jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 14




         

                                                       14



Elaeso había conseguido reunir a todos los jefes de las tribus astures cismontanas en un lugar próximo al río Tortus, donde posteriormente los romanos ubicarían Asturica Augusta. Se trataba de una especie de concejo intertribal para tratar un asunto de suma importancia para todo su pueblo. Estaban representados los amacos, los bedunienses, los brigaecinos, los cabruagénigos, los iburros, los lancienses, los lougueos, los luggones, los orniacos, los saelinos, los superatios, los susarros, los tiburos y los zoelas, aparte de los gigurros con Elaeso como jefe de los mismos. También asistieron como observadores algunos representantes de los astures transmontanos.
El tema del día era la creación de un ejército regular para afianzar la defensa contra los romanos, que día a día se adentraban más en sus tierras con sus incursiones y ataques. Hacía tiempo que los romanos habían puesto sus ojos codiciosos en la tierra de los astures, para adueñarse de los tesoros que encerraban. Su avaricia no tenía límites y no cejarían en su empeño hasta alcanzar las riquezas que celosamente guardaban las entrañas de aquellas montañas. Los astures ya habían repelido más de una incursión de los romanos en sus tierras. Pero lo habían hecho de una manera inconexa, sin una jerarquía y una organización. Su forma de lucha era la de ataques fortuitos y descoordinados. Hasta la fecha habían resultado siempre vencedores gracias a su conocimiento del terreno y a que los romanos siempre habían atacado en pequeños batallones. Pero nadie les garantizaba que eso iba a seguir siendo siempre así. Todos ellos sabían que los romanos poseían un ejército muy potente. Un ejército y una maquinaria de guerra tan poderosos, que el día que decidieran acometerles de verdad, su pueblo no tendría nada que hacer ante aquel monstruo. Por eso, había llegado la hora de organizarse. Tenían que estar preparados para un posible combate masivo y para ello era necesario tener preparado un ejército que pudiera repeler tal enfrentamiento.
Los jefes de los distintos clanes comentaban entre sí el tema y cada uno de ellos manifestaba su opinión, unos a favor y otros en contra. La creación del ejército conllevaba riesgos, privaciones y sacrificios. Había que prescindir de los mejores hombres de cada tribu. Las familias se verían rotas y separadas. Por otra parte, habría que contribuir económicamente a su mantenimiento. Muchos no lo veían con claridad, pues sus medios eran escasos y aquello vendría a agravar su pobreza. Pero al mismo tiempo eran conscientes del potencial peligro de una invasión romana en masa. La decisión era difícil de tomar. Las opiniones cada vez estaban más enfrentadas.
No puede ser —decía el representante de los cabruagénigos—. Nosotros somos muy pobres y no podemos ayudar económicamente al mantenimiento de ese ejército. Apenas tenemos suficiente para satisfacer nuestras necesidades, ¿cómo vamos a colaborar?
De alguna manera podréis hacerlo —le contestó Elaeso—. Habrá que establecer alguna fórmula general para recaudar entre todos nosotros los recursos necesarios para atender las necesidades del ejército.
Dinos cómo —inquirió el jefe de los lougueos—. Si no nos lo quitamos a nosotros mismos y a nuestros hijos, no sé cómo lo vamos a hacer.
Pues habrá que hacerlo —repuso el jefe de los amacos—. Elaeso tiene razón. Un día u otro nos atacarán en serio los romanos y si no tomamos medidas, nos aniquilarán en un abrir y cerrar de ojos. Tenemos que organizar ese ejército cueste lo que cueste.
Para ti es muy fácil decir eso —intervino el jefe de los saelinos—. Aquí tenéis una agricultura importante que os proporciona recursos suficientes con los que podéis colaborar. Pero nosotros carecemos de esa agricultura. No disponemos de vuestros medios.
Carecéis de nuestra agricultura —le replicó el jefe de los amacos—, pero tenéis una fuerte ganadería y mucha caza y pesca. No puedes decir que carecéis de recursos.
