martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 13



 13



         Quince días habían transcurrido desde el regreso de Rosa del Mar. Nuestras relaciones proseguían con normalidad. Su madre parecía no interponerse ya en nuestro camino. Me alegraba de ello, aunque estaba algo receloso. Detrás de aquella aparente calma podía desencadenarse la tempestad.
Esperaba a Rosa sentado en un banco del paseo de La Ondarreta. Habíamos quedado de encontrarnos allí. No tardó en llegar. Se acercó a mí con la cara risueña.
¿Hace mucho que esperas?
Acabo de llegar.
Un fugaz beso fue nuestro saludo.
¿Sabes? Tengo un plan para esta tarde.
¿Y cuál es?
He pensado que podemos pasar la tarde en la casa de campo.
Pero ¿tenéis una casa de campo?
Sí. No te lo había dicho nunca, ¿verdad?
Que yo recuerde, no.
Pues sí, tenemos una casa cerca de Hernani. Antes de venir para San Sebastián vivíamos allí. Es la casa de mis antepasados.
Pero ¿vive alguien en ella?
No, ahora no. Ahora está completamente deshabitada. Bueno, algunos fines de semana los pasamos allí.
¡Ahora me explico por qué he encontrado tu casa cerrada varios fines de semana!
¿Te apetece la idea de conocer la vieja mansión?
Sí, claro que me apetece.
Pues vamos.
El autobús nos dejó cerca de la casa. Un camino algo descuidado conducía hasta ella. Acá y acullá surgían pequeñas villas de rojos tejados que destacaban en medio del verdor. Viejos caseríos, diseminados por todas partes, sembraban los valles y las pendientes de las colinas. El paisaje que se ofrecía a nuestros ojos era de ensueño, como sacado de una película.
Cuando nos acercábamos a la vieja mansión detuve unos instantes a Rosa del Mar. Quería observar la villa antes de entrar en ella. Una pesada verja de hierro labrado cerraba el paso al recinto de la misma. Estaba bastante descuidada. Había perdido parte de la pintura y poco a poco se iba apoderando de ella la herrumbre. En el centro del arco que cubría la verja se veía un letrero forjado en una lámina de hierro. En él se podía leer no sin cierta dificultad VILLA ANITA. Sobre el deteriorado letrero había dos soportes. En otro tiempo debieron de ser el sostén de algún farol que serviría para alumbrar durante la noche la entrada a la villa.
La tapia que circundaba la vieja mansión también estaba semiderruida. Por todas partes crecían zarzas y yerbajos que trepaban por la pared hasta apoderarse de ella. El interior tampoco parecía presentar un aspecto muy halagüeño. Desde allí se podía ver toda la parte frontal de la casa. Era una vieja construcción de dos siglos atrás por lo menos. Tenía cierto aire de nobleza. El edificio era de piedra. Tenía una cúpula en su parte central y dos pequeñas torres en los extremos.
¿Te gusta? —me interrogó Rosa del Mar con cierto recelo.
No está mal. Pero parece muy abandonado todo esto.
Sí. Desde que nos fuimos a San Sebastián apenas nos hemos vuelto a ocupar de ella. Pero, vamos a ver su interior.
Rosa del Mar abrió la verja con una vieja llave. La reja rechinó antes de dejarnos el paso libre. Una magnífica finca se ofreció a mi vista. ¡Lástima que estuviera tan abandonada!
¿Sabes que es una finca estupenda? ¡Qué pena que no esté cultivada!
Que yo sepa nunca ha estado cultivada. Nosotros, cuando vivíamos aquí, dedicábamos parte de ella a jardín.
