14
Contemplaba
tranquilamente la playa desde el paseo de La Concha. Aquella tarde no
esperaba a Rosa del Mar. Habían ido a pasar el fin de semana a
Zarauz con sus familiares.
La playa estaba abarrotada. Me
apoyé en la barandilla para contemplar mejor el panorama. No se
veían más que cuerpos humanos por todas partes. No comprendía cómo
podían disfrutar en aquella aglomeración. Era un hormiguero de
gente.
De cuando en cuando alguna
nube aislada velaba el sol. Al principio su interrupción duraba
breves segundos. Poco a poco fueron aumentando las nubes hasta cubrir
gran parte de la bóveda celeste. Por la parte del mar el cielo se
volvió de un gris oscuro. El viento arreciaba. Y las olas
aumentaban. Entre los bañistas y amantes del sol cundía el
desconcierto. La playa era un caos. Yo decidí regresar a casa.
Momentos antes de llegar a la
pensión comenzó a llover. Las gotas eran gruesas y espaciadas.
Permanecí unos minutos contemplando cómo caía la lluvia. Pronto
comenzaron a correr torrentes de agua por todas partes. El agradable
olor a tierra mojada impregnó la pituitaria de mi nariz.
Ya en mi habitación, tomé un
libro de poesía en mis manos y me senté en el borde de la cama. Era
una antología de Antonio Machado. Abrí el libro y leí: Yo
voy soñando caminos / de la tarde.
Me dejé caer en la cama. «Yo también voy soñando caminos, don
Antonio», me dije para mis adentros. «También a mí me gusta soñar
y más en una tarde de lluvia como ésta. Estas tardes así producen
cierta melancolía en mi alma y traen a mi mente recuerdos de mi
infancia. ¡Infancia, dulce infancia! ¿Quién te pudiera recobrar?».
La lluvia azotaba los cristales. Su ruido producía un goce inefable
en mi espíritu. Cuando era niño me gustaba observar la lluvia a
través de los cristales. Me pasaba horas enteras viendo deslizarse
las gotas por ellos. En otras ocasiones me entretenía en verlas
avanzar por los hilos del tendido eléctrico. Me recordaban las
cabinas de un teleférico.
Posé de nuevo mi vista en el
libro y seguí leyendo. Su lectura era como un sedante para mí. No
había transcurrido media hora cuando comenzó a oírse la música
del violín. Era suave y triste al mismo tiempo, como si quisiera ir
al unísono con la melancólica tarde. Interpretó varias piezas y
guardó silencio. La lluvia había cesado casi por completo. Me
acerqué a la ventana para echar una ojeada al cielo. En aquel
momento vi cómo se abría la ventana de donde procedían las notas
musicales. Mi corazón se sobresaltó. Al fin iba a conocer a la
persona que tan diestramente ejecutaba aquellas maravillosas
melodías. La ventana se abría muy despacio. Yo, un poco azorado, me
retiré hacia atrás. Amparado por el postigo, esperé con paciencia
el desarrollo de los acontecimientos. Paulatinamente fue apareciendo
en la ventana un horrible rostro humano. En mi vida había visto un
ser tan monstruoso como aquél. Apoyó sus manos en el alféizar de
la ventana y, con extremada lentitud, logró asomar su deforme cabeza
al exterior para mirar al cielo. Permaneció unos instantes así y
luego, con la misma lentitud, se retiró. Minutos después se volvió
a oír una agradable melodía.
«¿Es posible —me pregunté—
que un ser tan monstruoso pueda interpretar tan bellas melodías? La
naturaleza es sabia y compensadora. No cabe duda que a este cuerpo
horrendo le ha proporcionado un alma hermosa».
Por la noche los asturianos me
invitaron a dar una vuelta. A pesar de mi resistencia, no logré
disuadirlos.
—¡Vamos, ho! —Me decía
Luis en el pasillo—. ¡Nun seas así! Paeces un ermitañu.
—¡Anímate y vamos tomar
unus vasinus de vinu por ahí! —insistió Manolo.
¡Malditas las ganas que tenía
yo de salir y menos aún de beber!
