tenemos que hacer. Elige el equipo que consideres necesario y ponte manos a la obra inmediatamente. Cada minuto que pasa corre en contra nuestra. No escatimes medios ni recursos. Quiero que todas estas obras estén terminadas en menos de quince días, sobre todo las empalizadas, que deberían estar levantadas antes de una semana.
No te preocupes, Medulio. Eso está hecho. Cuenta conmigo.
Así lo espero, Clouto. Confío que no me falles, porque en ello nos va la vida. Ya sabes cómo se las gastan los romanos.
No hace falta que me lo recuerdes, Medulio. En mi memoria está grabada la batalla de Lancia, que no olvidaré jamás.
Deseo que así sea por el bien de todos.
A partir de aquel momento comenzó a desarrollarse una actividad febril a lo largo y ancho de toda la montaña. Clouto no cesaba de impartir órdenes a sus ayudantes, que éstos, a su vez, trasladaban a los grupos de trabajo. Unos se dedicaron a cortar gruesas ramas de roble para hacer las empalizadas. Otros las trasladaban donde había que hacer las defensas. Allí el grupo de hombres encargado de hacer la empalizada las cortaban a una medida de unos siete pies de largo. Luego las afilaban por uno de sus extremos, mientras introducían el otro en un hoyo excavado en la tierra. Una vez hecho esto, las entretejían entre sí. De esta suerte iban cerrando el acceso al enemigo. Otro grupo de hombres se dedicaba a construir chozas con ramas más delgadas y barro. Por aquí y por allá se veía cómo iban levantando los pequeños habitáculos humanos. Finalmente, en distintos puntos estratégicos de la montaña, varios grupos de hombres excavaban profundas e intrincadas cuevas para guarecerse en ellas. Medulio lo observaba todo desde uno de los puntos más elevados de la montaña. Estaba satisfecho de cómo avanzaban los trabajos y de todo lo conseguido hasta el momento. Miraba y remiraba la montaña una y otra vez y cuanto más lo hacía, más se reafirmaba en el acierto que había tenido al elegirla. Estaba rodeada por un profundo foso natural en su mayor parte, lo que la hacía prácticamente inexpugnable por allí. Por los pocos lugares de más fácil acceso ya tenían casi terminadas las empalizadas, que servirían para frenar un potencial ataque. No cabía duda. Allí podían hacer frente más fácilmente a los ataques de los romanos y opondrían mayor resistencia que en Lancia.
No bien hubieron terminado los trabajos de defensa y de atrincheramiento, cuando un centinela dio la voz de alarma. Por el Este y siguiendo el curso del Minius se aproximaba un gran ejército romano. Eran las tropas de Publio Carisio, que iban en pos de los astures que habían podido escapar de Lancia después de haber derrotado a esta ciudad y haber exterminado o hechos prisioneros a todos sus habitantes. Medulio corrió con celeridad al punto indicado para observar desde allí los movimientos de las tropas invasoras. Se trataba de cinco legiones completas formadas por unos treinta mil hombres. El grueso lo constituía la infantería, aunque también había algunos centenares de jinetes. El caudillo astur no se movió de aquel lugar hasta ver en qué paraba el avance de las tropas romanas. Después de varias horas de lenta y pesada marcha, observó cómo acampaban en una vasta vega al lado del Minius. Medulio montó guardia día y noche en el puesto de vigilancia para no perder un solo detalle de los movimientos de las tropas romanas. Pasados los primeros días de sorpresa, estaba desconcertado con la estrategia de los invasores. No entendía por qué no habían lanzado ya un ataque sobre ellos. Él era lo que hubiera hecho en su lugar. No obstante, los romanos parecían no tener prisa. Habían asentado sus reales en aquella vega y de allí no se movían. Transcurridos unos días, observó pequeños movimientos de tropas. Iban de un lugar para otro aparentemente sin ningún objetivo. Pronto advirtió que se fueron fraccionando en varios destacamentos, cada uno de los cuales tomó una dirección distinta. Medulio ordenó seguir el movimiento de cada uno de esos destacamentos desde la montaña. Quería saber qué se proponían.
Clouto, vete siguiendo a los que van hacia el mediodía. Quiero saber qué intenciones tienen.
