martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 14




 14



         Contemplaba tranquilamente la playa desde el paseo de La Concha. Aquella tarde no esperaba a Rosa del Mar. Habían ido a pasar el fin de semana a Zarauz con sus familiares.
La playa estaba abarrotada. Me apoyé en la barandilla para contemplar mejor el panorama. No se veían más que cuerpos humanos por todas partes. No comprendía cómo podían disfrutar en aquella aglomeración. Era un hormiguero de gente.
De cuando en cuando alguna nube aislada velaba el sol. Al principio su interrupción duraba breves segundos. Poco a poco fueron aumentando las nubes hasta cubrir gran parte de la bóveda celeste. Por la parte del mar el cielo se volvió de un gris oscuro. El viento arreciaba. Y las olas aumentaban. Entre los bañistas y amantes del sol cundía el desconcierto. La playa era un caos. Yo decidí regresar a casa.
Momentos antes de llegar a la pensión comenzó a llover. Las gotas eran gruesas y espaciadas. Permanecí unos minutos contemplando cómo caía la lluvia. Pronto comenzaron a correr torrentes de agua por todas partes. El agradable olor a tierra mojada impregnó la pituitaria de mi nariz.
Ya en mi habitación, tomé un libro de poesía en mis manos y me senté en el borde de la cama. Era una antología de Antonio Machado. Abrí el libro y leí: Yo voy soñando caminos / de la tarde. Me dejé caer en la cama. «Yo también voy soñando caminos, don Antonio», me dije para mis adentros. «También a mí me gusta soñar y más en una tarde de lluvia como ésta. Estas tardes así producen cierta melancolía en mi alma y traen a mi mente recuerdos de mi infancia. ¡Infancia, dulce infancia! ¿Quién te pudiera recobrar?». La lluvia azotaba los cristales. Su ruido producía un goce inefable en mi espíritu. Cuando era niño me gustaba observar la lluvia a través de los cristales. Me pasaba horas enteras viendo deslizarse las gotas por ellos. En otras ocasiones me entretenía en verlas avanzar por los hilos del tendido eléctrico. Me recordaban las cabinas de un teleférico.
Posé de nuevo mi vista en el libro y seguí leyendo. Su lectura era como un sedante para mí. No había transcurrido media hora cuando comenzó a oírse la música del violín. Era suave y triste al mismo tiempo, como si quisiera ir al unísono con la melancólica tarde. Interpretó varias piezas y guardó silencio. La lluvia había cesado casi por completo. Me acerqué a la ventana para echar una ojeada al cielo. En aquel momento vi cómo se abría la ventana de donde procedían las notas musicales. Mi corazón se sobresaltó. Al fin iba a conocer a la persona que tan diestramente ejecutaba aquellas maravillosas melodías. La ventana se abría muy despacio. Yo, un poco azorado, me retiré hacia atrás. Amparado por el postigo, esperé con paciencia el desarrollo de los acontecimientos. Paulatinamente fue apareciendo en la ventana un horrible rostro humano. En mi vida había visto un ser tan monstruoso como aquél. Apoyó sus manos en el alféizar de la ventana y, con extremada lentitud, logró asomar su deforme cabeza al exterior para mirar al cielo. Permaneció unos instantes así y luego, con la misma lentitud, se retiró. Minutos después se volvió a oír una agradable melodía.
«¿Es posible —me pregunté— que un ser tan monstruoso pueda interpretar tan bellas melodías? La naturaleza es sabia y compensadora. No cabe duda que a este cuerpo horrendo le ha proporcionado un alma hermosa».
Por la noche los asturianos me invitaron a dar una vuelta. A pesar de mi resistencia, no logré disuadirlos.
¡Vamos, ho! —Me decía Luis en el pasillo—. ¡Nun seas así! Paeces un ermitañu.
¡Anímate y vamos tomar unus vasinus de vinu por ahí! —insistió Manolo.
