Los avatares de un reino
Julio Noel
Avatares del Reino de León en la segunda mitad del siglo IX y primera mitad del siglo X.
PRIMERA PARTE
ALBORES
1
Un atardecer de finales de mayo las nubes se habían roto y por entre los pequeños claros se filtraban los suaves rayos de un sol vespertino a punto de ocultarse entre las montañas. El ayo ayudaba al caballero a apearse de su cabalgadura, mientras el palafrenero tomaba ésta por el ronzal para llevarla a la caballeriza. El resto de acompañantes seguía los pasos de su señor y descabalgaban también de sus monturas.
—¿Todo bien, Pedro?
—Sí, Alteza. Todo está en orden.
—Bien, pues disponlo todo para la cena, que venimos con bastante apetito.
—Ya está todo preparado, Alteza.
En aquel preciso instante apareció en lontananza la figura de un jinete que cabalgaba velozmente en dirección al palacio. Los presentes contemplaban con atención y curiosidad su veloz carrera. Cuando ya estaba bastante cerca, alguien insinuó que podía tratarse de un mensajero. Poco después se confirmaron sus vaticinios. El jinete llegó sudoroso a las puertas del palacio y descabalgando de su montura de un salto se postró de hinojos ante el señor de la mansión.
—Alteza, su padre, el rey don Ordoño y señor nuestro, ha fallecido.
El caballero se sobresaltó al oír la inesperada noticia.
—¿Cuándo ha ocurrido eso?
—Hace escasos tres días, Alteza. En cuanto se confirmó su muerte, partí para traerle la noticia.
—¿Se ha difundido ya la nueva?
—Por mi parte no, Alteza. Pero las noticias corren como el viento y a estas horas ya lo sabrán en buena parte del reino.
—No hay tiempo que perder —comentó el caballero—. Tengo que ser coronado en la basílica de Santiago lo antes posible. De momento, celebraremos mi proclamación como rey de Asturias. Pedro, en tus manos dejo la organización del acto. Espero que esté todo conforme.
—Sí, Alteza.
El séquito de don Alfonso, que éste era el nombre del caballero, lo acompañó al interior del palacio para darle el pésame por la muerte de su padre y felicitarlo al mismo tiempo por su inmediata coronación. En aquel reducido grupo se hallaban presentes sus más fieles seguidores.
Durante la cena el príncipe permaneció taciturno. La inesperada muerte de su padre lo cogió por sorpresa. Si bien conocía que su progenitor no gozaba de buena salud, no esperaba que el desenlace fatal se produjera tan pronto. La muerte se lo había llevado en lo mejor de la vida.
—Debéis comer, Alteza.
—No puedo. De repente se me ha ido el apetito. Cenad vosotros, yo prefiero retirarme a mis aposentos.
Todos los presentes se inclinaron ante el príncipe mientras éste abandonaba la estancia acompañado por su ayo. Poco después también la abandonaron ellos en señal de respeto por el duelo de su señor. La feliz jornada terminó inmersa en un mar de tristeza por tan aciaga y súbita nueva.
Durante los siguientes días no hubo reposo en palacio. Toda la servidumbre se desvivía para que no faltara un solo detalle en los faustos que iban a tener lugar próximamente. La coronación de don Alfonso se celebraría en la basílica de Santiago de Compostela el veinticinco de julio que era su festividad. Al acto asistirían todas las gentes del lugar y de la comarca. También estarían presentes la mayor parte de los nobles de Galicia, de quienes don Alfonso era su señor natural. Todo hacía así preverlo, pues Alfonso era el primogénito del rey de Asturias, Ordoño I, y, por lo tanto, el heredero directo de su corona.
La fiesta de la proclamación de don Alfonso como rey de Asturias se prolongó por espacio de una semana acompañada de grandes festines. El vino, los licores y las viandas abundaban por doquier. Los nobles gallegos se hallaban ahítos de tanta abundancia y de tanto placer. El nuevo rey quería ganárselos a todos para su bando, por lo que no escatimaba en dispendios para tenerlos contentos. Eran tiempos azarosos y el sistema hereditario de la corona real aún no se había consolidado. Cuantos más adeptos tuviera de la clase noble, mejor.
El último día de los faustos por la proclamación del nuevo rey se hallaba reunida en el comedor del palacio de don Alfonso casi toda la aristocracia gallega. Después de un opíparo banquete, el nuevo rey alzó su copa y brindó por los allí reunidos, por su prosperidad y por el acrecentamiento de sus feudos. Todos levantaron sus copas para brindar al unísono con el rey. Después éste tomó la palabra.
—En este solemne momento os prometo que a todos aquellos que me seáis fieles os conservaré vuestros privilegios y acrecentaré vuestros feudos con las nuevas conquistas que hagamos. Aunque pronto llevaré sobre mi cabeza la corona del reino de Asturias, no olvidaré los años que he pasado junto a todos vosotros y los servicios que me habéis prestado. Os llevaré siempre en mi corazón y sabré recompensar con largueza vuestra fidelidad y vuestra colaboración.
Un murmullo general de aprobación recorrió todas las mesas del gran salón.
—Como signo de mi buena voluntad, te prometo a ti, Ataúlfo, que erigiré y agrandaré la basílica de Santiago. Todos los presentes sois testigos de mi promesa.
El aludido, obispo de Iria-Santiago, hizo una profunda reverencia al rey en señal de agradecimiento. Por su parte, el joven monarca con este gesto sentaba el precedente de lo que sería una constante en todo su reinado: su obsesión por la arquitectura en general y por la eclesiástica en particular.
—Somos conscientes que la actual iglesia se queda pequeña para albergar a tantos peregrinos como vienen a Compostela. Cada año pasan por aquí miles de penitentes para honrar las reliquias de nuestro señor Santiago. Por eso debemos ampliar la basílica para que esté a la altura de las circunstancias. Santiago debe ser para la cristiandad como una segunda Roma y su basílica ha de responder a ese reto.
Todos los presentes aplaudieron las palabras del rey. Ataúlfo, por su parte, no sabía cómo dar las gracias al joven monarca por la promesa que le acababa de hacer. Se sentía como transportado por una nube. Aunque cada año aumentaban los peregrinos que acudían a Compostela, nunca se hubiera imaginado que el rey se preocuparía por agrandar y embellecer la vieja basílica de la ciudad. Esperaba que el Todopoderoso le concediera los años suficientes para ver, al menos, comenzado el nuevo templo.
Algunos de los nobles allí presentes aprovecharon la ocasión para elevar al nuevo monarca sus peticiones. El rey los escuchó a todos, pero en aquel momento no prometió nada a nadie. Les dio la esperanza de que sus demandas serían atendidas en el momento oportuno. El nuevo rey se disponía a despedirse de todos los asistentes y a dar por finalizados los actos de la proclamación, cuando un jinete sudoroso y polvoriento entró precipitadamente en la estancia haciendo caso omiso de las advertencias de los centinelas. Don Alfonso le dio permiso para que avanzara hasta donde él se hallaba y le explicara los motivos de su atrevimiento.
—Señor, —le dijo el recién llegado postrado de hinojos ante él—, Fruela Bermúdez lo ha depuesto y se ha proclamado rey de Asturias. En estos momentos se está celebrando su coronación en Oviedo. Pronto enviará sus tropas para detener a Vuestra Majestad.
—¿Quién eres tú y quién te ha dado esa información? —inquirió don Alfonso visiblemente alterado.
—Mi identidad poco importa ahora. La información no me la ha dado nadie. Yo mismo he visto con mis propios ojos la coronación de Fruela Bermúdez y he escuchado el discurso que pronunció después de haber sido coronado. Prometió que no dejaría vivo a ninguno de los hijos del rey fallecido, empezando por Vuestra Majestad, que, por cierto, no os reconoce como rey. Yo, por haber servido muchos años a vuestro padre y señor nuestro, al oír esto, me puse inmediatamente en camino para advertiros del peligro que corréis si no os ponéis a salvo.
—Gracias, mi fiel servidor. Te debo la vida. Algún día procuraré recompensártelo.
El recién llegado se postró aún más de hinojos ante él para besarle los pies. Don Alfonso le ordenó que se levantara, mientras, rojo de ira, dirigía una mirada a los allí reunidos. Ninguno de los nobles presentes se atrevió a aguantar su mirada. Todos inclinaron la cabeza, atónitos y desconcertados.
—¿Ninguno de los aquí presentes conocía esta traición? preguntó don Alfonso con voz irritada.
Nadie osó decir una palabra, bien porque tenían miedo a la ira de su Señor, bien porque realmente nada sabían.
—Espero que no haya nadie entre todos vosotros confabulado con Fruela Bermúdez —prosiguió el depuesto rey—. Si lo hubiera y algún día lo descubro, no tendré piedad de él.
Un nuevo silencio se interpuso entre los presentes. Silencio que al cabo de un minuto eterno rompió Ataúlfo.
—Señor, lamentamos lo ocurrido, que a todos nos entristece y nos ha sorprendido. Ahora lo que más urge es poner a salvo su persona. No deberíais permanecer mucho más tiempo aquí, pues corréis un grave peligro. Debéis partir de inmediato de estas tierras, ya que aquí será donde primero vengan a buscaros.
Todos aplaudieron los sabios consejos del obispo e instaron al rey para que se pusiera a salvo lo antes posible. Algunos se ofrecieron para acompañarlo y servirle de escolta en su huida. Don Alfonso decidió que partiría inmediatamente, pero no quiso aceptar la compañía de ninguno de los allí presentes. En su fuero interno juró que sólo lo acompañarían dos de sus más fieles servidores. No se fiaba de nadie más.
2
Don Alfonso decidió ocultarse en un lugar desconocido ubicado en la zona más oriental del reino de su padre, el territorio que se conocía como el condado de Castilla. Se hizo acompañar por sus más fieles servidores: su ayo, Pedro, y su arquero, Nuño. Salieron del palacio a medianoche cuando todo el mundo dormía. Con gran sigilo abandonaron el palacio y la ciudad de Compostela para adentrarse entre los valles y montañas que la circundaban. Tras varios días de un accidentado viaje, llegaron al lugar elegido. El príncipe destronado decidió refugiarse en casa de su tío don Rodrigo, conde de Castilla.
El sol llegaba a su ocaso. Tres jinetes cabalgaban por entre los verdes trigales que se extendían por doquier. Grandes manchas de una tonalidad amarillenta surgían aquí y allá, signo de la próxima maduración del cereal. Los árboles escaseaban y no se veía ni un solo regato donde poder refrescarse y saciar la sed.
—Esto parece un desierto, Señor. ¿A dónde nos dirigimos?
—No seas impaciente, Pedro. Antes de que se nos eche la noche encima habremos llegado. ¿Ves aquella colina que se eleva hacia el nordeste? Pues al otro lado está nuestro destino.
—¿Y será tan inhóspito como lo que vemos?
—No, Pedro. No todo el condado de Castilla es tan inhóspito. Aunque no tiene nada que ver con el verdor de Galicia. Aquí, salvo ahora que todavía están verdes los trigales, predomina el color amarillento y ocre en contraposición al verde de nuestra amada Galicia. Lo echarás en falta, pero te irás acostumbrando.
—No sé si podré hacerlo, Señor, pues en los dos días que llevamos caminando por estas tierras ya he añorado más de mil veces nuestra querida Galicia.
—Paciencia, Pedro. Todo en la vida se supera. También la añoranza y los recuerdos.
En medio de estos diálogos acabaron de cruzar la pequeña colina que poco antes había señalado don Alfonso. En su falda se veían varias casas diseminadas y un poco más allá un pequeño núcleo de población. Por el fondo del valle discurría un riachuelo que regaba la vega y la llenaba de verdor. Detrás del caserío se erguía imponente la Peña Amaya. En lo más alto de la misma se divisaba la robusta figura de un castillo. Era la residencia oficial de don Rodrigo.
—¡Esto ya es otra cosa! —exclamó el ayo oteando el paisaje.
—Ya te lo advertí, Pedro. Aunque esto no se parece en nada al paisaje de Galicia, de cuando en cuando surge algún oasis de verdor, que se agradece doblemente por su rareza y escasez.
—Tenéis razón, Señor. Sólo de verlo parece que se me ha alegrado ya el alma.
—Bien, pues ahora lancemos al trote nuestras cabalgaduras, que quiero cruzar el puente del castillo antes de que se apaguen las últimas luces del ocaso.
Los tres jinetes, sudorosos y polvorientos, penetraban en el castillo poco antes de que se apoderaran de él las sobras de la noche. Don Alfonso se hizo conducir ante la presencia de su tío, que lo recibió con grandes honores y con muestras de gran júbilo.
—¡Hijo mío! —don Rodrigo estrechó a su sobrino entre sus brazos—. ¿Vendréis muy cansado? ¿Habrá sido un viaje agotador?
—Sí que lo ha sido, tío. Llevo cabalgando alrededor de una semana. Ya tenía ganas de llegar a vuestra casa para descansar.
—Pues ya habéis llegado. Haré que preparen vuestros aposentos para que podáis asearos y descansar todo lo que queráis. Ya tendremos tiempo de hablar.
—Gracias, tío. Os lo agradezco de veras. Estoy realmente agotado.
—Pues no se hable más. —Don Rodrigo hizo sonar una campanilla. Al instante se presentó ante ellos una hermosa doncella—. Eulalia, acompaña al señor a sus aposentos.
—Sí, señor.
—¡Ah, Eulalia! Que no le falte de nada y que no lo moleste nadie. El señor tiene que descansar.
—Así se hará, señor.
La doncella se retiró con una gentil reverencia para dirigirse a los aposentos que habían destinado a don Alfonso, mientras éste la seguía por intrincados pasillos y salones. El príncipe permaneció más de veinticuatro horas en sus aposentos descansando del largo viaje sin que nadie lo molestara. Necesitaba reponer las fuerzas perdidas en el arduo viaje.
Todo estaba dispuesto en la mesa para hacer los honores al príncipe recién llegado. Don Rodrigo con toda su familia esperaban con no disimulada impaciencia la entrada de su sobrino en el comedor. Éste no tardó en llegar acompañado por uno de los criados del señor del castillo. Después de un saludo cortés, don Rodrigo invitó al príncipe y a toda su familia a sentarse a la mesa. El almuerzo transcurrió casi en silencio, sólo interrumpido por breves comentarios acerca de los manjares que les servían o sobre otras banalidades intranscendentes, a pesar de que todos estaban impacientes por conocer los planes de don Alfonso, pero fue su tío quien rompió el silencio.
—Y bien, querido sobrino, ¿qué pensáis hacer ahora? ¿No querréis quedaros de brazos cruzados?
—Ya veo que os han informado de los acontecimientos —comentó el príncipe.
—Las malas noticias, querido sobrino, corren como el viento. Hace días que nos enteramos de la traición de Fruela Bermúdez. Por eso no nos extrañó veros llegar a nuestro castillo. En el fondo lo estábamos deseando, porque sólo aquí podréis reunir un ejército suficiente para derrocar al usurpador. El resto del territorio está controlado por el traidor. Aquí tendréis todo mi apoyo y con mi ayuda lograremos recuperar el trono.
—Gracias, querido tío. No olvidaré jamás vuestra ayuda y vuestro ofrecimiento.
—Ahora, querido sobrino, lo que tenéis que hacer es descansar y recuperaros. Ya habrá tiempo de organizar un ejército y presentar batalla a ese traidor. Durante estos meses de verano que está a punto de comenzar cazaremos y nos ejercitaremos para la guerra. Luego, en el mes de septiembre, reuniremos todos los hombres de mi condado capaces de empuñar un arma y en el otoño presentaremos batalla al usurpador.
—Me parece muy bien, querido tío. Espero no defraudaros.
Después de haber tomado los postres y los licores que los acompañaron, tío y sobrino se retiraron a la estancia más fresca del castillo para seguir trazando y debatiendo los detalles de la batalla que pensaban presentar al conde traidor. Tenían varios meses por delante, pero no se podían confiar. Había que diseñar un plan para que todo saliera correctamente. No podían dejar nada al azar. A lo largo del verano perfilarían todos los detalles y en el otoño lo pondrían en práctica.
—El trono os corresponde a Vos por ley. Así lo decidió vuestro abuelo y mi padre, el rey Ramiro I, que en gloria esté. Vuestro padre lo heredó de él y Vos lo habéis heredado de vuestro padre, aunque ese felón os lo haya usurpado. Podéis estar seguro que no se va a salir con la suya. Aquí tenemos muchos y buenos caballeros que no dudarán en dar su sangre y su vida por restituiros en el trono. Los buenos hombres de esta tierra me son fieles y harán todo lo que yo les pida.
—Gracias, tío. Vuestras palabras me reconfortan y me restituyen el ánimo. Cuando recibí la noticia en Compostela de la traición perpetrada por el conde de Lugo, por un momento me sentí rodeado de traidores. Estábamos a punto de finalizar los festejos por mi proclamación como rey. Se hallaba allí reunida la flor y nata de la aristocracia gallega. Les acababa de prometer que les respetaría sus fueros y privilegios. Les había pedido su adhesión a mi persona. Les prometí repartir con ellos las nuevas tierras conquistadas. Al obispo de Compostela le prometí una nueva basílica. Y justo en aquel momento recibo la noticia de la traición de uno de los condes de aquella tierra. No sé si alguno de los presentes podía estar confabulado con él. No tengo pruebas de que así sea. Pero el traidor es uno de ellos y eso me hace desconfiar de todos. Tal vez me haya dejado llevar por mis emociones y sentimientos.
—Tal vez sea así, querido sobrino. Debéis dejar pasar el tiempo y analizar con calma los hechos. Debéis tener pruebas para juzgar a esos nobles, pues de lo contrario no seríais justo. Debéis serenaros y tranquilizaros antes de tomar una decisión equivocada, que podríais lamentar toda vuestra vida. La justicia se ha de impartir con serenidad y con calma. El hecho de que el usurpador sea de Galicia no quiere decir que todos los aristócratas gallegos estén implicados. Tal vez no lo esté ninguno de ellos. Así que es mejor que dejéis pasar el tiempo. Ahora lo que importa es organizar nuestro propio ejército para aniquilar al traidor.
—Tenéis razón, querido tío. Lo primero es lo primero.
—Bien, sobrino —el tío le dio una palmadita en el hombro—, dejemos esta conversación para otro momento, pues tiempo habrá para perfilar nuestros planes, y vayamos a dar un paseo con nuestros caballos por la orilla del río ahora que ya ha descendido el sol. Os reconfortará pasear bajo las sombras de la alameda.
—Eso espero.
Mandaron ensillar sus caballos y ambos se dirigieron a la alameda del río que atravesaba aquel pequeño y frondoso valle acompañados por el hijo mayor del conde, Diego. Aquel vergel ofrecía un remanso de paz para los habitantes del castillo y del poblado que lo circundaba. Los tres caballeros pasearon durante horas por el frondoso paraje, mientras charlaban despreocupadamente como si nada hubiera ocurrido. Abandonaron el lugar para regresar al castillo cuando los rayos del sol declinaban ya en el horizonte. Don Alfonso se sentía más reconfortado después de aquel agradable paseo.
3
Los rigores del verano ya habían quedado atrás. Don Alfonso había vivido en compañía de su tío y de sus primos unos meses inolvidables que le habían hecho olvidar, en parte, los agobios que oprimían su corazón. No olvidaría tan fácilmente las incontables jornadas de caza que había vivido al lado de su tío y de su primo Diego. Éste era un gran diestro con el arco y con la ballesta, con los que lograba abatir tanto piezas menores como mayores. Don Rodrigo, por su parte, era un maestro de la cetrería. Tenía varias aves de entre las que destacaban un halcón peregrino y un águila real. Constituía un espectáculo maravilloso verlas cazar todo tipo de caza menor y hasta alguna pieza de caza mayor, sobre todo el águila real. Más de un ciervo y un gamo abatieron aquella temporada.
Las jornadas que no dedicaban a la caza solían emplearlas en pasear por la vereda del río bajo sus exuberantes y extensas alamedas. En aquella frondosidad apenas se notaba la severidad del verano. Por su parte, don Rodrigo agasajaba a su sobrino con continuas fiestas y espectáculos en su castillo. No quería verlo deprimido, por lo que no escatimaba esfuerzos y recursos para conseguirlo. Así llegaron a mediados de septiembre, momento en el cual el conde de Castilla decidió poner en práctica su plan para atacar y derrocar al usurpador.
A lo largo de un mes estuvo reuniendo todos los hombres útiles que había en su condado capaces de empuñar un arma. Don Alfonso seguía con especial interés el incremento de hombres dispuestos a luchar por su causa, que cada día llenaban más el castillo de su tío y sus inmediaciones. Llegaban de todas partes del condado. Unos a pie y otros a caballo. Unos mejor armados que otros, pero todos dispuestos a luchar por su señor. Un día, cuando parecía que ya se hallaban presentes todos los que podían combatir, el conde los reunió delante de las murallas de su castillo, porque dentro ya no cabían de tantos como eran. Después de hacerse el silencio, el conde les presentó al que sería su futuro rey. Todos lo aclamaron al unísono. A continuación el conde los exhortó para que no dudaran en dar su sangre y su vida por él si era necesario.
—Mis fieles vasallos, aquí tenéis —señalando a don Alfonso— a vuestro futuro y legítimo rey, que fue derrocado por un felón cuando aún no había sido coronado, aprovechando la ausencia de don Alfonso de la corte de Oviedo para hacerse con el poder. Nosotros, como fieles vasallos suyos, vamos a presentar batalla al usurpador para devolver la corona a su legítimo dueño.
Todos asintieron al unísono con un grito ensordecedor.
—Muy pronto emprenderemos la marcha hacia las Asturias de Oviedo. El viaje será lento y fatigoso, no exento de dificultades. Tendremos que atravesar la gran cordillera Cantábrica. Los peligros surgirán por doquier. Puede que nos veamos sorprendidos en alguna encrucijada por las tropas del usurpador. Pero eso no ha de arredrarnos de nuestro objetivo. Tenemos que llegar a Oviedo y recuperar la corona. Para ello no escatimaremos esfuerzos ni la entrega de nuestras vidas si fuera necesario.
De nuevo se oyó un grito unánime de asentimiento.
—Nos hemos reunido varios millares de hombres. Espero que sea número suficiente para vencer las tropas del traidor. Lucharemos hasta la extenuación y nadie dará un paso atrás so pena de muerte para quien lo haga.
Todos asintieron con más enardecimiento si cabe que antes. Aquellos hombres estaban dispuestos a dar su vida por la causa. A nadie de los allí presentes se le pasaba por la cabeza desertar. Darían su vida por el rey si era necesario.
—No olvidaré nunca este servicio que estáis dispuestos a darme —les prometió don Alfonso—. Si obtenemos la victoria, que no dudo que lo lograremos, no quedará sin recompensa vuestro esfuerzo y sacrificio. Hoy es un día grande para mí, que me llena de satisfacción y orgullo. ¡Ánimo, mis valientes guerreros!
—¡Viva el rey! —gritaron algunos.
—¡Viva! —contestaron todos a coro.
Un murmullo general se extendió entre los asistentes. Los ánimos se enardecían entre aquellos hombres, fieles al conde y a su futuro rey. Después de varios intentos por imponer silencio, el conde pudo tomar de nuevo la palabra.
—Vasallos míos, ahora vamos a reponer fuerzas con las viandas que os suministrarán. Luego descansaremos todo el día y, tras un sueño reparador, mañana al alba partiremos para nuestro destino. Ha llegado la hora de hacer justicia. ¡Muera el traidor!
—¡Muera! —gritaron todos a coro.
A continuación los criados del conde, junto con el personal contratado al efecto, repartieron entre los presentes todo tipo de viandas que regaron con abundantes y espumosos caldos de la zona. Ahítos por tantos manjares y ebrios de tanta bebida, los hombres fueron cayendo todos en un sopor que los mantuvo dormidos y aletargados hasta la alborada.
Era una mañana de finales de octubre. La escarcha de la noche cubría la hierba y las hojas de los árboles y arbustos. El frío era intenso. La temperatura no debía de superar los cero grados centígrados. El cielo estaba aún tachonado de estrellas. Sólo por el saliente se vislumbraba el nacimiento del nuevo día. Una sutil franja grisácea comenzaba a percibirse por aquel punto. Los hombres ya se habían puesto en pie y junto con las caballerías habían comenzado a moverse. Poco a poco se fue organizando la marcha. Don Alfonso, don Rodrigo y el primogénito de éste, Diego, la encabezaban. Los demás siguieron dócilmente en pos de ellos hacia donde los guiaran.
Caminaban lentamente por el frondoso valle de Amaya. A los hombres de a caballo se les entumecían los pies y las manos. Los de a pie por el contrario notaban que poco a poco sus miembros comenzaban a reaccionar. Ya habían avanzado más de un kilómetro y aún no amanecía. Sólo por el este se percibía una franja anaranjada más amplia que a la hora de partir. La luz del día no acababa de llegar. Los hombres marchaban silenciosos y cabizbajos, sumidos en sus pensamientos y en una especie de sopor que los mantenía semidormidos. Las luces del alba fueron inundando paulatinamente todo el valle. Las cumbres de las montañas comenzaron a dorarse con los primeros rayos del sol. A continuación un vaho azulado empezó a ascender lentamente desde el fondo del valle. Era como si en todo él hubieran encendido una enorme hoguera. Lentamente la escarcha iría evaporándose con la ayuda de los rayos solares que ya empezaban a infiltrase por entre el follaje de la arboleda. Las tropas comandadas por don Alfonso y don Rodrigo tenían por delante unas cuantas jornadas de penoso viaje hasta alcanzar la capital del reino. Debían tomárselo con calma.
Atravesaron praderas y tierras de labor, cumbres y planicies, caminos y veredas, valles y montañas. Después de vadear el Pisuerga, se dirigieron hacia el monasterio de San Román de Entrempeñas, donde el abad los recibió y los honró con su hospitalidad. Desde allí partieron hacia el río Carrión y de éste hacia el nacimiento del Esla. Pretendían sortear las altas cumbres de los Picos de Europa por su parte occidental y atravesar por aquel punto la cordillera Cantábrica. A medida que se acercaban a la gran cordillera la marcha se hacía más penosa, debido no sólo a la dificultad por el ascenso a las altas cumbres, sino también por las inclemencias del tiempo. Poco antes de llegar a los pies de los Picos de Europa tuvieron que detener la marcha a causa de la gran nevada caída. Allí permanecieron varios días hasta que desapareció gran parte de la nieve y les permitió seguir la marcha no sin ciertas dificultades. Mientras atravesaban el desfiladero del Sella, don Alfonso y don Rodrigo vivieron momentos de preocupación y angustia, pues aquel lugar era idóneo para una emboscada por parte de las tropas del usurpador. Cuando por fin dieron vista a Cangas de Onís, ambos adalides respiraron profundamente mientras su corazón volvía a latir con normalidad. Habían atravesado aquel paso tan peligroso sin ningún contratiempo.
—¡Por fin hemos salido a campo algo más abierto! —exclamó don Rodrigo respirando con más tranquilidad al divisar las primeras casas de Cangas de Onís y el amplio valle que por allí se extendía.
—Sí, demos gracias a Dios por habernos librado de una emboscada —comentó don Alfonso—. No conocía esta zona, pero creo que hemos elegido el paso más peligroso de estas montañas.
—Tal vez sí, querido sobrino, aunque mucho me temo que en toda esta cordillera no hay un paso fácil. Menos mal que parece que el usurpador aún no sabe nada de nuestra presencia aquí.
—O quizás lo sepa, pero esperaba que cruzáramos por otro lugar.
—Sea como fuere, tenemos que estar alerta por lo que pueda suceder.
—Y lo estaremos, tío. Podéis estar bien seguro que lo estaremos.
Descansaron aquel día en las inmediaciones de Cangas de Onís para resarcirse de las fuerzas gastadas en la penosa travesía de la cordillera Cantábrica, que los había dejado bastante exhaustos, sobre todo a los hombres de a pie. Aprovecharon la parada para perfilar y ultimar los detalles del ataque al usurpador. No podían dejar nada al azar si querían tener éxito. Dos días más tarde se hallaban ya en Siero. Justo cuando dejaban atrás este caserío, se toparon con las huestes de Fruela Bermúdez, que les cortaban el paso hacia Oviedo en una amplia y verde explanada. Ambos ejércitos se enfrentaron en feroz combate durante horas. Llegada la noche, suspendieron los enfrentamientos hasta el amanecer del nuevo día. Los combates se sucedieron a lo largo de una semana. Las fuerzas estaban bastante igualadas y las bajas eran muy similares en ambos bandos. El octavo día de contienda la balanza comenzó a inclinarse a favor de don Alfonso. Muchos de los que combatían contra él, al ver el giro que tomaba la batalla, decidieron pasarse a sus filas, pues lo veían ya vencedor y querían ganarse sus favores. El ejército del traidor cada vez estaba más diezmado, por lo que poco a poco fueron retrocediendo en su ataque hasta que su jefe dio la orden de retirada. Los partidarios de don Alfonso se lanzaron en pos de ellos dando muerte a algunos y haciendo prisioneros a los más. Don Alfonso y don Rodrigo, escoltados por un grupo de los suyos, dieron alcance al traidor que huía cobardemente para guarecerse en su palacio. No hubo conmiseración para él. Fue decapitado allí mismo. Los pocos que aún lo seguían depusieron en el acto las armas.
Don Alfonso, acompañado por su tío, por su primo y por todo su ejército, entró triunfante en las calles de Oviedo. Casi todo el mundo salió a aclamarlo como nuevo rey de Asturias. Había algunas gentes que simpatizaban con el derrotado traidor, pero la mayoría eran partidarios del nuevo rey. Él era el legítimo heredero de la corona. Por eso su aclamación era espontánea y sincera. Presentían que con el nuevo rey había llegado la paz y la estabilidad y que eso les reportaría tranquilidad y bienestar, que era lo único que deseaban. El rey agradecía las muestras de adhesión y simpatía que le mostraban sus súbditos mientras atravesaba las calles de la ciudad en dirección a su palacio. Luego se encerró en el mismo con sus allegados para descansar del largo viaje y de la agotadora batalla librada contra su enemigo.
4
Apenas habían transcurrido cuatro semanas desde la derrota y muerte del usurpador cuando dieron comienzo los actos de la ceremonia de la coronación de don Alfonso. Ésta se llevaría a cabo en la catedral de Oviedo y sería presidida por el obispo de la ciudad. En palacio no había reposo para nadie. Hervía como un hormiguero. Toda la servidumbre cumplía sin rechistar las órdenes recibidas. Las idas y venidas del personal de servicio por el palacio eran incesantes. A simple vista parecía un verdadero caos, pero todo el mundo cumplía escrupulosamente las tareas encomendadas. De ello se encargaba el mayordomo de palacio y dos ayudantes que ejecutaban todas las órdenes que éste impartía. El día señalado debía estar todo a punto sin que faltara ni un solo detalle. Para ello no sólo se estaba acondicionando el gran comedor del palacio, sino varios salones adjuntos que aumentarían considerablemente la capacidad del mismo, ya que eran muchos los asistentes que se esperaban de todo el reino. Debería presentar todo un aspecto impecable. El mobiliario, la mantelería, la vajilla, las copas de vidrio y plata, la cubertería del preciado metal, en fin todo debería estar en su punto y en su sitio exacto. El mayordomo no perdía detalle y se multiplicaba para que todo estuviera como él quería.
Por su parte, la guardia real se entrenaba continuamente para rendir honores al nuevo monarca y a toda su corte. Ensayaban los desfiles que tenían que realizar ante el rey, los distintos pasos y movimientos que debían ejecutar ante el solio regio, el lugar exacto que debían ocupar durante la ceremonia. No podían dejar nada al azar, pues de ellos dependía la seguridad del rey y de todos sus invitados. El responsable de que toda la ceremonia se celebrara sin ningún contratiempo era el capitán de esta guardia. Para lograrlo no cejaba un minuto en su empeño.
Por fin llegó el día señalado para la coronación: el 25 de diciembre del año 866. La catedral románica de San Salvador lucía en todo su esplendor. La puerta principal estaba engalanada como nunca los ovetenses habían visto. El interior estaba tan iluminado por el ingente número de velas que allí ardían, que parecía pleno día a pesar de la oscuridad que reinaba normalmente en el templo. El altar mayor resplandecía con todas sus galas derrochando luz a raudales. El obispo de Oviedo, rodeado por todo su cabildo, esperaba en el centro del altar la llegada del monarca. Vestía una capa bordada en oro y cubría su cabeza con una mitra bordada también en oro y con incrustaciones de piedras preciosas. En su mano derecha lucía el anillo pastoral, una gran gema incrustada en oro. En su mano izquierda portaba el báculo de plata con incrustaciones de gemas y piedras preciosas. En el templo reinaba el silencio más absoluto. Vino a romperlo el repique de campanas junto con el redoble de tambores y el son de gaitas que se acercaba a la catedral. Luego se hizo el silencio mientras aparecía al fondo de la iglesia la figura del monarca rodeado por toda su corte. Vestía calzas de lino bordadas en seda, una camisa de algodón bordada en oro, una saya de lino de color púrpura con adornos de seda y encima de todo ello una gran capa que arrastraba hasta el suelo de brocado en seda de color púrpura con adornos de oro y pedrería. De su cinturón colgaba una hermosa espada cuya empuñadura estaba adornada con rubíes y diamantes. Calzaba unos bonitos zapatos de cuero fino con adornos en pedrería y llevaba sus manos enfundadas en guantes de final piel. Avanzaba por el centro del templo con paso firme y parsimonioso. Tras él seguía su madre ricamente engalanada para la ceremonia. A continuación se hallaban sus hermanos, los infantes don Bermudo, don Nuño, don Fruela y don Odoario. Seguían sus pasos su tío, don Rodrigo, y su primo, don Diego, junto a otros familiares de parentesco ya más alejado. A continuación de éstos avanzaba un nutrido grupo de la aristocracia del reino. Duques, marqueses y condes con sus cónyuges llegados de todas las partes del reino, y de otros reinos cristianos, se habían dado cita allí para rendir homenaje al nuevo soberano. Todos fueron ocupando sus puestos en la parte frontal de la nave, al lado del altar mayor. El rey ocupó su sitio en el lado del Evangelio en el propio altar. Su madre, la reina Nuña, se situó cerca de él, pero en un segundo plano. El resto de la familia real ocupó un tercer plano más discreto.
Después de que todos los asistentes ocuparan sus puestos y se hiciera un silencio total, el obispo dio comienzo a la ceremonia de la coronación. Para ello concelebraría una misa solemne con todo su cabildo. Llegado el Ofertorio, el obispo procedió a la coronación del rey. Don Alfonso se levantó del solio real e hincó su rodilla derecha en tierra. El mitrado, después de ungir su cabeza y su frente con los óleos sagrados, bendijo la corona real y la depositó sobre la cabeza del monarca.
—Majestad, recibid esta corona de mis manos como símbolo de vuestro poder real. Yo, como ministro de Dios y por su gracia, en este momento solemne os corono como rey de Asturias. Reinaréis con el nombre de Alfonso III. Que Dios os ilumine en vuestras decisiones y colme de gloria vuestro reinado.
Luego pronunció varias plegarias y oraciones mientras el rey permanecía postrado ante él. Terminadas éstas, el rey, majestuoso, se irguió con su corona de oro engarzada con diamantes y rubíes para mostrarse así ante sus deudos y súbditos, que no dudaron en aclamarlo con vítores de emoción y alegría. Acto seguido cantaron varios salmos en honor del nuevo rey para continuar después con la celebración de la Eucaristía.
Finalizado el acto de la coronación y la celebración de la Misa, el rey con la familia real y todos sus invitados se encaminaron hacia el palacio para continuar allí con la fiesta civil y más pagana. En cuanto hizo acto de presencia el rey en la puerta de la catedral, comenzaron a tañer las campanas y a sonar de nuevo las gaitas y tambores que no cesaron hasta que toda la comitiva entró en palacio.
En la mesa real se sentó a la derecha del rey la reina madre. A continuación de ella se sentaron los infantes por orden de edad. A la izquierda del rey tomó asiento por orden expresa de don Alfonso su tío, don Rodrigo, y al lado de éste, su hijo, don Diego. A continuación se sentó el obispo de Oviedo. El resto de invitados fue tomando sus asientos conforme a su estado y alcurnia, tal como lo había dispuesto el protocolo de la casa real. Don Alfonso colocó a su tío a su izquierda no sólo en agradecimiento a los servicios prestados en la recuperación del trono real, sino también porque lo necesitaba como consejero. Su tío le era totalmente leal, algo que no podía asegurar de sus propios hermanos. A sus oídos había llegado la noticia de su rebelión y de su postura más próxima a Fruela Bermúdez que a su persona. Y fue precisamente su tío quien lo puso al corriente de los hechos.
El banquete transcurría con normalidad. Las mesas rebosaban de viandas y bebidas. Abundaban las carnes de todo tipo, pescados, mariscos y los mejores caldos que se producían en el reino. Los comensales entre bocado y bocado hablaban de sus problemas e inquietudes, de las excelencias de los vinos y manjares, de la ceremonia de la coronación y del nuevo orden establecido en el reino de Asturias. Algunos ya trataban de crear alianzas con el nuevo rey. Los más le deseaban un largo y fructífero reinado. Tan sólo los infantes parecían desearle lo peor a tenor de sus caras circunflejas y su estado anímico. No se les había visto una sonrisa ni una expresión ni un gesto de alegría a lo largo de toda la ceremonia. Era como si se les hubiera helado la sangre en las venas.
—Tened mucho cuidado, querido sobrino —le dijo don Rodrigo en un susurro casi al oído—. No os fiéis lo más mínimo de vuestros hermanos. No les he quitado el ojo de encima durante toda la ceremonia y su comportamiento no me inspira confianza.
—Descuidad, querido tío. Lo tendré en cuenta.
El banquete transcurrió con normalidad. Al finalizar los postres comenzó a oírse el son de una gaita al que poco después se añadieron otras más. No tardaron en saltar a la pista las primeras parejas para dejarse llevar por el ritmo de la música. La fiesta se animaba por momentos. Todo el mundo charlaba, bailaba o se divertía alegremente sin preocuparse por lo que ocurría a su alrededor. Tan sólo los infantes parecían estar fuera de lugar. Uno de ellos, don Bermudo, había desparecido. Los otros tres estaban inquietos. Al principio creyeron que se habría ausentado por alguna indisposición. Pero pasaban los minutos y Bermudo no regresaba a la fiesta. Uno de ellos decidió ir a sus aposentos para cerciorarse si estaba allí o no. No tardó en regresar con una respuesta negativa. Los tres hermanos estaban nerviosos e inquietos.
—Tenemos que tomar una decisión —comentó Nuño—. No es normal que Bermudo haya desaparecido así sin darnos una explicación.
—Claro que no es normal —añadió Fruela—. Siempre ha contado con nosotros.
—Tiene que haberle ocurrido algo extraño —insinuó Nuño.
—O tal vez nos ha traicionado —sugirió Odoario.
—No se te ocurra ni siquiera pensarlo —le recriminó Fruela—. Bermudo no sería capaz de traicionarnos.
—No estés tan seguro de eso, hermanito —apostilló Odoario.
—Sea como sea, no podemos quedarnos de brazos cruzados sin hacer nada —insistió Nuño—. Tenemos que ponernos en movimiento ya. Si alguien se percata de su ausencia, nos podemos ver metidos en un buen lío. Me temo que Alfonso sabe ya algo de lo nuestro y si no lo sabe aún, no tardará en saberlo. Tiene a la mayor parte de la gente de su parte y tarde o temprano alguien se irá de la lengua.
—¿No se habrán ido ya y Bermudo lo ha descubierto? —sugirió Odoario—. Tal vez ése sea el motivo por el que ha desaparecido.
—No hay más que hablar. ¡Vámonos de aquí! —ordenó Nuño, que parecía llevar un poco el mando sobre ellos—. Me temo que si permanecemos en este lugar, correremos grave peligro.
Los infantes abandonaron sigilosamente el salón donde continuaba la fiesta con gran animación. Ya a solas decidieron dirigirse a sus aposentos para trazar un plan de huida. Estaban seguros que, en cuanto detectaran la ausencia de Bermudo, los apresarían de inmediato. Así que lo mejor era anticiparse a los acontecimientos. Lo que no sabían los infelices es que estaban siendo vigilados desde hacía rato. Don Rodrigo se había percatado tan pronto como ellos, si no antes, de la ausencia de Bermudo. Como no les quitaba ojo de encima, se dio inmediatamente cuenta de la ausencia de éste. Al principio también pensó que podía tratarse de un abandono momentáneo. Pero cuando observó que éste se dilataba en el tiempo, pensó lo peor. Luego se percató de que los otros tres infantes estaban nerviosos y preocupados. Lo que le confirmó sus sospechas. El mayor se había ido sin dar explicaciones a nadie. Había que seguir, pues, los pasos de los otros tres y no perderlos de vista.
Cuando más animados estaban trazando un plan de huida del palacio, se presentó ante ellos de improviso una patrulla de la guardia real que los detuvo al instante. Sin pérdida de tiempo fueron maniatados y encerrados en los calabozos. Su tío no se fiaba de ellos y no quería darles la más mínima ventaja. Después de ponerlos a buen recaudo, informó al rey de ello.
—Querido sobrino, vuestros hermanos ya están encerrados en el calabozo.
—Gracias, tío, ¿pero era tan urgente que no habéis podido esperar a que terminara la fiesta?
—Tan urgente era, sobrino. Habéis de saber que Bermudo ha escapado.
—¡Cómo es posible! —exclamó don Alfonso.
—Noté su ausencia poco después de comenzar el baile y eso fue lo que me puso en guardia. Al ver que no regresaba, no perdí de ojo a los otros tres y di orden de que los vigilaran y siguieran adondequiera que fueran. Ellos también parecieron sorprendidos por la ausencia de Bermudo, por lo que pronto me di cuenta que estaban maquinando algún plan. No tardaron en abandonar también la fiesta para dirigirse a sus aposentos. Allí los sorprendimos trazando el plan de huida.
—Bien, tío, os debo un favor más. No sé cómo agradecéroslo.
—Ya me lo agradeceréis, sobrino. Lo importante es haber desbaratado los planes de vuestros hermanos y haberlos encerrado en las mazmorras. Ahora es preciso encontrar a Bermudo. Si logra escapar, podría poner algún día en peligro vuestro trono.
—Pues no hay tiempo que perder. Demos la orden de su búsqueda y captura.
—La orden ya está dada, querido sobrino.
—Veo que os anticipáis en todo. Gracias de nuevo por vuestros desvelos hacia mi persona, querido tío.
—Siempre estaré a vuestro lado, Alfonso, y no escatimaré desvelos para defender vuestra persona, aunque ello me cueste la vida.
Tío y sobrino siguieron hablando por espacio de largo tiempo mientras la fiesta proseguía su normal desarrollo. Ya bien entrada la noche, todo el mundo se retiró a sus aposentos para descansar, dando por finalizada así la fiesta. Al día siguiente cada cual regresaría a su lugar de origen. Habían sido diez días de asueto que habían terminado con la fiesta de la coronación. Ahora era el momento de volver a la normalidad.
5
Bermudo se percató de que su tío los observaba atentamente mientras cuchicheba con su hermano el rey, lo que le hizo temer lo peor. Él, junto con sus hermanos, llegó a pactar con Fruela Bermúdez, por lo que éste les perdonó la vida que en un principio había decidido quitarles. Pero Bermudo no sólo se confabuló con el traidor para que le perdonara la vida. Albergaba la esperanza de poder arrebatarle algún día la corona para ceñírsela él mismo. Ése era su último objetivo. Mas cuando vio entrar a su hermano Alfonso triunfante en Oviedo, sus esperanzas se vieron truncadas y comenzó a temer por su vida. Desde el primer día de la llegada de don Alfonso no dejó de urdir un plan de huida. Un plan que llevaría totalmente en secreto, pues era de la única manera que podía terminar con éxito. Por eso no quiso hacer confidentes del mismo a sus hermanos, a pesar de que sabía que en cuanto lo pusiera en marcha, sus hermanos serían apresados e incluso asesinados. No importaba. Él tenía que salvarse por encima de todo y, quién sabe, tal vez algún día podría destronar a Alfonso y ocupar su puesto. Era el segundo en el orden de sucesión y, además, éste aún no estaba consolidado. ¿Por qué no podía aspirar a ser él el rey? Su ambición era tanta que no le dejaba ver la realidad.
Cuando dio comienzo el baile y todo el mundo se relajó, Bermudo aprovechó el momento para desaparecer del salón sin que nadie se diera cuenta, ni siquiera sus hermanos se percataron de ello. Una vez fuera del alcance de las miradas de los demás, se dirigió a sus aposentos para recoger las cuatro cosas que había preparado con antelación y, sin pérdida de tiempo, abandonó el palacio. No le fue difícil hacerlo dada la relajación que reinaba en el mismo en aquel momento. Relajación que no duraría más que unos instantes, pues pronto la guardia real, pasados los primeros momentos de alborozo y algazara, volverían a ocupar sus puestos con el mismo rigor de siempre. Fueron esos instantes los que aprovechó Bermudo para salir del recinto del palacio, que era lo que él pretendía. Una vez fuera, se perdió por las calles más estrechas e intrincadas de la ciudad hasta que no tardó en dejar atrás las últimas casas de la misma.
Pero Bermudo no estaba solo. A pesar de que había tramado en el más absoluto secreto su plan, había contado, no obstante, con un cómplice perfecto conocedor del terreno. Éste lo esperaba en la campiña, no lejos de la ciudad de Oviedo, en un lugar que previamente habían acordado. Una vez allí, pronto se perdieron por entre las montañas y pusieron tierra de por medio entre ellos y la ciudad. Cuando llegaron las primeras luces del alba, se ocultaron en una profunda cueva para descansar y esperar a que anocheciera de nuevo, pues no era prudente caminar a plena luz del día. En la cueva el infante se deshizo de sus ropas cortesanas, que lo podían delatar en cualquier momento, trocándolas por ropajes plebeyos que su confidente llevaba al efecto. De esa manera podía pasar más desapercibido.
Bermudo y su guía estuvieron viajando de noche y ocultándose de día durante varios meses. Trataban de evitar el encuentro con las gentes para no tener que dar explicaciones. También evitaron cruzar las escasas poblaciones que había entre la capital del reino y la Hispania ismaelita. Después de muchos riesgos y vicisitudes, lograron llegar por fin a la ciudad de Toledo donde pidieron asilo político. Y fue entre los musulmanes donde Bermudo pasó el resto de sus días.
Cuando don Rodrigo se percató de la ausencia de Bermudo, no perdió de vista al resto de los infantes. Al principio pensó que podía tratarse de una ausencia temporal, pero pronto se dio cuenta de que no era así. El mayor de los hermanos no regresaba y éstos, a su vez, parecían estar nerviosos por su ausencia. El conde se puso en contacto con el capitán de la guardia real para que se tomasen medidas. Le ordenó que advirtiera a los centinelas de palacio que no dejaran salir a nadie del mismo y menos al joven infante. La orden se ejecutó en el acto, pero era ya demasiado tarde. Bermudo hacía varios minutos que había abandonado el palacio y en aquel momento ya se encontraba deambulando por las calles de Oviedo.
Inmediatamente después de la detención de los tres infantes, el capitán informó a don Rodrigo que don Bermudo aún no había abandonado el palacio o que, si lo había hecho, habría sido antes de que ellos tomaran medidas.
—Que registren bien sus aposentos y todos los rincones del palacio. Si aún está aquí, tenemos que encontrarlo.
—A sus órdenes, señor. No quedará un solo recoveco que no sea registrado.
El capitán ordenó a sus hombres que registraran el palacio de arriba abajo hasta dar con el infante si aún se encontraba dentro de él. Después de varias horas de registro, desistieron en su tarea por no haber hallado rastro del desaparecido
—Señor —se cuadró el capitán ante don Rodrigo—, hemos registrado todo el palacio sin encontrar rastro del infante. Es posible que se nos adelantara y huyera antes de que tomáramos medidas.
—Bien, mañana saldrá una patrulla tras él. Tenemos que detenerlo antes de que abandone Asturias. También haremos que vigilen todos los caminos y las fronteras del reino. No podemos dejar que se escape.
—Manda algo más, señor.
—Nada más por ahora, capitán. Puede retirarse.
A pesar de que ya era bastante tarde, don Rodrigo informó a su sobrino del resultado de las pesquisas. No quería acostarse con el peso de aquella preocupación.
—Alfonso, vuestro hermano ha logrado escapar. Lo hemos buscado por todo el palacio y no hay rastro de él. Ya he ordenado que mañana salga una patrulla en su búsqueda.
—Me parece muy bien, tío.
—En cuanto a los otros tres, ¿qué hacemos con ellos?
—Que les arranquen los ojos mañana mismo. No quiero más problemas. Ya hay suficientes con los que nos pueda causar Bermudo.
—Se hará como decís, sobrino. Mañana por la mañana ordenaré que les saquen los ojos para que jamás os puedan causar problemas. Y en cuanto a Bermudo, ¿qué hacemos con él si lo encontramos?
—Le dais muerte al instante. Su traición es lo que se merece. Y ahora dejadme solo. Quiero descansar después de este día tan ajetreado.
—Buenas noches, querido sobrino.
Poco después de las primeras luces del alba se empezaron a oír ruidos y movimiento de pasos en las proximidades de los calabozos. Los tres infantes, que habían pasado una noche de insomnio y pesadillas, se despertaron sobresaltados.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó alarmado Odoario.
—No lo sé —le contestó Nuño—, pero me temo que no sea nada bueno.
—Seguro que vienen por nosotros —comentó Fruela—. Esta noche he soñado que nos degollaban en medio de la plaza pública.
—Tengo miedo —suspiró Odoario—. ¿Madre no podría hacer algo por nosotros?
—Madre ya no tiene poder alguno —le contestó Nuño—. Ahora estamos en manos de nuestro hermano mayor, el rey, que hará de nosotros lo que quiera. Y seguro que no nos perdonará el haberlo traicionado.
En aquel momento se escuchó el ruido de una puerta y poco después oyeron cómo se descorrían los cerrojos y las cadenas de la puerta del calabozo. Un carcelero con una antorcha entró en él mientras otro se quedaba de guardia en la puerta.
—Tú, acompáñame —dijo mientras señalaba a Nuño.
El infante se negaba a abandonar a sus hermanos en el calabozo, pero el carcelero lo obligó a salir dándole empellones para sacarlo de la celda.
—¿Adónde lo lleváis? —preguntaron compungidos los otros dos sin obtener respuesta.
La puerta del calabozo se volvió a cerrar dejando a los dos infantes completamente a oscuras sumidos en el más profundo desasosiego.
—Lo van a matar —musitó Odoario entre sollozos— y luego nos matarán a nosotros.
—No digas tonterías, Odoario. Nuestro hermano el rey no será tan cruel como para llegar a eso.
—¿Qué harías tú en su lugar si te sintieras traicionado por tus hermanos?
—Pues no lo sé, la verdad. No me he parado a pensarlo.
En aquel instante un grito desgarrador les heló la sangre en las venas. Estaban seguros que había salido de la garganta de Nuño.
—¿Qué ha sido eso? —gritó más que preguntó Odoario con un nudo en la garganta y dos gruesas lágrimas que se deslizaban por su desencajado rostro.
Su hermano, un poco mayor que él, lo estrechó contra su pecho y ambos perdieron el control de sí mismos. Se temían lo peor. Apenas habían transcurridos un par de minutos, cuando oyeron descorrer los cerrojos de la puerta otra vez. En esta ocasión se llevaron a Fruela. Se los llevaban por riguroso orden de edad. Odoario se quedó solo en el calabozo, semiinconsciente, como si hubiera perdido por completo la noción del tiempo. En ese estado de ánimo escuchó poco después otro grito desgarrador como el primero que había oído. Tenía que ser de Fruela. Seguro que lo habían asesinado también como a Nuño. Sólo quedaba él que no tardaría en pasar por el mismo trance. En estas reflexiones estaba cuando oyó que abrían la puerta del calabozo por tercera vez. Había llegado su turno. Lo mismo que sus dos hermanos, llegó al lugar del suplicio conducido por los dos carceleros. Una vez allí, lo obligaron a tenderse de espaldas sobre un banco de madera al que lo ataron de pies y manos. Luego uno de los carceleros lo obligó a mantener un ojo abierto mientras el esbirro le introducía un hierro al rojo vivo en él. El niño profirió un desgarrador alarido y se desmayó. A continuación le practicaron la misma operación en el otro ojo. El castigo había terminado. Ahora don Alfonso ya podía dormir algo más tranquilo.
6
—Bien, tío, ¿qué pensáis hacer ahora?
—Pues veréis, querido sobrino. Ahora que ya tenéis casi todo el camino despejado, pienso que ha llegado el momento de volver a mis tierras con mis gentes. Hace días que la patrulla que enviamos a detener a Bermudo regresó con las manos vacías. Aquí ya no me queda nada que hacer.
—A mi lado me vendríais muy bien para ocuparos de la seguridad de mi corte y de mi reino. No sabéis cuánto os debo y cuánto os tengo que agradecer. Si os vais, se producirá un vacío en mi corte y en mi corazón muy difícil de llenar.
—Lo siento, sobrino, pero mi deber y mis gentes también me reclaman y me temo que no puedo decepcionarlas.
—Lo sé, tío, pero es tanto lo que me habéis ayudado en todos estos meses, que me parece que no podré prescindir de vos.
—Pues tendréis que hacerlo, Alfonso. Cada uno de nosotros debe estar en el lugar que le corresponde. Vos debéis quedaros aquí por ser éste vuestro sitio y yo debo volver a mi condado, pues es allí donde me corresponde estar. No dudéis que si me necesitáis correré en vuestro auxilio tan presto como pueda. En mí tendréis siempre un aliado fiel que os servirá hasta la muerte, esté donde esté.
—Lo sé, tío. Por eso me duele tanto tener que separarme de vos. Pero, como muy bien decís, cada uno debe estar donde debe estar. Por tanto, no insistiré más en reteneros a mi lado, pues sé que nada os hará cambiar de vuestro propósito. Cuando queráis podéis disponerlo todo para vuestra partida.
—Así lo haré. Lo dispondré todo para partir inmediatamente. Quisiera encontrarme en mis fueros para el comienzo del verano y tan sólo faltan quince días. Mañana mismo saldremos de palacio para regresar a Castilla.
—¿Tan pronto partiréis?
—Sí, querido sobrino. Hace días que lo tengo todo preparado para partir en cualquier instante y ese momento ya ha llegado.
—Veo que ya nada puede reteneros en mi palacio. Así que me gustaría daros mis últimas recomendaciones y haceros partícipe de uno de mis proyectos políticos más inmediato.
—Estoy dispuesto a escucharos, Alfonso. Cuando queráis.
Sobrino y tío se hallaban en el despacho real. Era primera hora de la mañana, por lo que don Alfonso había pedido que les sirvieran el desayuno allí. Después de haber tomado los alimentos que les habían llevado, se arrellanaron en sus asientos para tomar un vaso de leche con malta mientras proseguían con su conversación.
—Querido tío, tengo el propósito de ir repoblando paulatinamente la cuenca del Duero con pequeños propietarios procedentes de nuestro propio reino y con los mozárabes que podamos arrebatar a los musulmanes. Estos pequeños agricultores, a los que se les concedería naturalmente la propiedad de las tierras que pudieran trabajar, a medida que se vayan aglutinando y formando poblaciones, les iríamos concediendo cartas puebla para que se asentaran en esos lugares y constituyeran una avanzadilla y una defensa de nuestro reino.
—Me parece una idea estupenda, querido sobrino. Toda esa zona está prácticamente despoblada, lo que la convierte en tierra de nadie propicia para los ataques e incursiones de los sarracenos. Si lograrais repoblarla, se frenarían en gran parte esos ataques y nos sentiríamos mucho más seguros. Contad conmigo para lo que sea si en algo puedo ayudaros.
—Lo tendré en cuenta, tío. De momento es sólo un proyecto. Tendré que madurarlo antes de ponerlo en práctica. Si Dios nuestro Señor se digna concederme un largo reinado, me gustaría conquistar muchas tierras al califato de Córdoba para añadírselas a nuestro reino. Nosotros nos sentimos herederos de los reyes godos, que fueron derrocados por los ismaelitas hace más de ciento cincuenta años y nuestro propósito es recuperar el territorio perdido. No cejaremos en el empeño hasta que hayamos expulsado a los invasores del territorio peninsular.
—Es un loable intento, sobrino. Me tendréis siempre a vuestro lado para lograrlo.
—Bien, pues no os quiero entretener más, tío. Ahora os dejo para que terminéis de preparar vuestra inminente partida.
Don Rodrigo se despidió de su sobrino para dirigirse a sus dependencias, pues aún tenía que arreglar varias cosas y atar algunos cabos sueltos antes de su partida. Don Alfonso se quedó en su despacho pensativo. Su padre y su abuelo ya habían hecho varios intentos por recuperar las tierras arrebatadas por los musulmanes. Pero él quería llegar mucho más lejos de lo que habían llegado ellos. Su reinado se caracterizaría por la lucha implacable contra los árabes. El califato de Córdoba tendría que desaparecer para dar paso a una nueva unidad de España, tal como había ocurrido en tiempos de sus antepasados los reyes godos. Había que reconquistar el reino de Toledo y extenderlo a toda la Península, como había ocurrido en tiempos pasados. El plan era bueno, pero era difícil llevarlo a la práctica, máxime cuando ahora toda la parte septentrional peninsular estaba dividida en varios reinos cristianos, que la mayor parte de las veces luchaban entre sí en vez de unirse para luchar contra el enemigo común y expulsarlo de la Península. Habría que realizar alianzas con estos reinos cristianos para lograr el objetivo final. De momento se había hecho con la corona y había quitado de en medio a casi todos sus enemigos más inmediatos que podían disputársela. Quedaba uno, Bermudo. No importaba. Ya le llegaría su turno. Ahora lo que hacía falta era empezar a reinar y eso era lo que estaba haciendo.
Don Rodrigo con su hijo Diego y sus mesnadas que habían permanecido con él aquellos meses aguardaban montados a caballo en el espacioso patio del palacio real. Don Alfonso se acercó a ellos para abrazar a su tío y a su primo por última vez antes de su partida. Luego se abrió el portón de palacio y el grupo de jinetes comenzó a desfilar lentamente hacia la salida. Desde allí don Rodrigo y su hijo se volvieron para decirle una vez más adiós al rey su señor y desearle buena suerte. Luego avanzaron al trote por las calles de Oviedo, levantando tras de sí una gran polvareda, para perderse pronto en la lejanía. Tras ellos se cerró de nuevo el portón del palacio para garantizar la seguridad de sus moradores. En el corazón del joven rey se había abierto un vacío difícil de llenar. En palacio sólo le quedaba su madre, de la que hacía mucho tiempo se había separado por sus obligaciones como gobernador de Galicia, y sus desgraciados hermanos, a los que él mismo había ordenado cegar por haber participado en la rebelión de Fruela Bermúdez. En esa soledad tan sólo podía seguir contando con la fidelidad de su mayordomo, Pedro, y de su arquero, Nuño.
7
Don Rodrigo había decidido dar un rodeo para regresar a su condado. Ya sabía que ahora el reino de su sobrino era seguro, pero no le quedó muy buen recuerdo de su paso por el desfiladero del Sella. Por eso, al llegar a Cangas de Onís, decidió seguir hacia el este en vez de girar en dirección sur. Prefería cruzar la gran cordillera por Cantabria. Así, cuando descendieran la vertiente sur, se hallarían ya en sus dominios.