La discusión se prolongaba y no se ponían de acuerdo los distintos jefes. La cuestión económica era el escollo más difícil que habían encontrado, que parecía insalvable. Los jefes de las tribus más pobres se oponían rotundamente a su aportación económica. El resto exigía que la contribución fuera obligatoria para todos. Al final, decidieron que cada tribu colaboraría según sus medios. Por otra parte, el ejército tendría también que autoabastecerse por su propia cuenta, ya que la aportación que las distintas tribus hicieran no sería suficiente. Para ello se les dotaría de un amplio territorio alrededor de su campamento. En él podrían cultivar la mayor parte de los productos que necesitaran. Por eso, la elección de lugar se convirtió en otro aspecto muy importante. Finalmente, determinaron casi por unanimidad que se ubicara allí mismo donde se encontraban, esto es, en las márgenes del río Tortus. En la extensa zona improductiva instalarían el campamento y justo al lado, en la vasta vega por donde discurría el río, podrían cultivar todo lo que necesitasen. Hubo quien pretendió llevárselo para su territorio, entre ellos Elaeso o el jefe de los brigaecinos, pero al final hubo consenso para que se instalase en el lugar donde estaban reunidos. Además de las razones apuntadas anteriormente, había otra más a su favor. Ésta era que ocupaba casi el centro geográfico de todo el territorio astur cismontano, que al final fue la que inclinó la balanza para elegirlo por unanimidad.
El último punto de discordia fue el nombramiento del jefe del ejército. Varios de los líderes allí reunidos pretendían serlo. Poco a poco casi todos ellos fueron renunciando. Quedaban en discordia el jefe de los amacos y Elaeso. El primero esgrimía como la razón principal para serlo que el lugar donde se ubicaría estaba en su territorio, por tanto, le correspondía a él su jefatura como un hecho natural. En su territorio no podía haber dos jefes a la vez y él no estaba dispuesto a renunciar a su puesto. Elaeso, en cambio, argumentaba en su favor que la idea había partido de él y que sólo a él le correspondía dirigir ese ejército. Ambos parecían tener razón y la discusión se prolongaba ya demasiado sin que se vislumbrara un posible acuerdo. Después de un largo debate, medió el jefe de los lancienses.
Ambos creo que tenéis razón en vuestra pretensión —dijo—. Uno, porque el campamento se ubicará en su territorio y el otro, por ser el promotor de la idea. Ahora bien, yo creo que el lugar de su ubicación es secundario. Lo importante es su creación y organización. Y me parece que para llevar a cabo esa tarea, la persona más indicada es Elaeso. De él ha partido la idea y se supone que debe de tener un plan madurado para llevarla a cabo. Así, pues, opino que él debe ser el jefe del ejército.
Todos aplaudieron la solución excepto el jefe de los amacos. Éste seguía pensando que en su territorio sólo había cabida para un jefe. Entonces volvió a intervenir el jefe de los lancienses.
Yo no veo ningún problema en eso —comentó.
¿Ah, no? —exclamó el jefe de los amacos—. Como a ti no te va a afectar, no le ves ningún inconveniente.
No es por eso —le contestó el aludido—. Es porque no tiene por qué haber ninguna interferencia entre ambos. Tú seguirás siendo el jefe de los amacos y mandarás en tu pueblo, mientras que él será el jefe del ejército, que no tendrá nada que ver con tu pueblo. El ejército, esté donde esté, debe tener una organización y una administración distinta e independiente del pueblo donde esté ubicado. Sus misiones y sus funciones no deben confluir ni interferir. Así, pues, tú mandarás en tu pueblo y Elaeso en el ejército. Ambos conviviréis pero no interferiréis uno en el otro. Seréis independientes y soberanos cada uno en vuestro ámbito.
¿O sea, que yo no tendré autoridad ninguna en el campamento y posesiones del ejército? —comentó con asombro no exento de ironía el jefe de los amacos.
Efectivamente, así es —corroboró el jefe de los lancienses.
¡Pues vaya gracia! —exclamó el anterior con cierta desilusión—. Si es así, podéis llevaros el campamento a donde queráis. En mi territorio no lo quiero.
Eso es algo que ya está decidido y aceptado por todos —sentenció el jefe de los lancienses y nadie lo va a cambiar. Así que es mejor que aceptes los hechos como son.
El jefe de los amacos no estaba muy conforme, pero al final todos se pusieron de acuerdo para que Elaeso fuera el jefe del ejército y en sus manos quedó su organización. Antes de dar por finalizado el concejo, todos juntos decidieron cuál iba a ser el lugar exacto que ocuparía el campamento y sus tierras aledañas. Luego lo marcaron para que no quedara ninguna duda de su ubicación. Finalmente, Elaeso y el jefe de los amacos estrecharon sus manos en señal de paz y amistad e, incluso, como signo de una colaboración futura. Después, cada uno se retiró a su territorio deseando a los demás toda clase de parabienes.