Tú, Toreno, irás al lado opuesto, a la parte septentrional. No quiero ninguna sorpresa.
Los dos lugartenientes se pusieron en marcha inmediatamente para cumplir las órdenes recibidas de su jefe. No tardaron en saber qué se proponían los romanos. El destacamento que se dirigió hacia el Norte estaba construyendo puestos de vigilancia en los lugares más estratégicos que circundaban el monte Medullius. Los que se dirigieron hacia el Sur hacían otro tanto, pero además habían comenzado a excavar una enorme trinchera como continuación del foso natural que rodeaba la montaña. Medulio no tardó en darse cuenta que su propósito era sitiarlos allí. —Pues se van a equivocar—, pensaba. —Aquí tenemos agua y víveres para años. Si quieren jugar al ratón y al gato, jugaremos.
A lo largo de los días y meses siguientes, los astures vieron cómo su enemigo levantaba puestos de vigilancia y pequeños campamentos en todo el perímetro que rodeaba la montaña, a la vez que avanzaba sin pausa el enorme foso que excavaban por los lugares donde no existía el natural, para dar continuidad a éste. La enorme obra duró años, pero al final los romanos excavaron quince millas sin que obstáculo alguno interrumpiera su avance. Vaciaron pequeños montículos, rellenaron barrancos y tallaron incluso las rocas que se encontraron a su paso sin que nada los detuviera. Construyeron asimismo una red de calzadas que circundaban el monte Medullius. Éstas les permitirían desplazar a sus tropas con rapidez en el caso de que los astures lograran romper el asedio.
Mientras tanto los astures se habían aclimatado a la montaña como si fuera su hogar natural. Pastoreaban los rebaños, cultivaban pequeños huertos, conmemoraban las fiestas tradicionales y rendían culto a sus dioses como habían hecho siempre, pero sin abandonar nunca la vigilancia de los romanos ni el entrenamiento para la guerra. Los niños, que eran los que se ocupaban fundamentalmente del pastoreo, jugaban y correteaban sin parar por los verdes prados. Incluso, en su inocencia, se permitían el lujo de jugar a la guerra, pues para ellos no significaba más que un pasatiempo. El cultivo de los huertos estaba a cargo de las mujeres. Ellas eran las que se cuidaban de las cosas materiales del hogar y del bienestar de toda la familia. Los hombres, por su parte, se ocupaban de la vigilancia de la montaña y del entrenamiento continuo para la guerra. Medulio dirigía personalmente muchos de estos entrenamientos y no permitía la más mínima relajación a sus hombres. Todos debían permanecer en plenas facultades físicas y mentales para la lucha.
El lugar donde se había establecido Medulio con su familia y sus allegados era una especie de paraíso. La choza que habían construido como hogar estaba emplazada en un maravilloso valle al lado de un riachuelo. El valle estaba poblado por frondosos árboles, sobre todo nogales y castaños, además de los típicos árboles de ribera, como chopos, álamos, fresnos, salgueros, avellanos y un sinfín de plantas y arbustos. Los verdes prados se extendían por todas partes donde pastaban tranquilamente las vacas y las caballerías. Infinidad de flores de distintos colores inundaban todo el valle en primavera. Alda y Elba eran felices en aquel paraíso, en el que habían llegado a olvidar que estaban en guerra.
¿Cómo ha ido el día hoy? —preguntó Elba a su marido cuando lo vio entrar por la puerta de la choza.
Como de costumbre —contestó él—. Con mucho trabajo y algún que otro hombre que quiere eludir el entrenamiento. Uno se queja que le duele un brazo, otro la pierna, el de más allá que no se encuentra muy bien. Excusas. Todo son excusas para no hacer la instrucción. Menos mal que son pocos, de lo contrario, no habría quien levantara la moral del grupo. Siempre tiene que haber alguna oveja negra. Pero conmigo no les valen esas tretas. A los que me vienen con cuentos de esos les obligo a hacer el doble de ejercicios que a los demás. Así no les quedan ganas de volver a quejarse. No puedo permitir que los hombres se relajen. Ahí abajo tenemos un ejército de romanos con ganas de aplastarnos y no dudarán en hacerlo si les damos la menor oportunidad. Hay que estar vigilantes y en forma en todo momento. ¿Y por aquí cómo van las cosas?
