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Los astures adoraban entre
otros dioses a la Luna, la Diosa Madre o Reina de los Cielos, para
ellos. La Luna representaba el ciclo femenino y también el ciclo de
la vida. De ahí que su calendario se rigiera por los meses lunares.
Cada mes le rendían culto en el plenilunio. Pero había un
plenilunio especial que ocurría cada cierto número de años. Éste
era el que coincidía con el equinoccio de primavera. Cada vez que
ocurría este acontecimiento, los astures lo celebraban con grandes
ceremonias y ritos acompañados de variados festejos.
Las últimas nieves se habían
derretido casi por completo. Tan sólo quedaban pequeños retazos que
teñían de blanco algunas zonas de la umbría. La tierra y la
pradera estaban empapadas en agua. Por doquier manaban fuentecillas y
corrían pequeños arroyos y riachuelos. El invierno se despedía
para dar paso a la primavera y los rayos del sol se iban templando
tímidamente. Los habitantes de Osimara estaban a punto para rendir
culto a Selene.
El equinoccio de primavera
amaneció radiante. Los incipientes rayos solares forcejeaban contra
la escarcha de la noche. Una tenue neblina se elevaba sutilmente por
el valle como lene gasa azulada. El poblado se desperezaba con gran
parsimonia. Poco a poco los más madrugadores salieron a las calles y
a la plaza. Éstas se fueron llenando de gente. El bullicio se hizo
general y no tardaron en dar comienzo los actos y ceremonias en honor
de la diosa Selene. Un grupo de jóvenes empezó a bailar al son de
la gaita. Algunos se detuvieron para contemplarlos. Los más
continuaron en busca de otras diversiones y placeres.
A media mañana se organizó
un corro de lucha en un prado cercano. En un instante se vio rodeado
de gente. Se enfrentaban los mejores luchadores del valle. El
espectáculo prometía diversión. Muy pocos se lo querían perder.
En medio del corro se hallaba ya la primera pareja de luchadores
dispuestos para la lid. Eran dos jóvenes fornidos, con músculos que
parecían de acero. Comenzó la lucha. Ambos se asieron fuertemente
por el cinturón que ceñía la cintura del contrario. Inclinadas sus
cabezas uno sobre el otro y un poco encorvados, empezaron a tantear
sus fuerzas describiendo pequeños círculos en su intento. De pronto
el más pequeño pareció ceder ante el impulso del otro, pero no
tardó en reponerse y recuperar el equilibrio. De nuevo las fuerzas
parecieron nivelarse. Uno y otro intentaban zancadillear al contrario
para derribarlo, pero su habilidad hacía que no perdieran el
equilibrio. Nuevamente el más pequeño pareció ceder por un
instante. Otra vez se igualaron las fuerzas. El combate se prolongaba
y ninguno de los dos combatientes cedía. El público aplaudía y
animaba a ambos contendientes. Por fin, en un descuido, el más
pequeño logró derribar a su contrario y, ya en el suelo, luchó
denodadamente para que aquél tocara la hierba con la espalda. Si lo
conseguía, habría ganado el asalto. Pero el derribado se defendía
en el suelo, en donde hacía mil movimientos para no tocar la tierra
con su dorso. Después de grandes esfuerzos, cedió ante la fuerza y
la presión de su contrincante. Éste se alzó ganador del primer
combate. Todo el mundo aplaudía su hazaña.
Las parejas se sucedían en el
corro una tras otra. Todos los luchadores de la comarca querían
hacer gala de su fuerza y de su maña. Llegó, por fin, el turno de
la última pareja. Eran los dos contendientes más fornidos. Todo el
mundo esperaba ansioso su combate. Sus músculos y sus fuerzas
parecían igualados. Nadie sabía por cuál de los dos apostar, pues
si uno era alto, musculoso y fuerte, el otro lo era tanto o más. Era
muy difícil predecir el resultado final. Dio comienzo el combate.
Los dos robustos mozos se agarraron fuertemente por sus cinturones.
Juntaron cabeza con cabeza. Ambos se inclinaron un poco hacia delante
y comenzó el baile para medir sus fuerzas. No tardaron en llegar los
primeros intentos de zancadilla por ambas partes, que los dos
evitaban con destreza. Los vaivenes y vueltas en círculo se sucedían
ininterrumpidamente. De pronto el más alto pareció perder el
equilibrio, pero no tardó en recuperarlo. De nuevo se reinició el
baile para medir sus fuerzas. De cuando en cuando se zancadilleaban,
pero ambos resistían los embates. Ahora fue el más bajo el que
perdió el equilibrio. No tardó en recuperarlo también. Ambos
luchadores sudaban copiosamente por todos los poros de sus cuerpos.
