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Dos robustos jinetes
cabalgaban a lomos de sendos caballos asturcones por aquella
intrincada senda que discurría por la ladera del monte Medullius.
Vestían sayos de lana y se cubrían con una larga capa negra. La
melena, suelta, se esparcía a lo ancho de sus espaladas. Unos pasos
más adelante cabalgaba sobre un hermoso asturcón un gigante de más
de seis pies y medio de altura. La melena de un color castaño le
caía a lo ancho de su enorme espalda. La barba de un color cobrizo
era espesa y le ocultaba casi toda la cara. La frente era amplia y
despejada. Bajo ella destacaban unos ojos azules, cuyas pupilas
fulminaban como el rayo. Alrededor de su cuello lucía un magnífico
torque
de oro y otro más pequeño de cobre en su muñeca izquierda. En la
derecha portaba un brazalete decorado, también de cobre. No cabía
duda que se trataba del jefe de los dos jinetes que lo seguían
dócilmente.
Los tres hombres vigilaban
aquella parte de la montaña por ser la más expuesta a un posible
ataque de los romanos. Pero Medulio no se conformaba con eso. Cada
día inspeccionaba con sus hombres de confianza todo el contorno de
la montaña. Su deber era proteger a su pueblo de un ataque
inesperado de los romanos. Éstos habían rodeado todo el monte y
estaban construyendo un foso, que completaría el que ya existía
naturalmente.
Los astures habían levantado
empalizadas en los lugares más accesibles para evitar cualquier
posible ataque. También abrieron dos puertas, una al Norte y otra al
Sur, para controlar el acceso. En ellas había centinelas
permanentemente. Asimismo habían horadado la montaña con numerosas
cuevas y galerías para refugiarse en ellas en caso de peligro.
—¿Todo en orden? —preguntó
Medulio al centinela que custodiaba la puerta sur.
—Todo en orden, mi general
—contestó el centinela cuadrándose ante su superior.
—No
quiero ninguna sorpresa. Al menor indicio, das la voz de alarma.
—Sí,
mi general.
Medulio
continuó su ronda a lo largo y ancho de la montaña para cerciorarse
de que todo estaba en su sitio. No quería ninguna sorpresa ni que se
repitiera lo de
Lancia. Esa montaña
era su último reducto, por lo que tenían que hacerse fuertes ante
el ataque del invasor. Si lograban reducirlos allí, todo se habría
acabado. El caudillo de los astures evocó, como tantas otras veces,
los momentos más importantes de su vida. Nunca se había perdonado
el abandono de los suyos en la batalla de Lancia.
Recordaba cómo habían sido rodeados por una centuria romana él y
el grupo de guerreros astures que lo acompañaba. Los romanos casi
los triplicaban, tanto es así que el grueso del ejército romano se
olvidó de ellos por considerar que serían aniquilados por la
centuria en muy poco tiempo. Medulio rememoraba que tanto él como
sus guerreros iban armados hasta los dientes. Todos ellos portaban
dardos, lanza, puñal, espada de antenas y hacha de doble filo,
aparte de protegerse con los caetra.
Los romanos los
habían rodeado en forma de círculo para hostigarlos por todas
partes, pero ellos se defendieron como leones. La batalla fue ardua y
larga. En un principio los romanos llevaban todas las de ganar. Eran
superiores en número y se conducían con una disciplina militar
férrea. Pero los astures eran diestros en la improvisación y en el
combate cuerpo a cuerpo. Su corpulencia, su agilidad y el hábil
manejo de las armas hacían que se multiplicaran sus movimientos y
sus golpes, mortales la mayor parte de las veces. Después de más de
una hora de lucha, en pleno fragor de la batalla, el número de
combatientes por ambos lados prácticamente se había nivelado. El
centurión romano quiso pedir refuerzos al grueso de su ejército,
pero éstos ya se habían alejado alguna milla del lugar de la
batalla, por lo que le fue imposible comunicarse con ellos.
