19
Había
pasado todo el día buscando la forma de salir del colegio sin
levantar sospechas. Sentía un impulso irresistible de acercarme al
Igueldo para reconocer la villa. No podía tratarse de un simple
sueño. Necesitaba cerciorarme de algo, aunque sólo fuera de la
existencia de la casa.
Mis compañeros dormían ya.
Me vestí sigilosamente y, con grandes precauciones, abandoné el
dormitorio. Al llegar frente a la celda del Prefecto me detuve unos
instantes. De su interior salían algunos rayos de luz a través de
las rendijas de la puerta. Contuve unos segundos la respiración para
escuchar con más atención. No tardé en oír el ruido
característico del paso de una hoja. Debía de estar leyendo. De
puntillas y sin hacer el menor ruido avancé hacia la escalera. Ya en
ella respiré con más alivio. A pesar de la oscuridad descendí con
paso rápido y firme. Tenía grabados en mi mente todos los peldaños.
Al llegar abajo se ofreció ante mí el pasillo solitario y oscuro.
No dejó de impresionarme un poco. Puesto mi pensamiento en el
Igueldo, avancé resuelto y decidido hasta la altura de la primera
aula. A tientas logré localizar la puerta de la misma. Abrí con
sumo cuidado procurando que no hiciera ruido. Una vez dentro, me
detuve unos instantes para reflexionar. La única salida era la
ventana más próxima a la escalera exterior. Tenía que subirme a
ella y desde allí alcanzar el muro de la escalera. No era fácil.
Era una ventana abatible y la abertura era angosta, pero tenía que
intentarlo.
Abrí la ventana y la fui
elevando con gran cuidado. Tenía que dejarla en posición
horizontal. Cuando ya la tenía casi abierta, rechinó uno de sus
goznes. A punto estuve de dejarla caer de golpe y echarlo todo a
perder. Pasado el susto, logré abrirla del todo. A continuación me
deslicé a través de ella hasta el exterior, no sin ciertas
dificultades y contratiempos. Atravesé el patio con grandes
precauciones y me perdí en las sombras de la noche.
Llegué al Igueldo sudoroso y
fatigado. Mi nerviosismo y mi impaciencia me habían obligado a hacer
el recorrido casi corriendo. Sin detenerme, avancé en busca de la
casa de Rosa del Mar. Envueltas en las sombras todas las villas me
parecían iguales. Tuve que examinarlas una por una hasta dar con la
que buscaba. Cuando la encontré, quedé un poco desconcertado. Se
parecía muy poco a la que había soñado tantas veces. La reconocí
gracias a su jardín.
La
villa estaba completamente rodeada de tinieblas. No parecía haber
nadie en su interior. Posiblemente sus moradores estuvieran ya en la
cama. Reconocí bien sus contornos antes de alejarme de allí. No
quería confundirla en una nueva visita.
Regresaba al colegio
ensimismado en mis pensamientos, sin percatarme de lo que ocurría a
mi alrededor. Cuando iba a poner los pies en el patio del colegio, me
pareció ver una sombra que se movía al pie de la escalera exterior.
Quedé como petrificado. Contuve la respiración y agucé la vista y
el oído por si descubría algo. El silencio era total. Debió de
haber sido una alucinación mía. Más tranquilo, decidí ampararme
en la oscuridad hasta alcanzar la escalera. A medida que me acercaba
a ella, mi corazón latía con más fuerza. Las dudas y el miedo se
apoderaban de mí. «¿Me habrá descubierto el Prefecto?», pensaba,
«¿o acaso ha notado mi ausencia algún compañero y me ha
delatado?». Mis piernas me flaqueaban. Avanzaba sigilosamente, de
espaldas a la pared, con las manos apoyadas en ella. Paso a paso me
fui acercando a la escalera. La oscuridad era absoluta. El silencio
total. Subí los peldaños con gran cuidado. Al llegar al último, lo
primero que hice fue cerciorarme de que la puerta estaba cerrada y la
ventana abierta. Mis dudas y temores se desvanecieron. Todo aquello
no había sido más que producto del miedo y de la imaginación.
Con muchas precauciones y no
pocos problemas logré entrar en el colegio y llegar hasta mi lecho.
Mis compañeros dormían plácidamente. Yo, en cambio, tardé en
conciliar el sueño aquella noche.
—Hola,
Raúl. ¿No quieres salir a despejarte un poco?
—No me apetece, Julio.
Me había quedado en el aula
después de la clase.
