jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 6





 6



El invierno se había adueñado de todo. Un lienzo blanco y helado cubría el valle de Osimara. El frío y la oscuridad obligaban a sus habitantes a refugiarse en las humildes chozas. Las calles y el campo quedaron en poder de la noche y de las alimañas. El viento silbaba por las esquinas y el rumor del río y de los árboles era ensordecedor. A lo lejos se escuchaba el ulular del lobo. El hogar de Elaeso y Genoveva ardía alegremente atizado con gruesos troncos de roble y cepos o raíces de las urces. A su alrededor se reunían, además del matrimonio y su hijo, varios vecinos, entre los que se encontraban Evelina, hermana de Genoveva, y su hija Mabel. En las largas noches de invierno acostumbraban juntarse varios vecinos en una sola casa para ahorrar combustible y para pasar las largas veladas en compañía. Allí jugaban, charlaban, contaban historias, leyendas, cuentos, y las mujeres aprovechaban para hilar y tejer las prendas de abrigo para los suyos. Eran momentos para el ocio, el descanso y la relajación y para unas relaciones sanas y cordiales entre vecinos, familiares y amigos. Era el filandón de los astures.
Elaeso, enciende un par de aguzos y colócalos en su sitio. Con la luz del fuego no se ve a hacer nada.
Ya voy, Genoveva.
Los aguzos eran los palos secos de las urces. Daban una luz clara y brillante a medida que el fuego los consumía lentamente. Se encendían por un extremo y por el otro se fijaban en una rendija de la pared hasta que se consumían. Era el alumbrado del que disponían aparte del resplandor del hogar.
¿Cómo te van las cosas, Brian?
Bien, dentro de lo que cabe, Elaeso. Aquí todos nos conocemos y sabemos muy bien del pie que cojea cada cual.
Brian era un vecino y viejo amigo de Elaeso con el que éste solía compartir muchas de sus preocupaciones e inquietudes.
Hombre, ya sé que las cosas no están muy bien y que hay algunos más necesitados que otros, pero este año no nos está yendo nada mal. De momento tenemos reservas suficientes para pasar el invierno. Luego ya veremos.
Espero que no te equivoques en tus previsiones, Elaeso, y que el invierno no sea muy largo. Hay ya más de uno que se está quejando que no le van a alcanzar las provisiones para toda la temporada.
Pues si eso ocurre, habrá que ayudarles, porque en el mal tiempo no podemos salir a ninguna parte a buscar alimentos.
Elaeso juntó en el hogar los cepos incandescentes y los tizones de roble para añadir más leña al fuego. El frío ya empezaba a dejarse sentir en la choza.
Eso de echar una mano es muy relativo. Ya sabes que hay más de uno que escurre el bulto si puede. Entre ellos, alguno de los que se queja que ya no tiene bastante.
Ya lo sé, Brian. Ya sé que los hay que sólo piensa en sí mismos. Siempre tiene que haber alguna oveja negra en el rebaño.
Lo malo es que cada vez habrá más si nadie lo remedia.
Pues habrá que pensar en algo para evitarlo.
Bien, entonces a ti te corresponde hacerlo como jefe de la tribu.
Sí, pero no estaría de más que alguien me ayudara a encontrar la solución. Yo solo no logro dar con ella, aunque había pensado que en el futuro podíamos guardar en una choza común todo el botín que obtengamos de los vacceos. ¿Qué te parece?
Brian se removió en el banco antes de contestar.
Hombre, no es mala idea. Podemos ponerla en práctica a partir del año que viene.
Habrá que hacerlo para evitar situaciones penosas y ante la falta de colaboración de algunos.
Bueno, basta ya de conversación seria, que esto parece más un concejo que una velada, —comentó Genoveva—. A ver, ¿no se anima alguien a contar un cuento o algo divertido?