Transcurridas más de dos horas, la victoria ya se decantaba a todas
luces a favor de los astures, que no tardaron en liquidar a los pocos
romanos que aún permanecían con vida. Finalizada la batalla, el
campo quedó sembrado de cuerpos inertes, la mayoría de ellos
romanos. Los astures supervivientes, apenas un par de docenas,
exhaustos por la cruenta lucha, no sabían qué partido tomar.
Medulio, el caudillo, quería reintegrarse inmediatamente a las filas
de su ejército, el de los astures, pues por algo era su caudillo, su
comandante en jefe. Su liderazgo y su honor así se lo pedían. Pero
pronto sus compañeros, entre ellos Clouto, su lugarteniente y su
mejor amigo, le hicieron ver que aquello era un suicidio.
El
ejército romano era infinitamente superior a ellos. Para poder
incorporarse al ejército astur había que atravesar las filas de
aquéllos, lo que era imposible sin perecer todos en el intento. Por
otra parte, atacar exteriormente a estas filas era ir en busca de una
muerte segura, lo que nada positivo aportaba a las huestes astures.
Poco a poco, convencido por todos sus guerreros, Medulio aceptó su
decisión, que no era otra que alejarse lo más posible del campo de
batalla, puesto que allí ya nada podían hacer. Optó por refugiarse
en el monte Medullius.
Atrás dejaba a los suyos como un cobarde, abocados a una muerte
segura ante la apisonadora de aquel imponente ejército romano.
Llevaba el corazón roto por el dolor, pero nada podía hacer ante la
superioridad del enemigo. Por eso desde aquel momento decidió
vengarse de ellos y no darles tregua en el resto de sus días. Ésa
sería su revancha. Tomada la decisión, se pusieron en marcha lo más
rápidamente posible, antes de que los romanos se percataran de lo
ocurrido. Cuando éstos se quisieron dar cuenta de esta pequeña pero
importante derrota, ya era demasiado tarde para tomar medidas y,
aunque enviaron otra centuria para darles caza y exterminarlos, ya no
lo lograron.
Medulio y sus leales guerreros
cabalgaron sin descanso durante horas a lomos de sus asturcones hasta
poner tierra de por medio entre ellos y sus enemigos. Después de
recorrer unas treinta millas y echada la noche encima, decidieron
darse un respiro en un soto rodeado de chopos, álamos, salgueros,
alisos, abedules, paleras
y un innumerable número de hierbas y plantas, aromáticas unas
y medicinales
otras. A unas cinco millas por encima de Bedunia,
detuvieron su larga
y apresurada marcha. El río Urbicus
discurría por aquel tramo imponente y caudaloso, por lo que tendrían
que buscar un vado para atravesarlo. A pesar de aquel remanso de
tranquilidad y de que era noche cerrada, el reducido grupo de astures
determinó reemprender la marcha para alejarse lo más posible de sus
enemigos y refugiarse sin pérdida de tiempo en el monte Medullius.
Cuando el astro rey desplegó sus dorados rayos en el lejano
horizonte, Medulio y sus guerreros ya se encontraban a la altura de
la futura Asturica
Augusta. Su
objetivo lo tenían más cerca, pero aún les faltaba toda la jornada
para lograrlo.
Atravesaban
la tierra de los amacos. Allí recogieron lo poco que les quedaba en
el campamento del Tortus.
Los pobladores que aún residían por la zona se unieron a sus filas.
No tardaron en divisar hacia el poniente las cumbres del Tilenus,
con nieves casi
perpetuas. A medida que ascendían en altitud las tierras se
empobrecían más y más. Apenas había vegetación: un chopo aquí,
un castaño más allá, cuatro rebollos y algunas pequeñas
manchas de escobas y urces
más adelante. La pendiente se hacía cada vez más dura a medida que
avanzaban. A su paso por el que con el tiempo daría lugar a Fons
Sabbatonis pudieron
contemplar en toda su magnificencia el monte Tilenus,
que representaba el
dios de la lucha entre aquellos pueblos, al que invocaban al comienzo
de todas las batallas y rendían homenaje después de cada victoria.
