6
El invierno se había adueñado
de todo. Un lienzo blanco y helado cubría el valle de Osimara. El
frío y la oscuridad obligaban a sus habitantes a refugiarse en las
humildes chozas. Las calles y el campo quedaron en poder de la noche
y de las alimañas. El viento silbaba por las esquinas y el rumor del
río y de los árboles era ensordecedor. A lo lejos se escuchaba el
ulular del lobo. El hogar de Elaeso y Genoveva ardía alegremente
atizado con gruesos troncos de roble y cepos
o raíces de las urces.
A su alrededor se reunían, además del matrimonio y su hijo, varios
vecinos, entre los que se encontraban Evelina, hermana de Genoveva, y
su hija Mabel. En las largas noches de invierno acostumbraban
juntarse varios vecinos en una sola casa para ahorrar combustible y
para pasar las largas veladas en compañía. Allí jugaban,
charlaban, contaban historias, leyendas, cuentos, y las mujeres
aprovechaban para hilar y tejer las prendas de abrigo para los suyos.
Eran momentos para el ocio, el descanso y la relajación y para unas
relaciones sanas y cordiales entre vecinos, familiares y amigos. Era
el filandón
de los astures.
—Elaeso, enciende un par de
aguzos
y colócalos en su sitio. Con la luz del fuego no se ve a hacer nada.
—Ya voy, Genoveva.
Los aguzos
eran los palos secos de las urces.
Daban una luz clara y brillante a medida que el fuego los consumía
lentamente. Se encendían por un extremo y por el otro se fijaban en
una rendija de la pared hasta que se consumían. Era el alumbrado del
que disponían aparte del resplandor del hogar.
—¿Cómo te van las cosas,
Brian?
—Bien, dentro de lo que
cabe, Elaeso. Aquí todos nos conocemos y sabemos muy bien del pie
que cojea cada cual.
Brian era un vecino y viejo
amigo de Elaeso con el que éste solía compartir muchas de sus
preocupaciones e inquietudes.
—Hombre, ya sé que las
cosas no están muy bien y que hay algunos más necesitados que
otros, pero este año no nos está yendo nada mal. De momento tenemos
reservas suficientes para pasar el invierno. Luego ya veremos.
—Espero que no te equivoques
en tus previsiones, Elaeso, y que el invierno no sea muy largo. Hay
ya más de uno que se está quejando que no le van a alcanzar las
provisiones para toda la temporada.
—Pues si eso ocurre, habrá
que ayudarles, porque en el mal tiempo no podemos salir a ninguna
parte a buscar alimentos.
Elaeso juntó en el hogar los
cepos incandescentes
y los tizones de roble para añadir más leña al fuego. El frío ya
empezaba a dejarse sentir en la choza.
—Eso de echar una mano es
muy relativo. Ya sabes que hay más de uno que escurre el bulto si
puede. Entre ellos, alguno de los que se queja que ya no tiene
bastante.
—Ya lo sé, Brian. Ya sé
que los hay que sólo piensa en sí mismos. Siempre tiene que haber
alguna oveja negra en el rebaño.
—Lo malo es que cada vez
habrá más si nadie lo remedia.
—Pues habrá que pensar en
algo para evitarlo.
—Bien, entonces a ti te
corresponde hacerlo como jefe de la tribu.
—Sí, pero no estaría de
más que alguien me ayudara a encontrar la solución. Yo solo no
logro dar con ella, aunque había pensado que en el futuro podíamos
guardar en una choza común todo el botín que obtengamos de los
vacceos. ¿Qué te parece?
Brian se removió en el banco
antes de contestar.
—Hombre, no es mala idea.
Podemos ponerla en práctica a partir del año que viene.
—Habrá que hacerlo para
evitar situaciones penosas y ante la falta de colaboración de
algunos.
—Bueno, basta ya de
conversación seria, que esto parece más un concejo
que una velada, —comentó Genoveva—. A ver, ¿no se anima alguien
a contar un cuento o algo divertido?