A la altura de Cabezón de la Sal, giró en dirección sur para dirigirse hacia Reinosa a través del valle de Cabuérniga. Después de varios días de fatigas atravesando valles y montañas, dieron vista, por fin, a la altiplanicie de Reinosa, una de las plazas fortificadas que defendían su condado de la invasión de los sarracenos.
—Ya estamos en casa, padre.
—Bueno, en casa no, hijo, pero sí en nuestros dominios.
—A eso me quería referir. A partir de aquí, todo lo que nos rodea nos pertenece. Por eso es como si estuviéramos ya en casa.
—Tienes razón, hijo. Pero no olvides que, aunque administramos todo este territorio como si fuera nuestro, en realidad le pertenece a tu primo Alfonso. Él es el auténtico señor de este territorio y de todas las tierras que forman su reino.
—Eso es lo que no entiendo, padre. Si este territorio es nuestro, ¿por qué tenemos que rendir vasallaje a Alfonso?
—Porque él es el rey y nosotros somos sus súbditos. Por eso le debemos obediencia y vasallaje.
—Pues yo no estoy de acuerdo con eso. Si este territorio es nuestro, no tenemos por qué rendir vasallaje a Alfonso ni pagarle tributos.
—Mira, hijo, eso que estás diciendo es muy peligroso. Si sigues manteniendo esa opinión, te acarreará graves consecuencias en el futuro. Estas tierras no son más que un simple condado dentro del reino de Asturias. No lo olvides nunca. Por estar alejadas de la capital del reino, el rey necesita delegar en alguien de su confianza para que las gobierne y administre. En estos momentos esa persona de confianza soy yo. Pero esto no me faculta para rebelarme contra mi propio rey y señor, antes al contrario, le debo fidelidad y obediencia y eso mismo espero de ti.
Don Rodrigo y su hijo charlaban despreocupadamente mientras se acercaban a Reinosa. En esos momentos uno de los hombres que cabalgaban a su lado les señaló un grupo de jinetes que parecían dirigirse también a Reinosa siguiendo el curso del río Ebro. El grupo a medida que avanzaba se hacía cada vez más numeroso. Era como si se tratara de un ejército. Al darse cuenta de la presencia de las mesnadas de don Rodrigo, se detuvieron.
—¿Quiénes podrán ser ésos? —interrogó don Rodrigo casi como poniendo voz a su pensamiento.
—No lo sé, padre, pero no parecen de los nuestros.
—Claro que no lo parecen, hijo, porque no lo son. ¿No ves la indumentaria que llevan? Son sarracenos.
—¿Y qué andan haciendo ésos aquí en nuestras tierras?
—Te lo puedes imaginar. Nada bueno.
—Entonces, tendremos que librar batalla contra ellos, ¿No, padre?
—De momento será mejor conocer sus intenciones. Enviaremos un emisario en son de paz para que dialogue con ellos. Según lo que nos diga, procederemos.
Don Rodrigo envió un emisario para hablar con el responsable del ejército sarraceno que había aparecido allí de improviso. No sabía de su existencia, lo que lo había dejado más perplejo. El emisario informó al conde que se trataba de un ejército dirigido por el príncipe al-Hakam, hijo del emir, que venía de hacer una incursión por tierras de Álava y que regresaba a Córdoba dando un rodeo por aquellas tierras.
A don Rodrigo no le complacieron demasiado aquellas explicaciones, que le sonaban un poco a insulto, pero en aquel momento no se sentía en condiciones de entablar batalla. Por lo que ordenó al mensajero que regresara de nuevo donde al-Hakam para exigirle que abandonara sus tierras sin derramamiento de sangre. El príncipe sarraceno accedió a ello de buen grado, pues tampoco se encontraba en condiciones de presentar batalla. Llevaba muchos días de enfrentamientos y saqueos por toda aquella zona con abundante botín obtenido. No quería exponerse ahora a perderlo todo en una batalla cuyo resultado final le era incierto. Su ejército estaba exhausto y deseoso de volver a casa. Así que accedió a lo que don Rodrigo le pedía y ordenó dar media vuelta a los suyos para regresar a la capital del emirato por otro camino.
—Mirad, padre, parece que dan la vuelta.
Efectivamente, en cuanto el emisario de don Rodrigo se alejó del ejército árabe, éste comenzó a desandar el camino andado.
—Bien, descansaremos aquí un par de días para recuperarnos de nuestras fuerzas y para confirmar que los de Córdoba no vuelven. Luego continuaremos el viaje hasta nuestra casa.
Don Rodrigo y su hijo se hospedaron en casa del jefe de la plaza. Éste se sintió muy honrado de poder hospedar en su humilde morada a sus señores. Era un alto honor que no olvidaría en la vida. No todos sus colegas podían vanagloriarse de otro tanto.
—Pase, don Rodrigo. Pasen, por favor. Es un alto honor para mí poderles dar hospitalidad en mi humilde morada. Sean vuesas mercedes muy bien venidos.
—Te lo agradezco, Juan. Siempre has sido un fiel vasallo y me has servido con lealtad.
—Gracias, señor. A mandar.
El jefe de la plaza hizo una grave reverencia ante don Rodrigo.
—Ya es suficiente, Juan —el conde le hizo una seña para que se sentara frente a él y a su hijo—. Y ahora cuéntame cómo van las cosas por aquí.
—Sí, señor —contestó el aludido mientras tomaba asiento enfrente del conde no sin un cierto embarazo—. ¡Filomena! —llamó a su mujer—, pon algo de comer y beber a los señores, que tendrán hambre.
—Gracias, Juan. Estás en lo cierto. Y ahora cuéntame qué novedades hay por aquí.
—Novedades, muy pocas, señor, si no es la falta de efectivos para vigilar bien la plaza.
—¿A qué te refieres con eso, Juan?
—Pues a que sólo quedamos cuatro de los ocho que éramos. Dos han muerto y los otros dos desertaron hace tiempo y huyeron.
—A los desertores hay que matarlos, Juan. No pueden irse impunemente.
—Ya lo sé, señor. Pero se marcharon por la noche, mientras hacían guardia. No los echamos en falta hasta la mañana siguiente y entonces ya era demasiado tarde para dar con ellos.
En esos momentos la mujer del jefe de la plaza les servía una bandeja repleta de viandas, en especial jamón y embutidos caseros, acompañada de un buen tinto de la tierra. El conde y su hijo no se hicieron de rogar y no tardaron en dar buena cuenta de todo ello.
—Te felicito por el jamón que tienes, Juan. Es muy bueno. Y los chorizos tampoco están nada mal. Se nota que están hechos por buenas manos.
—Gracias, señor. Para mí es un gran honor poder satisfacer vuestras necesidades.
—Por cierto, el queso y el requesón también están riquísimos. ¿Los hacéis vosotros?
—Sí, señor conde. Mi mujer es la que se encarga de llevar a cabo todos estos menesteres y la verdad que estoy orgulloso de ella.
—Puedes estarlo, Juan, porque se nota que tiene unas manos divinas para ello. ¿El pan lo hace también tu mujer?
—Sí, señor, también lo hace ella.
—Pues te felicito de veras, Juan. Tienes una mujer que vale un tesoro. Debes cuidar bien de ella para que ella pueda cuidar bien de ti.
—Así lo haré, señor.
Don Rodrigo y su hijo don Diego quedaron ahítos después de haber terminado con casi todos los manjares que les habían puesto en la mesa. Cuando ya se retiraban a descansar a los aposentos que les habían destinado, don Rodrigo le prometió al jefe de la plaza que tendría en cuenta la solicitud que le había elevado. Tal vez pudiera encontrar algún hombre dispuesto a ocupar las vacantes de centinelas que se habían producido.
—Juan, mañana mismo preguntaré a los hombres que me acompañan si hay alguno dispuesto a quedarse aquí contigo. Puede que a más de uno le interese el puesto.
—Gracias, señor.
—Y ahora, buenas noches. Me voy a descansar, que hace mucho tiempo que no lo hago en una cama.
—Buenas noches, señor, y que descanse.
Juan y su esposa, Filomena, se quedaron solos en su humilde cocina mientras el conde y su hijo ocupaban aquella noche sus únicos aposentos. Ellos dormirían allí amodorrados sobre la mesa después de cenar las migajas que los señores les habían dejado. Y lo mismo ocurriría al día siguiente, pues don Rodrigo había prometido a sus tropas permanecer en la plaza durante dos días. Aquélla era tan sólo una pequeña muestra de las muchas servidumbres que los súbditos tenían que pagar a sus señores.
Una mañana de mediados de agosto, mientras don Rodrigo paseaba por la alameda del río próxima a su castillo, se acercó a él uno de sus hombres de confianza. El fiel servidor avanzaba con su caballo al trote por la vereda del río. El conde, al verlo, se detuvo bajo la sombra de un frondoso aliso. A intervalos contemplaba la corriente del río, a intervalos el verdor de aquel hermoso paraje. Su hombre de confianza llegó al fin donde él se encontraba. Don Rodrigo se dispuso a escuchar las nuevas que le traía.
—Señor, acaba de llegar un correo real con un encargo personal para su excelencia —le dijo el mensajero sin apearse de su caballo.
—¿No ha dicho de qué se trata?
—No, señor. Dice que sólo se lo puede comunicar a vuecencia. Espera en el castillo a ser recibido por el señor.
—Bien, pues no perdamos el tiempo. Vamos a ver de qué se trata.
El conde puso su caballo al trote en dirección al castillo seguido de cerca por su fiel lacayo. Nada más hacer entrada en el patio de armas, desmontó de un salto de su cabalgadura y sin pérdida de tiempo se dirigió a su despacho. Una vez allí, ordenó que llevaran ante su presencia al mensajero real.
—Excelencia —dijo el mensajero al entrar en el despacho del conde hincando una rodilla ante él—, traigo un mensaje urgente de Su Majestad el Rey.
—Decidme, ¿de qué se trata?
—El conde alavés Eilo se ha rebelado contra Su Majestad. El rey me ha encargado que le pida encarecidamente a vuecencia que se haga cargo de la situación y que sofoque inmediatamente esa rebelión en su nombre.
Don Rodrigo permaneció unos instantes en silencio. No esperaba una noticia de esa índole. Así que el que se hacía pasar por conde de los vascones se había rebelado. Tal vez había llegado el momento que tanto tiempo llevaba esperando. Sí, se enfrentaría al conde rebelde y lo derrotaría. Luego ya vería qué beneficios podría obtener de su derrota. No podía dejar pasar aquella oportunidad de oro que el propio rey, su sobrino, le brindaba.
—Dile al rey que acepto la oferta —fue la respuesta que don Rodrigo dio al mensajero real. Inmediatamente hizo sonar una campanilla y dio orden de que atendieran debidamente a aquel hombre. Luego se quedó solo en su despacho trazando el primer esbozo del plan que seguiría para derrotar al rebelde. Poco después llamó a su hijo mayor ante su presencia.
—¿Me habéis mandado llamar, padre?
—Sí, hijo. Pasa y siéntate aquí a mi lado.
Don Diego se sentó al lado de su padre un poco confundido. Aunque alguna vez lo invitaba a pasar a su despacho, no era lo habitual en él. Casi siempre había un motivo especial en aquellas invitaciones. Así que tomó asiento expectante por lo que su padre le tenía que decir.
—Bien, padre. Vos diréis.
—Hijo, el conde de los vascones se ha rebelado contra el rey y tu primo, don Alfonso, me ha encomendado que apacigüe la revuelta. ¿Sabes lo que puede significar eso?
—Pues no, padre, no acabo de ver su alcance.
—Hijo, éste es el momento que estaba esperando para agrandar nuestro territorio. Si vencemos al rebelde, podemos anexionar todas sus tierras a las nuestras. ¿Ves ahora la importancia que tiene este acontecimiento para nosotros?
—Pero el rey no lo permitirá —se atrevió a insinuar don Diego—. Querrá que el condado de Vasconia siga formando parte del reino de Asturias como hasta ahora.
—Y seguirá formando parte del mismo, hijo, sólo que a través de nuestro condado. Con esta anexión el condado de Castilla verá ampliado considerablemente su territorio. ¿Te imaginas lo que esto significa?
—Claro que me lo imagino, padre, pero vuelvo a repetir que Alfonso no lo permitirá y por eso me resisto a participar en una batalla que sólo redundará en su beneficio y no en el nuestro.
—Aunque así fuera, hijo, tu deber es luchar por tu rey. No lo olvides nunca. No obstante, el rey claro que lo permitirá. Primero, porque somos sus parientes y segundo, por el pago a nuestros servicios prestados. Hijo, creo que ha llegado el momento de que los vascones pasen a ser súbditos del condado de Castilla. Pero antes tenemos que vencer a ese conde rebelde. Ya puedes dar orden de reunir todas nuestras mesnadas. Antes de quince días saldremos hacia Gasteiz para presentar batalla a Eilo.
—Descuidad, padre. Vuestras órdenes serán cumplidas.
—Así lo espero, hijo, y también espero que cambies tu actitud hacia el rey tu primo. Si no lo haces, algún día pagarás por ello.
Dos semanas más tarde las tropas de don Rodrigo abandonaban las inmediaciones de su castillo para dirigirse a tierras alavesas. El conde y su hijo primogénito encabezaban la marcha. El contingente militar iba eufórico hacia su objetivo.
El día de la natividad de la Virgen se enfrentaron en singular batalla las tropas de don Rodrigo contra las del magnate Eilo en la llanura alavesa próxima a Gasteiz. La batalla fue cruenta. Los muertos de ambos bandos sembraban el suelo alavés. Después de un día de arduos combates, don Rodrigo se alzó con la victoria. El conde Eilo fue maniatado y hecho prisionero, y sus tropas desbaratadas. Poco después, tal como había vaticinado a su hijo, don Rodrigo fue nombrado por el rey conde de aquellas tierras en premio a los servicios prestados a la Corona.
8
Tras la partida del conde don Rodrigo, don Alfonso quedó huérfano y desolado en su palacio de Oviedo. Su tío se había comportado aquellos meses con él como si fuera su propio padre. Su marcha le había roto el corazón, pero el joven rey no podía retenerlo más tiempo a su lado. Su tío era el conde de Castilla y debía regresar a sus tierras para gobernarlas. Su lugar debía ser ocupado por alguien que pudiera dedicar todo su tiempo al servicio del rey y de la Corona. Por eso el monarca debía pensárselo muy bien antes de tomar una decisión.
Durante los primeros meses de su reinado, el rey poco a poco fue conociendo a sus súbditos y ganándose para sí a un buen número de la aristocracia ovetense. Había sido apartado de ésta por su padre, el rey Ordoño I, desde sus primeros años de la adolescencia, cuando lo envió a Galicia para que la gobernara en su nombre. Allí se había granjeado la amistad y la adhesión de la mayor parte de los nobles gallegos. Ahora tenía que hacer lo mismo en la corte de Oviedo, donde era prácticamente desconocido. Para ello no dudó en prodigar fiestas y cacerías entre los miembros más destacados de la nobleza. De esta manera, se granjearía su confianza.
Un caluroso día de finales de julio, mientras celebraba una fiesta en su palacio con la flor y nata de la nobleza ovetense, el rey recibió a un mensajero que procedía de tierras alavesas. El correo le comunicó que el magnate alavés Eilo se había declarado en rebeldía contra su persona. Había dicho públicamente que no lo reconocía como rey y que no iba a pagar sus tributos. El monarca recibió la noticia con gran disgusto. Después de despachar al mensajero, se reunió con todos sus invitados a los que les informó de la noticia que le acababan de comunicar. Tras una larga deliberación con todos ellos, el rey decidió enviar un mensaje a su tío don Rodrigo en el que le conminaba a apaciguar la rebelión del magnate vascón. Era lo más razonable dada la gravedad del asunto y la mayor proximidad de las tropas del conde al lugar de los hechos.
Don Alfonso, una vez granjeada la confianza de la mayor parte de los nobles ovetenses y después de haber nombrado a algunos de ellos como sus asesores personales, comenzó a diseñar las líneas maestras de lo que sería su reinado. Así, pues, no tardó en enviar un mensaje al conde gallego Vimara Pérez para que iniciara en su nombre la conquista y repoblación de las tierras portucalenses, comenzando por la ciudad de Oporto. Era un viejo proyecto que ya había iniciado él en persona poco antes de la muerte de su padre y que tuvo que dejar interrumpido cuando se vio obligado a salir huyendo de aquellas tierras por la traición de Fruela Bermúdez. El reino de Asturias tenía que continuar su expansión por tierras del sur, para lo cual había que empezar por la zona más occidental. Luego, ya irían avanzando por el resto de la cuenca del Duero. Algunos nobles asturianos no estaban totalmente de acuerdo con aquellos planes expansionistas del rey. Creían que a la larga todo eso les acarrearía muchos problemas. Pero el rey insistió en que él era el depositario del legado de los reyes godos y que ese legado le exigía recuperar de nuevo todo el territorio peninsular ahora en manos del pueblo invasor. No escatimaría trabajos y desvelos para conseguirlo.
—Majestad, ¿no sería mejor quedarnos aquí quietos y tranquilos entre nuestras montañas? —insinuó Gundemaro Froilaz, señor de Noreña y consejero real.
—Eso significaría nuestro propio suicidio —le contestó el rey—. Si no extendemos nuestro reino hacia el sur y repoblamos esas tierras, los mahometanos nos atacarán y nos vencerán en nuestra propia casa.
—Pero fuera de nuestras montañas seremos mucho más vulnerables que ellos —terció Íñigo Galíndez, marqués de Villaviciosa y jefe supremo de las huestes reales.
—Por eso debemos conquistar esas tierras y luego repoblarlas, como ya hizo mi padre con Tuy, Astorga, León y Amaya. De esta manera lograremos establecer una línea defensiva a lo largo del Duero con la que podremos detener los continuos ataques y saqueos de los sarracenos. Ahora casi toda esa tierra está yerma y vacía, lo que constituye un terreno abonado para los continuos ataques de los infieles a nuestro reino, pues no encuentran ninguna resistencia que les obligue a pararles los pies.
—No os falta razón, Majestad, pero todo eso exige un gran esfuerzo militar y civil.
—Para lo primero te tengo a ti, querido Íñigo. Confío en que con tus tropas seas capaz de ir ganando esas nuevas tierras para nuestro reino. En cuanto a su repoblación, ya dispondremos lo necesario para que a más de uno les resulte atractiva.
—Por lo que a mí respecta, podéis estar seguro, Majestad, que no os defraudaré. Mis tropas estarán siempre dispuestas para serviros, Señor.
—Eso espero, Íñigo. Por eso te he nombrado comandante en jefe de mis ejércitos. Congregarás la mayor parte de tus tropas y te desplazarás a la ciudad de León, donde te reunirás con las de mi tío el conde Gatón. Entre los dos llevaréis a cabo la conquista y repoblación de todo el valle del Duero, tal como he descrito anteriormente. No será tarea fácil ni obra de cuatro días. Los ismaelitas no pararán de atacarnos y acosarnos. Pero es el proyecto de estado que tengo para mi reinado y no me detendré hasta verlo realizado.
—Vuestros deseos serán cumplidos, Majestad. No me demoraré más que el tiempo necesario para ponerlos en marcha.
Los tres hombres estaban reunidos en el despacho real una mañana de principios de otoño. El sol lucía tenuemente por entre las rotas nubes que cubrían el cielo. Acababa de caer un pequeño chaparrón como los que acostumbraba haber en aquellas tierras. No tardarían en trabarse las nubes para dar paso de nuevo a la lluvia. Por el patio de armas del palacio discurrían reguerillos de agua que surcaban la tierra y el empedrado del mismo. En lontananza se divisaban las verdes lomas y colinas que rodeaban la ciudad de Oviedo, entre ellas el monte Naranco, donde su padre había mandado construir Santa María del Naranco, el Aula Regia de su conjunto palacial.
—Hasta ahora mis ilustres antepasados han consolidado el reino de Asturias y lo han expandido a lo largo y ancho de toda la cornisa cantábrica, Galicia y una parte de la meseta, principalmente lo que constituye el condado de Castilla, que regenta y administra mi tío don Rodrigo. Ahora me toca a mí darle un nuevo impulso para prolongarlo por el sur. Es por ahí y por el este por donde debemos avanzar nuestra reconquista hasta expulsar a los árabes de España. No dudaremos en establecer alianzas con los demás reinos cristianos, especialmente con el reino de Navarra, con quien nos unen grandes lazos de amistad establecidos por mi padre y el rey García I Íñiguez. Juntos y bien avenidos lograremos poco a poco nuestro objetivo, la definitiva unidad de España.
—Que Dios nuestro Señor os conceda larga vida para que veáis realizados vuestros deseos, Majestad —le deseó Gundemaro Froilaz.
—Os deseo lo mismo, Señor —añadió Íñigo Galíndez.
—Bien, por ahora basta ya de conversaciones serias. Como estamos en otoño, que es la época más apropiada para la caza, mañana nos reuniremos todos en el monte Naranco para dedicar unos días a nuestro pasatiempo favorito y ejercitar al mismo tiempo nuestros músculos. Así, pues, anunciad a todos los demás nuestro propósito. Espero que mañana no falte nadie a la cita.
—Descuidad, Majestad. Estaremos todos allí —le aseguró Gundemaro.
—Así lo espero.
El rey se quedó solo en su despacho ordenando sus cosas y sus pensamientos. Luego conminó al servicio que lo dispusieran todo para pasar unos días de caza en los montes que rodeaban la ciudad. Quería descansar de la pesada carga que suponía la Corona.
9
Una mañana del mes de junio Jimena, Oneca y Velasquita bordaban primorosamente un juego de cama de fina seda bajo la atenta mirada de su madre doña Dadildis. Preparaban el ajuar de la primogénita.
El día era radiante. En los alrededores del palacio la primavera brillaba en todo su esplendor. Los árboles y arbustos estaban repletos de flores que exhalaban su fragancia por doquier. La luz y el color lo inundaban todo. La campiña entera parecía un vergel. Las niñas deseaban retozar por el campo en vez de continuar sumidas en sus labores.
—Madre, ¿por qué no podemos salir a jugar por el campo con el día tan bueno que hace? —inquirió con cierta inocencia, no exenta de picardía, Velasquita, la más pequeña de las tres.
—Porque tenemos que acabar de bordar todo el ajuar de Jimena. Cuando queramos darnos cuenta, llegará el día de su boda y lo tendremos todo a medias.
—¿Tan pronto se va a casar? —preguntó Oneca.
—Tan pronto no —aclaró la madre—. Pero no podemos dejarlo todo para el último momento.
—¿Y quién será su marido? —balbuceó más que preguntó Velasquita.
—Eso sólo vuestro padre lo sabe —dijo doña Dadildis para no descubrir a las niñas la identidad del futuro esposo de su hija mayor. Ella bien sabía para quién la tenía destinada su padre y doña Jimena también lo sabía. Pero las hermanas más pequeñas no debían saberlo aún, porque no serían capaces de guardar el secreto.
Doña Jimena había sido prometida por su padre, el rey García I Íñiguez de Pamplona, al primogénito del rey de Asturias, Ordoño I. Cuando juntos vencieron a los musulmanes en la batalla de Albelda, el rey García prometió al rey Ordoño la mano de su hija para el mayor de los hijos de éste. Ambos reyes aceptaron el ofrecimiento y aquel día quedó pactado oficialmente el matrimonio entre don Alfonso y doña Jimena. La boda se llevaría a cabo en el momento oportuno.
—Madre, dejadnos salir a jugar un ratito —volvió a demandar Velasquita haciendo un puchero.
—Ya te he dicho que no —insistió su madre mientras contemplaba a sus hijas con cierto aire de severidad. En esto la mayor cruzó una mirada de complicidad con la madre y ésta cambió el tono de voz—. Bueno, si me prometéis que no vais a salir del patio del palacio, os doy permiso para que salgáis a jugar un poco.
Las dos niñas de doce y catorce años, respectivamente, dejaron la tarea que estaban haciendo y salieron corriendo hacia el patio, no sin antes prometerle a la madre que no abandonarían el recinto. Pronto se perdieron las voces infantiles de las niñas por los intrincados salones y pasillos del palacio real. Poco después la madre y la hermana mayor las oyeron gritar y corretear por el patio.
—¡Qué felices son! —se dijo en voz alta, pero como para sí misma, la hermana mayor—. ¡Quién pudiera volver a sus años!
—No digas tonterías, hija. ¡Como si tú fueras tan mayor!
—No soy mayor, madre, pero ya no tengo el candor de una niña.
—Sólo faltaría que tuvieras su candor a tu edad. Pero tampoco es para pensar que eres mayor. Hija, ahora estás en la flor de la vida. Aprovecha estos años que no volverán y éstos sí que los echarás en falta.
Madre e hija continuaban con el bordado. Ya tenían una buena parte del ajuar que Jimena se iba a llevar consigo, pero aún les faltaban varios juegos de cama y otras prendas que esperaban su turno en el arcón.
—Madre, ¿creéis que se celebrará pronto la boda? Nos queda todavía mucho por hacer.
—Pues no lo sé, hija. Eso depende de tu padre y del rey de Asturias. Ellos decidirán cuándo es el momento oportuno. Por eso tenemos que tenerlo todo preparado para cuando llegue ese día.
—¿Y no podríamos dar parte a las sirvientas para que lo bordaran ellas?
—Claro que podríamos darles parte y no sólo parte sino todo, pero yo prefiero que estos bordados salgan de nuestras manos. Así con ellos también te llevas un pedacito de nuestros corazones.
—Gracias, madre. Sois muy buena conmigo.
—No digas tonterías. Lo hago contigo y lo haría con cualquiera de tus hermanas también. Una madre está para ayudar a sus hijas.
En el patio se oían las voces estridentes de las niñas que no cesaban de saltar y corretear. Doña Dadildis y su hija doña Jimena continuaban la labor mientras charlaban animadamente.
—Hija, aunque no sabemos cuándo será el día de tu boda, debes estar preparada para el matrimonio y sobre todo para un matrimonio real como será el tuyo.
—Sí, madre.
—Debes ser siempre respetuosa con tu marido. Debes asimismo ser muy recatada y ocupar un segundo lugar discreto junto a él. Nunca tomes tú las iniciativas ni el protagonismo. Deja que sea él el que vaya siempre por delante. Aunque el hombre pueda admitir alguna vez el consejo de su mujer, no le gusta que ésta se entrometa en sus cosas ni tome decisiones por él. Mucho menos cuando ese hombre es además el rey. Procura mantenerte al margen de las cuestiones de estado. Si alguna vez te pide tu opinión, sé moderada y procura decirle más o menos lo que crees que él espera oír de ti. No debes contrariarlo ni enojarlo. Sé prudente. Cuando esté ocupado en asuntos reales, procura no interrumpirlo si no es por alguna causa de fuerza mayor. No te lo perdonaría. Debes ser solícita para con él y debes mostrarte siempre dispuesta a hacer lo que él desea.
—Procuraré tener en cuenta vuestros consejos, madre, aunque no sé si podré recordarlos todos.
—No te preocupes, hija. Los recordarás todos sin darte cuenta. El día a día te los irá recordando. Y a todo esto, ¿parece que no se oyen las niñas?
Efectivamente, hacía ya unos minutos que habían dejado de oírse sus voces. Oneca y Velasquita aprovecharon que no las vigilaba nadie para salir a corretear por el campo fuera de las puertas del palacio. Aquello era más divertido que jugar en el patio. Allí estaban al aire libre y de cuando en cuando veían pasar a gente del pueblo llano. Éstos no se atrevían a acercarse a las niñas por miedo a las represalias que pudiera haber. Las contemplaban desde lejos con recelo y no sin cierta dosis de envidia. Las niñas, en su inocencia, correteaban y se perseguían alegremente por los prados que rodeaban el palacio real. Los centinelas no las perdían de vista para que nada les ocurriera. Aunque estaban allí sin permiso, ellos sabían que si algo les ocurría a las niñas, pagarían con su vida el descuido.
Cuando doña Dadildis se dio cuenta de la ausencia de sus hijas, ella y doña Jimena dejaron a un lado el bordado y salieron precipitadamente hacia el patio del palacio. Al llegar a la puerta exterior, el centinela las tranquilizó mientras les mostraba a las niñas que jugaban alegremente por el prado. La madre les ordenó regresar al palacio inmediatamente mientras las reconvenía. A pesar de que estaban vigiladas, había sido una gran imprudencia dejarlas solas fuera del recinto palaciego. Si les hubiera ocurrido algo, no se lo perdonaría en su vida. Justo cuando iban a cerrar la puerta del palacio, llegó hasta allí un hombre fatigado y sudoroso.
—No cierren, por favor —decía a grandes voces mientras se acercaba.
—¿Quién eres tú? —le preguntó el centinela.
—Soy un emisario de don Ordoño, rey de Asturias —le decía al tiempo que le mostraba sus credenciales—. Dejadme pasar, por favor. Traigo un mensaje urgente para el rey don García.
El centinela observó con atención el sello de la casa real de Asturias antes de dejar pasar al emisario al recinto interior del palacio. Doña Dadildis y sus hijas estaban expectantes por saber qué noticias portaba el emisario del rey asturiano. ¿Habría llegado el momento de la boda? Pronto lo sabrían. Madre e hijas se retiraron presurosas a las dependencias de la reina para seguir con sus labores. Ahora más que nunca había que darse prisa, pues en cualquier momento podía celebrarse la boda y faltaban todavía muchas prendas por bordar. No había tiempo que perder.
Durante el almuerzo doña Dadildis buscó el momento más oportuno para preguntarle al rey su marido el motivo por el que había ido hasta allí el emisario de don Ordoño. Ellas y sus hijas estaban impacientes por saberlo.
—¿Qué nuevas ha traído el emisario de Ordoño, querido?
—Os las iba a dar al finalizar el almuerzo, esposa mía, pero veo que vuestra impaciencia se ha adelantado. El rey Ordoño ha muerto y ahora se supone que la corona la heredará su hijo Alfonso. De momento no puedo deciros más, porque nada más sé.
—¡Vaya contratiempo! ¿Supongo que Alfonso mantendrá el compromiso de casarse con Jimena?
—Eso espero, querida. Y si no fuera así, se lo tendríamos que recordar.
El almuerzo continuó sin más incidentes. Al término del mismo, la reina y la hija mayor, doña Jimena, se retiraron a los aposentos de aquélla sin pérdida de tiempo. Tenían muchas cosas de qué hablar.
—Ya lo has oído, hija. El rey Ordoño ha muerto sin haber fijado la fecha de la boda. Ahora todo queda en manos de su hijo. No sabemos si él aceptará o rechazará el pacto acordado por tu padre y el suyo.
—Madre, pero tiene que aceptarlo. Su padre se comprometió con el nuestro a esta boda. ¿Qué sería de mí si ahora él rompe su compromiso?
—Esperemos que no lo rompa, aunque es muy libre de hacerlo. El compromiso lo firmó su padre, no él. Por tanto, puede negarse a llevarlo a cabo, aunque no creo que lo haga.
—Que Dios os oiga, madre, y que lo cumpla. Aunque todavía no lo conozco, me parece que ya no podría vivir sin él. ¡Me he hecho tantas ilusiones…!
La infanta se reclinó sobre el regazo de su madre mientras dos gruesas lágrimas le resbalaron por sus mejillas y de su garganta surgían profundos y conmovedores suspiros.
—Cálmate, hija. No llores, que entristeces mi corazón. Además, no tenemos que dar nada por perdido. Tenemos que esperar acontecimientos. No nos precipitemos.
Doña Jimena abandonó el regazo de su madre entre sollozos.
—Mira cómo te has puesto. Sécate esas lágrimas y límpiate un poco —la madre le ofreció un pañuelo—. Ahora vamos a seguir con el bordado a ver si te sirve de distracción. Es mejor que no pienses en ello.
—¿Creéis que puedo olvidarlo tan fácilmente, madre?
—Ya sé que no, pero debes intentarlo al menos.
—Lo intentaré, madre, aunque no os prometo nada.
Madre e hija continuaron con la tarea. Poco después llegaron las dos hermanas más pequeñas. Éstas, ajenas a lo ocurrido, hablaban y reían alegremente. La mayor, para no delatarse, tuvo que hacer un gran esfuerzo para seguir su charla como si nada hubiera pasado.
10
—Majestad, ha llegado un correo del rey de Pamplona. Desea ser recibido por vos, Señor —informó a don Alfonso su ayo y ayuda de cámara.
—Hazle pasar, Pedro.
—Sí, Majestad.
El rey se hallaba en su despacho trabajando sobre asuntos de su reino. Era una tarde de finales de verano del año 868. El sol lucía con luz mortecina a través de unas nubes blanquecinas que cubrían el cielo. La temperatura era agradable. El recinto donde se ubicaba el despacho real era uno de los lugares más acogedores del palacio. Ricamente amueblado, recibía a través de sus ventanas orientadas hacia el mediodía y poniente la luz diurna que difuminaba las tinieblas de su interior.
El mensajero del rey de Navarra se postró ante don Alfonso.
—Y bien, ¿qué nuevas me traes de mi buen amigo el rey don García?
—Señor, el rey don García, mi señor, os desea toda suerte de parabienes y felicidad. Por mi boca os quiere recordar el pacto que acordaron él y vuestro padre sobre vuestra boda con su hija doña Jimena. Hace ya más de dos años que falleció vuestro augusto padre y nadie ha vuelto a mencionar el tema. El tiempo pasa sin dilación. Mi señor el rey don García quisiera saber cuáles son vuestras intenciones al respecto. Se siente próximo al lecho mortuorio y no quisiera dejar este mundo sin haber resuelto antes el compromiso alcanzado. Vos diréis.
Don Alfonso se quedó pensativo durante un tiempo. Llevaba años dándole vueltas al asunto en su cabeza. Más de una vez alguno de sus consejeros le había recordado aquel pacto entre su padre y el rey don García. No conocía a la infanta que le habían destinado como futura esposa. Eso era un inconveniente para tomar una decisión. Pero sabía que los pactos firmados por los progenitores eran sagrados y que los afectados por los mismos estaban obligados moralmente a cumplirlos. Estaba en un compromiso y no sabía qué respuesta darle al mensajero del rey navarro. Después de muchas dudas, de si debía o no consultar con sus consejeros, tomó una decisión al respecto.
—Bien, dile a tu señor que la boda se celebrará la próxima primavera. El acontecimiento se llevará a cabo en el tercer aniversario de la muerte de mi padre.
—Gracias, Majestad. Una sola cosa más, Señor. ¿Dónde se celebrará la ceremonia?
—Aquí en Oviedo, capital de mi reino.
—Bien, Señor. Así se lo haré saber a Su Majestad el rey don García. Si no mandáis más, Señor, pido permiso a Su Majestad para retirarme.
—Puedes retirarte.
El rey dio instrucciones a su ayo Pedro para que atendieran debidamente al mensajero del rey de Pamplona. Luego ordenó una reunión de sus consejeros para el día siguiente. La importancia del tema requería ser tratado como asunto de estado.
—Señores consejeros, he tomado la decisión de contraer nupcias con la infanta doña Jimena de Pamplona. Os he reunido aquí para oír vuestro parecer al respecto.
Un murmullo general se levantó entre la docena de asistentes al acto. Alguno de los presentes movió dubitativamente la cabeza, pero la mayoría de ellos estaban conformes con el enlace. El padre del actual rey, Ordoño I, había acordado el enlace de don Alfonso con la hija mayor del rey de Pamplona, García I Íñiguez, y ese acuerdo había que cumplirlo.
—Me parece correcta la decisión de Vuestra Majestad —tomó la palabra Gundemaro Froilaz en nombre de la mayoría de los consejeros—. En primer lugar, porque así dais cumplimiento al deseo de vuestro difunto padre, que Dios tenga en su gloria. En segundo lugar, este enlace viene a favorecer considerablemente vuestras aspiraciones de ampliación del reino. Con el rey de Pamplona de nuestro lado, como vuestro futuro suegro, tendremos un aliado más sólido para luchar contra los sarracenos.
Un murmullo general de aprobación siguió a las palabras de Gundemaro. Tan sólo un par de consejeros discreparon. Eran los que se oponían al afán expansionista del rey. Preferían dejar las cosas como estaban y vivir en paz y en armonía entre sus montañas.
—Bien, veo que la mayoría estáis de acuerdo con mi próximo enlace. Las ventajas políticas del mismo son evidentes. Por tanto, no hay más que hablar. La ceremonia se llevará a cabo en la catedral de San Salvador el veintisiete de mayo del próximo año, tercer aniversario de la muerte de mi padre. ¿Alguna pregunta u objeción al respecto?
—Ninguna, Señor —le contestó Gundemaro Froilaz en nombre de todos.
—Pues doy por finalizada la reunión. Señores, ¡que tengan vuestras mercedes un buen día!
Los consejeros abandonaron el salón de reuniones dejando al rey sumido en sus preocupaciones y pensamientos.
Doña Jimena se hallaba en sus aposentos triste y desconsolada. Apenas se reunía con su madre y sus hermanas para bordar su ajuar o charlar con ellas. Pasaba días enteros sin dejarse ver. Casi no comía. Su aspecto físico había desmejorado mucho. Había perdido bastante peso y dos grandes ojeras violáceas cubrían sus párpados. Su aspecto era deplorable.
—Hija, ¿hoy tampoco piensas salir?
—No, madre. No tengo ganas. Quiero estar sola y sólo tengo deseos de morir.
—No digas eso, hija. Tienes toda una vida por delante.
—¿Y para qué la quiero, madre, si mi prometido no se acuerda de mí?
—Algún día se acordará, hija.
—¿Cuándo será ese día? Cuando ya sea una vieja y nadie quiera mirarme a la cara.
—Como sigas empecinada en tu testarudez, no habrá que esperar mucho para no mirarte a la cara. ¿Tú te has visto en el espejo? Ya casi eres el fiel retrato de la muerte. Hija, come un poco y sal de tu habitación. No puedes continuar encerrada aquí, porque esto acabará con tu vida.
—Eso es lo que quiero, madre. Ya no tengo ganas de vivir.
—No seas terca, hija. Vamos, acompáñame al salón. Allí tomarás algo y después bordaremos un juego de servilletas.
Doña Dadildis tomó por el brazo a su hija con intención de sacarla de su aposento, pero doña Jimena se resistía.
—Anda, hija. Vamos al salón.
La joven oponía resistencia a su madre, pero al fin cedió. Poco después madre e hija bordaban un juego de servilletas de fino lino. El día era soleado y algo caluroso. Era una mañana de principios de septiembre.
—¿Quieres que salgamos a dar un paseo por el patio, hija? Hace un día agradable y llevas muchos meses aquí encerrada sin que te dé el sol.
—Hoy no me apetece, madre.
—Tienes que comer un poco más y dejar que te toque el sol en el rostro para recuperar el buen aspecto que tenías. Te has quedado demacrada como un cadáver.
—¡Qué importa eso! Para los pretendientes que tengo…
—No digas tonterías. Tienes un pretendiente que un día u otro solicitará tu mano y debes estar preparada y presentable para cuando llegue ese momento.
—No estoy yo tan segura de eso. Y si no, ¿por qué no ha pedido ya mi mano?
—Sus razones tendrá, hija. Debes tener paciencia.
—Eso es lo que ya no tengo, pues se están pasando los meses y los años sin que mi prometido dé el paso que debe dar y yo, entretanto, me voy consumiendo poco a poco.
—Y más que te consumirás si no te cuidas. Vamos, hija, levanta ese estado de ánimo. No puedes dejarte consumir lentamente. Deja el bordado y vamos a dar un paseo por el patio. Hoy mismo hablaré con tu padre sobre tu apatía para que tome una resolución. Parece que no ve o no quiere ver lo que te pasa.
La madre consiguió al fin que la hija accediera a dar un paseo por el patio del palacio. La joven estaba tan debilitada que apenas podía andar. Para conseguirlo tenía que apoyarse en el brazo de su madre. Su debilidad la había llevado a un estado lamentable. Después del almuerzo doña Dadildis logró retener a su marido a su lado para charlar a solas con él.
—García, ¿os habéis fijado el estado en el que se encuentra Jimena?
—No mucho. Me ha parecido que está algo más delgada y demacrada. Supongo que serán problemas de la edad.
—No, querido, no. No son problemas de la edad ni está algo más delgada. Está al borde de la inanición y todo porque don Alfonso no da señales de vida. Nuestra hija se nos va si no dais un paso adelante y exigís al rey de Asturias que cumpla con lo pactado.
—Pero, mujer, ¿cómo queréis que fuerce a don Alfonso a dar el paso que le corresponde dar a él? No es lo normal.
—No lo será, pero debéis darlo por tu hija. Miradla cómo está. Está en los huesos y si no tomamos medidas rápidamente, no tardaremos en enterrarla.
—¿Tan grave es?
—Más de lo que os pensáis, García. Parece que no tuvierais ojos en la cara para ver su aspecto. Apenas se mantiene en pie. Necesita apoyo para poder caminar. Además, está demacrada como un cadáver. Hay que hacer algo y de prisa si no queremos enterrarla en cuatro días.
—Si es tan grave el asunto, mandaré urgentemente un correo a Oviedo para exigir a don Alfonso que cumpla con su compromiso. Pero no debemos olvidar que el pacto fue entre su padre y yo mismo y que él no está obligado a cumplirlo.
—Ya lo sé, querido. Pero, si es un caballero, lo cumplirá. Así que no hay tiempo que perder por el bien de nuestra hija.
—Quedad tranquila, esposa mía, pues mañana mismo saldrá un correo para Asturias.
Doña Dadildis, más tranquila, dejó a su esposo para ir en busca de su hija a darle la buena nueva. Ésta se hallaba tendida en su lecho después de haber vomitado lo poco que había comido. Su estómago, acostumbrado a prolongados ayunos, no admitía los alimentos que había ingerido.
—Pero, ¿qué te pasa, hija? —preguntó angustiada doña Dadildis cuando vio el rostro macilento y desencajado de doña Jimena.
—No me encuentro muy bien, madre. Me debe de haber sentado mal la comida.
—Mandaré que te preparen una infusión de manzanilla. ¡Qué aspecto más horrible tienes!
La madre ordenó a una de las sirvientas que le preparara la infusión y se la sirviera inmediatamente. Al cabo de cinco minutos doña Jimena tomaba pequeños sorbos de manzanilla recostada sobre su cama. Poco a poco fue recuperando el color y su aspecto fue mejorando notoriamente.
—A partir de este momento te conmino a cuidarte de ti misma. No te permito que sigas obstinada en tu conducta. Mira las consecuencias de tu empecinamiento.
—Lo intentaré, madre, pero no os prometo nada.
—Ya me cuidaré yo de que lo cumplas. Además, acabo de hablar con tu padre. Mañana mismo saldrá un mensajero para Oviedo para obligar a don Alfonso a que se pronuncie. Tu padre y yo confiamos en que cumpla lo pactado. Así que a partir de hoy mismo quiero que cambies tu conducta. No puedes seguir suicidándote lentamente como estás haciendo.
—¿De veras va a enviar un mensajero a Oviedo?
—Sí, querida.
—¿Y vos creéis que don Alfonso me aceptará por esposa?
—Lo creo y lo espero. Don Alfonso, como caballero que es, no podrá incumplir lo pactado entre tu padre y el suyo. Así que la respuesta tiene que ser positiva. Por eso a partir de hoy harás todo lo posible por tornar a la normalidad para volver a ser quien eras.
—Lo haré, madre. Ahora sí que lo haré.
Aún no había regresado el mensajero con la respuesta del rey de Asturias y ya el aspecto de la infanta había mejorado notoriamente. En su cara ya casi no quedaban huellas de sus enormes ojeras. El color de su tez también había mejorado bastante. Había recuperado algún que otro kilo en su peso. La alegría volvía a inundar su cara. Sus hermosos ojos negros brillaban con un nuevo brillo. Se podía decir que había vuelto a nacer. Dedicaba la mayor parte del tiempo a bordar su ajuar para tenerlo acabado antes de su boda. También empleaba algunas horas a pasear con su madre y sus hermanas por el patio del palacio y los alrededores del mismo. Quería recuperar sus fuerzas y mejorar su aspecto físico.
Un día, después de algo más de un mes de su partida, regresó el mensajero que don García había enviado a Oviedo. Las nuevas que portaba no podían ser más felices para la infanta. A partir de aquel momento redobló sus esfuerzos para poder presentarse ante su futuro esposo tan hermosa y radiante como él desearía encontrarla.
11
Una fría mañana de principios de noviembre el rey don Alfonso se hallaba en su despacho enfrascado en los asuntos que concernían a su reino. El pálido sol de la estación otoñal dejaba traslucir tímidamente sus rayos a través de las ventanas del recinto. A pesar de ello el rey notaba frío en la estancia. Así no se podía concentrar en su trabajo. Llamó al ayuda de cámara para que encendiera la chimenea y caldeara un poco el ambiente. Poco después de quedar de nuevo a solas se personó su ayo ante él.
—Señor, ha llegado un correo de Galicia.
—¿Es del conde Vimara?
—No lo sé, Señor. ¿Le hago pasar?
—Sí, que pase.
Un jinete polvoriento y con muestras de no haber descansado ni haberse aseado durante días se postró ante él.
—Señor, el conde Vimara Pérez me encarga que informe a vuestra Majestad de los excelentes resultados de su expedición por el territorio portucalense. Ha tomado todas las tierras que se extienden desde el Miño al Duero y ha logrado reconquistar la ciudad de Oporto. Le gustaría saber qué debe hacer con ella y qué planes tiene Su Majestad para el futuro.
—Me voy a tomar un tiempo antes de darte una respuesta. Ahora es mejor que descanses y repongas tus fuerzas.
El rey ordenó que dieran de comer y hospedaje al emisario del conde. Entretanto llamó a sus consejeros para tomar una decisión y trazar el plan que debían seguir después del avance conseguido por el conde Vimara. Lo primero que había que hacer era repoblar la ciudad de Oporto. Lo harían con gentes provenientes del Galicia. Luego avanzaría hacia el este hasta Chaves para ir afianzando así la frontera con el emirato cordobés. Toda esa zona se repoblaría con gentes procedentes de Galicia y todos los mozárabes oriundos de la zona musulmana que quisieran establecerse en aquellas tierras. Así se lo hizo saber al conde Vimara. Todo el territorio comprendido entre el Miño y el Duero, desde la costa atlántica hasta la Meseta, constituía un bastión clave para la expansión y consolidación del reino de Asturias. Sería la demarcación que quedaría bajo el mando del conde Vimara Pérez.
Pero retrocedamos unos meses en el tiempo. El verano del año 868 el conde Vimara descansaba en su residencia de Tuy al lado del Miño. Desde la frustrada proclamación de don Alfonso como rey en Santiago de Compostela, apenas había hecho otra cosa que cazar y descansar en su casa de Tuy. Los días se sucedían monótonamente para el conde, que ya añoraba un poco la acción bélica, pues él era un hombre de acción y no un cortesano. Un caluroso día de mediados de agosto se presentó ante él un emisario del rey. El conde mitigaba el calor bajo la sombra de un centenario y frondoso castaño a la orilla del Miño. De cuando en cuando tomaba sorbos de una bebida refrescante para apagar su sed. El mensajero se postró ante él sudoroso y fatigado.
—Señor conde, Su Majestad el rey Alfonso le encomienda la reconquista y repoblación de todas las tierras que van desde el Miño hasta el Duero. Quiere que se dirija inmediatamente hacia la ciudad de Oporto para reconquistarla de manos de los sarracenos y repoblarla con gentes de esta tierra. Quiere que seáis vos quien continúe la expansión hacia el sur que él inició cuando gobernaba Galicia.
—Bien, así se hará. Puedes volver donde el rey y decirle que sus deseos serán cumplidos al pie de la letra. Me pondré en marcha en cuanto reúna a mis hombres. Ya me estaba aburriendo de esta vida tan monótona y relajada.
Una semana más tarde, don Vimara Pérez partía con sus huestes camino de Oporto por las tierras portucalenses ubicadas al sur del Miño. Durante varias semanas siguió el curso de la costa atlántica sin mayores contratiempos. Los escasos núcleos de población que allí había no ofrecían apenas resistencia a las tropas del conde. El avance hacia su objetivo era firme e inexorable.
En los primeros días de octubre las huestes del conde dieron vista a la ciudad de Oporto, ubicada alrededor de su castillo. No les costó mucho tomarla, pues se encontraba prácticamente indefensa. La mayor parte de sus defensores se habían refugiado en el castillo. Allí se hicieron fuertes ante las huestes invasoras del conde Vimara. Protegidos por sus murallas, los sarracenos resistieron los embates de los cristianos durante quince días, al cabo de los cuales tuvieron que entregar la fortaleza y las armas al enemigo. Los hombres del conde lograron derrotarlos después de dos semanas de asedio.
Una vez conseguido su objetivo, el conde Vimara envió un mensajero al rey con la buena nueva, al mismo tiempo que solicitaba nuevas instrucciones sobre la expansión. Conocidos los deseos del rey, se dirigió hacia la ciudad de Chaves que sometió poco antes de la Navidad de aquel mismo año. El territorio conquistado al sur del Miño cada día era más extenso. Después de Chaves, don Vimara conquistó Braga, Viseo y otras poblaciones de aquella comarca. En vista de los logros obtenidos, el propio conde decidió crear un pequeño burgo cerca de Braga, al que denominó Vimaranis, en honor a su nombre, y en el que fijó su residencia durante algún tiempo como capital del recién reconquistado condado de Portucale, origen del que con el tiempo llegaría a ser Portugal.
Don Alfonso celebró con júbilo las conquistas que estaba realizando en su nombre el conde Vimara en el norte de Portugal. Constituía uno de los pilares básicos de su afán expansionista junto con el correspondiente a la parte más oriental de su reino. Tenía que estabilizar los dos extremos, el oriental y el occidental, para así poder dedicar toda su energía a lo que constituía el nudo gordiano de su proyecto de expansión, que no era otro que la reconquista y repoblación del valle del Duero. Había jurado que no cejaría en su empeño hasta fijar las fronteras de su reino en el propio río Duero.
—Estoy muy orgulloso de los éxitos que está obteniendo nuestro inestimable amigo Vimara entre el Miño y el Duero —explicó el rey a su hombre de confianza, Gundemaro Froilaz.
—Realmente resultan espectaculares —corroboró el señor de Noreña—. Es asombroso el territorio que ha conquistado en tan poco tiempo.
—Lo es de veras. Pero lo más importante no es la extensión del territorio reconquistado, que lo es, sino lo que significa para nuestro proyecto. Asegurada la parte más occidental del reino, ahora sólo nos resta consolidar y afianzar el otro extremo, el oriental.
—Para lograr ese objetivo, Majestad, ya tenéis ahí situado a vuestro tío don Rodrigo. Él hará todo lo posible por mantener la paz y la seguridad de esa zona.
—Desde luego que lo hará, no te quepa la menor duda. Mi tío logrará detener cualquier avance de las tropas sarracenas en nuestro territorio. Mi confianza en él es total.
—Majestad, tampoco debéis olvidar que vuestro próximo enlace matrimonial con doña Jimena hará que el rey de Pamplona, don García, se convierta en un aliado más de vuestra causa.
—Cierto, Gundemaro. Eso es algo que no he perdido de vista y que forma parte también de nuestro ambicioso plan.
—Pues no debéis demorar por más tiempo vuestro enlace, Señor.
—La boda hace tiempo que fue fijada para el 27 de mayo. No se adelantará ni se retrasará. Puedes estar seguro que el enlace se llevará a cabo en la fecha fijada.
El rey y su consejero charlaban animadamente en el despacho real. Dos gruesos troncos de roble chisporroteaban en la chimenea. Fuera el frío era cada vez más intenso. Se acercaba la Navidad. Gundemaro Froilaz celebró la decisión real de tomar por esposa a la princesa navarra. Era la mejor opción que podía adoptar en aquel momento y un gran logro para los intereses del reino. El consejero le expresó toda clase de parabienes por el nuevo enlace. El rey le agradeció de veras sus felicitaciones y sus muestras de lealtad. Luego, dio por finalizada la reunión.
12
—Date prisa, hija. Tu padre hace más de media hora que te espera.
—Un momento, madre, que ya casi estoy.
Doña Jimena apareció radiante con un hermoso vestido talar de raso de color granate y una capa del mismo color que arrastraba por el suelo. Una corona de oro incrustada de diamantes y rubíes, con una gran esmeralda en el centro, coronaba su cabeza. En sus pies calzaba unos finos zapatos de piel a juego con su indumentaria. Estaba realmente hermosa.
—Estás más bella que nunca, hija —don García depositó un beso paternal en su frente.
—Gracias, padre —por un momento la cara de doña Jimena se cubrió de un leve rubor.
—Vamos, hija, que tu prometido nos estará esperando en la catedral desde hace rato. Debe de estar impaciente. ¿Cómo has tardado tanto?
—No me entraban los zapatos. Me quedan muy ajustados y me hacen daño.
—Pues tendrás que soportarlos durante toda la ceremonia, hija.
—Ya lo sé, padre, y no sé si podré resistirlos.
—Tendrás que hacer un esfuerzo, y ahora disimula y pon cara de alegría, pues ya estamos a las puertas del templo.
—Lo intentaré, padre.
Doña Jimena y su padre hicieron su entrada en el umbral de la catedral. Detrás los seguían su madre y hermanos con pasos ceremoniosos y espaciados. En el altar mayor, vuelto hacia la puerta de entrada, esperaba majestuosamente don Alfonso. Vestía sus mejores galas. A su lado estaban su madre doña Muña y sus hermanos Nuño, Fruela y Odoario, que no podían ver nada de lo que allí acontecía por la ceguera que él mismo les había causado. El resto de la oligarquía ovetense ocupaba sus sitios reservados al efecto. En la parte más alta del presbiterio se hallaba el obispo de Oviedo con todo su cabildo.
La novia, apoyada en el brazo de su padre, se acercó al altar con pasos lentos y ceremoniosos. Una vez allí, don García entregó el brazo de su hija a don Alfonso, que lo tomó en el acto. A continuación ambos novios se dirigieron hacia el palco real para que diera comienzo la ceremonia. Llegado el ofertorio, el obispo se acercó a los contrayentes dirigiéndose en primer lugar a don Alfonso.
—Don Alfonso Ordóñez, ¿aceptáis a vuestra esposa aquí presente y juráis amarla y serle fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?
—Yo, Alfonso, te acepto, Jimena, como mi esposa y juro amarte y serte fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
—Y Vos, doña Jimena Garcés, ¿aceptáis a vuestro esposo aquí presente y juráis amarlo y serle fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?
—Yo, Jimena, te acepto, Alfonso, como mi esposo y juro amarte y serte fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
—Poneos estos anillos como signo de vuestra unión —el obispo les hizo entrega de los anillos. Luego prosiguió—. Que lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.
Finalizada la misa, los novios, convertidos ya en marido y mujer, abandonaron lentamente el templo para dirigirse al palacio real donde tendría lugar el gran banquete de la boda. A la puerta de la catedral recibieron la enhorabuena y parabienes de toda la aristocracia asturiana y del resto de reinos cristianos, así como los vítores de todo el pueblo ovetense allí reunido. Era el acontecimiento del año que nadie se quería perder.
Los festejos nupciales se celebraron por espacio de quince días. Las viandas y bebidas se prodigaron a raudales. El rey no quiso escatimar gastos en lo que consideró como uno de los momentos más importantes y más felices de su vida. Aquel paso significaba el inicio de un nuevo modo de vida para él, así que había que celebrarlo por todo lo alto. Además, aquello también significaba un gran prestigio para su reino, ya que allí se habían dado cita representantes de todas los reinos cristianos de la Península y de muchos reinos europeos. No podía defraudarlos.
Finalizados los festejos por los esponsales reales, el rey partió con su esposa y un reducido número de sirvientes al Aula Regia del Naranco. Dio orden expresa a sus servidores y consejeros para que no lo molestaran. Quería pasar allí una temporada olvidado de los problemas del reino, para dedicar exclusivamente su tiempo a los placeres del matrimonio y de la caza, tan abundante en los bosques que rodeaban el palacete.
Una templada mañana del mes de junio don Alfonso y doña Jimena paseaban juntos bajo la fronda del bosque de castaños cercano al palacete. El sol lucía apaciblemente después de varios días oculto por las nubes. El aroma de las prímulas y de los piornos embriagaba sus sentidos. El rosa suave, el violáceo, el blanco, el amarillo de sus flores deslumbraba sus retinas. Un espeso tapizado de helechos, escobas, retamas, alheñas, siemprevivas, clemátides y madreselvas cubría todo el paraje. Los pajarillos cantaban alegremente entre el follaje. Por aquí y por allá se oía el ruido de alguna rama rota por la precipitada huida de un ciervo asustado. En otras ocasiones era la carrera frenética de un conejo o una liebre sorprendidos por la presencia de la pareja real.
—¿Sois feliz, Señora?
—Sí, mi Señor. ¿Por qué no habría de serlo?
—No sé, tal vez porque echéis de menos a vuestros padres y hermanos.
—No, Señor. Me siento muy bien a vuestro lado. Aunque eche de menos a los míos, vuestra compañía me reconforta y me consuela y por sí sola es suficiente para llenar el vacío que han dejado mis padres y mis hermanos en mi corazón.
—¿No os sentiréis infeliz algún día por su ausencia?
—No lo creo, Señor. Es cierto que en estos momentos los echo en falta, pero espero que el tiempo me ayude a superar paulatinamente su ausencia. De hecho estoy preparada para ello.
—Me tranquilizáis, Señora, pues lo que más deseo en estos momentos es vuestra felicidad y no me perdonaría que fuerais infeliz por mi culpa.
—Podéis estar tranquilo, Señor. A vuestro lado me siento completamente feliz.
—Entonces, ¿no os arrepentís de haberos casado conmigo?
—No, Señor. En absoluto.
—¿Y querréis estar siempre a mi lado?
—Pues claro, Señor.
—¿Incluso en los momentos más difíciles?
—Entonces más que nunca, Señor.
El rey abrazó tiernamente a su esposa y la estrechó contra su corazón. Luego se fundieron en un prolongado beso de amor.
—¿Querréis proporcionarme hijos para dar continuidad a nuestra dinastía en el tiempo?
—Para eso estoy aquí, Señor.
Ambos esposos se tomaron de la mano y pasearon largas horas por aquel frondoso paraje. La paz los rodeaba por todas partes. Querían aprovechar aquel momento de felicidad. La hora del mediodía se acercaba. Uno de los criados se atrevió a romper el idilio para recordarles que era la hora del almuerzo. La real pareja se sorprendió de lo pronto que había transcurrido el tiempo. Poco después abandonaron el bosque para regresar al palacete veraniego.
—Señora, ¿querréis acompañarme mañana a cazar?
—Me gustaría hacerlo, Señor, pero no sé montar.
—¡Vaya un contratiempo! Tendremos que solucionar ese problema. En cuanto lleguemos a palacio, ordenaré al palafrenero mayor que disponga lo necesario para vuestro adiestramiento. No podemos permitir que sigáis sin saber montar por más tiempo.
—Os lo agradezco, Señor, pero considero que mi deber es más bien quedarme en palacio que no salir a montar a caballo. El ejercicio de la equitación y la caza es más propio de Vos y de vuestros consejeros y vasallos que de una dama. Las damas deben ocuparse del hogar y no de la caza, Señor.
