lunes, 1 de abril de 2019

Capítulo 4 de La familia de Ismael Ricote


                                                                      4


Una mañana de mayo, muy de madrugada, Ismael Ricote se despidió de su mujer Francisca Ricota con un abrazo que parecía no tener fin. El acto de la despedida se llevó a cabo en el silencio más absoluto, pues Ricote no quería despertar a su hija para que la separación no se hiciera más dolorosa. Se había deslizado hasta su lecho para depositar en su inmaculada frente un beso paternal de despedida. Ella se removió un instante en la cama, pero siguió profundamente dormida entre los brazos de Morfeo. Su padre la contempló durante unos instantes antes de alejarse con el corazón partido por el dolor. No sabía cuándo la volvería a ver o si no la volvería a ver jamás. Ya fuera del hogar, depositó un emotivo beso en los labios de su mujer mientras le recomendaba de nuevo encarecidamente que se despidiera por él de su hija.
Despídete de Sahira y dile que no me guarde rencor. No puedo verla llorar delante de mí. Me destrozaría el corazón.
Descuida, amor mío. Intentaré explicárselo.
De los ojos de Francisca surgieron dos gruesas lágrimas como dos gotas de rocío.
¡Ah, casi se me olvidaba! Os dejo dinero y joyas suficientes para que os podáis arreglar durante varios años. Yo me llevo un pellizco también de nuestros ahorros y algunas joyas para que me ayuden a sufragar los gastos del viaje y a abrirme nuevo camino. Algún día regresaré a por vosotras para llevaros conmigo. Ahora no debo demorarme más y debo partir.
Ambos se estrecharon por última vez, luego él montó sobre su caballo. El alba comenzaba a despuntar por oriente. Era el inicio de un largo e incierto viaje. Ismael Ricote no se había planteado ningún plan. De momento sólo pretendía refugiarse en el país vecino. Así, pues, puso rumbo al nordeste para alcanzar el camino real que lo conduciría hasta Zaragoza. Desde allí pensaba pasar a Francia a través de los Pirineos, pero aún no había decidido por dónde. En Zaragoza se alojó en una casa de huéspedes regentada por un matrimonio morisco. Éstos le aconsejaron que siguiera la ruta de Jaca por estar menos vigilada. Por allí ya habían abandonado el país muchos convecinos suyos. En la pequeña ciudad pirenaica había guías dispuestos a cruzar la frontera a través de agrestes rutas que sólo ellos conocían, sin ser molestados por guardas o centinelas y por un módico precio. Ellos mismos estaban dispuestos a abandonar el país a través de aquella ruta cuando llegara el momento. Ya lo tenían bien decidido.
Quince días más tarde de haber abandonado su casa, Ricote llegaba a las puertas de Jaca. Gracias a las indicaciones que le dieran los hospederos de Zaragoza, no tardó en localizar a uno de los expertos guías que lo conduciría hasta Francia a través de las agrestes montañas. Se trataba de un fornido mozo de unos veinticinco años. Era un jacetano avezado a deambular por entre las cumbres, riscos, vericuetos, laderas, valles y desfiladeros de la zona. Conocía todos los senderos y escondrijos de aquellas montañas. Si él no lograba cruzar con éxito al otro lado de la frontera, nadie más lo conseguiría.
Al día siguiente de madrugada Ismael Ricote y su experto guía partieron hacia la frontera francesa. Nada más abandonar Jaca tomaron el Camino de Santiago aragonés rumbo a Canfranc, que al cabo de pocas horas los conduciría hasta la fronteriza localidad aragonesa. Una vez allí, el guía optó por cruzar los Pirineos por Somport, que era el paso más accesible para atravesar la cordillera, pero media legua antes de llegar a la frontera decidió abandonar el camino real desviándose por una valle que se internaba hacia las cumbres de las montañas. De esta manera pretendía evitar el encuentro con las guardas fronterizas.
Después de sortear barrancos, precipicios, desfiladeros, peñascos, pendientes y toda serie de dificultades, lograron llegar a tierras francesas donde el guía dejó a buen recaudo al fugitivo Ricote. Éste, al verse de nuevo solo, no supo qué camino tomar. Se encontraba en una tierra extraña donde se hablaba una lengua también extraña que ni siquiera era el francés. Por más que lo intentaba, no lograba entender una sola palabra ni tampoco lograba hacerse entender. Para él era una situación nueva con la que no había contado. A partir de entonces tendría que ingeniárselas como pudiera para sobrevivir. Sin arredrarse siguió camino adelante para adentrarse en lo que a partir de ese momento sería su nueva patria. Días más tarde llegó a la ciudad de Toulouse.
En Toulouse permaneció un cierto tiempo con el propósito de instalarse en aquella ciudad y abrir un negocio para establecerse allí. Pero no tardó en descubrir que aquél no era el lugar idóneo. No halló buen acogimiento en la misma ni tampoco encontró muchos de su raza y religión. Parecía que todo el mundo trataba de esquivarlo y nadie le abría las puertas, por lo que finalmente decidió probar fortuna en algún otro lugar.
