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Elaeso había conseguido
reunir a todos los jefes de las tribus astures cismontanas en un
lugar próximo al río Tortus,
donde posteriormente los romanos ubicarían Asturica
Augusta. Se trataba
de una especie de concejo
intertribal para tratar un asunto de suma importancia para todo su
pueblo. Estaban representados los amacos, los bedunienses, los
brigaecinos, los cabruagénigos, los iburros, los lancienses, los
lougueos, los luggones, los orniacos, los saelinos, los superatios,
los susarros, los tiburos y los zoelas, aparte de los gigurros con
Elaeso como jefe de los mismos. También asistieron como observadores
algunos representantes de los astures transmontanos.
El tema del día era la
creación de un ejército regular para afianzar la defensa contra los
romanos, que día a día se adentraban más en sus tierras con sus
incursiones y ataques. Hacía tiempo que los romanos habían puesto
sus ojos codiciosos en la tierra de los astures, para adueñarse de
los tesoros que encerraban. Su avaricia no tenía límites y no
cejarían en su empeño hasta alcanzar las riquezas que celosamente
guardaban las entrañas de aquellas montañas. Los astures ya habían
repelido más de una incursión de los romanos en sus tierras. Pero
lo habían hecho de una manera inconexa, sin una jerarquía y una
organización. Su forma de lucha era la de ataques fortuitos y
descoordinados. Hasta la fecha habían resultado siempre vencedores
gracias a su conocimiento del terreno y a que los romanos siempre
habían atacado en pequeños batallones. Pero nadie les garantizaba
que eso iba a seguir siendo siempre así. Todos ellos sabían que los
romanos poseían un ejército muy potente. Un ejército y una
maquinaria de guerra tan poderosos, que el día que decidieran
acometerles de verdad, su pueblo no tendría nada que hacer ante
aquel monstruo. Por eso, había llegado la hora de organizarse.
Tenían que estar preparados para un posible combate masivo y para
ello era necesario tener preparado un ejército que pudiera repeler
tal enfrentamiento.
Los jefes de los distintos
clanes comentaban entre sí el tema y cada uno de ellos manifestaba
su opinión, unos a favor y otros en contra. La creación del
ejército conllevaba riesgos, privaciones y sacrificios. Había que
prescindir de los mejores hombres de cada tribu. Las familias se
verían rotas y separadas. Por otra parte, habría que contribuir
económicamente a su mantenimiento. Muchos no lo veían con claridad,
pues sus medios eran escasos y aquello vendría a agravar su pobreza.
Pero al mismo tiempo eran conscientes del potencial peligro de una
invasión romana en masa. La decisión era difícil de tomar. Las
opiniones cada vez estaban más enfrentadas.
—No puede ser —decía el
representante de los cabruagénigos—. Nosotros somos muy pobres y
no podemos ayudar económicamente al mantenimiento de ese ejército.
Apenas tenemos suficiente para satisfacer nuestras necesidades, ¿cómo
vamos a colaborar?
—De alguna manera podréis
hacerlo —le contestó Elaeso—. Habrá que establecer alguna
fórmula general para recaudar entre todos nosotros los recursos
necesarios para atender las necesidades del ejército.
—Dinos cómo —inquirió el
jefe de los lougueos—. Si no nos lo quitamos a nosotros mismos y a
nuestros hijos, no sé cómo lo vamos a hacer.
—Pues habrá que hacerlo
—repuso el jefe de los amacos—. Elaeso tiene razón. Un día u
otro nos atacarán en serio los romanos y si no tomamos medidas, nos
aniquilarán en un abrir y cerrar de ojos. Tenemos que organizar ese
ejército cueste lo que cueste.
—Para ti es muy fácil decir
eso —intervino el jefe de los saelinos—. Aquí tenéis una
agricultura importante que os proporciona recursos suficientes con
los que podéis colaborar. Pero nosotros carecemos de esa
agricultura. No disponemos de vuestros medios.