Antes de entrar en la casa recorrimos parte de la finca. Estaba muy descuidada. Luego entramos en la vieja mansión. Un laberinto de vestíbulos, pasillos, dependencias y salones formaban la planta baja. Casi todos estaban vacíos. Únicamente el comedor conservaba algunos muebles y decorados. Una gran mesa de caoba ocupaba el centro de la amplia dependencia. Sin duda había sido puesta allí para recibir a gran número de comensales. Dos deterioradas sillas de la misma madera eran testimonio de tiempos mejores. En el centro del techo aún se conservaba el soporte de la que debió de ser una gran lámpara. Un voluminoso mueble de caoba forrado de satén ocupaba toda una pared de la dependencia. Antaño debió de guardar valiosas vajillas, hermosas cristalerías, bellas porcelanas, juegos de café y té… En el centro tenía varios estantes para libros llenos de polvo y telarañas. Las paredes restantes estuvieron tapizadas en marrón tal vez oscuro. El paso del tiempo lo había desteñido. Numerosos jirones colgaban por todas partes. Un retrato amarillento, semiborrado, de un hombre de facciones proporcionadas, bastante elegante, altivo y dominador, parecía presidir el comedor desde la pared frontal.
¿Quién es ése? —pregunté a Rosa señalando el retrato.
Fue el fundador de esta casa. El tatarabuelo de mi bisabuela.
Pues no va poco lejos el parentesco!
Guardamos silencio. Yo seguía contemplando aquellos objetos de museo.
Por lo que veo, todo esto tiene un aire señorial. ¿No serían nobles tus antepasados?
A decir verdad, sí. Ese señor que ves ahí —señaló el cuadro— era dueño de un señorío en estos contornos. No te puedo dar muchos detalles, porque yo misma los desconozco. Sólo sé que mis antecesores vivieron de rentas hasta no hace mucho. Fue con mi abuela con quien terminó de derrumbarse el patrimonio.
¿Y cómo fue eso?
Es largo de explicar. ¿Por qué no vamos al salón de la planta alta? Allí te lo contaré.
Abandonamos el destartalado comedor. Rosa del Mar me condujo por pasillos y escaleras hasta la planta alta. Parecía estar mejor cuidada que la anterior. Entramos en el salón. Varios butacones y sofás lo amueblaban. Las paredes estaban revestidas de tapiz color granate. Las adornaban algunas reproducciones de cuadros famosos. La Maja desnuda, Las Meninas, El caballero de la mano al pecho. Del centro del techo colgaba una gran lámpara antigua, digna de un museo o de una casa de antigüedades. El suelo lo cubría una alfombra descolorida ya. Dos grandes cortinas a juego con el tapiz cerraban el decorado.
¡Esto ya es otra cosa! Pensaba que iba a estar todo como lo que hemos dejado ahí abajo.
Cuando venimos a pasar algún fin de semana, hacemos vida en esta planta. Por eso la tenemos algo más cuidada.
Nos sentamos en uno de los sofás. Rosa del Mar estaba encantadora.
¿Sabes? Estás muy guapa.
¿De veras?
¡Eres la chica más bonita que hay bajo el sol!
No seas embustero.
Nuestros labios se fundieron en un ardiente beso de amor.
Sería maravilloso vivir aquí los dos juntos, sin que nadie nos molestara, apartados de todos los ruidos, casi aislados del mundo.
Me daría miedo.
¿Por qué?
No sé. Me entran escalofríos sólo de pensarlo. ¡En esta casa tan grande nosotros solos por la noche! No podría dormir.
Me tendrías a mí siempre a tu lado.
Rosa enmudeció. Su mirada se había clavado en el suelo, en algún punto fijo de la alfombra. Tomé su barbilla con los dedos índice y pulgar y con suavidad le obligué a girar su rostro hacia mí. Luego rocé ligeramente sus rojos labios con los míos.
—Cuéntame esa historia de tu abuela. Recuerda que me lo has prometido.
Tienes razón. Ya casi me había olvidado. —Carraspeó varias veces como tratando de aclarar su voz—. Mi abuela —comenzó— fue hija y heredera única.
Igual que tú, entonces.