En lo más alto de la montaña, desde donde se contemplaba con más
esplendor su inmensa mole, Medulio detuvo la marcha para invocar una
oración al dios que tenían delante y pedirle la victoria sobre el
pueblo invasor. El grupo de aguerridos guerreros se postró de
hinojos en tierra durante unos minutos y con gran devoción oraron
ante su protector. Luego continuaron la marcha.
Fueron
dejando atrás aquellas imponentes moles pobladas de pinos, robles,
urces
y escobas, para atravesar estrechos valles y profundas gargantas,
donde el agua cristalina saltaba de risco en risco y de piedra en
piedra para formar profundos pozos y pequeñas cascadas en su curso.
Los bosques de ribera poblaban sus orillas, lo que producía un
profundo contraste con la vegetación de la montaña. A la altura de
la futura Ponsferrata
cruzaron el río
Minium, nombre
que recibió debido al color rojizo de sus aguas. Acababan de entrar
en tierra de los gigurros, donde se encontraba ubicado el monte
Medullius, meta
de su viaje. Las extensas y fértiles vegas se extendían por doquier
hasta las faldas de las lejanas montañas. Unas millas más abajo,
siguiendo el curso del río, llegaron a las estribaciones de la
montaña que buscaban. Medulio eligió un lugar a orillas del Minium,
entre una espesa y
abundante vegetación, para pasar allí la noche tanto hombres como
cabalgaduras y reponer sus fuerzas. A la mañana siguiente, con las
primeras luces del alba, se pusieron en marcha hacia la montaña que
constituiría su próximo refugio. El enemigo no les daría mucha
tregua para que pudieran descansar y restablecerse.
El monte Medullius
tenía una
superficie aproximada de unas ocho mil hectáreas. Estaba enteramente
ubicado en territorio astur, concretamente en tierra de los gigurros.
Por su parte occidental limitaba con los galaicos. Los gigurros
limitaban a su vez con los lougueos al Norte y al Noroeste, con los
susarros y amacos al Este, con los cabruagénigos al Sureste y con
los iburros al Sur y Suroeste. Todos ellos ocupaban la parte más
occidental del territorio astur.
El monte Medullius
respondía
íntegramente a las expectativas de Medulio. Era un lugar lo
suficientemente extenso como para albergar a una buena parte de los
astures supervivientes. Tenía una amplia extensión para dedicar a
los cultivos y la ganadería. Además constituía una especie de
fortaleza natural casi inexpugnable. Había algunas zonas de más
fácil accesibilidad. En ellas haría construir empalizadas para
obstruir el acceso de los romanos. Después de una concienzuda y
detallada inspección, llegó a la conclusión de que era el lugar
idóneo para refugiarse con su gente y hacer frente allí al enemigo.
Y eso es lo que harían.
Elegido el lugar más idóneo
para atrincherarse contra el enemigo, Medulio y sus hombres se
dedicaron a recorrer los poblados y aldeas de la zona con el fin de
reclutar todos los hombres aptos para la guerra y ordenar al resto de
la población que lo abandonaran todo y se refugiaran en el monte
Medullius. Hubo
alguna resistencia por parte de los lugareños, pero no tardaron en
comprender que el caudillo y sus guerreros les ofrecían la única
opción que tenían. Después de recoger lo más imprescindible,
junto con sus ganados, se encaminaron hacia la montaña sagrada.
Medulio se llevó consigo a su madre, a su esposa y a su hija, una
hermosa niña de unos diez años, de ojos azules, tez blanca
como la nieve y una amplia melena de color castaño cobrizo que le
caía a lo largo de su espalda. Su esbelta figura hacía de ella la
imagen de una pequeña diosa. Por nada del mundo iba a dejarlas
abandonadas a su suerte o a que cayeran en manos del enemigo.