—Carecéis de nuestra
agricultura —le replicó el jefe de los amacos—, pero tenéis una
fuerte ganadería y mucha caza y pesca. No puedes decir que carecéis
de recursos.
La discusión se prolongaba y
no se ponían de acuerdo los distintos jefes. La cuestión económica
era el escollo más difícil que habían encontrado, que parecía
insalvable. Los jefes de las tribus más pobres se oponían
rotundamente a su aportación económica. El resto exigía que la
contribución fuera obligatoria para todos. Al final, decidieron que
cada tribu colaboraría según sus medios. Por otra parte, el
ejército tendría también que autoabastecerse por su propia cuenta,
ya que la aportación que las distintas tribus hicieran no sería
suficiente. Para ello se les dotaría de un amplio territorio
alrededor de su campamento. En él podrían cultivar la mayor parte
de los productos que necesitaran. Por eso, la elección de lugar se
convirtió en otro aspecto muy importante. Finalmente, determinaron
casi por unanimidad que se ubicara allí mismo donde se encontraban,
esto es, en las márgenes del río Tortus.
En
la extensa zona
improductiva instalarían el campamento y justo al lado, en la vasta
vega por donde discurría el río, podrían cultivar todo lo que
necesitasen. Hubo quien pretendió llevárselo para su territorio,
entre ellos Elaeso o el jefe de los brigaecinos, pero al final hubo
consenso para que se instalase en el lugar donde estaban reunidos.
Además de las razones apuntadas anteriormente, había otra más a su
favor. Ésta era que ocupaba casi el centro geográfico de todo el
territorio astur cismontano, que al final fue la que inclinó la
balanza para elegirlo por unanimidad.
El último punto de discordia
fue el nombramiento del jefe del ejército. Varios de los líderes
allí reunidos pretendían serlo. Poco a poco casi todos ellos fueron
renunciando. Quedaban en discordia el jefe de los amacos y Elaeso. El
primero esgrimía como la razón principal para serlo que el lugar
donde se ubicaría estaba en su territorio, por tanto, le
correspondía a él su jefatura como un hecho natural. En su
territorio no podía haber dos jefes a la vez y él no estaba
dispuesto a renunciar a su puesto. Elaeso, en cambio, argumentaba en
su favor que la idea había partido de él y que sólo a él le
correspondía dirigir ese ejército. Ambos parecían tener razón y
la discusión se prolongaba ya demasiado sin que se vislumbrara un
posible acuerdo. Después de un largo debate, medió el jefe de los
lancienses.
—Ambos creo que tenéis
razón en vuestra pretensión —dijo—. Uno, porque el campamento
se ubicará en su territorio y el otro, por ser el promotor de la
idea. Ahora bien, yo creo que el lugar de su ubicación es
secundario. Lo importante es su creación y organización. Y me
parece que para llevar a cabo esa tarea, la persona más indicada es
Elaeso. De él ha partido la idea y se supone que debe de tener un
plan madurado para llevarla a cabo. Así, pues, opino que él debe
ser el jefe del ejército.
Todos aplaudieron la solución
excepto el jefe de los amacos. Éste seguía pensando que en su
territorio sólo había cabida para un jefe. Entonces volvió a
intervenir el jefe de los lancienses.
—Yo no veo ningún problema
en eso —comentó.
—¿Ah, no? —exclamó el
jefe de los amacos—. Como a ti no te va a afectar, no le ves ningún
inconveniente.
—No es por eso —le
contestó el aludido—. Es porque no tiene por qué haber ninguna
interferencia entre ambos. Tú seguirás siendo el jefe de los amacos
y mandarás en tu pueblo, mientras que él será el jefe del
ejército, que no tendrá nada que ver con tu pueblo. El ejército,
esté donde esté, debe tener una organización y una administración
distinta e independiente del pueblo donde esté ubicado. Sus misiones
y sus funciones no deben confluir ni interferir. Así, pues, tú
mandarás en tu pueblo y Elaeso en el ejército. Ambos conviviréis
pero no interferiréis uno en el otro. Seréis independientes y
soberanos cada uno en vuestro ámbito.