Yo misma —dijo Evelina, que sin más preámbulos se dispuso a relatar su historia. Todo el mundo prestó atención para escucharla—. Hace mucho tiempo —comenzó a decir mientras dejaba el jersey que estaba tejiendo sobre su regazo— vivía un enorme cuélebre en una cueva muy grande de las montañas de Vadinia. Se dice que vigilaba un gran tesoro que habían guardado allí los mouros. El cuélebre daba tales silbidos entre aquellas montañas, que todos los habitantes de la zona vivían aterrorizados. Nadie se atrevía a pasar por allí ni a llevar los rebaños a pastar por entre aquellas peñas. La abundante y sabrosa hierba que allí crecía se perdía año tras año, hasta que un día apareció un pastorcillo con una flauta que tañía dulce y armoniosamente mientras el rebaño pacía. Le advirtieron que no se aventurara a ir por aquel lugar, pues el enorme monstruo se lo comería sin compasión, pero él no hizo caso de las advertencias, antes al contrario, condujo sin demora su rebaño hacia aquellos pastos tan abundantes y apetitosos. Para calmar al monstruo tañía y tañía su flauta sin cesar, al mismo tiempo le suministraba cada día un gran cuenco lleno de leche de sus ovejas. El monstruo sorbía la leche y dejaba en paz al pastorcillo con su rebaño. Pasó el tiempo y cuando de nuevo volvió a crecer la fresca hierba, regresó el pastorcillo con su rebaño a aquellas montañas. Cada día tocaba la flauta y le ponía el cuenco de leche al monstruo, pero un día se le olvidó ponérselo y el cuélebre lo devoró de un solo bocado. Nunca más a nadie se le ocurrió volver a pasar por delante de la cueva.
Es una leyenda muy bonita, tía Evelina —comentó Medulio, que no había perdido detalle de la narración—, pero, ¿qué es un cuélebre?
Un cuélebre —le aclaró su tía— es un animal fabuloso, mitad dragón y mitad serpiente, que tiene todo su cuerpo recubierto de escamas tan duras que no hay puñal ni lanza que las atraviese. Sólo tiene tres puntos débiles en su cuerpo, que son los ojos y un punto de su garganta. Cualquier arma que choque contra sus escamas se hace mil añicos antes que atravesarlas. Por eso se dice que son invencibles. Los cuélebres habitan en grandes y profundas cuevas. Se dice que guardan los tesoros que se ocultan en ellas. Cuando el cuélebre se va haciendo mayor, sus escamas se endurecen más y más, hasta que un día deben abandonar la tierra para refugiarse en la mar más profunda, donde se dedican a guardar los grandes tesoros que allí hay.
¡Qué bonito! —exclamó el niño—. ¿Y dónde están las montañas de Vadinia?
En los límites de nuestro territorio con el de los cántabros —le aclaró su madre—. Si subes a lo más alto de nuestras montañas y miras hacia el Nordeste un día claro, verás las de Vadinia allá al fondo de un color grisáceo y como entre brumas. Son las más altas que se divisan en esa dirección.
El primer día que haga sol pienso ir a verlas.
Mejor espera a que llegue el buen tiempo —le dijo su madre—. Ahora no es aconsejable subir allí arriba.
¡Qué pena! Me gustaría verlas ahora —insistió Medulio.
Calla ya y no seas tan pesado, hijo —le reconvino su padre—. Mira tu prima que callada está. Yo había oído varias leyendas de cuélebres, pero ninguna como ésta. Es muy bonita. ¿Dónde la has aprendido, Evelina?
Me la enseñó mi madre.
Pues nunca se la he oído contar a Genoveva.
Es que a mí no me la enseñó o al menos no lo recuerdo. Pero me reveló otras, como la leyenda del lago. Si queréis os la cuento.
Sí, sí, cuéntanosla, Genoveva —insistieron todos.
Genoveva dejó a un lado el ovillo de lana y las agujas con las que estaba tejiendo unos calcetines para su marido. Luego carraspeó un poco para aclarar su voz y se arrellanó en el escaño antes de comenzar su relato.
Cuentan que en un profundo valle de las altas montañas que nos separan de nuestros hermanos del Norte vivía una bellísima doncella. Tan hermosa era que no había joven por aquellos alrededores que no estuviera enamorado de ella. Todos la pretendían, tanto ricos como pobres, a pesar de su extremada pobreza. Un día acertó a pasar por allí un príncipe que se quedó prendado de su belleza nada más verla. Tanto la halagó y le prometió, que al final la doncella se entregó a él en cuerpo y alma. El príncipe le hizo infinidad de promesas, entre otras, que volvería muy pronto a buscarla para llevársela con él para siempre. Cuando se separaron, le regaló una diadema de oro y piedras preciosas y un collar de perlas. La bella doncella, burlada y engañada, esperó y esperó el regreso del príncipe. Pero los años pasaban y él no regresó. Entonces la joven comenzó a llorar y con sus lágrimas se llenó todo el valle en el que surgió un enorme lago de cristalinas y azules aguas. Dicen que todos los años en la noche del solsticio de verano flotan sobre sus aguas el collar y la diadema. También dicen que cuando esa noche coincide con el plenilunio, se ve cómo se desplaza sobre la superficie de las aguas una dama muy hermosa toda vestida de blanco. Hay muchos que todavía hoy se acercan al lago para verla.