                                                *****


Elaeso no demoró la creación del campamento militar. A los pocos días de la reunión de los jefes tribales, regresó a orillas del Tortus con su familia y con una buena parte de los hombres de su gens capaces de empuñar las armas. Después de saludar al jefe de los amacos, comenzaron las obras para establecer el campamento base del nuevo ejército. Entretanto Medulio y Clouto fueron enviados a recorrer todas las tribus astures para reclutar a los varones comprendidos entre los dieciocho y veintiún años. Al cabo de un mes ya se habían reunido en el campamento del Tortus más de dos mil hombres dispuestos a prepararse para el ejercicio de las armas y para defender su patria.
Medulio se erigió en lugarteniente de su padre y Clouto fue nombrado capitán del ejército. Los compañeros de instrucción de ambos se convirtieron en instructores de los futuros soldados. Su instrucción no se hizo esperar. Desde la mañana hasta la noche no había un momento de descanso, tan sólo el necesario para reponer sus fuerzas. Los ejercicios se sucedían uno tras otro y las jornadas se hacían interminables y agotadoras. Era el precio que tenían que pagar.
Medulio se encargaba de supervisar la instrucción de los futuros guerreros y, junto con su padre, diseñaba la estrategia y los planes que debían seguir. En su tiempo libre, le gustaba salir con su caballo a recorrer el territorio de los amacos para conocer sus gentes y sus costumbres. No tardó en ver a una bella muchacha que le recordó la misteriosa joven que había creído ver dos veces en el bosque de su poblado. No podía ser. No se puede afirmar que fueran como dos gotas de agua, pero su parecido era incuestionable. Los mismos ojos azules, los mismos cabellos de oro, la misma tez blanca como la nieve. Medulio se acercó a ella con el corazón alterado y le preguntó por su nombre con una sonrisa en los labios.
¿Cómo te llamas, preciosa?
Elba —le contestó ella con otra sonrisa.
¡Qué bonito nombre! —comentó él—. ¿Eres de aquí?
Pues claro. ¿De dónde voy a ser? —sugirió ella con un cierto mohín.
Es que juraría haberte visto en otra parte —afirmó el joven.
Pues es un poco difícil, porque nunca he salido de aquí.
Medulio creyó su palabra, aunque en su fuero interno seguía teniendo sus dudas. Aquella joven era casi igual que la que había visto en el bosque. No entendía nada.
¿Nos podemos ver más veces? —le preguntó mientras retenía a Pegaso.
Desde luego que sí —contestó ella con una dulce sonrisa.
La joven había quedado prendada de él nada más verlo. Era un mozo apuesto y muy robusto. Además, parecía ostentar algún cargo en el campamento militar, de otra manera no andaría por allí de paseo con su caballo.
Pues entonces mañana nos volvemos a ver en la orilla del río, allá abajo en aquel prado poblado de chopos y alisos. ¿De acuerdo?
Allí estaré.
La joven se dio media vuelta no sin antes dirigirle una última sonrisa. Medulio tiró del ronzal del caballo y con el corazón rebosante de felicidad puso rumbo al campamento. Cuando llegó allí, le faltó tiempo para encontrarse con su amigo. Una vez juntos, le comunicó la buena nueva.
¿Sabes qué me ha pasado esta tarde? —le espetó casi sin aliento y sin cruzarse ningún otro saludo.
¿Qué te ha pasado si puede saberse? —le contestó Clouto.
Acabo de ver una chica en el poblado que es casi idéntica a la del bosque.
¡No puede ser!
De veras, Clouto. Son casi como dos gotas de agua.
¿No será la misma? —le preguntó el amigo en tono dubitativo.
No. Me ha asegurado que ella no ha salido nunca de aquí.
¡Pues sí que es raro! ¿No te estará engañando?
No lo creo. ¿Por qué había de hacerlo? De todas maneras, lo importante es que la chica me gusta y he quedado en volver a verla.
Ya veo que vuelves a tener un idilio. Asegúrate bien, no te vaya a pasar lo mismo que con la del bosque y más si se parece tanto —le comentó con ironía Clouto.
No vengas con guasas —Medulio le dio un pequeño empellón a su amigo en plan de chanza.
Los dos amigos se dirigieron a la tienda en la que se reunían con sus compañeros y amigos del pueblo. Allí charlaban y bromeaban mientras llegaba la hora de ir a reposar. Al día siguiente, a la hora concertada y en el lugar indicado, Medulio y Elba volvieron a encontrarse. Poco a poco sus relaciones se fueron afianzando. Tanto él como ella estaban locamente enamorados uno del otro. Les faltaba tiempo para encontrarse y cuando estaban juntos, no sabían cómo separarse. Medulio había descubierto que Elba era la hija del jefe de los amacos y ella se había enterado a su vez que él era el hijo del jefe del ejército.