Pues bien. Hoy parió la novilla y trajo un ternero muy guapo.
Me alegro. Así de aquí a unos meses tendremos carne fresca, que buena falta nos hace. Ya no recuerdo cuándo la comí por última vez.
¡Qué poca memoria tienes! No hace tanto que matamos un cordero. ¿Ya no te acuerdas?
¿Y para qué da un cordero, si en dos sentadas se come? —protestó Medulio que no se veía saciado en la mesa—. Al menos con un ternero tienes carne para un mes.
¡Anda, anda, que no piensas más que en comer! —le reconvino su esposa—. Te comerías un cordero tú solo en una sentada y no quedarías satisfecho.
Pues no lo digas en broma, que por una apuesta sería capaz de comérmelo.
¡Bueno, bueno! ¡Ya sales con tus bravuconadas! Vamos a dejarlo así.
Sí. Mejor será. Y Alda, ¿dónde está?
Hace un momento estaba ahí fuera, a la sombra del castaño. Supongo que seguirá ahí. ¿Quieres que la llame?
No, no. Déjala. Era sólo que quería saber dónde estaba.
En esos momentos aparecía la hija en el umbral de la choza. Con los brazos extendidos echó a correr hacia su padre.
¡Padre, padre!
¡Hija! ¿Cómo estás?
Alda se echó en brazos de su padre, que la estrechaba contra su pecho. La hija adoraba a su padre y esa adoración era recíproca. Por las níveas mejillas de la niña resbalaron dos lágrimas.
No llores, hija, que mancillas tu rostro virginal. ¡Eres tan hermosa y te pareces tanto a tu madre! —al decir estas palabras depositó un beso paternal en su frente. Luego, la dejó con suavidad en el suelo para sentarse en el banco que había junto al hogar—. Sois lo único que tengo y no permitiré que os hagan daño. Antes la muerte que os toquen un cabello. Os prometo en este solemne momento que no sufriréis ni seréis torturadas. Ésos que están ahí abajo vigilando todos nuestros pasos, que se las dan de tan cultos y refinados, no tienen duelo ni consideración con los vencidos y no dudan en torturarlos y vejarlos antes de darles una muerte horrible. Pero yo estaré siempre a vuestro lado para que eso no ocurra, sobre todo en los momentos difíciles.
Madre e hija se quedaron anonadas y sin habla ante aquellas palabras de su marido y padre. Presentían que algo terrorífico se avecinaba. Al fin Elba se atrevió a preguntar:
Pero, ¿hay alguna novedad?
Por ahora no —contestó Medulio—. Pero no os quepa la menor duda que más pronto o más tarde la habrá. Los romanos no se irán de ahí con las manos vacías. Han venido por nosotros y no se irán sin intentar algo. Es cierto que mientras no nos ataquen, estamos a salvo. Ellos creen que con el tiempo tendremos que salir, pero cuando vean que no lo hacemos, intentarán atacarnos aquí. Por cierto, nosotros no vamos a dar el primer paso, pero tarde o temprano lo darán ellos.
Los dioses no lo quieran —comentó Elba.
Los dioses tal vez no lo quieran, pero los romanos sí lo querrán, así que no podemos bajar la guardia y tenemos que estar preparados en todo momento. Y de hecho lo estamos. Si quieren pueden atacarnos, pero os aseguro que no van a salir bien parados. Nuestros hombres están bien entrenados y tienen la moral muy alta. Están dispuestos a todo para defender nuestro territorio y a nuestra gente. Y ahora no os preocupéis. Vamos a cenar algo y a descansar, que mañana es otro día de arduo trabajo. A todo esto, ¿dónde está mi madre?
Tu madre hace rato que se fue a buscar unas hierbas. No creo que tarde en venir.
¡Mi madre siempre con sus hierbas! Bueno, cuando llegue ya cenará.