—Pues Vos romperéis la tradición, Señora.
—No insistáis, Señor. Mi lugar está dentro del palacio y no fuera de él.
—Bien, dejémoslo aquí, aunque sabe Dios que me hubiera gustado que aprendierais a montar. Así me podríais acompañar en mis sesiones de caza.
—Tendréis que ir sin mí, Señor. Lo siento, pero creo que es mejor así.
Don Alfonso no estaba del todo conforme, pero al final cedió ante la obstinación de su esposa y dio por zanjado el tema. A la mañana siguiente bien temprano se internó por el bosque con su ayo Pedro y su arquero Nuño para abatir todas las piezas que se pusieran a su alcance. Desde siempre había amado la caza. Ésta constituía no sólo su deporte favorito, sino su pasión preferida.
—Pedro, mira por ese lado a ver si descubres algún ciervo. Y tú, Nuño, dispara sin duelo a todo lo que se mueva.
—Sí, Señor —le respondió este último.
Cuando llevaban poco más de una hora deambulando por el bosque, Nuño portaba ya una liebre y un par de conejos en su morral. En aquel momento, Pedro descubrió un ciervo oculto en un matorral.
—Señor, mirad allí entre aquella maleza. —Pedro indicaba a don Alfonso el matorral en concreto—. Allí hay un ciervo. ¿Lo veis, Señor?
—Sí, Pedro, ahora lo veo. Tenemos que avanzar con cuidado para que no nos descubra.
—Señor, sigamos por aquí despacio, pues el viento nos es favorable. Mientras el ciervo no detecte nuestro olor, podremos aproximarnos a su lado.
Los tres hombres avanzaban muy despacio procurando no pisar ninguna hoja ni rama seca con sus pies. El ruido los habría delatado. Cuando se hallaban a unos treinta pasos del venado, don Alfonso extendió su arco y se preparó para lanzar la flecha que heriría de muerte al ciervo. Nuño también se preparó para disparar su flecha si su señor fallaba. Pero no fue necesario. El disparo del rey fue certero. La flecha se clavó en el cuello del ciervo atravesándole la yugular. El animal dio un salto y media docena de pasos antes de caer al suelo fulminado.
—Buen disparo, Señor.
—Gracias, Nuño. Tú me has enseñado.
—Yo os habré enseñado, Señor, pero Vos me habéis superado con creces. Vuestro disparo ha sido insuperable.
—No me adules, Nuño, que los tuyos suelen ser siempre certeros.
Entre bromas y veras se fue pasando la mañana. Cuando regresaron al palacete al mediodía, llevaban, además del venado, media docena de conejos, dos liebres y varias torcaces que se habían puesto al alcance de sus flechas. Había sido una jornada de caza completa. No se podía pedir más.
13
Desde el primer día de su ascenso al poder, Muhammad I decretó la conversión de todos los mozárabes al islam o la exterminación de los mismos en todo el emirato. Su odio hacia los cristianos hizo cerrar monasterios y demoler iglesias. Muchos de ellos prefirieron derramar su sangre a manos de los esbirros del emir antes que renunciar a su fe. Otros decidieron refugiarse en territorio de los reinos cristianos del norte. Algunos, no obstante, prefirieron quedarse en Córdoba con la esperanza de que la ira del nuevo emir se calmara. Fue el caso del abad Alonso y sus monjes. Pero en los primeros días de febrero del año 872 se recrudeció la persecución y el hostigamiento que venían padeciendo desde hacía tiempo. El abad Alonso decidió cerrar las puertas de su monasterio y dirigirse hacia el reino de Asturias con todos sus monjes. Su resistencia había llegado al límite.
Era una fría mañana de principios de febrero. Aún no había amanecido. Querían aprovechar la oscuridad de la noche para no ser descubiertos por la guardia del emir. Los monjes abandonaron el monasterio con sólo un pequeño hato cada uno de ellos en el que portaban sus escasas pertenencias. No tardaron en poner rumbo hacia las montañas. Caminaron varias horas en dirección a Sierra Morena antes de que amaneciera. Cuando las primeras luces del alba empezaron a aparecer, ya se habían internado entre las montañas. El frío cada vez era más intenso, pero el abad Alonso y sus monjes no se arredraban ante él. Su paso era firme y constante. Tenían que alejarse lo más posible de Córdoba y de sus inmediaciones para evitar ser descubiertos. Cuando ya se acercaba la noche, llegaron a un amplio y fértil valle donde se ubicaba un pequeño núcleo de población. El abad decidió esconderse en un bosquecillo que allí cerca había hasta que llegara la noche para atravesar el valle. No quería exponerse a que los descubrieran y los delataran. Después de varios días de un penoso y agotador viaje por aquellos intrincados parajes de Sierra Morena, llegaron a la ciudad de Mérida donde, según les habían informado, gobernaba un musulmán amigo del rey de Asturias.
Abd al-Rahman ibn Marwan, que así se llamaba el gobernador, se había rebelado varias veces contra el emir de Córdoba y no dudaba en proteger a los que huían de él y de sus sanguinarios procedimientos. Se hallaba en su casa palacio cuando le anunciaron la visita del abad Alonso.
—Señor, un monje que dice venir de Córdoba desea veros.
—Hazle pasar.
El sirviente del gobernador hizo pasar ante su presencia al padre abad.
—Excelencia, me han dicho que podéis ayudarme a huir del emir de Córdoba —fue su saludo de presentación.
—Y no os han informado mal, reverendo. No sois los primeros que he ayudado a huir del fanatismo e intransigencia del emir y sus secuaces. ¿Cuántos sois?
—Conmigo, diez.
—Os extenderé un salvoconducto para que podáis atravesar todas estas tierras sin problemas hasta que alcancéis los dominios del rey de Asturias.
El gobernador de Mérida puso su firma y estampó su sello de armas en un pergamino que tenía sobre la mesa. Luego, se lo entregó al abad.
—Ésta será la llave que os permitirá cruzar estas tierras sin ningún contratiempo. Todo el territorio que hay desde aquí hasta el límite con el reino de Asturias está bajo mi mando. Ninguna guardia ni centinela os pondrán problemas cuando mostréis este documento.
—Gracias, excelencia. Os estaré eternamente agradecido.
—No me lo agradezcáis a mí, padre abad. Agradecérselo más bien al emir por el odio y el rencor que le profeso —Abd al-Rahman se levantó de su asiento para estrechar la mano del monje—. Podéis quedaros en mi casa el tiempo que gustéis para reparar vuestras fuerzas y descansar del largo viaje y ahora permitidme que me ocupe de mis otras obligaciones.
—Gracias de nuevo en nombre mío y de mis hermanos. Acepto de buen grado vuestra hospitalidad, excelencia. Que Dios os lo premie.
Una semana permanecieron los monjes en Mérida. Al cabo de ese tiempo, el abad Alonso decidió emprender viaje de nuevo hacia el reino de Asturias, su destino final. Al cabo de un mes de penurias y contratiempos llegaron a las llanuras de los Campos Godos. Después de atravesar el Duero y avanzar unas once leguas en dirección a las montañas que se divisaban en lontananza hacia el norte, siguieron la ribera del río Cea hasta toparse con un pequeño núcleo de población, que se aglutinaba alrededor de una humilde iglesia dedicada a los santos Facundo y Primitivo. El abad consideró que aquél podía ser un buen lugar para asentarse y fundar un monasterio.
—¿Qué os parece este lugar, hermanos?
—Estupendo —contestó el monje de más edad.
—Desde que cruzamos el Duero he venido observando todo este amplio territorio. Es una vasta extensión de terreno que, bien cultivada, podría dar de comer a muchas bocas. ¿Qué opináis, hermanos?
—Que tenéis toda la razón, padre abad —corroboró otro de los monjes.
—Y a lo que parece, aguas arriba del río sigue todo igual que hasta aquí. Con el tiempo podríamos extender los dominios del monasterio muchas leguas a la redonda. Creo que hemos dado con el lugar idóneo. Así, pues, vamos a instalarnos de momento en él.
El abad no tardó en hallar hospedaje para sus monjes en el lugar, ya que los pocos habitantes que allí vivían los recibieron con los brazos abiertos. Al cabo de unos días los monjes ya se hallaban totalmente integrados en la comunidad, a la que ayudaban en todas sus tareas materiales y espirituales. Los días transcurrían armoniosamente, pero el abad era consciente de que su situación allí no era regular del todo. Tenía que obtener el permiso del rey para edificar un monasterio en el lugar, que era lo que se había propuesto con su asentamiento en aquellas tierras. Aquellas gentes eran muy buenas, pero no le podían resolver el problema. Había que tomar una decisión. Un día al anochecer, después del fatigoso trabajo de toda la jornada y de haber rezado sus oraciones, reunió a todos los hermanos.
—Ya sabéis que mi propósito de quedarnos aquí es la fundación de un monasterio, pero ese paso no lo podemos dar sin el consentimiento real. Por eso he decidido partir de inmediato a ver al rey. Mañana mismo saldré hacia Oviedo en compañía del hermano Amador, que es el más joven de todos vosotros. Los demás permaneceréis aquí hasta nuestro regreso. Espero que a mi vuelta podamos comenzar las obras de nuestro nuevo monasterio.
—Me gustaría acompañaros, padre abad —suplicó el hermano Teodoro, un hombre de mediana edad, de complexión fuerte y tez tostada por los largos meses que llevaban viviendo en contacto con el sol y el aire.
—Ya he hecho mi elección, fray Teodoro. Tú te quedarás aquí con el resto de la comunidad. Además, te hago responsable de todos ellos. Ahora vamos a tomar un refrigerio y a rezar las últimas oraciones del día. Mañana el hermano Amador y un servidor saldremos antes del amanecer para Oviedo.
—Id con Dios, padre abad —le desearon todos.
Dos semanas más tarde el abad Alonso y fray Amador llegaron a las puertas del palacio real. A su llamada acudió Pedro a recibirlos. Poco después el padre abad se encontraba en presencia de don Alfonso. El rey se alegró mucho de verlo allí y de que hubiera podido escapar sin contratiempos de la represión del emir. El monarca sufría mucho con las noticias que le llegaban de las matanzas y exterminios de los cristianos llevados a cabo por Muhammad I. Ese odio tan acerbo del emir hacia los cristianos aumentaba aún más en el rey asturiano su deseo de conquistar toda la Península para la Cristiandad. Tenían que terminar todos esos crímenes absurdos que se estaban cometiendo en el al-Ándalus en nombre de su religión. Cada cristiano que caía en aquella tierra era un aliciente más para la causa.
—Decidme, padre Alonso, ¿qué queréis de mí?
—Majestad —el abad se postró ante el rey—, quisiera pediros un favor.
—Vos diréis.
—Mis hermanos y un servidor hemos llegado a las tierras que denominan los Campos Godos. En el centro de ellas hemos encontrado un pequeño lugar con una humilde iglesia dedicada a los santos Facundo y Primitivo. De momento nos hemos detenido allí por considerarlo un lugar idóneo para erigir un monasterio y a eso he venido, Señor, a pediros permiso para construirlo si Vos lo consideráis oportuno.
Mucho se alegró el rey del proyecto del abad dom Alonso, pues era gran devoto de los susodichos mártires, cuya protección invocaba al comienzo de todas sus batallas.
—La idea es estupenda. Me parece muy bien que se pueda fundar un monasterio en ese lugar para asentar población en toda la zona. Cuando esté en funcionamiento pensaremos en repoblarla.
—Así, pues, ¿debo entender que dais vuestro consentimiento?
—Claro que os doy mi consentimiento para que fundéis un monasterio. Me habéis dicho que la iglesia que hay en el lugar es muy humilde, ¿no? Pues la compraré y os la regalaré para que edifiquéis el monasterio en el solar de la misma. Quiero que con el tiempo ese monasterio sea un referente para toda la cristiandad.
—Señor, no sé cómo agradecéroslo —el abad, postrado de hinojos, había tomado la mano derecha del monarca para besársela.
—Levantaos, padre Alonso, y regresad a los Campos Godos para dar inicio a una nueva etapa en su historia. Cuando hayáis construido el monasterio, me lo haréis saber.
—Sí, Majestad. Contad con ello.
El abad Alonso y fray Amador regresaron llenos de júbilo a donde habían dejado a sus hermanos. Acababan de dar el primer paso para fundar el monasterio de los santos Facundo y Primitivo, que con el tiempo daría lugar a Sahagún de Campos.
14
Una templada mañana de mayo un tenue velo azulado que no acababa de disiparse velaba aún el sol. No hacía mucho que su contacto humedecía la piel. Ahora el sol se iba imponiendo y sus rayos se apoderaban de aquel sutil velo, que poco a poco se desvanecía para dar paso a un radiante día. Ordoño y García, de dos y tres años, respectivamente, correteaban por el patio del palacio real. Su aya no los perdía de vista. Eran dos niños muy inquietos que no paraban un instante. De repente, el más pequeño comenzó a llorar. Al aya le faltó tiempo para correr a su lado.
—¿Qué os ha pasado, don Ordoño?
—García me ha quitado mi caballito —contestó el niño entre sollozos y balbuceos.
—No importa, aquí tenéis el carro.
—No, no lo quiero. Yo quiero el caballito —decía el niño entre sollozos y pucheros.
—Pero, ¿no será igual? ¡Ay, estos niños! Van a acabar con mi paciencia. A ver don García, dadme el caballito y quedaos vos con el carro, a ver si así se calla vuestro hermano.
—No, yo quiero el caballito, que me gusta más que el carro.
—Pero el caballito es de don Ordoño.
—Mentira. Ahora es mío.
—¡Ay, señor! Estos niños van a acabar conmigo —se lamentaba el aya—. ¿Qué podré hacer para contentarlos a los dos?
Los niños seguían sin ponerse de acuerdo. El mayor obstinado en quedarse con el caballito. El pequeño que no cesaba de llorar y de pedir que le devolvieran lo que consideraba que era suyo. El aya desesperada por hacer las paces entre ellos. En esto hizo acto de presencia doña Jimena.
—¿Qué pasa, Matilde? ¿Por qué lloran y se pelean los niños?
—Majestad, don García le ha quitado el caballito a don Ordoño y no se lo quiere devolver. Yo ya no sé qué hacer para que se lo devuelva.
—A ver, venid aquí los dos —los niños se acercaron recelosos a su madre—. ¿Qué ha pasado?
—Que García me ha quitado el caballito y no me lo quiere devolver —balbuceó Ordoño entre sollozos y arrumacos.
—¿Y no es igual el carro? —inquirió amorosamente su madre.
—Pero el caballito es mío —insistió el pequeño.
—Pues ahora se lo cambias a tu hermano por el carro. Él se queda con el caballito y tú con el carro. ¿Te parece bien, cariño?
—Pero el caballito es más bonito y, además, es mío.
—Bueno, pues ahora se lo dejas a tu hermanito para que juegue con él un rato y tú juegas con el carro. Luego ya te lo devolverá, ¿verdad, García?
—Sí, madre. Pero yo me quedo con el caballito toda la mañana.
—Bueno, tú te quedas con el caballito toda la mañana, pero con una condición, que se lo devolverás a tu hermanito después de comer. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, madre.
—¿Tú también estás de acuerdo, Ordoño?
El más pequeño no terminaba de estar conforme. Seguía lanzando al aire profundos suspiros como muestra de su disconformidad. La madre, no sin esfuerzos, consiguió que se calmara poco a poco. Después reinó otra vez la calma y la armonía entre ambos.
—¡Quédate al cuidado de ellos, Matilde! Yo tengo que volver a mis obligaciones.
—Sí, Señora.
—Y procura que no se vuelvan a pelear.
—Lo intentaré, Señora.
El aya hizo una gran reverencia a doña Jimena mientras ésta regresaba a sus aposentos. Los niños se habían calmado del todo y se entretenían alegremente con sus juegos.
Doña Jimena se sentía feliz en palacio al lado de su esposo y sus hijos. Hacía ya tiempo que había superado el dolor por el fallecimiento de su padre, el rey don García I Íñiguez de Pamplona. Poco después de este luctuoso suceso, un feliz acontecimiento vino a mitigar el dolor que sentía por la muerte de su progenitor. Fue el nacimiento de su primogénito, al que le puso García en memoria de su padre. Un año más tarde, el nacimiento de su segundo hijo vino a colmar de felicidad a la familia real.
Los reyes almorzaban tranquilamente en el comedor de palacio. Los criados les servían con esmero las distintas viandas y bebidas que colmaban su mesa. Cuando les sirvieron las carnes, el rey animó un poco la conversación entre ambos.
—¿Cómo están los niños, Señora?
—Los niños están perfectamente, esposo mío. Matilde es una buena aya y no les quita ojo de encima.
—Pues hace un rato me ha parecido oír alboroto en el patio.
—No fue nada, Señor. Cosas de niños. Como siempre, a uno se le antoja el juguete del otro y ya está formado el lío.
—Es la naturaleza humana. No cambiaremos. Bueno, Señora, quería comunicaros que voy a convocar un concilio aquí en Oviedo. ¿Qué os parece la idea?
—No lo sé. Así de pronto me he quedado un poco desconcertada.
—Pues ya lo tengo decidido. Hoy he estado hablando con algunos de mis consejeros, que están totalmente de acuerdo en que se celebre. Eso dará más realce a nuestro reino y a la propia Iglesia de Oviedo.
—¿Pero los concilios no los convoca el Primado de España, el arzobispo de Toledo?
—Sí, ésa es la norma, pero muchos obispos de nuestro reino no están totalmente de acuerdo con las directrices del Primado de España. Con este concilio quieren oponerse a muchas de sus doctrinas.
—Eso suena un poco a rebelión.
—Rebelión tal vez no, pero sí una afirmación de las doctrinas de Beato de Liébana. Nuestra Iglesia quiere seguir la norma ortodoxa y erigirse como la auténtica Iglesia representante de España. Toledo ha cedido mucho ante la fe de Mahoma, tal vez por hallarse en medio del territorio sarraceno. Se ha apartado de la verdadera doctrina de la Iglesia de Roma, adhiriéndose a la doctrina herética del adopcionismo. La Iglesia asturiana no está de acuerdo con esa doctrina, por eso convocamos este concilio. Con él pretendemos que la Iglesia asturiana, al igual que el reino de Asturias, se conviertan en los auténticos herederos de los visigodos y que constituyan los dos grandes bastiones sobre los que se asiente el nuevo edificio de la nación española.
—Un loable objetivo, no cabe duda. Pero ¿estáis seguro que podréis lograrlo, esposo mío?
—Sin duda, Señora. Yo no lo llegaré a ver, porque esto necesita su tiempo, pero nuestros descendientes sí lo verán, no os quepa la menor duda. Por eso convoco este concilio, para poner en orden las cuestiones divinas y humanas de nuestro reino. Es posible, además, que éste sea el último acto oficial que celebremos en Oviedo, pues estoy decidido a trasladar la corte a León este mismo año.
—¿Qué me estáis diciendo, Señor?
Doña Jimena se quedó perpleja ante la noticia que su esposo le acababa de dar. Nunca hubiera imaginado que el rey quisiera abandonar la ciudad de Oviedo. Allí tenían su palacio y sus otras posesiones reales, como el Aula Regia o palacete de verano en el monte Naranco, donde tan felices estancias habían pasado aquellos breves años que llevaban juntos. No entendía el súbito cambio de su esposo.
—Señora, el reino se está expandiendo hacia el sur. Desde Oviedo se me hace muy difícil gobernar todos nuestros territorios. El tiempo que se tarda en atravesar la cordillera y llegar hasta León, o a la inversa, es un tiempo perdido, que no nos lo podemos permitir. Ese tiempo puede resultar precioso para ganar más de una batalla o para llevar a cabo negociaciones ante nuestros enemigos. Es por eso por lo que he decidido que nuestra corte se traslade a esa ciudad al sur de la cordillera Cantábrica. Desde allí mis emisarios y mis órdenes llegarán más de prisa a su destino.
—Entiendo las ventajas que ese traslado reportará a vuestro gobierno, pero pensad que aquí tenéis vuestros palacios y vuestros lugares de ocio y de diversión. ¿Qué haréis allí sin ellos?
—He pensado más de una vez en eso, Señora. Con el traslado a León sé que nos veremos privados del disfrute de estas posesiones, pero el deber está por encima del placer. No obstante, seguiremos viniendo a esta ciudad siempre que mis obligaciones me lo permitan. No será una partida definitiva.
—Eso me tranquiliza, Señor. No sé si me aclimataré a vivir allí.
—Claro que os aclimataréis, Señora. Con el tiempo haremos de León una ciudad digna de ser la capital de nuestro reino.
Tres meses después de esta conversación mantenida con la reina, don Alfonso presidía la celebración del primer concilio de Oviedo. Asistieron a él todos los obispos de la España cristiana, trece condes, muchos abades y demás magnates del reino. En el concilio se trataron en primer lugar los asuntos pertenecientes a la fe cristiana y a la doctrina católica. Se condenó la doctrina herética del adopcionismo y se estableció como única doctrina verdadera la defendida por la Iglesia de Roma y Su Santidad el Papa. Luego se pasó a tratar muchos asuntos concernientes al buen gobierno del reino. Tanto unos como otros fueron aprobados todos con el placet de los asistentes. Poco antes de dar por finalizado el concilio, el rey anunció a todos los próceres allí reunidos su intención de trasladar la corte real a la ciudad de León. Un murmullo de comentarios inundó toda la asamblea. El primero en tomar la palabra fue el obispo de Oviedo.
—Señor, ¿vais a abandonar nuestra ciudad después de tantos años como lleva erigida en cabeza del reino?
—No abandono esta ciudad, que me es muy querida por haber nacido en ella y por haber nacido en ella también mis hijos. Lo que hago es trasladar la corte a León por ocupar un lugar más céntrico dentro del reino. Afincados aquí perdemos mucho tiempo en la toma de nuestras decisiones, tiempo que puede ser crucial para los asuntos del reino en más de una ocasión. Oviedo seguirá ocupando un lugar destacado en mi corazón, por lo que seguiré residiendo aquí largas temporadas.
—Señor, pero León es una ciudad insignificante al lado de Oviedo —argumentó el obispo de dicha ciudad.
—Os equivocáis. León es una ciudad con mucha más solera que Oviedo. Ésta fue fundada por mi antecesor Fruela I en el año 761, mientras que León nació al amparo de la Legio septima Gemina establecida allí por los romanos en el siglo I de nuestra era. Su importancia durante el Imperio romano fue crucial. Luego, con la invasión árabe quedó prácticamente deshabitada hasta que mi padre, el rey Ordoño I, ordenó repoblarla de nuevo. Su ubicación estratégica la convierte en la sede ideal para nuestro gobierno. Trasladaré allí la corte y la convertiré en digna merecedora de tal honor.
—Pero, Señor —insistió el obispo—, Oviedo hace mucho tiempo que es la capital del reino. Aunque sólo sea por eso, creo que debe seguir siéndolo en el futuro. No entiendo por qué quiere privarla de ese honor Vuestra Majestad.
—Oviedo es la capital del reino actualmente y lo ha sido desde hace muchos años, pero no lo ha sido siempre. Recordad que la primera capital de nuestro reino fue Cangas de Onís, lugar más próximo a la batalla de Covadonga. Más tarde el rey Aurelio trasladó la capital a San Martín del Rey Aurelio y su sucesor, Sila, la trasladó a Pravia. Fue mi antecesor Alfonso II el Casto quien trasladó la capital del reino a esta maravillosa ciudad de Oviedo. Cada uno de estos predecesores fijó la capital en la población que más convenía a los intereses del reino. Ahora yo considero que la ciudad más idónea para ocupar el citado honor es León y no voy a dejarme convencer por nadie de lo contrario. Así, pues, este mismo año trasladaré la corte a dicha ciudad.
Un nuevo murmullo se extendió por la sala.
—Señor, en nombre de la mayoría de obispos aquí presentes, creemos que estáis en lo cierto —comentó el arzobispo de Toledo—. Entendemos la postura de nuestro compañero de Oviedo, pero a los que no nos unen lazos afectivos para defender una u otra ciudad como capital del reino, nos parece más lógico y razonable que ésta sea la ciudad de León. Estamos con Vos, Señor, en que ocupa un lugar mucho más estratégico que Oviedo.
—Como asturiano que soy —comenzó diciendo Gundemaro Froilaz—, me gustaría que Oviedo siguiera siendo la capital del reino por siempre jamás. Pero como consejero real que también soy, no puedo estar más de acuerdo con Su Majestad en que esta ciudad se ha quedado excéntrica dentro del actual territorio de nuestro reino. Si queremos avanzar como avanza nuestro reino, no nos queda más remedio que ubicar la corte allí donde sea más operativa. Hoy por hoy ese lugar corresponde a la ciudad de León. Así que, en mi nombre y en el de la mayoría de los consejeros reales, doy mi conformidad a que dicha ciudad pase a ser la nueva capital del reino.
Un murmullo general de aprobación se extendió a lo largo y ancho de la asamblea. El rey ordenó silencio.
—Bien, no se hable más del asunto. Queda zanjada esta cuestión. Este mismo año trasladaré la corte a la ciudad de León. Dicho esto, doy por concluido el concilio. Señores, que Dios les depare suerte.
Acto seguido se disolvió la asamblea y cada uno de los magnates allí reunido partió hacia su lugar de origen. El traslado, en cambio, de la corte a León no llegó a hacerse efectivo.
15
A finales de junio del año 877 el sol brillaba en el cenit en todo su esplendor. Los primeros calores estivales se dejaban sentir con fuerza en la ciudad de Oviedo. El rey había decidido trasladarse a sus posesiones del Naranco para soportar mejor los rigores del verano. Después del almuerzo en compañía de toda su familia, el rey se había retirado a sus aposentos para aliviar el calor mientras se abandonaba en el sopor de la siesta. La reina había ordenado a los infantes que se recogieran también en sus aposentos para no molestar a su padre, pero éstos, en vez de cumplir las órdenes de su madre, se fueron a corretear por el bosque que circundaba el Aula Regia. García y Ordoño, los dos mayores, saltaban y brincaban por entre los árboles y arbustos del bosque. Fruela, que contaba tan sólo con tres años, no podía seguir sus pasos y lloraba desconsoladamente.
—Venid aquí, mi tesoro. ¿Qué os pasa? —le decía Matilde mientras corría hacia él con los brazos abiertos.
—Que García y Ordoño me han dejado solo —gimoteó el niño.
—No os preocupéis. Venid conmigo y dejadlos que corran como corzos salvajes.
—Pero yo quiero ir con ellos —protestó Fruela.
—Vos no podéis seguirlos. ¿No veis que sois mucho más pequeño que ellos? Andad, venid conmigo y os daré una cosa.
—¿Qué me vas a dar?
—Venid y lo veréis.
El niño le dio la mano al aya, que con arrumacos y engaños consiguió llevárselo al palacete. Cuando estaban a punto de cerrar la puerta, vieron acercarse al galope a dos jinetes. Uno de ellos pertenecía a la guardia real que se había quedado en Oviedo. El otro era desconocido. El de la guardia real se dirigió al aya antes de poner pie en tierra.
—¿Dónde está el rey?
—Descansando en sus aposentos.
—Debes avisarlo inmediatamente. Este emisario trae un mensaje urgente de Íñigo Galíndez. No hay tiempo que perder.
Pedro, que había oído el trote de los caballos y luego las voces de Matilde y de los recién llegados, salió a ver qué era lo que ocasionaba tanto estruendo, que estaba a punto de despertar a su señor.
—¿Qué alboroto es éste?
—Estos caballeros que quieren ver al rey inmediatamente —contestó Matilde.
—El rey está descansando y no se le puede molestar en estos momentos —sentenció el ayo.
—Lo siento, pero debo verlo inmediatamente. Llevo dos días cabalgando sin descansar desde que salí de León para entregarle el mensaje de don Íñigo, así que no voy a detenerme ahora por esta nimiedad. Os ordeno que aviséis inmediatamente a Su Majestad o seréis los culpables de mi demora.
—Si tan urgente es, voy a ver qué puedo hacer.
Pedro se retiró hacia el interior del palacete seguido por Matilde y el niño. Entre tanto los dos jinetes descabalgaron de sus monturas. No tardó en regresar Pedro con orden de acompañar al mensajero ante el rey.
—Majestad —el mensajero se postró ante don Alfonso—, el príncipe al-Mundhir ha invadido la ciudad de León. El general don Íñigo me envía para hacéroslo saber.
—¿Cuándo ha ocurrido eso?
—Hace dos días, Señor.
—Bien, ordenad que se preparen todas mis huestes de reserva. Mañana antes del amanecer saldremos para León. Ahora podéis retiraros.
Tres días más tarde don Alfonso hacía su entrada en León al frente de sus mesnadas. Don Íñigo lo estaba esperando con gran impaciencia. Juntos presentaron batalla al invasor en el Bierzo, en el lugar que con el tiempo daría origen a Ponferrada, donde lograron vencerlo no sin ciertas pérdidas por parte de ambos bandos. El príncipe árabe, al ver el gran número de tropas cristianas que se le venía encima, prefirió retirarse a tierras de su padre antes que presentar una gran batalla que no esperaba ganar. Ya se ofrecería una oportunidad mejor para hacerlo.
Las tropas cristianas, al ver que los sarracenos se retiraban, iniciaron una contraofensiva con la que obtuvieron las plazas de Deza y Atienza e hicieron gran número de prisioneros, entre los que se encontraba Hashim ibn Abd al-Aziz, ministro de Muhammad I, lo que vino a enfurecer aún más la ira del emir de Córdoba, que no olvidaría tan fácilmente esta humillación. Por eso al año siguiente preparó un nuevo ataque a León y Astorga para resarcirse de su fracaso anterior y para rescatar a su ministro. El ataque se perpetraría a través de dos grandes ejércitos que se unirían en Astorga para, una vez rendida esta ciudad, dirigirse a León donde rematarían su plan. Uno de estos ejércitos, a las órdenes de al-Mundhir, partiría de la propia Córdoba para ascender a través de Extremadura y el norte de Portugal hasta Astorga. El otro partiría desde el valle del Tajo, concretamente desde Toledo y Guadalajara, al mando de Salid ben Ganim y se dirigiría hacia Astorga, siguiendo en primer lugar el Duero y después por el Esla y el Órbigo hasta llegar a la antigua capital de los astures. Don Alfonso, apercibido de las intenciones del emir, salió al encuentro de este segundo ejército en las llanuras del valle del Duero, concretamente en la confluencia de los ríos Esla y Órbigo. Pretendía causarles una gran derrota allí mismo por sorpresa.
—Señor, ya hemos llegado a Polvoraria. Aquí podremos presentar batalla a las tropas que vienen desde el Tajo. Éste es un buen lugar para ofrecer resistencia.
—Ya lo había pensado, Íñigo. Vamos a hacer que descansen nuestras tropas después de estos tres días de fatigosa marcha. De momento podemos plantar aquí nuestros reales, pero no quiero ninguna sorpresa, así que partirán ahora mismo media docena de exploradores en dirección sur y este, para que sigan los movimientos del ejército invasor.
—Sí, Señor. Se hará como Vos ordenáis.
—Quiero que vayan en abanico, ya que no sabemos por dónde vendrá exactamente. Cuando lo avisten, deben venir a comunicárnoslo inmediatamente.
—Así se hará, Majestad.
—Bien, ahora nos instalaremos en ese bosque tan frondoso que hay ahí para que el enemigo no nos pueda ver hasta que esté encima de nosotros. Les vamos a dar una buena sorpresa.
—A la orden, Señor.
Las huestes de don Alfonso se cobijaron bajo el extenso manto de un bosque de encinas que allí había. Aguardaron sin moverse algo más de una semana, hasta que un día llegó sudoroso uno de los exploradores con la noticia que tanto esperaban.
—Majestad, el ejército sarraceno se acerca por la margen izquierda del Esla.
—Bien, quiero que todo el mundo esté preparado. Cada uno de los generales se hará cargo de su división. Estad atentos por si hubiera que vadear el río. De momento quiero que algún hombre se adelante hasta la confluencia de los dos ríos y que observe qué maniobras adoptan allí los ismaelitas. Es probable que decidan vadear el Esla más arriba de la unión de los dos ríos, por ser más fácil cruzar uno solo que los dos juntos. Así, pues, que alguien vigile sus maniobras y venga a comunicármelas inmediatamente.
—Sí, Señor —le contestó don Íñigo a la vez que comenzó a dar instrucciones para ejecutar lo ordenado por el rey.
Todo el ejército cristiano se puso en pie de guerra dispuesto a atacar a los invasores en cuanto sus superiores se lo ordenaran. Ensillaron los caballos, comprobaron las lanzas, los arcos, las flechas. Unos revisaban los cascos, otros los escudos, aquél la coraza, el otro la cota de mallas, el de más allá las espinilleras. Cada uno trataba de tener a punto su armadura. De ella dependía en gran parte que pudiera seguir o no con vida.
A eso de mediodía se acercó jadeante el vigía al rey.
—Señor, el ejército árabe está cruzando el Esla justo por encima de su unión con el Órbigo.
—Muy bien. Ahora ya sabemos por dónde vienen. Todos a sus puestos preparados para empuñar las armas. A una orden mía, todo el mundo al ataque.
—Sí, Señor —le contestó Íñigo Galíndez, jefe del ejército real.
Los minutos parecían no pasar. Daba la sensación de que se hubiera detenido el tiempo. Las huestes cristianas no se movían de su sitio. Cualquier maniobra en falso hubiera dado al traste con la estratagema de don Alfonso. Ya hacía más de media hora que había llegado el vigía y aún no había señales del ejército enemigo. Unos minutos más tarde se empezaron a ver varias nubes de polvo en dirección sudeste. Poco después se escuchó el ruido del avance del enemigo. Los musulmanes cada vez estaban más cerca. Avanzaban despreocupados, totalmente ajenos al combate que se avecinaba. Cuando ya estaban a la altura del bosque, el rey dio la señal de ataque. Un enorme número de soldados cristianos se abalanzó sobre los desprevenidos sarracenos, a los que acosaron sin tregua. Éstos en pocos minutos se vieron completamente rodeados sin saber qué hacer. Algunos de ellos, superados los primeros instantes de sorpresa, empezaron a reaccionar, pero ya era demasiado tarde. Los cristianos no paraban de causar bajas en sus filas. Los golpes mortales se multiplicaban por todas partes. El calor era cada vez más intenso. El polvo lo envolvía todo. El choque de las armas, los gritos, el dolor, la sangre, la desesperación, la muerte lo llenaban todo. Al cabo de casi cuatro horas de cruenta batalla, más de trece mil cadáveres de sarracenos cubrían los campos de Polvoraria. El ejército cristiano también había sufrido algunas bajas, pero eran sensiblemente inferiores. El triunfo de las huestes de don Alfonso fue incuestionable. Los pocos árabes que quedaron con vida huyeron despavoridos por aquellas llanuras polvorientas. El rey y sus mesnadas iniciaron el regreso a León. La batalla de Polvoraria quedaría grabada en los anales de la Historia como una gran gesta del Afonso III.
Al-Mundhir, por su parte, había conquistado el castillo de Sollanzo y había logrado destruir el monasterio de Sahagún. Después de estas pírricas victorias y alguna que otra escaramuza, fue informado de la derrota de Polvoraria. Al no contar con el refuerzo del ejército de Salid ben Ganim, ordenó la retirada, pero fue interceptado por el ejército de don Alfonso en Valdemora cuando éste regresaba a León. La batalla estuvo más nivelada que la de Polvoraria, pero nuevamente las huestes cristianas se alzaron con la victoria. Al príncipe árabe no le quedó más remedio que regresar derrotado a Córdoba. El imponente ejército cristiano había derrotado al todopoderoso ejército árabe.
Como consecuencia de estas derrotas, Muhammad I se vio obligado a pagar rescate por su ministro y a pedir una tregua al rey de Asturias, que se prolongaría por espacio de tres años. Ambos bandos la necesitaban.
—Majestad, el emir de Córdoba ha recibido una buena lección con esta derrota.
—Desde luego, Gundemaro. Ya era hora que le diéramos un escarmiento. Estoy cansado de tantas intrusiones en nuestro territorio y de que nuestras gentes estén tan asustadas.
—Pero cuando se reponga, Señor, volverá otra vez a las armas. Su afán de conquista de toda la Península no cesa.
—Pues ese afán conquistador del emir choca con el mío de reconquistar toda España para unificarla. Su momento ya ha pasado. Lo perdieron en Covadonga. Ahora es el nuestro y no debemos desperdiciarlo.
—No será nada fácil, Señor.
—Nadie dice que vaya a ser fácil, pero hace más de siglo y medio que iniciamos un camino sin retorno. Día a día nuestro reino se irá expandiendo hasta llegar a expulsar por completo a los sarracenos de nuestro territorio. Nosotros no lo veremos, porque no es una tarea fácil ni que se pueda llevar a cabo de un día para otro. Pero otros vendrán detrás de nosotros que culminarán nuestra obra. Entretanto nosotros avanzaremos hasta donde nos lo permitan nuestras fuerzas.
—¿Y qué pasará con los otros reinos cristianos, Señor?
—Eso me preocupa más. Hoy por hoy ninguno de nosotros tiene primacía sobre los otros. En estos momentos constituye una incógnita muy difícil de despejar. No obstante, el transcurso de la Historia lo dilucidará.
Don Alfonso y su consejero mantenían esta conversación en el despacho real de su palacio de Oviedo. Hacía más de un mes que habían derrotado a los sarracenos en Polvoraria y en Valdemora. Acababan de recibir el importe por el rescate del ministro del emir y la confirmación de la tregua. El rey se sentía satisfecho y muy animado.
—Tengo mis dudas de que sea así, Majestad.
—Yo también las tengo, Gundemaro. Pero, una vez expulsados los árabes de nuestro territorio, tiene que volver a esta tierra la unidad que ya existió en tiempos de los visigodos y, antes que ellos, en tiempos de los romanos. Fue precisamente la invasión árabe la que acabó con esta unidad y la que dio origen a la coexistencia de varios reinos cristianos fuera de la marca árabe. Mi proyecto es volver a unirlo todo en un solo reino.
—Que Dios os oiga, Majestad, y que os ayude a cumplir vuestros deseos.
—Eso espero, querido amigo. Y ahora me gustaría quedarme a solas con mis pensamientos.
—Desde luego, Señor. Os deseo un buen día.
Don Alfonso aprovechó la tregua establecida con Muhammad I para reagrupar sus tropas y acudir en ayuda de Abd al-Rahman ibn Marwan, el Gallego, como premio a su colaboración en la captura del ministro del emir. Junto con las tropas emeritenses, cruzaron el Guadiana y vencieron nuevamente a los sarracenos en el monte Oxifer. Su victoria, aparte de infligir una nueva derrota moral a los árabes, no tuvo tanto un afán expansionista como el objetivo de reunir a todos los mozárabes que estuvieran dispuestos a seguirlo. El reino de Asturias carecía de suficientes hombres y mujeres que quisieran repoblarlo. Cada día se hacía más difícil hallar en todo el reino almas dispuestas a dejar su hogar para repoblar las nuevas tierras reconquistadas. El rey ofrecía grandes ventajas a los pobladores de las nuevas tierras, como la dependencia directa del poder real sin tener que pasar por la dependencia de un señor feudal o las cartas pueblas concedidas a las nuevas poblaciones. A través de ellas el rey concedía la titularidad de las tierras a los nuevos propietarios o los eximía de pagar ciertos tributos. Con ello pretendía fijar población en los nuevos territorios conquistados para que hicieran de frontera ante el islam. A pesar de estas ventajas, ya no quedaba apenas gente en el reino dispuesta a repoblar las tierras conquistadas. Por eso, se hacía necesario repoblarlas con cristianos provenientes del territorio islámico. Y eso fue lo que don Alfonso consiguió con la batalla del monte Oxifer.
16
—¿Me habéis mandado llamar, padre?
—Sí, hijo. Pasa y siéntate.
Fray Dulcidio se sentó en un banco de madera que el padre abad le ofrecía. Había ingresado en la orden benedictina cuando apenas contaba con diez años. Acababa de perder a su madre y era huérfano de padre desde los cinco. Un pariente lejano se hizo cargo de él, pero no podía mantenerlo por sus escasos recursos económicos, así que decidió encomendarlo a la orden benedictina. El niño fue acogido entre los monjes de dicha orden como si de un regalo divino se tratara. Desde el padre abad hasta el último de los hermanos, todos se desvivían por atender al niño. Éste se había convertido en el centro de sus preocupaciones. No sabían cómo agasajarlo y complacerlo.
Dulcidio dio muestras muy pronto de la gran inteligencia con la que estaba dotado. El niño era vivo y despierto, siempre dispuesto a aprender y a asimilar todo cuanto sus maestros le enseñaban. Los monjes no escatimaban esfuerzos por instruirlo en todos los conocimientos que poseían. Poco a poco se introdujo en el estudio de la gramática. Al principio no le terminaba de gustar, pero pronto comenzó a tomarles cierto gusto al estudio y aprendizaje de las declinaciones y conjugaciones latinas. Luego se zambulló de lleno en el estudio e interpretación de los textos latinos, con los que se pasaba horas y horas enfrascado en su análisis y comprensión.
Los monjes tampoco descuidaron su inmersión en los estudios de la aritmética, la geometría, la astronomía y la música, que, junto con los anteriores, formaban todo el conjunto del saber de aquella época. El niño se sentía atraído por todos ellos y si en gramática, retórica y dialéctica descollaba, tampoco iba a la zaga en las otras cuatro ramas del saber. Su inteligencia cada día se despertaba más a medida que crecía en edad. A los quince años ya era un gran experto en latín y griego. Más de una vez ponía en apuros a sus maestros a la hora de interpretar y explicar textos de ambas lenguas. Día a día sus dictámenes eran tenidos más en cuenta por los monjes del monasterio. No tardó en sumergirse también en el estudio de otras lenguas antiguas, como el hebreo, el arameo y otras lenguas árabes, cuyo conocimiento le serviría en el futuro para la interpretación de cientos de textos de la antigüedad. Por eso, a la edad de veinticuatro años ya se había convertido en la autoridad intelectual indiscutida e indiscutible del monasterio, por lo que no tardó en ser nombrado bibliotecario del mismo y director de su scriptorium. Llevaba cuatro años en este cargo cuando fue llamado por el padre abad ante su presencia.
—Vos diréis, padre.
—Hijo, tu fama te precede y ha traspasado los muros de este monasterio. El rey, nuestro señor, ha sabido de tus conocimientos y nos ha ordenado que te presentes ante él sin más demora. De modo que partirás inmediatamente hacia el palacio real, pues no es bueno hacer esperar al soberano.
—Pero, padre, ¿así tan de prisa, sin tiempo para prepararme?
—Exacto, hijo. Deberás partir ahora mismo si no quieres despertar la ira del rey.
—¿Y sabe vuestra reverencia para qué me manda llamar Su Majestad?
—No nos lo han dicho, hijo, pero me imagino que no será para nada malo. Ve con Dios y con mi bendición, hijo mío.
Fray Dulcidio besó la mano del padre abad y se retiró presurosamente para encaminarse sin pérdida de tiempo hacia el palacio del rey. Por el camino su imaginación le hizo pensar en mil maquinaciones, pero ninguna de ellas le daba satisfacción plena. No llegaba a entender el motivo por el que el rey se había fijado en su humilde persona. Él nunca había salido del monasterio de San Vicente, que constituía toda su vida, y, además, no estaba interesado por nada de lo que pudiera ofrecer el mundo y sus vanidades. Para él, además de la vida espiritual consagrada a Dios, no existía ninguna otra vida más que la intelectual, a la cual se dedicaba en cuerpo y alma en el monasterio. Fuera de eso no tenía ninguna otra aspiración ni inquietud, así que estaba dispuesto a renunciar a cualquier propuesta que le hiciera el rey. Para él el mundo se acababa fuera de los muros de su monasterio.
—Majestad, fray Dulcidio espera en la antesala.
—Hazle, pasar, Pedro.
—Sí, Señor.
Pedro se retiró con una gran reverencia para comunicar a fray Dulcidio que el rey lo esperaba. El monje, completamente aturdido por tener que enfrentarse cara a cara con el rey, entró en el despacho real. No estaba acostumbrado a esos honores y no sabía cómo reaccionar ante el soberano. Se acercó a él y se postró de bruces.
—Levántate, fray Dulcidio.
El monje se puso en pie bastante confundido.
—Decidme, Majestad, ¿qué queréis de este humilde servidor de Dios?
—Ha llegado hasta mis oídos la noticia de tus grandes cualidades intelectuales y de tu gran saber.
—Señor, me abrumáis.
—No seas tan humilde, fray Dulcidio. Sé que eres una gran autoridad intelectual dentro del monasterio. Por eso te he mandado llamar. Mira, Dulcidio, tengo en mi mente una gran idea que quiero llevar a cabo a lo largo de mi reinado. Esta idea no es otra que la recopilación de toda la historiografía de nuestro reino. Al frente de dicho proyecto quiero poner a una persona que goce de gran prestigio moral e intelectual. La persona más idónea que he encontrado eres tú, no sólo por tus conocimientos y por tu condición de monje, sino también por tu juventud. Somos más o menos de la misma edad. Eso nos dará muchos años por delante si Dios nos concede una larga vida. Como este proyecto ha de durar mucho tiempo, no hallo en todo mi reino a nadie más idóneo que tú para llevarlo a cabo.
—Me honráis, Señor, con vuestras palabras, pero creo que os equivocáis de persona. Seguro que en vuestro reino sobran personas mucho mejor preparadas que este humilde servidor. Ofrecedle el cargo a cualquiera de ellas y dejadme a mí en mi monasterio.
—Por supuesto que te quedarás en tu monasterio, al menos de momento, pues allí dispones de material suficiente para comenzar a trabajar. Pero no quedas eximido del puesto. No abundan personas como tú en el reino y no puedo dejar de aprovechar tu juventud y tu valía para llevar a cabo mi propósito. Comenzarás a recopilar los datos a partir del rey Wamba y finalizarás la obra con el reinado de mi padre. ¿Alguna objeción?
—Ninguna, Señor.
—Pues ya puedes comenzar hoy mismo, porque hay mucha tarea por delante y no hay tiempo que perder. Cualquier cosa que necesites, no dudes en hacérmelo saber. No escatimaré medios de ninguna clase para que puedas llevar a cabo esta gran obra que te encomiendo. En ella se basará en parte la reconstrucción de nuevo de España y el engrandecimiento de nuestro reino. ¿Entiendes ahora la trascendencia que tiene la tarea que te encomiendo?
—Sí, Majestad. Pondré todo mi empeño en satisfaceros, Señor.
—A partir de ahora nos veremos con mucha frecuencia, pues quiero seguir muy de cerca el avance de la obra. Me harás llegar tus logros para comprobar que se ajustan a la verdad histórica. Quiero que sean lo más fidedignos posible.
—Así lo haré, Señor.
—Bien, puedes retirarte.
Fray Dulcidio dejó el despacho real con una cierta satisfacción no muy bien disimulada. El encargo del rey lo había sorprendido gratamente. Al fin y al cabo le había encomendado un cometido totalmente acorde con sus gustos y su vida. Ahora podía llenar muchas de sus horas con la investigación histórica de los últimos siglos. El trabajo prometía ser apasionante. Tendría que comenzar a reunir todos los datos y consultar todos los archivos históricos que hubiera en la biblioteca del monasterio. También tendría que recopilar datos del archivo de la catedral de Oviedo y lo que encerraran en el palacio real, pero no sería suficiente. Es posible que tuviera que desplazarse hasta la ciudad de Toledo para recopilar los datos concernientes a los últimos reyes visigodos. En Oviedo no estaba seguro de poder hallarlos. El trabajo prometía ser interesante, pero le obligaría a viajar y eso constituía un cierto inconveniente para él que nunca había salido de la ciudad de Oviedo. Tendría que superar ese pequeño problema. El proyecto merecía la pena.
A su regreso al monasterio, fray Dulcidio fue felicitado efusivamente por el padre abad y por el resto de monjes, que le desearon toda suerte de parabienes y de éxito en su nueva empresa. El padre abad puso a su disposición todos los medios de que disponía, entre otros el mejor de los amanuenses del scriptorium. A partir de ese momento, ambos dedicarían la mayor parte de su tiempo y esfuerzo a ejecutar el proyecto del rey. Era un gran honor para el monasterio poder servir directamente a Su Majestad.
—Mañana mismo comenzarás tu trabajo, fray Dulcidio.
—Sí, padre. Lo primero que haré será diseñar un esquema general de la obra. Para ello ya me ha dado algunas ideas Su Majestad el rey. Luego buscaré en la biblioteca todo el material que me pueda servir al efecto. Así sabré con lo que cuento. También tendré que acudir al archivo de la catedral, pues supongo que allí habrá documentos que aquí no tenemos.
—Me parece muy bien, hijo. Consulta todo lo que necesites.
—Así lo haré, padre abad, pero no será suficiente con lo que pueda hallar aquí y en la catedral. Tendré que consultar también el archivo del palacio real y, según lo que encuentre allí, mucho me temo que tendré que viajar a Toledo para consultar los archivos que hay en aquella ciudad.
—¿Tan lejos tendrás que ir?
—Sí, padre. Me temo que sí. El rey me ha encargado que comience la crónica con el reinado de Wamba y sus sucesores y mucho me temo que en Oviedo no haya ningún documento de esos reinados o, si los hay, serán muy escasos.
—No te preocupes, hijo. Irás donde haga falta. No podemos decepcionar al rey.
—Sí, padre. No le quepa la más mínima duda a vuestra reverencia que el rey será completamente complacido.
Dos meses más tarde fray Dulcidio había recopilado todo el material que iba a necesitar para llevar a cabo la magna obra encomendada por el rey. No obstante, como él mismo había presentido, apenas había datos en Oviedo sobre el reinado de los reyes visigodos. No le quedaba más alternativa que acudir a la ciudad de Toledo si quería completar su obra. Allí estaba seguro de encontrar los documentos que le faltaban.
—Padre abad, vengo a solicitar de vuestra reverencia permiso para viajar hasta Toledo. He reunido todos los documentos y archivos que hay en Oviedo para realizar la obra, pero me falta todo lo relativo al reinado de los reyes visigodos. No tengo más alternativa que desplazarme a Toledo para conseguirlos.
—Bien, hijo, si no hay más remedio, irás a Toledo. ¿Y cuándo piensas partir?
—Mañana mismo, padre, si vuestra reverencia me lo permite.
—Bien, quedas autorizado por mi parte. Haz lo que debas hacer, hijo mío, pues estás prestando un gran servicio al rey. ¿Necesitas algo más?
—Tan sólo que me autorice a llevarme al amanuense Afrodisio. Me será de gran ayuda para transcribir esta gran obra.
—Puedes contar con él, hijo mío.
—Gracias, padre. Ahora dadme vuestra bendición.
—Vete con Dios, hijo mío. Que Él y el santo Ángel de la Guarda te guíen por el buen camino.
Fray Dulcidio besó la mano del padre abad en señal de respeto y se retiró a su celda para preparar el largo viaje que estaba a punto de emprender.
17
La imperial Toledo se hallaba ubicada en lo alto de la colina que le da asiento. Como un águila sobre una roca sobresalía en lo más alto el palacio romano. Desde sus almenas se podía contemplar todo lo que circundaba la ciudad en más de seis leguas a la redonda. También se podía ver al pie de la colina el Tajo, majestuoso y profundo, en la hoz que describe a su alrededor. Un centinela observaba desde lo más alto de la torre el lento ascenso de dos exhaustos viajeros que se acercaban con gran esfuerzo a la puerta de entrada. Poco más tarde el centinela que se hallaba en ésta les daba paso después de que se hubieron identificado.
Fray Dulcidio y Afrodisio, que no otros eran los viajeros exhaustos que acababan de llegar a la ciudad, comenzaron a deambular por las intrincadas calles de la que otrora fuera la capital del Imperio visigodo. No tardaron en dar vista a la catedral y junto a ella al palacio arzobispal, sede del Primado de España, como así lo había determinado el rey Leovigildo en los momentos de mayor esplendor del reino visigodo. No obstante, en el momento que nos ocupa su poder había decaído al hallarse la ciudad bajo el sometimiento de los árabes.
Fray Dulcidio y su amanuense se acercaron al palacio arzobispal para comunicar al arzobispo su misión y solicitar de él su permiso para consultar todos los documentos que encerrara el archivo catedralicio. El monje esperaba completar con ellos todo el material que necesitaba para escribir la Crónica de los reyes visigodos que el rey le había encomendado.
El portero del palacio arzobispal hizo pasar a los recién llegados a una dependencia del mismo, que podía funcionar como una especie de sala de espera o de albergue de todos los que llegaban allí con intención de entrevistarse con el arzobispo. Cuando nuestros amigos se pudieron acostumbrar a la oscuridad que reinaba en el recinto, distinguieron en uno de sus rincones a dos hombres que parecían portar también hábito de monjes. Fray Dulcidio quiso interesarse por su presencia allí.
—¿Sois monjes?
—Pues claro que lo somos. ¿No se nota?
—¿De dónde venís si no os molesta decírnoslo?
—Del reino de Navarra. ¿Y se puede saber de dónde venís vosotros?
—Nosotros venimos de Oviedo. Supongo que estaréis esperando a ser recibidos por el arzobispo, ¿no?
—¿A ti que te parece? Llevamos ocho días aquí y tan sólo se acuerdan de nosotros para traernos algún mendrugo de pan de vez en cuando o algún que otro refrigerio.
—¿Tanto tiempo lleváis esperando?
—Y el que nos queda. Cuentan que ha habido alguno que se ha pasado aquí meses antes de ser recibido por el señor arzobispo.
—Pues yo no estoy dispuesto a pasar aquí tanto tiempo.
—Ni tú ni nadie está dispuesto, pero aquí manda quien manda, así que tendrás que esperar todo el tiempo que él quiera.
—¡Vaya panorama! Después del largo viaje que hemos realizado, tener que perder aquí el tiempo de esta manera no puede ser. Tengo que hacer algo para ser recibido por el arzobispo. Mi misión es demasiado importante como para desperdiciar meses enteros.
Los dos monjes navarros se rieron de lo que ellos consideraron simplicidad de fray Dulcidio. No tardaría en cambiar de parecer. El arzobispo de Toledo no acostumbraba a recibir a ningún mensajero sin haberle hecho esperar antes el tiempo prudencial, que casi nunca solía ser inferior a un mes. Pero el monje asturiano no se arredró. Cuando horas más tarde se acercó por allí uno de los sirvientes del arzobispo para entregarles unos mendrugos de pan, fray Dulcidio aprovechó la ocasión para recordarle el objeto de su viaje a Toledo y la importancia de entrevistarse inmediatamente con el prelado. Le mostró las credenciales que llevaba no sólo del abad del monasterio, sino también del propio rey don Alfonso. El sirviente le dijo que haría lo que pudiera, pero que no le prometía nada. Fueron transcurriendo los días hasta que al cabo de una semana un nuevo sirviente con un porte más distinguido que el que les suministraba los refrigerios diarios se personó en el habitáculo.
—¿Fray Dulcidio? —preguntó al abrir la puerta.
—Servidor —contestó el aludido.
—Sígueme, por favor.
Pocos minutos después fray Dulcidio se hallaba en presencia del arzobispo de Toledo. El adusto prelado lo esperaba en su despacho con cara de pocos amigos. Estaba cansado de oír las súplicas del monje benedictino.
—¿Qué se te ofrece, hermano?
—Eminencia —fray Dulcidio se arrodilló ante el arzobispo para besarle el anillo que éste le ofrecía—, vengo desde Oviedo con un encargo de Su Majestad el rey don Alfonso.
—¿Y qué se le ofrece ahora al rey don Alfonso? Lleva muchos años sin acordarse de nosotros. Para ser exactos, desde el Concilio de Oviedo.
El arzobispo no olvidaba aquel concilio en el que había sido derrotado y en el que se había impuesto la doctrina de Roma frente a la que él defendía y predicaba. Aparte, su autoridad y su prestigio habían quedado mermados en favor de la Iglesia de Oviedo, que quería suplantar su autoridad.
—Don Alfonso me ha encargado la redacción de la Crónica de los reyes visigodos. Para llevarla a cabo necesito consultar los archivos diocesanos que tenéis aquí. Éste es el motivo de mi viaje a Toledo y de mi entrevista con su Eminencia. Solicito de vuestra magnanimidad permiso para consultar cuantos documentos haya en el archivo que me puedan ayudar a realizar la obra encomendada.
—¿Y quién te ha dicho que te vaya a conceder ese permiso?
—Nadie, Eminencia. Todos los pasos que estoy dando, incluido éste, son de mi propia iniciativa. Hasta ahora lo único que me han encomendado es escribir la crónica, pero me han dado entera libertad para hacerlo.
—Siendo así, te concederé permiso para que consultes mis archivos, pero no por tu rey, que no se lo merece, sino por el bien de la humanidad.
—Gracias, Eminencia. Le quedaré eternamente agradecido.
Fray Dulcidio volvió a besar respetuosamente el anillo que el obispo le ofrecía.
—Puedes retirarte.
El arzobispo llamó a su sirviente para que acompañara al monje hasta el archivo diocesano. Cuando se aproximaban al antro en donde había permanecido la última semana, fray Dulcidio pidió al sirviente que le permitiera recoger a Afrodisio para que le ayudara en su trabajo.
—Afrodisio, vamos, que el trabajo nos espera.
—¡Vaya! Parece que tienes buenos padrinos —comentó uno de los monjes navarros—. Nosotros llevamos más de dos semanas aquí sin ser recibidos y tú nada más llegar ya has besado el santo. ¿Por qué no nos recomiendas a tu protector?
Fray Dulcidio empujó suavemente a su amanuense para que abandonara el lugar. Luego el sirviente del obispo cerró la puerta tras de sí. Los dos monjes navarros se quedaron boquiabiertos ante la rapidez con la que había sido recibido el monje asturiano por el prelado toledano.
Más de un año permanecieron fray Dulcidio y Afrodisio recopilando datos sobre el reinado de los visigodos desde Wamba hasta don Rodrigo. El monje se quemaba las cejas por escudriñar todos los documentos que albergaba el archivo diocesano, que no eran pocos. Solía dedicar quince o dieciséis horas al día a ese menester. Cualquier pergamino por insignificante que pareciera era minuciosamente examinado y descifrado su contenido. Cuando hallaba algo digno de aprovechar para su trabajo, se lo daba a Afrodisio para que lo copiara. Así un día tras otro y un mes tras otro durante algo más de catorce meses que llevaban encerrados en los archivos catedralicios de la capital imperial. Apenas les quedaba tiempo para comer y descansar. Fray Dulcidio se había propuesto permanecer en Toledo el tiempo imprescindible, pero eran tantos los documentos que allí había para consultar, que a veces pensaba que tendría que pasarse media vida en aquella ciudad.
—¿Has terminado ya con el reinado de Witiza?
—Casi he terminado, maestro. Me falta por copiar estos dos documentos.
—Mira a ver si puedes darte un poco más de prisa, Afrodisio. Deberíamos regresar a Oviedo antes del otoño y sólo faltan dos meses. Si es preciso, abrevia los textos.
—Así lo haré.
—No te olvides que aún nos queda por trasladar todo lo relativo al rey don Rodrigo, aunque sobre éste hay mucha menos documentación por no haber acabado su reinado.
—Si trabajamos una hora más al día, maestro, es posible que podamos irnos en la fecha fijada.