El combate seguía. En un descuido, el más alto derribó a su
contrincante, que dio con su cuerpo en tierra, pero éste se levantó
con la destreza del rayo y se asió de nuevo al cinturón de su
oponente. Los dos volvieron a medir sus fuerzas. El público gritaba
y animaba. El desenlace final se demoraba. A los combatientes les
flaqueaban ya las fuerzas por la fatiga. Una vez más intentaron
derribarse uno al otro sin alcanzarlo. Pero en un descuido el más
alto consiguió derribar al otro y logró que tocara el suelo con la
espalda. El combate había finalizado y se erigió como el ganador de
la pelea.
El corro se deshizo poco a
poco mientras los asistentes iban comentando las incidencias de los
combates, en especial las del último. Los demás juegos y actos,
como la chita y la danza, ya habían finalizado. Todo el mundo acudía
a sus casas para celebrar el banquete de la fiesta. Aquél era un día
muy señalado que había que conmemorar por todo lo alto. Por lo que
en todas las casas abundaría la carne en la mesa.
—Come un poco más, Medulio.
Has comido muy poco.
—¡Que he comido muy poco,
madre! Si me he jalado un muslo de pollo, dos costillas de cordero,
un muslo de perdiz y un trozo de ternera.
—¿Y qué es eso para ti?
Estás creciendo y necesitas alimentarte. Deberías comer más.
—No, madre. Por hoy ya tengo
bastante. Además, después tengo que competir con Pegaso y no me
conviene comer demasiado.
—¿Que tienes que competir
con Pegaso? Pero si no eres más que un crío. ¿Adónde quieres ir
tú?
—Pues a eso, a competir.
Genoveva se dirigió a su
esposo en tono de desaprobación.
—¿Tú no tienes nada que
decir?
—¿Qué quieres que diga? Si
el niño quiere competir, déjalo que compita.
—Pero si son todos mayores
que él.
—No todos son mayores,
madre. Hay algunos que tienen poco más tiempo que yo.
—El que menos, te lleva tres
años.
—¿Y qué?
—¿Cómo que y qué? Pues
que tú no debes competir más que con los de tu edad.
—De mi edad no hay nadie que
tenga caballo.
—¡Pues entonces no
compitas! —le contestó su madre airada.
—Déjalo, mujer. Es cierto
que con los que va a competir tienen dos o tres años más que él,
pero Medulio está tan desarrollado o más que ellos y puede
ganarlos.
—¡Puede ganarlos! ¿Y si se
hace daño? Medulio tiene mucha menos experiencia que ellos. Es mejor
que espere un año o dos más.
—Ya está decidido,
Genoveva. El niño va a competir en estos juegos. No insistas.
—¡Mira qué bien! —Genoveva
se puso en jarras ante su marido—. Ya lo tenías todo decidido sin
contar conmigo. Como si yo no pintara nada en esta casa.
—No es eso, mujer. Pero
estas cosas es mejor que las organicemos los hombres. Las mujeres ya
tenéis las vuestras.
—¡Mira, Elaeso, no me
tires de la lengua! Vamos a dejarlo, pero que conste que en estas
cosas yo también tengo algo que decir.
—Bueno, mujer, como quieras.
No tengo ganas de discutir.
A media tarde dio comienzo
otra vez el baile y el juego de la chita. Por su parte, los jinetes
se prepararon para la competición que poco después tendría lugar.
Entre ellos se encontraba Medulio, muy ufano, con su potrillo bien
enjaezado y con unas enormes ganas de competir. El juego consistía
en pasar un palo a modo de lanza por un pequeño aro de mimbres, que
pendía de una vara horizontal apoyada por sus extremos en dos
horquillas verticales. Había que montar la cabalgadura y a todo
galope pasar por debajo de la vara e introducir el palo en el aro sin
caerse del caballo. Se hacía por categorías, según la edad de los
participantes. A Medulio le tocaba competir con tres adolescentes que
le llevaban unos tres años de edad.
El juego comenzó por los más
pequeños y fue Medulio precisamente el primero en iniciarla. El niño
pasó rozando el aro, pero no pudo introducir el palo en él. Luego
lo intentaron los otros tres. Ninguno de ellos acertó con el aro.
Los intentos eran tres y resultaba ganador en cada categoría el que
más veces consiguiera introducir el palo en el aro. Medulio volvió
a rozar el aro en el segundo intento, pero no lo consiguió. En esa
ronda lo logró uno de los otros tres adolescentes. El niño aún
tenía opciones de ganar, pero ya le quedaban menos probabilidades.
Llegó la tercera vuelta y consiguió introducir el palo en el aro.