Es muy bonita, madre.
¡Siempre tienes que ser tú el primero en decir algo! —le volvió a reprochar su padre—. Mira como Mabel no dice nada, mientras que tú no callas un momento.
Porque Mabel está durmiendo —contestó Medulio—. Siempre se duerme en las veladas.
¡Mentira! —respondió la niña con la cara roja como la púrpura—. Yo no me duermo.
Claro que no. Sólo que se te cierran los ojos y empiezas a roncar —insistió el primo para hacerle rabiar.
Eso no es cierto —se defendía la niña.
Bueno, ya basta por hoy. Vámonos, hija, que ya es hora de dormir —medió Evelina dando así por finalizada la reunión.
Madre e hija se acercaron a la puerta. Los demás contertulios hicieron lo propio y se despidieron de sus anfitriones. Al día siguiente regresarían para pasar una velada más.

Hacía horas que la noche se había adueñado del valle de Osimara. Elaeso y Genoveva se preparaban para pasar una amena velada. Poco a poco fueron llegando los demás contertulios deseosos de oír nuevas historias y comentar las anécdotas del día. Era una costumbre ancestral que noche tras noche se repetía en aquellas tierras desde tiempos inmemoriales. Una manera muy hermosa de relacionarse aquellas gentes humildes al amor de la lumbre durante las gélidas y eternas noches de invierno .
Buenas noches, familia. ¿Cómo va eso? —saludó Brian al entrar.
Buenas noches —le contestaron los anfitriones.
¡Vaya frío que hace! Esta noche va a caer una buena nevada.
No lo sé, Brian. Hace mucho frío para eso.
Ojalá aciertes, Elaeso.
Ya sabes que cuando hace tanto frío no nieva. Para nevar tiene que templar un poco. Pero, deja las madreñas ahí y ven a calentarte un poco al lado del fuego.
Ya voy, Elaeso.
Brian se descalzó las madreñas y se acercó al hogar al lado de sus anfitriones. Poco después entró la familia de Genoveva y tras ellos llegaron más contertulios. Todos se fueron acomodando al lado del fuego, que era el único lugar de la choza algo más acogedor. Pronto las mujeres comenzaron a hilar o tejer sus prendas. Mientras tanto los hombres charlaban de sus cosas y los niños correteaban y se perseguían por entre los pocos enseres que había.
¡Niños, estaos quietos ya, que vais a romper algo! —les reconvino Genoveva.
¡Bah!, venid aquí, que os voy a contar una historia de esta tierra —les prometió Elaeso.
¿Qué historia es ésa, padre?
Siéntate aquí y escucha —el niño se sentó al lado de su padre, en tanto que Mabel lo hacía entre los suyos—. Cuentan —prosiguió Elaeso— que hace muchos, muchos años en medio de este valle había un enorme montón de oro. Tan grande era que parecía una montaña. Los habitantes de este lugar lo custodiaban para que nadie se lo robara. Pero vinieron unos hombres de tierras muy lejanas que querían apoderarse de él. Las gentes de este lugar se opusieron a ello. Entonces aquellos extranjeros les ofrecieron objetos y regalos que traían a cambio del oro. Los nativos accedieron a darles algo del precioso metal a cambio de los regalos. Los extranjeros se marcharon, pero no tardaron en volver con más hombres y más regalos para llevarse mucho más oro que la primera vez. Los habitantes del valle, a pesar de oponerse, no pudieron evitar que se lo llevaran. En vista de ello, se reunieron todos en el bosque sagrado para pedir al dios Tilenus que los librara de aquellos avarientos hombres y protegiera su tesoro. Tanto rogaron al dios, que éste se apiadó de ellos, por lo que con su enorme fuerza arrancó un trozo de la montaña y lo depositó encima del montón de oro. Así cuando volvieron por tercera vez aquellos insaciables extranjeros, sólo encontraron la montaña que ahora ocupa el lugar del montón de oro y tuvieron que marcharse con las manos vacías.
Si hay tanto oro ahí, ¿por qué no lo sacamos, padre?
Buena pregunta, hijo.
Todos rieron la ocurrencia de Medulio. El niño en su inocencia se creía al pie de la letra la historia que acababa de contar su padre.