—Bien, si es necesario, lo haremos. Llevamos ya demasiado tiempo aquí y estoy echando en falta el clima de nuestra querida ciudad de Oviedo. Ya estoy cansado de estos rigores, sobre todo estos veranos tan calurosos. Suerte que aquí en el archivo se está bastante fresco.
—Sí, maestro, en eso tenemos mucha suerte. Hace unos días, cuando tuve que salir a buscar los pergaminos que necesitaba para seguir con el trabajo, creí que me asfixiaba. Anduve recorriendo varias calles para encontrarlos sin éxito. Tuve que acercarme hasta la plaza Zocodover para conseguirlos. Nunca en mi vida había pasado tanto calor. Y eso que en la mayor parte de las calles no entra el sol, sobre todo en sus callejones, que si entrara, se derretirían hasta las piedras.
—Precisamente por eso son tan estrechas las calles de Toledo y las casas tan altas. Con ese tipo de construcción consiguen que el sol no penetre en ellas y que se pueda transitar por las mismas sin sentir apenas sus rigores.
—Pues menos mal, porque este calor no hay quien lo aguante.
—Ese tipo de arquitectura es una de las aportaciones de los árabes. Y ahora vamos a dejarnos de charlas inútiles, que tenemos mucho trabajo por delante.
Como había previsto fray Dulcidio, poco después de iniciado el otoño dieron fin al prolijo trabajo de investigación y recopilación que los había llevado a Toledo. Un día de comienzos de octubre pusieron rumbo a Oviedo y comenzaron a desandar el largo camino que los había conducido hasta allí diecisiete meses antes.
18
Ocho años habían trascurrido desde que el rey Alfonso III autorizara la fundación del monasterio de San Fracundo y San Primitivo, cuando un buen día recibió la noticia de que su construcción había finalizado. El rey esperaba con ansiedad aquella nueva. Estaba deseoso de repoblar el territorio de los Campos Godos lo antes posible, ya que su despoblamiento era utilizado a menudo por el enemigo para llevar a cabo sus incursiones y ataques a la parte central y occidental del reino. El abad Alonso en persona había querido personarse ante el rey para darle la grata noticia.
—Majestad —le dijo postrándose a sus pies—, el monasterio que me encargasteis erigir está concluido. Dios nuestro Señor con su bondad nos ha ayudado a llevarlo a buen puerto.
—Me alegro mucho de saberlo, padre Alonso. Dispondré inmediatamente la repoblación de todo aquel territorio que quedará bajo vuestro mando y protección. Los dominios del monasterio se extenderán desde el Duero al sur hasta el nacimiento del Carrión al norte y desde el Cea al poniente hasta el Pisuerga al saliente. Ya hace tiempo que he extendido una cédula en estos términos. Vos regentaréis y administraréis todos sus bienes materiales y espirituales y tendréis a vuestro cargo la jurisdicción sobre sus gentes.
—Señor, no sé si soy digno de este honor.
—Claro que lo sois, padre Alonso. Vos estáis perfectamente capacitado para desempeñar ese cargo. No se hable más. A lo largo de este año se irá repoblando todo ese vasto territorio con gentes de nuestro propio reino y con todos los mozárabes que quieran ir a vivir a ese lugar. Es una tierra fértil y extensa capaz de alimentar a varios miles de almas. Confío en que tengáis éxito, reverendo.
—No os defraudaré, Majestad.
El abad se despidió del rey deseándole toda suerte de dichas y parabienes para regresar nuevamente con los suyos. Ya en el monasterio, comenzó a diseñar el funcionamiento del que a partir de ese momento sería su señorío. En primer lugar, se dedicó a redactar la regla que regiría su comunidad monacal. Esta regla no se apartaría un ápice de las normas dadas por San Benito, su fundador. Lo primero que debía recordar es que él, como abad, estaba haciendo las veces de Cristo en el monasterio y que no debía apartarse nunca de su doctrina. El abad debía enseñar a sus discípulos lo bueno y lo santo más con obras que con palabras. Cargaba sobre sus espaldas una cruz muy pesada, la cruz de Cristo. A la hora de tomar decisiones, debería contar con el parecer de todos los hermanos, pues todos tenían derecho a opinar sobre el asunto. Las virtudes principales de los monjes, además de las buenas obras, serían el silencio, la obediencia y la humildad. Deberían dedicar la mayor parte de las horas del día y de la noche a rezar. Su lema sería: ora et labora. No deberían tener un solo momento de ociosidad, ya que la ociosidad es la madre de todos los vicios. La inobservancia de las reglas sería sancionada con castigos severísimos. Las más graves podrían llegar a la excomunión. Cada cual debería recibir lo necesario. Los monjes deberían ser parcos en el comer y el beber. Siempre prestos y dispuestos para el trabajo y la oración. Amables con los ancianos, enfermos y niños. Finalmente, no negarían hospedaje a todo el que lo demandara. Recibirían a los huéspedes con caridad y humildad.
En segundo lugar, debía ocuparse del territorio y de sus habitantes. De momento, al lado del monasterio debería seguir en aumento el núcleo de población que ya existía. Habría que acondicionar nuevas calles y plazas para que poco a poco se asentaran los nuevos colonos que llegarían a repoblarla. Ya soñaba con una gran villa expandida alrededor del monasterio. También habría que fijar más población en los núcleos ya existentes. No eran muchos, pero había que aprovecharlos. De momento, el coto se extendería alrededor del monasterio dos leguas de norte a sur y más de una legua de este a oeste. Aquí se ubicarían los edificios destinados a la administración del monasterio, además del horno, el molino, la fragua, la carpintería y demás oficios que se establecieran en el futuro. Dentro del coto, pero fuera de los solares destinados a las viviendas y demás edificios, se cultivarían toda clase de hortalizas, verduras y frutas necesarias para el sustento de los monjes y la población residente en el mismo. Más allá de estos límites se aprovecharían los pastos y bosques para la cría de ganado, que suministrarían a la población leche y carne, así como madera para la construcción y leña para quemar y calentarse. El río, a su vez, los proveería del pescado suficiente para cubrir sus necesidades.
Hacía algo más de un mes que el padre abad había regresado de su entrevista con el rey en Oviedo. Impartía órdenes entre los monjes para que se ocuparan de la fértil huerta que rodeaba el monasterio. Había que cuidar las diversas verduras, legumbres y hortalizas que crecían vigorosamente en aquel precioso rincón de la extensa vega. Los monjes se esmeraban en el cuidado de aquellos cultivos que les servirían de alimento en su frugal mesa.
—Padre abad, ha llegado un grupo de colonos al monasterio.
—Muy bien. Hazles pasar al atrio, fray Amador. Termino con esto y voy para allá.
—De acuerdo, padre, así lo haré.
Poco después el abad dom Alonso se acercaba al grupo de colonos recién llegado. Eran los primeros que recibía después de su entrevista con el rey.
—¡Bienvenidos, hermanos, a este humilde monasterio! Vamos a intentar acomodaros lo mejor posible. Mientras no seáis autosuficientes, procuraremos daros todo lo que necesitéis. Luego deberéis manteneros por vosotros mismos. ¿Estáis de acuerdo?
El grupo permaneció callado.
—¿No hay nadie que responda?
—Estamos de acuerdo —se atrevió a balbucear un hombre joven y fuerte.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el abad.
—Zacarías —contestó el aludido.
—Bien, Zacarías, ¿cuántos sois?
—No sé muy bien, pero un centenar más o menos.
El abad pidió que los contara y le dijera el número exacto de los recién llegados.
—Somos ciento catorce entre hombres, mujeres y niños.
—Bien, os instalaréis en la hospedería del monasterio todos los que quepáis. El resto os distribuiréis por las casas del poblado. ¿Hay alguno entre vosotros que tenga el oficio de cantero?
Media docena de hombres levantaron la mano.
—Muy bien, vosotros os encargaréis de construir viviendas suficientes para todos los que acabáis de llegar. Os ayudarán una docena de hombres para acarrear los materiales y haceros la masa que necesitéis para construir. Los demás comenzarán a trabajar la tierra mañana mismo. Antes de un año quiero que seáis autosuficientes. Los que lo consigáis seréis dueños del terreno que hayáis cultivado.
Un murmullo de agradecimiento se elevó del grupo allí reunido.
—En el futuro trabajaréis el trozo de tierra que os hayáis ganado para vuestro sustento y, además, realizaréis trabajos colectivos en el resto de tierras para el monasterio. Trabajaréis en el campo hombres, mujeres y los adolescentes a partir de catorce años. Los menores se cuidarán de atender los ganados en el bosque y la dehesa. Ahora esperad aquí que os darán algo de comer y os asignarán vuestros aposentos.
El abad ordenó al hermano cocinero que les ofreciera un pequeño refrigerio. Después fray Amador se encargaría de distribuirlos en la hospedería del monasterio y por las casas del poblado. El padre abad, por su parte, pidió a los canteros que lo acompañaran para indicarles dónde debían comenzar a edificar y cómo se debían distribuir las nuevas viviendas a lo largo y ancho del poblado. Durante los meses siguientes fueron llegando nuevos colonos procedentes del reino de Asturias y del al-Ándalus. Todos tuvieron cabida en el monasterio recién creado y en los pequeños núcleos de población que había diseminados por el vasto territorio de los Campos Godos. Los nuevos colonos contraían una serie de cargas y obligaciones con el monasterio. Debían trabajar un determinado número de días al año exclusivamente para él. También tenían que contribuir con productos de su propio predio, los diezmos, productos elaborados, como las cargas de leña que estaban obligados a proporcionar cada año al monasterio, leche, pan, piezas de caza, pescado, prestar herramientas, aperos, yuntas de bueyes o caballerías para la labranza y un sinfín de productos y servicios que sangraban la paupérrima economía de aquellas pobres gentes. A cambio de todo esto recibían el amparo y la protección del monasterio. Así se iban repoblando las nuevas tierras reconquistadas y se tejía el entramado social de las mismas, que desembocó en el nacimiento de los grandes señoríos medievales.
19
Una templada mañana de mayo el rey paseaba por los jardines de su palacio en compañía del obispo de Oviedo, monseñor Hermenegildo, y del abad del monasterio de San Vicente, dom Ponce. Repasaban los proyectos de arquitectura eclesiástica que el rey había puesto en marcha para engrandecer la Iglesia de Oviedo. Ya había llevado a cabo varios proyectos civiles para asegurar y embellecer la ciudad, como la ampliación de sus barrios y el reforzamiento de sus murallas. Mandó construir la Foncalada para orgullo de sus habitantes, así como otras mejoras para hacer más grata la vida en aquella ciudad que seguía siendo su residencia habitual, a pesar de haber trasladado la mayor parte de su corte y sus huestes a León por hallarse situada ésta en un punto más estratégico dentro del reino.
Oviedo, además de la catedral, ya poseía varias iglesias y monasterios, por lo que ahora los proyectos del rey se centraban en otras zonas de la provincia. Quería crear un conjunto de edificios reales con una capilla palatina en el valle de Boides. Aquél sería su nuevo lugar de ocio que compartiría con el que ya poseía en el Naranco. También deseaba construir una iglesia al lado del Trubia, que dedicaría a los mártires Adriano y Natalia. La última construcción eclesiástica que tenía intención de llevar a cabo en Asturias era una iglesia dentro del castillo de Gozón, fortaleza que estaba erigiendo junto al litoral para defenderse de los ataques normandos que llegaban por el mar.
—¿Qué opináis de mis proyectos, señores?
—Me parecen estupendos, Majestad —respondió monseñor—. La Iglesia debe sentirse reforzada al mismo tiempo que el poder real. Ambos constituyen los dos bastiones sobre los que debe apoyarse la reconquista y construcción del reino. Uno complementa al otro. Así, pues, no debéis abandonar, Majestad, los recursos destinados al sostenimiento material y espiritual de la misma.
—¿Os parecen pocos los que le estoy destinando, no sólo en la ciudad de Oviedo y en su provincia, sino también en el resto de las tierras reconquistadas? He fundado o ayudado a fundar varias iglesias y monasterios a lo largo y ancho del reino, como los de Coimbra, Mondoñedo y Sahagún. Uno de los que más me llena de orgullo es la nueva basílica de Santiago de Compostela. No hace mucho he accedido a llevar a cabo su construcción a petición del obispo de Iria-Santiago, monseñor Sisnando. Ya se lo había prometido a su predecesor, pero el pobre Ataúlfo abandonó este mundo sin que pudiera ver puesta la primera piedra. Nuestras obligaciones no nos permitieron complacer sus deseos.
—Lo sé, Majestad, y es muy loable todo lo que estáis haciendo, pero no debéis desfallecer en vuestro intento. No olvidéis lo que os acabo de decir.
—Y no lo olvido, monseñor. Toda mi estrategia para consolidar las nuevas tierras conquistadas al imperio cordobés se basa en el asentamiento de las gentes en ellas. Este asentamiento se consolida fundamentalmente con la fundación de monasterios e iglesias. Alrededor de ellas el pueblo llano se siente más unido y cohesionado. Cuando se reúnen en su recinto para orar y dar culto a Dios, esas gentes sencillas se sienten más próximas unas a las otras. Al mismo tiempo se sienten más protegidas al amparo de los clérigos, que con su sabiduría y su piedad les ayudan a salir de las tinieblas en que se hallan inmersas.
—Tenéis toda la razón, Majestad. Si no fuera por la labor de la Iglesia, las gentes se descarriarían como el rebaño que anda sin pastor. Por eso jamás debéis olvidaros de apoyar nuestra labor de evangelización y de guía de la sociedad.
—Podéis estar tranquilo, monseñor. Y cambiando de tema, me gustaría fundar también una gran biblioteca en el propio palacio real. Ya hace tiempo que he comenzado a recopilar la crónica de nuestro reino y la de los últimos reyes visigodos. Pero quisiera profundizar aún más en el saber. Por eso me gustaría comenzar de inmediato esta obra.
El rey y sus egregios acompañantes tomaron asiento en un banco que había a la sombra de un centenario castaño. Aunque la temperatura era bastante suave, el sol comenzaba ya a dejar sentir sus efectos.
—Es una idea digna de Vos, Señor. El proyecto me parece fantástico.
—Os agradezco vuestra opinión, monseñor, pero, ¿qué opináis vos, dom Ponce?
—Majestad, opino lo mismo que monseñor. Me parece una idea fantástica, que, además de enriqueceros intelectualmente a Vos, servirá para transmitir estos conocimientos a la posteridad.
—Estáis en lo cierto, reverendo. Mi propósito no es sólo la satisfacción personal, sino la difusión de estos conocimientos a los siglos venideros. Mi proyecto, como ya sabéis, es el de la unificación de toda España. Es un proyecto arduo y lento que yo no veré acabado por supuesto, pero es un proyecto que se quedaría mutilado si no nos ocupamos también del saber y de la recopilación de los hechos históricos más importantes acaecidos en el reino.
Negros nubarrones comenzaron a tapar el sol y una suave brisa se dejaba sentir bajo el castaño en el que se habían cobijado. El rey y sus ilustres acompañantes abandonaron el lugar para recogerse en el interior del palacio. No tardaron en hallarse cómodamente sentados en el despacho real.
—Ya hace tiempo que he mandado adecuar una gran sala del ala oeste del palacio para albergar la futura biblioteca. Las obras están muy avanzadas. Tan sólo falta por instalar parte del mobiliario. Puedo afirmar que en estos momentos ya se podría inaugurar. Pero me falta lo más importante, la persona que la ha de dirigir. He repasado muchos nombres y he tenido más de una propuesta. Entre todos los nombres propuestos, alguno de ellos podría desempeñar ese cargo con más o menos acierto, pero ninguno me satisface plenamente. Tan sólo hay una persona que encuentro idónea para desempeñarlo. Y esa persona no es otra que fray Dulcidio.
—Pero, Señor, fray Dulcidio es insustituible en el monasterio.
—Lo sé, dom Ponce, pero su lugar a partir de ahora estará en palacio.
—Señor, al menos le pido que pueda pernoctar en el monasterio y que pueda dedicar alguna hora del día a nuestra biblioteca y nuestro scriptorium.
—Lo siento, reverendo. Tendrá que dedicar todo su tiempo a mi empresa. Cuando lo elegí para escribir la Crónica, ya le dije que me gustaría seguir muy de cerca su trabajo. No encuentro otra forma de hacerlo más que ésta, con él a mi lado. Así que a partir de hoy mismo dispondréis lo necesario para que se traslade a palacio. Al principio podrá retornar al monasterio cada día para pernoctar. Luego ya veremos, pues su dedicación a la magna obra que me he propuesto ha de ser exclusiva. Aquí dispondrá de todo lo necesario para realizar su labor. No escatimaré medios materiales ni humanos. Pero quiero que su trabajo avance y que pronto se puedan ver los frutos cosechados.
—Se hará como Vos disponéis, Majestad. Hoy mismo ordenaré que comience su traslado a palacio, aunque siento muy de veras desprenderme de él. Es como si me arrancaran mi propio corazón. Fray Dulcidio es para mí algo más que un monje y que un bibliotecario. Para mí es como un hijo. Lo recogimos cuando todavía era un niño. Lo criamos y educamos con amor y esmero. Nos ha obsequiado con su bondad y su saber. Es como el alma del monasterio. No sé qué vamos a hacer ahora sin él, pero hágase vuestra voluntad, Señor.
—Así se hará. No obstante, padre, os prometo que podréis venir a verlo cuando queráis y que él también podrá visitaros siempre que lo desee. No será una separación definitiva.
—No sé cómo agradecéroslo, Majestad —el abad le hizo una gran reverencia al rey.
Antes de despedirse del obispo y del abad, el rey los honró con la visita a lo que iba a ser la biblioteca real del palacio, una gran sala de más de trescientos metros cuadrados, distribuidos en forma de L en el ala occidental del edificio. La mayor parte de sus paredes estaban llenas de estantes y anaqueles donde se archivarían ordenadamente los manuscritos y pergaminos. El resto de las paredes se estaba acondicionando para el mismo menester. El espacio restante se había ocupado con numerosas mesas y pupitres que servirían para el estudio de los eruditos y para los amanuenses que constituirían el scriptorium real. Los dos ilustres visitantes felicitaron al rey por su nuevo proyecto y le desearon toda suerte de éxitos en la nueva empresa que acometía.
Una semana más tarde fray Dulcidio y su amanuense Afrodisio ya se hallaban inmersos en su trabajo en tan espacioso habitáculo. Ambos se sentían insignificantes en aquel grandioso lugar semivacío. La mayor parte de sus estanterías y anaqueles permanecían desocupados. Fray Dulcidio soñaba con poder llegar a verlos llenos algún día de legajos, pergaminos y manuscritos, conseguidos muchos de ellos gracias a su incansable labor. El monje trabajaba sobre un documento legado por el rey Wamba cuando hizo acto de presencia don Alfonso en la biblioteca. Era la primera visita que recibían del monarca desde que se habían instalado allí. Fray Dulcidio, al verlo llegar, corrió hacia él para postrarse a sus pies. El rey le pidió que se levantara y que regresara a su trabajo.
—¿En qué estás trabajando, fray Dulcidio?
—En un documento del rey Wamba, Señor.
—Me parece muy bien. ¿Cómo va vuestro trabajo?
—Bien, Señor. Ya hemos escrito aproximadamente un tercio del reinado de Wamba. El trabajo es lento, Señor. Son muchos los documentos y archivos que hay que consultar. Además, gran parte de ellos no están claros y otros parecen contradecirse, lo que hace más dificultosa su interpretación.
—Ya sabes que por encima de todo quiero la verdad histórica. Procura desechar las falsas interpretaciones en todo momento. Ante la duda, es preferible que omitas el dato a cometer un error.
—Lo tengo muy presente, Señor.
En aquel momento se acercó a ellos el ayo Pedro.
—Señor, Abd al-Rahman ibn Marwan os espera en la sala de invitados.
—Gracias, Pedro. Dile que voy enseguida. —Luego se dirigió al monje—. Bien, Dulcidio, espero que te halles cómodo en esta espaciosa biblioteca. Ahora está vacía, pero no tardaremos en dotarla de fondos. Está a tu entera disposición. Todo cuanto necesites no dudes en pedírmelo. Quiero que se convierta en un gran depósito del saber dentro de mi reino. Ahora me retiro para dejaros trabajar.
—Gracias, Majestad. Procuraré no defraudaros.
Fray Dulcidio se arrodilló ante el rey mientras éste se alejaba hacia su despacho. El Gallego esperaba a ser recibido por don Alfonso. Había urdido un plan para atacar al emir de Córdoba y estaba deseoso de comunicárselo a su amigo y protector. Poco después se hallaba ante el rey.
—Majestad, podemos atacar a Muhammad I a través de Extremadura.
—Pero hemos acordado una tregua de tres años y aún no se ha cumplido el plazo.
—Mejor, así lo cogemos por sorpresa. Ésa es la clave de mi plan.
—No me parece bien faltar a mi palabra, pero dime en qué has pensado, Abd al-Rahman.
—Iremos hasta Ávila y una vez allí nos desplazaremos hacia el oeste siguiendo el Tajo, de esta manera confundiremos al emir. Una vez en tierras de Extremadura, nos dirigiremos hacia el sur y, después de cruzar el Guadiana, nos introduciremos por Sierra Morena hacia Córdoba. De esta manera podremos cogerlos por sorpresa, pues no contarán con nuestra presencia en aquellas montañas.
—El plan no me parece mal del todo. Tendré que estudiarlo más detenidamente. Ya te diré algo.
—Bien, Majestad, si decidís ponerlo en práctica, me tenéis a vuestra entera disposición.
Al cabo de unos días, don Alfonso partía hacia León con una pequeña parte de sus huestes. Allí se les uniría el grueso de su ejército que seguiría los pasos que había marcado Abd al-Rahman unos días antes. La hazaña terminó con la batalla del monte Oxifer.
20
Una calurosa mañana del mes de julio el abad dom Alonso repasaba los libros de cuentas del monasterio ayudado por el mayordomo, fray Amador. A pesar de que hacía tan sólo tres años que había sido inaugurado, las mejoras y el engrandecimiento del monasterio de San Facundo y San Primitivo cada día eran mayores. El número de monjes había aumentado hasta la veintena. Los postulantes cada día eran más. Ya alcanzaban una treintena y cada vez eran más los hijos de los colonos que preferían encerrarse en los muros de la abadía antes que dedicarse al pastoreo de los animales o a las labores del campo. Los ingresos económicos del cenobio crecían de día en día. Los excedentes de todo tipo de productos iban en aumento. Su venta proporcionaba pingües beneficios a la comunidad, como podía comprobar el abad a través de los libros. Parte de esas riquezas las había destinado a ampliar y embellecer la iglesia y el atrio del propio monasterio a través de bellas esculturas y otras obras de arte. También había querido destinar una parte de esos ingresos a fundar una biblioteca que ayudaría a formar a los nuevos monjes. El padre abad estaba orgulloso de su obra. Apenas habían transcurrido once años desde que pisara aquella tierra y el monasterio por él fundado ya comenzaba a cobrar fama en todo el reino de Asturias.
—Fray Amador, ¿me puedes aclarar este apunte de aquí? No lo entiendo muy bien —el abad señalaba una línea del libro de cuentas.
—Sí, padre abad. Ese asiento corresponde a la venta de quinientos quesos de oveja el trimestre pasado.
—¿Tantos?
—Bueno, el trimestre anterior se vendieron cien más, después de haber proveído completamente nuestra despensa.
—Veo que nuestros ingresos van bien. En esta otra línea me parece que hay algo anotado sobre corderos.
—A ver, padre, permítame vuestra reverencia que le eche una ojeada —fray Amador acercó hacia sí el libro—. Ah, sí. Este asiento corresponde a la venta de cuatrocientos corderos.
—¡Vaya, no está mal! —comentó el abad.
—No, padre, no está nada mal. Las ventas van en aumento. Tanto los productos agrícolas como los ganaderos y sus derivados cada día son mayores. No nos podemos quejar. Los años vienen bien y los colonos cumplen con lo acordado.
—Me parece muy bien, hijo. Que Dios nuestro Señor nos siga proveyendo como hasta ahora y nos dé fuerzas para continuar con nuestra obra. Pero ¿qué alboroto es ése que se oye por ahí fuera?
Un gran tumulto comenzó a oírse fuera de los muros del cenobio. El padre abad y el mayordomo se asomaron a una ventana para ver de qué se trataba. Sus ojos no daban crédito. Por todas partes se veía correr a gentes desesperadas. Mayores y niños gritaban sin saber qué hacer. Unos venían de las tierras de labor con la cara desencajada. Otros entraban en sus casas con grandes voces y gritos. Los de más allá salían de ellas de la misma manera. Aquéllos corrían desesperadamente campo a través. Muchos otros se acercaron a la puerta principal del monasterio suplicando que los dejaran entrar en él. El caos reinaba por todas partes.
—Pero ¿qué es esto, fray Amador?
—No lo sé, padre abad.
—Parece como si todo el mundo se hubiera vuelto loco. Vete a la puerta de entrada a averiguar qué pasa. ¡Señor, es como si todos hubieran perdido de repente la razón!
—Padre abad, no hace falta ir a ver qué pasa. Mire vuestra reverencia allá a lo lejos, hacia Calzada del Coto, en dirección a León. ¿No ve qué polvareda viene por allí?
—Tienes razón, fray Amador. Ahora la veo. Aquello no puede ser nada bueno. Debe de tratarse de un ataque de los agarenos.
—Mucho me temo que esté en lo cierto, padre.
En aquel mismo momento llamaron a la puerta. Era el hermano portero. Entró en la celda del padre abad muy agitado.
—Padre abad, nos atacan lo sarracenos. Ya están en Calzada del Coto. No tardarán en llegar aquí. ¿Qué hacemos, padre? Nos matarán a todos.
—¡Santo Dios! ¡Pensar que abandonamos Córdoba para evitar sus persecuciones y ahora vamos a sufrir su ira en estas nuevas tierras! Hágase la voluntad del Señor.
—Sí, padre, pero mientras tanto, ¿qué hacemos? —volvió a suplicar el hermano portero.
—Una sola cosa, rezar —le contestó el padre abad—. Reúne a todos los hermanos en la iglesia. Nos encontraremos allí en breves momentos.
Tal como había ordenado el abad, al cabo de unos minutos todos los monjes se hallaban reunidos en el interior de la iglesia del monasterio. Se encerraron en ella y comenzaron a elevar cantos y plegarias al Señor. Era la mejor arma que podían utilizar contra los atacantes.
Mientras tanto, el grupo de sarracenos, comandado por al-Mundhir, ya estaba a punto de cruzar el Cea. Habían intentado atacar la propia ciudad de León, pero la presencia de las tropas de don Alfonso les hizo desistir de su propósito. Llegaron allí después de una larga correría por tierras de Aragón, La Rioja y Castilla. Ahora, humillados por las tropas reales del rey de Asturias, regresaban a su tierra llenos de odio y de ira. A su paso arrasaban todo lo que encontraban. No dejaban en pie ni moradas ni cosechas. Todo se lo llevaban por delante.
—¿Ves ese monasterio ahí delante rodeado de unas cuantas casas? —dijo al-Mundhir a su lugarteniente, el general Hasim, cuando acababan de cruzar el río—. No quiero que quede nada en pie.
—A la orden, Alteza.
—¡Quemad todas las casas y las cosechas!
—Sí, Alteza.
—Después atacaremos el monasterio. ¡Que no quede una sola piedra de él en pie!
Los musulmanes imbuidos por la ira de su señor arrasaron todo cuanto encontraron a su paso. No tardó en quedar todo convertido en polvo y cenizas. Casas, cosechas, ganados, aperos, utensilios. Los pobres infelices que no tuvieron donde cobijarse fueron pasados a cuchillo y otros murieron carbonizados entre las llamas. Una vez acabado con todo esto, se ensañaron con el monasterio del que derribaron parte de sus muros y prendieron fuego a puertas y ventanas. Algunos de los atacantes pudieron penetrar en su interior y llevar a cabo muchos destrozos. Pero su solidez resistió a los intentos de destrucción de los árabes, que tuvieron que abandonarlo por miedo a que les dieran alcance las tropas de don Alfonso. Los monjes y gentes que se habían refugiado en él salieron ilesos del ataque.
—Alteza, vámonos ya. Las tropas cristianas pueden haber salido en nuestra persecución y darnos alcance —imploró el lugarteniente de los sarracenos a al-Mundhir.
—De aquí no se va nadie hasta haber convertido en cenizas este monasterio. Que no quede una sola piedra en pie.
—Pero, Alteza, os pido que entréis en razón. Qué más os da arrasarlo o no. Es mucho más importante que nos salvemos todos nosotros.
—No quiero que quede ni uno solo de sus moradores con vida.
—Alteza, os ruego que no seáis tan contumaz. Mirad un poco por el bien de vuestros vasallos. ¿Qué pasaría si ahora se nos echara encima el ejército de los cristianos? Sin darnos cuenta acabarían con nosotros. Por el bien de todos vuestros incondicionales aquí presentes, marchémonos ahora que estamos a tiempo.
El príncipe cedió al fin ante los ruegos de su sensato lugarteniente el general Hasim. Poco después partían hacia el sur camino de su reino, pero el espectáculo de desolación que dejaban atrás era inconmensurable. Excepto el monasterio, todo lo demás había sido pasto de las llamas. No se veían más que ruinas y despojos por doquier. Por cualquier parte que se extendiera la vista sólo se veían escombros y cenizas. Lo que unas horas antes había sido un auténtico paraíso, ahora era un infierno. Los frutos del campo habían sido todos quemados o destruidos. Las moradas de los colonos, arrasadas por el fuego. La mayor parte de los animales, aniquilados o llevados como botín. Allí tan sólo reinaba el caos y la desolación.
Poco a poco los que se habían refugiado en la abadía la fueron abandonando. Al salir al exterior de sus muros y contemplar aquel dantesco panorama, no podían reprimir su abatimiento. Todo eran llantos, gritos, lamentos, desesperación.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —gritaban unos.
—¿Qué será de nosotros? —se lamentaban otros.
—Con nuestras cosechas arrasadas nos vamos a morir de hambre —sentenciaban los más.
—¿Qué pecado hemos cometido para que nos castiguen de esta manera? —profería alguien.
Entretanto, los monjes y el propio padre abad salieron al exterior del monasterio para contemplar el desastre que habían ocasionado los malvados infieles en sus posesiones. Al verlo se quedaron atónitos. No esperaban que los daños pudieran llegar a tanto. En una rápida valoración, el padre abad junto con el prior y el ecónomo se percataron de la magnitud de la catástrofe. Se había perdido el ciento por ciento de la cosecha y todas las casas de los colonos. Los rebaños habían sido diezmados. El propio monasterio había sufrido graves daños, aunque se podría salvar en su conjunto con una fuerte inversión. Todo por lo que habían luchado durante aquellos once años se había venido abajo en un abrir y cerrar de ojos. La única solución que les quedaba era volver a empezar. El padre abad, ante la desolación de los monjes y de los colonos supervivientes, se vio obligado a dirigirles unas palabras.
—Ya he visto y he valorado el daño tan terrible que nos han causado los infieles. Lo hemos perdido prácticamente todo. Tan sólo nos queda lo que hay almacenado en nuestras despensas y graneros. Tendremos que racionarlo para que haya para todos y para la nueva siembra. Estoy seguro que lo conseguiremos con la gracia de Dios. También estoy seguro que el Señor nos ha puesto a prueba y que la superaremos. Todos juntos saldremos adelante, hijos míos.
—Y cuando se acaben las provisiones del monasterio, ¿qué comeremos? —gritó uno.
—¿Con qué trabajaremos la tierra si nos lo han quemado todo? —añadió otro.
—¿Cómo podremos acarrear los materiales para construir nuestras casas si no tenemos medios? —porfió un tercero.
—Dios proveerá, hijos míos. Tened fe en Dios y Él os protegerá.
—Con la fe sola no comeremos —se atrevió a decir alguien.
—Hijo mío, no peques contra Dios, pues te castigará. Recordad todos cómo Cristo nuestro Señor multiplicó los panes y los peces para satisfacer las necesidades de la multitud que lo seguía. Tened fe en Él y Él os ayudará. Y ahora vamos a entrar todos a la iglesia para celebrar un acto de desagravio al Señor. Luego ya dispondremos algo.
Los meses siguientes estuvieron llenos de privaciones y de dolor por parte de todos, monjes y colonos. El abad dispuso que algunos de los monjes más jóvenes, acompañados por una docena de postulantes y varios hombres del poblado, recorrieran las comarcas vecinas para recolectar alimentos con los que complementar las reservas del monasterio. Los más habilidosos para la caza y la pesca se dedicarían a estas actividades para suministrar carne y pescado fresco a la comunidad. Entre los que quedaban, unos acarrearían los materiales para la reconstrucción de las viviendas. Otros las repararían. El resto labraría y prepararía la tierra para sembrarla cuando llegara el momento. Todos trabajarían codo con codo para superar la difícil situación en que los había dejado el ataque de al-Mundhir. Entre todos lograrían rehacer lo destruido. Y así fue como ocurrió. Al cabo de un año el monasterio y sus colonos habían logrado retornar a una relativa normalidad. Se había reconstruido parte de las viviendas. Habían labrado y sembrado parte de las sernas dedicadas al cultivo. Los rebaños habían vuelto a crecer. Los alimentos ya no escaseaban. Hasta se había restaurado parte de los desperfectos sufridos por el monasterio, aunque los más graves tendrían que esperar la ayuda que les había prometido el rey don Alfonso. Pero el esplendor que había tenido el monasterio no se había vuelto a recuperar. Pasarían años para que ocurriera esto. No obstante, el abad dom Alonso después de todo se sentía satisfecho de sus monjes y de sus colonos. Entre todos habían logrado superar con honor aquella terrible prueba.
21
Un año después de la razzia de al-Mundhir por los reinos cristianos, el rey don Alfonso envió al presbítero toledano Dulcidio a Córdoba para que negociara una segunda paz con el emir Muhammad I. Ambos necesitaban una tregua para poner orden y sosiego dentro de sus reinos.
Don Alfonso aprovechó la tregua para repoblar sus fronteras. Ordenó a su primo Diego Rodríguez Porcelos que repoblara la parte oriental de su reino, las tierras de Castilla. Don Diego había heredado el condado de Castilla a la muerte de su padre, acaecida once años antes en el otoño del año 873. Fue el primer caso de herencia condal en el reino de Asturias, tal vez como premio a la decisiva intervención del conde don Rodrigo en la recuperación de la Corona para don Alfonso.
Una fría mañana de marzo don Diego había salido a pasear con su caballo por los alrededores del castillo de Amaya. Lucía el sol, pero un sol mortecino, cuyos rayos no tenían todavía la energía suficiente para templar el ambiente. La leve brisa que soplaba hacía aún más desagradable el paseo. Don Diego tiró con fuerza de la brida de la montura y la obligó a dar media vuelta resuelto a regresar cuanto antes al castillo. Cuando entraba por sus puertas, uno de sus criados le salió al encuentro.
—Don Diego, ha llegado un emisario real.
—¿Y a qué ha venido?
—No lo sé, señor. Espera ser recibido por su excelencia.
—Bien, que pase a mi despacho.
El conde dejó la montura en manos del criado para dirigirse a la torre del homenaje. No tardó en presentarse ante él el mensajero del rey.
—¿Da permiso su excelencia?
—Adelante.
El mensajero hizo una reverencia al conde.
—Dime, ¿qué quiere ahora don Alfonso?
—Señor, el rey quiere que vuecencia siga repoblando estas tierras. Me encarga que le haga saber su gran interés en fundar una fortaleza más al sur de Amaya. Al lado de esa fortaleza se levantará un nuevo caserío para albergar a los arrendatarios y colonos que deben repoblar esa nueva tierra. Deja a su elección el lugar adecuado.
—De acuerdo. Puedes decirle a Su Majestad que sus deseos serán cumplidos.
El conde se quedó solo en su despacho ensimismado en sus pensamientos y algo confundido. —¿Dónde puedo levantar esa fortaleza?—, pensó. Por más vueltas que le daba a la cabeza, no podía encontrar el lugar idóneo. Todos los que se le ocurrían adolecían de algún inconveniente. Unos por ser excesivamente abiertos. Otros por alejarse demasiado del centro del condado. Al final, decidió pedir ayuda a su consejero y mejor amigo. Hizo sonar una campanilla.
—¿Desea algo, señor?
—Sí, que venga Roque.
Poco después el consejero se hallaba ante él.
—¿Me has mandado llamar?
—Sí, Roque. Siéntate, por favor.
El consejero tomó asiento frente a él.
—El rey quiere que construya una fortaleza más al sur de ésta. Le estoy dando vueltas al asunto y no acabo de encontrar el lugar más idóneo. ¿Dónde la ubicarías tú?
El consejero le mencionó varios de los lugares en los que ya había pensado el conde. Éste se los rechazó uno por uno. Después de muchas propuestas desestimadas, Roque le propuso construir la fortaleza en la confluencia de los ríos Pico y Vena.
—Pues tienes razón. No había pensado en ese lugar. Mañana mismo iremos a visitarlo para ver si reúne los requisitos.
—Podemos ir, pero te aseguro que sí los reúne. Hay una pequeña colina entre los dos ríos en la que puedes levantar la fortaleza. Conozco bastante bien aquella zona.
—Pues no se hable más. La construiremos allí.
Don Diego a lo largo de aquellos años ya había repoblado algunas poblaciones conquistadas a los árabes e incluso fundado otras, como Villadiego. Ahora iba a dar un paso mucho más importante, la fundación de la ciudad de Burgos a la que trasladaría la capital del condado. Con el nuevo avance de las fronteras, ya no era necesario mantener la capital del condado en Amaya, encerrada entre las montañas. Había que trasladar la capital a una zona más abierta, para lo cual erigió una fortaleza en el cerro de San Miguel desde donde se podía apreciar la confluencia de los ríos Pico y Vena. Poco después se asentaría en su base un burgo que sería el origen de la nueva capital.
Los logros más importantes del conde fueron el afianzamiento de la frontera en el valle del Ebro, la restauración de la sede episcopal de Oca y la línea fronteriza del Arlanzón. Por todo ello y por su incansable lucha contra los infieles, el rey había depositado en él su entera confianza. Ante su buena estrella, don Diego cada día se fue creciendo más hasta el punto de soñar con poder ceñir algún día en su frente la corona del Castilla.
—¿No ha llegado ningún emisario del conde Hermenegildo?
—No, señor.
—Dile a Roque que se prepare para salir a montar a caballo.
—Sí, señor, ahora mismo se lo digo.
Poco después los dos jinetes cabalgaban a orillas del río Arlanzón. Era una espléndida mañana del mes de junio.
—Te echo una carrera, Roque. A ver quién llega antes a aquella curva del río que se divisa allá en lontananza.
—De acuerdo, cuando quieras.
Los dos jinetes espolearon sus cabalgaduras y éstas partieron como el rayo hacia el punto señalado. Cuando llegaron a la meta, los caballos resoplaban y arrojaban espumarajos de su boca.
—He ganado —comentaba jubiloso don Diego.
—Porque mi caballo tropezó unos metros más atrás —se justificaba Roque.
—Excusas. Lo que pasa que mi caballo corre más que el tuyo.
—No siempre. Más de una vez he llegado yo el primero.
Los dos amigos bromeaban con el resultado de la carrera. Luego, el conde invitó a su consejero a descansar un rato bajo la sombra de unos sauces. El calor comenzaba a molestar.
—Roque, estoy esperando noticias de Hermenegildo. Ya hace días que debería haberlas recibido, pero no sé por qué se está retrasando. Quizás haya surgido algún problema.
—Puede que sí. Diego, me parece que te estás metiendo en un buen lío. ¿No sé por qué te has prestado a participar en esto?
—Porque ya estoy harto de estar bajo las órdenes de mi primo el rey don Alfonso. Tengo tanto derecho como él, por no decir más, a ser el rey de esta tierra que hemos ido ganando mi padre y yo con gran esfuerzo y mucho riesgo por nuestra parte. Me molesta seguir pagándole tributos. Lo que hay en el condado de Castilla es mío y no tengo por qué compartirlo con nadie.
—Me parece justo lo que pides, pero el riesgo es muy alto. Si algún día fueras descubierto, no habrá nadie que pueda salvarte.
—Lo sé, Roque. Pero si nos unimos Hermenegildo en Galicia, Sarracino en León y yo en Castilla, Alfonso lo va a tener muy difícil para vencernos a los tres. La operación puede tener éxito. Ahora lo que hace falta es que lleguen esas noticias de Galicia.
Los dos amigos conversaban despreocupadamente a la orilla del río. De pronto se oyó el galopar de un caballo. No tardó en llegar hasta ellos uno de los criados del conde.
—Don Diego, ha llegado al castillo un escuadrón del rey. Vienen a deteneros. Yo he podido escapar por la puerta de servicio para venir a avisaros. Tienen a todos los habitantes del castillo retenidos y no dejan salir a nadie. Os están buscando, señor.
El conde se quedó atónito. Era lo último que esperaba oír.
—No perdamos tiempo. Huyamos a toda prisa.
—¿Hacia dónde, señor?
—Hacia el norte, hacia las montañas.
Los tres jinetes pusieron rumbo a las montañas. Espolearon las cabalgaduras para alejarse lo antes posible de aquel lugar donde corrían demasiado peligro, pero no lo hicieron con tanta celeridad como hubieran deseado. Detrás del criado del conde habían partido también una docena de soldados del rey. Lo vieron ausentarse por la puerta de servicio y lo siguieron a cierta distancia sin que él se diera cuenta de su presencia. Cuando descubrieron que el conde y sus dos acompañantes partían a galope, salieron en pos de ellos. Al cabo de varias horas de fatigosa persecución, dieron alcance a los fugitivos en Cornudilla donde los apresaron. El conde don Diego fue ejecutado allí mismo y sus descendientes perdieron el privilegio de heredar el condado de Castilla. A partir de entonces éste se dividiría entre varias familias condales.
******
Después de algo más de dos meses de primavera, en Oviedo apenas se notaban sus efectos. El sol lucía pálidamente de cuando en cuando a través de los escasos claros que se abrían entre los negros nubarrones preñados de humedad. Los chubascos eran casi continuos. La temperatura era más bien baja para la época. Don Alfonso se hallaba en su despacho reunido con sus dos consejeros preferidos, don Hermenegildo Gutiérrez y don Gundemaro Galíndez. Media docena de gruesos troncos de roble y encina chisporroteaban en la chimenea y ayudaban a caldear el ambiente de la dependencia. Discutían sobre los temas de estado que más urgencia requerían.
Un año antes había fallecido Pedro, el ayo del rey. Don Alfonso sintió de veras su pérdida, pues Pedro lo había acompañado toda su vida y le había sido siempre fiel. Su sustitución iba a resultar muy difícil. Después de sopesar muchos nombres para ocupar su puesto de mayordomo, el rey decidió nombrar para el mismo a don Hermenegildo Gutiérrez, conde de Tuy y Oporto, casado con Ermesinda Gatónez, nieta de Ramiro I y prima del rey. Con su nombramiento, el puesto de mayordomo iba a sufrir un profundo cambio, pues, además de mayordomo, desempeñaría también la función de consejero real. Sus funciones de mayordomo serían más bien honoríficas, ya que las tareas propias del cargo pasaría a desempeñarlas el ayuda de cámara del rey.
—Majestad, ha llegado un correo de León. Dice que es urgente.
—Hazlo pasar, Aurelio.
El correo hizo una reverencia al rey mientras éste le indicaba que hablara.
—Señor, el conde Hermenegildo Pérez y el conde Sarracino Gatónez se han declarado en rebeldía. Han reunido sendos ejércitos, uno en Galicia y otro en el Bierzo, dispuestos a atacar a las huestes reales.
—¿Estás seguro de lo que dices? ¡Mira que son acusaciones muy serias!
—Sí, Señor. Se han constatado las noticias. Además, se sospecha que el conde Diego Rodríguez también está con ellos.
—¿Que Diego se ha desplazado hasta Galicia para rebelarse contra mí? No me lo puedo creer.
—No, Majestad. No es exactamente así. El conde Diego Rodríguez no ha abandonado Castilla. Lo que se sospecha, con un altísimo porcentaje de certeza, es que está de acuerdo con la rebelión de los otros dos y que está dispuesto a levantarse también contra Vuestra Majestad para convertir a Castilla en reino independiente.
—¿Cómo puedes lanzar una acusación tan grave sobre mi primo sin pruebas evidentes?
—Majestad, hay una prueba irrefutable.
—¿Qué prueba, dime? Que si no es cierto, te arrancaré la lengua por difundir una acusación tan grave.
—Señor, lo siento, pero en León permanece prisionero el mensajero que el conde don Hermenegildo Pérez había enviado al conde don Diego para notificarle el alzamiento de sus tropas contra Vuestra Majestad.
—¿Es cierto lo que dices?
—Sí, Majestad. Que me caiga ahora mismo aquí muerto si miento.
—Puedes retirarte.
El mensajero abandonó el despacho del rey bastante confundido. No estaba del todo seguro de salir ileso del palacio real. Observó que don Alfonso había montado en cólera, sobre todo cuando le comunicó la posible participación de su primo en la rebelión. Entretanto el rey seguía perplejo y lleno de ira en su despacho.
—¡No me lo puedo creer! —murmuraba mientras recorría el despacho a grandes zancadas—. Mi primo Diego y mi primo Sarracino confabulados en una rebelión contra mí. ¿Cómo pueden haber llegado a esos extremos cuando siempre he procurado favorecerlos por encima de los demás? ¿Así me lo pagan? Pues no se van a salir con la suya. Hay que actuar con rapidez, pues la demora les puede dar ventaja. Debemos anticiparnos a ellos y cogerlos por sorpresa. Hoy mismo partimos para León. ¿Estáis de acuerdo?
—Sí, Majestad —contestaron los dos consejeros.
—Pues pongámonos en marcha.
Dos días más tarde don Alfonso entraba en la ciudad de León para hacerse cargo de sus tropas. Inmediatamente ordenó que partieran dos ejércitos para sofocar las rebeliones, uno se dirigiría a Galicia y el otro al Bierzo. Por otra parte, ordenó a un batallón que se desplazara a Burgos para detener al conde don Diego. Había que cortar de raíz los conatos de rebelión, de lo contrario su reino corría grave peligro. Las órdenes fueron precisas. Todo el que se opusiera sería pasado a fuego y los cabecillas serían ejecutados sin ningún tipo de consideración.
—¿Vuestro primo don Diego también, Señor? —se atrevió a preguntar el comandante del batallón que tenía que ir en su búsqueda.
—He dicho que todos.
El rey había hablado con el mensajero detenido que debía haber llevado la noticia al conde don Diego. Éste le confirmó al rey la veracidad de los hechos. Don Diego debía levantarse contra su rey en cuanto recibiera la noticia. Por eso era de suponer que lo estaría esperando con impaciencia. La estrategia era provocar tres focos de insurrección para que alguno de ellos pudiera triunfar. Cuando el rey comprendió el alcance de la trama, su cólera llegó a su punto álgido. Por eso no dudó en ordenar la ejecución de los máximos responsables. Había que cortar de raíz la rebelión.
Las tropas de Sarracino fueron derrotadas por las tropas reales en el castillo de Sarracín después de una dura resistencia por parte de los rebeldes. El conde Sarracino Gatónez, al ver llegar las tropas de don Alfonso, se atrincheró en el interior de su fortaleza, el castillo de Sarracín construido por su padre el conde Gatón, que estaba ubicado en lo más alto de las montañas que separan León de Galicia. En su interior el rebelde se hizo fuerte y resistió el ataque de las tropas reales durante quince extenuantes días, al final de los cuales fue derrotado por las tropas de don Alfonso. De acuerdo con las órdenes recibidas, el conde fue ejecutado en el acto junto con los que se resistieron a su detención. El resto fueron hechos prisioneros.
Por su parte, las tropas enviadas a sofocar la rebelión del conde don Hermenegildo Pérez se dirigieron hacia Coímbra donde éste se había hecho fuerte. Alfonso III había enviado a esta ciudad al conde don Hermenegildo para que la repoblara. Una vez repoblada y asentada su población, el conde empezó a concebir la posibilidad de levantarse contra su propio rey. Soñó con hacerse dueño de toda la parte occidental del reino de Asturias, desde el Cantábrico hasta el Mondego. Para ello no dudó en establecer alianzas con otros condes del reino. Así fue como se puso en contacto con el conde Sarracino en el Bierzo y con el conde Diego en Castilla. Los tres juntos y al unísono podían presentar batalla al poderoso rey don Alfonso. Lo tenía todo bien tramado, pero el plan no le salió como él se había imaginado. Don Diego fue aniquilado sin haber podido tan siquiera presentar batalla. Don Sarracino también fue vencido y ejecutado a pesar de su fuerte resistencia en su castillo del Bierzo. Y ahora él se veía cercado por las tropas reales que no le daban tregua. Resistió durante un mes protegido por las murallas de su castillo, pero al final también fue derrotado por las tropas de don Alfonso. Fue ejecutado al instante al igual que sus más acérrimos seguidores. Con su derrota y ejecución el rey dio por finalizado uno de los períodos más amargos de su reinado.
22
Tras la muerte del emir Muhammad I de Córdoba, el reino de Asturias gozó de un largo período de paz que el rey aprovechó para afianzar sus fronteras y fijar población en sus dominios. Para ello creó nuevos monasterios o ayudó a reforzar y consolidar los ya existentes. Alfonso III el Magno, como ya se le apodaba por aquella época, aprovechó también aquel momento de paz para dar un nuevo impulso a la cultura. Así, además de los monasterios, erigió nuevas iglesias y se preocupó por afianzar el estudio de las artes y de las ciencias. Su biblioteca real se hallaba repleta de numerosos manuscritos y pergaminos, en los que se recopilaba una buena parte del saber de la época. Entre ellos se encontraban La Crónica Albeldense y La Crónica profética. Asimismo, su propia crónica, la que se conocería como Crónica de Alfonso III, ya formaba varios volúmenes. También se interesó por otras parcelas, como el arte de la joyería, al que no escatimó recursos económicos.
—¿Cómo va esa crónica, Dulcidio?
Fray Dulcidio se sobresaltó. Estaba tan ensimismado en su trabajo, que no se percató de la presencia del rey hasta que le formuló la pregunta a modo de saludo. El monje trabajaba quince y dieciséis horas diarias en la biblioteca real. La mayor parte del tiempo lo dedicaba a la recopilación de datos para la redacción de la Crónica de Alfonso III, aunque no descuidaba otros trabajos y dedicaciones, como la instrucción de los propios hijos del monarca.
—Muy bien, Majestad, aunque el avance es muy lento. Son muchos los documentos que tengo que consultar antes de constatar cualquier nuevo hecho.
—Eso es lo que quiero, fray Dulcidio. La crónica no debe contener ningún hecho apócrifo. Por encima de todo me interesa que revele la verdad histórica.
—Descuide, Majestad. Por mi parte pondré los cinco sentidos para que así sea.
—Lo sé, Dulcidio. Confío plenamente en ti y en tu rectitud, no de otro modo desempeñarías este cargo. A todo esto, ¿en qué momento histórico te hallas ahora?
—Estoy a punto de terminar el reinado de don Rodrigo. Ya lo llevo bastante avanzado, pero aún no he llegado a la batalla de Guadalete. No obstante, creo que antes de un mes habré terminado su reinado.
—Tómate el tiempo que necesites. Yo nunca te presionaré para que termines la obra en una fecha determinada. Prefiero el trabajo bien hecho antes que las prisas y los errores que conllevan.
—Sí, Majestad.
Don Alfonso echó una ojeada al pergamino que caligrafiaba Afrodisio. Después de leer su contenido y admirar la letra visigótica con que lo adornaba, elogió el hermoso trabajo realizado. Realmente constituía una bella obra de arte de la que estaba muy orgulloso.
—Fray Dulcidio, ¿qué me dices de la educación de mis hijos?
El rey había encomendado una buena parte de la educación de sus hijos al docto monje. Le había encomendado la magna obra por el prestigio intelectual que tenía no sólo en Asturias, sino en todo su reino. Por lo que no iba a desaprovechar sus conocimientos para que instruyera a sus propios hijos. Uno por uno habían ido pasando por su escuela. Él fue quien les enseñó a leer y a escribir. De él aprendieron las artes liberales. Con él se sumergieron en el arduo estudio de las declinaciones y conjugaciones. Con él bucearon hasta lo más profundo de la aritmética y de la geometría. Gracias a él gozaron de la belleza de la retórica y de la dialéctica y llegaron a disfrutar de la música y de la poesía. Él les enseñó a descubrir el maravilloso mundo del saber.
—Van muy bien, Señor. Gonzalo y Ramiro son muy despiertos y Sancha ya comienza a deletrear.
—Espero que sigan los pasos de los mayores.
—No se preocupe, Señor. Estoy seguro de que los seguirán.
—Yo también estoy seguro de ello.
Los dos mayores ya hacía años que habían dejado las enseñanzas de fray Dulcidio. El mayor para ir a León en representación del propio rey. Don Ordoño había sido enviado a completar su formación en Zaragoza, con la familia Banu Qasi, dadas las excelentes relaciones que ésta mantenía con la familia real asturiana por el enlace matrimonial de Oneca, hermana de doña Jimena, con Musa ibn Fortún. Fruela era el último que había abandonado las lecciones de fray Dulcidio. Ahora sólo quedaban los más pequeños, que seguirían los pasos de sus hermanos.
—Don Gonzalo muestra indicios de tener vocación religiosa. Deberíais tenerlo presente, Señor.
—Lo tendré presente, fray Dulcidio, aunque no entraba en mis planes que un miembro de mi familia pudiera dedicarse a la vida clerical.
—Son los designios del Señor, Majestad.
—El tiempo dirá. El niño es aún muy pequeño para saber lo que quiere. Si en el futuro persiste en su idea, no lo contradiremos. Y ahora continúa con tu trabajo. No quiero entretenerte más.
—Sí, Señor.
Fray Dulcidio hizo una reverencia a don Alfonso en señal de despedida. El rey lo dejó solo para que volviera a enfrascarse en su trabajo. Entretanto echaría una ojeada a la biblioteca para valorar su mejora que se notaba de día en día. La mayor parte de sus estantes ya estaban llenos de manuscritos, que procedían en buena parte de adquisiciones hechas por el propio monarca. También iban en aumento los de cosecha propia, pero éstos lógicamente constituían una mínima parte de los volúmenes allí albergados. El rey se sentía satisfecho de su gran obra cultural.
Poco después los reyes almorzaban tranquilamente en la intimidad de su palacio.
—Señora, ¿tenéis alguna noticia de nuestro hijo Ordoño?
—No, Señor. Hace ya más de quince días que no hemos recibido noticias de él. Los correos entre nuestros reinos son muy lentos y las noticias se dilatan en el tiempo.
—Deberíamos mejorar ese sistema de comunicación, pero hay muy poca gente dispuesta a realizar ese oficio.
—Pues deberíais estimularlo, Señor.
—No es mala idea, Señora, pero son muy pocos los que están dispuestos a correr los enormes riesgos que conlleva el puesto. Son muchos días de viaje llenos todos ellos de percances y peligros. No son pocos los correos que han dejado la vida en el ejercicio de su misión. Unos la han perdido por llevar noticias comprometedoras. Otros la han malogrado a manos de simples salteadores de caminos. Los hay que lo han hecho por accidentes inevitables en el viaje, como caer del caballo porque éste se ha espantado, despeñarse por un precipicio, ahogarse al atravesar un río. Mil y un incidentes que pueden acabar con la integridad física del interesado. No es fácil encontrar hombres dispuestos a llevar correos.
—¿Y no se podría mejorar el sistema?
—Lo dudo mucho, Señora. Esta mañana he visitado la biblioteca. Las mejoras en ella se aprecian a simple vista. Ya casi no quedan estantes libres. Si seguimos así, pronto habrá que ampliar sus instalaciones. También he estado examinando los avances de la crónica. Van despacio, pero van por el buen camino. Estoy plenamente satisfecho de ella.
—Me alegro, Señor.
—Por cierto, me ha dicho fray Dulcidio que nuestro hijo Gonzalo quiere dedicarse a la vida religiosa. ¿Qué opináis, Señora?
—Ya conocía sus inclinaciones desde hace algún tiempo. Creo que no debemos poner ningún obstáculo a su vocación.
—¿Y Vos estáis conforme en que se haga religioso?
—Si es su deseo y la voluntad del Señor, que así sea.
—Bien, respetaremos su voluntad, pero en estos momentos me parece que es muy prematuro darlo por hecho. Es todavía un niño y con los años puede cambiar de parecer.
—Si cambia de parecer se lo respetaremos, pero hoy por hoy está totalmente decidido a seguir esa vida. Así que será mejor dejarlo que prosiga el camino que ha elegido.
El almuerzo de los esposos reales continuó en completa armonía. Los dos eran creyentes y respetuosos con el orden establecido. Así que no pensaban influir en la decisión que parecía haber tomado ya uno de sus hijos, que era la de ingresar en la vida religiosa. Si persistía en esa idea, no tardarían en internarlo en el monasterio de San Vicente. Allí podría seguir su vocación y no estaría lejos de ellos. Era el monasterio donde se había formado fray Dulcidio, que era una de las personas más doctas del reino, así que en él recibiría una buena formación. Pero los reyes no contaban con la opinión de su hijo, que no mucho más adelante decidió formarse en la escuela episcopal. No tenía intenciones de encerrarse en los muros de un monasterio, sino dedicarse a la clerecía secular. Le atraía el mundo de la Iglesia y de los ritos sagrados. Cuando asistía a los actos religiosos, se quedaba cautivado por los ornamentos del obispo y de toda su curia al igual que por las ceremonias que realizaban. Le fascinaba verlos en lo alto del altar. El obispo con su mitra, su báculo y su larga capa magna, rodeado por toda su curia revestida a su vez con sus capas pluviales verdes, blancas, doradas, bordadas con numerosas filigranas de oro. Se quedaba embelesado contemplando todos aquellos adornos, el brillo del oro y de las piedras preciosas de los vasos sagrados, las genuflexiones del obispo y de los sacerdotes, el vaivén del incensario, la consagración del pan y del vino, los cánticos religiosos en loor de Dios, de la Virgen y de los santos. Todo lo deslumbraba. Aquellas ceremonias le parecían de ensueño. Prefería la serenidad de los actos religiosos y del culto divino al fragor de las batallas. Por eso decidió que aquélla y no otra sería su vida.
23
Hacía más de tres años que don Ordoño había regresado de Zaragoza, después de haber completado su formación en aquella ciudad bajo el auspicio de los Banu Qasi. Don García seguía en la ciudad de León en representación de su padre. Don Fruela no había abandonado Oviedo, donde aprendía al lado de su padre muchos de los entresijos del poder. Don Gonzalo, por su parte, llevaba ya casi un par de años en la escuela episcopal donde preparaba la carrera eclesiástica.
Don Alfonso se hallaba sentado al lado de la chimenea de su despacho un frío y desapacible día del mes de febrero. Frente a él se encontraba su consejero y mayordomo don Hermenegildo Gutiérrez. Ambos repasaban las obras arquitectónicas que había en marcha o las recién acabadas. El consejero informaba al rey del estado actual de las mismas. Debatían sobre las actuaciones más urgentes que era necesario acometer. El rey en líneas generales se sentía satisfecho del avance de los edificios, pero le parecía que alguno de ellos se demoraba demasiado. Los había en los que ni siquiera se habían comenzado las obras de restauración, como era el caso del monasterio de San Facundo y San Primitivo en los Campos Godos.
