13
Quince
días habían transcurrido desde el regreso de Rosa del Mar. Nuestras
relaciones proseguían con normalidad. Su madre parecía no
interponerse ya en nuestro camino. Me alegraba de ello, aunque estaba
algo receloso. Detrás de aquella aparente calma podía
desencadenarse la tempestad.
Esperaba a Rosa sentado en un
banco del paseo de La Ondarreta. Habíamos quedado de encontrarnos
allí. No tardó en llegar. Se acercó a mí con la cara risueña.
—¿Hace mucho que esperas?
—Acabo de llegar.
Un fugaz beso fue nuestro
saludo.
—¿Sabes? Tengo un plan para
esta tarde.
—¿Y cuál es?
—He pensado que podemos
pasar la tarde en la casa de campo.
—Pero ¿tenéis una casa de
campo?
—Sí. No te lo había dicho
nunca, ¿verdad?
—Que yo recuerde, no.
—Pues sí, tenemos una casa
cerca de Hernani. Antes de venir para San Sebastián vivíamos allí.
Es la casa de mis antepasados.
—Pero ¿vive alguien en
ella?
—No, ahora no. Ahora está
completamente deshabitada. Bueno, algunos fines de semana los pasamos
allí.
—¡Ahora me explico por qué
he encontrado tu casa cerrada varios fines de semana!
—¿Te apetece la idea de
conocer la vieja mansión?
—Sí, claro que me apetece.
—Pues vamos.
El autobús nos dejó cerca de
la casa. Un camino algo descuidado conducía hasta ella. Acá y
acullá surgían pequeñas villas de rojos tejados que destacaban en
medio del verdor. Viejos caseríos, diseminados por todas partes,
sembraban los valles y las pendientes de las colinas. El paisaje que
se ofrecía a nuestros ojos era de ensueño, como sacado de una
película.
Cuando nos acercábamos a la
vieja mansión detuve unos instantes a Rosa del Mar. Quería observar
la villa antes de entrar en ella. Una pesada verja de hierro labrado
cerraba el paso al recinto de la misma. Estaba bastante descuidada.
Había perdido parte de la pintura y poco a poco se iba apoderando de
ella la herrumbre. En el centro del arco que cubría la verja se veía
un letrero forjado en una lámina de hierro. En él se podía leer no
sin cierta dificultad VILLA
ANITA. Sobre el
deteriorado letrero había dos soportes. En otro tiempo debieron de
ser el sostén de algún farol que serviría para alumbrar durante la
noche la entrada a la villa.
La tapia que circundaba la
vieja mansión también estaba semiderruida. Por todas partes crecían
zarzas y yerbajos que trepaban por la pared hasta apoderarse de ella.
El interior tampoco parecía presentar un aspecto muy halagüeño.
Desde allí se podía ver toda la parte frontal de la casa. Era una
vieja construcción de dos siglos atrás por lo menos. Tenía cierto
aire de nobleza. El edificio era de piedra. Tenía una cúpula en su
parte central y dos pequeñas torres en los extremos.
—¿Te gusta? —me interrogó
Rosa del Mar con cierto recelo.
—No está mal. Pero parece
muy abandonado todo esto.
—Sí. Desde que nos fuimos a
San Sebastián apenas nos hemos vuelto a ocupar de ella. Pero, vamos
a ver su interior.
Rosa del Mar abrió la verja
con una vieja llave. La reja rechinó antes de dejarnos el paso
libre. Una magnífica finca se ofreció a mi vista. ¡Lástima que
estuviera tan abandonada!
—¿Sabes que es una finca
estupenda? ¡Qué pena que no esté cultivada!
—Que yo sepa nunca ha estado
cultivada. Nosotros, cuando vivíamos aquí, dedicábamos parte de
ella a jardín.
