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Una mañana de mayo, muy de
madrugada, Ismael Ricote se despidió de su mujer Francisca Ricota
con un abrazo que parecía no tener fin. El acto de la despedida se
llevó a cabo en el silencio más absoluto, pues Ricote no quería
despertar a su hija para que la separación no se hiciera más
dolorosa. Se había deslizado hasta su lecho para depositar en su
inmaculada frente un beso paternal de despedida. Ella se removió un
instante en la cama, pero siguió profundamente dormida entre los
brazos de Morfeo. Su padre la contempló durante unos instantes antes
de alejarse con el corazón partido por el dolor. No sabía cuándo
la volvería a ver o si no la volvería a ver jamás. Ya fuera del
hogar, depositó un emotivo beso en los labios de su mujer mientras
le recomendaba de nuevo encarecidamente que se despidiera por él de
su hija.
—Despídete de Sahira y dile
que no me guarde rencor. No puedo verla llorar delante de mí. Me
destrozaría el corazón.
—Descuida, amor mío.
Intentaré explicárselo.
De los ojos de Francisca
surgieron dos gruesas lágrimas como dos gotas de rocío.
—¡Ah, casi se me olvidaba!
Os dejo dinero y joyas suficientes para que os podáis arreglar
durante varios años. Yo me llevo un pellizco también de nuestros
ahorros y algunas joyas para que me ayuden a sufragar los gastos del
viaje y a abrirme nuevo camino. Algún día regresaré a por vosotras
para llevaros conmigo. Ahora no debo demorarme más y debo partir.
Ambos se estrecharon por
última vez, luego él montó sobre su caballo. El alba comenzaba a
despuntar por oriente. Era el inicio de un largo e incierto viaje.
Ismael Ricote no se había planteado ningún plan. De momento sólo
pretendía refugiarse en el país vecino. Así, pues, puso rumbo al
nordeste para alcanzar el camino real que lo conduciría hasta
Zaragoza. Desde allí pensaba pasar a Francia a través de los
Pirineos, pero aún no había decidido por dónde. En Zaragoza se
alojó en una casa de huéspedes regentada por un matrimonio morisco.
Éstos le aconsejaron que siguiera la ruta de Jaca por estar menos
vigilada. Por allí ya habían abandonado el país muchos convecinos
suyos. En la pequeña ciudad pirenaica había guías dispuestos a
cruzar la frontera a través de agrestes rutas que sólo ellos
conocían, sin ser molestados por guardas o centinelas y por un
módico precio. Ellos mismos estaban dispuestos a abandonar el país
a través de aquella ruta cuando llegara el momento. Ya lo tenían
bien decidido.
Quince días más tarde de
haber abandonado su casa, Ricote llegaba a las puertas de Jaca.
Gracias a las indicaciones que le dieran los hospederos de Zaragoza,
no tardó en localizar a uno de los expertos guías que lo conduciría
hasta Francia a través de las agrestes montañas. Se trataba de un
fornido mozo de unos veinticinco años. Era un jacetano avezado a
deambular por entre las cumbres, riscos, vericuetos, laderas, valles
y desfiladeros de la zona. Conocía todos los senderos y escondrijos
de aquellas montañas. Si él no lograba cruzar con éxito al otro
lado de la frontera, nadie más lo conseguiría.
Al día siguiente de madrugada
Ismael Ricote y su experto guía partieron hacia la frontera
francesa. Nada más abandonar Jaca tomaron el Camino de Santiago
aragonés rumbo a Canfranc, que al cabo de pocas horas los conduciría
hasta la fronteriza localidad aragonesa. Una vez allí, el guía optó
por cruzar los Pirineos por Somport, que era el paso más accesible
para atravesar la cordillera, pero media legua antes de llegar a la
frontera decidió abandonar el camino real desviándose por una valle
que se internaba hacia las cumbres de las montañas. De esta manera
pretendía evitar el encuentro con las guardas fronterizas.
Después de sortear barrancos,
precipicios, desfiladeros, peñascos, pendientes y toda serie de
dificultades, lograron llegar a tierras francesas donde el guía dejó
a buen recaudo al fugitivo Ricote. Éste, al verse de nuevo solo, no
supo qué camino tomar. Se encontraba en una tierra extraña donde se
hablaba una lengua también extraña que ni siquiera era el francés.
Por más que lo intentaba, no lograba entender una sola palabra ni
tampoco lograba hacerse entender. Para él era una situación nueva
con la que no había contado. A partir de entonces tendría que
ingeniárselas como pudiera para sobrevivir. Sin arredrarse siguió
camino adelante para adentrarse en lo que a partir de ese momento
sería su nueva patria. Días más tarde llegó a la ciudad de
Toulouse.
En Toulouse permaneció un
cierto tiempo con el propósito de instalarse en aquella ciudad y
abrir un negocio para establecerse allí. Pero no tardó en descubrir
que aquél no era el lugar idóneo. No halló buen acogimiento en la
misma ni tampoco encontró muchos de su raza y religión. Parecía
que todo el mundo trataba de esquivarlo y nadie le abría las
puertas, por lo que finalmente decidió probar fortuna en algún otro
lugar.