—Acabo de inaugurar hace unos días con la reina, mi esposa, la abadía de San Adriano de Tuñón. Es una magnífica obra. Estoy enormemente satisfecho de la misma. Es un claro ejemplo del quehacer responsable y constante. Debería servir de ejemplo para todas las demás, pero no es así. Ahí tenemos el caso de la basílica de Santiago de Compostela, que hace más de una docena de años que ordené construirla y todavía está a medio hacer. Es uno de los edificios más emblemáticos de mi reino y me temo que no podré verlo terminado antes de mi muerte. Sus obras se me hacen eternas.
—Majestad, el obispo Sisnando se queja de la falta de medios económicos. Dice que muchas de las partidas destinadas para la construcción de este templo no llegan allí.
—¿Cómo que no llegan?
—No lo sé, Majestad. Sólo me hago eco de las quejas del obispo.
—Pues habrá que investigar qué es lo que pasa con el dinero que se destina a su construcción. No podemos permitir que se pierda por el camino. Y el castillo de Gozón, ¿cómo va?
—El castillo de Gozón está casi terminado, Majestad. Su iglesia va un poco más retrasada, pero yo creo que en poco más de un año puede estar concluida.
—Me parece muy bien. Ya sabéis que en este castillo quiero ubicar un taller de orfebrería. No debéis descuidar su rápida puesta en marcha.
—Desde luego, Señor.
El rey pidió al ayuda de cámara que atizara más el fuego, pues el frío iba en aumento. El día permanecía completamente gris mientras las nubes dejaban escapar una cortina de aguanieve. Don Alfonso se acercó a la ventana. «Tenemos un día bastante frío», susurró para sí mismo. «Puede que al final esta lluvia se convierta en nieve y termine por cuajar». Luego, volvió a ocupar su asiento al lado de la chimenea.
—Para terminar, me gustaría saber cómo están las obras del complejo del valle de Boides. Ya sabéis que tengo gran interés en que se termine cuanto antes. No hace mucho le he hecho donación del monasterio de San Román de Hornija con todas sus posesiones.
—Las obras están bastante avanzadas, Señor. Creo que en un par de años puede estar acabado.
—Os hago responsable de ello, Hermenegildo. Tenemos que aprovechar estos momentos de paz con los árabes para avanzar en la organización y reconstrucción de nuestro reino. Si no lo conseguimos ahora, no lo conseguiremos nunca. La muerte de Muhammad I nos ha dado todos estos años de tregua y sería un crimen por nuestra parte desaprovecharlos. La reconquista de España y el engrandecimiento de nuestro reino no pueden desfallecer.
—Estoy totalmente de acuerdo con Vos, Majestad.
—Muy bien. Pues el tema queda zanjado, pero ahora quería comentaros otro que me parece que nos atañe a ambos.
—Vos diréis, Señor.
—Ha llegado a mis oídos el rumor de que mi hijo Ordoño y vuestra hija… Elvira se llama, ¿no?
—Sí, Señor. Mi hija se llama Elvira.
—Bien, tengo entendido que pretenden casarse. ¿No es así?
—Bueno, Señor. La verdad es que hace tiempo que se ven y salen juntos. Creo que desde poco después de que Ordoño regresara de Zaragoza. Parece ser que las relaciones van en serio y que estarían dispuestos a casarse si no hay nada que lo obstaculice.
—Bien, bien, bien —musitó el rey casi para sí mientras daba un pequeño paseo por su despacho —. ¿Y para cuándo sería la boda?
—Si Vuestra Majestad lo permite, para dentro de un año poco más o menos.
—¡Un año! —exclamó don Alfonso—. Y yo me acabo de enterar. Vamos, me enteré ayer que me lo dijo la reina. —El rey proseguía con su paseo por la estancia—. Estos hijos nos van haciendo viejos sin darnos cuenta. Parece que fue ayer cuando vinieron a este mundo y los mayores ya están en edad de casarse. ¡Cómo se pasa el tiempo! Bien, ¿y vos que decís?
—Majestad —el conde hizo una reverencia al rey—, si Vos dais vuestro consentimiento, yo no tengo nada que objetar. Vos sois quien debéis decidir.
El rey llamó a su ayuda de cámara para ordenarle que les sirviera unas copas. Luego, levantando la suya en la mano, brindó por el nuevo matrimonio.
—Con esta copa de vino de los Campos Góticos brindo por el enlace de nuestros hijos, a los que les deseo larga vida y felicidad. ¡Que Dios los bendiga y nos den muchos nietos! Alzad vuestra copa conmigo y brindad.
El conde don Hermenegildo alzó su copa y brindó con el rey no exento de emoción y rebosante de felicidad. Su hija acababa de ascender al más alto honor al que podía aspirar, casarse con un príncipe y convertirse en princesa. Casi no podía creer en su buena fortuna. Tal vez su hija algún día podría llegar a ser reina de aquel vasto reino que estaba fraguando el rey don Alfonso. Nunca lo hubiera soñado.
—Y bien, ¿qué decís, que parece que os habéis quedado mudo?
—Majestad, ¿qué puedo decir? No tengo palabras para agradecéroslo.
—Ya me lo habéis agradecido sobradamente con vuestros servicios. Ahora sólo queda hacer los preparativos para la boda y fijar la fecha, que no será antes de un año.
—Como Vos ordenéis, Majestad.
—Y ahora que nos vamos a convertir en consuegros, supongo que podré gozar mucho más aún de vuestra total y absoluta confianza, ¿no?
—Señor, ¿acaso lo dudáis? —el conde se inclinó ante el rey—. Siempre os he sido fiel, Majestad, y lo seguiría siendo aunque nuestros hijos no se unieran en matrimonio. Mi lealtad, Señor, está por encima de todo.
—Lo sé, amigo mío. Por eso os elegí para este cargo.
El rey y su consejero continuaron su charla en el despacho real, donde los dejaremos que sigan celebrando el próximo enlace de sus hijos.
Quince meses más tarde se celebró con toda pompa en la catedral de Oviedo, presidido por el obispo de la ciudad, el enlace real de don Ordoño y doña Elvira. Los reyes, don Alfonso y doña Jimena, revivieron su propio enlace, celebrado en el mismo lugar veintitrés años antes. Por dos años no coincidió la efemérides con sus veinticinco años de casados, pero los monarcas lo celebraron con igual pasión y alegría que si hubiera coincidido. Después de la ceremonia religiosa, a la que asistieron muchos magnates del propio reino y de otros reinos cristianos y que se celebró con toda la pompa que requería el acontecimiento, los invitados fueron agasajados con un espléndido banquete en el palacio real. Las viandas y licores llenaron las mesas y la música esparcía sus acordes entre los comensales.
—Me hubiera gustado haber podido contar en esta fecha inolvidable con el complejo del valle de Boides, Hermenegildo, para que pudieran ir allí a disfrutar sus primeros días de casados.
—También a mí me hubiera gustado, Majestad, pero no ha podido ser. Las obras se han retrasado más de lo esperado, aunque tampoco hubieran estado finalizadas para esta fecha si no hubieran sufrido ningún retraso.
—¿Cuándo creéis que se finalizarán?
—De aquí a un año aproximadamente, Señor.
—Espero que esta vez no os equivoquéis.
—Así lo espero, Majestad.
Los criados servían los postres mientras la música se dejaba sentir cada vez más fuerte, como si invitara a los asistentes a abandonar las mesas para lanzarse a la pista de baile.
—¿No os animáis a bailar, Hemenegildo?
—No, Majestad. Mis piernas ya no me lo permiten. Os lo dejo para Vos.
—¿No me digáis que ya padecéis de gota?
—No, Señor, de gota aún no, pero me duelen las rodillas con frecuencia. Debería cuidarme un poco más.
—Eso deberíamos hacer todos, pero llegan banquetes como el de hoy que no te puedes resistir. Luego vienen las consecuencias.
Los novios ya habían salido a la pista para hacer el baile de honor. Poco después los siguieron otras parejas. El rey quiso hacer gala de su buen estado físico, por lo que invitó a un baile a la reina para celebrar la boda de su hijo y conmemorar al mismo tiempo sus casi veinticinco años de matrimonio. Después de la actuación, la pareja real fue largamente ovacionada por todos los presentes mientras regresaba a la mesa presidencial. La fiesta continuó hasta el anochecer y la ceremonia se prolongó durante varios días, al cabo de los cuales los novios se desplazaron hasta Tuy, donde el conde don Hermenegildo tenía un palacio en el que pensaban pasar su primera temporada de casados.
24
El complejo residencial del valle de Boides se hallaba en medio de un paraíso natural. En él crecían bosques de castaños y pinares. Por aquí y por allá se divisaban matas de robles, abedules, álamos, avellanos, arces, piornos. De cuando en cuando surgía algún que otro olmo, saúco, fresno o laurel. Las distintas tonalidades de verde se extendían por todas partes, pues a toda esta vegetación había que añadir las praderas, los helechos, los espinos albares, las madreselvas y un sinfín de hierbas y plantas con sus hermosas flores, que más parecía que uno se hallara en medio del edén que en algún otro lugar de la Tierra.
Era una hermosa mañana del año 893. El sol brillaba en lo alto del firmamento con toda su fuerza. Los sentidos se extasiaban ante aquella profusión de colores y fragancias que emanaban de todas partes. El rey contemplaba maravillado aquel valle encantado y el hermoso complejo que había ordenado construir para su goce y deleite. Faltaban tan sólo algunos detalles de la iglesia, pero el resto estaba terminado. Don Alfonso había elegido aquel paraíso como lugar de veraneo.
La iglesia era de porte elegante y macizo. Su estilo se podía considerar ya casi románico, con ventanas estrechas y muros muy anchos para sustentar el peso de todo el edificio, principalmente el del tejado. Se distribuía en tres naves, la central más elevada que las laterales, soportadas por arcos de medio punto apoyados en capiteles y columnas, rematadas en sus cabeceras por los correspondientes ábsides. El rey contemplaba ensimismado el robusto edificio desde su costado sur en el que todavía trabajaban los operarios, que se esforzaban en finalizar los últimos detalles. En otoño sería inaugurado.
—Estáis muy absorto, Señor. Ni siquiera os habéis percatado de mi presencia.
—Perdonad, Señora. Estaba ensimismado contemplando esta maravilla. ¿Qué os parece?
—Pues lo que acabáis de decir, una maravilla.
—¿Os habéis fijado en los diferentes niveles que conforman la nave central, la lateral y el pórtico?
—Sí, querido esposo. Ya me había percatado de ello. Además, las dos alturas de la nave central, la cabecera algo más baja, le dan un toque especial. Hace que el conjunto parezca más armonioso.
—Claro que lo hace. Es la gracia del edificio junto con el pórtico y el compartimento lateral. Este último con el tejado a dos aguas le da el toque final.
—¿Y los arcos del pórtico? ¿No me digáis que no son hermosos?
—Desde luego que lo son. Me siento muy orgulloso del templo y de todo el conjunto. Esto constituye un verdadero paraíso. A partir de ahora podremos pasar aquí muchas temporadas, Señora. ¿Os parece bien?
—Me parece estupendamente. El lugar es realmente hermoso y tranquilo. Os felicito, Señor, por la elección.
Los reyes se internaron en un pequeño bosque de castaños que allí mismo había. El calor invitaba a hacerlo. Poco después tomaron asiento bajo su fronda.
—¿Se han recibido noticias de García y de Ordoño?
—Últimamente no, Señor. García hace unas tres semanas que envió un correo, pero de Ordoño no sabemos nada desde hace más de un mes. Ese hijo desde que se casó no se acuerda ya de nosotros.
—No os preocupéis, Señora. Es normal. Ahora tiene alguien más en quien pensar. Además, Tuy está más lejos que León y los correos tardan más en llegar.
—Excusas. Si quisiera comunicarse con nosotros, hallaría los medios para hacerlo. Lo que pasa es que ahora está más por su esposa y por su hijo que por sus padres.
—Es natural, Señora. Me parece que estáis un poco celosa.
—No son celos. Es rabia por no saber nada de él y de su familia. ¿O acaso no los echáis en falta Vos, aunque sólo sea a vuestro nieto?
—Claro que los echo en falta, Jimena, pero uno debe estar donde el deber le manda. Ellos allí y nosotros aquí. Además, aquí tienes al resto de nuestros hijos.
—Ya lo sé, esposo mío. Pero siempre se suspira por el ausente.
Un delicioso aroma a flores silvestres y madreselva hirió la pituitaria de la pareja real. Los cantos de los pajarillos deleitaban sus oídos. La sombra de la espesa arboleda había dulcificado los rigores de aquella mañana estival.
—Es una delicia hallarse en este lugar. Desde luego, habéis tenido un gran acierto en elegirlo, Señor.
—Me alegro que os deleite, Señora. Para mí supone una doble satisfacción. ¿Os apetece continuar el paseo por el bosque?
—Prefiero quedarme aquí. El andar me fatiga y más con estos calores.
—Pues sería conveniente que anduvierais, Señora. El ejercicio es muy bueno y más para Vos, que lleváis una vida muy sedentaria.
—Tampoco Vos os podéis quejar. Desde que no vais a la guerra os habéis vuelto algo perezoso. Si no fuera por la caza…
—No os falta razón, Señora, pero yo al menos practico ese deporte de cuando en cuando. Y hablando de caza, mañana mismo saldremos a recorrer este valle y estas montañas a ver qué nos deparan. Por aquí tiene que ser muy abundante.
—Eso me pasa por haberla mencionado.
—No seáis suspicaz, Señora, que ya lo tenía planeado. Y ahora no estaría de más que regresáramos al palacete, pues se acerca la hora del almuerzo.
Una nueva ráfaga de perfume los deleitó con su aroma.
—¿Con lo bien que se está aquí y queréis iros? Yo perdonaría de buen grado el almuerzo.
—Bueno, nos quedaremos un poco más para complaceros.
Los reyes disfrutaron su nueva residencia de verano durante todo el mes de agosto. Al mismo tiempo siguieron muy de cerca los trabajos finales de la iglesia, así como los preparativos para su próxima inauguración. El personal de servicio se esmeraba para tenerlo todo a punto. Había que adecentar tanto el palacete como el templo y tenerlo todo dispuesto para el día de la ceremonia.
En la madrugada del 16 de octubre, antes del amanecer, la servidumbre del rey había desplegado un frenético ajetreo. Pocas horas más tarde se llevaría a cabo la consagración de la iglesia de San Salvador de Valdediós. Tenía que estar todo a punto para ese acto solemne. Al acto asistieron los obispos Rosendo I de Mondoñedo, Nausto de Coimbra, Sisnando de Iria-Santiago, Ranulfo de Astorga, Argimiro de Lamego, Recaredo de Lugo y Eleca de Zaragoza. También asistía toda la familia real, excepto don García y don Ordoño por razones obvias, así como una buena parte de la aristocracia asturiana. Era un momento que quedaría grabado para la Historia y nadie se lo quería perder. El propio hijo del rey, don Gonzalo, que a la sazón ya había recibido la orden menor de subdiácono, asistiría en la ceremonia a los obispos y presbíteros, como miembro que era de la familia real y de la comunidad eclesiástica.
La mañana era más bien fría. El cielo de un color plomizo amenazaba lluvia. Los asistentes al acto hubieran preferido refugiarse en el interior del templo antes que permanecer en el exterior hasta que diera comienzo la ceremonia, pero el ritual no lo permitía. Después de algo más de una hora de espera, hizo su aparición la familia real. Cerraban la comitiva don Alfonso y doña Jimena, que ceñían sus coronas reales y se cubrían con sendas capas talares de color púrpura. Inmediatamente dio comienzo la ceremonia de la consagración de la nueva iglesia. Los obispos dejaron sus báculos y sus mitras mientras monseñor Sisnando saludaba a todos los presentes.
—La paz y la gracia del Señor estén con todos vosotros en la nueva iglesia de Dios.
—Que así sea.
—Hermanos, nos hemos reunido aquí con gran alegría para ofrecer un nuevo edificio a Dios nuestro Señor en el que vamos a celebrar a continuación el santo sacrificio de la Misa. Entremos con júbilo en la casa del Señor y cantemos himnos de alabanza y gloria en su honor.
—Así sea.
—Vamos a la casa del Señor.
Los obispos recogieron sus báculos y sus mitras. Uno de los sirvientes reales entregó la llave de la nueva iglesia al obispo de Iria-Santiago, que acto seguido procedió a dar apertura solemne a su puerta. A continuación todos entraron en el templo. Los obispos, todos con casulla blanca, se dirigieron a sus cátedras. Los sacerdotes, todos ellos con casulla verde, se situaron en el presbiterio. A continuación los diáconos y subdiáconos vestidos con sus dálmatas blancas ocuparon la parte más baja de las gradas frente al altar. Acomodados los reyes en la tribuna real, situada en la planta superior del lado del evangelio, continuó la ceremonia de consagración en el interior del templo. Los obispos bendijeron el agua que sirvió para rociar las paredes del templo y a los propios asistentes al acto, como símbolo de purificación de sus pecados. También rociaron el altar, que quedaría así bendecido para celebrar en él el santo sacrificio de la Misa. Luego invitaron a todos los fieles a orar para dar gracias a Dios por haberles concedido la nueva iglesia. A continuación cantaron un himno para glorificar a Dios y para que el Espíritu Santo los purificara con su gracia. Después los obispos procedieron a colocar las reliquias de San Salvador bajo el ara del altar. Hecho esto, dedicaron la nueva iglesia al Señor con cantos y oraciones. A continuación ungieron el altar con el crisma sagrado vertiéndolo en el centro y en las cuatro esquinas, acompañado todo ello con himnos adecuados. Después incensaron el altar y lo adornaron e iluminaron con cirios para celebrar la Santa Eucaristía, todo ello acompañado de cantos y oraciones. Acto seguido concelebraron el sacrificio de la Santa Misa. Al final de ésta el obispo Sisnando bendijo a todos los asistentes con la bendición papal:
—Benedicat vos omnipotens Deus, Pater et Filius et Spiritus Sanctus descendat super vos et maneat semper.
—Amen —contestaron los fieles.
Finalizada la ceremonia, los reyes ofrecieron un opíparo banquete a los obispos y aristócratas presentes. El rey y la reina presidieron la mesa. A su izquierda y derecha se sentaron los demás miembros de la familia real y los mitrados. A continuación de ellos tomaron asiento los distintos consejeros del rey y aristócratas asistentes al acto. Finalmente ocuparon sus asientos los sacerdotes y resto de miembros eclesiásticos que tomaron parte en la ceremonia de consagración de la nueva iglesia.
—Ha sido un acto muy solemne, ¿no os parece, esposa mía?
—Estoy de acuerdo con Vos, Señor.
—Bien, pues brindemos por ello.
El rey se puso en pie con su copa en alto. Todos los demás lo imitaron.
—Brindo por esta bella iglesia que acabamos de consagrar para que permanezca erguida durante los siglos venideros. Que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos y los hijos de los hijos de nuestros hijos y así durante generaciones y generaciones puedan verla y rendir culto en ella tal como la contemplamos nosotros hoy.
—Que así sea —contestaron los presentes.
—Que sus muros no sean derribados ni por la ira divina ni por la furia de nuestros enemigos. Que permanezcan enhiestos para gloria de Dios y gloria nuestra por siglos y siglos.
—Así sea —repitieron todos al unísono.
—Y ahora, Señora, eminencias, señorías, invitados todos, disfrutad de las viandas y manjares que hay sobre la mesa.
Un murmullo general inundó el salón en el que se hallaban reunidos. Poco después los obispos Rosendo y Eleca, que habían coincidido en la mesa, comentaban algunos aspectos de la iglesia.
—Es realmente un edificio precioso, ¿no le parece a su eminencia, monseñor Eleca?
—Y muy robusto, monseñor Rosendo.
—Bueno, sigue un poco la trayectoria del arte asturiano iniciado por sus predecesores, especialmente por el rey Ramiro I, aunque este templo se aparta un poco de esos cánones al introducir algunos elementos del arte árabe, como las celosías y los alfices y su decoración.
—Eso supongo que es influencia de los mozárabes que han venido a repoblar estas tierras, monseñor Rosendo.
—Supongo que sí, ilustrísima. Además, sobre ese arte vuestra eminencia está más versado que yo, pues en Zaragoza debe de ser bastante frecuente.
—En efecto. Por eso creo que también son de influencia mozárabe la espadaña y las almenas de tipo califal que rematan la línea del tejado a dos aguas.
—Tenéis razón, monseñor Eleca. Pero en su conjunto no cabe duda que es una construcción muy al estilo del arte asturiano, tal como se puede apreciar en su enorme parecido con San Miguel de Lillo y otros monumentos característicos de esta región.
—¿Y qué me decís de sus decorados interiores?
—Son una auténtica maravilla tanto por su colorido como por los temas representados. Es un inconmensurable gozo para la vista contemplar toda esa obra pictórica de sus muros y sus bóvedas. ¡Y qué decir de sus capiteles esculpidos!
—Cierto, ilustrísima. Es una gran obra de arte digna de contemplar. Con obras como ésta, la Iglesia cada día se consolida más y adquiere más poder. Todos los reyes deberían preocuparse tanto como los reyes asturianos por su engrandecimiento. No olvidéis que el poder de la Iglesia ha de correr al unísono con el poder mundano. Entre ambos tenemos que guiar al género humano hacia el reino celestial y para llevar a cabo esa labor necesitamos tanto los recursos materiales como los espirituales. En este sentido, en Zaragoza no tenemos tanta suerte como aquí. Allí el poder material se ocupa muy poco de nuestras necesidades y las dotaciones que nos dedica son más bien escasas y limitadas. Es cierto que la familia reinante proviene de una antigua familia aristocrática de renegados cristianos y tal vez por ello se resistan más a conceder dádivas a la Iglesia. Me gustaría poder inaugurar en mi diócesis alguna obra como ésta de vez en cuando.
—Para ello sería necesario volver a contar con una nación totalmente unida, monseñor Eleca, como lo estuvo en la época de los visigodos. Mientras estemos divididos y, además, los árabes ocupen la mayor parte del territorio, existirán diferencias como éstas y aun mayores. Pero eso es un problema de orden político que a nosotros no nos concierne. Son los reyes y sus gobernantes los que deben resolverlo.
—Tenéis razón, monseñor Rosendo. A los reyes y sus gobernantes corresponde dirigir los designios de sus reinos.
El banquete real puso fin a la ceremonia de la consagración de la nueva iglesia. Todos quedaron enormemente complacidos con los actos celebrados y visiblemente emocionados por aquella obra de arte que acababan de inaugurar. La consagración de San Salvador de Valdediós pasaría a la posteridad como dejaba patente la lápida ubicada en la Capilla de los Obispos, en la que se había hecho constar la fecha del acontecimiento con los nombres de los obispos que participaron en el acto.
25
En la primavera del año 895 llegó a los montes Aquilanos fray Genadio, procedente del monasterio de Ageo. Atrás dejaba una vida monacal, cómoda y regalada, para dedicarse a una vida contemplativa y ascética entre aquellas montañas. Sus discrepancias con los monjes, sus hermanos, ante la vida relajada y más bien placentera que llevaban, así como la semilla que sembraron en su alma las vidas ascéticas de San Fructuoso y San Valerio, que tantas veces había leído en la biblioteca del monasterio, le hicieron romper con el abad y sus hermanos. Fray Genadio un buen día decidió retirarse a las montañas para dedicar su vida enteramente a la oración y a la penitencia. Quería poner en práctica las enseñanzas de sus mentores y seguir su ejemplo en los mismos lugares donde ellos se habían retirado del mundo.
Un hermoso día de primavera fray Genadio holló por primera vez el Valle del Silencio. La exuberante naturaleza que allí encontró lo dejó extasiado. Bosques de pinos, encinas, robles y castaños cubrían las laderas y partes elevadas de las montañas, excepto las cumbres más altas. En el fondo del valle predominaba el bosque de ribera. Chopos, álamos, alisos, abedules, avellanos se veían por doquier. Algunas manchas de variadas tonalidades moradas de brezo florido decoraban el entorno por aquí y por allá. Tampoco faltaban amarillas pinceladas de escobas y piornos. Los deliciosos aromas y el silencio que lo inundaba todo completaban aquel paraíso terrenal. Fray Genadio por un momento creyó hallarse en medio del edén. Después de la larga y penosa travesía que le había permitido dejar atrás el monte Teleno y muchas otras crestas y valles de los montes Aquilanos, había encontrado al fin el lugar soñado para llevar a cabo su nuevo modo de vida. Ahora tan sólo le faltaba hallar el sitio exacto en el que retirarse. El ermitaño atravesó el riachuelo que por allí discurría para explorar la otra vertiente del valle. No tardó en toparse con una angosta cueva que le pareció el lugar idóneo para poner en práctica su vida de privaciones y sacrificios. Se trataba de una pequeña gruta excavada en la roca por la acción del agua y el viento a lo largo de millones de años. Aquél fue el lugar escogido por Genadio para practicar la penitencia y la oración que tanto anhelaba. Allí tan sólo sería perturbado por el canto de los pajarillos o el murmullo del arroyo. No en vano había elegido como hogar para su vida retirada el Valle del Silencio.
Pero no tardó fray Genadio en retroceder sobre sus pasos para instalarse en el monasterio de San Pedro de Montes, o lo que quedaba de él, ubicado unos kilómetros más abajo. Allí, junto con algunos hermanos que lo habían acompañado desde el monasterio de Ageo, decidió reconstruir lo que quedaba del viejo cenobio fundado por san Fructuoso unos doscientos cincuenta años antes. Poco permanecía en pie de él. Cuatro muros derruidos de la torre y de la iglesia y poco más. Pero fray Genadio y sus hermanos no se desanimaron.
—Hermanos, demos gracias al Señor nuestro Dios por habernos guiado hasta este maravilloso lugar. Atrás dejamos las comodidades del monasterio de Ageo, donde nuestra vida transcurría plácidamente, rodeada de lujos y placeres innecesarios que embrutecían nuestros sentidos y llevaban inevitablemente nuestra alma a la perdición eterna. En este lugar, paraíso en la Tierra, viviremos con lo estrictamente necesario para subsistir. Nuestro voto de pobreza se seguirá inflexiblemente hasta sus últimas consecuencias. Ninguno de nosotros poseerá nada propio. Todo lo que se halle dentro de estos muros será de todos, pero lo que se halle aquí será lo estrictamente necesario para vivir. En momentos de escasez, nos conformaremos con lo que se digne darnos la Providencia. Si algún día tenemos que alimentarnos de raíces, nos alimentaremos de raíces y de lo que el Señor nos quiera proporcionar. A partir de hoy el voto de pobreza será el que prime sobre los demás, que también deberemos guardar rigurosamente.
Algunos de los hermanos dudaron si seguir adelante o no con el nuevo modo de vida elegido. Lo que el hermano Genadio les estaba proponiendo les parecía demasiado audaz. Habían abandonado voluntariamente su anterior monasterio atraídos por el discurso de fray Genadio, que les parecía el más idóneo para terminar con la corrupción y la relajación reinante en el cenobio. La disciplina primigenia se había relajado tanto, que más parecía un lupanar que un lugar de oración y recogimiento. Había monjes que abandonaban el monasterio por las noches para dormir con sus amantes o queridas sin escrúpulo ninguno. La obediencia se había distendido hasta límites inauditos. La pobreza no se respetaba en absoluto. El vicio de la gula se había extendido por todas partes. Aquella vida se alejaba mucho de la regla de fundación del monasterio, pero lo que les proponía ahora Genadio era demasiado austero. No sabían si continuar adelante o abandonar.
—Empezaremos a reconstruir el monasterio con su iglesia y su torre. Entre tanto, cada cual que se instale para pasar la noche donde crea que va a servir mejor a Dios nuestro Señor. Durante el día nos dedicaremos a reconstruir todo esto. Serán meses, tal vez años, duros hasta que hayamos acondicionado el monasterio donde llevaremos una vida de privaciones y sacrificios, pero será la mejor prueba de nuestro amor y nuestra entrega a Dios nuestro Señor. Hemos venido aquí para poner a prueba nuestro cuerpo y nuestro espíritu. No cejaremos en el empeño hasta conseguirlo.
La mayoría de los monjes estaba de acuerdo con las proposiciones de fray Genadio, pero aún había algunos que se sentían reticentes a aceptarlas. Les parecían demasiado severas.
—Perdone vuestra caridad, fray Genadio, pero a mí me parece que es demasiado austero lo que nos propone. No digo que convirtamos esto en otro lupanar, ¿pero no podríamos llevar una vida un poco más suave?
—Hermano Anselmo, si no estás dispuesto a llevar la vida que propongo, puedes marcharte ahora mismo. Aquí hemos venido a orar y a hacer penitencia. Quien no esté conforme, puede dejarnos ahora mismo. Los demás seguirán rigurosamente las normas que he dado.
Nadie se movió en el grupo, ni si quiera fray Anselmo.
—Por lo que veo no hay ninguna voz discrepante. A partir de mañana comenzaremos los trabajos de restauración. Nos encontraremos aquí al amanecer para dar comienzo a la tarea. Espero que todos seáis puntuales.
Los monjes se dispersaron para buscar por las inmediaciones del monasterio un refugio donde cobijarse. Fray Genadio también se retiró con el corazón henchido de felicidad por haber dado el primer paso para iniciar su nueva vida. Al día siguiente, tal como había pedido a sus hermanos, comenzaron las obras de restauración del viejo monasterio erigido por San Fructuoso dos siglos y medio antes. El trabajo fue arduo. Comenzaron por desescombrar todo el recinto monacal. Esto les llevó varios meses, pues eran muchos los restos de las paredes y tejados derrumbados que había en su interior. Muchos de aquellos materiales fueron recuperados para su posterior utilización en la reconstrucción.
Transcurridos varios meses de desescombro y limpieza, comenzaron los trabajos de albañilería que poco a poco irían dando forma y altura a los muros. Utilizaron para ello toda la piedra y pizarra que tenían a su abasto. Para entrelazarlas se servían de una argamasa formada por cal y arena. El interior de los muros lo rellenaban con argamasa y guijarros. De esta manera conseguían un ahorro considerable de piedras, material éste muy costoso y muy difícil de transportar hasta aquel lugar. Los tejados los realizaron por medio de un entramado de vigas y tablas de madera sobre las que fijaron las pizarras que constituirían la cubierta. En su interior, las paredes de separación de las distintas dependencias fueron construidas con el mismo método que los muros exteriores. Para lograr los arcos y dinteles de las puertas y huecos del interior del edificio, se valieron de las propias pizarras, que dispusieron verticalmente unas al lado de las otras, entrelazadas con argamasa, hasta completar todo el espacio que hay entre una columna y otra o entre éstas y la pared.
Erigieron una torre de planta cuadrangular, cubierta por un tejado piramidal de pizarra rematado por un chapitel bulboso y una veleta. En cada cara abrieron un ajimez para que las campanas difundieran su llamada a la oración por los cuatro puntos cardinales y su tañido llegara hasta el lugar más recóndito de aquellas montañas. En el lado meridional de la iglesia construyeron el monasterio con su pequeño claustro.
Dos años después del inicio de la restauración del monasterio, los monjes decidieron proponer a fray Genadio como abad del mismo. Reunidos en un capítulo extraordinario, los monjes votaron por unanimidad su elección.
—Fray Genadio, habéis sido propuesto por unanimidad como nuestro abad —le comunicó fray Fortis, portavoz de todos los hermanos.
—Os equivocáis, hermanos —se excusó fray Genadio—. Soy el menos indicado para ocupar ese cargo. Elegid a cualquier otro en mi lugar.
—Lo siento, fray Genadio. Entre nosotros no hay nadie más capaz ni con más méritos que vuestra caridad para ocupar el puesto. Además, de vos ha partido la idea de abandonar el monasterio de Ageo para refugiarnos entre estas montañas y seguir la vida de penitencia y austeridad que aquí llevaron siglos atrás San Fructuoso y San Valerio.
—Si os empeñáis, tendré que aceptar vuestra decisión aunque vaya en contra de mi voluntad. Yo preferiría pasar más desapercibido y no cargar sobre mis espaldas esta pesada cruz. En fin, hágase la voluntad del Señor.
—La voluntad del Señor y la voluntad nuestra —corroboró fray Fortis—. Desde este mismo momento quedáis propuesto para la dignidad de abad del monasterio. Todos nosotros así lo reconocemos y nos ponemos a vuestra entera disposición. A partir de ahora acataremos vuestras órdenes sin ninguna objeción. Vos seréis nuestro maestro y nuestro guía material y espiritual.
—Me honráis con vuestra elección para este cargo que no creo merecer. No obstante, intentaré estar a la altura de las circunstancias para desempeñarlo dignamente. Ya sabéis que mi lema es la penitencia y la austeridad. A partir de hoy nuestra pequeña congregación se regirá por la más estricta regla de San Benito. Observaremos todos sus puntos con la máxima rigurosidad. Aquéllos que nos parezcan más blandos los endureceremos para que entre nosotros no se abra ni un solo resquicio hacia la relajación y la comodidad. En todo momento tendremos presente el ejemplo de nuestros protectores San Fructuoso y San Valerio, cuyas enseñanzas no vacilaremos en seguir hasta la muerte. Y ahora, hijos míos, demos gracias a Dios por este beneficio que nos ha otorgado. ¡Que se haga siempre su santa voluntad!
—Así sea —contestaron los monjes.
El pequeño grupo de cenobitas oró al Señor postrado de rodillas en tierra antes de proseguir con su trabajo. Unos meses después de la propuesta hecha por los monjes, el obispo de Astorga, monseñor Ranulfo, lo nombró oficialmente abad del monasterio de San Pedro de Montes.
El lugar elegido por San Fructuoso para levantar el edificio primitivo no podía ser más encantador. Rodeado de montañas exuberantes de vegetación, era un trasunto por sí mismo del edén. Los aromas de las plantas y flores embargaban los sentidos. El verdor perenne de su fronda deleitaba la vista de todo el que lo contemplaba. El abad Genadio daba infinitas gracias a Dios por haberlo conducido hasta aquel paraíso del que nunca jamás pensaba salir. Allí se entregaría en alma y cuerpo a la oración y a la penitencia y, cuando las circunstancias lo exigieran, se desplazaría a la cueva que había encontrado en el Valle del Silencio para purificar aún más su cuerpo y su espíritu al servicio de Dios. En ella practicaría largos ayunos y abstinencias que mortificarían su cuerpo y vivificarían su alma. En medio de aquel silencio y de aquella naturaleza exuberante sólo viviría para el Señor.
Pero los designios del Señor son inescrutables, ya que no le permitieron cumplir totalmente sus deseos. En los años de vida que le quedaban, tuvo que abandonar más de una vez el Valle del Silencio y su entorno, unas veces contra su voluntad y otras de grado, como el tiempo que dedicó al arte de la repoblación en el Bierzo. Además del monasterio de Montes restauró también Santa Leocadia de Castañeda. Y a él se debe la fundación de Santiago de Peñalba, Santo Tomás de las Ollas, San Andrés de Montes y San Pedro y San Pablo de Castañeda. Fue uno de los grandes impulsores de la Tebaida Berciana.
26
Por aquellos años el reino de Asturias disfrutaba de una larga paz con el emirato de Córdoba. Los conflictos surgidos entre los herederos de Muhammad I habían traído una relativa paz y tranquilidad al reino cristiano del norte de la Península. Pero esta paz con el reino musulmán no significaba una paz absoluta dentro de sus fronteras. El dux de Galicia, Vitiza, no cesaba de infligir ataques a las tropas reales en su afán de independencia y dominio de las tierras gallegas y de todo el noroeste peninsular.
Acababan de iniciar la restauración del monasterio de San Pedro de Montes fray Genadio y sus hermanos cuando sufrieron un ataque de las tropas rebeldes. Los monjes se afanaban en retirar los escombros de lo que había sido el atrio de la iglesia, cuando escucharon valle abajo el galope y el relinchar de muchos caballos. Apenas les dio tiempo para refugiarse en las cuevas y escondrijos que habían buscado pocos días antes entre las montañas. Desde sus refugios pudieron observar los movimientos de alrededor de un centenar de jinetes bien armados, que parecían estar sorprendidos ante la limpieza y desescombro de los restos del antiguo monasterio.
—Parece que alguien está limpiando esto. Las huellas son muy recientes. Apostaría que abandonaron el trabajo precipitadamente cuando se percataron de nuestra presencia, pues dejaron parte de las herramientas y cestos por aquí. Mirad por los alrededores a ver si los encontráis y les daremos un escarmiento.
—Sí, mi capitán —contestó su subordinado.
Los monjes que se habían refugiado en los escondrijos más próximos al monasterio y que oyeron las órdenes del capitán no sabían qué hacer. Si se movían o hacían el menor ruido, podían ser descubiertos por los soldados y si no lo hacían, también. Tenían el corazón en un puño y no se atrevían ni a abrir la boca para no delatarse. Cuatro o cinco, entre los que se encontraba el hermano Anselmo, se habían refugiado en una gruta próxima al monasterio. Ocultos por unos avellanos y unas escobas, observaban atónitos el movimiento de los jinetes con sus caballos. Un par de ellos se acercaron a escudriñar los alrededores de la cueva. Los monjes no osaban respirar. El chasquido de una rama seca hizo que se sobresaltara uno de los caballos. Los dos jinetes se pusieron en guardia. Los monjes se quedaron completamente lívidos. Poco después todos vieron a una comadreja que se precipitaba hacia lo más intrincado de la espesura. Los soldados al verla se dieron media vuelta entre risas y chanzas, mientras los monjes respiraban con gran alivio. El escuadrón no tardó en abandonar el viejo monasterio donde nada se les perdía para iniciar el camino de vuelta valle abajo. Después de largo rato de espera, los monjes, convencidos de que ya no regresarían los soldados, volvieron a reanudar su tarea.
—¡Vaya susto que nos hemos llevado! —comentó fray Anselmo—. Por culpa de una comadreja estuvimos a punto de ser descubiertos. Menos mal que se dejó ver y los soldados lo tomaron a broma, que si se les hubiera ocurrido remover un poco las ramas, allí nos hubieran cazado como a conejos.
—Fue la voluntad del Señor —observó uno de los monjes del grupo—. No había llegado nuestra hora, por permitió que la comadreja se dejara ver.
—Pues demos gracias al Señor por habernos sacado ilesos de la que parecía ser nuestra última hora y recemos para que no vuelvan a aparecer por aquí esos soldados.
—Recemos por ello —ratificó fray Genadio, que había llegado a escuchar las últimas palabras de fray Anselmo— y también para que el rey, nuestro señor, pacifique estas tierras y nos libre de una vez por todas de estos bandoleros y asesinos. Y ahora vamos a continuar con nuestro trabajo para acondicionar la casa del Señor y el monasterio entero para poder cobijarnos en él.
El escuadrón que se había acercado al monasterio fue interceptado unos kilómetros más abajo, en San Clemente de Valdueza, por las huestes de don Hermenegildo Guitiérrez, que no dudaron en aniquilarlos después de una cruenta lucha entre ellos. El escuadrón vencido formaba parte de las huestes de Vitiza, dux de Galicia, que se dedicaban a saquear todo el territorio. El conde don Hermenegildo Gutiérrez llevaba siete años persiguiendo al líder separatista. Había logrado aglutinar en su persona a todos los nobles de Galicia leales al rey don Alfonso. Día tras día seguía los pasos del dux y de sus huestes y no pensaba cejar en su empeño hasta derrotarlo.
Antes de liquidar a todos los miembros del escuadrón del dux, las huestes de don Hermenegildo hicieron prisioneros al capitán y a alguno de sus soldados, que no dudaron en trasladarlos a Ponferrada donde los aguardaba su señor con el resto de las tropas.
—Señor, hemos derrotado el escuadrón de Vitiza y hemos hecho prisioneros a su capitán y a varios soldados —informó el jefe de la expedición a don Hermenegildo.
—Muy bien, que los encierren en las mazmorras. No quedará ni uno solo con vida si no nos revelan el lugar donde se esconde su señor. Se les dará tormento uno por uno hasta que confiesen.
—A la orden, señor.
Uno por uno fueron sometidos a tormento para que confesaran el lugar donde se hallaba oculto el dux Vitiza. El primero en sufrir tortura fue el capitán, que prefirió morir antes que delatar a su señor. El mismo destino corrieron varios de sus subordinados. Todos ellos resistieron los tormentos y aceptaron la muerte antes que confesar el lugar donde se ocultaba el dux. Pero hubo uno que no pudo soportar los terribles suplicios que le inferían. Después de haberle practicado el tormento del agua y el lino y el del cinturón de San Erasmo, lo introdujeron en el potro. Antes de llegar a la tercera vuelta el prisionero decidió hablar. Confesó a sus torturadores que el dux Vitiza se hallaba oculto en un pequeño palacio que tenía en Arosa.
Conocido el paradero del rebelde, las huestes del conde Hermenegildo pusieron rumbo a la ría de Arosa. Pero antes de llegar a su destino les salieron al encuentro las tropas del dux. Entre ambos ejércitos se desencadenó una cruenta batalla que duró varios días con incontables bajas por parte de ambos bandos. Al cabo de más de dos semanas de fuertes enfrentamientos, la balanza se inclinó del lado de las huestes de don Hermenegildo, que no tardaron en hacer prisionero al dux Vitiza. El conde se incautó de todas las posesiones y pertenencias del rebelde, por lo que no tardó en ser proclamado dux de Galicia por todos los nobles de aquella tierra. Luego el nuevo dux condujo encadenado al rebelde ante la presencia del rey.
—Majestad, os traigo al rebelde Vitiza para que hagáis con él lo que deseéis.
—Os lo agradezco, Hermenegildo. Acabáis de hacer un gran favor al reino que jamás olvidaré. Vasallos leales como vos son los que necesita este reino para lograr el objetivo propuesto. Con la derrota de traidores como el que me traéis, lograremos hacer de este reino una nación cada vez más fuerte y más grande, capaz de vencer algún día al gran enemigo de nuestro país, que no es otro que el reino de al-Ándalus. Pero para ello antes tenemos que terminar con la semilla del separatismo y de la discordia. Unidos es como llegaremos a vencer al gran enemigo. Hoy es un día grande para la historia del reino y vos, Hermenegildo, lo habéis hecho posible.
—Me honráis, Majestad, con vuestras palabras. Gracias, Señor. En verdad que no creo merecerlo.
—Claro que lo merecéis, Hermenegildo. Merecéis eso y mucho más. Por eso, a partir de hoy quedáis confirmado como dux de toda Galicia y todos sus condes os deberán obediencia.
—De nuevo os doy las gracias, Señor, por vuestra magnanimidad.
—No seáis tan modesto, Hermenegildo. Y ahora decidme, ¿cómo están nuestros hijos y nuestro nieto Sancho?
—Están muy bien, Majestad. El niño es una preciosidad. No os podéis hacer una idea de lo hermoso que está. Tiene los mismos ojos que Vos, Señor. Si no cambia, será vuestra viva imagen.
—Me alegra saberlo. Brindemos por él y por nuestros hijos para que tengan una larga descendencia.
El rey ofreció al conde una copa de vino de los Campos Góticos con la que brindaron por la fortuna y el porvenir de sus hijos y futuros nietos. Luego se encaminaron al comedor del palacio real donde almorzarían en compañía de la reina.
—Me gustaría desplazarme algún día hasta Tuy para visitar a nuestros hijos y a nuestro nieto, pero mi deber me lo impide. Por eso, os ruego encarecidamente, querido consuegro, que a vuestro regreso a aquella ciudad hagáis prometer a nuestros hijos que se dignen venir a vernos alguna vez. Nuestro nieto, aunque no es más que un tierno infante de pocos meses, va creciendo y nuestros hijos nos están privando del placer de contemplarlo en sus primeros meses de vida. Si no lo quieren hacer por mí, al menos que lo hagan en consideración a su abuela, que no vive por verlo.
—Se lo pediré encarecidamente, Majestad. Espero que pronto los podáis tener a vuestro lado para satisfacer vuestros legítimos deseos.
—Así lo espero, querido Hermenegildo.
El conde pasó unos días en el palacio real. Momento que aprovechó para poner al rey al corriente de sus logros en tierras gallegas y para asimismo ponerse al corriente de los asuntos reales, pues hacía ya bastante tiempo que se hallaba ausente de Oviedo.
—Ya sabéis que hemos repoblado Zamora con mozárabes procedentes de Toledo, ¿no? —comentó el rey mientras paseaban por los jardines de palacio.
—Sí, Majestad, ya me había enterado. Es un paso importante para afianzar nuestra frontera del Duero.
—Sí que lo es, Hermenegildo. El siguiente paso debería ser el traslado de esa frontera al Tajo, pero me parece que yo ya no llegaré a verlo —se lamentó don Alfonso—. Por esta parte la reconquista va mucho más despacio, a diferencia de los logros que habéis obtenido en la zona occidental, donde ya hemos establecido la frontera con el mahometanismo en el Mondego.
—Poco a poco lo iremos logrando, Majestad. Hay que dar tiempo al tiempo.
—Tiempo es el que no me queda a mí, que cada día noto que me hago más viejo.
—Eso nos pasa a todos, Señor. El tiempo no pasa en balde.
El rey y el conde continuaron su paseo por el jardín. Unos días más tarde don Hermenegildo regresaría de nuevo a su residencia de Tuy.
27
Una hermosa mañana de finales de mayo del año 896 paseaba por los jardines de su palacio de Zamora el príncipe don García. Desde lo más alto de una de sus torres contemplaba el avance de las murallas de la ciudad que su padre, el rey don Alfonso, había mandado construir para su defensa contra los ataques de los musulmanes. Lo acompañaba su privado y mejor amigo, Nuño Fernández. Ambos eran más o menos de la misma edad y en ambos hervía la sangre en sus venas.
El rey Alfonso III el Magno había encargado a su hijo mayor la dirección de los trabajos de repoblación de la ciudad de Zamora. Don García fijó su residencia en ella desde el año 893 para seguir más de cerca su reconstrucción. Durante aquellos años que llevaba allí ya había establecido relaciones con varias familias nobles de la ciudad y de otras partes del reino, especialmente del condado de Castilla. El joven había fijado sus ojos en una de las hijas del conde de Castilla, Munio Núñez.
—¿Cómo van esos amoríos con Muniadona? —le preguntó Nuño mientras contemplaban la construcción de la muralla y el tranquilo discurrir del Duero desde lo más alto de la torre del palacio.
—Van bien, ¿qué quieres que te diga?
—No te veo muy animado para estar a punto de casarte.
El príncipe hizo un gesto ambiguo, como de indiferencia. Luego dejó divagar su mirada por la extensa llanura que avenaba el río. Hacía algo más de dos años que se habían conocido con ocasión de una excursión que había realizado por tierras de Castilla. Se hospedó en casa de Munio Núñez y quedó prendado de la joven desde el primer momento que la vio. Al principio, su deseo por ella era ardiente y apasionado, pero poco a poco ese impulso se había ido enfriando hasta el punto de considerar su enlace matrimonial con ella como un asunto de estado más que como una unión por amor. Todavía no era mayor. Estaba en la flor de la vida, pero los años pasaban y él no se decidía a contraer matrimonio. Su hermano Ordoño, dos años más joven que él, ya hacía varios años que se había casado y ya era padre de un hijo. Él, en cambio, permanecía soltero y sin descendencia. Si su padre ya lo tenía un poco postergado desde su más tierna infancia, ahora con mayor motivo, pues ni tan siquiera le había dado un nieto para que perpetuara su linaje. Su vínculo con el conde de Castilla era una de las mejores bazas que podía jugar para granjearse el aprecio de su progenitor. Con este matrimonio se afianzaría la relación entre el condado de Castilla y el reino de Asturias, que se encontraba un poco deteriorada desde la muerte del conde don Rodrigo. Su afecto por Muniadona se había enfriado, pero su enlace matrimonial con ella era inevitable.
—Tienes razón, Nuño. No me subyuga la idea de casarme con mi prometida, pero no tengo más remedio que hacerlo. Mi padre no me lo perdonaría si me echara atrás. Aunque sólo sea por no desairarlo, tengo que seguir adelante con la boda. También lo hago por mi futuro suegro, que está enormemente ilusionado con mi matrimonio.
—Si no estás completamente enamorado no te cases, si no lo lamentarás toda tu vida.
—Ya te he dicho que lo tengo que hacer por razones de estado. No hay vuelta atrás.
—¿Y para cuándo será la boda?
—Tenemos pensado casarnos en septiembre. Todo depende de mis futuros suegros, pues ellos son los que organizarán el acto.
—Poco tiempo te queda entonces de soltero. No deberías desaprovecharlo.
—Y no lo desaprovecharé, aunque tampoco pienso hacerlo de casado.
Los dos jóvenes se cruzaron sendas miradas de complicidad. La mañana seguía agradable. La extensa vega por donde discurría el Duero invitaba a pasear.
—Vamos a dar un paseo a caballo por la orilla del río.
—De acuerdo. Hagamos una competición, Nuño.
—Pero esta vez será sin trampas, ¿eh?
—Muy bien, será sin trampas. Pero ya sabes que con trampas o sin ellas siempre te gano.
—Eso habrá que verlo.
Los dos jóvenes se dirigieron a las caballerizas del palacio entre chanzas y bromas. Luego partieron en veloz carrera por las calles de la ciudad. A su paso las gentes se apartaban para no ser atropelladas por los caballos. Todo el mundo conocía a don García y respetaba sus trastadas, aunque no estuvieran de acuerdo con ellas. Era el hijo del rey, lo que le daba carta blanca para hacer lo que se le antojara.
No tardaron en dejar atrás la ciudad y sus murallas. Nuño espoleó su montura para tomar ventaja sobre su amigo, pero don García respondió a su inesperado ataque. Los dos jinetes desaparecieron por la vereda del río abajo en medio de una gran polvareda. Al cabo de algo más de dos horas regresaron a la ciudad cubiertos de polvo y con las monturas todas sudorosas.
—Me has vuelto a ganar, pero ha sido sólo por la cabeza de tu caballo.
—Ya te lo advertí, Nuño. Siempre te gano.
—Algún día seré yo quien te gane, García. Mi caballo es más joven que el tuyo y llegará el día en que lo superará en velocidad.
—Ni lo sueñes, Nuño. Tu caballo jamás vencerá al mío.
Cuando el príncipe y su privado entraron en palacio, uno de sus sirvientes informó a don García del grave accidente que acababa de ocurrir en la muralla. Poco antes había ido al palacio el encargado de la obra para dar cuenta de lo ocurrido.
—Alteza, ha habido un accidente en la muralla. Hay media docena o más de hombres heridos. Algunos están muy graves. Puede que haya más de un muerto.
—¿Qué ha ocurrido?
—El andamio se vino abajo con cuatro trabajadores que se hallaban en él aplastando a dos que había debajo.
Media hora más tarde volvió a presentarse en palacio el encargado de la obra con el informe definitivo. Los dos hombres atrapados debajo del andamio habían fallecido casi en el acto. El resto estaban heridos, aunque su pronóstico no era grave. El príncipe, ante los hechos acaecidos, ordenó que se tomaran medidas más rigurosas para evitar accidentes como aquél. Los trabajos de la muralla debían continuar, pero con más seguridad. La mano de obra escaseaba, por lo que no podían permitirse la pérdida de más hombres por negligencias como la que acababa de ocurrir.
El día de la natividad de Nuestra Señora lucía un sol radiante y el cielo estaba teñido de un azul intenso. El palacio de Amaya se había engalanado para el gran acontecimiento. Guirnaldas y flores colgaban de todas sus almenas y torres. El conde Munio Núñez no había escatimado esfuerzos ni dinero para que aquel día brillase más que el sol. Su hija Muniadona iba a contraer matrimonio con el primogénito del rey de Asturias. Era un acontecimiento que jamás podría olvidar. Desde aquel momento su familia quedaba emparentada con la casa real. Era el momento más ambicionado por él a lo largo de toda su vida. A pesar de todo, había una nube que empañaba el esplendor de aquel maravilloso día. Los reyes habían declinado en el último instante la asistencia a la boda de su primogénito. Alegaron una indisposición de la reina. El conde aceptó la excusa, pero él sabía que el motivo era otro. Sabía que las relaciones entre don Alfonso y don García nunca habían sido muy buenas. Por eso no le extrañaba que no asistieran a su boda. Durante mucho tiempo había albergado la esperanza de que no fuera así, pero finalmente ocurrió lo que más temía, que los reyes declinaran su asistencia. Hubiera sido un momento único para estrechar los lazos familiares que tanto anhelaba, pero al final sus sueños se vieron truncados. Habría que esperar algún otro acontecimiento más propicio. Tal vez el nacimiento de un nieto. El tiempo diría cuándo. De momento sólo cabía esperar.
El feliz enlace se llevó a cabo en el templo parroquial. Asistió toda la nobleza castellana y muchos llegados de otros reinos. Después de la ceremonia religiosa, los príncipes con sus invitados celebraron el banquete nupcial en el palacio de los condes de Castilla. Se sirvieron una gran variedad de manjares y los vinos y licores corrieron por las mesas a raudales. Los condes no escatimaron gastos para dar el realce que se merecía el entronque de su familia con la del rey. Don Munio estaba convencido de que algún día su yerno sería el rey y, por tanto, alguno de sus nietos también llegaría a serlo. Con el tiempo su sangre se convertiría en sangre real.
En un aparte del baile nupcial, Nuño Fernández se acercó al novio para felicitarlo efusivamente por su nuevo estado y para cambiar algunas impresiones con él.
—Enhorabuena, García. Te deseo toda la felicidad del mundo.
—Gracias, Nuño.
Ambos amigos se abrazaron efusivamente.
—No obstante, no te veo muy feliz. ¿No será por la ausencia de tus padres?
—¿Tú qué crees, Nuño?
—¿Qué voy a creer, amigo mío? Que su ausencia tiene que haberte abierto de nuevo la herida.
—No te quepa la menor duda. La ausencia de mis padres en el acontecimiento que debería ser el más feliz de mi vida me ha llenado de profundo dolor. Cualquier cosa les hubiera disculpado, pero este desprecio no se lo perdonaré nunca. Su presencia aquí hoy me hubiera colmado de satisfacción.
—Paciencia, García. Con el tiempo llegarás a olvidarlo, pues el tiempo todo lo cura.
—¿Tú crees? Este desprecio no podré olvidarlo nunca. La herida que hoy se ha abierto en mi corazón tardará en cicatrizar y jamás se cerrará del todo. Su dolor me acompañará hasta la muerte.
La novia se acercó hasta ellos para recuperar a su flamante marido. Acto seguido los dos se perdieron entre las parejas que danzaban al son de la flauta y el tamboril. Nuño los siguió con la mirada inmerso en un mar de dudas por el desafortunado comienzo del matrimonio de su amigo.
28
Fue en la segunda década del siglo IX cuando un ermitaño llamado Pelayo creyó ver unas luces sobre un sepulcro de mármol, cuyos restos se atribuyeron inmediatamente a los del apóstol Santiago. Poco después el rey de Asturias, Alfonso II, se apresuró a peregrinar al citado sepulcro para dar gracias a Dios por el descubrimiento y honrar los restos del santo. Como acto de gratitud, mandó construir una iglesia sobre el sepulcro del apóstol para que le rindieran culto todos los que hasta aquel lugar se acercaran. Al mismo tiempo declaró al santo patrón de España.
La noticia del descubrimiento traspasó pronto las fronteras del reino de Asturias y se extendió por el resto de reinos cristianos de la Península y de toda Europa. No tardaron en acudir multitud de peregrinos, que provenían de todos los reinos cristianos peninsulares y del occidente europeo, atraídos por la fama del descubrimiento. La primitiva iglesia mandada construir por Alfonso II pronto se quedó pequeña para albergar a tanto peregrino. Por eso su nieto, Alfonso III, nada más proclamarse rey prometió construir un nuevo templo que tuviera la capacidad suficiente para albergar a todos los peregrinos que llegaran a Santiago. Después de muchas vicisitudes y retrasos, la nueva basílica pudo inaugurarse el 6 de mayo del año 899. Daba así el rey Magno por concluida su promesa hecha al obispo Ataúlfo en su proclamación como rey de Asturias pocos días después de la muerte de su padre.
El nuevo templo de estilo prerrománico albergaba y ampliaba el anterior. Como todos los templos del prerrománico asturiano, constaba de tres naves. Su presbiterio albergaba íntegramente la iglesia primigenia. El altar de la cabecera se dedicó a San Salvador, el de la derecha a San Pedro y el de la izquierda a San Juan. Al acto de su consagración, además de la familia real en pleno, asistieron diecisiete obispos, catorce nobles y muchas otras personalidades del reino.
Aquel seis de mayo Santiago resplandecía excepcionalmente bajo los esplendorosos rayos del sol. Un sol que ya empezaba a calentar, pero que en tan contadas excepciones se dejaba ver por aquellas tierras. El verdor de la pradera y la vegetación que rodeaban la pequeña ciudad reverberaba por todas partes. Las flores de infinitos aromas y colores lo inundaban todo. Hasta la propia naturaleza parecía sumarse con su esplendor a la ceremonia de la consagración del nuevo templo.
Una gran multitud llegada de todas partes para asistir a la ceremonia llenaba la plaza y los alrededores de la basílica. Los había que llevaban más de una semana acampados ante las puertas del nuevo templo para presenciar la ceremonia en primera línea. El murmullo y griterío en multitud de lenguas que allí se escuchaba era indescifrable. Las gentes, deseosas de presenciar el espectáculo, se apiñaban unas contra otras para ocupar la mejor posición. Ancianos, tullidos, mujeres y niños resultaban los más perjudicados por aquella auténtica avalancha humana. Hubo varios muertos y muchos heridos como consecuencia de aquel frenesí.
Ya hacía más de dos horas que se concentraba todo el público asistente, cuando hizo su aparición la curia de obispos que iba a llevar a cabo la ceremonia de la consagración de la basílica. Tras ellos llegaban los nobles y demás personalidades que presidirían el acto. Cerraba la comitiva el séquito real con toda su pompa. Cuando el rey y la reina ocuparon sus sitiales, dio comienzo la ceremonia. El obispo Sisnando repitió los pasos que ya vimos en la consagración de San Salvador de Valdediós.
Finalizado el acto con la concelebración de la Santa Misa por todos los obispos y clero asistente, el rey invitó a un copioso ágape a todos los mitrados y magnates asistentes. A la derecha del monarca se sentó la reina, a la izquierda, el obispo Sisnando. Al lado de la reina tomaron asiento don Ordoño y su esposa, junto a la que se sentó también don Fruela. Al lado del obispo Sisnando se sentaron don García y su esposa. El resto de la familia real y los nobles de alto rango ocuparon los siguientes asientos a ambos lados. A continuación se sentaron todos los obispos y demás personalidades asistentes.
El rey había dispuesto que el obispo Sisnando se sentara a su lado, porque quería departir con él los planes y proyectos de futuro que tenía para Santiago de Compostela. Hacía mucho tiempo que lo planeaba y había llegado el momento de llevarlo a cabo.
—Sisnando, quiero convertir a Santiago en el centro espiritual del Occidente para la cristiandad. Santiago ha de llegar a ser el punto de peregrinación más importante después de Roma. Hoy mismo habréis observado la gran multitud que se ha reunido aquí. Esto es una muestra de lo que ocurrirá en el futuro. Sólo tenemos que poner los medios necesarios para que los creyentes decidan venir a este lugar.