—Yo misma —dijo Evelina,
que sin más preámbulos se dispuso a relatar su historia. Todo el
mundo prestó atención para escucharla—. Hace mucho tiempo
—comenzó a decir mientras dejaba el jersey que estaba tejiendo
sobre su regazo— vivía un enorme cuélebre en una cueva muy grande
de las montañas de Vadinia. Se dice que vigilaba un gran tesoro que
habían guardado allí los mouros.
El cuélebre daba tales silbidos entre aquellas montañas, que todos
los habitantes de la zona vivían aterrorizados. Nadie se atrevía a
pasar por allí ni a llevar los rebaños a pastar por entre aquellas
peñas. La abundante y sabrosa hierba que allí crecía se perdía
año tras año, hasta que un día apareció un pastorcillo con una
flauta que tañía dulce y armoniosamente mientras el rebaño pacía.
Le advirtieron que no se aventurara a ir por aquel lugar, pues el
enorme monstruo se lo comería sin compasión, pero él no hizo caso
de las advertencias, antes al contrario, condujo sin demora su rebaño
hacia aquellos pastos tan abundantes y apetitosos. Para calmar al
monstruo tañía y tañía su flauta sin cesar, al mismo tiempo
le suministraba cada día un gran cuenco lleno de leche de sus
ovejas. El monstruo sorbía la leche y dejaba en paz al pastorcillo
con su rebaño. Pasó el tiempo y cuando de nuevo volvió a crecer la
fresca hierba, regresó el pastorcillo con su rebaño a aquellas
montañas. Cada día tocaba la flauta y le ponía el cuenco de leche
al monstruo, pero un día se le olvidó ponérselo y el cuélebre lo
devoró de un solo bocado. Nunca más a nadie se le ocurrió volver a
pasar por delante de la cueva.
—Es una leyenda muy bonita,
tía Evelina —comentó Medulio, que no había perdido detalle de la
narración—, pero, ¿qué es un cuélebre?
—Un cuélebre —le aclaró
su tía— es un animal fabuloso, mitad dragón y mitad serpiente,
que tiene todo su cuerpo recubierto de escamas tan duras que no hay
puñal ni lanza que las atraviese. Sólo tiene tres puntos débiles
en su cuerpo, que son los ojos y un punto de su garganta. Cualquier
arma que choque contra sus escamas se hace mil añicos antes que
atravesarlas. Por eso se dice que son invencibles. Los cuélebres
habitan en grandes y profundas cuevas. Se dice que guardan los
tesoros que se ocultan en ellas. Cuando el cuélebre se va haciendo
mayor, sus escamas se endurecen más y más, hasta que un día deben
abandonar la tierra para refugiarse en la mar más profunda, donde se
dedican a guardar los grandes tesoros que allí hay.
—¡Qué bonito! —exclamó
el niño—. ¿Y dónde están las montañas de Vadinia?
—En los límites de nuestro
territorio con el de los cántabros —le aclaró su madre—. Si
subes a lo más alto de nuestras montañas y miras hacia el Nordeste
un día claro, verás las de Vadinia allá al fondo de un color
grisáceo y como entre brumas. Son las más altas que se divisan en
esa dirección.
—El primer día que haga sol
pienso ir a verlas.
—Mejor espera a que llegue
el buen tiempo —le dijo su madre—. Ahora no es aconsejable subir
allí arriba.
—¡Qué pena! Me gustaría
verlas ahora —insistió Medulio.
—Calla ya y no seas tan
pesado, hijo —le reconvino su padre—. Mira tu prima que callada
está. Yo había oído varias leyendas de cuélebres, pero ninguna
como ésta. Es muy bonita. ¿Dónde la has aprendido, Evelina?
—Me la enseñó mi madre.
—Pues nunca se la he oído
contar a Genoveva.
—Es que a mí no me la
enseñó o al menos no lo recuerdo. Pero me reveló otras, como la
leyenda del lago. Si queréis os la cuento.
—Sí, sí, cuéntanosla,
Genoveva —insistieron todos.