¿Alguien se anima a contar alguna otra historia? —inquirió Evelina.
Nadie contestó. Cada cual siguió con sus quehaceres o con sus pasatiempos. Genoveva y Evelina, con las labores de hilar y tejer. Los hombres se enfrascaron en sus conversaciones y preocupaciones. Y los niños correteaban otra vez por toda la choza. No tardaron en jugar a la pita ciega.
¿Quién hace de pita ciega? —preguntó Medulio.
Tú —le contestaron Mabel y varios niños más.
Le vendaron los ojos para que no viera nada.
¿Qué buscas, pita ciega? —gritaron.
Una aguja y un dedal —contestó él.
Pues da tres vueltas y los encontrarás.
Le dieron tres vueltas para desorientarlo. Entonces el niño comenzó a buscar a los demás con los brazos extendidos hacia delante. Ellos procuraban esconderse para que no los localizara. Si por fin conseguía atrapar a uno, tenía que adivinar de quién se trataba a través del tacto. Si lo conseguía, éste se quedaba de pita ciega para el siguiente turno. Si no lo identificaba, tenía que continuar él.
No me encontrarás —le decía uno.
Ni a mí tampoco —le gritaba otro.
A ver si me pillas a mí —se burlaba un tercero.
Todos reían y se divertían. Hasta los mayores prestaron por un instante atención al juego. Al final Medulio consiguió atrapar e identificar a uno de los niños. Éste se quedó de pita ciega y continuó el juego. Los mayores prosiguieron con sus conversaciones y quehaceres hasta que el fuego se extinguió casi por completo y alguien les recordó que ya era demasiado tarde. Al abrir la puerta se toparon con una fina capa blanca en el suelo. La nieve, por fin, se había dignado hacerles una visita.

Un día más se reunieron los contertulios para disfrutar una nueva velada. El hogar chisporreteaba y resplandecía con los troncos de roble y los cepos que le habían puesto. Varios aguzos colgados por las paredes iluminaban el resto de la morada. Todos habían ocupado ya sus asientos. Las mujeres se disponían a hilar o tejer, mientras un murmullo general lo llenaba todo. En esto Brian pidió la palabra.
Si me lo permitís, hoy quisiera contaros una pequeña leyenda.
Faltaría más —comentó Elaeso—. Estás en tu casa.
—Era una desapacible tarde de invierno —comenzó a relatar Brian—. La nieve caía en abundantes y copiosos copos. Por doquier se veía el extenso manto blanco que lo cubría todo y todo lo uniformaba. Las lindes del sendero se habían borrado por completo. A cualquier parte que se dirigiera la vista, todo se veía igual. Era imposible orientarse en aquel mar de blancura.
»Un caminante avanzaba abriéndose paso lentamente por entre la nieve. Miraba hacia una y otra parte, pero no distinguía nada. Todo era silencio y quietud. Sólo se oía el roce de sus polainas con la nieve. Diríase que estaba completamente solo entre aquellas montañas.
»El hombre avanzaba cada vez más despacio. Sus fuerzas lo abandonaban paulatinamente. Poco a poco la débil luz del día se iba desvaneciendo. El caminante comenzaba a temer por su vida. La noche se acercaba y él estaba solo entre aquellas montañas. Esto iba pensando cuando descubrió una pequeña gruta. Fue algo providencial, pues la noche se adueñaba de todo y las fuerzas ya le flaqueaban.
»Con no poco esfuerzo logró nuestro héroe alcanzar la cueva. A duras penas se instaló en ella para pasar la noche. Con las luces del alba reemprendería el camino para llegar a su hogar. Pero el día siguiente amaneció tan encapotado como el anterior y así durante días y días. La nieve lo cubría todo y el hombre se desesperaba. No encontraba el medio para salir de allí.
»Una noche, cuando más deprimido estaba, creyó distinguir a la luz de la luna la figura de una hermosa mujer. Le pareció ver que se deslizaba suavemente sobre la nieve a pocos pasos de donde él se hallaba. La figura iba vestida toda de blanco y cubierta la cara y la cabeza con un velo del mismo color. Sólo el movimiento la hacía perceptible, pues su blancura se confundía con la de la nieve que la rodeaba. El hombre no podía dar crédito a lo que veía. Quiso seguirla cuando se alejaba, pero en ese mismo instante se desvaneció la aparición.