—Me parece muy bien, Majestad, pero ¿cómo lo haremos?
—Lo importante ya está hecho.
—Explicaos, Señor.
Monseñor se servía un hermoso chuletón de ternera. Prestaba atención a las palabras del rey, pero no por ello desatendía la bandeja que en aquel momento depositaron a su lado.
—Lo importante es que hemos conseguido dar credibilidad a los restos hallados aquí.
—¿Vos creéis que no son del apóstol Santiago?
—No importa lo que yo crea o deje de creer. Lo importante es que lo crea la gente. Y eso ya está conseguido. Ya veis con qué convencimiento se postran ante sus restos. Esto es un filón de oro que no debemos desaprovechar.
—No acabo de ver el alcance que puede tener, Señor.
El obispo engullía un bocado de sabrosa ternera al que ayudó a pasar con un buen trago de tinto.
—Vos sabéis, Sisnando, que mi proyecto de estado es reunificar algún día toda España como lo estuvo durante el reinado de mis antepasados los reyes visigodos. Lo primero que tenemos que hacer para conseguirlo es expulsar a los árabes de nuestro territorio. Una vez expulsados, debemos reunificar en un solo reino todos los reinos cristianos peninsulares. ¿Y qué mejor modo de hacerlo que disponer de un centro oficial que aglutine a toda la cristiandad? Ese centro será Santiago de Compostela, amigo mío.
—Tenéis razón, Majestad. ¿Y cómo pensáis acrecentar el número de peregrinos?
En aquel momento depositaron en la mesa bandejas repletas de ostras, percebes, langostas, centollos y otros deliciosos mariscos a los que monseñor no hizo ascos. En un abrir y cerrar de ojos llenó su plato con varios ejemplares de todos ellos.
—Habrá que estudiarlo, pero no estaría de más que el Papa concediera alguna gracia especial o algún privilegio por venir en peregrinación a Santiago de Compostela. Deberíamos proponérselo.
—No es mala idea, Majestad. Lo hablaré con mis colegas para convencerlos y elevar una petición oficial a la Santa Sede. No estaría mal que os sumarais Vos también a la petición, Señor.
—Así lo haré. Ahora brindemos por el presente y el futuro tan prometedor que se vislumbra para esta ciudad y para todo nuestro reino.
Ambos levantaron sus copas en alto para sellar así aquel halagüeño futuro. El festín se encontraba en su punto más álgido. Las mesas estaban repletas de manjares, vinos blancos, tintos y licores variados que excitaban el apetito de los comensales. Mientras se producía esta conversación entre el rey y el obispo Sisnando, la reina aprovechaba para interesarse por la vida de Ordoño y de su familia.
—¿Cómo os va la vida por aquí, hijos míos?
—Muy bien, madre, aunque os echamos mucho en falta. Me gustaría estar más cerca de Vos y de padre para visitaros con más frecuencia.
—También a mí, hijo mío, pero el deber manda. ¡Ojalá no fuera tan duro el servicio al reino! —doña Jimena se enjugó un par de lágrimas que resbalaron de sus ojos esmeralda—. ¿Y tú, hija mía, cómo llevas tu segundo embarazo?
—Muy bien, Señora. Por ahora va todo sin novedad.
—¿Para cuándo esperáis a vuestro segundo retoño?
—Para septiembre, Majestad.
—¡Qué ilusión! —la reina hubiera abrazado de corazón a sus hijos en aquel momento, pero la circunspección la obligó a reprimirse—. Me gustaría estar presente en el acontecimiento, aunque creo que no va a ser posible. Después de este viaje en estas fechas, mucho me temo que el rey, vuestro padre, no quiera volver por aquí tan pronto. Se va haciendo mayor y además tiene muchos compromisos de estado.
—Lo comprendo, madre. No debéis preocuparos por ello.
—Espero que todo vaya bien y que tengáis otro niño tan sano y robusto como Sancho, que os pueda colmar de felicidad.
—Gracias, madre.
Don Fruela escuchaba con atención la conversación entre su madre, su hermano don Ordoño y su cuñada doña Elvira. Estaba emocionado ante la próxima llegada de su segundo sobrino, hijo como el anterior de su hermano predilecto.
—Madre, si no podéis venir ni Vos ni padre, puedo hacerlo yo. Así, Ordoño y Elvira no se sentirían tan solos.
—Cierto, hijo. Ya lo dispondremos todo para que puedas acompañarlos en tan felices momentos.
—¿Y por qué no se queda ya ahora con nosotros? ¿Para qué va a ir hasta Oviedo y volver de aquí a unos meses?
—Tienes razón, Ordoño. Se lo propondré a tu padre a ver qué opina —la reina hizo una breve pausa mientras le servían un muslo de pavo. Luego, volvió a dirigirse a su hijo predilecto—. ¿Y cómo llevas el gobierno de esta región, hijo mío?
—Bien, madre. Todo va bien. Bueno, siempre hay algún pequeño problema, pero al final todo se resuelve. Ahora parece que las aguas están bastante remansadas y no creo que de momento haya nadie que tenga intención de agitarlas.
—Me alegro, hijo. Me alegro por ti. En estos tiempos todo el mundo está deseoso por alcanzar el poder. Espero que los ambiciosos te concedan una larga tregua, si no es por convencimiento, al menos que sea por temor a tu padre. Ya saben cómo se las gasta. En cuestión de sedición no ha perdonado a nadie, ni siquiera a sus propios hermanos.
El banquete transcurría con absoluta normalidad. Los comensales no perdían comba con los apetitosos manjares que tenían delante. Pero vayamos un momento a escuchar el diálogo que mantenían don García y doña Muniadona.
—¿No te parece que nos han dejado un poco aislados del resto de la familia, querido?
—No es que me lo parezca, es que es verdad. Nos han puesto aquí para no hablar con nosotros ni que nosotros hablemos con ellos. Esto es obra de mi padre. Ha colocado a este orondo monseñor entre él y yo para no dirigirme la palabra. Hace mucho tiempo que emplea tretas similares para obviarme.
—No seas malpensado, García. Lo habrá puesto ahí para comunicarle algo importante. ¿No has podido oír de qué hablan?
—Sí, le está hablando del proyecto que tiene para Santiago y de su proyecto de reconquista de España. Siempre está con sus delirios reconquistadores. No se da cuenta que cuando muera él vamos a dividir el reino en pedazos. No sé para qué tantos proyectos de futuro.
—Pero, García, ¿cómo se te ocurre pensar eso?
—No es que se me ocurra, es la pura verdad. Y si no mira cómo estamos los hermanos, sobre todo los otros dos conmigo. Además, si el que va a dividir el reino va a ser mi propio padre por el comportamiento que está teniendo con nosotros.
—No digas tonterías, querido. Lo lógico es que tu padre te deje a ti todo su reino por ser el primogénito.
Don García se servía una buena chuleta de ternera en aquel momento.
—Eso sería lo lógico y seguro que lo haría si el primogénito hubiera sido Ordoño, pero como soy yo, lo que hará será dividir el reino entre todos nosotros. Al menos a mí no me lo va a entregar todo. De eso estoy seguro.
—¡Qué pesimista eres!
—No soy pesimista, esposa mía, soy realista y no porque sea hijo del rey, sino porque piso en la realidad y veo el futuro con antelación. Mi padre, si por él fuera, estaría dispuesto incluso a desheredarme.
—Pero ¿tan mal os lleváis?
—Mal no. A muerte. Mi padre no me traga desde el día que nací.
—No será tanto. Algo le habrás hecho para que te odie de esa manera.
—Que yo recuerde, nada. Simplemente que prefiere a Ordoño antes que a mí.
—Bueno, es el problema de los padres. Ya te puedes aplicar el cuento si algún día tenemos hijos.
—Para que pase esto, prefiero no tenerlos.
—No seas agorero y vamos a cambiar de tema, que tu padre puede darse cuenta de lo que hablamos.
—Peor para él si se da cuenta, aunque con este mastodonte en medio, no creo que se llegue a enterar de nada.
Ambos rieron la ocurrencia. Doña Muniadona se atragantó un poco, lo que le provocó algo de tos que obligó al obispo Sisnando a girarse hacia ella para ver qué le pasaba.
—¿Os encontráis mal, alteza?
—No ha sido nada, ilustrísima. Sólo un bocado que pretendía ir por mal camino.
—Bebed un poco y así se os pasará más de prisa.
—Gracias, ilustrísima, seguiré su consejo.
El obispo volvió a ocuparse de lo que más le preocupaba, que no era otra cosa que el plato que tenía delante. Entretanto doña Muniadonna amonestó cariñosamente a su marido.
—Por tu culpa casi me ahogo. Siempre tienes que salir con alguna de tus gracias.
—Está bien, de ahora en adelante mantendré la boca cerrada.
Los sirvientes comenzaron a servir los postres por la mesa del rey. Éste, mientras degustaba una compota de higos y ciruelas, hizo una inesperada donación al obispo de Iria-Santiago.
—Monseñor, a partir de hoy os hago donación de la isla de Ons para que podáis aumentar los ingresos de vuestra diócesis. Con las rentas que obtengáis de este nuevo dominio quiero que embellezcáis y ornéis al máximo este templo que hoy acabamos de consagrar. Santiago de Compostela se ha de convertir en una segunda Roma. Constituirá el segundo polo de la cristiandad donde converjan todos los caminos que surjan de los cuatro puntos cardinales. Éste será el nexo de unión de todos los reinos cristianos peninsulares y el faro que guíe la unificación de todos sus territorios. Nosotros lideraremos ese proyecto y lo haremos realidad algún día.
—Señor, siempre nos tendréis a vuestra entera disposición para lograr ese noble fin. Podéis estar seguro que no escatimaremos esfuerzos ni medios para que esta basílica brille en el futuro más que el sol. Santiago de Compostela será un referente para toda la cristiandad. De hecho, cada vez llegan aquí más peregrinos de todos los rincones de Europa. Nuestra fama se extiende por todo el orbe como las nubes y el viento.
—Eso me complace sobremanera, monseñor. Engrandeced este templo y esta diócesis y se os colmará abundantemente.
El banquete tocaba a su fin. El rey dirigió unas palabras de agradecimiento a los comensales por su asistencia antes de retirarse a sus aposentos privados seguido de toda la familia real. Los demás invitados comenzaron a abandonar el local después de haber disfrutado de un día que no olvidarían tan fácilmente en toda su vida.
29
Finalizada la consagración de la basílica de Santiago, don García regresó a Zamora muy dolido. Durante su permanencia en Santiago de Compostela no había recibido ni la más mínima muestra de afecto por parte de su padre. El rey parecía ignorar su presencia en todo momento. En más de una ocasión el príncipe intentó entrevistarse con él, pero don Alfonso siempre tuvo a mano alguna excusa para evitar el encuentro. Tan sólo se dirigió a su hijo en una ocasión para ordenarle lo que debía hacer en el futuro más inmediato. Y lo hizo de una manera escueta, breve y fría. En todo el tiempo que permanecieron en la ciudad no hubo más contactos entre ellos. Por su parte, la reina tampoco prodigó los encuentros con su primogénito. Solamente departió con él y con su esposa dos o tres breves charlas. Tal vez por ella hubiera habido más comunicación con su hijo y su nuera, pero el rey no lo hubiera visto con buenos ojos. Así que para no desairarlo, prefirió mantenerse a una cierta distancia. Las consecuencias fueron que don García se sintió muy humillado por el comportamiento de sus progenitores y su resentimiento hacia ellos se acrecentó mucho más de lo que ya estaba. Así, pues, a nadie extrañó que tanto él como su esposa doña Muniadona fueran los primeros de toda la familia real en abandonar la ciudad compostelana.
Don García pasaba los días en su palacio amargado y resentido. No sabía qué hacer para agradar a su padre. Éste durante toda su vida le había mostrado indiferencia cuando no desprecio. El príncipe siempre había querido complacer a su progenitor, pero nada de lo que hacía satisfacía a su padre, más bien parecía desagradarle y ponerlo de malhumor. El último paso que había dado con ese fin fue el de su enlace matrimonial con la hija del conde de Castilla. El primogénito de Alfonso III pensó que con esa unión su padre se congraciaría con él y le abriría de nuevo sus brazos y su corazón. Pero no fue así. El rey siguió mostrándole su indiferencia y su desprecio.
Un día caluroso del mes de julio don García y su esposa almorzaban en su palacio de Zamora. A pesar de encontrarse en una de las dependencias más frescas de la mansión, el calor se dejaba sentir, lo que acrecentaba aún más el malhumor del príncipe.
—¡Retira ese plato! —gritó desabridamente a un sirviente que se acercaba a él para servírselo.
—No seas tan descortés, García. ¿Qué te ha hecho el pobre Juan para que descargues en él tu cólera?
—¡Déjame en paz tú también, que no estoy para monsergas!
—¡No, si al final vamos a pagar todos tu mal humor! Desde que regresamos de Galicia, no hay quien te aguante. Hubiera sido preferible no haber asistido a aquella ceremonia. Para lo que nos ha servido…
Don García se mordió la lengua para no replicar a su esposa. Sabía que no le faltaba razón. Con su comportamiento estaba tensando cada vez más sus relaciones matrimoniales. Su resentimiento por los hechos acaecidos en Santiago de Compostela era superior a sus fuerzas. No podía dominar la rabia que lo embargaba y el rencor fluía por todos los poros de su piel. Se daba perfectamente cuenta que pagaban las culpas de su estado de ánimo las personas que lo rodeaban, que eran totalmente inocentes, pero no podía evitarlo. Cuando menos lo esperaba, explotaba toda su ira.
—Lo siento, esposa mía, no puedo remediarlo. No sé qué me pasa. A veces pienso que no soy dueño de mí mismo.
—Lo comprendo, querido, pero estás descargando todo tu odio contra nosotros y creo que no nos lo merecemos.
—Desde luego que no os lo merecéis. Intentaré cambiar, te lo prometo.
Don García apuró un buen vaso de vino de los Campos Góticos y se sirvió otro que se disponía a trasegar de nuevo.
—Así no.
—¿A qué te refieres, querida?
—Que con la bebida no lo vas a conseguir.
—Tienes razón —depositó el vaso lleno sobre la mesa—. El vino no me hará olvidar las penas. No sé qué hacer, pero tengo que llevar a cabo algún gesto o alguna obra que halague a mi padre. No puedo seguir así. De todas maneras, haga lo que haga no conseguiré complacerlo nunca.
—¿Quién sabe? Piensa en lo que más le pueda agradar.
—Si yo lo supiera…
Acabado el almuerzo, los jóvenes esposos abandonaron la mesa para trasladarse a una de las dependencias más frescas del palacio. El calor era sofocante.
—Tu padre siempre ha estado obsesionado por el avance y la repoblación del reino. Podías hacer algo en ese sentido.
—Tienes razón, querida. No lo había pensado. ¿Qué puedo hacer entonces?
—Luchar contra los moros no puedes hacerlo, porque no tienes tropas bajo tu mando. Pero podrías intentar repoblar alguna plaza o alguna ciudad.
—Has dado en la diana, Munia. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes?Ahora es cuestión de elegir la plaza que debo repoblar. En este momento no se me ocurre ninguna.
—No te preocupes, tienes mucho tiempo por delante para pensarlo.
El joven matrimonio siguió con su conversación en aquella dependencia tan fresca ubicada en los sótanos del palacio. Allí dejaron pasar las horas de la siesta hasta que el disco solar inició su descenso hacia el lejano horizonte. Fue entonces cuando decidieron salir de su refugio.
Los días transcurrían sin contratiempos ni sobresaltos. El verano ya llegaba casi a su ocaso. Don García decidió dar un paseo una mañana por las riberas del Duero en compañía de su privado. El calor ya se había moderado bastante y bajo las sombras de las alamedas que bordeaban las orillas del río el frescor que se sentía resultaba muy agradable. Después de una corta carrera los caballos caminaban al paso. El príncipe y su privado conversaban animadamente.
—Llevo dándole vueltas al tema desde hace más de dos meses y no acabo de decidirme por la plaza que debo repoblar. He pesando en varias, pero en todas encuentro algún inconveniente. En más de una ocasión me he decantado por Coyanza y más aún por Benavente. Ambas están en el Esla y la última además en la confluencia de éste con el Órbigo. Ocupa un lugar muy estratégico, pero se me antoja que están demasiado separadas de la línea fronteriza que mi padre ha fijado en el Duero. Por eso siempre termino por descartarlas.
—Y no te falta razón, García. Tu padre no aprobaría nunca esa repoblación si no llevas a cabo otras en lugares más estratégicos. Piensa que tu padre lo que quiere es fortalecer justamente la línea fronteriza. El resto es secundario para él.
—Eso es lo que me detiene y como lo que pretendo es hacer algo que le agrade, no puedo cometer un error que nunca me perdonaría. También he pensado en Villalpando y en Medina de Rioseco, pero en ambas encuentro un problema parecido al de las dos anteriores. Se alejan demasiado de la línea fronteriza.
—No te aconsejo que las escojas, pues con su elección defraudarías aún más a tu padre. Es mejor que te decidas por alguna población situada al lado del Duero.
—En efecto, por eso hace mucho que considero que el lugar idóneo podría ser Toro. También he tenido en cuenta a Tordesillas, pero ésta queda un poco más lejos de Zamora que la primera. Me inclino más por Toro. Está ubicada en un montículo sobre el Duero. Su distancia a Zamora es relativamente corta. Además, cubre un área agrícola muy importante. No debemos olvidar que está enclavada en medio de los Campos Góticos, la calidad de cuyos vinos todos conocemos y todos apreciamos. Para mí ésta sería la plaza ideal que debería repoblar, no sólo para defender la frontera con los mahometanos, sino también para aumentar el cultivo de sus viñedos que tanta fama le dan.
—Tienes razón, amigo mío. Yo en tu lugar no perdería más tiempo y me pondría ya manos a la obra para llevar a cabo su repoblación. Por cierto, una vez finalizada ésta, acto seguido repoblaría Tordesillas. Las dos constituyen buenos baluartes de defensa contra los musulmanes. No dejes pasar la oportunidad de darle una grata sorpresa a tu padre.
—Gracias, amigo. Así lo haré. Este mismo otoño comenzaré su repoblación. Para ello traeré gentes del norte, pero sin olvidarme de los mozárabes de Toledo. No debemos desamparar a nuestros correligionarios que tan oprimidos y humillados viven bajo el yugo del imperio árabe. Son muchos los que están dispuestos a abandonarlo todo y venirse a vivir a nuestro reino. Cada día están más perseguidos por el emirato de Córdoba. Los moros los estrujan con sus impuestos. Además, no pueden practicar libremente la religión. Tienen que esconderse para hacerlo. Algunos, por miedo a perderlo todo, se han convertido al mahometanismo con tal de no verse privados de sus bienes. Son conversiones falsas, pues en sus casas siguen practicando el cristianismo, pero oficialmente ya no son cristianos. Debemos darles una oportunidad para que puedan vivir con libertad y conforme a sus creencias.
—Es un noble empeño, García. Ahí tienes una buena obra que tu padre te agradecerá.
—Bueno, eso habrá que verlo. Lo importante es que yo me sienta satisfecho de mi obra y de mí mismo. Con eso ya me doy por contento.
Los dos amigos se apearon de sus caballos para acercarse a la orilla del río. El estiaje había hecho descender considerablemente su caudal. En algunos lugares parecía vadeable. Allí todavía no había recibido las caudalosas aguas del Esla. A partir de la unión con éste su caudal aumenta más del doble.
—¿Cruzamos al otro lado? Por ahí la corriente no es tan profunda. Seguro que nuestros caballos lo pueden conseguir.
—Tú siempre con tus ocurrencias, Nuño. No sé para qué quieres cruzar a la otra orilla. ¿Acaso no se está bien aquí?
—Es por amor a la aventura y por comprobar qué se siente al cruzarlo. Además, ¿qué podemos perder? Todo lo más que los caballos tropiecen y nos demos un remojón. Mira, podemos probar un poco más abajo, donde se ensancha el río. Allí el agua tiene que ser poco profunda. Vamos a probarlo.
—Si te empeñas, lo intentaremos.
Los dos amigos decidieron vadear el Duero, pero poco después de introducirse en su caudal tuvieron que volver al punto de partida si no quisieron terminar ellos y sus monturas arrastrados por la corriente del agua río abajo. Los caballos a duras penas lograron ganar de nuevo la orilla y pisar tierra firme. Al llegar a ella los dos jóvenes descabalgaron y se tendieron en un pequeño soto que allí había. El agua les había llegado hasta más arriba de las rodillas.
—¡Cómo engaña esto! No parecía que llevara tanta agua. Si nos descuidamos un poco, no la contamos.
—Tú siempre con tus aventuras, Nuño. Es la última vez que te sigo en tus juegos. Hemos estado a punto de ahogarnos por una estupidez tuya.
—Lo siento, García. Me he equivocado. De ahora en adelante me lo pensaré dos veces antes de proponerte algo así.
—Hasta la próxima que se te ocurra. El que tendrá cuidado de no seguir tus pasos seré yo.
Los dos jóvenes se descalzaron para que se secara su calzado. El sol ya casi alcanzaba el cenit y sus rayos se dejaban sentir con fuerza. En poco más de una hora su calzado estaría seco.
—La próxima vez que se te ocurra cruzar el Duero traes una barca. A caballo ya lo he intentado para el resto de mis días. ¡Mira que si nos arrastra el agua río abajo…!
—Te repito que lo siento, García. No creí que fuera tan profundo.
—Bueno, vamos a dejar el incidente y a calzarnos si ya se ha secado el calzado. Pronto será la hora de comer. No podemos descuidarnos.
A eso del mediodía nuestros dos jinetes se lanzaron en veloz carrera camino de Zamora. Ambos galopaban raudos por la vereda del Duero. Los dos iban a la par, cabeza con cabeza de sus cabalgaduras. Si don García espoleaba su montura, Nuño no se quedaba atrás. Unas veces se adelantaba uno, otras el otro, pero siempre juntos los dos. Todo lo más que se separaban uno del otro era un metro. Ya próximos a las murallas de la ciudad, el príncipe hincó las espuelas a su caballo que salió como disparado por un rayo. En un abrir y cerrar de ojos dejó atrás a su amigo, que intentó alcanzarlo pero era demasiado tarde. Al llegar a las puertas de la muralla, don García detuvo su montura para esperar a su amigo. Luego entraron los dos juntos con los caballos al trote para perderse por las calles de la ciudad.
30
Un año después de la consagración de la basílica de Santiago de Compostela, el rey Alfonso III el Magno se entrevistó con su aliado Fortún I de Pamplona. El motivo era iniciar una serie de ataques contra los Banu Qasi de Zaragoza para recuperar algunas plazas perdidas, como la de Grañón, o conquistar otras nuevas por tierras de La Rioja y del este del condado de Castilla. A pesar de su edad un poco ya avanzada, don Alfonso no podía permitir que el emirato andalusí recobrara territorios ya reconquistados o se hiciera fuerte en los que poseía. El rey asturiano seguía con su idea obsesiva de recuperar la Península entera para la cristiandad, para lo que no escatimaba esfuerzos. Por eso pretendía reforzar y fortalecer la frontera oriental de su reino a través de una sólida alianza con el rey navarro y el hostigamiento permanente a la familia de los Banu Qasi.
En medio de todas esas acciones militares y preocupaciones por el engrandecimiento de su reino y la expansión de la cristiandad por todo el territorio peninsular, don Alfonso aún tenía tiempo para ocuparse de otras obligaciones inherentes a su cargo, como el nombramiento de los nuevos obispos para las diócesis de León y Zamora.
En la primavera del año 900 había fallecido monseñor Vicente, que regentaba la diócesis de León. Ante el luctuoso suceso, las gentes de la ciudad comenzaron a aclamar al abad Froilán como nuevo obispo de León. Don Alfonso, ante el fervoroso clamor de todos los habitantes de la ciudad, se vio obligado a nombrar obispo de la misma a Froilán, que por aquel entonces regía los destinos del monasterio de Santiago de Moreruela. Pero, ¿quién era este santo varón y por qué lo aclamaba tanto la gente?
Froilán había nacido en Lugo sesenta y siete años antes. Parece ser que en los años de su tierna infancia e inquieta adolescencia no tenía nada de santo, antes al contrario formó parte del mundo del hampa. Con todo, Froilán en los primeros años de su juventud enmienda su errado camino y lo encauza hacia el servicio del Señor. No tardó en abandonar los estudios eclesiásticos para retirarse a vivir en una gruta de Vega de Valcarce en las montañas de León. Froilán quería enmendar los errores cometidos hasta aquel momento, por lo que a partir de entonces pensaba llevar una vida austera de ayuno y penitencia. Pero por aquellos años se produjo uno de los momentos más virulentos de represión de los cristianos en el emirato cordobés. Los mártires surgían por doquier. Este hecho provocó una nueva crisis en el espíritu de Froilán, que al final decidió abandonar su retiro para ir por los pueblos sembrando la semilla del Señor. En ese deambular conoció a Atilano, que ejercía de sacerdote en territorio musulmán, y juntos decidieron dedicar su vida al mundo monacal y a la reforma de sus reglas, pero antes se retiraron varios años al monte Curueño para llevar de nuevo una vida ascética y de perfección.
La fama de la vida ejemplar que llevaba Froilán llegó un día a oídos del rey, que lo mandó llamar ante su presencia. El eremita se hizo de rogar hasta que al fin cedió ante la insistencia del rey. Froilán se presentó en el palacio real de Oviedo un día frío y lluvioso de otoño. Don Alfonso lo esperaba en su despacho real.
—Majestad, Froilán espera ser recibido por Vos, Señor.
—Hazle pasar, Pedro.
Froilán se postró ante los pies del rey mientras éste lo invitaba a que se sentara junto a él.
—Majestad, no soy digno de estar ante vuestra presencia y menos aún de sentarme junto a Vos.
—No seáis tan humilde, Froilán. Sentaos aquí a mi lado.
—Señor, me conformo con permanecer de pie ante Vos.
—Como queráis, pero levantaos.
El eremita se puso en pie no sin antes desgranar varias excusas por la osadía de encontrarse cara a cara con el rey.
—Me han informado que queréis fundar varios monasterios por todo mi reino. ¿Es cierto eso?
—Verá, Señor. Mi compañero Atilano y un servidor estamos decididos a llevar una vida monacal, para lo cual nos gustaría fundar más de un monasterio, si vuestra Majestad no nos lo impide.
—Al contrario, Froilán. Ése es el motivo por el que os he hecho llamar. Necesitamos extender las fronteras de nuestro reino y para ello es imprescindible que se colonicen las nuevas tierras conquistadas. Nada mejor para esta loable aspiración que la fundación de monasterios, los cuales ayudarán a cultivar la tierra y a consolidar la población que se establezca en esos nuevos dominios. Necesito hombres como vos que me ayuden a repoblar las tierras fronterizas. Así, pues, quedáis plenamente autorizado para construir los cenobios que consideréis más idóneos para vuestros propósitos. Id con mi beneplácito.
—Gracias, Majestad —el eremita hizo una gran reverencia al rey—. Si no deseáis nada más de este humilde servidor, Señor, os pido permiso para retirarme.
—Podéis retiraros, Froilán.
Froilán y Atilano abandonaron las agrestes montañas de León para recorrer amplias zonas del valle del Duero con el fin de construir algún cenobio por aquellas tierras. Después de inspeccionar minuciosamente toda la región, decidieron instalarse en Tábara, situada en la parte más oriental de las estribaciones de la Sierra de la Culebra.
Los dos monjes ermitaños se acercaron al pueblecito ya casi a punto de oscurecer. Aquel día habían recorrido más de cinco leguas por las estribaciones de la Sierra de la Culebra sin darse un minuto de descanso. Ya era hora de tomarse un respiro seguido de un frugal refrigerio para pasar la noche.
—Mira, Atilano, podemos descansar en este pueblo. Yo ya no aguanto más. Tengo doloridos los pies y el cuerpo entero.
—También yo estoy cansado y dolorido, Froilán. Llamemos en la primera casa que encontremos a ver si nos dan un mendrugo de pan que llevarnos a la boca y nos proporcionan un techo donde cobijarnos.
Los dos ermitaños recibieron alimento y hospedaje para pasar la noche que se avecinaba. Durante el sueño Froilán creyó recibir un aviso divino a través del cual Cristo le pedía que construyera allí un cenobio. Por la mañana temprano le comunicó a su amigo el sueño que había tenido. Inmediatamente tomaron la decisión de fundar allí mismo un monasterio que dedicarían precisamente a San Salvador. Pasados unos años el sueño se había convertido en realidad. El humilde pueblo había cobrado gran relevancia gracias al fastuoso cenobio que habían erigido en él Froilán y Atilano. El nuevo monasterio no tardó en acoger alrededor de seiscientos monjes y monjas, que llegaban atraídos por la vida contemplativa y de sacrificio que en él se practicaba. Con el tiempo este cenobio alcanzaría gran fama gracias al importante scriptorium que albergó. De él salieron grandes obras de arte, como el Beato de Tábara, de reconocido prestigio.
Más adelante fundaron el monasterio de Santa María de Moreruela a unas cuatro leguas del de San Salvador, situado en un pequeño altozano junto al Esla, en las proximidades de Moreruela, dedicado también al ascetismo y la oración. Fray Froilán fue nombrado abad del mismo y fray Atilano, prior.
Una hermosa mañana de principios de mayo un sol radiante lucía en el cielo azul. Los trinos de los pajarillos deleitaban los oídos. Los árboles y arbustos vestían mil colores y exhalaban deliciosas fragancias. El abad Froilán y el prior Atilano paseaban por el atrio del monasterio mientras elevaban sus oraciones al Señor. Fray Fabián, el hermano portero, se acercó con paso tímido al padre abad.
—Padre abad, ¿da vuestra reverencia su permiso para hablar?
—¿Qué ocurre, hermano Fabián?
—Un mensajero del rey desea veros, padre.
—¿Qué querrá ahora Su Majestad de este humilde servidor? Está bien, hazle pasar.
—¿Aquí, padre?
—Sí, hermano Fabián. Aquí mismo lo recibiré.
Mientras el hermano portero fue en busca del mensajero real, el padre Atilano se acercó a su amigo.
—¿Qué pasa, Froilán?
—Aún no lo sé, Atilano. Parece ser que ahí fuera hay un mensajero del rey. Veremos qué noticias nos trae. Ahí viene. Oigámoslo.
El mensajero se acercó a los dos monjes y, después de besarle la mano al padre abad, les comunicó el motivo que lo había llevado hasta allí.
—Padre Froilán, Su Majestad el rey me envía para que le comunique su nombramiento como obispo de la diócesis de León y el de fray Atilano como obispo de Zamora.
Los dos amigos se quedaron perplejos ante la noticia que acababan de recibir.
—¿Cómo dices? —exclamó sorprendido el padre abad.
—Lo que acaba de oír vuestra reverencia. El rey lo ha nombrado obispo de León y quiere que se desplace a dicha ciudad de inmediato.
—¡No puede ser! Tiene que tratarse de un error. Seguro que hay muchos otros monjes y sacerdotes mejor preparados que un servidor para desempeñar ese cargo. No puedo aceptar tan alta responsabilidad.
—Habéis sido aclamado por todo el pueblo de León como su nuevo obispo. El rey no ha hecho más que aceptar la voluntad popular.
—¡Alabado sea Dios! Pero ¿cómo voy a desempeñar un puesto para el que no estoy preparado? ¡Señor, hágase tu voluntad!
—¡Hágase la voluntad del Señor! —corroboró el padre Atilano.
Los dos monjes se santiguaron mientras elevaban la vista al cielo.
—¿Y dices que tengo que partir inmediatamente para León?
—Sí, reverencia. Tengo órdenes de acompañarlo yo mismo. También debe partir inmediatamente para Zamora fray Atilano.
—¡Pero si no estoy preparado! Al menos tendré que despedirme de mis hermanos.
—Por supuesto. Aunque no debemos demorar nuestra partida más de dos o tres días. Su Majestad lo espera en León para asistir a su consagración.
—Señor, Señor. ¡Qué cruz más amarga nos enviáis! —el abad Froilán hizo un gesto de resignación. Luego abrazó a su compañero y amigo—. Bueno, Atilano, que Dios nos ampare y tenga piedad de nosotros. No nos queda más remedio que aceptar los designios del Señor. Ahora vamos a preparar nuestra despedida de toda la comunidad. Lo haremos con la celebración de una misa solemne como acto de acción de gracias al Señor.
—Lo que dispongas, Froilán.
Los dos amigos se encaminaron hacia el interior del monasterio para organizar los actos de despedida.
—Mañana mismo partiré para León. No quiero enojar al rey.
—Haces bien, Froilán. El rey debe ser complacido siempre, aunque eso nos obligue a veces a renunciar a nuestros propios deseos.
El padre abad había ordenado que toda la comunidad se congregara en la iglesia para la celebración del santo sacrificio de la misa. Antes de dar comienzo el oficio divino, mandó llamar al monje de más edad del monasterio para hacerle entrega del mismo.
—Fray Perfecto, en tus manos queda este monasterio. Estoy convencido que lo llevarás por la senda del bien como hemos hecho hasta ahora. Procura que no se relaje la disciplina. La oración y la penitencia han de seguir siendo los dos grandes pilares en los que se sustente. Sé siempre recto con todos los miembros de la comunidad, pero no seas injusto con ellos. Haz que la verdad prevalezca sobre el error. Destierra de las paredes de este monasterio la mentira y la hipocresía. Pero, por encima de todo, haz que esta casa sea siempre la casa del Señor.
—Os prometo que así lo haré, padre abad.
—Que Dios te lo premie si así lo hicieres.
A continuación dio comienzo la misa de acción de gracias que el abad quería celebrar antes de su despedida.
Al día siguiente, de madrugada, el abad Froilán partió para León donde sería nombrado obispo de la ciudad. El prior Atilano partió al mismo tiempo para Zamora. El abad Froilán iba acompañado por dos hermanos del cenobio y por el mensajero y los escoltas que había enviado el rey para hacerle más cómodo el viaje. Tres días más tarde hacía su entrada triunfal en la ciudad aclamado por la multitud. Su primer acto fue presentarse al rey.
—Señor, aquí tenéis a vuestro humilde siervo.
El padre Froilán se postró de hinojos ante el rey.
—Levantaos, Froilán. Sed bienvenido ante mi presencia.
Don Alfonso lo invitó a que tomara asiento frente a él.
—Señor, no soy digno del favor que me otorgáis.
—No sigáis tan humilde como siempre, Froilán. Vuestra reverencia es el más digno de todos mis súbditos para ocupar la silla episcopal de esta ciudad.
—Me halagáis, Señor. Este humilde servidor no sabe hacer otra cosa más que dirigir un pobre cenobio olvidado del mundo.
—Sabéis muy bien que eso no es cierto y que vuestra valía es muy superior a lo que tratáis de reconocer. Vuestra fama y vuestro olor a santidad son méritos suficientes para que ocupéis la cátedra episcopal.
—Me abrumáis con vuestros elogios, Majestad. Yo no soy más que un humilde servidor de Dios y un pobre monje cenobita que no sabe nada del mundo. Seguro que en vuestro reino hay centenares de monjes y clérigos mucho mejor preparados que este humilde servidor.
—Seguro que no, Froilán. Y si los hubiera, no tienen mi favor. Vos sois el elegido y el designado por mí. No hay nada más que hablar.
—Hágase la voluntad del Señor.
—Hágase su santa voluntad —contestó el rey—. Y ahora aprovechad el tiempo, porque el próximo día diecinueve se celebrará vuestra consagración como nuevo obispo de la diócesis de esta ciudad.
—¿Tan pronto, Señor?
—Tan pronto. Ya están avisados todos los obispos que tomarán parte en la ceremonia. Así que no debéis perder el tiempo, pues apenas falta una semana para el acontecimiento.
El abad Froilán agradeció sinceramente al rey su nombramiento antes de retirarse a la residencia episcopal. Dedicó los días que faltaban para su consagración como obispo a preparar la ceremonia y los pasos que debía seguir en ella, pero sobre todo los dedicó a orar a Dios y a pedirle que le diera las luces y las fuerzas necesarias para guiar el nuevo rebaño que le había encomendado. Sentía sobre sus espaldas una responsabilidad para la que no estaba preparado. Él había dedicado toda su vida a la oración y a la penitencia. Pero apenas sabía nada del mundo y de las necesidades del ser humano. Tendría que pedir ayuda a Dios para que iluminara su mente y le hiciera descubrir el camino recto por el que debería conducir a su nuevo rebaño.
Los días que faltaban para su consagración se le pasaron como un suspiro. Cuando quiso darse cuenta, ya había llegado la hora de la ceremonia. Ésta se llevó a cabo siguiendo todos los rituales al uso. Al acto asistieron, además de los siete obispos concelebrantes, los reyes, el príncipe don García, media docena de condes y otros aristócratas, así como una inmensa multitud que se apiñaba en el templo y en buena parte de sus alrededores. Finalizada la ceremonia, cuando el nuevo obispo salió a las puertas de la catedral, revestido con su capa pluvial, su báculo y su mitra, y se dispuso a dar la bendición a todos los fieles allí reunidos, fue clamorosamente aclamado por los asistentes. Aquel día, sin saberlo, León honraba ya al que no tardaría en convertirse en su patrón hasta la actualidad.
31
El primer lustro del siglo X se caracterizó por los continuos ataques de Alfonso III el Magno a los Banu Qasi y a sus dominios de Zaragoza y tierras riojanas. De nuevo el monarca asturleonés vuelve a ocupar el castillo de Grañón, pero los avances de los zaragozanos en tierras de La Rioja y Álava obligaron a don Alfonso a replegarse en su reino y abandonar por segunda vez la plaza riojana recién conquistada. Esto hizo que sus relaciones con el rey de Navarra comenzaran a enfriarse y que concentrara todos sus esfuerzos de reconquista en el valle de Duero. Para entonces ya había trasladado, de hecho, la corte a León, ciudad en la que residía la mayor parte del año junto con la de Zamora. Desde ambas podía dirigir con mayor efectividad las campañas contra el imperio árabe del sur.
Por aquel entonces finalizaron los trabajos de restauración del monasterio de San Facundo y San Primitivo que el propio rey había sufragado y que había mandado realizar pocos años antes. Recordemos que este monasterio había sido destruido en el año 883 por al-Mundhir en su fallido intento de atacar a León y que el rey don Alfonso se había comprometido a restaurarlo en su primigenio esplendor.
El 22 de octubre del año 904 se reunieron en el monasterio de San Facundo y San Primitivo los reyes y todos sus hijos para celebrar su restauración. Era un día gris de otoño. La lluvia caía suave pero insistentemente sobre la vega del Cea y todo el valle del Duero. El día era triste y desapacible. Ni un rayo de sol atravesaba las espesas nubes, pero el interior del templo brillaba como un lucero. Dom Alonso había dado órdenes para que no quedara un solo rincón de la iglesia en el que no ardiera algún candelabro o alguna vela. El altar mayor deslumbraba por su esplendor. En el lado del Evangelio habían instalado el palco real donde se situaron los reyes y sus hijos. Frente a las gradas y en los primeros escaños, tomaron asiento varios condes y muchos representantes de la aristocracia del reino.
La misa fue concelebrada por el abad dom Alonso junto con los obispos de León y Zamora, monseñor Froilán y monseñor Atilano, respectivamente, que años atrás habían formado parte de la comunidad benedictina del monasterio. Leída la Epístola, tomó la palabra el rey.
—Dom Alonso, hoy es un día memorable para mí. Hace muchos años que os prometí la restauración de este monasterio tras su devastación por las tropas de al-Mundhir. Esa promesa la he tenido desde entonces siempre presente en mi cabeza y en mi corazón. Han sido muchos los momentos en que he deseado realizar la promesa que os hice un día, pero siempre ha surgido algún problema que me ha impedido llevarla a cabo. Al fin hemos podido cumplir lo prometido. Hoy es, por tanto, un gran día para mí. Como muestra de ello, os hago entrega de la villa de Calzada. Tendréis entera autoridad y jurisdicción sobre todos sus bienes y habitantes, que quedarán obligados a realizar cuantos servicios y trabajos les ordenéis para vos y para el monasterio, tanto ahora como en el futuro. Como prueba de ello, os extenderemos una cédula de donación firmada por mí y por todos mis hijos.
Un murmullo se extendió a lo largo y ancho de todo el templo. A continuación habló el abad del monasterio.
—Señor, no sé cómo agradeceros la magnificencia que siempre habéis mostrado conmigo y con este monasterio. Desde el primer día que puse los pies en esta tierra habéis sido generoso conmigo. Ya me ayudasteis con esplendidez en su fundación y ahora habéis contribuido con magnanimidad a su restauración. Si no hubiera sido por vuestra munificencia, jamás se hubieran podido erigir estos muros que hoy nos cobijan. Por si eso no fuera suficiente, ahora nos acabáis de hacer donación de Calzada con todos sus habitantes y bienes. Señor, os estamos eternamente agradecidos por las mercedes que nos habéis hecho.
—Esas mercedes con ser muchas no son todas las que yo hubiera deseado haceros. Aquí se hallan y custodian las reliquias de los dos santos que más venero. Gracias a su invocación he logrado muchas y grandes victorias. Por tanto, todo lo que he donado a este monasterio es poco comparado con los beneficios que he obtenido de sus santos patronos, San Facundo y San Primitivo. Por otra parte, vos y vuestro monasterio habéis hecho y estáis haciendo una gran labor de repoblación y consolidación de estas tierras y sus gentes. Aparte, la instrucción intelectual y moral que habéis impartido a un gran número de jóvenes es encomiable. Vos mismo habéis instruido a mi hijo García en todas las ramas del saber y le habéis dado la sólida formación que posee. Soy yo quien os debe dar las gracias a vos y no vos a mí. Por eso os anticipo que no será ésta la última gracia que os conceda.
—Repito, Majestad, que no sé cómo agradecéroslo. Por eso vamos a continuar con la celebración de la Eucaristía para agradecer con ella al Señor tantos bienes recibidos.
Después de la celebración religiosa, la familia real junto con la nobleza, aristócratas y clero se reunieron en el refectorio del monasterio para cerrar con un banquete los actos del día. Don Munio Núñez no tuvo ningún problema para ocupar un asiento al lado de su yerno. La familia real, como de costumbre, trataba de dejar un poco al margen al primogénito del rey, don García. En un lugar un poco alejado de los reyes y de sus hijos, don Munio, rodeado de los suyos, pudo departir con entera libertad con su yerno.
—Veo que las relaciones con vuestro padre siguen en el mismo punto muerto donde estaban.
—Más que seguir en el mismo punto yo diría que han retrocedido. Mi padre siempre me ha despreciado y no va a cambiar ahora que se encuentra en los últimos años de su vida.
—Entonces, ¿seguís pensando que no vais a heredar el reino?
—Por supuesto. Mi padre no deja sin el reino, o una buena parte del mismo, a su predilecto. De eso podéis estar bien seguro. Lo más probable es que divida el reino entre todos.
—¿Y os vais a quedar tan tranquilo?
—No, pero, ¿qué puedo hacer?
—Rebelaros contra él.
Don García se quedó pensando en las palabras de su suegro. Alguna vez había pasado por su mente una idea semejante, pero siempre la había desechado por absurda. Él no podía rebelarse contra su padre. Era su progenitor y, además, era el rey. ¿Qué derecho tenía él a interponerse contra las decisiones de su padre? Pero, si lo pensaba bien, él era el primogénito. Por tanto, tenía derecho a heredar el reino entero. ¿Acaso no lo había heredado su progenitor de su padre y había desheredado a todos sus hermanos por tratar de rebelarse contra él? Entonces, ¿por qué no podía hacer él lo mismo y heredar todo el reino como le correspondía por ser el primogénito? La idea no era tan descabellada.
—Bien, ¿qué decís?
—No lo sé, Munio. Tengo que pensarlo.
—Pues no os demoréis mucho, porque puede ser demasiado tarde. Vuestro padre, aunque se ve todavía fuerte y valiente, ya es mayor y cualquier día puede daros un susto. Estas cosas cuanto antes se hagan mejor.
—No os falta razón, pero hay otro inconveniente.
—¿Cuál?
—Debería contar con mis hermanos Ordoño y Fruela. Ellos gobiernan Galicia y Asturias, respectivamente. Si me rebelo contra mi padre y ellos están a favor de él, tengo todas las de perder. Antes tengo que asegurarme su confianza y su lealtad.
Don Munio movió dubitativamente la cabeza. No confiaba mucho en la lealtad de los infantes. Máxime cuando don Ordoño gozaba de todos los favores del rey.
—Yo no me fiaría mucho de vuestros hermanos, pero vos sabréis qué es lo que más os conviene.
—Tampoco yo me fío mucho de ellos. Por eso tengo que ganarme su confianza. Si diera yo solo el paso, casi seguro que ellos se pondrían de parte de mi padre y entonces no tendría nada que hacer.
—O tal vez sí y en ese caso os podríais quedar dueño del reino de León y el condado de Castilla. Galicia y Asturias de momento podríais olvidaros de ellas. Ya llegaría la ocasión de incorporarlas a vuestro reino.
—Es tentador lo que me proponéis. Tendré que considerarlo seria y detenidamente.
—Si algún día decidís llevarlo a cabo, contad conmigo. Para esto y para todo me tendréis siempre a vuestro lado.
—Lo sé y lo tendré presente, Munio.
Don García regresó a Zamora con las palabras de su suegro zumbando en sus oídos. Era una idea descabellada, pero no del todo irrealizable. Tenía que intentar el destronamiento de su padre, pues si esperaba a que falleciera, ya sabía que como mucho iba a recibir tan sólo una parte del reino y él quería heredarlo íntegramente. La única manera de conseguirlo era deponer a su padre y ponerse él en su lugar. Pero en medio estaban sus hermanos, que no estarían dispuestos a perder lo que ya consideraban suyo. Tenía que convencerlos, lo que no sería una tarea fácil, tanto por la discreción que tendría que llevar como por el distanciamiento que había entre ellos. Pero tenía que intentarlo.
Poco después de la donación hecha anteriormente al monasterio de San Facundo y San Primitivo, el rey le donó el monasterio de San Saelices de Cea con su coto, todos los lugares comprendidos en él y todos sus moradores. Este documento también fue firmado por el rey, la reina y todos sus hijos. Pero las donaciones no quedaron ahí, pues al año siguiente el rey volvió a hacerle nuevas donaciones. Presumiblemente el abad dom Alonso muriera poco después de la ceremonia de restauración del monasterio, puesto que en las siguientes donaciones ya no consta como abad. Le sucedió en el cargo dom Recesvindo, que es quien aparece en las donaciones hechas por el rey en noviembre del 905. En esta fecha don Alfonso dona al monasterio el gran coto que lo rodea con todas sus haciendas, lugares y gentes, así como la jurisdicción omnímoda de muchos lugares e iglesias próximos al mismo. Tal es el caso de las villas de Zonio y Patricio o las iglesias de San Fructuso de Rioseco y San Pedro de Boadilla, entre otras. Con estas donaciones el rey don Alfonso dio fe de su gran magnificencia hacia el monasterio de San Facundo y San Primitivo y cumplió con las promesas que le había hecho. El monasterio, por su parte, vio considerablemente aumentados sus dominios por todos aquellos lugares y planicies de los Campos Góticos.
32
Don Alfonso paseaba por los jardines de su palacio de Oviedo un templado día de finales de septiembre. Acababa de pasar los rigores del verano en su retiro del valle de Boides. Su estancia en aquel encantador paraíso le había sentado muy bien, no sólo por el frescor que en él se respiraba, sino también porque la paz que allí reinaba le había ayudado a olvidar durante un breve período de tiempo los muchos problemas y preocupaciones que lo agobiaban. La onerosa carga del reino cada día se le hacía más pesada, aunque no por eso renunciaba a sus obligaciones como rey ni de sus labios salía la más mínima queja. Antes al contrario, se sentía plenamente satisfecho de ceñir sobre su frente la pesada corona real. El rey se había detenido ante un pequeño parterre lleno de rosales y flores multicolores, cuando se le acercó uno de sus sirvientes que le anunció la llegada de un emisario del conde de Aragón.
—Majestad, ha llegado un emisario del conde Galindo de Aragón. Espera ser recibido por Vos, Señor.
—Hazle pasar a mi despacho.
El rey permaneció un momento más en el jardín. Quería contemplar unos instantes más la belleza de las plantas y flores que por él pululaban mientras aspiraba el delicioso aroma que de ellas emanaba. A pesar de que se hallaba en el período de descanso estival, que tanto necesitaba, y que había trasladado toda su corte a León unos años antes, don Alfonso no desaprovechaba ninguna oportunidad para prestar un nuevo servicio al reino. Así, pues, con pasos lentos pero decididos abandonó el jardín para entrar en el palacio. El emisario del conde Galindo lo esperaba en la antesala. El rey ordenó que pasara a su despacho.
—Majestad, —el mensajero postró su rodilla derecha en tierra y besó la mano que el rey le extendía—, traigo un mensaje del conde Galindo y de los condes de Pallars y Ribagorza.
—¿Y bien?
—Pretenden destronar al rey Fortún de Pamplona. Para ello necesitan vuestra alianza, Señor.
—¿Y quién ocupará su lugar?
—Tienen intención de reponer la dinastía Jimena en el trono de Pamplona, que sería ocupado por el rey Sancho I Garcés. Pero, para llevarlo a cabo, necesitan vuestro beneplácito y vuestra colaboración, Señor.
El rey se quedó unos instantes pensativo. Luego, ordenó que dieran hospedaje al mensajero del conde de Aragón. Antes de tomar una decisión, quería comentar el tema con la reina doña Jimena. Al fin y al cabo, ella formaba parte de la dinastía que querían reponer en el trono de Pamplona. Sin pérdida de tiempo se hizo anunciar su presencia en las cámaras de la reina. Ella se sobresaltó un poco al recibir la noticia, pues el rey no acostumbraba a visitar sus cámaras privadas si no era por un motivo especial.
—Señora, estáis encantadora como siempre —don Alfonso se dirigió a su esposa para tomarle la mano derecha y besársela al tiempo que ella se levantaba de su sitial.
—¿Qué os trae por aquí, mi Señor?
La reina hizo un gesto a sus doncellas para que la dejaran a solas con su esposo.
—Pues veréis, Señora. Me sentía un poco solo y he decidido venir a haceros una visita.
—¡Uy, qué galante os sentís hoy, Señor! Dejaos de cumplidos y decidme la verdad. Vos no venís a mis aposentos si no es por alguna razón especial, así que ya podéis empezar a hablar.
—Tenéis razón, Señora. Por mucho que lo intente, no lograré engañaros nunca. El motivo de mi visita es que ha venido a verme un mensajero del conde Galindo. Entre él y los condes de Ribagorza y Pallars pretenden destronar a don Fortún y poner en su lugar a Sancho Garcés. Quieren que les dé mi aprobación y que les preste ayuda para llevarlo a cabo. ¿Qué opináis Vos, Señora?
Los reyes habían tomado asiento en sus solios. Doña Jimena permaneció unos instantes en silencio. Luego tomó la palabra.
—¿Vos estáis dispuesto a prestarles ayuda?
—Si la necesitan, sí.
—Pues entonces, adelante. Ya sabéis que hace mucho tiempo que desaprobé el destronamiento de mi familia en el solio de Pamplona. Tal vez ahora haya llegado el momento de recuperarlo. No desaprovechéis la oportunidad.
—Así lo haremos, querida esposa. Podéis estar segura que Sancho Garcés no tardará mucho tiempo en ocupar el trono de Pamplona.
—Os lo agradezco, Señor. ¿Y estos días qué pensáis hacer?
—Pues antes de regresar a León, donde el deber me llama, quería visitar la biblioteca para ver cómo va la redacción de mi propia Crónica. Hace ya mucho tiempo que no hablo con fray Dulcidio y me gustaría tener una larga charla con él. Debo examinar todo lo que haya escrito hasta la fecha desde la última visita que le hice, por si hubiera que enmendar algo, que no lo creo. También me gustaría pasar por el castillo de Gozón para ver cómo van los trabajos de orfebrería que tengo encomendados, en especial La Cruz de la Victoria. No quisiera morirme sin verla terminada.
—Por Dios, ¿quién ha dicho que os vais a morir ya, Señor?
El rey exhaló un profundo suspiro.
—Decir no me lo ha dicho nadie, pero me doy cuenta que mis fuerzas flaquean de día en día. Ya no soy aquel mozo fuerte y vigoroso de otros tiempos. La vida pasa y el tiempo no se detiene, esposa mía. El paso del tiempo es igual para los nobles que para los plebeyos y la muerte nos iguala a todos. Por mi parte, presiento que ya no me quedan muchos años.
—No digáis tonterías, Señor. Todavía os quedan fuerzas suficientes para rendir más de una batalla. No seáis agorero.
—No digo que no me queden fuerzas para luchar en alguna batalla más, pero son unas fuerzas muy mermadas. Aquel vigor de la juventud ya hace años que me abandonó. Y bien, Señora, os dejo que sigáis con vuestras ocupaciones. Por mi parte he de continuar con las mías. Nos veremos a la hora del almuerzo. Quedad con Dios.
Don Alfonso besó de nuevo la mano de su esposa antes de retirarse de sus aposentos. Al día siguiente despachó al emisario del conde Galindo, que partió velozmente rumbo a Aragón con el beneplácito del rey de Asturias y la promesa de su colaboración si fuere necesario.
La mañana casi era una copia exacta de la del día anterior. El rey, después de dar un paseo por los jardines del palacio, se acercó a la biblioteca palatina. Fray Dulcidio estaba enfrascado en sus archivos y pergaminos, en tanto que fray Afrodisio copiaba escrupulosamente lo que aquél le dictaba.
—Buenos días, hermanos.
—Majestad —los dos monjes se apresuraron a postrarse ante el rey—, no nos habíamos percatado de vuestra presencia.
—Ya me he dado cuenta de ello, fray Dulcidio, y eso es lo que más valoro de ti. Bien, ¿y cómo va nuestra crónica?
—Pues verá, Señor. Acabamos de comenzar la biografía y el reinado de vuestro bisabuelo Bermudo I. La documentación que debemos consultar es muy amplia, lo que nos lleva mucho tiempo escribir cada capítulo de la obra. Si lo preferís, Señor, podemos extractarla y suprimir los hechos más fútiles.
—En absoluto. Dedicad el tiempo que preciséis, pero quiero que la obra sea completa y que se ajuste en todo a la veracidad de los hechos. Nada de resúmenes y de mutilaciones.
—Como Vos ordenéis, Majestad. Ya sabéis que seguiremos vuestras instrucciones al pie de la letra.
—Espero que así sea. Por eso he depositado mi entera confianza en ti. Ahora me gustaría ojear alguno de los últimos volúmenes que hayáis escrito.
—Sí, Majestad. Tenéis la biblioteca entera a vuestra disposición. Podéis consultar lo que más os agrade.
El rey tomó en sus manos el volumen que versaba sobre su antepasado el rey Mauregato. No era precisamente el período de la Historia del Reino de Asturias que más entusiasmaba a Alfonso III el Magno, pues, aparte de haber usurpado el trono al legítimo heredero, parece ser que lo logró a un precio muy elevado. Su alianza con el emir de Córdoba para obtenerlo le obligó a regalar a éste anualmente cien doncellas de su reino. Es el famoso Tributo de las cien Doncellas, que tan ignominioso fue para el reino de Asturias. Pero ahí estaba y debía aceptarse tal como había sucedido. Don Alfonso examinó algunos de los capítulos de la Crónica. Luego depositó el volumen donde estaba para ojear los que había a su lado. Antes de abandonar la biblioteca, cruzó algunas palabras más con fray Dulcidio.
—Lo encuentro todo correcto, fray Dulcidio. Tanto el contenido como la hermosa escritura de fray Afrodisio me satisfacen sobremanera. Seguid en esta línea hasta el final. Estoy seguro que la obra será de mi completo agrado.
—Vuestros deseos son órdenes para mí, Majestad. Podéis estar seguro que os daremos completa satisfacción.
—Así lo espero, fray Dulcidio. Ahora continuad con vuestra labor mientras seguimos con nuestras obligaciones.
El rey abandonó la biblioteca palatina dejando a fray Dulcidio y fray Afrodisio sumidos en su trabajo. Pocos días después visitó el Castillo de Gozón. Antes de su regreso a León quería ver cómo avanzaba su gran obra maestra: La Cruz de la Victoria. Las pesadas puertas del castillo se abrieron de par en par para dar paso al monarca. El alcaide salió a recibirlo en el patio de armas. Don Alfonso hizo su entrada triunfal en el mismo con el séquito que lo acompañaba.
—Bienvenido seáis, Señor, a vuestra casa —lo saludó el alcaide con una gran reverencia al tiempo que el rey descabalgaba de su montura—. ¿A qué debo tan alto honor?
—Vengo a hacer una visita general al castillo y de paso a interesarme por los trabajos de orfebrería, muy especialmente por los de la cruz.
—Esos trabajos van muy bien, Señor. Los orfebres trabajan sin descanso para complaceros.
—No tardaré en comprobarlo, pero antes quiero hacer una visita general al castillo. Comenzaré por la torre del homenaje.
El alcaide guio a don Alfonso hasta lo más alto de la torre desde la que se divisaba todo el entorno que rodeaba el castillo en varias leguas a la redonda y especialmente la bahía de Avilés, por donde podían entrar y atracar los barcos de los enemigos. No en vano el castillo había sido erigido por el propio rey como defensa contra los ataques que los normandos acostumbraban a realizar con cierta frecuencia en toda la costa cantábrica. El monarca oteó la línea del horizonte por los cuatro puntos cardinales para cerciorarse que no había peligro inminente alguno. Luego continuó la visita por el resto de dependencias del castillo.
—Está todo conforme, alcaide. Ahora me gustaría visitar la orfebrería.
—Por favor, Majestad, seguidme.
El alcaide lo condujo hasta el taller del castillo. Varios orfebres se afanaban en sus mesas de trabajo dedicados a pulir gemas y otras piedras preciosas o a engarzarlas en bellas obras de arte. Otros realizaban primorosas filigranas de oro sobre láminas que después embellecerían cofres, arcones, relicarios, báculos, cruces o cualquier otro objeto digno de ser repujado. En un lugar destacado del taller se hallaba el jefe de los orfebres. Bajo sus órdenes directas trabajaban media docena de operarios. Él personalmente dirigía los trabajos de confección y decoración de La Cruz de la Victoria. Al acercarse el rey, dejó a un lado lo que estaba haciendo.
—Majestad, seáis bienvenido a mi humilde taller —el maestro postró su rodilla en tierra mientras tomaba la mano del rey para besársela.
—Levántate. ¿Cómo va esa obra?
—Bien, Majestad. Va despacio porque necesita mucho tiempo, pero va bien. Aquí la tenéis, Señor.
El rey se acercó a la cruz que había sobre la mesa del maestro orfebre. Ya se podía apreciar en líneas generales cómo iba a quedar, pero se puede decir que en aquel momento no era más que un simple esbozo de lo que tenía que llegar a ser.
—Como podéis apreciar, Majestad, la cruz originaria de madera ya está totalmente recubierta de oro, pero ahora nos falta incrustar en ella todos los esmaltes y pedrería que ha de llevar. Ése es el trabajo más difícil y más minucioso, que llevará bastante tiempo realizarlo si queremos conseguir una auténtica obra de arte.