Genoveva dejó a un lado el
ovillo de lana y las agujas con las que estaba tejiendo unos
calcetines para su marido. Luego carraspeó un poco para aclarar su
voz y se arrellanó en el escaño antes de comenzar su relato.
—Cuentan que en un profundo
valle de las altas montañas que nos separan de nuestros hermanos del
Norte vivía una bellísima doncella. Tan hermosa era que no había
joven por aquellos alrededores que no estuviera enamorado de ella.
Todos la pretendían, tanto ricos como pobres, a pesar de su
extremada pobreza. Un día acertó a pasar por allí un príncipe que
se quedó prendado de su belleza nada más verla. Tanto la halagó y
le prometió, que al final la doncella se entregó a él en cuerpo y
alma. El príncipe le hizo infinidad de promesas, entre otras, que
volvería muy pronto a buscarla para llevársela con él para
siempre. Cuando se separaron, le regaló una diadema de oro y piedras
preciosas y un collar de perlas. La bella doncella, burlada y
engañada, esperó y esperó el regreso del príncipe. Pero los años
pasaban y él no regresó. Entonces la joven comenzó a llorar y con
sus lágrimas se llenó todo el valle en el que surgió un enorme
lago de cristalinas y azules aguas. Dicen que todos los años en la
noche del solsticio de verano flotan sobre sus aguas el collar y la
diadema. También dicen que cuando esa noche coincide con el
plenilunio, se ve cómo se desplaza sobre la superficie de las aguas
una dama muy hermosa toda vestida de blanco. Hay muchos que todavía
hoy se acercan al lago para verla.
—Es muy bonita, madre.
—¡Siempre tienes que ser tú
el primero en decir algo! —le volvió a reprochar su padre—. Mira
como Mabel no dice nada, mientras que tú no callas un momento.
—Porque Mabel está
durmiendo —contestó Medulio—. Siempre se duerme en las veladas.
—¡Mentira! —respondió la
niña con la cara roja como la púrpura—. Yo no me duermo.
—Claro que no. Sólo que se
te cierran los ojos y empiezas a roncar —insistió el primo
para hacerle rabiar.
—Eso no es cierto —se
defendía la niña.
—Bueno, ya basta por hoy.
Vámonos, hija, que ya es hora de dormir —medió Evelina
dando así por finalizada la reunión.
Madre e hija se acercaron a la
puerta. Los demás contertulios hicieron lo propio y se despidieron
de sus anfitriones. Al día siguiente regresarían para pasar una
velada más.
Hacía horas que la noche se
había adueñado del valle de Osimara. Elaeso y Genoveva se
preparaban para pasar una amena velada. Poco a poco fueron llegando
los demás contertulios deseosos de oír nuevas historias y comentar
las anécdotas del día. Era una costumbre ancestral que noche tras
noche se repetía en aquellas tierras desde tiempos inmemoriales. Una
manera muy hermosa de relacionarse aquellas gentes humildes al amor
de la lumbre durante las gélidas y eternas noches de invierno .
—Buenas noches, familia.
¿Cómo va eso? —saludó Brian al entrar.
—Buenas noches —le
contestaron los anfitriones.
—¡Vaya frío que hace! Esta
noche va a caer una buena nevada.
—No lo sé, Brian. Hace
mucho frío para eso.
—Ojalá aciertes, Elaeso.
—Ya sabes que cuando hace
tanto frío no nieva. Para nevar tiene que templar un poco. Pero,
deja las madreñas ahí y ven a calentarte un poco al lado del fuego.
—Ya voy, Elaeso.
Brian
se descalzó las madreñas y se acercó al hogar al lado de sus
anfitriones. Poco después entró la familia de Genoveva y tras ellos
llegaron más contertulios. Todos se fueron acomodando al lado del
fuego, que era el único lugar de la choza algo más acogedor. Pronto
las mujeres comenzaron a hilar o tejer sus prendas. Mientras tanto
los hombres charlaban de sus cosas y los niños correteaban y se
perseguían por entre los pocos enseres que había.