El niño estaba exultante de alegría. Aún podía empatar. Había
que esperar a ver qué hacían los demás. Lo intentó uno de los
adolescentes y no lo logró. A continuación lo hizo el otro que aún
no había ganado y consiguió dar en el blanco. Tan sólo quedaba el
que ya había puntuado en la segunda ronda. Medulio aún tenía la
esperanza de quedar empatados. En ese caso, tendrían que desempatar.
Pero el tercer adolescente, ya bastante diestro en aquellas lides, no
falló y logró dar en el blanco de nuevo. Medulio creyó desfallecer
cuando vio cómo atravesaba el aro el último de sus rivales. No
había tenido suerte. No había ganado, pero al menos había
conseguido un blanco. Para los próximos juegos pensaba prepararse a
fondo para ser el ganador.
Las competiciones y los juegos
continuaron durante toda la tarde, al igual que la música y el
baile. Llegada la noche, todo el mundo se preparó para acudir al
santuario de la diosa Selene. Se hallaba a una media milla de
distancia del poblado. Consistía en trece círculos de veintiocho
piedras cada uno. Cada círculo simbolizaba un mes lunar y las
piedras representaban los días del mes.
Entrada la noche, el poblado
entero marchaba en procesión hacia el santuario de la diosa. La
romería la presidían Elaeso y el druida, como era costumbre. Justo
a la media noche dio comienzo el acto religioso. El druida recitaba
los salmos y preces consabidos en aquel lenguaje que nadie entendía.
Los asistentes escuchaban en silencio y con devoción. El druida con
su ramita de roble impregnada en agua empezó a recorrer uno por uno
los círculos dedicados a la diosa. En cada uno recitaba un salmo y
lo asperjaba con agua. Así hasta llegar al último. Luego volvió al
primero donde había una especie de altar, en el que depositó varias
plantas aromáticas junto con una rama de roble y otra de tejo. A
continuación les prendió fuego para que se consumieran. Entretanto,
siguió recitando preces en aquel lenguaje arcano que nadie entendía.
Finalizada la cremación, recogió las cenizas para esparcirlas por
los trece círculos. Mientras las esparcía, cantaban todos a coro
salmos a la Diosa Madre. Finalizada la ceremonia religiosa, dio
comienzo la música mientras el pueblo danzaba alrededor de los trece
círculos.
—Padre,
¿cuándo se va a terminar esto?
—Al amanecer, hijo. Mientras
luzca hoy la Luna, el pueblo tiene que honrarla con estos ritos y
ceremonias.
—¿Y por qué se hace este
año y no se había hecho otros?
—Porque esto sólo ocurre
cada varios años. Tiene que coincidir, como este año, el plenilunio
con el equinoccio de primavera.
—¿Qué es el plenilunio?
—Es cuando la Luna alcanza
el máximo de redondez, como hoy. ¿La ves?
—Sí, padre . ¿Y qué es el
equinoccio?
—El equinoccio, en este caso
de primavera, es cuando los días y las noches son iguales. Ese día,
que es hoy, la noche y el día duran lo mismo y comienza la
primavera. Luego, cuando comienza el otoño ocurre lo mismo. Las
noches y los días se vuelven a igualar.
—Entonces, si hay otro
equinoccio en otoño, ¿por qué no se celebra de aquélla esta
fiesta?
—Porque siempre se ha
elegido éste, que es el que marca el principio del año. El año
empieza siempre en la luna cuyo plenilunio está más próximo al
equinoccio de primavera. Por eso se celebra ahora.
Mientras padre e hijo
charlaban animadamente, se les acercó el druida que ya había dado
por terminadas las ceremonias rituales.
—Veo que charlabais muy
animadamente —dijo—. ¿Se puede saber cuál era el motivo de
vuestra conversación?
—El niño que quería
enterarse del motivo y el significado de esta fiesta —comentó
Elaeso.
—Eso está bien. ¿Y cómo
va su instrucción?
—Desde el verano pasado ya
sabe montar a caballo. Y ahora pronto llegará el preceptor para que
comience la instrucción.
—Eso me parece muy bien. Te
recuerdo, Elaeso, que tu hijo tiene que llegar a ser un gran líder
de nuestro pueblo y para ello debe formarse sin pérdida de tiempo.
—No te quepa la menor duda
que así se hará, amigo mío. Y que yo deseo más que nadie que
llegue a ser un gran general de todo el pueblo astur.
—¡Que los dioses te oigan y
se cumplan tus deseos! Y ahora vamos a dar por terminada la fiesta,
que la aurora ya tiñe de rosa el oriente.
Efectivamente, las primeras
luces del alba ya se vislumbraban en el horizonte. Cesó el son de la
gaita y todo el mundo siguió los pasos de Elaeso y el druida camino
del poblado.
© Julio Noel
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