»Durante varias noches siguió apareciéndose la dama y siempre se desvanecía cuando el hombre trataba de seguirla. Una noche, en cambio, no se desvaneció. Él siguió sus pasos como hipnotizado por ella. La misteriosa aparición avanzaba suavemente por entre las montañas. Parecía que sus pies no rozaran la nieve. Iba como siempre toda vestida de blanco y cubierta con el velo del mismo color. El caminante seguía en pos de ella. Avanzaba como un autómata, sin tener conciencia de lo que hacía. Ya llevaba tiempo siguiendo sus pasos y creía estar a punto de alcanzarla, cuando la visión desapareció a través de una tenue niebla. Él hizo un esfuerzo por alcanzar la orla de su vestido, pero se precipitó en el abismo que había bajo sus pies.
»Por el lugar se cuenta que la Dama de las Nieves se aparece a los caminantes extraviados en aquellas montañas nevadas, para conducirlos inexorablemente al precipicio por el que se despeñan. Son muy pocos los que se aventuran a atravesar aquellos inhóspitos parajes.
—¿Y dónde están esas montañas? ¿Están cerca de aquí? —preguntó con voz trémula Medulio, que había quedado algo impresionado por la historia.
—Pues no lo sé, pero por aquí cerca no lo creo —contestó Brian.
—A mí me daría miedo ir por allí —comentó el niño.
—¡Toma, y a mí! —aseveró Brian—. ¿A quién no le da miedo que lo lleven a una muerte segura?
Las débiles llamas crepitaban y lamían los dos últimos tizones que ardían en el hogar. Medulio dormía plácidamente en su camastro. Elaeso y Genoveva se disponían a descansar después de la larga velada. Un día más llegaba a su fin.

Habían llegado ya a lo más crudo del invierno. El valle de Osimara permanecía cubierto por una espesa capa de nieve que impedía moverse por él. A duras penas los vecinos del poblado conseguían trasladarse de unas chozas a las otras a través de las huelgas que habían abierto en la nieve. El frío era intenso y la nieve, helada, crujía bajo las madreñas de los caminantes.
—¡Vaya frío que hace esta noche! —comentó Budecio mientras cerraba la puerta de la choza de Elaeso.
—¡Ciérrala, ciérrala bien, que hoy no hay quien pare por ahí fuera! —le contestó Genoveva—. Además, hoy Medulio está enfermo y no conviene que se enfríe mucho esto.
—Pues, ¿qué es lo que le pasa a este granuja? —ironizaba Budecio acercándose al lecho donde yacía el niño.
—Ha cogido un buen catarro por andar por ahí fuera haciendo lo que no debe —aclaró la madre.
—¡Ah, pillastre, pillastre! ¿Dónde te habrás metido para pillar este catarro? —le decía Budecio mientras le acariciaba la cabeza.
El niño tosió varias veces y se dio media vuelta en el lecho sin pronunciar palabra.
—Déjalo, Budecio, que hoy no está de humor para bromas. Tiene mucha tos y algo de fiebre. Es mejor que esté tranquilo en la cama.
—¿Ya le has dado algún remedio?
—Faltaría más. Le estoy dando infusiones de sabugo y orégano y ya le he puesto varias cataplasmas en el pecho, pero lo que más le conviene es guardar cama.
Poco a poco fueron llegando los contertulios para pasar la velada en casa de Elaeso. Todo el mundo se interesó por la salud de Medulio y todos le desearon un rápido restablecimiento.
¿Tendrás listas todas las plantas medicinales que sueles recoger por el campo, no, Genoveva? —sugirió su hermana.
—¿A ti qué te parece?
—Sólo faltaría que ahora que las necesitas no las tuvieras —comentó Evelina.
—No, eso no es fácil que le pase a Genoveva —insinuó Budecio—. No he visto en todo el pueblo a nadie que se interese más por las plantas medicinales. Recorre todo el valle y las montañas para conseguirlas.
—Y hace bien —corroboró su hermana—. Si no fuera por ella, algunos de los presentes puede que ya no estuviéramos aquí.
—En eso te doy la razón, Evelina. Genoveva es la gran curandera del poblado y a más de uno le ha salvado la vida. ¡Cuántas veces la he visto por los prados y por la orilla del río recogiendo esas plantas!
Pero a ti no se te ha ocurrido coger ninguna, ¿no, Budecio?
Desde luego que no, Evelina, y no es porque no las conozca, es que no sé para qué sirven.
Elaeso arrojó varios troncos de roble y unos cuantos cepos al fuego para que se avivara y caldeara algo más la vivienda, que ya se estaba enfriando un poco. Entonces tomó la palabra Genoveva, que hasta entonces había estado callada.