Antes de entrar en la casa
recorrimos parte de la finca. Estaba muy descuidada. Luego entramos
en la vieja mansión. Un laberinto de vestíbulos, pasillos,
dependencias y salones formaban la planta baja. Casi todos estaban
vacíos. Únicamente el comedor conservaba algunos muebles y
decorados. Una gran mesa de caoba ocupaba el centro de la amplia
dependencia. Sin duda había sido puesta allí para recibir a gran
número de comensales. Dos deterioradas sillas de la misma madera
eran testimonio de tiempos mejores. En el centro del techo aún se
conservaba el soporte de la que debió de ser una gran lámpara. Un
voluminoso mueble de caoba forrado de satén ocupaba toda una pared
de la dependencia. Antaño debió de guardar valiosas vajillas,
hermosas cristalerías, bellas porcelanas, juegos de café y té…
En el centro tenía varios estantes para libros llenos de polvo y
telarañas. Las paredes restantes estuvieron tapizadas en marrón tal
vez oscuro. El paso del tiempo lo había desteñido. Numerosos
jirones colgaban por todas partes. Un retrato amarillento,
semiborrado, de un hombre de facciones proporcionadas, bastante
elegante, altivo y dominador, parecía presidir el comedor desde la
pared frontal.
—¿Quién es ése? —pregunté
a Rosa señalando el retrato.
—Fue el fundador de esta
casa. El tatarabuelo de mi bisabuela.
—Pues no va poco lejos el
parentesco!
Guardamos
silencio. Yo seguía contemplando aquellos objetos de museo.
—Por lo que veo, todo esto
tiene un aire señorial. ¿No serían nobles tus antepasados?
—A decir verdad, sí. Ese
señor que ves ahí —señaló el cuadro— era dueño de un señorío
en estos contornos. No te puedo dar muchos detalles, porque yo misma
los desconozco. Sólo sé que mis antecesores vivieron de rentas
hasta no hace mucho. Fue con mi abuela con quien terminó de
derrumbarse el patrimonio.
—¿Y cómo fue eso?
—Es largo de explicar. ¿Por
qué no vamos al salón de la planta alta? Allí te lo contaré.
Abandonamos el destartalado
comedor. Rosa del Mar me condujo por pasillos y escaleras hasta la
planta alta. Parecía estar mejor cuidada que la anterior. Entramos
en el salón. Varios butacones y sofás lo amueblaban. Las paredes
estaban revestidas de tapiz color granate. Las adornaban algunas
reproducciones de cuadros famosos. La
Maja desnuda, Las Meninas, El caballero de la mano al pecho.
Del centro del techo colgaba una gran lámpara antigua, digna de un
museo o de una casa de antigüedades. El suelo lo cubría una
alfombra descolorida ya. Dos grandes cortinas a juego con el tapiz
cerraban el decorado.
—¡Esto ya es otra cosa!
Pensaba que iba a estar todo como lo que hemos dejado ahí abajo.
—Cuando venimos a pasar
algún fin de semana, hacemos vida en esta planta. Por eso la tenemos
algo más cuidada.
Nos sentamos en uno de los
sofás. Rosa del Mar estaba encantadora.
—¿Sabes? Estás muy guapa.
—¿De veras?
—¡Eres la chica más bonita
que hay bajo el sol!
—No seas embustero.
Nuestros labios se fundieron
en un ardiente beso de amor.
—Sería maravilloso vivir
aquí los dos juntos, sin que nadie nos molestara, apartados de todos
los ruidos, casi aislados del mundo.
—Me daría miedo.
—¿Por qué?
—No sé. Me entran
escalofríos sólo de pensarlo. ¡En esta casa tan grande nosotros
solos por la noche! No podría dormir.
—Me tendrías a mí siempre
a tu lado.
Rosa enmudeció. Su mirada se
había clavado en el suelo, en algún punto fijo de la alfombra. Tomé
su barbilla con los dedos índice y pulgar y con suavidad le obligué
a girar su rostro hacia mí. Luego rocé ligeramente sus rojos labios
con los míos.
—Cuéntame
esa historia de tu abuela. Recuerda que me lo has prometido.
—Tienes razón. Ya casi me
había olvidado. —Carraspeó varias veces como tratando de aclarar
su voz—. Mi abuela —comenzó— fue hija y heredera única.
—Igual que tú, entonces.
—No me interrumpas y escucha
—hizo una pequeña pausa—. Todo marchaba bien en la casa. Mi
abuela crecía. Mis bisabuelos ya le habían buscado un pretendiente.