—¿O sea, que yo no tendré
autoridad ninguna en el campamento y posesiones del ejército?
—comentó con asombro no exento de ironía el jefe de los amacos.
—Efectivamente, así es
—corroboró el jefe de los lancienses.
—¡Pues vaya gracia!
—exclamó el anterior con cierta desilusión—. Si es así, podéis
llevaros el campamento a donde queráis. En mi territorio no lo
quiero.
—Eso es algo que ya está
decidido y aceptado por todos —sentenció el jefe de los lancienses
y nadie lo va a cambiar. Así que es mejor que aceptes los hechos
como son.
El jefe de los amacos no
estaba muy conforme, pero al final todos se pusieron de acuerdo para
que Elaeso fuera el jefe del ejército y en sus manos quedó su
organización. Antes de dar por finalizado el concejo,
todos juntos decidieron cuál iba a ser el lugar exacto que ocuparía
el campamento y sus tierras aledañas. Luego lo marcaron para que no
quedara ninguna duda de su ubicación. Finalmente, Elaeso y el jefe
de los amacos estrecharon sus manos en señal de paz y amistad e,
incluso, como signo de una colaboración futura. Después, cada uno
se retiró a su territorio deseando a los demás toda clase de
parabienes.
*****
Elaeso no demoró la creación
del campamento militar. A los pocos días de la reunión de los jefes
tribales, regresó a orillas del Tortus
con su familia y
con una buena parte de los hombres de su gens
capaces de empuñar
las armas. Después de saludar al jefe de los amacos, comenzaron las
obras para establecer el campamento base del nuevo ejército.
Entretanto Medulio y Clouto fueron enviados a recorrer todas las
tribus astures para reclutar a los varones comprendidos entre los
dieciocho y veintiún años. Al cabo de un mes ya se habían reunido
en el campamento del Tortus
más de dos mil
hombres dispuestos a prepararse para el ejercicio de las armas y para
defender su patria.
Medulio se erigió en
lugarteniente de su padre y Clouto fue nombrado capitán del
ejército. Los compañeros de instrucción de ambos se convirtieron
en instructores de los futuros soldados. Su instrucción no se hizo
esperar. Desde la mañana hasta la noche no había un momento de
descanso, tan sólo el necesario para reponer sus fuerzas. Los
ejercicios se sucedían uno tras otro y las jornadas se hacían
interminables y agotadoras. Era el precio que tenían que pagar.
Medulio se encargaba de
supervisar la instrucción de los futuros guerreros y, junto con su
padre, diseñaba la estrategia y los planes que debían seguir. En su
tiempo libre, le gustaba salir con su caballo a recorrer el
territorio de los amacos para conocer sus gentes y sus costumbres. No
tardó en ver a una bella muchacha que le recordó la misteriosa
joven que había creído ver dos veces en el bosque de su poblado. No
podía ser. No se puede afirmar que fueran como dos gotas de agua,
pero su parecido era incuestionable. Los mismos ojos azules, los
mismos cabellos de oro, la misma tez blanca como la nieve. Medulio se
acercó a ella con el corazón alterado y le preguntó por su nombre
con una sonrisa en los labios.
—¿Cómo te llamas,
preciosa?
—Elba —le contestó ella
con otra sonrisa.
—¡Qué bonito nombre!
—comentó él—. ¿Eres de aquí?
—Pues claro. ¿De dónde voy
a ser? —sugirió ella con un cierto mohín.
—Es que juraría haberte
visto en otra parte —afirmó el joven.
—Pues es un poco difícil,
porque nunca he salido de aquí.
Medulio creyó su palabra,
aunque en su fuero interno seguía teniendo sus dudas. Aquella joven
era casi igual que la que había visto en el bosque. No entendía
nada.
—¿Nos podemos ver más
veces? —le preguntó mientras retenía a Pegaso.
—Desde luego que sí
—contestó ella con una dulce sonrisa.