—¡Niños, estaos quietos
ya, que vais a romper algo! —les reconvino Genoveva.
—¡Bah!, venid aquí, que os
voy a contar una historia de esta tierra —les prometió Elaeso.
—¿Qué historia es ésa,
padre?
—Siéntate aquí y escucha
—el niño se sentó al lado de su padre, en tanto que Mabel lo
hacía entre los suyos—. Cuentan —prosiguió Elaeso— que hace
muchos, muchos años en medio de este valle había un enorme montón
de oro. Tan grande era que parecía una montaña. Los habitantes de
este lugar lo custodiaban para que nadie se lo robara. Pero vinieron
unos hombres de tierras muy lejanas que querían apoderarse de él.
Las gentes de este lugar se opusieron a ello. Entonces aquellos
extranjeros les ofrecieron objetos y regalos que traían a cambio del
oro. Los nativos accedieron a darles algo del precioso metal a cambio
de los regalos. Los extranjeros se marcharon, pero no tardaron en
volver con más hombres y más regalos para llevarse mucho más oro
que la primera vez. Los habitantes del valle, a pesar de oponerse, no
pudieron evitar que se lo llevaran. En vista de ello, se reunieron
todos en el bosque sagrado para pedir al dios Tilenus
que los librara de
aquellos avarientos hombres y protegiera su tesoro. Tanto rogaron al
dios, que éste se apiadó de ellos, por lo que con su enorme fuerza
arrancó un trozo de la montaña y lo depositó encima del montón de
oro. Así cuando volvieron por tercera vez aquellos insaciables
extranjeros, sólo encontraron la montaña que ahora ocupa el lugar
del montón de oro y tuvieron que marcharse con las manos vacías.
—Si hay tanto oro ahí, ¿por
qué no lo sacamos, padre?
—Buena pregunta, hijo.
Todos rieron la ocurrencia de
Medulio. El niño en su inocencia se creía al pie de la letra la
historia que acababa de contar su padre.
—¿Alguien se anima a contar
alguna otra historia? —inquirió Evelina.
Nadie
contestó. Cada cual siguió con sus quehaceres o con sus
pasatiempos. Genoveva y Evelina, con las labores de hilar y tejer.
Los hombres se enfrascaron en sus conversaciones y preocupaciones. Y
los niños correteaban otra vez por toda la choza. No tardaron en
jugar a la pita
ciega.
—¿Quién hace de pita
ciega? —preguntó Medulio.
—Tú —le contestaron Mabel
y varios niños más.
Le vendaron los ojos para que
no viera nada.
—¿Qué buscas, pita ciega?
—gritaron.
—Una aguja y un dedal
—contestó él.
—Pues da tres vueltas y los
encontrarás.
Le dieron tres vueltas para
desorientarlo. Entonces el niño comenzó a buscar a los demás con
los brazos extendidos hacia delante. Ellos procuraban esconderse para
que no los localizara. Si por fin conseguía atrapar a uno, tenía
que adivinar de quién se trataba a través del tacto. Si lo
conseguía, éste se quedaba de pita
ciega para el
siguiente turno. Si no lo identificaba, tenía que continuar él.
—No me encontrarás —le
decía uno.
—Ni a mí tampoco —le
gritaba otro.
—A ver si me pillas a mí
—se burlaba un tercero.
Todos reían y se divertían.
Hasta los mayores prestaron por un instante atención al juego. Al
final Medulio consiguió atrapar e identificar a uno de los niños.
Éste se quedó de pita
ciega y continuó
el juego. Los mayores prosiguieron con sus conversaciones y
quehaceres hasta que el fuego se extinguió casi por completo y
alguien les recordó que ya era demasiado tarde. Al abrir la puerta
se toparon con una fina capa blanca en el suelo. La nieve, por fin,
se había dignado hacerles una visita.