—Elba,
tenemos que marcharnos inmediatamente —le dijo Medulio con voz
imponente a su esposa.
—¿Por qué tenemos que
irnos? ¿No estamos bien aquí? —le contestó ella.
—Los romanos nos han
derrotado en Lancia
y no tardarán en seguir nuestros pasos para liquidarnos. No tenemos
más alternativa que refugiarnos en el monte Medullius
lo antes posible si
queremos evitar una muerte segura. Es el único lugar que he
encontrado apropiado para defendernos de ellos y hacernos fuertes.
—¿Y tanta prisa corre?
—Claro que corre prisa. Los
romanos no tardarán en venir en nuestra búsqueda. Tenemos que
reunir allí al mayor número posible de los nuestros y después
tendremos que construir defensas en los lugares más accesibles. No
hay tiempo que perder, así que recoge tus cosas y diles a Alda y a
mi madre que nos vamos enseguida. El pastor que reúna los ganados y
que se ponga en marcha inmediatamente. Diles a la sirvienta y a los
criados que no se lleven nada más que lo que sea comestible y las
herramientas que sirvan para trabajar. Todo lo demás es innecesario.
—¿Pero cómo vamos a dejar
aquí todo lo que tenemos? ¿Qué va a ser de ello?
—¿Qué importa ahora eso?
Lo fundamental es poner a salvo nuestras vidas.
Elba puso inmediatamente en
ejecución lo que su marido le había ordenado. Junto con Alda y
Genoveva no tardaron en abandonar el poblado en dirección al monte
Medullius. Por
el camino se fueron reuniendo con otras familias que se dirigían al
mismo lugar.
Por su parte, Medulio y sus
guerreros seguían reclutando hombres útiles para la guerra.
Lograron reunir alrededor de diez mil.
El caudillo no
paraba de impartir órdenes por todas partes. Había que levantar
empalizadas en los lugares de fácil acceso. Había que construir
chozas para albergar a toda aquella gente. También tendrían que
horadar cuevas a lo largo y ancho de la montaña para esconderse en
ellas en un posible ataque. No había tiempo que perder, pues los
romanos podían presentarse allí en cualquier momento y no podían
sorprenderlos desprevenidos.
—Clouto, tú te encargarás
de organizar todas las cuadrillas de trabajo para llevar a cabo las
obras que tenemos que hacer. Elige el equipo que consideres necesario
y ponte manos a la obra inmediatamente. Cada minuto que pasa corre en
contra nuestra. No escatimes medios ni recursos. Quiero que todas
estas obras estén terminadas en menos de quince días, sobre todo
las empalizadas, que deberían estar levantadas antes de una semana.
—No te preocupes, Medulio.
Eso está hecho. Cuenta conmigo.
—Así lo espero, Clouto.
Confío que no me falles, porque en ello nos va la vida. Ya sabes
cómo se las gastan los romanos.
—No hace falta que me lo
recuerdes, Medulio. En mi memoria está grabada la batalla de Lancia,
que no olvidaré jamás.
—Deseo que así sea por el
bien de todos.
A partir de aquel momento
comenzó a desarrollarse una actividad febril a lo largo y ancho de
toda la montaña. Clouto no cesaba de impartir órdenes a sus
ayudantes, que éstos, a su vez, trasladaban a los grupos de trabajo.