Pues mira, Budecio, te voy a explicar un poco las propiedades de esas plantas medicinales que se encuentran por los prados y a la orilla del río. Los chopos, por ejemplo, son medicinales. De ellos se aprovecha tanto la corteza como las yemas. Éstas deben ser recogidas en primavera, cuando comienza a brotar el árbol, mientras que la corteza es mejor recogerla en otoño. Las yemas son buenos remedios para los problemas urinarios y contra la tos. Para ello hay que secarlas a la sombra y luego se hierven para tomarlas. También sirven para curar las heridas y las quemaduras.
»Las ortigas también son medicinales, pero hay que tener mucho cuidado al cogerlas para que no te ortiguen. Sirven para curar muchas enfermedades, entre otras, ayudan a hacer la digestión, combaten la diarrea, las enfermedades urinarias y cuidan la piel.
Y yo sin saberlo hasta ahora —comentó en tono irónico Budecio—. ¡Con la cantidad de ortigas que hay por todos los cañales y senderos!
No te burles y atiende —le reconvino Genoveva—. Las frambuesas combaten los problemas urinarios. Las hojas y sobre todo las flores del lúpulo tienen muchas propiedades curativas. Sirven principalmente para tranquilizar los nervios y para combatir el insomnio y los dolores de cabeza. También es bueno para las malas digestiones. Ya sabéis que el sabugo sirve para combatir la tos y la fiebre de los catarros. También se usa para aliviar los problemas digestivos y contra el estreñimiento. Favorece asimismo el cuidado de la piel y del pelo. Las infusiones de hojas secas de salguero son muy buenas para la circulación de la sangre, para calmar el dolor y para bajar la fiebre. Las grosellas, que comemos como fruta y sobre todo en mermeladas por su sabor un poco agrio, también son medicinales. Entre otras cosas, sirven para mantener nuestra piel en buen estado y para estar más jóvenes. Además, mejoran la circulación de la sangre y calman los nervios. ¿Y qué me decís de las amapolas? La infusión de sus flores secas es buena para combatir los resfriados y la tos. También es muy buena contra las indigestiones, el dolor de cabeza, el insomnio, los nervios y hasta para combatir las arrugas de la piel.
¡Vaya lección magistral que nos estás dando esta noche! —volvió a terciar Budecio con cierta ironía.
—¡Calla ya de una vez, hombre, y deja explicarse a Genoveva, que lo está haciendo muy bien! —le reprochó Evelina.
—No, si bien sí que se explica. De eso no cabe la menor duda.
—Pues entonces calla y déjala continuar.
Todo el mundo se quedó en silencio esperando que Genoveva continuara con su disertación. Ella dejó a un lado el calcetín que estaba tejiendo para reanudar su discurso.
Tan sólo me queda describiros las propiedades de las plantas más próximas a nosotros, las que se crían en nuestros huertos. Las semillas del anís, por ejemplo, son buenas para eliminar el mal aliento y para hacer bien la digestión. También sirven para calmar los nervios. La hortelana es estomacal y relajante. Sus infusiones ayudan a una buena digestión. Elimina el mal olor y va muy bien para lavar y curar las heridas. También es un condimento indispensable en la cocina por sus cualidades aromáticas. La salvia sirve para curar los catarros y ayuda a cicatrizar las heridas. También ayuda a hacer la digestión, es relajante y combate el insomnio. Además, igual que la hortelana, es un buen condimento para aderezar las comidas. El perejil, aparte de servir como condimento, como las dos anteriores, es bueno también para combatir el mal aliento y protege contra los golpes que nos damos y las picaduras de los insectos. Y eso es todo por esta noche.
¿Te parece poco? —comentó Budecio en tono jocoso—. Esta velada ya la podemos dar por terminada con tus explicaciones sobre plantas medicinales y aromáticas.
Elaeso iba a echar más leña al fuego, pero todos estuvieron de acuerdo con el comentario que acababa de hacer Budecio. Ya se había hecho tarde. Todo el mundo comenzó a levantarse de su asiento y a ponerse la ropa de abrigo para hacer frente al frío de la noche. Antes de abandonar la choza, todos se despidieron de Medulio deseándole que se mejorase pronto. El niño permanecía en su lecho medio adormilado después de haber sufrido varios accesos de tos a lo largo de la velada. Sólo deseaba que lo dejaran dormir tranquilo si la tos se lo permitía.


            © Julio Noel 


            

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