—¡Anda, ho, olvida la
mocina y vamos divertinos un rato! —prosiguió.
—No, si hoy no está —me
atreví a decir yo.
—¡Meca, ho! Entos, ¿qué
facemus aquí?
Me asieron por los brazos y me
arrastraron fuera de la pensión. Ya en la calle me dejaron libre.
—Ahora si quieres puedes
volvete pa casa —me dijo Manolo al soltarme.
Encaminamos nuestros pasos
hacia la Parte Vieja de la ciudad. Cuando avanzábamos por el paseo
de La Concha, nos cruzamos con dos jovencitas que iban en sentido
contrario.
—¡Mirar qué mocines más
guapes vienen por ahí! —exclamó Luis—. ¡Hola, bombones!
¿Queréis acompañarnos?
Las dos chicas nos esquivaron
con un rápido movimiento y se alejaron con pasos precipitados.
Nosotros seguimos adelante hasta dejar el paseo y perdernos en la
encrucijada de calles del barrio viejo de la ciudad.
No sé cuánto líquido
ingirieron aquella noche mis dos compañeros, pero no fue poco.
Recorrimos cerca de una veintena de bares y en todos ellos bebieron
su parte. Yo me abstuve desde los primeros momentos. No quería que
me ocurriera lo de otras veces. Conocía muy bien las amargas
consecuencias de tales desmanes.
El
domingo me levanté tarde. Estaba a punto de terminar de arreglarme,
cuando se oyeron unos golpecitos en mi puerta. Me sobresalté.
«¿Quién podrá ser a tales horas?», me pregunté. Al abrir me
encontré con la patrona. Noté que se me encendía la cara.
—Buenos días, señorito
Raúl.
—Buenos días —contesté
yo con cierto embarazo.
—¿Me permite pasar a
arreglarle la habitación?
De momento no supe qué
contestar. La turbación me lo impedía. Poco después reaccioné con
cierta torpeza.
—Sí, sí, por favor. No
faltaba más —le dije tartamudeando.
Ella entró en la habitación.
Yo me quedé en la puerta sin saber qué hacer. Tuve deseos de
escapar corriendo y dejarla allí. Ya iba a despedirme de ella,
cuando me insinuó con cierta ironía:
—¿No va a cerrar la puerta,
señorito Raúl?
Una oleada de fuego cubrió
todo mi rostro.
—Sí, claro —balbucí.
Cerré la puerta y me quedé
apoyado en ella. Ana María comenzó a hacer la cama. Retiró las
sábanas hacia atrás para mullir el colchón. Se movía con
presteza. Finalizado el ahuecado extendió una sábana sobre el
colchón. La estiró primero de un lado y después del otro. Mientras
realizaba la operación, sus muslos se ofrecían incitantes y
tentadores. Luego, con un movimiento bien estudiado, se inclinó
tanto sobre la cama, que quedó casi tendida sobre ella mostrándome
sus redondos y torneados muslos. Quise cerrar los ojos, pero no pude.
Quise huir, pero una fuerza misteriosa me lo impidió. El deseo
dominó sobre la voluntad y me perdí.
Más tarde, con la cara
hundida en la almohada, sentí vergüenza de mí mismo. Por segunda
vez había sido juguete de aquella mujer. Por segunda vez había
mancillado el amor que existía entre Rosa del Mar y yo. Mi
conciencia me remordía. Me sentía indigno de la que reservaba para
mí todo su amor.
El fin de semana fue largo.
Rosa del Mar no regresó hasta el martes. En algún momento llegué a
temer que se tratara de una nueva fuga. Por ventura no fue así.
Cuando el martes por la mañana llegué a dar vista al chalet del
Igueldo, Rosa del Mar me esperaba apoyada en la barandilla del
jardín. ¡Qué bonita estaba! Al verme se precipitó sobre la
escalerilla y corrió a mi encuentro. Nuestros pechos se unieron en
un intenso abrazo. Un dulce beso fue el saludo de bienvenida. Después
nos alejamos carretera abajo camino de la playa.