La familia se reunió alrededor del hogar para reponer las fuerzas gastadas después de un largo día de trabajo. Luego se acostarían en el lecho para conciliar un sueño reparador. Medulio no tardó en sumirse en sus pensamientos y recuerdos. Le había dado muchas vueltas en su cabeza a la guerra de los romanos, a su afán de conquista. Mucho antes de conquistar aquel último reducto, la tierra de los cántabros y de los astures, ya habían conquistado el resto de la Península, a la que ellos denominaron Hispania. Ya antes de la guerra contra ellos tenía alguna vaga referencia sobre los cambios que los romanos introducían en las nuevos territorios conquistados. Él no les había dado mucha importancia, porque a ellos no les afectaban esos cambios. Pero ahora era diferente, ahora sí que les afectaban. A sus oídos había llegado la noticia del afán sin límites que los romanos tenían por explotar los recursos mineros de su territorio, en especial aquel hermoso metal amarillo que los invasores denominaban aurum y que tanto abundaba en aquellas tierras. Ellos lo utilizaban como moneda de cambio para comerciar con los pueblos del Norte, que llegaban por mar a las costas del otro lado de la cordillera, y con otros que procedían del sur de Hispania. También lo empleaban para hacer torques y otros tipos de joyas, aunque en pequeñas cantidades.
Comentaban que el pueblo romano era mucho más culto que el de los astures. Tenían unos hábitos y unas costumbres muy refinadas, en contraposición con los toscos hábitos de los nativos. Se bañaban con frecuencia, se rasuraban la barba, se cortaban el cabello, vestían ropas finas y elegantes de seda, se perfumaban y sus hábitos en la mesa eran pulidos y muy refinados. Muchos de ellos sabían leer y escribir, y portaban una cultura de la que los astures jamás habían oído hablar y un patrimonio inmaterial inmenso. Tenían grandes conocimientos de ingeniería, tanto de minas, como de canales, puertos y caminos. Poseían conocimientos de Filosofía y de otras ramas del saber, como Medicina, Física, Matemáticas, Lengua, etc. y eran grandes amantes de la Música, las Artes y la Poesía. Poco a poco estaban introduciendo su cultura en el pueblo conquistado y ya eran muy pocos los nativos que hablaban exclusivamente la lengua de sus antepasados. La mayor parte empleaba una mezcla de la lengua nativa y el latín, que era la lengua de los dominadores. Pero todo esto a Medulio no le importaba. Más bien se podía decir que le molestaba. Él no necesitaba cortarse el pelo ni rasurarse la barba ni tampoco utilizar aquella nueva jerga que les estaban imponiendo los romanos. Tampoco necesitaba leer ni escribir. Ni sus padres ni sus abuelos ni sus bisabuelos ni todos sus antepasados, que se perdían en la noche de los tiempos, habían necesitado esos conocimientos y, sin embargo, habían vivido felizmente. ¿Para qué los necesitaba entonces él? Además, a cambio de eso estaban perdiendo su idiosincrasia, su identidad, su modus vivendi, su autonomía, su libertad. ¿Merecía la pena el cambio? Medulio no necesitaba contestar a esa pregunta. Sabía que la respuesta era negativa. Ellos tenían sus dioses, sus mitos, su folklore, sus costumbres con las que habían vivido felices muchas generaciones y no necesitaban que vinieran otros de fuera a privarlos de ellas y a imponerles las suyas propias. Él quería seguir siendo como era.
También había oído decir que los pocos hispanos que habían sobrevivido a las guerras habían sido hechos prisioneros y convertidos en esclavos la mayor parte de ellos. Hasta muchas mujeres y niños habían sido apresados y convertidos en esclavos a medida que iban tomando sus poblados. Sólo habían dejado libres a los ancianos, los enfermos y los que habían considerado inútiles para los trabajos manuales, aparte de aquellos que les interesaban que continuaran cultivando la agricultura y la ganadería para que abastecieran los mercados, así como los que desempeñaban oficios relacionados con la minería. ¿Cómo podía estar, pues, de acuerdo con ellos y su política? De ninguna de las maneras. Se trataba de un pueblo dominador, que había venido a explotar al pueblo dominado. No se podía esperar nada bueno de él, sino todo lo contrario, como así estaba pasando. El pueblo vencido sólo podía recibir del vencedor su humillación y su desprecio.


© Julio Noel 


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