¡Malditas las ganas que tenía yo de salir y menos aún de beber!
¡Anda, ho, olvida la mocina y vamos divertinos un rato! —prosiguió.
No, si hoy no está —me atreví a decir yo.
¡Meca, ho! Entos, ¿qué facemus aquí?
Me asieron por los brazos y me arrastraron fuera de la pensión. Ya en la calle me dejaron libre.
Ahora si quieres puedes volvete pa casa —me dijo Manolo al soltarme.
Encaminamos nuestros pasos hacia la Parte Vieja de la ciudad. Cuando avanzábamos por el paseo de La Concha, nos cruzamos con dos jovencitas que iban en sentido contrario.
¡Mirar qué mocines más guapes vienen por ahí! —exclamó Luis—. ¡Hola, bombones! ¿Queréis acompañarnos?
Las dos chicas nos esquivaron con un rápido movimiento y se alejaron con pasos precipitados. Nosotros seguimos adelante hasta dejar el paseo y perdernos en la encrucijada de calles del barrio viejo de la ciudad.
No sé cuánto líquido ingirieron aquella noche mis dos compañeros, pero no fue poco. Recorrimos cerca de una veintena de bares y en todos ellos bebieron su parte. Yo me abstuve desde los primeros momentos. No quería que me ocurriera lo de otras veces. Conocía muy bien las amargas consecuencias de tales desmanes.
El domingo me levanté tarde. Estaba a punto de terminar de arreglarme, cuando se oyeron unos golpecitos en mi puerta. Me sobresalté. «¿Quién podrá ser a tales horas?», me pregunté. Al abrir me encontré con la patrona. Noté que se me encendía la cara.
Buenos días, señorito Raúl.
Buenos días —contesté yo con cierto embarazo.
¿Me permite pasar a arreglarle la habitación?
De momento no supe qué contestar. La turbación me lo impedía. Poco después reaccioné con cierta torpeza.
Sí, sí, por favor. No faltaba más —le dije tartamudeando.
Ella entró en la habitación. Yo me quedé en la puerta sin saber qué hacer. Tuve deseos de escapar corriendo y dejarla allí. Ya iba a despedirme de ella, cuando me insinuó con cierta ironía:
¿No va a cerrar la puerta, señorito Raúl?
Una oleada de fuego cubrió todo mi rostro.
Sí, claro —balbucí.
Cerré la puerta y me quedé apoyado en ella. Ana María comenzó a hacer la cama. Retiró las sábanas hacia atrás para mullir el colchón. Se movía con presteza. Finalizado el ahuecado extendió una sábana sobre el colchón. La estiró primero de un lado y después del otro. Mientras realizaba la operación, sus muslos se ofrecían incitantes y tentadores. Luego, con un movimiento bien estudiado, se inclinó tanto sobre la cama, que quedó casi tendida sobre ella mostrándome sus redondos y torneados muslos. Quise cerrar los ojos, pero no pude. Quise huir, pero una fuerza misteriosa me lo impidió. El deseo dominó sobre la voluntad y me perdí.
Más tarde, con la cara hundida en la almohada, sentí vergüenza de mí mismo. Por segunda vez había sido juguete de aquella mujer. Por segunda vez había mancillado el amor que existía entre Rosa del Mar y yo. Mi conciencia me remordía. Me sentía indigno de la que reservaba para mí todo su amor.
El fin de semana fue largo. Rosa del Mar no regresó hasta el martes. En algún momento llegué a temer que se tratara de una nueva fuga. Por ventura no fue así. Cuando el martes por la mañana llegué a dar vista al chalet del Igueldo, Rosa del Mar me esperaba apoyada en la barandilla del jardín. ¡Qué bonita estaba! Al verme se precipitó sobre la escalerilla y corrió a mi encuentro. Nuestros pechos se unieron en un intenso abrazo. Un dulce beso fue el saludo de bienvenida. Después nos alejamos carretera abajo camino de la playa.