La joven había quedado
prendada de él nada más verlo. Era un mozo apuesto y muy robusto.
Además, parecía ostentar algún cargo en el campamento militar, de
otra manera no andaría por allí de paseo con su caballo.
—Pues entonces mañana nos
volvemos a ver en la orilla del río, allá abajo en aquel prado
poblado de chopos y alisos. ¿De acuerdo?
—Allí estaré.
La joven se dio media vuelta
no sin antes dirigirle una última sonrisa. Medulio tiró del ronzal
del caballo y con el corazón rebosante de felicidad puso rumbo al
campamento. Cuando llegó allí, le faltó tiempo para encontrarse
con su amigo. Una vez juntos, le comunicó la buena nueva.
—¿Sabes qué me ha pasado
esta tarde? —le espetó casi sin aliento y sin cruzarse ningún
otro saludo.
—¿Qué te ha pasado si
puede saberse? —le contestó Clouto.
—Acabo de ver una chica en
el poblado que es casi idéntica a la del bosque.
—¡No puede ser!
—De veras, Clouto. Son casi
como dos gotas de agua.
—¿No será la misma? —le
preguntó el amigo en tono dubitativo.
—No. Me ha asegurado que
ella no ha salido nunca de aquí.
—¡Pues sí que es raro! ¿No
te estará engañando?
—No lo creo. ¿Por qué
había de hacerlo? De todas maneras, lo importante es que la chica me
gusta y he quedado en volver a verla.
—Ya veo que vuelves a tener
un idilio. Asegúrate bien, no te vaya a pasar lo mismo que con la
del bosque y más si se parece tanto —le comentó con ironía
Clouto.
—No vengas con guasas
—Medulio le dio un pequeño empellón a su amigo en plan de chanza.
Los
dos amigos se dirigieron a la tienda en la que se reunían con sus
compañeros y amigos del pueblo. Allí charlaban y bromeaban mientras
llegaba la hora de ir a reposar. Al día siguiente, a la hora
concertada y en el lugar indicado, Medulio y Elba volvieron a
encontrarse. Poco a poco sus relaciones se fueron afianzando. Tanto
él como ella estaban locamente enamorados uno del otro. Les faltaba
tiempo para encontrarse y cuando estaban juntos, no sabían cómo
separarse. Medulio había descubierto que Elba era la hija del jefe
de los amacos y ella se había enterado a su vez que él era el hijo
del jefe del ejército.
—Vamos, Elba. No tengo
ganas, pero no me queda más remedio que regresar al campamento. Es
ya casi la hora del alba y me espera un día agotador. Tengo que
supervisar la instrucción de todo el batallón.
—Amor, mío, ¿por qué no
te olvidas del batallón y te quedas conmigo para siempre?
—No puedo hacer eso, cariño.
He jurado lealtad a mi padre, al ejército y a todos los jefes
astures. No puedo defraudarlos.
—Hazlo por mí —Elba hizo
un mohín con sus labios.
—Quisiera hacerlo, pero mi
deber me lo impide. De todas maneras, lo que vamos a hacer es
casarnos inmediatamente y así tendré tiempo para ti y para el
ejército. ¿Te parece bien?
—Antes tendremos que
preguntárselo a mi padre. No sé si dará su consentimiento.
—Pues hagámoslo lo antes
posible. Preséntame a él y yo le pediré tu mano.
Los dos amantes se despidieron
entre tiernos besos y abrazos. El joven soldado regresó velozmente
al campamento para llegar a tiempo de presidir el toque de diana.
Después de supervisar durante varias horas la instrucción de los
futuros soldados, se retiró a su tienda a descansar.
Elba, por su parte, no perdió
el tiempo. Logró concertar una entrevista entre Medulio y su padre.
Éste, cuando se enteró que el joven era el hijo de Elaeso, se negó
en redondo a recibirlo, pero los ruegos y arrumacos de su hija
ablandaron su corazón y al final cedió, no sin antes advertirle que
no le prometía nada. No olvidaba las diferencias que había tenido
con Elaeso y que éste le había quitado el puesto que él anhelaba.