No me interrumpas y escucha —hizo una pequeña pausa—. Todo marchaba bien en la casa. Mi abuela crecía. Mis bisabuelos ya le habían buscado un pretendiente. Todo iba de mil maravillas. Pero un día a la abuela le dio por enamorarse de otro hombre. Fruto de aquellos amores románticos nació mamá. Los bisabuelos, al enterarse, creyeron enloquecer. Tengo entendido que el bisabuelo era un hombre muy recto. Cristiano viejo y fiel observador de los preceptos de la moral católica, no pudo sobreponerse a aquel disgusto. El nacimiento de mamá supuso para él la deshonra de su casa. Desde aquel día ya no volvió a ser el mismo. Cuentan que la pena y la vergüenza lo llevaron a la tumba. No sobrevivió un año al nacimiento de mamá.
Hizo una pequeña pausa, como si tratara de coordinar las ideas.
Con la falta del bisabuelo la casa comenzó a decaer. Muchos de los renteros dejaron de pagar las rentas. La abuela trató de imponer su autoridad. Pero no logró nada. A medida que la casa se venía abajo, se fue quedando sin servidumbre. Cuando murió la bisabuela ya no quedaban más que el ama de llaves, una sirvienta y el jardinero. Desde entonces cada vez ha venido a menos. Cuando se casó mamá, ya no les quedaba más que esta casa y esta finca, que es lo que ahora tenemos.
¡Es una verdadera lástima!
Desde luego. Pero así es la vida.
Guardamos silencio. Rosa del Mar miraba al suelo. Yo tenía una de sus manos entre las mías.
Ahora comprendo por qué tu madre se muestra tan obstinada contra mí. Desciende de familia noble y no quiere mezclar su sangre con la de clases inferiores.
Sí, mamá tiene mucho orgullo. Aún no se ha hecho a la idea de que tenemos que vivir de lo que gana papá. En más de una ocasión me contó la abuela que mamá se había casado por el dinero de papá, no por amor. Habían llegado a una situación extrema. Ya no recibían rentas ni beneficios de ninguna clase. El servicio había quedado reducido a una vieja sirvienta, Casandra, que no tenía adonde ir. La abuela era ya de avanzada edad para comenzar una nueva vida. Mamá no sabía ni quería hacer nada. «Antes morir de hambre que trabajar», decía. Así, pues, la única salida era el matrimonio. Había que «cazar» a un hombre que las sacara de aquella miseria e indigencia en que habían caído.
—Y ese hombre fue tu padre.
En efecto. Papá solucionó el problema económico. Su sueldo no es despreciable. Es el director de uno de los principales bancos de la ciudad. Gracias a él podemos vivir con cierta holgura. Incluso nos podemos permitir más de un capricho. Pero mamá no se ha hecho aún a la idea. Sigue considerando a papá como inferior a su clase. En más de una ocasión he tenido que presenciar las humillaciones que le hace.
Claro. Y a ti te considerará como legítima heredera de su honor y de su condición, ¿no?
Por desgracia, sí. Más de una vez me ha dicho que yo no me casaré si no es con un hombre de noble alcurnia.
Y tú, ¿estás de acuerdo?
Ya sabes que no, Raúl. Seré tuya o de nadie.
Atraje su mano a mis labios y se la besé. Luego nuestros labios se unieron en un apasionado ósculo. Apolo asomaba su cara por el balcón. Sus dorados rayos inundaron de luz el salón.
Espera un momento. Voy a correr las cortinas.
Rosa del Mar se acercó al balcón. Estaba realmente hermosa.
¡Qué bonita eres! —le susurré al oído al regresar junto a mí. Ella me sonrió halagada. La estreché entre mis bazos. Su delicado cuerpo se estremecía de emoción. Mis labios acariciaban su cuello de marfil y el delicado lóbulo de sus orejas.
No por favor… No sigas, Raúl… Por favor…, déjame ya —me suplicaba entre suspiros y frases entrecortadas.
Su respiración agitada era indicio de su incontrolada pasión. Mis labios buscaron sus ardientes labios. Nuestras bocas se fundieron en una sola. Nuestros pechos palpitaban con violencia. Entre los dos comenzó a arder la llama de la pasión.