Unos se dedicaron a cortar gruesas ramas de roble para hacer las
empalizadas. Otros las trasladaban donde había que hacer las
defensas. Allí el grupo de hombres encargado de hacer la empalizada
las cortaban a una medida de unos siete pies de largo. Luego las
afilaban por uno de sus extremos, mientras introducían el otro en un
hoyo excavado en la tierra. Una vez hecho esto, las entretejían
entre sí. De esta suerte iban cerrando el acceso al enemigo. Otro
grupo de hombres se dedicaba a construir chozas con ramas más
delgadas y barro. Por aquí y por allá se veía cómo iban
levantando los pequeños habitáculos humanos. Finalmente, en
distintos puntos estratégicos de la montaña, varios grupos de
hombres excavaban profundas e intrincadas cuevas para guarecerse en
ellas. Medulio lo observaba todo desde uno de los puntos más
elevados de la montaña. Estaba satisfecho de cómo avanzaban los
trabajos y de todo lo conseguido hasta el momento. Miraba y remiraba
la montaña una y otra vez y cuanto más lo hacía, más se
reafirmaba en el acierto que había tenido al elegirla. Estaba
rodeada por un profundo foso natural en su mayor parte, lo que la
hacía prácticamente inexpugnable por allí. Por los pocos lugares
de más fácil acceso ya tenían casi terminadas las empalizadas, que
servirían para frenar un potencial ataque. No cabía duda. Allí
podían hacer frente más fácilmente a los ataques de los romanos y
opondrían mayor resistencia que en Lancia.
No bien hubieron terminado los
trabajos de defensa y de atrincheramiento, cuando un centinela dio la
voz de alarma. Por el Este y siguiendo el curso del Minius
se aproximaba un
gran ejército romano. Eran las tropas de Publio Carisio, que iban en
pos de los astures que habían podido escapar de Lancia después de
haber derrotado a esta ciudad y haber exterminado o hechos
prisioneros a todos sus habitantes. Medulio corrió con celeridad al
punto indicado para observar desde allí los movimientos de las
tropas invasoras. Se trataba de cinco legiones completas formadas por
unos treinta mil hombres. El grueso lo constituía la infantería,
aunque también había algunos centenares de jinetes. El caudillo
astur no se movió de aquel lugar hasta ver en qué paraba el avance
de las tropas romanas. Después de varias horas de lenta y pesada
marcha, observó cómo acampaban en una vasta vega al lado del
Minius. Medulio
montó guardia día y noche en el puesto de vigilancia para no perder
un solo detalle de los movimientos de las tropas romanas. Pasados los
primeros días de sorpresa, estaba desconcertado con la estrategia de
los invasores. No entendía por qué no habían lanzado ya un ataque
sobre ellos. Él era lo que hubiera hecho en su lugar. No obstante,
los romanos parecían no tener prisa. Habían asentado sus reales en
aquella vega y de allí no se movían. Transcurridos unos días,
observó pequeños movimientos de tropas. Iban de un lugar para otro
aparentemente sin ningún objetivo. Pronto advirtió que se fueron
fraccionando en varios destacamentos, cada uno de los cuales tomó
una dirección distinta. Medulio ordenó seguir el movimiento de cada
uno de esos destacamentos desde la montaña. Quería saber qué se
proponían.
—Clouto, vete siguiendo a
los que van hacia el mediodía. Quiero saber qué intenciones tienen.
—Tú, Toreno, irás al lado
opuesto, a la parte septentrional. No quiero ninguna sorpresa.
Los dos lugartenientes se
pusieron en marcha inmediatamente para cumplir las órdenes recibidas
de su jefe. No tardaron en saber qué se proponían los romanos. El
destacamento que se dirigió hacia el Norte estaba construyendo
puestos de vigilancia en los lugares más estratégicos que
circundaban el monte Medullius.
Los que se
dirigieron hacia el Sur hacían otro tanto, pero además habían
comenzado a excavar una enorme trinchera como continuación del foso
natural que rodeaba la montaña. Medulio no tardó en darse cuenta
que su propósito era sitiarlos allí. —Pues se van a equivocar—,
pensaba. —Aquí tenemos agua y víveres para años. Si quieren
jugar al ratón y al gato, jugaremos.
A lo largo de los días y
meses siguientes, los astures vieron cómo su enemigo levantaba
puestos de vigilancia y pequeños campamentos en todo el perímetro
que rodeaba la montaña, a la vez que avanzaba sin pausa el enorme
foso que excavaban por los lugares donde no existía el natural,
para dar continuidad a éste. La enorme obra duró años, pero al
final los romanos excavaron quince millas sin que obstáculo alguno
interrumpiera su avance. Vaciaron pequeños montículos, rellenaron
barrancos y tallaron incluso las rocas que se encontraron a su paso
sin que nada los detuviera. Construyeron asimismo una red de calzadas
que circundaban el monte Medullius.