—Te he echado mucho de
menos.
—Y yo a ti.
—Temí que tu madre hubiera
vuelto a hacer otra jugarreta.
—No, esta vez no.
—¿Cómo
es que no regresasteis ayer?
—Bueno, los tíos se
empeñaron en que nos quedáramos con ellos unos días. Por no
agraviarlos, nos quedamos ayer allí.
—¡Menos mal! Me llevé un
buen susto.
Nos acercamos hasta los
escollos de La Ondarreta. El mar estaba algo agitado. Las olas
rompían infatigables sobre las rocas. Rosa del Mar y yo apoyamos
nuestros codos en el muro del rompeolas. Nuestras miradas seguían el
movimiento del incesante oleaje.
—Casi nunca he visto este
mar en calma.
—Yo lo conozco desde pequeña
y me parece que no lo he visto nunca calmado.
—Cuando se enfada es
terrible.
—Dímelo a mí. ¡Menudo
susto dio a la ciudad hace un par de años! Se levantaron unas olas
que saltaban por encima de estos muros. El paseo del Sagrado Corazón
quedó deshecho.
—¡No me digas! Pues,
¡menudas olas tenían que ser!
—Eran por lo menos de ocho o
diez metros. Infundían pavor incluso vistas desde casa. Y no digo
nada el ruido que hacían. Aquellas noches apenas pude dormir.
El sol comenzaba a calentar.
La Ondarreta se iba llenando de gente.
—¿Vamos a la playa?
Rosa del Mar hizo un gesto de
desaprobación.
—No me apetece. A donde me
gustaría ir es a la isla de Santa Clara. He sentido muchas veces el
deseo de ir, pero nunca lo he podido llevar a cabo.
—Pues eso tiene fácil
arreglo. Podemos ir esta tarde. ¿Te atreves a ir a nado?
—¡Estás soñando! ¿Tú
has visto la distancia que hay?
—Claro que la he visto y la
he comprobado. He cruzado a nado varias veces hasta allí.
—¡Embustero!
—Bueno, si no quieres
creerlo…
Tres jovenzuelos se dirigían
hacia donde estábamos. Traían dos cañas de pescar y un bote lleno
de cebo. Al pasar a nuestro lado el mayor de ellos murmuró algo
entre dientes. Los otros dos rieron la gracia. Unos metros más
adelante saltaron a las rocas por las que descendieron como gamos.
Poco después lanzaban sus anzuelos al agua en busca de apetecidas
presas. Los contemplamos unos instantes. Después abandonamos el
lugar.
Por la tarde alquilamos una
barquichuela para ir a la isla de Santa Clara. Una vez allí no
tardamos cinco minutos en recorrerla. Rosa del Mar quedó prendada de
ella. Permanecimos más de una hora en aquel hermoso lugar. Luego
regresamos al Puerto Pesquero. Era media tarde. Demasiado pronto para
volver a casa.
—¿Adónde
podemos ir a estas horas?
—Al cine.
En una sala proyectaban La
cabaña del tío Tom.
Entramos a verla. Rosa del Mar, emocionada, vertió más de una
lágrima a lo largo de la proyección.
—¿Te ha gustado la
película? —le pregunté al salir.
—Mucho. Pobrecitos negros,
¡cuántas les han hecho pasar!
—Y las que les harán, que
aún es peor.
Sin demorarnos nos fuimos
acercando a su casa. La noche estaba muy próxima. El crepúsculo, a
punto de morir ya. La ciudad se iba iluminando por todas partes.
Cuando llegamos al Igueldo era noche cerrada.
—Te dejo, Raúl. Se ha hecho
muy tarde. Ya sabes que a mamá no le gusta que me retrase tanto.
Antes de dejarla irse la
acerqué hacia mí. Nuestros labios se buscaron en las sombras de la
noche para unirse con pasión.
—Te quiero, Rosa.
—Yo también te quiero,
Raúl.
Rosa del Mar se retiró
presurosa. Yo la contemplé hasta que atravesó el umbral de su casa.
Después me alejé de allí.
© Julio Noel
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