Un
día más se reunieron los contertulios para disfrutar una nueva
velada. El hogar chisporreteaba y resplandecía con los troncos de
roble y los cepos
que le habían puesto. Varios aguzos
colgados por las paredes iluminaban el resto de la morada. Todos
habían ocupado ya sus asientos. Las mujeres se disponían a hilar
o tejer, mientras un murmullo general lo llenaba todo. En esto Brian
pidió la palabra.
—Si me lo permitís, hoy
quisiera contaros una pequeña leyenda.
—Faltaría más —comentó
Elaeso—. Estás en tu casa.
—Era
una desapacible tarde de invierno —comenzó a relatar Brian—. La
nieve caía en abundantes y copiosos copos. Por doquier se veía el
extenso manto blanco que lo cubría todo y todo lo uniformaba. Las
lindes del sendero se habían borrado por completo. A cualquier parte
que se dirigiera la vista, todo se veía igual. Era imposible
orientarse en aquel mar de blancura.
»Un
caminante avanzaba abriéndose paso lentamente por entre la nieve.
Miraba hacia una y otra parte, pero no distinguía nada. Todo era
silencio y quietud. Sólo se oía el roce de sus polainas con la
nieve. Diríase que estaba completamente solo entre aquellas
montañas.
»El hombre avanzaba cada vez
más despacio. Sus fuerzas lo abandonaban paulatinamente. Poco a poco
la débil luz del día se iba desvaneciendo. El caminante comenzaba a
temer por su vida. La noche se acercaba y él estaba solo entre
aquellas montañas. Esto iba pensando cuando descubrió una pequeña
gruta. Fue algo providencial, pues la noche se adueñaba de todo y
las fuerzas ya le flaqueaban.
»Con
no poco esfuerzo logró nuestro héroe alcanzar la cueva. A duras
penas se instaló en ella para pasar la noche. Con las luces del
alba reemprendería el camino para llegar a su hogar. Pero el día
siguiente amaneció tan encapotado como el anterior y así durante
días y días. La nieve lo cubría todo y el hombre se desesperaba.
No encontraba el medio para salir de allí.
»Una
noche, cuando más deprimido estaba, creyó distinguir a la luz de la
luna la figura de una hermosa mujer. Le pareció ver que se
deslizaba suavemente sobre la nieve a pocos pasos de donde él se
hallaba. La figura iba vestida toda de blanco y cubierta la cara y la
cabeza con un velo del mismo color. Sólo el movimiento la hacía
perceptible, pues su blancura se confundía con la de la nieve que la
rodeaba. El hombre no podía dar crédito a lo que veía. Quiso
seguirla cuando se alejaba, pero en ese mismo instante se desvaneció
la aparición.
»Durante
varias noches siguió apareciéndose la dama y siempre se desvanecía
cuando el hombre trataba de seguirla. Una noche, en cambio, no se
desvaneció. Él siguió sus pasos como hipnotizado por ella. La
misteriosa aparición avanzaba suavemente por entre las montañas.
Parecía que sus pies no rozaran la nieve. Iba como siempre toda
vestida de blanco y cubierta con el velo del mismo color. El
caminante seguía en pos de ella. Avanzaba como un autómata, sin
tener conciencia de lo que hacía. Ya llevaba tiempo siguiendo sus
pasos y creía estar a punto de alcanzarla, cuando la visión
desapareció a través de una tenue niebla. Él hizo un esfuerzo por
alcanzar la orla de su vestido, pero se precipitó en el abismo que
había bajo sus pies.
»Por
el lugar se cuenta que la Dama de las Nieves se aparece a los
caminantes extraviados en aquellas montañas nevadas, para
conducirlos inexorablemente al precipicio por el que se despeñan.
Son muy pocos los que se aventuran a atravesar aquellos inhóspitos
parajes.
—¿Y
dónde están esas montañas? ¿Están cerca de aquí? —preguntó
con voz trémula Medulio, que había quedado algo impresionado por la
historia.
—Pues
no lo sé, pero por aquí cerca no lo creo —contestó Brian.
—A
mí me daría miedo ir por allí —comentó el niño.
—¡Toma,
y a mí! —aseveró Brian—. ¿A quién no le da miedo que lo
lleven a una muerte segura?