Te quiero, Raúl.
Y yo te adoro. Prometámonos en este instante amor eterno.
Te lo prometo, Raúl. Seré tuya y sólo tuya hasta que la muerte nos separe.
Un nuevo beso selló nuestra promesa. A continuación Rosa del Mar se puso en pie. Yo imité maquinalmente su movimiento. Con cierta morosidad me acerqué al balcón. Ella, entretanto, arreglaba el sofá.
¿Quieres que bajemos a pasear por el jardín? —me dijo acercándose a mí.
Como quieras.
Dejamos el viejo caserón para pasear por el jardín. Mi espíritu se consternaba ante aquel abandono. Por todas partes se veían yerbajos, zarzas, ortigas… El seto se había perdido. Los parterres dedicados al cultivo de rosas y flores estaban casi borrados. Las calles entre unos y otros, desaparecidas.
—¡Debió de ser muy bonito todo esto!
Mucho, aunque yo ya no lo conocí en su esplendor. La abuela no se cansaba de describírmelo. Decía que era el gozo de los moradores de la mansión y la admiración de estos alrededores. Un seto de arbustos perfectamente alineados y podados con esmero rodeaba toda la cerca. De trecho en trecho había alguna figura geométrica. En la entrada principal el seto formaba dos grandes esferas. En él se podía admirar la destreza y pericia del jardinero. Paralelo al seto había un paseo formado por dos hileras de árboles. Como puedes comprobar, han desaparecido casi todos. El resto del jardín estaba dedicado al cultivo de rosas y flores de todas las especies. Había rosas de variadas formas y colores: blancas, amarillas, rojas, rosadas. Las flores presentaban infinidad de variedades y colores: alhelíes, pensamientos, claveles, begonias, hortensias, petunias, orquídeas y otras más, distribuidas en pequeños parterres rodeados por setos circulares, triangulares, en forma de estrella, de corazón. El jardinero hacía gala de su arte aquí.
Habíamos llegado a la parte superior de la finca. Desde allí se podía dominar todo el edificio. Ciertamente tenía un aire señorial. El sol avanzaba en su recorrido. No tardaría en llegar al ocaso. Dimos media vuelta para regresar sin prisas a la mansión por el antiguo paseo de árboles.
Está muy abandonado todo esto.
Sí. Ahora nadie se cuida de ello. Mamá quisiera tenerlo como antaño. Todo lleno de rosas y flores. Pero papá se opone. Dice que el presupuesto no llega para tanto. Así que, a medida que pasa el tiempo, esto ofrece un aspecto cada vez más sombrío y desolador.
¡Es una lástima! Pero hay que pisar en la realidad. Poderoso caballero es don dinero.
Por desgracia, así es.
Llegamos a la puerta principal. La tarde se nos iba y nosotros decidimos marcharnos con ella. Después de cerrar la vieja verja, Rosa del Mar me preguntó en tono meloso.
¿Lo has pasado bien?
Muy bien, cariño. Ha sido una tarde inolvidable.
¿Te ha gustado la villa?
Mucho. ¡Lástima que esté tan abandonada! Me gustaría poder arreglarla algún día.
Te iba a llevar mucho dinero.
Eso ya lo sé, pero no importa. Sería un dinero bien invertido. ¿Sabes, Rosa? Siempre he anhelado vivir en un sitio así. ¡No te puedes imaginar cuánto daría por lograrlo! Una casa de campo tan próxima a una ciudad. ¡Qué ilusión! Sería maravilloso.
—A mí también me gustaría, pero no tan grande. Ésta me da miedo.
Rodeé su frágil cintura con mi brazo. Ella hizo otro tanto conmigo. Después nos alejamos despacio por el camino viejo en dirección a la parada del autobús. Los últimos rayos del sol doraban los picos más altos de las montañas que nos circundaban.


© Julio Noel



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