—¡Anímate y vamos a pasear
un rato! Si no sales la mañana parece que se te hace mucho más
larga.
Julio me convenció. No
tardamos en hallarnos los dos en el patio.
—¡Con el día estupendo que
hace y no querías salir! ¿Qué te pasa, Raúl? Te veo preocupado.
Esta mañana no diste una en clase.
—Ya lo sé. No estaba por la
lección.
—Si sigues así, vas a
perder el curso.
—¡Qué me importa el curso!
Lo que me importa es el amor de esa chica, Julio.
Nos detuvimos un momento. Mi
amigo me miró fijamente.
—De verdad me parece que no
estás en tus cabales, Raúl. Esa chica no es más que un sueño
tuyo. Olvídala.
—¿Tú crees?
—¡Pues claro, hombre!
—¿Y qué me dices de su
casa? ¿También es un sueño?
—¿Qué
casa?
—La
del Igueldo. Esta noche fui a comprobar que existía, que no se trata
de un sueño.
—¿Qué has ido esta noche?
—Sí, Julio. Esta noche he
ido a cerciorarme de la existencia de esa casa. Necesitaba hacerlo.
Ahora ya sé que existe, que no es un sueño mío.
—¡Pero tú estás loco! Te
han podido descubrir.
—¡Qué importa eso!
Enmudecimos unos instantes.
Julio fue quien rompió el silencio.
—Lo que no me explico es
cómo has podido hacerlo.
—¿Hacer qué?
—Salir del colegio.
—Eso no tiene importancia.
—En aquel momento finalizaba el recreo—. Ahora ya sé
que la villa es real. Lo único que necesito es comprobar que la
chica también lo es.
—Vamos a callarnos, Raúl Ya
han tocado las palmadas y el Prefecto nos está mirando.
Efectivamente, nos observaba
desde lo alto de una escalinata. Tenía la detestable costumbre de
situarse en los lugares más estratégicos para vigilar todos
nuestros movimientos.
Después de comer subí a la
azotea. La tarde era suave. El sol se filtraba débilmente a través
de una tenue cortina grisácea. Mi vista se clavó en el Igueldo con
la velocidad del rayo. Traté de distinguir la villa de Rosa del Mar,
pero fue inútil. Desde allí todas me parecían iguales.
Desde el patio llegaban hasta
mí las voces de mis compañeros. En un principio eran diáfanas y
bien diferenciadas. Poco a poco se convirtieron en un murmullo que
arrullaba mis oídos. Mi mente estaba lejos de allí. Cavilaba sobre
la forma de salir del colegio a plena luz del día. Era arriesgado,
no cabía duda, pero era el único medio de desvelar el misterio de
mi onírico amor. Por la noche era poco menos que imposible.
—¡Pero si está aquí,
Raúl!
Un brusco estremecimiento
recorrió todo mi ser. Pronto respiré tranquilo. No eran más que
algunos compañeros que llegaban a la azotea.
—Te has asustado, ¿eh? —me
dijo uno de ellos.
—Pues sí, un poco. La
verdad que no esperaba a nadie. Como está prohibido subir aquí…
—Por eso subimos nosotros,
porque sabemos que nadie va a venir a molestarnos.
Se sentaron en el suelo y uno
de ellos sacó tabaco que repartió entre los demás.
—¿Quieres uno? —me
ofreció.
—No, gracias.
—Supongo
que no te chivarás al fraile —añadió.
—Y si se chiva, ¿qué?
—comentó otro con cierto aire de suficiencia.
—Peor para él —replicó
un tercero.
—Podéis estar tranquilos.
Por mi parte no sabrá nunca nada. No hago migas con él.
—¡Así se habla, chaval!
—me dijo el que parecía capitanear el grupo—. ¿Por qué no te
sientas aquí con nosotros?
Acepté su invitación. Uno de
ellos me ofreció una chupada de su cigarrillo. Intenté tragar el
humo, pero un acceso de tos me lo impidió. Dos gruesas lágrimas
brotaron de mis ojos.
—Tranquilo, Raúl. Eso nos
ha pasado a todos la primera vez.
No tardaron en ponerme al
corriente de sus fechorías. Todos los días después de comer,
mientras los frailes dormían la siesta, aprovechaban para fumar un
pitillo en la azotea. No estaba mal ideado. Era una forma de
protestar contra la rigidez disciplinaria.
Pronto tuvimos que abandonar
el lugar. El reglamento nos llamaba. Había que formar otra vez.
© Julio Noel
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