—Tómate todo el tiempo que precises. Quiero una obra perfecta, no importa cuánto te lleve, pero también quisiera verla acabada, así que no te demores.
—Lo tendré en cuenta, Señor.
El rey contempló alguna de las bellas obras realizadas por el grupo de orfebres antes de abandonar el taller. Luego los dejó para que siguieran con su trabajo. Don Alfonso, después del copioso almuerzo con el que lo agasajó el alcaide del castillo, regresó a su palacio de Oviedo.
33
Don García conversaba distendidamente con doña Muniadona en su palacio de Zamora. Esperaban la visita del conde don Munio Núñez y su esposa. Hacía varios meses que no se veían. Doña Muniadona aguardaba con ansiedad su llegada.
—Ya deberían estar aquí.
—No seas impaciente, querida. Ya llegarán.
—Claro que llegarán, pero a mí la espera se me hace muy larga.
—Piensa en otra cosa. Así se te pasa más de prisa el tiempo.
—Para ti es muy fácil decirlo. Si estuvieras en mi lugar, no dirías lo mismo.
En ese momento se oyó un carruaje que llegaba a las puertas del palacio. La princesa se acercó con celeridad a la ventana de la estancia para ver de quién se trataba.
—Seguro que son ellos.
—Pues si son ellos ya entrarán, no te preocupes.
Pasaron unos instantes antes de que entrara el carruaje en el patio del palacio. Poco después los condes se apeaban del mismo.
—Claro que lo son. Voy a recibirlos.
Doña Muniadona salió corriendo a recibir a sus padres, mientras don García permaneció sentado en su asiento en espera de que hicieran su aparición sus suegros. Después de los saludos de rigor, madre e hija se fueron a las estancias privadas de ésta para hablar de sus cosas y enseñarse los regalos que una a la otra se ofrecieron. Suegro y yerno se quedaron solos.
—¿Habéis meditado bien lo que os comenté la última vez que nos vimos?
—Lo he pensado muy bien y cada día estoy más resuelto a hacerlo, pero antes tengo que hablar con mis hermanos, al menos con Ordoño.
—¿Y a qué esperáis?
—A que se me presente una oportunidad para hacerlo.
—¿Qué oportunidad esperáis?
—No sé. Un acontecimiento cualquiera.
—¿Y si no se produce ese acontecimiento?
—Pues tendré que seguir esperando.
—No lo entiendo —comentó don Munio con el semblante serio y el espíritu lleno de dudas ante la parsimonia de su yerno—. Provocad vos ese acontecimiento.
Don García había pedido que les sirvieran un aperitivo acompañado de un vino de Toro. En aquel momento se acercaba un sirviente con una bandeja, que depositó sobre la mesa.
—Servíos, querido suegro —hizo una pequeña pausa—. El caso es que no se me ocurre qué acontecimiento podría provocar.
—Pues si no se os ocurre ninguno, haced simplemente una visita a vuestro hermano. Seguro que hace tiempo que no os veis.
—Desde hace dos años en la donación del monasterio de San Facundo y San Primitivo.
—Razón más que suficiente para que vayáis a verlo. Le decís sencillamente que queréis conocer a vuestro nuevo sobrino. Lo importante es que os entrevistéis con él y que os pongáis de acuerdo. El tiempo pasa y eso juega en vuestra contra como ya os dije. Debéis poner en práctica el plan lo más rápidamente posible.
—Lo intentaré.
—No basta con intentarlo. Debéis ejecutarlo. Y ahora brindemos por el buen éxito de la empresa.
El conde levantó la copa e invitó a su yerno a que hiciera lo mismo.
—Por que tengáis éxito en vuestra empresa —exclamó con la copa en alto.
—Y por que vos podáis verlo —le contestó su yerno.
Ambos siguieron urdiendo una rebelión contra don Alfonso, que ajeno a las intrigas de su primogénito y su consuegro, seguía rigiendo los destinos del reino desde su corte de León. Unos meses más tarde don García se desplazó a Tuy hasta el palacio del conde Hermenegildo Rodríguez donde residía su hermano Ordoño. Aprovechó la ausencia del conde, que se hallaba en León resolviendo asuntos del reino con su padre el rey.
Espléndido y primoroso día de primavera. La campiña gallega lucía todo su esplendor. Los multicolores de las florecillas silvestres contrastaban con el verdor de las praderas y de la vegetación. El Miño discurría plácido y señero a los pies del palacio condal. Don Ordoño y doña Elvira disfrutaban con sus hijos de aquel maravilloso día en los jardines del palacio. Un sirviente se atrevió a romper el momento maravilloso del que disfrutaban.
—Señor, vuestro hermano don García os espera en vuestro despacho.
—¿Cómo dices?
—Lo que habéis oído, señor. Vuestro hermano os espera.
—Bien, dile que pase —don Ordoño lo pensó mejor. Después de intercambiar una mirada con su esposa, rectificó—. Mejor no le digas nada. Ya voy yo a recibirlo personalmente.
Don Ordoño y don García se abrazaron mutuamente. Hacía dos años y medio que no se veían y sus relaciones no eran extremadamente frecuentes ni cordiales, pero eran hermanos y la sangre siempre llama.
—¿Qué te trae por aquí, querido hermano?
—Pues ya ves. Hace tanto tiempo que no nos vemos, que quería hacerte una visita y de paso conocer a mi nuevo sobrino. Así que me dije que por qué no acercarme hasta aquí para veros.
—No trates de engañarme, García. Sabes muy bien que no se hacen tantas leguas por tan nimio motivo. Dime la verdad. ¿A qué has venido?
—Tienes razón, Ordoño. No he venido desde Zamora hasta aquí sólo por veros, aunque también ése sea un motivo. He venido porque quiero plantearte algo muy serio. Algo relacionado con nuestro padre y con el reino.
—Ya me suponía yo algo así, aunque no me imaginaba que fueras capaz de llegar hasta esos extremos.
—Pero si aún no te he dicho de qué se trata.
—No me lo has dicho, pero me lo imagino. Hace mucho tiempo que vengo observando el odio que os tenéis padre y tú. Tarde o temprano tenía que explotar y supongo que eso es lo que has venido a decirme.
Don García se había acercado a la ventana que daba al jardín. Desde allí pudo contemplar a su cuñada y a sus sobrinos, que parecían completamente felices.
—Tú vives aquí una vida descansada y feliz con tu esposa y tus hijos. Además, padre te ha dado el gobierno de toda esta tierra. Es posible que no ambiciones nada más. Eres prácticamente dueño y señor de toda Galicia.
—¿Y tú no gobiernas León y todo lo que éste conlleva?
—Tal vez sí, pero hace ya años que padre trasladó la corte a León y que su vida transcurre entre esta ciudad y Zamora la mayor parte del tiempo. Con su presencia allí me siento postergado.
—Ya. ¿Y qué pretendes?
—Es muy sencillo. Quitarlo de en medio.
—Ni lo sueñes, García. Padre es el rey y reinará hasta el día que muera. De eso puedes estar bien seguro.
Don García volvió a donde se encontraba su hermano. Éste aún no se había apartado del lugar donde se habían abrazado.
—Ordoño, piensa que padre ya está muy mayor y que ha llegado la hora de relevarlo. Podría retirarse a alguno de los complejos residenciales que tiene en Asturias para pasar allí los últimos años con madre. ¿Qué necesidad tiene de asumir todos los problemas del reino?
—Ya. Como los asuntos del reino constituyen una pesada carga, tú quieres exonerarlo de la misma, ¿no? ¡Qué magnánimo eres! ¿A quién quieres engañar? Tú lo único que quieres es el poder y para conseguirlo estás dispuesto a cualquier cosa. ¿No es verdad?
—A cualquier cosa tal vez no, pero sí a que padre deje ya las riendas. Soy el mayor y tengo derecho a heredar el reino como lo heredó él.
—Pero él lo heredó a la muerte de su padre y no antes. No te olvides de eso. Te repito que para privar a padre de su poder no me tendrás a tu lado.
Don Ordoño se sentó en un cómodo sillón del salón e invitó a su hermano a que hiciera lo mismo.
—Si me hiciera con el reino, tú y Fruela podríais continuar como hasta ahora. Tú en Galicia y Fruela en Asturias. Por mi parte os iba a respetar vuestros derechos. Lo único que cambiaría sería mi situación, que ahora parece que estoy de más.
—Estás en la misma situación que nosotros. ¿O acaso crees que padre no nos controla y tutela?
—Pero no es lo mismo. Vosotros tenéis mucha más independencia que yo, sobre todo tú. Padre aquí no se acerca para nada, si no es para hacer alguna peregrinación a Santiago. En cambio yo lo tengo siempre a mi lado. En realidad allí es él quien gobierna y quien lo dirige todo.
—Mejor para ti. Así no tienes quebraderos de cabeza.
—Ya. Como si eso fuera lo más grave. Y las humillaciones a las que me veo sometido continuamente, ¿crees que no hieren y duelen mucho más que todos los quebraderos de cabeza que puedas tener tú?
—Bueno, no sigamos por ese camino. Olvídate de esta conversación y de este encuentro que hemos tenido aquí como si no hubieran sucedido. Padre ha de seguir reinando hasta el día de su muerte.
—Espero que cambies de parecer. Ah, si algún día lo haces, me gustaría que convencieras a Fruela para que siga tus pasos y para que ambos apoyéis mi plan.
—No creo que lo haga. Pero salgamos al jardín. Aún no has saludado a Elvira y los niños.
Los dos hermanos abandonaron el salón del palacio para perderse por el hermoso jardín desde el que se podían contemplar las plácidas aguas del Miño. Doña Elvira y sus hijos seguían disfrutando en él de aquel maravilloso día. A lo lejos un pescador rompía con sus remos el espejo plateado de las sosegadas aguas.
34
Una hermosa mañana de verano el sol lucía en todo su esplendor como pocas veces acostumbraba a hacerlo en la capital de Asturias. El rey se interesaba por los avances de su propia Crónica. Se sentía próximo al final de sus días y tenía el presentimiento de que no vería su obra acabada. Él mismo había sido cómplice de la dilación.
—¿Os falta mucho para terminar, fray Dulcidio?
—Majestad, estamos acabando de relatar los últimos años del reinado de vuestro abuelo, el rey Ramiro I. Según mis cálculos, nos llevará alrededor de tres años finalizar la obra.
—¿Tanto?
—Sí, Majestad. Vos mismo me pedisteis que debería ser fiel a los hechos y no omitir nada en aras a la verdad, costara el tiempo que costara.
—Lo sé, fray Dulcidio. Lo que pasa que siento que ya me quedan pocos años de vida y no voy a poder ver acabada mi obra.
—Lo siento, Señor. Si lo preferís, a partir de ahora abreviaremos los hechos.
—No, de ninguna manera. No quiero que recortéis nada, aunque yo no pueda ver acabada esta obra. Seguid como hasta ahora.
Don Alfonso ojeaba algunos de los últimos pergaminos escritos. La gran obra le seguía fascinando tanto por su contenido como por su forma. Hacía ya algunos meses que había muerto fray Afrodisio, pero el amanuense que había continuado su obra era digno discípulo de él. Apenas se notaba el cambio de letra ni las excelentes miniaturas de las letras capitales que encabezaban cada capítulo. El rey se había quedado ensimismado contemplándolas.
—Majestad, acaban de traer La Cruz de la Victoria —le comunicó uno de sus sirvientes.
—¿Cómo dices?
—Que acaban de traer La Cruz de la Victoria, Señor.
—Ah, sí. Estaba un poco distraído y no te había oído bien. ¿Dónde está?
—En su despacho, Señor.
El rey abandonó con pasos presurosos la biblioteca para dirigirse a su despacho. Hacía mucho tiempo que deseaba tener en sus manos aquella maravilla que tanto admiraba. Constituía el símbolo de su reino y de sus antepasados. Estaba formada por dos trozos de madera en cuyo centro habían practicado un pequeño hueco para albergar un relicario, el cual parece ser que contenía un fragmento de la cruz del Redentor. Don Alfonso había ordenado que la recubrieran de oro y piedras preciosas.
Cuenta la leyenda que la cruz primigenia fue donada por San Antonio Abad a don Pelayo y que éste la enarboló en la batalla de Covadonga como signo de su victoria ante los sarracenos. Sea como fuere, esta cruz se había convertido en el símbolo de aquel lejano triunfo y como tal había que dotarla del máximo esplendor posible. Por ello don Alfonso no había escatimado esfuerzos ni recursos para elaborar aquella auténtica joya. Se trata de una cruz latina de 92 centímetros de alto por 72 de ancho, con un medallón en donde se unen sus brazos. Toda ella recubierta de oro, esmaltes y piedras preciosas.
El rey, cuando tuvo la cruz ante su presencia, la examinó con todo detalle. Observó el singular acabado de sus extremos en pequeños círculos, las piedras preciosas que la adornaban, las gemas talladas en forma de cabujón, el medallón central con su cristal de roca transparente a través del cual se podía contemplar la santa reliquia, las inscripciones que habían grabado en su reverso. Todo el conjunto constituía una auténtica maravilla de la que el monarca quedó completamente prendado.
—Es una obra perfecta. Estoy muy orgulloso de ella —fue el escueto pero contundente comentario que hizo al acabar su examen.
Una semana más tarde la catedral de San Salvador de Oviedo se adornó con todas sus galas. El obispo de la misma, Gomelo II, oficiaba el acto acompañado por media docena de mitrados. Presidían la ceremonia sus majestades los reyes don Alfonso y doña Jimena. Al acto asistieron también varios nobles y aristócratas del reino. Leída la epístola, el rey tomó la palabra.
—Yo, el rey Alfonso, junto con la reina Jimena aquí presente, hacemos donación de esta cruz a la catedral de San Salvador de Oviedo como símbolo de nuestro reino y para que en ella sean veneradas las reliquias de la cruz donde murió Cristo nuestro Señor. Que nadie se atreva a violarla y si alguien lo hiciere, la venganza del Señor caiga irremisiblemente sobre él. Que sirva de protección a los que la veneren e infunda valor a cuantos luchen contra los enemigos de la fe. A partir de hoy se custodiará en este templo por siempre jamás.
—Que así sea —contestaron todos los presentes.
A continuación monseñor Gomelo prosiguió con la celebración del santo sacrificio de la Eucaristía para dar gracias al Señor por la nueva merced que acababa de recibir, que se añadía a las muchas recibidas hasta la fecha de la magnanimidad del rey don Alfonso.
35
Hacía algo más de una semana que el abad Genadio había dejado el monasterio de San Pedro de Montes en manos del prior, fray Fortis, para retirarse a orar y hacer penitencia en su cueva favorita situada en el Valle del Silencio. El santo varón solía refugiarse en aquel recóndito lugar cada vez que sentía la necesidad de aislarse por completo de este mundo para ponerse en contacto directo con Dios. En el apacible silencio que lo rodeaba se sentía trasladado a otra dimensión. En aquel paradisíaco lugar sólo lo perturbaba el deleitoso canto de los pajarillos y el suave susurro de las aguas del arroyo que por allí cerca se deslizaba. Fray Genadio se abstraía entonces de este mundo para vivir una comunión perfecta con su Creador.
Apenas había amanecido, cuando se presentó ante la entrada de la gruta fray Amador. El abad Genadio, postrado de bruces en el suelo, oraba al Señor. El hermano Amador no se sentía con fuerzas para interrumpir el silencio que reinaba en la cueva y el ensimismamiento que parecía tener completamente abstraído al padre abad. Después de varios minutos de espera, se atrevió a carraspear un poco para advertir su presencia al absorto eremita. El abad Genadio se volvió sorprendido hacia la entrada de la gruta.
—¿Ocurre algo grave, fray Amador?
—No, padre abad.
—Entonces, ¿por qué osas interrumpir mi oración tan temprano?
—Verá, padre abad. Acaba de llegar al monasterio un mensajero de don Alfonso.
El abad se incorporó al oír la noticia.
—¿Y qué noticias trae ese mensajero?
—Padre abad, habéis sido nombrado obispo de Astorga por su Majestad el rey.
—¿Que he sido nombrado obispo de Astorga? Ya puedes regresar al monasterio y decirle a ese mensajero que no pienso aceptar. Me encuentro muy bien aquí a solas con el Señor. No necesito echar sobre mis espaldas una cruz tan pesada como ésa.
—Pero, reverendísimo padre, no podéis rehusar la merced que os hace el rey.
El abad permaneció unos momentos dubitativo. Luego se dirigió de nuevo a fray Amador.
—Bueno, hermano. Vuelve al monasterio y dile al emisario del rey que acepto el nombramiento, pero que de momento no pienso moverme de esta cueva. Antes de personarme en la diócesis de Astorga tengo que finalizar mi retiro, que no ha hecho más que empezar. Iré cuando haya complacido plenamente al Señor.
Dicho esto, el abad Genadio se volvió a postrar en tierra para continuar con su oración como si nada hubiera ocurrido. Fray Amador no supo qué decir y, para no molestar a su superior, no tuvo más opción que regresar al monasterio con la respuesta del padre abad.
Al cabo de mes y medio de los hechos descritos, el abad Genadio decidió por fin personarse en la diócesis de Astorga para hacerse cargo de la misma. Al acto de su consagración asistió la familia real en pleno, media docena de obispos, varios condes y un número indeterminado de miembros de la aristocracia de todo el reino. Entre los asistentes no podía faltar Munio Núñez, que aprovechó el encuentro para reavivar la llama de la rebelión en el corazón de su yerno.
—Veo que aún no os habéis decidido a dar el paso, querido yerno.
—Todavía no. La verdad es que no encuentro el momento oportuno para hacerlo.
—Pues como sigáis así, no lo vais a encontrar nunca —le contestó el conde con no muy buen humor—. Los años pasan y el tiempo no espera.
—Lo sé, querido suegro, pero tengo mis dudas. Además, mi hermano Ordoño no está de acuerdo conmigo. No sé qué hacer.
—Si no está de acuerdo, hoy es un buen día para que lo intentéis de nuevo. Aprovechad esta oportunidad para convencerlo y ponerlo de vuestra parte. Ya sabéis que podéis contar conmigo y con todas mis gentes.
El conde albergaba la esperanza de poder erigirse como soberano de Castilla el día que su yerno, don García, consiguiera coronarse como rey de León. Desde antes de casar a su hija con el príncipe había cobijado en su mente la idea de emanciparse de León cuando su futuro yerno llegase al poder. Por eso desde el primer momento comenzó a urdir la idea de la rebelión. No podía esperar a que el rey don Alfonso falleciera para que su yerno se proclamara rey. Podría ser demasiado tarde para él. La alternativa era precipitar los acontecimientos. Don García se había prestado al juego de su suegro sin percatarse que lo estaba utilizando como un títere en beneficio propio. Por su mente jamás cruzó la sospecha de los fines arcanos y perversos que envenenaban el alma de don Munio.
Cuando llegó la hora de la despedida, don García pudo mantener un breve diálogo con su hermano don Ordoño. Desde su visita a Galicia no se habían vuelto a ver.
—¿Has meditado bien lo que te propuse, Ordoño?
—Lo he meditado y no acaba de gustarme la idea. Si quieres hacer algo, lo vas a tener que intentar tú solo. Fruela tampoco está dispuesto a apoyarte.
—Pues lo tendré que intentar yo solo. ¡Qué le vamos a hacer! La verdad que esperaba vuestra ayuda o por lo menos que no os opusierais a mis planes.
—En principio, no tenemos intención de ayudarte, pero tampoco de oponernos a ti. Sencillamente te dejamos con las manos libres para que hagas lo que quieras. Nosotros nos mantendremos al margen.
—No es la respuesta que hubiera deseado, pero tampoco está tan mal. A partir de ahora ya sé que el asunto está en mis manos. En los próximos meses tendré que tomar una decisión.
—Es todo lo que te puedo prometer. No obstante, debes saber que nuestra madre tampoco se opone a tus planes. Eso debería llenarte de satisfacción.
—Pues claro que me complace, aunque hubiera preferido oírselo de sus propios labios. Bueno, querido hermano, la decisión está tomada. No tardaréis en tener noticias mías.
Los dos hermanos se fundieron en un fuerte abrazo de despedida. Para don García se abría un nuevo horizonte, pues acababa de despejar las dudas que tenía acerca de sus hermanos.
Unos meses más tarde, don Alfonso descubrió la conspiración de su primogénito, al que mandó detener inmediatamente y encerrarlo entre rejas. Una fría mañana de octubre se presentó ante las puertas del castillo de Gozón un destacamento de soldados de la guardia real. Llovía a mares. En medio del grupo un hombre aparecía esposado y desarmado. Se trataba de don García. El capitán del destacamento llamó con fuertes golpes a la puerta del castillo. No tardó en presentarse un centinela. El capitán le hizo saber el motivo de su visita. Poco después las puertas del castillo se abrían de par en par para dar paso al ilustre prisionero y a su guardia. En el patio de armas y en medio de un intenso aguacero el capitán de la guardia real hizo entrega del prisionero al alcaide de la fortaleza.
—Alcaide, por orden de Su Majestad el rey, os hago entrega de su hijo primogénito, don García, que quedará bajo vuestra custodia y del que seréis responsable con vuestra propia vida. Deberá permanecer encerrado en las mazmorras de este castillo. Recibirá el mismo trato que cualquier otro prisionero. Mientras el propio rey no lo ordene, no abandonará su mazmorra ni recibirá visita alguna. ¿Juráis cumplirlo?
—Lo juro.
—Bien, pues en este momento os hago entrega del prisionero y desde ahora mismo seréis responsable de él.
El capitán saludó militarmente al alcaide antes de abandonar el castillo. Tras ellos se cerraron de nuevo las puertas de la fortaleza, mientras don García era conducido a la mazmorra que constituiría su nuevo hogar durante un tiempo. El régimen disciplinario al que fue sometido era, si cabe, más duro que el de cualquier otro prisionero. Tan sólo recibía dos visitas al día de su carcelero. Una por la mañana y otra por la noche. El resto del día lo pasaba sumido en las lúgubres sombras de las mazmorras ubicadas en la parte más profunda de la torre del homenaje. Tras un portón de hierro con fuertes cerrojos y candados sólo había un pequeño habitáculo de tres metros cuadrados. La escasa claridad que recibía penetraba a través de un pequeño tragaluz situado a unos cinco metros de altura. El aire era húmedo y fétido. Sencillamente irrespirable. El príncipe no disponía más que de un simple camastro donde poder tenderse o sentarse para descansar. Sólo recibía dos sobrias y frugales comidas al día suministradas por su carcelero.
Ya hacía más de un mes que don García había sido encerrado en las mazmorras del castillo de Gozón. Desde entonces no había hablado con nadie, ni siquiera con su carcelero. Los días y las noches se le hacían eternos. Nunca hubiera pensado que el tiempo se pudiera hacer tan largo, tan tedioso, tan insoportable. Él, tan amigo de la libertad y de correr por los campos abiertos, se encontraba allí encerrado entre aquellas cuatro paredes como una alimaña, en un lugar tan pequeño y tan lúgubre. Estaba a punto de enloquecer. A lo largo de aquel mes había tenido tiempo para pensar en todo lo que había hecho en su vida. Pero ya no le quedaba nada en qué pensar. Necesitaba salir de allí y lo necesitaba cuanto antes. Si continuaba en aquel espantoso lugar se volvería loco. Más de una vez había intentado hablar con el carcelero, pero éste no desplegaba los labios. Se limitaba a cumplir con sus obligaciones sin dirigirle una sola palabra. Aquello era insoportable.
Un mes más tuvo que transcurrir antes de que recibiera la primera visita. Fue la de don Munio. Los cerrojos de la puerta de la mazmorra se descorrieron a una hora inhabitual. Don García, que permanecía postrado en el camastro, se puso en pie de un salto expectante y con la mirada fija en la puerta. Cuando ésta se abrió, tras ella apareció la figura borrosa de su suegro. Ambos se abrazaron estrechamente. El carcelero cerró la puerta y se retiró para que pudieran hablar con entera libertad.
—¿Por qué habéis tardado tanto? Creí que iba a enloquecer.
—Podéis daros por satisfecho que por fin haya podido visitaros. Vuestro padre ha prohibido todo tipo de visitas y no hay forma de acercarse a vos. ¡Menos mal que después de muchos intentos he podido sobornar al alcaide!
—Os agradezco de veras que lo hayáis conseguido.
—Es lo menos que podía hacer. Pero ¿cómo os tienen aquí? Esto es inhumano. Me quejaré ante vuestro padre por el trato tan inhumano que os están dando.
—¿Y qué conseguiríais? Que se ensañara más contra mí. Es mejor que no le digáis nada.
Los dos hombres se sentaron en el destartalado camastro que crujió lastimeramente bajo su peso.
—García, vuestra madre, vuestros hermanos y yo mismo estamos presionando a vuestro padre para que os ponga en libertad. Se muestra bastante reacio a vuestra liberación, pero hay momentos en los que flaquea. Creo que, si insistimos en el acoso, lograremos que al final os libere.
—Dudo que lo consigáis. Mi padre es muy testarudo y contumaz.
—Ya sé que lo es, pero los años no pasan en balde y vuestro padre se está haciendo mayor. Además, me da la impresión que vuestro encierro le está afectando más de lo que él quisiera. Su ajamiento va en aumento de día en día.
—Supongo que no irá tan de prisa como el mío. Aquí encerrado, sin poder respirar el aire puro, sin ver la luz del sol, hasta los muros más sólidos se resquebrajan. Pero, bueno, tendré que tener paciencia.
—No os preocupéis, querido yerno. No tardaremos en lograr vuestra libertad y no sólo eso, pues nos proponemos que con ella vuestro padre os entregue el reino.
—¿Estáis seguro de lo que decís, Munio?
—Claro que lo estoy.
Don García apoyó los codos en sus rodillas y la cabeza entre sus manos tratando de poner orden en sus ideas.
—¿Me entregaría el reino entero?
—Eso me parece que no va a poder ser. Vuestros hermanos ponen como condición ser reyes de los territorios que gobiernan. Vos os quedaríais con León y el condado de Castilla.
—Me lo temía. Bueno, vale más eso que nada.
—Por supuesto. A vuestro padre no le satisface la idea de fraccionar el reino. Todos sabemos que siempre ha luchado por mantenerlo unido y engrandecerlo cada día más. Supongo que la idea de dividirlo entre los tres lo desasosiega y tal vez sea por eso por lo que todavía no ha tomado una decisión, pero vuestros hermanos no ceden. La condición que han puesto para vuestra liberación es ésa precisamente. Si la aceptáis seguirán adelante y vuestra liberación será inmediata.
—Ya me lo suponía. Ordoño siempre ha tenido gran ambición de poder. Por otra parte, los planes de mi padre me imagino que iban en ese sentido. Conmigo fuera de combate, ya no tenía obstáculo alguno para entregar todo su reino a su hijo predilecto. Ahora sus planes se han truncado y me imagino las elucubraciones por las que estará pasando. Tanto luchar durante toda su vida por la unidad del reino y por la unidad de España, ¿para qué? ¿Para que al final de su vida tenga que dividir lo que ha conseguido entre sus tres hijos mayores? Para eso no hacía falta haber corrido tanto.
—Son los designios del Señor, García. Si adivináramos el futuro, puede que no hiciéramos muchas de las cosas que hacemos.
—En eso tenéis razón. Bueno, querido suegro. Podéis decirles a mi madre y a mis hermanos que acepto las condiciones que me han puesto. No tengo ninguna otra alternativa para salir de aquí y recuperar parte de lo que me corresponde.
—A decir verdad, no. Es lo más sensato que podéis hacer. Si no queréis más de mí, os dejo para regresar con vuestras nuevas al lado de los que trabajan por liberaros. Os prometo que no tardaréis en tener noticias nuestras.
—Gracias, querido suegro.
Los dos hombres se pusieron en pie mientras se fundían en un fuerte abrazo. Poco después don Munio abandonaba la mazmorra de su yerno. Éste permaneció de pie frente a la puerta largo rato sumido en una especie de letargo. No sabía si había sido un sueño o realidad lo que le acababa de suceder. Tantos días encerrado en aquel antro le habían hecho perder la noción del tiempo y habían distorsionado en él la visión de la realidad. Suplicaba a Dios que no hubiera sido un sueño.
Doña Jimena se había personado en el despacho del rey muy de mañana. Entró sin hacerse anunciar. Su semblante no reflejaba muy buen humor.
—¿A qué debo esta visita tan matutina, Señora?
—Sabéis muy bien a qué he venido.
—Si no os explicáis, no podré saberlo.
—No me vengáis con sorna, Señor, que no estoy de humor para ello.
—Explicaos, pues.
—¿A qué esperáis para poner en libertad a nuestro hijo?
El rey puso los ojos en blanco mientras tamborileaba con sus dedos sobre la mesa.
—¿Así que… era eso por lo que estáis enojada?
—¿Y por qué va a ser, si no? ¿Creéis que puedo estar contenta sabiendo que nuestro hijo se está pudriendo encerrado en una mazmorra inhumana como si fuera una alimaña?
—Él se lo ha buscado. Si no hubiera conspirado contra mí, podría estar ahora mismo en su palacio de Zamora muy ricamente. ¿Quién le mandó meterse donde no debía?
—Señor, de sobra sabéis que no os queda mucho tiempo de vida y que nuestro hijo tan sólo trataba de liberaros de la pesada carga que lleváis sobre vuestros hombros.
El rey se removió en su asiento.
—¡Vaya! Ahora resulta que lo ha hecho por mi bien. ¡Lo que hay que oír!
—¿Por qué si no, Señor? Miraos al espejo. No sois ya más que un viejo decrépito, que lo único que deberíais hacer es retiraros a descansar los pocos días que os restan de vida.
—¿Me estáis insultando?
—No os insulto. Os digo la verdad.
—¿Creéis que no soy más que un viejo decrépito? Pues os demostraré lo contrario. Aún me queda suficiente energía en el cuerpo como para combatir contra los sarracenos.
—No digáis insensateces, Señor. Dejaos de locuras y repartid vuestro reino entre vuestros hijos.
—¿Que divida mi reino? —gritó el rey encolerizado—. Ni lo soñéis, Señora. ¡Hasta ahí podía llegar! Me he pasado toda la vida luchando no sólo para agrandar y expandir el reino, sino para unificar España entera bajo su corona y ahora me pedís que lo divida entre nuestros hijos ¡Ni hablar! El reino continuará unido bajo una sola corona. No hay más que decir.
—Pues nuestros hijos no piensan lo mismo. Están dispuestos a obligaros que aceptéis sus condiciones.
—¿Que nuestros hijos están dispuestos a imponerme condiciones? ¿Ordoño también?
—Ordoño también, esposo mío. Todos ellos junto con el conde don Munio Núñez os exigen que pongáis en libertad a nuestro hijo García y que dividáis el reino entre los tres mayores.
—¿Y Vos también, Señora?
La reina guardó unos instantes de silencio antes de contestar.
—Yo también, Señor.
—O sea, que os habéis confabulado todos contra mí, ¿no?
—Señor, no lo toméis así. Lo que queremos es que descanséis de vuestra pesada carga y disfrutéis lo poco que os queda de vida. Quitaos la venda que tenéis delante de los ojos y aceptad la realidad tal como es.
—Muy amables por vuestra parte. Pues no os vais a salir con vuestro propósito. No voy a tirar por la borda en mis últimos días todo aquello por lo que he luchado durante toda mi vida. He engrandecido nuestro reino hasta límites insospechados. He ampliado sus fronteras por el sur, por el este y por el oeste. He repoblado los nuevos territorios con gentes de nuestro reino y con muchas otras provenientes del emirato cordobés. Los he dotado con iglesias y monasterios para que se cohesionen entre ellos. Y lo más importante, he creado la idea imperial de nuestro reino. No voy a consentir ahora que este reino que he tratado de unificar y engrandecer se fraccione y se haga añicos. Mi reino ha de seguir unido y cada día se ha de expandir más por los territorios de este país. Yo lo he convertido en el adalid de todos los reinos cristianos peninsulares y así ha de seguir siendo. Él es el único que podrá ostentar el privilegio de representar a España entera, como ya reza el encabezamiento de todos los títulos y documentos que extiendo. Nada ni nadie vendrá a romper lo que yo he conseguido.
—Así, pues, no pensáis ceder, ¿no es eso?
—No, Señora. No pienso ceder. Si lo hiciera, carecería de sentido toda mi vida.
—Entonces, no tengo nada más que hablar con Vos. ¡Que paséis un buen día!
—Lo mismo os deseo a Vos, Señora.
La reina abandonó malhumorada la estancia real. Se encerró en sus dependencias y ordenó que no la molestara nadie. No estaba de humor para hablar ni siquiera con su más íntima confidente. Había albergado en su corazón la esperanza de convencer al rey. Se había forjado la idea de que cedería ante sus explicaciones y súplicas. Pero no había sido así. Todos sus esfuerzos habían sido inútiles. Había fracasado en el intento de apoyar la conspiración de sus hijos. Por eso necesitaba estar a solas en su alcoba para reencontrarse consigo misma y poner orden en su mente. Su esposo era un testarudo contumaz que tan sólo por la fuerza le harían cambiar.
36
Una fría mañana de enero don Munio Núñez llegó a Tuy para entrevistarse con don Ordoño. Desde que la reina doña Jimena pusiera al corriente al conde de Castilla de su fracaso como mediadora ante el rey para la liberación de su primogénito, aquél no paró de urdir planes para liberar a su yerno. Inmediatamente puso rumbo a Galicia para involucrar a don Ordoño de una manera más activa en la rebelión contra su padre. Había que actuar con sigilo y rapidez si no querían ser descubiertos por los leales al rey.
—Vuestra madre ha hecho todo lo que estaba en su mano para convencer a vuestro padre, pero él no ha dado su brazo a torcer. Está muy ligado al trono y no quiere soltarlo. Ya sabemos que no le queda mucho tiempo de vida y que podríamos esperar, pero vuestro hermano se está pudriendo en aquella mazmorra. Deberíais haberlo visto en las condiciones en que se halla. El más vil de los criminales está mejor tratado que él.
—¿Y qué podemos hacer?
—Cualquier cosa menos quedarnos de brazos cruzados. Podemos partir inmediatamente para Asturias con un puñado de hombres fieles para no levantar sospechas. En Oviedo le pediremos a vuestro hermano Fruela que se una a nosotros. Tengo entendido que os lleváis muy bien.
—En efecto. Mi hermano Fruela hará todo lo que yo le pida. No habrá ningún problema por su parte.
—Después iremos hasta el castillo de Gozón como si fuéramos a visitar a García. Una vez allí, sorprenderemos a la guardia del castillo y a su alcaide y liberaremos a vuestro hermano.
—¿Así de sencillo?
—Tan sencillo no será. Tendremos que urdir alguna estratagema para apoderarnos de ellos. A nuestro favor juega el elemento sorpresa. Por el camino ya diseñaremos el plan que emplearemos. Lo importante es liberar a vuestro hermano. Una vez que lo hayamos conseguido, nos trasladaremos a Amaya donde tengo alertada a mi gente. Desde allí avanzaremos hacia León para exigir a vuestro padre que renuncie a la corona. Si no lo hace, le amenazaremos con quitársela por la fuerza.
—El plan no me parece mal del todo. Ahora lo que hace falta es que salga todo como habéis previsto.
—Os aseguro que saldrá bien, ya lo veréis. Pero no debemos perder tiempo. Debemos ponernos en marcha enseguida.
Don Ordoño y don Munio partieron inmediatamente para Oviedo acompañados por media docena de hombres de su confianza para no levantar sospechas. El plan les salió como habían previsto. Al cabo de quince días se hallaban ya en Amaya al frente de un ejército que había mandado reunir don Munio. Unos días más tarde acamparon a las orillas del Esla desde donde enviaron un ultimátum a don Alfonso. El rey, sorprendido por el imprevisto ataque y superado por los acontecimientos, se vio obligado a abdicar en favor de sus hijos.
—Nunca me imaginé que mis propios hijos se rebelarían contra mí —exclamaba lleno de ira don Alfonso en su despacho.
—Pues ya lo veis, Señor, hasta nuestros propios hijos nos traicionan —le decía su mayordomo don Hermenegildo tratando de calmarlo.
—De García hubiera esperado cualquier cosa, pero de los otros dos no, sobre todo de Ordoño. ¿Quién me lo iba a decir?
—Señor, miradlo por el lado positivo. Quizás os hayáis ofuscado demasiado y eso os haya impedido ver la realidad. Vos ya habéis hecho todo lo que teníais que hacer. Ahora ha llegado el momento de dar paso a la nueva generación. Mirad que ya no son nada jóvenes y Vos os habéis hecho mayor. Pensadlo bien y dejad que sean ellos los que se hagan cargo de las riendas del poder.
El rey emitió un profundo suspiro. Luego, se acercó hasta la ventana para echar una ojeada al patio del palacio. La nieve aún cubría las zonas sombreadas.
—Hermenegildo, mi buen amigo, no os falta razón. Ya no estamos para estos trotes, aunque si os he de ser sincero, todavía siento correr la sangre por mis venas. He tenido un largo reinado y en él me he enfrentado a cruentas y duras batallas sin que me haya arredrado ante ninguna de ellas. Unas las he ganado y otras las he perdido, pero en todas ellas me enfrentado con valor y denuedo al enemigo. Esa energía aún pervive en mí. Siento cómo corre por mis venas. Pero creo que ha llegado el momento de dar paso a mis hijos. Así que voy a firmar el decreto de mi abdicación y me retiraré al complejo del valle de Boides. ¡Por Asturias, por León y por España!
—Majestad, alabo vuestra decisión. ¡Que Dios nuestro Señor os premie este paso que habéis dado!
Los dos consuegros se estrecharon en un fuerte abrazo. A continuación el rey ordenó que la reina se presentara en su despacho para hacerle saber su resolución. Una vez allí, ordenó redactar el decreto de abdicación que firmó en el acto. Acababa de escribir uno de los momentos históricos más importantes de su vida.
—¿Estáis contenta, Señora?
—Mucho —la reina se acercó a su esposo y lo tomó por la mano—. Ahora despréndete de todos tus símbolos reales y vámonos para Asturias, que la echo mucho de menos.
—Nos iremos, Señora, nos iremos. Aquí a partir de ahora ya no me queda nada por hacer. Dejaremos que gobierne García en esta tierra. Ordoño y Fruela seguirán en Galicia y Asturias, respectivamente. Me duele ver fragmentado así mi reino, pero ya nada puedo hacer. ¡Que Dios me perdone!
—Anda, vámonos ya. Déjalo todo y vamos a vivir juntos lo poco que nos queda de vida. Deja los problemas para nuestros hijos.
Don Alfonso y doña Jimena se retiraron, como había prometido, al valle de Boides. Llegaron allí a principios de febrero. El clima no era tan severo como el de León, pero también hacía frío. El rey ordenó que la chimenea del palacete ardiera noche y día. De pronto le pareció que el frío se le había introducido hasta el tuétano de los huesos. Poco a poco el invierno dio paso a la primavera con días más templados, aunque la humedad de aquel clima no hacía disminuir la sensación de frío que el rey sentía. Tal vez no fuera sólo el frío físico, sino también la sensación de frío que don Alfonso sentía o el vacío espiritual en el que había quedado inmerso tras la renuncia al trono. El rey sentía que su vida se apagaba y que sus miembros se entumecían. Incluso los primeros calores del incipiente verano no lograban vigorizar sus extremidades. Por un momento se sintió desfallecer.
—Apenas siento mis manos y mis pies, esposa mía. Desde que vinimos para aquí, no me he quitado el frío de encima.
—Eso son manías vuestras, Señor.
—No son manías, Jimena. Es la pura verdad.
—No digáis tonterías. Son simples manías o es la añoranza por el poder perdido.
—No lo sé, Señora, pero siento que día a día se apaga mi vigor. Voy a hacer una peregrinación a Santiago de Compostela para pedirle al santo patrón que me lo restituya. Él me dará las fuerzas necesarias para volver a sentirme vivo e incluso para luchar contra los sarracenos.
—¿Adónde queréis volver Vos? ¿No habéis entregado ya el poder a vuestros hijos? Mejor haríais con quedaros aquí quieto.
—Si me quedo aquí, me muero. Tengo que volver otra vez a la lucha para sentirme vivo.
—Haced lo que os plazca, pues no voy a conseguir que cambiéis de idea diga lo que diga.
No tardó muchos días don Alfonso en poner rumbo a Santiago de Compostela. Inició la que sería su última peregrinación a la tumba del apóstol. Llegó allí el día que se celebraba su festividad. El obispo Sisnando salió a recibirlo con los brazos abiertos a pesar de que ya no era el rey. Eran muchos los favores que tanto el obispo como Santiago debían al depuesto rey. Sisnando ordenó celebrar la festividad del patrón con toda solemnidad. Luego agasajó al exmonarca con grandes honores y con un espléndido banquete. Don Alfonso permaneció unos días en Santiago para venerar los restos del santo patrón y para pedirle que le concediera fuerzas suficientes para combatir a sus enemigos. De regreso a León, se enteró del ataque de los musulmanes a la ciudad de Astorga. En León pidió a su hijo don García un ejército con el que venció a los ismaelitas. Ésta sería su última victoria. Poco después fallecería en la ciudad de Zamora donde se había instalado definitivamente. Era el 20 de diciembre del año 910. A sus pompas fúnebres asistieron todos los miembros de la casa real junto con los nobles y demás aristócratas del reino y muchos otros del resto de los reinos cristianos. El funeral fue concelebrado por todos los obispos del reino. Ya antes de su fallecimiento, don Fruela se había autoproclamado rey de Asturias bajo el título de Fruela II. Poco después de su muerte, don García se declara rey de León, con el nombre de García I, y don Ordoño, rey de Galicia. A pesar de que don Ordoño y don Fruela se declararon súbditos del rey de León, don García, no tardaron en sobrevenir una serie de acontecimientos y luchas internas por el poder, que desembocarían en lo que constituirá el tema central de la segunda parte de la novela: Vicisitudes internas.
SEGUNDA PARTE
VICISITUDES INTERNAS
1
Apenas fallecido el rey Alfonso III el Magno, su hijo don García se proclamó rey de León. Con él daba comienzo oficialmente el que después llegaría a ser el reino más poderoso de la cristiandad entre todos los reinos peninsulares. Sus predecesores, especialmente su padre, habían puesto los cimientos para que se constituyera en un gran imperio. Alfonso III el Magno, a pesar de no haber trasladado oficialmente la corte a León, vivió los últimos años de su vida a caballo entre León y Oviedo. Ya hacía tiempo que se había percatado de la importancia estratégica de León dentro del reino de Asturias. Al final de su vida reconoció que León constituía el núcleo central de su reino y que a aquella ciudad debería ser trasladada la capital para que éste alcanzara la preponderancia histórica a la que estaba destinado. Pero ni él ni su hijo don García desplazaron oficialmente la corte a León, a pesar de que de hecho funcionaba como tal en esta ciudad. Habrían de pasar aún algo más de tres años para que eso sucediera. Don García, por designio de su padre y por el acuerdo al que había llegado con sus hermanos, fue sólo rey de León y nada más que de León, pese a que sus hermanos se declararon súbditos suyos.
Don García, de espíritu inquieto y temperamento enérgico, no tardó en emprender una campaña contra los árabes por tierras de Toledo. Poco después del comienzo de la primavera del primer año de su reinado reunió sus huestes para trasladarse con ellas al valle del Tajo. Desde Zamora se dirigió a Ávila. Dejó atrás la adusta ciudad para atravesar el Sistema Central por el Puerto del Berraco, salvando así los agrestes picos de la Sierra de Gredos. Con paso firme y decidido descendió hasta las tierras llanas de la vega del Tajo. Arrasó cuanto encontró a su paso. Hizo muchos prisioneros entre sus gentes y se incautó de cuantos bienes tenían. En las proximidades de Talavera le salió al encuentro el príncipe Ayola, pero fue vencido por las tropas de don García y hecho prisionero.
Era ya noche cerrada cuando llegaron a El Tiemblo. Don García mandó detener la marcha para pasar allí la noche. Ordenó al capitán de sus tropas que vigilara bien a los prisioneros, especialmente al príncipe Ayola del que esperaba obtener un buen botín por su rescate.
—Vosotros vigilaréis a los prisioneros —ordenó el capitán a un grupo de cinco soldados—. Os relevaréis cada dos horas. No quiero que se escape nadie. ¿De acuerdo?
—Sí, mi capitán.
Los cinco hombres organizaron las guardias entre ellos. Durante las cuatro primeras horas no ocurrió nada digno de mención, pero cuando montó guardia el tercer hombre a eso de las dos de la madrugada, no pudo vencer la fatiga que lo abrumaba quedándose completamente dormido al poco de iniciar la guardia. Algunos de los prisioneros más próximos al centinela se percataron del estado de somnolencia de éste, por lo que no tardaron en ingeniárselas para quedar en libertad.
—Vamos por aquí —dijo uno de los prisioneros que parecía haberse erigido en jefe del grupo de liberados—. Con cuidado que puede despertarse el centinela.
—Silencio —susurró otro—, parece que se mueve.
Los siete u ocho prisioneros que habían quedado libres contuvieron el aliento. El centinela se había removido en su puesto y parecía que quería abrir los ojos. Después se dio media vuelta y continuó roncando.
—Despacio —musitó el prisionero que había hablado en primer lugar—. Avancemos sin hacer ruido. Tenemos que liberar al príncipe Ayola. ¿Alguien de vosotros sabe adónde lo han llevado?
Nadie contestó.
—Vamos a alejarnos del centinela sin hacer ruido. Luego averiguaremos dónde está encerrado.
El grupo de prisioneros se alejó del centinela con sumo sigilo. Después de varios intentos fallidos por localizar a su jefe, lograron al fin dar con él. Sin pérdida de tiempo lo pusieron en libertad, mientras intentaban todos juntos abandonar el recinto donde los habían encerrado.
—Alteza, antes de abandonar esto deberíamos liberar a todos los nuestros —insinuó el que parecía liderar el grupo.
—Sería lo más honroso por nuestra parte, pero si los liberamos a todos, nadie saldrá con vida de aquí. El alboroto que se organizaría sería suficiente como para despertar a un muerto. Es mejor que nos vayamos nosotros solos sin dar la voz de alarma.
—De acuerdo, Alteza. Ahí parece estar la puerta. Vamos a intentar abrirla sin hacer ruido.
Cuando forcejeaban la puerta del recinto para abrirla, uno de sus goznes comenzó a quejarse lastimeramente.
—¡Quietos! —ordenó con un susurro pero con voz imperante el príncipe Ayola. El grupo contuvo la respiración. El silencio volvió a reinar en todo el recinto—. Vosotros dos levantadla un poco por el lado de los goznes y vosotros por delante a ver si así no rechina.
Tal como había previsto el príncipe Ayola, la puerta cedió sin hacer el menor ruido. Una vez libres, los prisioneros con su príncipe al frente partieron velozmente rumbo a Toledo.
Cuando fueron a relevar al tercer centinela, descubrieron la fuga del príncipe Ayola y de varios de sus compañeros, pero ya era demasiado tarde para darles alcance y capturarlos de nuevo. Por la mañana el rey don García quiso dar un escarmiento al responsable de la fuga para que sirviera de ejemplo al resto de su ejército. Ordenó que lo ataran a un poste en la plaza pública del pueblo y que le propinaran cien latigazos. Eso le ayudaría a no dormirse nunca más cuando tuviera que hacer la guardia de nuevo.
Ejecutado el castigo, las tropas de don García se pusieron en marcha hacia el Puerto del Berraco, desde donde esperaban alcanzar aquel mismo día las murallas de Ávila. Una semana más tarde hacían su entrada triunfal en León con un espléndido botín y un gran número de prisioneros.
—Os sentiréis satisfecho de la gran hazaña, ¿no, Señor?
—¿Y por qué no habría de ser así, Señora? Una victoria siempre satisface y si además es contra los ismaelitas, mucho mejor. Lo que siento es que habíamos capturado a un príncipe árabe y se nos escapó en El Tiemblo por la negligencia del soldado que lo vigilaba. Era la pieza más valiosa del botín. Con todo, estoy satisfecho.
Doña Muniadona estaba acostumbrada a pasar semanas, y a veces hasta meses, sin la compañía de su esposo. Ya antes de coronarse rey sus ausencias eran constantes. Cuando no era por asuntos oficiales era por cacerías, cuando no lo era por mero pasatiempo. Don García acostumbraba a ausentarse con frecuencia de casa, dejando a su esposa sumida en la más absoluta soledad. Pero ahora esas ausencias se habían multiplicado. Las responsabilidades reales le absorbían casi todo su tiempo. El rey no prestaba demasiada atención a su esposa ni le importaba su soledad. Tal vez fuera debido a que se había casado con ella por complacer a su padre y a su suegro y no por amor. Tal vez lo fuera por la falta de descendencia. ¿Quién lo sabe? El caso es que su distanciamiento era patente y a don García le importaba muy poco. Ya no esperaba nada de ella.
—¿Pensáis hacer alguna nueva gira?
—De momento no. ¿Por qué lo preguntáis?
—No, por nada. Como casi siempre estáis fuera…
—Fuera estoy todo el tiempo que preciso. Aquí en palacio la verdad que no se me pierde mucho.
—No es necesario que lo aseguréis —la reina emitió un profundo suspiro.
—No empecéis ya, Señora. Ya sabéis que vuestras lágrimas no me van a enternecer.
Doña Muniadona se enjugó dos lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.
—Hace unos días llegó un mensajero de vuestro hermano Ordoño.
—¿Sabéis qué quería?
—Sí. Quería haceros saber que está muy disgustado por la negativa que le habéis dado al obispo Genadio de no llevar los quinientos mizcales que vuestro padre donó a la basílica de Santiago.
—¡Ah, sí! Pues más disgustado estaría yo si lo hubiera consentido. No me sobra a mí el dinero como para regalárselo al obispo Sisnando.
—Pero fue una promesa que le hizo vuestro padre.
—¡Ya! Mi padre hizo muchas promesas y muchos donativos en vida, pero ahora soy yo quien tiene que hacerlas y en estos momentos no estoy por la labor. En Galicia gobierna mi hermano, así que es a él a quien le corresponde hacer donativos a Santiago y a su obispo.
Doña Muniadona se mordió los labios antes de contestar.
—Me parece que sois un poco desconsiderado, Señor. Vuestro padre prometió dar esos quinientos mizcales a la basílica y creo que Vos no deberíais negaros a cumplir sus deseos.
—Ya he dicho que no pienso dárselos y no hay más que hablar. Todo el mundo quiere recibir, pero nadie está dispuesto a dar. Además, el dinero de León debe ser para León. Y ahora, Señora, si me disculpáis, voy a salir a dar un paseo con mi caballo por las orillas del Bernesga. Hace tiempo que no recorro sus alamedas y tengo muchos deseos de hacerlo.
La reina se quedó triste y sola en el palacio. Por sus mejillas rodaron dos gruesas lágrimas que eran a la vez de dolor y de alivio. ¡Hacía tanto tiempo que había perdido el amor de su esposo…! Más de una vez se había preguntado si había valido la pena llegar a ser reina a tan alto precio. La respuesta era que no. Hubiera dado no una sino mil coronas por el amor de un esposo y un hijo. Pero el Señor la había castigado. Tal vez había sido demasiado ambiciosa y ahora lo estaba pagando con creces. No podía hacer otra cosa más que resignarse.
2
Tras la muerte del conde Diego Rodríguez Porcelos, el rey Alfonso III el Magno decidió dividir el territorio castellano-alavés en tres condados. Esta división se debió, en parte, a una mejor administración de aquel territorio cada vez más extenso y, en parte, a la pujanza que éste había llegado a alcanzar con el peligro intrínseco de secesión que conllevaba. Don García mantuvo intacta aquella división, a pesar de que su suegro le había sugerido en más de una ocasión la necesidad de unificar todo el condado bajo un mismo señor, cuyo titular lógicamente sería él. Don Munio llegó a chantajear a su yerno recordándole la liberación de su cautiverio. Pero éste, para demostrarle que no pensaba ceder a sus presiones, convocó a los tres condes a una reunión conjunta en Zamora.
Templada mañana del mes de junio. El Duero se deslizaba suavemente a los pies del montículo sobre el que se alzaba el palacio real. Don García contemplaba ensimismado las tranquilas aguas. Apenas si se percató de la presencia de su esposa, que se había situado a su lado sin hacer ruido.
—Estáis muy absorto, Señor.
Él se giró hacia su esposa con un estudiado gesto de sorpresa.
—Perdonad. No había advertido vuestra presencia, Señora.
Doña Muniadona hizo un gesto impreciso.
—¿Para qué habéis mandado reunir aquí a mi padre y a los otros dos condes? ¿Hay algún problema?
—No, ninguno. Sólo pretendo tener un encuentro con ellos.
—¿Y por algo tan nimio les mandáis venir hasta Zamora? No me lo creo. Vos estáis tramando algo.
—No tramo nada. Tan sólo quiero hablar con ellos.
El diálogo frío y distante entre ambos esposos continuó durante breves instantes. Don García no tardó en interrumpirlo para dirigirse a las caballerizas. Poco después salía con su caballo y su escolta a recorrer la vega del Duero. Sus invitados aún tardarían en llegar.
Al filo del mediodía llegó don Munio Núñez. Fue recibido por su hija, que lo esperaba con ansiedad. El rey aún no había regresado de su excursión por las orillas del Duero.
—Hola, hija. ¿Cómo estás?
—Muy bien, padre. ¿Y vos?
—Ya lo ves. Estoy perfectamente.
Padre e hija se abrazaron con grandes muestras de alegría. Pasados los primeros instantes de júbilo, doña Muniadona se puso seria antes de interrogar a su padre.
—Padre, ¿por qué os ha citado aquí el rey?
—¿Os? ¿Es que ha citado a alguien más?
—Pues claro. Ha citado también al conde de Burgos y al de Álava.
—Eso no lo sabía. Creía que me había mandado llamar a mí solo. Entonces no tengo ni la más remota idea del motivo por el que nos cita. ¿A ti te ha dicho algo, hija?
—No, padre. A mí no me dice nada y menos aún cuando trama algo.
—¿Crees que está maquinando alguna cosa?
—No lo sé, padre. Pudiera ser. Esta mañana he intentado sonsacarle algo, pero se ha mostrado evasivo. Cuando no quiere que se sepa una cosa, sabe guardar muy bien el secreto. Pero, vamos dentro, padre. Aquí calienta mucho el sol.
Padre e hija entraron en palacio. Era ya casi la hora del almuerzo. Don García no se hizo esperar mucho. Apenas habían tomado asiento padre e hija, cuando apareció ante el umbral de la puerta con el traje de montar y la fusta todavía en la mano.
—Bienvenido, querido suegro. Veo que habéis sido el primero en llegar.
—Será porque me llama la voz de la sangre.
Ambos se abrazaron más por cortesía que por sentimientos.
—Disculpadme. Me cambio de ropa y ahora vuelvo.
Don García dejó de nuevo solos a su esposa y a su suegro mientras se cambiaba de traje en sus aposentos.
—Lo encuentro algo distante. Parece como si se hubiera enfriado un poco su afecto.
—¿Sólo os lo parece, padre?
—¡Y pensar lo que me desviví por él para su liberación! ¿Quién me lo había de decir? Siempre creí que me recompensaría abundantemente por todo lo que hice por él. Ahora me doy cuenta que estaba equivocado. Aún hoy venía con la esperanza de que me hubiera llamado para premiarme por aquella gesta y ya ves, hija mía, qué equivocado estaba.
—Ya lo veo, padre. Y ahora disimulad que viene.
Don García se acercó a ellos.
—Bueno, como estamos en familia y es la hora del almuerzo, vamos a la mesa, que ya estará puesta.
Poco después de iniciado el almuerzo, don Munio se dirigió a su yerno.
—Y bien, querido yerno, como hoy vamos a estar juntos los tres condes del territorio castellano, ¿por qué no os decidís de una vez para poner sobre la mesa su unificación y nombrarme conde de toda Castilla?
—Ya os he dicho en más de una ocasión, querido suegro, que eso no puede ser. Castilla está bien tal como está. No me obliguéis a que revoque la decisión de mi padre. Además, vos ya fuisteis conde de Castilla durante varios años.
—Sí que ostenté el título de conde de Castilla, como ahora lo ostenta el conde de Burgos, pero sabéis muy bien que eso no es lo que os pido. Lo que os pido…
—Ya sé lo que me pedís —lo interrumpió don García—. Y yo ya os he dicho que eso no lo voy a hacer. Castilla está muy bien como está y así seguirá mientras yo reine.
Don Munio hubiera querido replicar a las palabras de su yerno, pero juzgó más prudente no insistir. Lo había intentado varias veces desde que ascendió al trono y siempre había obtenido la misma respuesta. Nunca lo hubiera imaginado. Había casado a su hija con don García por ese motivo. Había conspirado para derrocar a don Alfonso por lo mismo. Había hecho lo indecible por liberar a su yerno de la prisión para obtener como recompensa el condado de Castilla. Todo en vano. ¿De qué había servido tanto esfuerzo?
A eso de media tarde llegó el conde de Burgos. Había sufrido un pequeño percance que le impidió llegar antes a Zamora. Con todo, se adelantó varias horas al tercer invitado. Ya abrazaban las sombras de la noche toda la ciudad, cuando hizo su aparición ante las puertas del palacio real el conde de Lantarón, don Gonzalo Téllez. Su tardanza se había debido a un fallo en los cálculos del guía que lo acompañaba. Como ya era demasiado tarde, aplazaron la reunión para el día siguiente.
A la mañana siguiente el rey y sus invitados se reunieron en el salón del palacio donde don García les desveló el objeto de aquella cita.
—Ya sabéis que cada día nuestro reino se expande más gracias a las conquistas que hemos hecho al emirato de Córdoba. Conquistas que nos satisfacen y nos llenan de orgullo. Pero esos logros se quedarían incompletos si no repoblamos los nuevos territorios conquistados. Os he reunido aquí a los tres para concretar el plan que más o menos tengo diseñado.
Los condes se miraron recíprocamente sin pronunciar una sola palabra.
—He pensado que Gonzalo Téllez repueble toda la zona de Osma por ser la más próxima a su territorio. ¿Estáis de acuerdo?
El aludido hizo un gesto de aprobación. Si se trataba de repoblar una zona u otra, cuanto más cerca estuviera de su lugar de residencia mejor.
—Gonzalo Fernández repoblaréis la parte central, que es asimismo la más próxima a vuestro territorio. Quiero que repobléis Aza, Clunia y Castromoros. ¿Estáis de acuerdo o tenéis algún reparo que poner?
—Ninguno, Señor.
—Y vos, querido suegro, repoblaréis la ciudad de Roa. Creo que el reparto es el más equitativo para los tres.
Los tres hombres asintieron unánimemente.
—Nosotros también lo creemos así, Señor —corroboró el conde de Burgos.
—Para la repoblación no se descartará a gentes de nuestro propio reino, sin duda, pero me gustaría que se diera prioridad a las gentes procedentes de tierras mahometanas. A lo largo de las diferentes batallas que hemos librado contra nuestros enemigos, hemos liberado a muchos de nuestros correligionarios que se habían quedado en territorio árabe. Todos ellos hacía largo tiempo que deseaban vivir en territorio cristiano. No debemos olvidar que han mantenido su fe en territorio enemigo a lo largo de generaciones y no por eso han renunciado a ella. Cada vez que repoblamos una nueva población, surge para ellos una oportunidad de poder vivir en paz con ellos mismos y con su fe. Así, pues, no debemos defraudarlos.