Éstas les
permitirían desplazar a sus tropas con rapidez en el caso de que los
astures lograran romper el asedio.
Mientras tanto los astures se
habían aclimatado a la montaña como si fuera su hogar natural.
Pastoreaban los rebaños, cultivaban pequeños huertos, conmemoraban
las fiestas tradicionales y rendían culto a sus dioses como habían
hecho siempre, pero sin abandonar nunca la vigilancia de los romanos
ni el entrenamiento para la guerra. Los niños, que eran los que se
ocupaban fundamentalmente del pastoreo, jugaban y correteaban sin
parar por los verdes prados. Incluso, en su inocencia, se permitían
el lujo de jugar a la guerra, pues para ellos no significaba más que
un pasatiempo. El cultivo de los huertos estaba a cargo de las
mujeres. Ellas eran las que se cuidaban de las cosas materiales del
hogar y del bienestar de toda la familia. Los hombres, por su parte,
se ocupaban de la vigilancia de la montaña y del entrenamiento
continuo para la guerra. Medulio dirigía personalmente muchos de
estos entrenamientos y no permitía la más mínima relajación a sus
hombres. Todos debían permanecer en plenas facultades físicas y
mentales para la lucha.
El lugar donde se había
establecido Medulio con su familia y sus allegados era una especie de
paraíso. La choza que habían construido como hogar estaba emplazada
en un maravilloso valle al lado de un riachuelo. El valle estaba
poblado por frondosos árboles, sobre todo nogales y castaños,
además de los típicos árboles de ribera, como chopos, álamos,
fresnos, salgueros,
avellanos y un sinfín de plantas y arbustos. Los verdes prados se
extendían por todas partes donde pastaban tranquilamente las vacas y
las caballerías. Infinidad de flores de distintos colores inundaban
todo el valle en primavera. Alda y Elba eran felices en aquel
paraíso, en el que habían llegado a olvidar que estaban en guerra.
—¿Cómo ha ido el día hoy?
—preguntó Elba a su marido cuando lo vio entrar por la puerta de
la choza.
—Como de costumbre —contestó
él—. Con mucho trabajo y algún que otro hombre que quiere eludir
el entrenamiento. Uno se queja que le duele un brazo, otro la pierna,
el de más allá que no se encuentra muy bien. Excusas. Todo son
excusas para no hacer la instrucción. Menos mal que son pocos, de lo
contrario, no habría quien levantara la moral del grupo. Siempre
tiene que haber alguna oveja negra. Pero conmigo no les valen esas
tretas. A los que me vienen con cuentos de esos les obligo a hacer el
doble de ejercicios que a los demás. Así no les quedan ganas de
volver a quejarse. No puedo permitir que los hombres se relajen. Ahí
abajo tenemos un ejército de romanos con ganas de aplastarnos y no
dudarán en hacerlo si les damos la menor oportunidad. Hay que estar
vigilantes y en forma en todo momento. ¿Y por aquí cómo van las
cosas?
—Pues bien. Hoy parió la
novilla y trajo un ternero muy guapo.
—Me alegro. Así de aquí a
unos meses tendremos carne fresca, que buena falta nos hace. Ya no
recuerdo cuándo la comí por última vez.
—¡Qué poca memoria tienes!
No hace tanto que matamos un cordero. ¿Ya no te acuerdas?
—¿Y para qué da un
cordero, si en dos sentadas se come? —protestó Medulio que no se
veía saciado en la mesa—. Al menos con un ternero tienes carne
para un mes.
—¡Anda, anda, que no
piensas más que en comer! —le reconvino su esposa—. Te comerías
un cordero tú solo en una sentada y no quedarías satisfecho.