Las débiles llamas crepitaban
y lamían los dos últimos tizones que ardían en el hogar. Medulio
dormía plácidamente en su camastro. Elaeso y Genoveva se disponían
a descansar después de la larga velada. Un día más llegaba a su
fin.
Habían llegado ya a lo más
crudo del invierno. El valle de Osimara permanecía cubierto por una
espesa capa de nieve que impedía moverse por él. A duras penas los
vecinos del poblado conseguían trasladarse de unas chozas a las
otras a través de las huelgas
que habían abierto en la nieve. El frío era intenso y la nieve,
helada, crujía bajo las madreñas de los caminantes.
—¡Vaya
frío que hace esta noche! —comentó Budecio mientras cerraba la
puerta de la choza de Elaeso.
—¡Ciérrala,
ciérrala bien, que hoy no hay quien pare por ahí fuera! —le
contestó Genoveva—. Además, hoy Medulio está enfermo y no
conviene que se enfríe mucho esto.
—Pues,
¿qué es lo que le pasa a este granuja? —ironizaba Budecio
acercándose al lecho donde yacía el niño.
—Ha
cogido un buen catarro por andar por ahí fuera haciendo lo que no
debe —aclaró la madre.
—¡Ah,
pillastre, pillastre! ¿Dónde te habrás metido para pillar este
catarro? —le decía Budecio mientras le acariciaba la cabeza.
El
niño tosió varias veces y se dio media vuelta en el lecho sin
pronunciar palabra.
—Déjalo,
Budecio, que hoy no está de humor para bromas. Tiene mucha tos y
algo de fiebre. Es mejor que esté tranquilo en la cama.
—¿Ya
le has dado algún remedio?
—Faltaría
más. Le estoy dando infusiones de sabugo y orégano y ya le he
puesto varias cataplasmas en el pecho, pero lo que más le conviene
es guardar cama.
Poco
a poco fueron llegando los contertulios para pasar la velada en casa
de Elaeso. Todo el mundo se interesó por la salud de Medulio y todos
le desearon un rápido restablecimiento.
—¿Tendrás listas todas las
plantas medicinales que sueles recoger por el campo, no, Genoveva?
—sugirió su hermana.
—¿A
ti qué te parece?
—Sólo
faltaría que ahora que las necesitas no las tuvieras —comentó
Evelina.
—No,
eso no es fácil que le pase a Genoveva —insinuó Budecio—. No he
visto en todo el pueblo a nadie que se interese más por las plantas
medicinales. Recorre todo el valle y las montañas para conseguirlas.
—Y
hace bien —corroboró su hermana—. Si no fuera por ella, algunos
de los presentes puede que ya no estuviéramos aquí.
—En
eso te doy la razón, Evelina. Genoveva es la gran curandera del
poblado y a más de uno le ha salvado la vida. ¡Cuántas veces la he
visto por los prados y por la orilla del río recogiendo esas
plantas!
—Pero a ti no se te ha
ocurrido coger ninguna, ¿no, Budecio?
—Desde luego que no,
Evelina, y no es porque no las conozca, es que no sé para qué
sirven.
Elaeso arrojó varios troncos
de roble y unos cuantos cepos
al fuego para que se avivara y caldeara algo más la vivienda, que ya
se estaba enfriando un poco. Entonces tomó la palabra Genoveva, que
hasta entonces había estado callada.
—Pues mira, Budecio, te voy
a explicar un poco las propiedades de esas plantas medicinales que se
encuentran por los prados y a la orilla del río. Los chopos, por
ejemplo, son medicinales. De ellos se aprovecha tanto la corteza como
las yemas. Éstas deben ser recogidas en primavera, cuando comienza a
brotar el árbol, mientras que la corteza es mejor recogerla en
otoño. Las yemas son buenos remedios para los problemas urinarios y
contra la tos. Para ello hay que secarlas a la sombra y luego se
hierven para tomarlas. También sirven para curar las heridas y las
quemaduras.