Todo iba de mil maravillas. Pero un día a la abuela le dio por
enamorarse de otro hombre. Fruto de aquellos amores románticos nació
mamá. Los bisabuelos, al enterarse, creyeron enloquecer. Tengo
entendido que el bisabuelo era un hombre muy recto. Cristiano viejo y
fiel observador de los preceptos de la moral católica, no pudo
sobreponerse a aquel disgusto. El nacimiento de mamá supuso para él
la deshonra de su casa. Desde aquel día ya no volvió a ser el
mismo. Cuentan que la pena y la vergüenza lo llevaron a la tumba. No
sobrevivió un año al nacimiento de mamá.
Hizo una pequeña pausa, como
si tratara de coordinar las ideas.
—Con la falta del bisabuelo
la casa comenzó a decaer. Muchos de los renteros dejaron de pagar
las rentas. La abuela trató de imponer su autoridad. Pero no logró
nada. A medida que la casa se venía abajo, se fue quedando sin
servidumbre. Cuando murió la bisabuela ya no quedaban más que el
ama de llaves, una sirvienta y el jardinero. Desde entonces cada vez
ha venido a menos. Cuando se casó mamá, ya no les quedaba más que
esta casa y esta finca, que es lo que ahora tenemos.
—¡Es una verdadera lástima!
—Desde luego. Pero así es
la vida.
Guardamos silencio. Rosa del
Mar miraba al suelo. Yo tenía una de sus manos entre las mías.
—Ahora comprendo por qué tu
madre se muestra tan obstinada contra mí. Desciende de familia noble
y no quiere mezclar su sangre con la de clases inferiores.
—Sí, mamá tiene mucho
orgullo. Aún no se ha hecho a la idea de que tenemos que vivir de lo
que gana papá. En más de una ocasión me contó la abuela que mamá
se había casado por el dinero de papá, no por amor. Habían llegado
a una situación extrema. Ya no recibían rentas ni beneficios de
ninguna clase. El servicio había quedado reducido a una vieja
sirvienta, Casandra, que no tenía adonde ir. La abuela era ya de
avanzada edad para comenzar una nueva vida. Mamá no sabía ni quería
hacer nada. «Antes morir de hambre que trabajar», decía. Así,
pues, la única salida era el matrimonio. Había que «cazar» a un
hombre que las sacara de aquella miseria e indigencia en que habían
caído.
—Y
ese hombre fue tu padre.
—En efecto. Papá solucionó
el problema económico. Su sueldo no es despreciable. Es el director
de uno de los principales bancos de la ciudad. Gracias a él podemos
vivir con cierta holgura. Incluso nos podemos permitir más de un
capricho. Pero mamá no se ha hecho aún a la idea. Sigue
considerando a papá como inferior a su clase. En más de una ocasión
he tenido que presenciar las humillaciones que le hace.
—Claro. Y a ti te
considerará como legítima heredera de su honor y de su condición,
¿no?
—Por desgracia, sí. Más de
una vez me ha dicho que yo no me casaré si no es con un hombre de
noble alcurnia.
—Y tú, ¿estás de acuerdo?
—Ya sabes que no, Raúl.
Seré tuya o de nadie.
Atraje su mano a mis labios y
se la besé. Luego nuestros labios se unieron en un apasionado
ósculo. Apolo asomaba su cara por el balcón. Sus dorados rayos
inundaron de luz el salón.
—Espera un momento. Voy a
correr las cortinas.
Rosa del Mar se acercó al
balcón. Estaba realmente hermosa.
—¡Qué bonita eres! —le
susurré al oído al regresar junto a mí. Ella me sonrió halagada.
La estreché entre mis bazos. Su delicado cuerpo se estremecía de
emoción. Mis labios acariciaban su cuello de marfil y el delicado
lóbulo de sus orejas.
—No por favor… No sigas,
Raúl… Por favor…, déjame ya —me suplicaba entre suspiros y
frases entrecortadas.
Su respiración agitada era
indicio de su incontrolada pasión. Mis labios buscaron sus ardientes
labios. Nuestras bocas se fundieron en una sola. Nuestros pechos
palpitaban con violencia. Entre los dos comenzó a arder la llama de
la pasión.