—Pues no lo digas en broma,
que por una apuesta sería capaz de comérmelo.
—¡Bueno, bueno! ¡Ya sales
con tus bravuconadas! Vamos a dejarlo así.
—Sí. Mejor será. Y Alda,
¿dónde está?
—Hace un momento estaba ahí
fuera, a la sombra del castaño. Supongo que seguirá ahí. ¿Quieres
que la llame?
—No, no. Déjala. Era sólo
que quería saber dónde estaba.
En esos momentos aparecía la
hija en el umbral de la choza. Con los brazos extendidos echó a
correr hacia su padre.
—¡Padre, padre!
—¡Hija! ¿Cómo estás?
Alda se echó en brazos de su
padre, que la estrechaba contra su pecho. La hija adoraba a su padre
y esa adoración era recíproca. Por las níveas mejillas de la niña
resbalaron dos lágrimas.
—No llores, hija, que
mancillas tu rostro virginal. ¡Eres tan hermosa y te pareces tanto a
tu madre! —al decir estas palabras depositó un beso paternal en su
frente. Luego, la dejó con suavidad en el suelo para sentarse en el
banco que había junto al hogar—. Sois lo único que tengo y no
permitiré que os hagan daño. Antes la muerte que os toquen un
cabello. Os prometo en este solemne momento que no sufriréis ni
seréis torturadas. Ésos que están ahí abajo vigilando todos
nuestros pasos, que se las dan de tan cultos y refinados, no tienen
duelo ni consideración con los vencidos y no dudan en torturarlos y
vejarlos antes de darles una muerte horrible. Pero yo estaré siempre
a vuestro lado para que eso no ocurra, sobre todo en los momentos
difíciles.
Madre e hija se quedaron
anonadas y sin habla ante aquellas palabras de su marido y padre.
Presentían que algo terrorífico se avecinaba. Al fin Elba se
atrevió a preguntar:
—Pero, ¿hay alguna novedad?
—Por ahora no —contestó
Medulio—. Pero no os quepa la menor duda que más pronto o más
tarde la habrá. Los romanos no se irán de ahí con las manos
vacías. Han venido por nosotros y no se irán sin intentar algo. Es
cierto que mientras no nos ataquen, estamos a salvo. Ellos creen que
con el tiempo tendremos que salir, pero cuando vean que no lo
hacemos, intentarán atacarnos aquí. Por cierto, nosotros no vamos a
dar el primer paso, pero tarde o temprano lo darán ellos.
—Los dioses no lo quieran
—comentó Elba.
—Los dioses tal vez no lo
quieran, pero los romanos sí lo querrán, así que no podemos bajar
la guardia y tenemos que estar preparados en todo momento. Y de hecho
lo estamos. Si quieren pueden atacarnos, pero os aseguro que no van a
salir bien parados. Nuestros hombres están bien entrenados y tienen
la moral muy alta. Están dispuestos a todo para defender nuestro
territorio y a nuestra gente. Y ahora no os preocupéis. Vamos a
cenar algo y a descansar, que mañana es otro día de arduo trabajo.
A todo esto, ¿dónde está mi madre?
—Tu madre hace rato que se
fue a buscar unas hierbas. No creo que tarde en venir.
—¡Mi madre siempre con sus
hierbas! Bueno, cuando llegue ya cenará.
La familia se reunió
alrededor del hogar para reponer las fuerzas gastadas después de un
largo día de trabajo. Luego se acostarían en el lecho para
conciliar un sueño reparador. Medulio no tardó en sumirse en sus
pensamientos y recuerdos. Le había dado muchas vueltas en su cabeza
a la guerra de los romanos, a su afán de conquista. Mucho antes de
conquistar aquel último reducto, la tierra de los cántabros y de
los astures, ya habían conquistado el resto de la Península, a la
que ellos denominaron Hispania.
Ya antes de la
guerra contra ellos tenía alguna vaga referencia sobre los cambios
que los romanos introducían en las nuevos territorios conquistados.