Un caluroso día del mes de
julio salió de Toulouse para nunca más volver. Encaminó sus pasos
hacia el este, hacia la costa sur francesa. Después de deambular por
muchos pueblos y ciudades, llegó por fin a Montpellier. Se instaló
en un mesón ubicado en una estrecha y sombría calle a pocos pasos
de la catedral de Saint Pierre. En su errar por las estrechas calles
y callejuelas que circundaban la catedral y sus alrededores, no tardó
en tramar cierta amistad con algunos de sus correligionarios que allí
vivían. La mayor parte de la población de la ciudad eran hugonotes,
los cuales no prestaban demasiada atención a los islamistas. Su
mayor preocupación eran los católicos, a los que se oponían
frontalmente hasta el punto de constituir un reducto contra la corona
francesa, que era católica.
Ismael encontró en
Montpellier unas condiciones muy favorables para establecerse y vivir
allí. Aún no hacía un mes que había llegado a la ciudad, cuando
concertó una alianza con un morisco aragonés para abrir entre ambos
una tienda. El aragonés había alquilado un local, pero carecía de
capital para surtir de productos la tienda. Había tanteado a más de
un usurero para que le concedieran un crédito. Todo había sido en
vano. Los intereses que le pedían eran tan elevados, que por muy
bien que le fuera el negocio, las ganancias no serían suficientes
para cubrir los intereses y la correspondiente amortización del
capital. El ofrecimiento de Ricote le vino como anillo al dedo. Uno
pondría el local y el otro las mercancías. Las ganancias se las
repartirían al cincuenta por ciento. Al principio todo fue como miel
sobre hojuelas. Ambos socios trabajaban de sol a sol en su negocio y
se repartían los beneficios a partes iguales como dos buenos
hermanos. Pero pronto Ismael se dio cuenta que estaba en desventaja.
Él aportaba al negocio como mínimo el setenta por ciento de su
valor y tan sólo recibía el cincuenta por ciento de las ganancias.
Esto le hizo reflexionar y perder muchas horas de sueño, hasta que
un día no pudo callárselo por más tiempo y se lo hizo saber a su
socio. El aragonés a pesar de que sabía que Ricote tenía toda la
razón no quiso dársela. Pensaba que lo tenía bien amarrado. Pero a
partir de aquel día las desavenencias entre ambos fueron en aumento
hasta dar en quiebra con el negocio.
A raíz del intento fallido de
establecerse en Montpellier, Ismael Ricote se planteó la posibilidad
de conocer otras ciudades de Francia o emigrar a algún otro país.
Finalmente se decidió por esto último. Casi un año después de
haber llegado a la capital del Languedoc, abandonó esta ciudad con
rumbo a Italia. Quería probar fortuna en un nuevo país, pues en el
que se hallaba no se encontraba plenamente a gusto. Pasó primero al
Piamonte. Allí recorrió las ciudades de Turín, donde permaneció
varios meses, Asti, Alessandria, antes de llegar a la Toscana. En
esta región recorrió las ciudades de Pisa, Siena y Florencia. En la
ciudad de los Médici permaneció varios meses deslumbrado por su
esplendor y fastuosidad. Le hubiera gustado establecerse en ella,
pero no halló las condiciones y el soporte necesario para hacerlo.
Tuvo que emigrar de nuevo. En esta ocasión se trasladó a Lombardía.
Recorrió varias ciudades, como Mantua o Bérgamo, para dirigirse
luego al Véneto. En su peregrinar por esta región se detuvo algún
tiempo en Verona. Desde aquí se trasladó a Padua y finalmente a
Venecia.
Cuando aterrizó en la ciudad
de los canales, Ricote se quedó atónito ante la belleza de aquel
lugar tan distinto a todos los demás que había conocido hasta
entonces. Sus canales, sus puentes, sus palacios, sus plazas, sus
monumentos, sus góndolas, en fin todo en Venecia era maravilloso y
la convertía en algo diferente. Ismael se prometió a sí mismo que
jamás abandonaría un lugar tan hermoso. Buscó alojamiento en un
albergue detrás de la Plaza de San Marcos e inmediatamente comenzó
a recorrer sus calles y canales en busca de un lugar idóneo donde
establecerse. Pero no le resultó nada fácil. La ciudad era un
hervidero de comerciantes venecianos y judíos. Cuando no eran los
inconvenientes administrativos, eran los propios comerciantes
establecidos ya en el lugar. Si éstos le dejaban el camino libre,
entonces eran los desorbitados alquileres o excesivas tasas que había
que pagar lo que le obligaba a desistir de su intento. El tiempo
transcurría inexorablemente, mientras nuestro amigo veía cómo se
desvanecían sus ilusiones y menguaban sus reservas. Finalmente,
decidió abandonar Venecia y con ésta, Italia, para buscar fortuna
en un nuevo país.
El azar lo llevó a Alemania,
país abierto y con fama de gran tolerancia religiosa. Hacía ya tres
años que había abandonado su casa y su familia cuando puso por
primera vez sus pies en Baviera. Era primavera. El verdor y la
exuberante vegetación se extendían por doquier. Ismael se quedó
prendado de aquella tierra. Poco a poco fue recorriendo sus campos,
sus pueblos y sus ciudades hasta llegar a Augsburgo. Buscó un
pueblecito próximo a la ciudad que le pareció el lugar más
maravilloso para vivir. No tardó en adquirir una casa que deseaba
convertir en el futuro hogar para él y su familia. Poco a poco se
fue aclimatando en el lugar y abriendo su corazón a sus habitantes,
que lo recibieron con los brazos abiertos. En ese lugar de ensueño
lo dejaremos para que descanse de su largo peregrinar mientras ordena
su vida y su nuevo hogar.
© Julio Noel
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