Vamos, Elba. No tengo ganas, pero no me queda más remedio que regresar al campamento. Es ya casi la hora del alba y me espera un día agotador. Tengo que supervisar la instrucción de todo el batallón.
Amor, mío, ¿por qué no te olvidas del batallón y te quedas conmigo para siempre?
No puedo hacer eso, cariño. He jurado lealtad a mi padre, al ejército y a todos los jefes astures. No puedo defraudarlos.
Hazlo por mí —Elba hizo un mohín con sus labios.
Quisiera hacerlo, pero mi deber me lo impide. De todas maneras, lo que vamos a hacer es casarnos inmediatamente y así tendré tiempo para ti y para el ejército. ¿Te parece bien?
Antes tendremos que preguntárselo a mi padre. No sé si dará su consentimiento.
Pues hagámoslo lo antes posible. Preséntame a él y yo le pediré tu mano.
Los dos amantes se despidieron entre tiernos besos y abrazos. El joven soldado regresó velozmente al campamento para llegar a tiempo de presidir el toque de diana. Después de supervisar durante varias horas la instrucción de los futuros soldados, se retiró a su tienda a descansar.
Elba, por su parte, no perdió el tiempo. Logró concertar una entrevista entre Medulio y su padre. Éste, cuando se enteró que el joven era el hijo de Elaeso, se negó en redondo a recibirlo, pero los ruegos y arrumacos de su hija ablandaron su corazón y al final cedió, no sin antes advertirle que no le prometía nada. No olvidaba las diferencias que había tenido con Elaeso y que éste le había quitado el puesto que él anhelaba. Aunque ahora casi prefería que las cosas hubieran ocurrido como ocurrieron. Pero él se había sentido humillado por el jefe de los gigurros, lo que le hacía sentir un cierto recelo hacia él que le era difícil olvidar. El día de la cita estaba preparado para humillar al hijo de su rival, como revancha por su humillación ante los jefes de todas las tribus. Cuando llegó el momento, se hicieron las presentaciones.
Padre, te presento a Medulio, mi prometido.
¡Encantado de conocerle, señor! —Medulio extendió su mano para estrechársela.
Encantado. Yo soy Alán —contestó el padre de Elba.
El jefe de los amacos se quedó casi sin voz al ver a Medulio. No esperaba un gigante como aquél. —¡Qué envergadura!—, pensó. Le sacaba casi un palmo. En aquel momento Alán pensó que había hecho bien en no enemistarse con Elaeso y aún era menos prudente hacerlo con su hijo. Antes al contrario, era preferible tenerlos a los dos como aliados. Así que no dudó en cambiar de actitud. Después de unos segundos de silencio, le preguntó:
Y bien, ¿qué se te ofrece, caballero?
Pues verá, señor. La cuestión es que estoy locamente enamorado de su hija y quiero casarme con ella. Por eso he venido a pedirle su mano.
Bien, bien. Esto es algo que no se puede decidir a la ligera, así que tendré que tomarme algún tiempo para pensarlo. Dame unos días para contestarte.
Medulio hubiera preferido una respuesta inmediata, pero no estaba en condiciones de exigirla. Así que, a pesar de su impaciencia, no le quedó otra opción que aceptar la propuesta de Alán. Tendría que armarse de paciencia y esperar.
Al día siguiente de estos hechos Medulio decidió comunicar a sus padres su decisión. Quería tenerlos preparados por si la respuesta de Alán era positiva. No es que necesitara su consentimiento, pues ya se consideraba mayor de edad y con autonomía suficiente como para poder tomar sus propias decisiones. Pero sí le gustaría que aprobaran su resolución. Era preferible tenerlos a favor que en contra.
Me voy a casar —les dijo mientras almorzaban.
¡Que te vas a casar! —exclamó su madre, alejando de sí el puchero del cocido—. ¡Pero si todavía eres un crío!
Un crío demasiado grande en todo caso, ¿no, madre?
Bueno, puede que un crío en el sentido literal de la palabra, no, pero que todavía no eres lo bastante maduro como para casarte, sí.
No empecemos ya, Genoveva —intervino Elaeso—. Medulio ya es lo suficientemente mayor como para tomar sus propias decisiones, ¿o es que quieres tenerlo bajo tu manto toda la vida?
No es eso, pero es que parece que fue ayer cuando todavía era un niño. ¡El tiempo pasa tan deprisa…!
Claro que pasa deprisa, Genoveva. Y bien, ¿quién es ella, hijo?