Aunque ahora casi prefería que las cosas hubieran ocurrido como
ocurrieron. Pero él se había sentido humillado por el jefe de los
gigurros, lo que le hacía sentir un cierto recelo hacia él que le
era difícil olvidar. El día de la cita estaba preparado para
humillar al hijo de su rival, como revancha por su humillación ante
los jefes de todas las tribus. Cuando llegó el momento, se hicieron
las presentaciones.
—Padre, te presento a
Medulio, mi prometido.
—¡Encantado de conocerle,
señor! —Medulio extendió su mano para estrechársela.
—Encantado. Yo soy Alán
—contestó el padre de Elba.
El jefe de los amacos se quedó
casi sin voz al ver a Medulio. No esperaba un gigante como aquél.
—¡Qué envergadura!—, pensó. Le sacaba casi un palmo. En aquel
momento Alán pensó que había hecho bien en no enemistarse con
Elaeso y aún era menos prudente hacerlo con su hijo. Antes al
contrario, era preferible tenerlos a los dos como aliados. Así que
no dudó en cambiar de actitud. Después de unos segundos de
silencio, le preguntó:
—Y bien, ¿qué se te
ofrece, caballero?
—Pues verá, señor. La
cuestión es que estoy locamente enamorado de su hija y quiero
casarme con ella. Por eso he venido a pedirle su mano.
—Bien, bien. Esto es algo
que no se puede decidir a la ligera, así que tendré que tomarme
algún tiempo para pensarlo. Dame unos días para contestarte.
Medulio hubiera preferido una
respuesta inmediata, pero no estaba en condiciones de exigirla. Así
que, a pesar de su impaciencia, no le quedó otra opción que aceptar
la propuesta de Alán. Tendría que armarse de paciencia y esperar.
Al día siguiente de estos
hechos Medulio decidió comunicar a sus padres su decisión. Quería
tenerlos preparados por si la respuesta de Alán era positiva. No es
que necesitara su consentimiento, pues ya se consideraba mayor de
edad y con autonomía suficiente como para poder tomar sus propias
decisiones. Pero sí le gustaría que aprobaran su resolución. Era
preferible tenerlos a favor que en contra.
—Me voy a casar —les dijo
mientras almorzaban.
—¡Que te vas a casar!
—exclamó su madre, alejando de sí el puchero del cocido—. ¡Pero
si todavía eres un crío!
—Un crío demasiado grande
en todo caso, ¿no, madre?
—Bueno, puede que un crío
en el sentido literal de la palabra, no, pero que todavía no eres lo
bastante maduro como para casarte, sí.
—No empecemos ya, Genoveva
—intervino Elaeso—. Medulio ya es lo suficientemente mayor como
para tomar sus propias decisiones, ¿o es que quieres tenerlo bajo tu
manto toda la vida?
—No es eso, pero es que
parece que fue ayer cuando todavía era un niño. ¡El tiempo pasa
tan deprisa…!
—Claro que pasa deprisa,
Genoveva. Y bien, ¿quién es ella, hijo?
Era la pregunta que más temía
Medulio, pues sabía que su padre y Alán habían tenido sus
diferencias a la hora de nombrar al jefe del campamento militar.
Estaba convencido que desde entonces su padre guardaba un cierto
resabio al jefe de los amacos. Por eso demoraba la respuesta. Al fin
se decidió a contestar.
—Se
trata de una hermosa joven de casi mi edad —contestó él.
—Eso ya me lo imagino. Pero
tendrá familia, ¿no?
—Por supuesto que tiene
familia. Es la hija de Alán —murmuró.
—¿Qué has dicho? —preguntó
airadamente su padre como queriendo cerciorarse de que no había
oído muy bien.
—Ya lo has oído, Elaeso, es
la hija de tu amigo
Alán —repitió Genoveva con un tono cargado de ironía y
recalcando lo de tu
amigo.