—Te quiero, Raúl.
—Y yo te adoro. Prometámonos
en este instante amor eterno.
—Te lo prometo, Raúl. Seré
tuya y sólo tuya hasta que la muerte nos separe.
Un nuevo beso selló nuestra
promesa. A continuación Rosa del Mar se puso en pie. Yo imité
maquinalmente su movimiento. Con cierta morosidad me acerqué al
balcón. Ella, entretanto, arreglaba el sofá.
—¿Quieres que bajemos a
pasear por el jardín? —me dijo acercándose a mí.
—Como quieras.
Dejamos el viejo caserón para
pasear por el jardín. Mi espíritu se consternaba ante aquel
abandono. Por todas partes se veían yerbajos, zarzas, ortigas… El
seto se había perdido. Los parterres dedicados al cultivo de rosas y
flores estaban casi borrados. Las calles entre unos y otros,
desaparecidas.
—¡Debió
de ser muy bonito todo esto!
—Mucho, aunque yo ya no lo
conocí en su esplendor. La abuela no se cansaba de describírmelo.
Decía que era el gozo de los moradores de la mansión y la
admiración de estos alrededores. Un seto de arbustos perfectamente
alineados y podados con esmero rodeaba toda la cerca. De trecho en
trecho había alguna figura geométrica. En la entrada principal el
seto formaba dos grandes esferas. En él se podía admirar la
destreza y pericia del jardinero. Paralelo al seto había un paseo
formado por dos hileras de árboles. Como puedes comprobar, han
desaparecido casi todos. El resto del jardín estaba dedicado al
cultivo de rosas y flores de todas las especies. Había rosas de
variadas formas y colores: blancas, amarillas, rojas, rosadas. Las
flores presentaban infinidad de variedades y colores: alhelíes,
pensamientos, claveles, begonias, hortensias, petunias, orquídeas y
otras más, distribuidas en pequeños parterres rodeados por setos
circulares, triangulares, en forma de estrella, de corazón. El
jardinero hacía gala de su arte aquí.
Habíamos llegado a la parte
superior de la finca. Desde allí se podía dominar todo el edificio.
Ciertamente tenía un aire señorial. El sol avanzaba en su
recorrido. No tardaría en llegar al ocaso. Dimos media vuelta para
regresar sin prisas a la mansión por el antiguo paseo de árboles.
—Está muy abandonado todo
esto.
—Sí. Ahora nadie se cuida
de ello. Mamá quisiera tenerlo como antaño. Todo lleno de rosas y
flores. Pero papá se opone. Dice que el presupuesto no llega para
tanto. Así que, a medida que pasa el tiempo, esto ofrece un aspecto
cada vez más sombrío y desolador.
—¡Es una lástima! Pero hay
que pisar en la realidad. Poderoso
caballero es don dinero.
—Por desgracia, así es.
Llegamos a la puerta
principal. La tarde se nos iba y nosotros decidimos marcharnos con
ella. Después de cerrar la vieja verja, Rosa del Mar me preguntó en
tono meloso.
—¿Lo has pasado bien?
—Muy bien, cariño. Ha sido
una tarde inolvidable.
—¿Te ha gustado la villa?
—Mucho. ¡Lástima que esté
tan abandonada! Me gustaría poder arreglarla algún día.
—Te iba a llevar mucho
dinero.
—Eso ya lo sé, pero no
importa. Sería un dinero bien invertido. ¿Sabes, Rosa? Siempre he
anhelado vivir en un sitio así. ¡No te puedes imaginar cuánto
daría por lograrlo! Una casa de campo tan próxima a una ciudad.
¡Qué ilusión! Sería maravilloso.
—A
mí también me gustaría, pero no tan grande. Ésta me da miedo.
Rodeé su frágil cintura con
mi brazo. Ella hizo otro tanto conmigo. Después nos alejamos
despacio por el camino viejo en dirección a la parada del autobús.
Los últimos rayos del sol doraban los picos más altos de las
montañas que nos circundaban.
© Julio Noel
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