Él no les había dado mucha importancia, porque a ellos no les
afectaban esos cambios. Pero ahora era diferente, ahora sí que les
afectaban. A sus oídos había llegado la noticia del afán sin
límites que los romanos tenían por explotar los recursos mineros de
su territorio, en especial aquel hermoso metal amarillo que los
invasores denominaban aurum
y que tanto
abundaba en aquellas tierras. Ellos lo utilizaban como moneda
de cambio para comerciar con los pueblos del Norte, que llegaban por
mar a las costas del otro lado de la cordillera, y con otros que
procedían del sur de Hispania.
También lo empleaban para hacer torques
y otros tipos de
joyas, aunque en pequeñas cantidades.
Comentaban que el pueblo
romano era mucho más culto que el de los astures. Tenían unos
hábitos y unas costumbres muy refinadas, en contraposición con los
toscos hábitos de los nativos. Se bañaban con frecuencia, se
rasuraban la barba, se cortaban el cabello, vestían ropas finas y
elegantes de seda, se perfumaban y sus hábitos en la mesa eran
pulidos y muy refinados. Muchos de ellos sabían leer y escribir, y
portaban una cultura de la que los astures jamás habían oído
hablar y un patrimonio inmaterial inmenso. Tenían grandes
conocimientos de ingeniería, tanto de minas, como de canales,
puertos y caminos. Poseían conocimientos de Filosofía y de otras
ramas del saber, como Medicina, Física, Matemáticas, Lengua, etc. y
eran grandes amantes de la Música, las Artes y la Poesía. Poco a
poco estaban introduciendo su cultura en el pueblo conquistado y ya
eran muy pocos los nativos que hablaban exclusivamente la lengua de
sus antepasados. La mayor parte empleaba una mezcla de la lengua
nativa y el latín, que era la lengua de los dominadores. Pero todo
esto a Medulio no le importaba. Más bien se podía decir que le
molestaba. Él no necesitaba cortarse el pelo ni rasurarse la barba
ni tampoco utilizar aquella nueva jerga que les estaban imponiendo
los romanos. Tampoco necesitaba leer ni escribir. Ni sus padres ni
sus abuelos ni sus bisabuelos ni todos sus antepasados, que se
perdían en la noche de los tiempos, habían necesitado esos
conocimientos y, sin embargo, habían vivido felizmente. ¿Para qué
los necesitaba entonces él? Además, a cambio de eso estaban
perdiendo su idiosincrasia, su identidad, su modus
vivendi, su
autonomía, su libertad. ¿Merecía la pena el cambio? Medulio no
necesitaba contestar a esa pregunta. Sabía que la respuesta era
negativa. Ellos tenían sus dioses, sus mitos, su folklore, sus
costumbres con las que habían vivido felices muchas generaciones y
no necesitaban que vinieran otros de fuera a privarlos de ellas y a
imponerles las suyas propias. Él quería seguir siendo como era.
También había oído decir
que los pocos hispanos que habían sobrevivido a las guerras habían
sido hechos prisioneros y convertidos en esclavos la mayor parte de
ellos. Hasta muchas mujeres y niños habían sido apresados y
convertidos en esclavos a medida que iban tomando sus poblados. Sólo
habían dejado libres a los ancianos, los enfermos y los que habían
considerado inútiles para los trabajos manuales, aparte de aquellos
que les interesaban que continuaran cultivando la agricultura y la
ganadería para que abastecieran los mercados, así como los que
desempeñaban oficios relacionados con la minería. ¿Cómo podía
estar, pues, de acuerdo con ellos y su política? De ninguna de las
maneras. Se trataba de un pueblo dominador, que había venido a
explotar al pueblo dominado. No se podía esperar nada bueno de él,
sino todo lo contrario, como así estaba pasando. El pueblo vencido
sólo podía recibir del vencedor su humillación y su desprecio.
© Julio Noel
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