Un caluroso día del mes de julio salió de Toulouse para nunca más volver. Encaminó sus pasos hacia el este, hacia la costa sur francesa. Después de deambular por muchos pueblos y ciudades, llegó por fin a Montpellier. Se instaló en un mesón ubicado en una estrecha y sombría calle a pocos pasos de la catedral de Saint Pierre. En su errar por las estrechas calles y callejuelas que circundaban la catedral y sus alrededores, no tardó en tramar cierta amistad con algunos de sus correligionarios que allí vivían. La mayor parte de la población de la ciudad eran hugonotes, los cuales no prestaban demasiada atención a los islamistas. Su mayor preocupación eran los católicos, a los que se oponían frontalmente hasta el punto de constituir un reducto contra la corona francesa, que era católica.
Ismael encontró en Montpellier unas condiciones muy favorables para establecerse y vivir allí. Aún no hacía un mes que había llegado a la ciudad, cuando concertó una alianza con un morisco aragonés para abrir entre ambos una tienda. El aragonés había alquilado un local, pero carecía de capital para surtir de productos la tienda. Había tanteado a más de un usurero para que le concedieran un crédito. Todo había sido en vano. Los intereses que le pedían eran tan elevados, que por muy bien que le fuera el negocio, las ganancias no serían suficientes para cubrir los intereses y la correspondiente amortización del capital. El ofrecimiento de Ricote le vino como anillo al dedo. Uno pondría el local y el otro las mercancías. Las ganancias se las repartirían al cincuenta por ciento. Al principio todo fue como miel sobre hojuelas. Ambos socios trabajaban de sol a sol en su negocio y se repartían los beneficios a partes iguales como dos buenos hermanos. Pero pronto Ismael se dio cuenta que estaba en desventaja. Él aportaba al negocio como mínimo el setenta por ciento de su valor y tan sólo recibía el cincuenta por ciento de las ganancias. Esto le hizo reflexionar y perder muchas horas de sueño, hasta que un día no pudo callárselo por más tiempo y se lo hizo saber a su socio. El aragonés a pesar de que sabía que Ricote tenía toda la razón no quiso dársela. Pensaba que lo tenía bien amarrado. Pero a partir de aquel día las desavenencias entre ambos fueron en aumento hasta dar en quiebra con el negocio.
A raíz del intento fallido de establecerse en Montpellier, Ismael Ricote se planteó la posibilidad de conocer otras ciudades de Francia o emigrar a algún otro país. Finalmente se decidió por esto último. Casi un año después de haber llegado a la capital del Languedoc, abandonó esta ciudad con rumbo a Italia. Quería probar fortuna en un nuevo país, pues en el que se hallaba no se encontraba plenamente a gusto. Pasó primero al Piamonte. Allí recorrió las ciudades de Turín, donde permaneció varios meses, Asti, Alessandria, antes de llegar a la Toscana. En esta región recorrió las ciudades de Pisa, Siena y Florencia. En la ciudad de los Médici permaneció varios meses deslumbrado por su esplendor y fastuosidad. Le hubiera gustado establecerse en ella, pero no halló las condiciones y el soporte necesario para hacerlo. Tuvo que emigrar de nuevo. En esta ocasión se trasladó a Lombardía. Recorrió varias ciudades, como Mantua o Bérgamo, para dirigirse luego al Véneto. En su peregrinar por esta región se detuvo algún tiempo en Verona. Desde aquí se trasladó a Padua y finalmente a Venecia.
Cuando aterrizó en la ciudad de los canales, Ricote se quedó atónito ante la belleza de aquel lugar tan distinto a todos los demás que había conocido hasta entonces. Sus canales, sus puentes, sus palacios, sus plazas, sus monumentos, sus góndolas, en fin todo en Venecia era maravilloso y la convertía en algo diferente. Ismael se prometió a sí mismo que jamás abandonaría un lugar tan hermoso. Buscó alojamiento en un albergue detrás de la Plaza de San Marcos e inmediatamente comenzó a recorrer sus calles y canales en busca de un lugar idóneo donde establecerse. Pero no le resultó nada fácil. La ciudad era un hervidero de comerciantes venecianos y judíos. Cuando no eran los inconvenientes administrativos, eran los propios comerciantes establecidos ya en el lugar. Si éstos le dejaban el camino libre, entonces eran los desorbitados alquileres o excesivas tasas que había que pagar lo que le obligaba a desistir de su intento. El tiempo transcurría inexorablemente, mientras nuestro amigo veía cómo se desvanecían sus ilusiones y menguaban sus reservas. Finalmente, decidió abandonar Venecia y con ésta, Italia, para buscar fortuna en un nuevo país.
El azar lo llevó a Alemania, país abierto y con fama de gran tolerancia religiosa. Hacía ya tres años que había abandonado su casa y su familia cuando puso por primera vez sus pies en Baviera. Era primavera. El verdor y la exuberante vegetación se extendían por doquier. Ismael se quedó prendado de aquella tierra. Poco a poco fue recorriendo sus campos, sus pueblos y sus ciudades hasta llegar a Augsburgo. Buscó un pueblecito próximo a la ciudad que le pareció el lugar más maravilloso para vivir. No tardó en adquirir una casa que deseaba convertir en el futuro hogar para él y su familia. Poco a poco se fue aclimatando en el lugar y abriendo su corazón a sus habitantes, que lo recibieron con los brazos abiertos. En ese lugar de ensueño lo dejaremos para que descanse de su largo peregrinar mientras ordena su vida y su nuevo hogar.

© Julio Noel







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