Era la pregunta que más temía Medulio, pues sabía que su padre y Alán habían tenido sus diferencias a la hora de nombrar al jefe del campamento militar. Estaba convencido que desde entonces su padre guardaba un cierto resabio al jefe de los amacos. Por eso demoraba la respuesta. Al fin se decidió a contestar.
—Se trata de una hermosa joven de casi mi edad —contestó él.
Eso ya me lo imagino. Pero tendrá familia, ¿no?
Por supuesto que tiene familia. Es la hija de Alán —murmuró.
¿Qué has dicho? —preguntó airadamente su padre como queriendo cerciorarse de que no había oído muy bien.
Ya lo has oído, Elaeso, es la hija de tu amigo Alán —repitió Genoveva con un tono cargado de ironía y recalcando lo de tu amigo.
¡No puede ser! —comentó casi para sí Elaeso—. Pero, ¿no había otra joven de la que pudieras enamorarte?
Pues no lo sé, padre, ni me he preocupado de si hay o no otra joven de la que pudiera haberme enamorado. El caso es que me he enamorado de Elba y sólo con ella quiero casarme. Cuando la conocí y me enamoré de ella, no conocía su ascendencia, así que mal podía adivinar quién era su padre.
Bueno, hijo, tampoco es tan grave. Es cierto que Alán y yo tuvimos nuestras diferencias a la hora de decidir quién iba a ser el jefe del ejército, pero aquello quedó allí y yo no le guardo ningún rencor. Reconozco que él tenía sus razones para pretender el cargo. Al final todo se aclaró y por mi parte las diferencias que pudo haber en aquel momento quedaron zanjadas allí mismo. Si quieres a esa joven y te gusta, por mi parte puedes casarte con ella.
Gracias, padre. Es lo que quería oír. Ahora sólo falta que Alán dé su consentimiento. Me pidió que le concediera unos días para tomar su decisión.
Me parece muy bien. Espero que no te defraude.
Pues si tú le das permiso —dijo Genoveva—, yo no voy a ser menos. ¡Enhorabuena, hijo! Espero que seas muy feliz —la madre se abrazó fuertemente a su hijo y le dio un par de besos mientras dos gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Gracias, madre, y no llores —Medulio la estrechó también entre sus brazos—, que no me voy a alejar de aquí.
No lloro por eso, hijo. Lloro de felicidad.
La familia acabó de tomar el almuerzo con gran alegría por la nueva que les había proporcionado su hijo. Aquel día quedaba señalado en sus memorias, pues era el inicio de una nueva etapa en la vida de Medulio. Terminado el refrigerio, el joven dejó solos a sus padres para que pudieran comentar entre ellos la noticia, mientras que él se fue en busca de su mejor amigo para notificarle la buena nueva. Clouto descansaba tranquilamente en su tienda hasta la hora de dar comienzo la instrucción. Medulio apareció sonriente en la entrada.
¡Hola, Clouto! ¿Estás descansando? —le preguntó nada más entrar.
¿Qué otra cosa quieres que haga a estas horas? La jornada de la mañana ha sido agotadora. Pero, siéntate, ¿qué haces ahí de pie?
Ya me sentaré —comentó—. Primero ven aquí que te dé un fuerte abrazo. Por fin, creo que voy a casarme.
Hombre, eso sí que es una buena noticia —Clouto se abrazó a su amigo—. ¡Mi más sincera enhorabuena! ¿Cuándo se celebrará la boda?
Todavía estoy pendiente del consentimiento del padre de Elba, pero creo que me lo va a dar. Cuando lo tenga, fijaremos la fecha de la boda.
Medulio puso a su amigo al corriente de los acontecimientos. Le comentó, entre otras cosas, la buena disposición que había observado en Alán. Antes de su entrevista temía que se opusiera rotundamente a las relaciones entre él y su hija. Pero después de estrecharse las manos, había captado una actitud muy positiva por parte del padre de Elba. Nunca lo hubiera esperado, pues sabía que había quedado herido y humillado por el nombramiento de su padre como jefe del ejército. Esperaba una reacción de repulsa y desprecio hacia él. En cambio, no ocurrió así. Alán se mostró muy amable con él y estaba convencido que en aquel mismo momento le habría dado su consentimiento si no fuera por los convencionalismos sociales, que a veces obligan a actuar de distinta manera que uno quiere. Sabía que ése era el único motivo por el que le había pedido que le concediera unos días para pensarlo. Clouto le deseó toda la suerte del mundo.


© Julio Noel

             

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