—¡No puede ser! —comentó
casi para sí Elaeso—. Pero, ¿no había otra joven de la que
pudieras enamorarte?
—Pues no lo sé, padre, ni
me he preocupado de si hay o no otra joven de la que pudiera haberme
enamorado. El caso es que me he enamorado de Elba y sólo con ella
quiero casarme. Cuando la conocí y me enamoré de ella, no conocía
su ascendencia, así que mal podía adivinar quién era su padre.
—Bueno, hijo, tampoco es tan
grave. Es cierto que Alán y yo tuvimos nuestras diferencias a la
hora de decidir quién iba a ser el jefe del ejército, pero aquello
quedó allí y yo no le guardo ningún rencor. Reconozco que él
tenía sus razones para pretender el cargo. Al final todo se aclaró
y por mi parte las diferencias que pudo haber en aquel momento
quedaron zanjadas allí mismo. Si quieres a esa joven y te gusta, por
mi parte puedes casarte con ella.
—Gracias, padre. Es lo que
quería oír. Ahora sólo falta que Alán dé su consentimiento. Me
pidió que le concediera unos días para tomar su decisión.
—Me parece muy bien. Espero
que no te defraude.
—Pues si tú le das permiso
—dijo Genoveva—, yo no voy a ser menos. ¡Enhorabuena, hijo!
Espero que seas muy feliz —la madre se abrazó fuertemente a su
hijo y le dio un par de besos mientras dos gruesas lágrimas se
deslizaban por sus mejillas.
—Gracias, madre, y no llores
—Medulio la estrechó también entre sus brazos—, que no me voy a
alejar de aquí.
—No lloro por eso, hijo.
Lloro de felicidad.
La familia acabó de tomar el
almuerzo con gran alegría por la nueva que les había proporcionado
su hijo. Aquel día quedaba señalado en sus memorias, pues era el
inicio de una nueva etapa en la vida de Medulio. Terminado el
refrigerio, el joven dejó solos a sus padres para que pudieran
comentar entre ellos la noticia, mientras que él se fue en busca de
su mejor amigo para notificarle la buena nueva. Clouto descansaba
tranquilamente en su tienda hasta la hora de dar comienzo la
instrucción. Medulio apareció sonriente en la entrada.
—¡Hola, Clouto! ¿Estás
descansando? —le preguntó nada más entrar.
—¿Qué otra cosa quieres
que haga a estas horas? La jornada de la mañana ha sido agotadora.
Pero, siéntate, ¿qué haces ahí de pie?
—Ya me sentaré —comentó—.
Primero ven aquí que te dé un fuerte abrazo. Por fin, creo que voy
a casarme.
—Hombre, eso sí que es una
buena noticia —Clouto se abrazó a su amigo—. ¡Mi más sincera
enhorabuena! ¿Cuándo se celebrará la boda?
—Todavía estoy pendiente
del consentimiento del padre de Elba, pero creo que me lo va a dar.
Cuando lo tenga, fijaremos la fecha de la boda.
Medulio puso a su amigo al
corriente de los acontecimientos. Le comentó, entre otras cosas, la
buena disposición que había observado en Alán. Antes de su
entrevista temía que se opusiera rotundamente a las relaciones entre
él y su hija. Pero después de estrecharse las manos, había captado
una actitud muy positiva por parte del padre de Elba. Nunca lo
hubiera esperado, pues sabía que había quedado herido y humillado
por el nombramiento de su padre como jefe del ejército. Esperaba una
reacción de repulsa y desprecio hacia él. En cambio, no ocurrió
así. Alán se mostró muy amable con él y estaba convencido que en
aquel mismo momento le habría dado su consentimiento si no fuera por
los convencionalismos sociales, que a veces obligan a actuar de
distinta manera que uno quiere. Sabía que ése era el único motivo
por el que le había pedido que le concediera unos días para
pensarlo. Clouto le deseó toda la suerte del mundo.
© Julio Noel
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