Te he echado mucho de menos.
Y yo a ti.
Temí que tu madre hubiera vuelto a hacer otra jugarreta.
No, esta vez no.
—¿Cómo es que no regresasteis ayer?
Bueno, los tíos se empeñaron en que nos quedáramos con ellos unos días. Por no agraviarlos, nos quedamos ayer allí.
¡Menos mal! Me llevé un buen susto.
Nos acercamos hasta los escollos de La Ondarreta. El mar estaba algo agitado. Las olas rompían infatigables sobre las rocas. Rosa del Mar y yo apoyamos nuestros codos en el muro del rompeolas. Nuestras miradas seguían el movimiento del incesante oleaje.
Casi nunca he visto este mar en calma.
Yo lo conozco desde pequeña y me parece que no lo he visto nunca calmado.
Cuando se enfada es terrible.
Dímelo a mí. ¡Menudo susto dio a la ciudad hace un par de años! Se levantaron unas olas que saltaban por encima de estos muros. El paseo del Sagrado Corazón quedó deshecho.
¡No me digas! Pues, ¡menudas olas tenían que ser!
Eran por lo menos de ocho o diez metros. Infundían pavor incluso vistas desde casa. Y no digo nada el ruido que hacían. Aquellas noches apenas pude dormir.
El sol comenzaba a calentar. La Ondarreta se iba llenando de gente.
¿Vamos a la playa?
Rosa del Mar hizo un gesto de desaprobación.
No me apetece. A donde me gustaría ir es a la isla de Santa Clara. He sentido muchas veces el deseo de ir, pero nunca lo he podido llevar a cabo.
Pues eso tiene fácil arreglo. Podemos ir esta tarde. ¿Te atreves a ir a nado?
¡Estás soñando! ¿Tú has visto la distancia que hay?
Claro que la he visto y la he comprobado. He cruzado a nado varias veces hasta allí.
¡Embustero!
Bueno, si no quieres creerlo…
Tres jovenzuelos se dirigían hacia donde estábamos. Traían dos cañas de pescar y un bote lleno de cebo. Al pasar a nuestro lado el mayor de ellos murmuró algo entre dientes. Los otros dos rieron la gracia. Unos metros más adelante saltaron a las rocas por las que descendieron como gamos. Poco después lanzaban sus anzuelos al agua en busca de apetecidas presas. Los contemplamos unos instantes. Después abandonamos el lugar.
Por la tarde alquilamos una barquichuela para ir a la isla de Santa Clara. Una vez allí no tardamos cinco minutos en recorrerla. Rosa del Mar quedó prendada de ella. Permanecimos más de una hora en aquel hermoso lugar. Luego regresamos al Puerto Pesquero. Era media tarde. Demasiado pronto para volver a casa.
—¿Adónde podemos ir a estas horas?
Al cine.
En una sala proyectaban La cabaña del tío Tom. Entramos a verla. Rosa del Mar, emocionada, vertió más de una lágrima a lo largo de la proyección.
¿Te ha gustado la película? —le pregunté al salir.
Mucho. Pobrecitos negros, ¡cuántas les han hecho pasar!
Y las que les harán, que aún es peor.
Sin demorarnos nos fuimos acercando a su casa. La noche estaba muy próxima. El crepúsculo, a punto de morir ya. La ciudad se iba iluminando por todas partes. Cuando llegamos al Igueldo era noche cerrada.
Te dejo, Raúl. Se ha hecho muy tarde. Ya sabes que a mamá no le gusta que me retrase tanto.
Antes de dejarla irse la acerqué hacia mí. Nuestros labios se buscaron en las sombras de la noche para unirse con pasión.
Te quiero, Rosa.
Yo también te quiero, Raúl.
Rosa del Mar se retiró presurosa. Yo la contemplé hasta que atravesó el umbral de su casa. Después me alejé de allí.


© Julio Noel



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