»Las ortigas también son
medicinales, pero hay que tener mucho cuidado al cogerlas para que no
te ortiguen. Sirven para curar muchas enfermedades, entre otras,
ayudan a hacer la digestión, combaten la diarrea, las enfermedades
urinarias y cuidan la piel.
—Y yo sin saberlo hasta
ahora —comentó en tono irónico Budecio—. ¡Con la cantidad de
ortigas que hay por todos los cañales
y senderos!
—No te burles y atiende —le
reconvino Genoveva—. Las frambuesas combaten los problemas
urinarios. Las hojas y sobre todo las flores del lúpulo tienen
muchas propiedades curativas. Sirven principalmente para tranquilizar
los nervios y para combatir el insomnio y los dolores de cabeza.
También es bueno para las malas digestiones. Ya sabéis que el
sabugo sirve para combatir la tos y la fiebre de los catarros.
También se usa para aliviar los problemas digestivos y contra el
estreñimiento. Favorece asimismo el cuidado de la piel y del pelo.
Las infusiones de hojas secas de salguero
son muy buenas para la circulación de la sangre, para calmar el
dolor y para bajar la fiebre. Las grosellas, que comemos como fruta y
sobre todo en mermeladas por su sabor un poco agrio, también son
medicinales. Entre otras cosas, sirven para mantener nuestra piel en
buen estado y para estar más jóvenes. Además, mejoran la
circulación de la sangre y calman los nervios. ¿Y qué me decís de
las amapolas? La infusión de sus flores secas es buena para combatir
los resfriados y la tos. También es muy buena contra las
indigestiones, el dolor de cabeza, el insomnio, los nervios y hasta
para combatir las arrugas de la piel.
—¡Vaya lección magistral
que nos estás dando esta noche! —volvió a terciar Budecio con
cierta ironía.
—¡Calla
ya de una vez, hombre, y deja explicarse a Genoveva, que lo está
haciendo muy bien! —le reprochó Evelina.
—No,
si bien sí que se explica. De eso no cabe la menor duda.
—Pues
entonces calla y déjala continuar.
Todo el mundo se quedó en
silencio esperando que Genoveva continuara con su disertación. Ella
dejó a un lado el calcetín que estaba tejiendo para reanudar su
discurso.
—Tan sólo me queda
describiros las propiedades de las plantas más próximas a nosotros,
las que se crían en nuestros huertos. Las semillas del anís, por
ejemplo, son buenas para eliminar el mal aliento y para hacer bien la
digestión. También sirven para calmar los nervios. La hortelana es
estomacal y relajante. Sus infusiones ayudan a una buena digestión.
Elimina el mal olor y va muy bien para lavar y curar las heridas.
También es un condimento indispensable en la cocina por sus
cualidades aromáticas. La salvia sirve para curar los catarros y
ayuda a cicatrizar las heridas. También ayuda a hacer la digestión,
es relajante y combate el insomnio. Además, igual que la hortelana,
es un buen condimento para aderezar las comidas. El perejil, aparte
de servir como condimento, como las dos anteriores, es bueno también
para combatir el mal aliento y protege contra los golpes que nos
damos y las picaduras de los insectos. Y eso es todo por esta noche.
—¿Te parece poco? —comentó
Budecio en tono jocoso—. Esta velada ya la podemos dar por
terminada con tus explicaciones sobre plantas medicinales y
aromáticas.
Elaeso
iba a echar más leña al fuego, pero todos estuvieron de acuerdo con
el comentario que acababa de hacer Budecio. Ya se había hecho tarde.
Todo el mundo comenzó a levantarse de su asiento y a ponerse la ropa
de abrigo para hacer frente al frío de la noche. Antes de abandonar
la choza, todos se despidieron de Medulio deseándole que se mejorase
pronto. El niño permanecía en su lecho medio adormilado después de
haber sufrido varios accesos de tos a lo largo de la velada. Sólo
deseaba que lo dejaran dormir tranquilo si la tos se lo permitía.
© Julio Noel
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