—Así lo haremos.
—También deberéis tener en cuenta que todas estas poblaciones necesitan su correspondiente iglesia donde se reunirá toda la comunidad para honrar a Dios y dar testimonio de su fe. Por eso, si no la tienen haréis que se construya una lo antes posible y si la tuvieren y hubiera sido destruida por el enemigo, la reconstruiréis inmediatamente. No debe haber ni un solo lugar sin un templo donde rendir culto a Dios nuestro Señor.
Los tres condes estuvieron completamente de acuerdo.
—A cambio de este servicio que os pido, recibiréis la propiedad de los nuevos territorios repoblados. Tendréis jurisdicción sobre sus súbditos y recibiréis de ellos los bienes y servicios que os correspondan conforme al derecho. Por vuestra parte estaréis obligados a defenderlos de los enemigos y a que estos territorios permanezcan anexionados para siempre a nuestro reino.
A continuación el rey mandó extender los títulos correspondientes, que en lo sucesivo acreditarían la propiedad de las nuevas plazas conquistadas. El acto se cerró con un banquete que don García ofreció a los tres condes castellanos. Tanto don Gonzalo Téllez como don Gonzalo Fernández se despidieron de sus anfitriones para regresar a sus lugares de origen. En cambio, don Munio Núñez decidió permanecer unos días en palacio en compañía de su yerno y su hija. Aprovechó el momento para poner al rey al corriente de los movimientos e intenciones de los otros dos condes, en especial en lo concerniente a don Gonzalo Fernández, su rival.
—Querido yerno, deberíais reconsiderar lo que le habéis ofrecido al conde de Burgos. Me parece que se ha llevado la mejor parte de los tres.
—¿No estaréis celoso, querido suegro?
—No es por celos, que también podía ser, sino porque Gonzalo Fernández no es de fiar. Personalmente os aconsejo que reconsideréis lo que le habéis ofrecido, así como que siga ostentando el título de conde de Castilla. Sabéis muy bien que vuestro padre me despojó del mismo por participar en vuestra rebelión contra él. Creo sinceramente que ya va siendo hora de que me lo restituyáis.
—Ya veo que os lleváis muy bien ambos.
—No os burléis, Señor. Os repito que no es de fiar. Sé de muy buenas fuentes que trama algo contra Vos. No os deberíais fiar de él.
—¿Y qué es lo que trama contra mí si puede saberse?
Don Munio no se atrevía a decirle abiertamente a su yerno que el conde castellano maquinaba quedarse como único conde de Castilla para autoproclamarse rey de la misma en cuanto lo consiguiera. Un antiguo confidente suyo, que a la sazón estaba al servicio de don Gonzalo Fernández, se lo había dicho no hacía mucho. El conde de Burgos hacía tiempo que había concebido la idea de unificar en un solo título todo el territorio castellano y, desde que lo habían nombrado conde de Castilla, esa idea se había consolidado aún más. Pero lo que no le iba a confesar don Munio a su yerno es que él albergaba la misma idea desde el momento en que amañó su boda. La misma idea que lo llevó a conspirar y urdir la rebelión de don García contra su propio padre. Fue don Alfonso quien se percató del fin que perseguía don Munio. Por eso lo despojó del título de conde de Castilla, aunque permitió que siguiera ostentando el de conde de Amaya.
—Abrid los ojos, querido yerno. No os fiéis de las apariencias, que éstas suelen engañar las más de las veces.
—Si no sois más explícito, no lograré entenderos.
—Por ahora no puedo deciros más, Señor. Llegará el día en que tal vez pueda hacerlo.
—Pues entonces todo quedará tal como está.
En aquel preciso momento entró la reina. Su esposo y su padre enmudecieron.
—¿De qué hablabais, si es que se puede saber?
—De cosas sin importancia —le contestó don García.
—Siempre que os sorprendo en medio de una conversación enmudecéis cuando me veis entrar. No sé qué secretos os podéis traer entre manos.
—Entre vuestro padre y yo no hay ningún secreto, querida esposa.
La reina hizo un mohín con el que quería significar que no estaba de acuerdo. Luego los tres se enfrascaron en una larga conversación familiar donde los dejaremos que limen sus diferencias.
3
Las persecuciones tan crueles padecidas por los cristianos en Córdoba cuarenta o cincuenta años antes ya habían quedado atrás, pero éstos seguían sintiéndose perseguidos e inseguros en el emirato árabe. Por eso no es de extrañar que un abad, de nombre Alfonso, repitiera la hégira que unos treinta años antes había realizado el abad Alonso, fundador del monasterio de San Facundo y San Primitivo. Después de un sinfín de vicisitudes por tierras primero cordobesas y después toledanas, el abad Alfonso con un grupo de monjes que lo seguían consiguió llegar al reino de Asturias. Eran los años finales del siglo IX. Con el beneplácito del rey asturiano, Alfonso III el Magno, se estableció con los suyos en tierras de la meseta del Duero, a orillas del Esla. Allí reconstruyó un viejo monasterio y una iglesia de la época de los visigodos. Pero pasados unos años, con el aumento de la comunidad y de los familiares y demás gentes que allí se establecieron, se hizo necesario edificar un nuevo templo que diera cabida a todos los fieles que en él se reunían. En el corto espacio de un año erigieron el templo más genuino del arte mozárabe astur-leonés. Se trata del monasterio de San Miguel de Escalada. Los monjes aprovecharon los materiales del viejo edificio derruido y otros que por los alrededores había, lo que explicaría la rapidez con que construyeron el nuevo templo.
—Fray Torcuato, procura que tus hombres mantengan el ritmo de trabajo que nos hemos fijado. No podemos permitir que se relajen lo más mínimo.
—Sí, padre abad. Lo tendré en cuenta.
Fray Torcuato era el encargado de dirigir el grupo de canteros. Era el gremio más importante de la obra. Éstos labraban y moldeaban la piedra sin descanso antes de colocarla en el lugar exacto que debía ocupar. La mayor parte de los bloques empleados procedía del edificio que acababan de derruir para construir el nuevo. Muchos de ellos apenas necesitaban retoques antes de ser colocados en los muros del templo. También había basas, capiteles y columnas enteras que servirían íntegramente para construir el nuevo edificio. No obstante, no eran suficientes. El maestro cantero se ocupaba de esculpir y tallar los nuevos materiales con el grupo de oficiales y aprendices que tenía a sus órdenes.
—Fray Ambrosio, te recuerdo que no debe faltarles nunca material a los canteros. Vigila que los acarreadores no se entretengan y que los peones tengan siempre a punto la argamasa.
—De acuerdo, reverendo padre.
El abad Alfonso no se cansaba de impartir órdenes a los monjes que dirigían los trabajos de construcción del templo. El rey le había pedido que lo construyera con la máxima celeridad. Era el mes de febrero del año 913. Hacía escasamente tres meses que habían comenzado la obra y ya tenían buena parte de los muros exteriores levantados. A pesar del frío y de las nevadas frecuentes en aquellas latitudes, el ritmo de trabajo no decaía. Tan sólo se detenían cuando la nieve se lo impedía. En cuanto paraba de nevar, retiraban la nieve y continuaban con su trabajo.
Las lluvias de abril no frenaban el avance del templo. Los hombres no se detenían ante ningún obstáculo. El padre abad se había propuesto terminarlo antes de finalizar el año. Era difícil pero sabía que se podía conseguir. Habría que redoblar esfuerzos por parte de todos. Él sería el primero. Todos los monjes del monasterio colaboraban en la obra. Unos, como fray Torcuato y fray Ambrosio, dirigían a ciertos grupos de trabajadores. Los más colaboraban con sus propias manos. Lo mismo ocurría con las gentes del poblado. Nadie debía permanecer ocioso. El templo se terminaría en el plazo acordado.
Emeterio era el maestro cantero. Sobre él recaía la responsabilidad de toda la obra. Era un hombre de unos cuarenta años. Curtido por el trabajo y por las inclemencias del tiempo. A sus espaldas llevaba ya construidas más de media docena de iglesias y basílicas, las dos últimas dirigidas íntegramente por él. Había comenzado de aprendiz con su padre a la edad de doce años. Desde entonces había pasado por todos los trabajos de la profesión hasta especializarse en el arte de tallar la piedra. En sus manos los rudos bloques de granito se convertían en bellas obras de arte.
—No podemos perder ni un minuto —les decía el maestro Emeterio a sus oficiales y aprendices en el momento en que iban a empezar la jornada—Tendremos que aprovechar toda la luz del día. El padre abad quiere inaugurar la iglesia antes de finalizar el año y ya veis cómo está. Las columnas ya están todas en su sitio. Ahora nos queda el trabajo más importante, labrar los capiteles. Cada aprendiz acompañará a un oficial. El aprendiz labrará la piedra hasta darle la forma y dimensiones finales que ha de tener el capitel, mientras que el oficial se encargará de tallar todos los motivos que llevará aquél. Ahora todos a sus puestos y a trabajar.
Nacía mayo. El día era radiante. Las abundantes lluvias de abril habían dado paso a una exuberante eclosión de luz y color. La campiña entera se vestía de gala después del largo letargo invernal. La basílica estaba a medio levantar. Las columnas semejaban un oasis de palmeras, a las que hubieran despojado de sus penachos de hojas.
—Muy bien, Teodoro. Esa hoja es casi perfecta. Intenta hacerle una nervadura central. Así quedará mucho mejor.
—Sí, maestro.
—Me gustaría que todos tus capiteles llevaran dos niveles de hojas con nervadura central. ¿De acuerdo?
—Así lo haré, maestro.
Emeterio se acercó a otro de sus oficiales.
—¿Cómo va eso, Martín?
—Muy bien, maestro.
El maestro observó detenidamente la talla que realizaba el oficial.
—Te está quedando muy bien, Martín. Mira, tú, a diferencia de Teodoro, vas a hacer en tus capiteles dos líneas de hojas lisas en dos niveles. Así los capiteles serán distintos unos de otros.
—De acuerdo, maestro.
El grupo de especialistas seguía con el trabajo minucioso de la talla de los capiteles, mientras el resto de canteros se dedicaba a moldear las dovelas que conformarían los correspondientes arcos. Emeterio seguía con ojos atentos el trabajo de su equipo para que todo estuviera perfectamente coordinado. A principios de junio ya habían terminado de tallar y colocar todos los capiteles sobre todas y cada una de las columnas del templo. A partir de ese momento comenzó el trabajo difícil y preciso de colocar las dovelas sobre cada uno de los capiteles para formar los arcos. A pesar de haber sido cortadas con precisión, no siempre encajaban en el primer intento, por lo que tenían que volver a bajarlas para darles los últimos retoques. Para formar los arcos, construían primero una estructura de madera, que servía de base de sustentación de las dovelas mientras las colocaban y al mismo tiempo para dar la forma exacta al arco. Luego colocaban una dovela junto a otra, normalmente sin argamasa entre ellas, para lo cual debían estar talladas con absoluta precisión. Como las dovelas tenían forma de cuña, cuando el arco estaba acabado, quedaban perfectamente engarzadas entre sí como si fuera un solo cuerpo.
A finales de septiembre ya habían terminado toda la estructura interior de la basílica. Los arcos que separaban la nave central de las laterales con sus correspondientes bóvedas, así como los que separaban éstas del crucero y a éste de los ábsides. Quedaban tan sólo los canceles y la parte más decorativa del templo, los frisos. En la parte exterior aún había que colocar las cubiertas sobre las naves y el pórtico, trabajo éste que llevaría a cabo el personal menos especializado.
Emeterio y sus mejores oficiales comenzaron a tallar los canceles y los frisos sin dilación. La iglesia en su conjunto estaba casi terminada, pero faltaban todavía los detalles decorativos que vendrían a poner el broche de oro a aquel maravilloso monumento.
—Teodoro y Martín tendréis a vuestro cargo tres oficiales cada uno. Por mi parte me quedaré con otros tres. Entre todos debemos conseguir tallar y colocar en dos meses los canceles y los frisos. Como podéis ver, no hay mucho tiempo, pero todos juntos lo podemos conseguir. Los motivos en todos ellos serán dibujos geométricos, vegetales y animales. Cada uno representará lo que quiera según su inspiración. Personalmente me encargaré de inspeccionarlos todos. Si alguno no me gusta, os lo haré saber para que lo sustituyáis por otro o para daros otra idea. ¿De acuerdo?
—Sí, maestro.
—Pues ánimo y manos a la obra.
Mientras el personal menos cualificado colocaba la cubierta a dos aguas de la nave central y a un agua en las laterales y el pórtico, Emeterio y sus oficiales tallaban y colocaban los frisos del transepto y el ábside central, así como los canceles que separan los compartimentos laterales del transepto del central y éste de las naves y de los ábsides laterales. Estos elementos decorativos son los que más identifican este templo con el arte mozárabe.
A finales de noviembre, después de un intenso año de trabajo, el templo quedaba totalmente acabado. Es un edificio al estilo del arte asturiano con sus tres naves, contrafuertes en las líneas de separación de sus ábsides y los característicos arcos de herradura. Pero a diferencia de los templos asturianos, la fachada principal no está situada en la cara oeste, sino en la cara sur, según la costumbre mozárabe, con un pórtico en cuyo interior se ubica la puerta de entrada. El gran número de ventanas, sobre todo en la nave central, dan a su interior bastante iluminación. La nave central está separada de las laterales por arcos de herradura sobre columnas apoyadas en basas con sus correspondientes capiteles. A continuación de estas naves viene el crucero, formado por una nave transversal de la misma longitud que el ancho de las tres naves anteriores. El conjunto de arcos nos recuerda un poco el arte de la mezquita de Córdoba. Finalmente, se encuentra la cabecera del templo formada por tres ábsides de la misma anchura que las naves.
El 12 de diciembre del año 913 el obispo Genadio de Astorga consagró el nuevo templo. Acto al que asistió en pleno la comunidad del abad Alfonso, así como todos los que habían tomado parte en la construcción del edificio y muchas otras gentes llegadas al efecto de todos los lugares de la comarca. El rey don García patrocinó la construcción de este monasterio, pero no pudo asistir a su inauguración por encontrarse en tierras riojanas luchando contra los sarracenos.
4
Al día siguiente de la festividad de Santiago Apóstol del año 913 partía de Compostela rumbo a Braga un numeroso ejército de más de treinta mil hombres de a caballo, a pie y arqueros a las órdenes de don Ordoño, a la sazón rey de Galicia. Las relaciones entre éste y su hermano mayor, el rey don García de León, no eran del todo cordiales. A pesar de la hegemonía del rey de León, don Ordoño actuaba casi con absoluta independencia de aquél, por lo que tomaba muchas decisiones sin contar con la aprobación de su hermano. Una de ellas fue la de invadir el territorio del al-Ándalus por su parte occidental.
El día comenzaba a despuntar por oriente. En las lejanas montañas apenas se vislumbraba una tenue franja grisácea. Los negros nubarrones que se adivinaban en el encapotado cielo demoraban aún más la llegada de la luz del día. No se hizo esperar mucho tiempo la lluvia. Aún no se habrían alejado media legua de la capital, cuando comenzó a caer sobre ellos una fina y constante llovizna. Pronto se intensificó convirtiendo el camino de tierra en un auténtico lodazal que hombres y caballos chapoteaban incesantemente. El avance de las tropas, lento ya de por sí, se hacía aún más pausado con la inconveniencia de la lluvia. Pasado el mediodía llegaron a Padrón. Los hombres y caballerías arribaban exhaustos de fuerzas que se hacía necesario reponer. Don Ordoño ordenó un descanso a sus tropas que éstas agradecieron solícitamente. Durante la jornada vespertina la lluvia cesó por completo, lo que les permitió aumentar un poco el ritmo de su marcha para alcanzar a eso del oscurecer la ciudad de Pontevedra donde pasarían la noche.
Instalada su tienda de campaña, don Ordoño mandó llamar a su lugarteniente y hombre de confianza, su cuñado Gutierre Menéndez. Quería conversar un rato con él antes de retirarse a descansar.
—¿Me habéis mandado llamar, Señor?
—Pasa, Gutierre, quiero hablar contigo. Por cierto, no es necesario que guardes tanto protocolo conmigo. Puedes estar seguro que no nos oye nadie.
—De acuerdo, Ordoño. ¿Tú dirás?
El rey se había despojado de parte de su indumentaria debido al calor agobiante que hacía. Era un calor pegajoso, sofocante, que casi no permitía respirar.
—¿No tienes calor?
—Por supuesto que sí. Esta humedad que se respira aquí al lado del mar es insoportable. Prefiero el clima de Santiago. Al menos allí con la lluvia parece que el aire no es tan pesado.
—Tienes razón, Gutierre. Puedes quitarte la capa si te molesta.
—Gracias, Ordoño, claro que me molesta.
Don Gutierre se enjugaba el sudor del rostro con un pañuelo después de haberse despojado de su capa. Luego se sentó frente a su cuñado.
—¿Te sientes mejor ahora?
—Un poco mejor sí, pero no creas, este calor deja exhausto al más valiente. Me parece que esta noche no voy a poder pegar ojo.
—Pues procura descansar, porque mañana tendremos otra jornada tan larga como la de hoy. Mañana deberíamos pernoctar en Tuy. Supongo que tendrás ganas de llegar allí para poder pasar la noche en el palacio de tu padre.
—Desde luego. ¿A quién no le gusta retornar al hogar donde nació?
—Tienes razón, Gutierre. Aparte de eso, tengo que reconocer que el palacio de tu padre es maravilloso. Allí nacieron mis hijos y pasé los mejores años de mi vida. No se me olvidará ninguno de los momentos felices que viví en aquel lugar, sobre todo las plácidas noches de verano en sus jardines, desde donde se podían contemplar las tranquilas aguas del Miño, principalmente durante las plateadas noches de luna llena. ¡Qué maravillosos recuerdos!
Don Ordoño exhaló un profundo suspiro.
—No te pongas tan melodramático, cuñado. Pero supongo que no me habrás mandado llamar para recordarme lo felices que hemos sido en casa de mis padres, ¿no?
—Desde luego. Mira, Gutierre, mi propósito es descender hasta la línea del Tajo para atacar alguna plaza ocupada por los sarracenos y obtener el máximo botín posible. Debemos hostigarlos como hacen ellos con nosotros. Si de mí dependiera, no les daría tregua hasta obligarlos a abandonar la Península Ibérica. Me gustaría cumplir el sueño de mi padre, pero tal como ha quedado fragmentado su reino me parece que va a ser imposible lograrlo. Creo que él nunca tuvo la intención de dividirlo, fueron las circunstancias las que le obligaron a hacerlo. ¡Qué le vamos a hacer!
—Tus diferencias con tu hermano García siguen patentes por lo que veo, ¿no?
—¡Y tan patentes! Pero las cosas están así y no podemos cambiarlas, a no ser que nos enfrentemos uno al otro, cuestión que por el momento descarto. Además, le he jurado lealtad y debo cumplir mi juramento.
El calor seguía igual de sofocante que antes. Los dos hombres trataban de mitigar sus efectos bebiendo abundante agua y líquidos refrescantes.
—Haces bien, Ordoño. No es bueno que os enfrentéis uno al otro. Traería consecuencias impredecibles, aparte de un gran número de bajas por ambas partes. Ya son suficientes las que os causa el enemigo común. No es necesario incrementarlas.
—Tienes razón, querido cuñado. Por eso trato de dirigir todas mis energías contra ese enemigo común. Espero que en unos trece o catorce días hayamos podido alcanzar el objetivo que me he fijado. Quiero darles una lección que tarden en olvidar.
—¿Y no me puedes adelantar cuál es ese objetivo?
—Pues claro que te lo puedo adelantar. Para eso te he llamado. Descenderemos por la parte más occidental sin alejarnos demasiado de la costa hasta alcanzar la línea del Tajo. Cerca de Lisboa lo atravesaremos para internarnos en territorio enemigo y dirigirnos a alguna de sus ciudades. En principio, el objetivo es atacar la ciudad de Évora. Sólo alguna circunstancia imprevista nos apartará del mismo.
—La idea me parece bien. Lo que hace falta es que tengamos éxito para llevarla a cabo.
—Lo tendremos, Gutierre, ya lo verás. Y ahora vamos a descansar, pues mañana nos espera otra larga jornada acompañada de este calor sofocante.
Los dos hombres se retiraron a descansar. Antes del alba don Ordoño ya estaba en pie, consciente de que tenía por delante una extensa y dura jornada. Como la víspera, el día amanecía cubierto, pero a diferencia del anterior, las nubes no eran tan densas y poco después de la salida del sol comenzaron a disiparse. A media mañana lucía un sol radiante. Los hombres, sudorosos, avanzaban lentamente bajo el peso de su indumentaria y del sol que los agobiaba. La ingesta de líquido era constante, pero cuanto más bebían más sudaban. Al mediodía el rey ordenó hacer un alto en el camino para reponer las fuerzas perdidas y para dejar pasar las horas más fuertes de calor. Por la tarde continuaron la marcha camino de su meta. A la puesta del sol se hallaban a las puertas de Tuy, ciudad que don Ordoño había elegido como segunda parada de su marcha.
—¡Por fin, en casa!
—Sí, Gutierre, pero tan sólo por una noche.
—¡Lástima! De buena gana me quedaría aquí y no avanzaría un paso más. ¡Con los baños tan refrescantes que se puede dar uno en el río en estas fechas…!
—Ya lo sé, pero ahora no estamos para baños, aunque si tantas ganas tienes, puedes aprovechar este momento para darte uno. Mañana al amanecer debemos continuar nuestra marcha.
Don Gutierre no se lo hizo repetir dos veces. Antes de que su cuñado se diera cuenta, ya se había precipitado por la ladera abajo para zambullirse en las mansas y cristalinas aguas del Miño. El agua le sirvió de relax, aunque sabía que aquel deleite era pasajero. En breves horas volvería a verse inmerso en la fatigosa marcha que don Ordoño había organizado.
Aún no clareaba el alba cuando el rey ya montaba su caballo dispuesto a partir al instante. Se presentaba otro día brumoso y agotador. El numeroso ejército se desperezaba mientras seguía los pasos de su jefe, que había puesto un día más rumbo al sur. Durante las primeras horas de la mañana el cielo se encapotó hasta dejar caer algún tiempo una fina lluvia, que poco a poco fue calando la indumentaria de aquellos hombres intrépidos. Cuando se acercaba el mediodía, el sol comenzó a abrirse paso entre las nubes para hacer aún más dificultosa la marcha. Después de una nueva jornada extenuante, el ejército de don Ordoño vadeó el Limia poco antes de la puesta del sol, aproximadamente por donde hoy se ubica la localidad de Ponte de Lima. Fue precisamente en su margen izquierda donde decidieron pasar la noche antes de continuar su marcha.
El despuntar de la aurora de un nuevo día halló a nuestros hombres a más de una legua del lugar de acampada. El rey don Ordoño parecía que aquel día tenía prisa por llegar a su nuevo destino, a pesar de que el sol amenazaba con convertir la etapa en una jornada agotadora. Apenas había abandonado la línea del horizonte, ya dejaba sentir de lleno los efectos de sus ardientes rayos. Antes del mediodía muchos de los hombres de a pie se encontraban tan extenuados, que el rey no tuvo más alternativa que ordenar un descanso para que las tropas repusieran sus fuerzas. Pasados los rigores centrales del mediodía, el ejército continuó su avance hasta alcanzar las riberas del Cávado en las proximidades de Braga. El rey permitió a hombres y cabalgaduras que se dieran un baño reparador en sus aguas antes de refugiarse en la ciudad para pasar la noche. Aquella ciudad casi milenaria era la que había elegido don Ordoño en primer lugar como capital de su reino antes de trasladar ésta a Santiago de Compostela. Regresar a ella era algo así como regresar a su hogar. El rey se encaminó a su antiguo palacio para pasar la noche.
—¿Qué te parece mi palacio de Braga, Gutierre?
—No está nada mal.
—¿Sólo te parece que no está nada mal?
—Bueno, yo diría que está muy bien. Lo que no entiendo es por qué te marchaste de aquí.
—Más que nada por estar más cerca de todos vosotros y también de León, que, queramos o no, es el reino hegemónico.
—No sé por qué, pero me parece que tienes una cierta obsesión con León. Me da la impresión que no haces más que añorarlo.
Don Ordoño dejó vagar la mirada por el salón de su antiguo palacio, como si no hubiera oído el comentario de su cuñado. Pero, en realidad, lo había oído y lo peor de todo era que don Gutierre tenía razón. No podía dejar de pensar en el reino de León. Tras la muerte de su padre, ese reino se había convertido en el reino principal y heredero del esplendoroso reino de Asturias. Su propio padre, Alfonso III el Magno, lo había decidido así y ya se había trasladado a vivir a él la mayor parte del tiempo durante los últimos años de su vida. No podía negar la evidencia. El reino de León era el continuador del reino de Asturias y, por tanto, el continuador de la tradición visigótica. A él le estaba encomendado seguir la recuperación de la Península Ibérica y la liberación de la misma del yugo musulmán. Gracias a Asturias, pero sobre todo a León, algún día no sólo España, sino también Europa se verían libres de la dominación islámica. Aunque fuera sólo por eso, merecía la pena aspirar a ser rey de León.
—¿Decías algo, Gutierre?
—No, no, nada.
Don Gutierre se había dado cuenta de que su cuñado se había quedado como embelesado al mencionar a León. Prefería no ahondar en el tema.
—Pues vamos a cenar que hay que acostarse temprano. Mañana nos espera otro día de marcha.
Al día siguiente comenzó la quinta etapa de su marcha hacia tierras musulmanas. Como ya era habitual, se inició antes del amanecer. Con un gran esfuerzo no exento de cierta nostalgia, don Ordoño abandonó su palacio de Braga donde dejaba encerrados muchos recuerdos. Durante horas no dejó de pensar en tantos momentos felices que había vivido en aquel palacio y en aquella ciudad. Ciudad que le era tan grata y que tan bellos recuerdos le traía. El bochorno tan asfixiante que hacía vino a sacarlo de sus pensamientos. El sol ya casi alcanzaba su cenit y los hombres comenzaban a desfallecer de apetito, de calor y de fatiga. El rey mandó detener la marcha para hacer un alto en el camino. A punto de oscurecer entraban en las calles de Oporto, el otrora Portus Cale.
Al despuntar el alba comenzaron los preparativos para que el numeroso ejército cruzara las aguas del caudaloso Duero. La única forma de hacerlo era a través de unas barcazas que había al efecto. La operación duró dos largos e interminables días. Cuando al fin lograron cruzar los últimos hombres de la mesnada era ya noche cerrada. Al amanecer, don Ordoño dio orden de partida para iniciar una etapa que los llevaría hasta lo que hoy conocemos como San Joao da Madeira, lugar donde acamparon para pasar la noche que se les había echado encima sin permitirles seguir adelante en su avance.
La siguiente etapa tendría como meta final el actual concelho de Águeda. Lugar donde también los sorprendió la noche y les impidió continuar su viaje. El día había sido agotador no sólo por la distancia que habían tenido que recorrer, sino también por el tórrido calor que tuvieron que soportar. Los hombres y animales estaban exhaustos. El ritmo de marcha que su jefe les imponía resultaba extenuante.
Aún era noche cerrada cuando las huestes de don Ordoño se pusieron en marcha. Tenían por delante una nueva y agotadora jornada. Don Gutierre se acercó a su cuñado en el preciso instante en que éste daba la orden de partida.
—Ordoño, si seguimos a este ritmo muchos hombres no van a llegar al destino. Deberías tomártelo con un poco más de calma.
—Lo sé, Gutierre, pero si nos demoramos demasiado, nuestros enemigos pueden descubrirnos y dar al traste con todos nuestros planes. Hoy llegaremos a Coímbra, frontera con el territorio mahometano. Allí descansaremos un par de días que aprovecharemos para atravesar el Mondego y situarnos en su margen izquierda, ya en territorio enemigo. A partir de ese momento tendremos que extremar las precauciones, pues podríamos recibir un ataque de los sarracenos cuando menos lo esperemos.
—Tú mandas, pero te recuerdo que los hombres están agotados y a punto de estallar. No los fuerces demasiado, porque podrían rebelarse en cualquier momento.
—Lo tendré en cuenta, querido cuñado, y ahora, adelante, no perdamos el tiempo.
El día comenzaba a clarear por oriente, pero espesos nubarrones demoraban el avance de la luz. Lentamente empezaron a distinguir el paisaje que los rodeaba, mas el sol no hizo acto de presencia. Las negras nubes se lo impedían. A media mañana dejaron escapar las primeras gotas de lluvia que los hombres recibieron con gran satisfacción. Al menos el día prometía no ser tan caluroso como los pasados.
Como había vaticinado don Ordoño, al final de la jornada llegaron a la ciudad de Coímbra, último reducto ganado para los cristianos por los condes gallegos durante el reinado de su padre, donde se hizo fuerte el rebelde Hermenegildo Pérez, que terminó derrotado y ajusticiado por las tropas de Alfonso III el Magno. La ciudad, ubicada en torno a un montículo con su castillo en lo más alto de la colina, en la margen derecha del Mondego, ofrecía una situación privilegiada para observar los movimientos del enemigo a muchas leguas a la redonda. En ella las huestes de don Ordoño permanecieron no dos sino tres días para reponer sus fuerzas y poder continuar así con más ímpetu y energías renovadas.
Aún tuvieron que sufrir muchos días de largas marchas y duras fatigas antes de alcanzar su objetivo el 19 de agosto. Algunos de sus hombres se quedaron por el camino por haberles fallado las fuerzas o ser víctimas de alguna enfermedad, pero el grueso de las tropas llegó a su destino deseoso de combatir por su rey y con la moral muy alta.
Cuando el día anterior de la batalla divisaron la ciudad en medio de aquella vasta llanura, don Ordoño ordenó detener allí mismo sus tropas para pasar la noche y atacar de refresco en la madrugada del siguiente día. Dos horas antes del alba ya se habían puesto en marcha para acercarse a la ciudad sin ser vistos y formar un cerco en su derredor. Cuando la aurora extendió su manto por la inmensa llanura del Alentejo, los centinelas de la ciudad descubrieron atónitos los más de treinta mil soldados cristianos que la rodeaban. Dieron inmediatamente la voz de alarma, pero ya nada se podía hacer más que resistir en su interior. Su gobernador, Marwan Abd al-Malik, no acababa de creerse que las tropas cristianas hubieran osado presentarle batalla y sitiarlo en su propia ciudad. No entendía cómo podían haber llegado hasta allí sin ser descubiertas ni desbaratadas por los ejércitos ismaelitas. El adalid musulmán desplegó a sus más de setecientos hombres en los puntos estratégicos de las murallas de la ciudad para que la defendieran con sus propias vidas si fuere necesario. El caos reinaba por doquier. Las mujeres, los niños, los ancianos y los enfermos no sabían dónde esconderse ante el ataque inminente de los infieles, según ellos. No quedó rincón recóndito en toda la ciudad que no fuera ocupado por alguno de los habitantes más débiles de la misma. Todas las puertas y celosías de sus casas se cerraron a cal y canto. La ciudad quedó desierta y el silencio se oía por todas partes.
No tardaron las tropas de don Ordoño en trepar a las murallas de la ciudad para terminar con la escasa resistencia de sus defensores. Tanto Marwan Abd al-Malik como su guarnición fueron aniquilados por la arrolladora fuerza enemiga. Sus intentos de defensa de la ciudad fueron vanos. La resistencia no duró más de media hora. Luego, las tropas cristianas registraron todos los rincones y casas de la ciudad para llevarse consigo más de cuatro mil prisioneros y un copioso botín. Nunca hasta entonces habían recibido los musulmanes una derrota tan grande desde los inicios de su invasión.
Al día siguiente del ataque a Évora, don Ordoño ordenó a sus tropas el regreso a casa, pero no desandarían el camino andado hasta allí, sino que lo harían a través de la Vía de la Plata. Era tanta la muchedumbre, que tardaron día y medio en cruzar el Puente de Alcántara.
5
A finales de octubre del año 913 don García contemplaba la vasta vega del río Tirón desde la torre del homenaje del castillo de Cerezo. La verde alameda que bordeaba las márgenes del río como un escuadrón de esbeltos gigantes se perdía en lontananza, donde la vista ya no alcanzaba a distinguirlos. A intervalos su color se tornaba en ocre. La mirada del monarca se perdía en la lejana montaña por donde desaparecía la alameda y con ella el río. ¿Pensaba tal vez en su esposa? No era probable. Don García, salvo en los primeros momentos, jamás había sentido amor por doña Muniadona. Tal vez sintiera un cierto aprecio, pero nada más. Su esposa no solía ocupar sus pensamientos. Tampoco los ocupaba su suegro, en el que había descubierto últimamente demasiado interés por recuperar el título de conde de Castilla y una enconada envidia hacia el actual titular del mismo, el conde don Gonzalo Fernández. Comenzaba a sospechar que su suegro tramaba algo. Sus pensamientos en absoluto se detenían en la figura de su hermano Ordoño. Le agradecía que hubiera participado en su liberación de la prisión, pero poco más tenía que reconocerle. Había sido el hijo favorito de su padre y siempre se había llevado lo mejor. Si por su padre hubiera sido, Ordoño habría heredado el reino entero. Pero las presiones recibidas y la vergüenza que hubiera sentido de haberlo hecho, le hicieron desistir al final de sus días y aceptar la división tal como se había llevado a cabo.
Don García sabía que había recibido la mejor parte del reino, la parte troncal del mismo, pero no estaba satisfecho. Como primogénito, tenía derecho a haberlo heredado todo y así debería haber sido. Ahora era demasiado tarde para recuperarlo. Si lo intentara, tendría que enfrentarse abiertamente contra sus hermanos. Era mejor dejarlo como estaba. Además, a sus hermanos les prometió que les respetaría la parte que ya habían recibido en agradecimiento a la colaboración que le prestaron en su liberación. No iba a quebrantar la palabra dada. Sólo le quedaba, por tanto, agrandar su reino con nuevas conquistas y para eso estaba allí. De momento ya había tomado el castillo de Cerezo. Era una plaza fuerte que le permitía reforzar la retaguardia en su avance por tierras enemigas. En él dejaría un pequeño destacamento.
Se acercaba el mediodía. Don García abandonó la torre del homenaje para reponer sus fuerzas con un abundante almuerzo. Al día siguiente entraría con sus huestes en tierras de La Rioja para presentar batalla a sus enemigos. Los capitanes ya tenían armadas sus compañías hasta los dientes dispuestas a enfrentarse al ataque. Después del almuerzo, el rey se retiró a sus aposentos donde pasó toda la tarde y la noche diseñando un plan de ataque. Antes del alba ya estaba en pie con el ánimo dispuesto a adentrarse en tierras enemigas para presentar batalla a todo el que le ofreciera resistencia. Ordenó seguir el curso del río hasta la ciudad de Haro. Desde allí avanzaron por la margen derecha del río Ebro hasta la ciudad de Logroño. En todo ese recorrido no encontró resistencia alguna del enemigo. Era como si se tratara de un simple paseo militar por tierras conquistadas, por lo que decidió continuar adelante.
En Calahorra las huestes de don García decidieron ascender por la margen izquierda del río Cidacos. Justo cuando tuvieron ante sí la ciudad de Arnedo y su castillo, se percataron que éste estaba defendido por fuerzas de los Banu Qasi. El rey ordenó sitiar la plaza hasta su rendición. Era finales de diciembre cuando fueron derrotados los últimos defensores de la fortaleza. Pero en el postrero ataque que los llevó a hacerse con el castillo, el rey fue herido gravemente por una flecha enemiga. Los cuidados y desvelos de los suyos por salvarlo se multiplicaban. Con la llegada del año nuevo la salud del soberano no mejoraba. Cada día que pasaba se sentía peor. Al fin, tuvo que ordenar la retirada a sus hombres y el regreso a casa. En aquellas condiciones no se sentía con fuerzas para seguir adelante con el plan de conquista que se había trazado.
Después de muchos días de fatigosa marcha por tierras primero riojanas y luego castellanas, llegó por fin a los Campos Góticos. El intenso frío de aquellos días invernales le habían aletargado un poco los dolores que sufría. La herida parecía que se había cicatrizado y que ya no presentaba gravedad, pero el rey había perdido mucha sangre y se encontraba muy debilitado. Además, la flecha le había causado una infección interna que poco a poco se iba apoderando de su cuerpo. Ya casi no se sentía con fuerzas ni para decidir lo que convenía o no hacer. Su lugarteniente quería llevarlo a León, donde recibiría todo tipo de atenciones, pero don García prefirió que lo condujeran a Zamora, plaza en la que seguía teniendo su palacio y donde había pasado tantos años de su vida. Dijo que si tenía que morir, prefería que fuera en aquella plaza que le era tan entrañable y no en otro lugar. Luego ordenó que dieran aviso a la reina para que se desplazara hasta Zamora. A mediados de febrero quedaba instalado en su palacio con fuertes dolores intestinales y fiebre muy alta. La reina optó por no desprenderse de su lado.
—¿Cómo os encontráis, esposo mío?
Don García abrió tímidamente los ojos a través de los cuales adivinó la figura de su esposa que le sonreía amablemente.
—No muy bien. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—¿Qué importa eso ahora? Lo que conviene es que os curéis, señor mío. Habéis perdido mucha sangre y estáis muy débil, así que es mejor que os calléis y reposéis en vuestro lecho.
Él trató de hacer un esfuerzo para replicarle, pero le faltaron las fuerzas. Se dejó caer en el lecho como un cuerpo inerte y se hundió de nuevo en un profundo sopor. En aquel momento entró el galeno en la cámara real.
—¿Cómo se encuentra hoy nuestro ilustre enfermo?
—Se ha despertado un momento, pero le han fallado las fuerzas y se ha quedado de nuevo profundamente dormido —comentó la reina con cara de angustia y un leve rayo de esperanza.
—Es mejor así. Al menos mientras duerme no sentirá tantos dolores.
—¿Creéis que se pondrá bien?
El médico movió dubitativamente la cabeza antes de responder.
—¡Que más quisiera yo! Pero lo veo muy difícil. Tiene una infección interna que le está corroyendo las entrañas. Su naturaleza es fuerte, pero no logrará vencer al enemigo que lleva dentro.
A doña Muniadona le rodaron dos gruesas lágrimas por sus aún tersas y sonrosadas mejillas.
—¿Cuánto tiempo creéis que le puede quedar?
—Días, tal vez algunas semanas. Depende de lo fuerte que sea, mas no será mucho el tiempo que pueda resistir. Cuando se despierte le dais unas gotas de este frasco mezcladas con agua. No le servirán de mucho, pero le calmarán un poco los dolores.
El físico dejó de nuevo a la reina sola con su esposo y su dolor. Por lo que le acababa de decir, tan sólo cabía esperar que llegara el desenlace final. ¡Tan joven y tan lleno de vida hacía tan poco tiempo y ahora tan débil y tan indefenso! ¡Qué cambios daba la vida en tan breve espacio de tiempo! A doña Muniadona le daba vueltas la cabeza tratando de entender la mudanza tan brusca que acababa de sufrir su esposo. Para llegar a ese final, no era necesario ambicionar tanto. El enfermo entreabrió los ojos para murmurar unas palabras ininteligibles.
—¿Qué decís, Señor?
—Agua. Un poco de agua.
Su esposa aprovechó para darle las gotas que le había recetado el galeno. Don García tomó dos sorbos de agua con gran esfuerzo antes de dejarse caer inerte en la cama. Sus fuerzas lo abandonaban.
—¿Queréis un poco más?
—No, dejadme. Sólo quiero descansar.
Doña Muniadona le aplicó una compresa empapada en agua fría en la frente y en las sienes para aliviarle la fiebre. Luego llamó a una de las sirvientas para que ocupara su lugar mientras ella se retiraba a su alcoba a descansar unas horas.
—Ven, ponte aquí a la cabecera. Mira, humedeces la compresa en el agua fría, la escurres bien y se la aplicas en la frente y en las sienes. Así, como lo hago yo.
—Sí, Señora.
—Si se despierta, le das algo de comer. Yo me voy a mis aposentos a descansar un rato. Si se agravara, no dudes en llamarme.
—Como Su Majestad mande, Señora.
Don García sufrió algunos altibajos a lo largo de los siguientes días. Su fortaleza le permitió demorar el desenlace fatal un mes más, pero el diecinueve de marzo su alma se liberaba definitivamente de aquel cuerpo gangrenado. Su agonía había durado casi tres meses.
El anciano obispo Atilano, primer mitrado de Zamora, tuvo el honor de presidir los funerales por el alma del efímero rey, acompañado por el abad Alfonso de San Miguel de Escalada. El obispo Genadio de Astorga declinó su participación por haberle negado el rey fallecido el traslado de los quinientos mizcales a Compostela, que su padre había donado a la basílica de Santiago.
A los funerales de don García asistieron todos sus parientes y una buena parte de la nobleza y aristocracia del reino. Finalizados los actos religiosos, la reina doña Muniadona ordenó que dieran sepultura a los restos mortales de su esposo en la propia basílica en la que se acababa de celebrar su funeral, pero los hermanos del rey fallecido, especialmente don Ordoño y don Fruela, se opusieron rotundamente a esa decisión. A pesar de las diferencias que habían mantenido en vida, no dudaron en ordenar que los restos de su hermano debían descansar junto a los de todos sus antepasados en la catedral de Oviedo. Con el consenso de toda la familia del finado, dispusieron que su cuerpo fuera trasladado inmediatamente a Oviedo, al panteón de la familia real, donde recibió cristiana sepultura.
6
Ante la muerte prematura del rey y el hecho de que no hubiera dejado descendencia, surgió el primer problema sucesorio de aquel reino en ciernes. Más de uno de los hermanos del rey fallecido pretendió ocupar el trono vacante. Incluso alguno de los condes castellanos puso su mirada en él. Ya sabemos que el propio suegro de don García hacía muchos años que maquinaba alzarse con el trono de Castilla. Ahora se le ofrecía una preciosa oportunidad para proclamarse rey de todo aquel reino. Pero pronto vinieron a desvanecer esos deseos las voces de todo el pueblo leonés, que decidió aclamar a don Ordoño como su rey natural. Aunque ya hacía alguna generación que se había establecido el sistema hereditario en el trono de los reyes asturianos, sin embargo aún no estaba del todo consolidado. No obstante, el pueblo de León entendió que el segundogénito de Alfonso III el Magno era el heredero legítimo del trono vacante. Y así lo constató y lo proclamó a los cuatro vientos.
Don Ordoño, que a la sazón reinaba en Galicia con sede en Santiago de Compostela, aceptó de buen grado su nombramiento como rey de León, aunque su coronación no fue inmediata a la muerte de su hermano. Tendrían que pasar todavía unos cuantos meses antes de que don Ordoño abandonara Santiago de Compostela para trasladarse a León. Tal vez esta demora se debiera a alguna campaña bélica del príncipe por tierras extremeñas o a alguna enfermedad que le obligara a permanecer en Galicia o a ambas circunstancias a la vez. Tras ser nuevamente aclamado como rey a principios de diciembre en Santiago de Compostela, don Ordoño convocó una asamblea general en la que fue designado soberano por todos los magnates de España. En dicha asamblea se reunieron todos los condes, obispos, abades y demás aristócratas del reino, que lo proclamaron rey el 12 de diciembre del 914. A partir de entonces reinaría en el trono de León como Ordoño II. Con su nombramiento como rey de León, se vuelven a reunir en su persona los reinos de León y de Galicia y bajo su corona queda de nuevo unificado todo el reino, puesto que su hermano don Fruela reconoce su supremacía y se declara vasallo suyo. Don Ordoño confirma inmediatamente a León como capital del reino e instala definitivamente su sede en ella.
El 12 de diciembre del año 914 León amaneció con un cielo completamente azul, como con tanta frecuencia acostumbra a suceder en aquellas tierras. La helada nocturna había sido intensa, pues no en vano las mínimas de la noche habían llegado a rondar los siete u ocho grados bajo cero. El barro de las calles era tan duro como el cemento. Tan sólo se ablandaría a eso del mediodía en las zonas soleadas y resguardadas del viento del norte. Sus habitantes ya estaban habituados a eso. En las calles más estrechas de la ciudad y en los lugares donde no entraba el sol en todo el día, aún se conservaban restos de la última nevada caída quince días antes. Esta nieve se había convertido en hielo por las bajas temperaturas, no sólo nocturnas sino también diurnas, que hacían casi impracticable el caminar por las calles. Pero los avezados habitantes de la ciudad estaban acostumbrados a estos contratiempos que sorteaban estoicamente.
A primeras horas de la mañana, cuando apenas comenzaba a asomar el disco solar en el lejano horizonte y con unas temperaturas rayanas a los cuatro grados bajo cero, una gran muchedumbre se agolpaba ya a las puertas de la basílica de Santa María y San Cipriano, construida por el abuelo de Ordoño II sesenta años antes sobre las termas romanas de la Legio VII Gemina. El frío era intenso. A pesar de ello, cada vez acudía más gente deseosa de presenciar el que iba a ser para ellos el mayor espectáculo de su vida. Pocas horas más tarde coronarían al que sería su segundo rey y el primero en fijar definitivamente su sede en la ciudad. Ya hacía muchos años que su padre, Alfonso III el Magno, había descubierto el potencial estratégico de la que con el tiempo llegaría a ser la capital del reino más importante de la Edad Media. Su propio hermano, el rey don García, había trasladado definitivamente la corte a León, pero sin fijar aún su residencia en la misma. Tendría que ser él, Ordoño II, el que diera el paso decisivo para consolidar en ella la sede de su reino y que luego continuarían sus sucesores.
El sol ya había comenzado a elevarse en la bóveda celeste y las gentes cada vez se apiñaban más en la entrada y alrededores de la iglesia. A medida que transcurrían las primeras horas de la mañana y el sol dejaba sentir tímidamente sus rayos, el ambiente se caldeaba más y más debido a la gran muchedumbre que allí se había congregado. En el interior de la iglesia ya no cabía un alma más. Su reducido espacio había sido totalmente ocupado por los familiares del rey, la nobleza y el clero. Pocos representantes del pueblo llano tuvieron el privilegio de encontrarse dentro de su recinto.
A eso del mediodía no cabía ya nadie más en las inmediaciones de la basílica. Tal era el gentío que había acudido a presenciar la coronación de don Ordoño. Los obispos de todo el reino y de otros reinos cristianos concelebraban la Misa que santificaría el acto. El rey junto a su esposa la reina doña Elvira ocupaban el palco real. Tras ellos se situaban sus hijos, los infantes. El transepto de la basílica lo ocupaban los duques y marqueses con sus cónyuges que asistían al acto. Las naves del templo se habían llenado con el resto de la nobleza y el clero asistente a la ceremonia.
El obispo Cixila II, titular de la diócesis de León, tuvo el honor de presidir la ceremonia. Fue auxiliado por los obispos de Astorga y Zamora, Genadio y Atilano, respectivamente. En el momento más álgido de la ceremonia, el mitrado leonés ciñó la corona de oro y piedras preciosas en la frente del nuevo monarca. En ese instante, los prelados y clero asistente entonaron el Veni creator Spiritus para dar gracias a Dios por el nombramiento del nuevo rey y pedirle que inundara de sabiduría su mente y su reinado. El frío tanto en el interior como sobre todo en el exterior del templo lo llenaba todo, pero el público no lo sentía absorto como estaba en la ceremonia de la coronación. Finalizada ésta, el rey con sus invitados se dirigieron al palacio real para sellar con un opíparo banquete su coronación, pero era tal la muchedumbre que apenas les permitían avanzar. Con gran esfuerzo por parte de la guardia real, lograron abrirse paso entre todo aquel gentío que no cesaba de aclamar al nuevo rey y que todo el mundo quería ver en primera línea, lo que provocó más de un herido por aplastamiento. Ya hacía horas que la comitiva real disfrutaba del copioso banquete en el palacio, cuando los últimos concentrados despejaban las inmediaciones de éste y de la basílica. El sol se acababa de poner y la temperatura comenzó a caer en picado. Poco a poco los más reticentes abandonaron aquel espacio para refugiarse en sus humildes moradas. La mayoría de ellos se iban sin haber podido ver al rey y a su familia.
Los faustos por la coronación del nuevo soberano se prolongaron a lo largo de todo el mes. En todo aquel período de tiempo no dieron tregua los banquetes, así como los bailes y actos de diversión de los invitados. Exhaustos por tanta relajación, algunos invitados decidieron regresar a su lugar de residencia antes de dar por finalizada oficialmente la ceremonia de la coronación, principalmente los obispos y alto clero. Don Ordoño no había escatimado gastos para tener contentos a sus súbditos desde el primer momento de su reinado. Con aquel dispendio quiso granjearse las simpatías y el beneplácito de todos los magnates del reino y de los otros reinos cristianos.
7
Entronizado Ordoño II como nuevo rey de León, no demoró la reanudación de sus campañas militares contra el islam. El segundogénito de Alfonso III el Magno había heredado de éste no sólo su denuedo, sino también la idea imperial de convertir a León en el primer reino de España y la reconquista de todo el territorio peninsular que aún permanecía en manos de los moros. Para ello no dudaría en aliarse con el rey de Pamplona, que era el otro reino cristiano peninsular capaz de enfrentarse a las hordas islamistas. Unificados de nuevo en su persona los reinos de León y de Galicia y totalmente subordinado a él el reino de Asturias, puesto que Fruela II se había declarado súbdito suyo y se había puesto a su entera disposición, Ordoño II no dudó un instante en considerarse adalid de las tropas cristianas y de la unificación de España. Por eso, apenas transcurridos seis meses desde su nombramiento, emprendió una marcha que lo llevaría hasta tierras de Extremadura, remedando tal vez la que ya hiciera poco después de la muerte de su padre.
Celebrados los ritos ancestrales al astro rey a través de las hogueras de la noche de San Juan y rendido homenaje al que se atrevió a bautizar al Hijo de Dios en las aguas del Jordán, Ordoño II salió con sus tropas de la ciudad de León camino de Zamora. No tardó en vadear el río Bernesga poco antes de su unión con el Torío para seguir aguas abajo por su margen derecha hasta su desembocadura en el Esla. Aquel primer día acamparon a la altura de Coyanza, aunque no en ella por estar situada en la margen izquierda del caudaloso río.
La segunda etapa discurrió a través de la fértil vega que se extiende por la margen derecha del Esla. El sol en aquellos primeros días estivales ya se dejaba sentir, pero las refrescantes y cristalinas aguas del majestuoso río dulcificaban sus rigores. A la caída de la tarde, el gran número de valientes que seguían a su adalid hizo su entrada en la ciudad de Benavente, antigua Brigaecium, donde acamparían aquella noche.
Al día siguiente de madrugada, cuando todavía no había salido el sol, abandonaron Benavente para tomar la Vía de la Plata, que los conduciría hasta Extremadura a través de la antigua calzada romana que unía Emérita Augusta con Astúrica Augusta. No tardaron en dejar atrás el río Órbigo poco antes de verter sus aguas al Esla. Un nuevo y caluroso día se ofrecía a los intrépidos soldados que seguían dócilmente a su jefe. Las huestes de don Ordoño continuaron su avance por la margen derecha del Esla. Al mediodía decidieron tomar un respiro a orillas del Tera, último de los afluentes mayores del gran Ástura. En torno a un centenar de kilómetros más abajo el caudaloso Esla unirá sus aguas a las del Duero, que lo recibirá con los brazos abiertos, pues gracias a él reduplicará con creces su caudal. Ya noche cerrada, don Ordoño hacía su entrada triunfal en la ciudad de Zamora.
En las dos etapas siguientes recorrieron el trayecto que va desde Zamora hasta Salamanca. El primer día llegaron al lugar que posiblemente ocupó la antigua ciudad romana de Sabaria. Reemprendieron la marcha antes del alba. Cuando ya declinaba el sol en el lejano horizonte y las primeras sombras del anochecer difuminaban el horizonte por el saliente, las huestes de don Ordoño aposentaron sus reales en la margen derecha del Tormes junto al gran puente romano. Aún tuvo tiempo Ordoño II de contemplar los catorce arcos de medio punto que lo conformaban antes de que la oscuridad vespertina los borrara de su vista.
Cuando la aurora comenzó a desperezarse, las tropas cristianas ya habían dejado atrás el puente romano de la capital salmantina. No tardaron en abandonar la ciudad, pues tenían por delante una larga etapa que los llevaría hasta Béjar donde acamparían para pasar una nueva noche.
Las primeras luces del alba hallaron a las huestes de don Ordoño en el incio del ascenso al puerto de Béjar. El día prometía ser caluroso, lo que vino a dificultar aún más el lento ascenso hacia la cumbre de la Sierra de Béjar. Cuando ya estaban próximos a la cima, un negro nubarrón cubrió por completo la cumbre de la montaña seguido de un fuerte vendaval. Minutos más tarde se desencadenó una violenta tormenta con abundantes aguaceros acompañados de rayos y truenos. El avance de las tropas se hacía cada vez más penoso. A media tarde, cuando ya descendían por la vertiente sur de la montaña, amainó la tormenta, las nubes se rompieron en mil pedazos y de nuevo brilló el sol que llenó el paisaje de gran variedad de matices y colores. Los hombres, cansados y calados hasta los huesos, llegaron a Baños de Montemayor a la caída de la tarde.
Con el nuevo amanecer iniciaron el descenso por la vega del Ambroz, que los siguió a su derecha durante un trecho antes de verter sus aguas al Alagón. El ejército de don Ordoño abandonó pronto su curso para dirigirse hacia la confluencia del Jerte con el arroyo Nieblas, lugar que hoy ocupa la ciudad de Plasencia. Desde allí alcanzaría Cáceres donde se detuvo dos días completos para trazar un plan de ataque contra los musulmanes. Su objetivo final era Mérida y sus dominios, por lo que decidió asaltar antes otras plazas para atemorizar al gobernador de la ciudad. Así, al tercer día de su llegada a Cáceres, partió al amanecer de esta ciudad hacia Medellín. Caminaron durante todo el día por las extensas planicies de Cáceres y de la vega del Guadiana. Al anochecer llegaron a dar vista al puente que atravesaba el cauce del río y los dejaba a las puertas de la ciudad. Cuando llegaron las primeras luces del alba, las tropas de don Ordoño ya habían cercado la fortaleza que se erigía en lo alto del cerro que domina la población. Pocas horas necesitaron para rendirla.
Dominado Medellín, Ordoño II decide atacar el Castillo de la Culebra. Después de un nuevo día de marcha por la vega del Guadiana, sus huestes llegaron a las proximidades de Alange con las primeras sombras de la noche, momento que aprovecharon para descansar y reponer sus fuerzas. Mucho antes de la salida del alba don Ordoño ya se hallaba en pie presto para la batalla. Inmediatamente mandó llamar a su lugarteniente.
—¿Me querías ver, Ordoño?
—Sí, Gutierre, tenemos que hablar.
Don Gutierre pasó al interior de la tienda de su cuñado.
—Bien, tú dirás.
—Vamos a atacar el Castillo de la Culebra. La fortaleza se halla situada en lo más alto del cerro que llaman de la Culebra, de ahí su nombre. Vas a ordenar a los jefes de los distintos batallones que sitúen a todos los caballeros y una parte de la infantería alrededor del cerro y por su falda, cercándolo por completo en todo su perímetro. El resto de hombres a pie y los arqueros ascenderán hasta las proximidades del puente del castillo, desde donde harán frente a los defensores de la fortaleza. Cuando las fuerzas de éstos sean diezmadas, nuestros soldados escalarán las murallas mientras un grupo de ellos tratará de derribar la puerta. ¿Me has comprendido?
—Sí, Ordoño. Sólo quiero hacerte una pregunta. ¿La caballería no va a atacar?
—De momento no. Dado lo escarpado de la montaña, no sería muy efectivo un ataque de la caballería. Muchos de sus animales se despeñarían pendiente abajo. Además, serían un blanco fácil para los defensores del castillo. Si se hace necesaria su intervención, ya decidiré el momento más oportuno. Por ahora es mejor que se dejen ver alrededor de toda la montaña para infundir pánico a la guarnición de la fortaleza.
—Entendido.
—Ahora date prisa. Antes de amanecer nuestros hombres deberían estar en sus puestos para sorprender a los del castillo.
—Se hará como ordenas.
Cuando las primeras luces de la mañana despuntaban por oriente, los aguerridos guerreros cristianos ya ocupaban por completo todo el Cerro de la Culebra. Los centinelas del castillo al descubrir aquel despliegue militar por todo el contorno de la montaña no podían dar crédito a lo que veían. Atónitos ante aquel espectáculo, les faltó tiempo para hacérselo saber a sus superiores. Al instante sus almenas se vieron repletas de sarracenos dispuestos a defender la fortaleza. El combate no se hizo esperar. Los arqueros cristianos lanzaron una lluvia de flechas sobre el castillo. Desde lo alto del mismo respondieron con otra andanada de flechas y todo tipo de objetos contundentes que tenían a su alcance y podían lanzar contra el enemigo. La lucha entre ambos bandos se encarnizó por espacio de más de una hora, pero las fuerzas defensoras eran muy inferiores a las atacantes. Éstos comenzaron a trepar por las murallas del castillo a través de las cuerdas y escalas que portaban. Desde las almenas les lanzaban piedras, agua y aceite hirviendo, o les derribaban las escalas cuando ya estaban a punto de alcanzar su objetivo. Todo era válido con tal de defender la fortaleza, pero todo fue en vano. Poco a poco los cristianos consiguieron llegar a las almenas. Allí la lucha se recrudecía, pero cada vez eran más los leoneses que lograban penetrar en el castillo. Uno de ellos consiguió llegar hasta la puerta principal y abrirla para que pudieran entrar los que forcejeaban desde fuera por derribarla. Franqueada la puerta del castillo, una avalancha de soldados de Ordoño II se precipitó en él y en un instante acabó con los sarracenos que aún resistían. Una vez sometidos los pocos ocupantes que quedaban, el rey dio a sus hombres la orden de retirada. Con esta nueva victoria pretendía dar un golpe de efecto sobre el gobernador de Mérida.
Al día siguiente de la conquista del Castillo de Alange, las huestes de don Ordoño se asentaron en las inmediaciones de Mérida. Tanto el gobernador de esta ciudad como el de Badajoz, en vista de las recientes victorias logradas por el rey leonés, se sometieron al mismo en todo lo que éste les exigió. Ordoño II regresó a León con un fastuoso botín y con gran número de cautivos. El monarca leonés acababa de escribir con letras de oro una nueva y gloriosa página de su historia.
Ante esta gesta y como gratitud por las últimas victorias conseguidas, nada más llegar a León don Ordoño donó parte de su palacio para construir una nueva catedral en honor de la Virgen María, que vendría a sustituir la vieja basílica que ya existía en aquel lugar. El nuevo templo se erigió una vez más sobre las antiguas termas romanas de la Legio VII Gemina.
8
Ordoño II, el incansable guerrero y enérgico batallador, no cejaba un instante en su empeño de luchar contra los andalusíes para aniquilarlos y expulsarlos de la Península Ibérica. Pero enfrente se encontró con el poderoso, y a la vez fiero y cruel, Abd al-Rahman III, octavo emir de Córdoba y primer califa de la misma. Al rey Ordoño no le acompañó la suerte de los últimos años del reinado de su padre, que gozó de una larga paz con el reino del al-Ándalus. Como Alfonso III el Magno, Ordoño II seguía fiel a la idea de unificar toda España bajo una sola corona. Se sentía, como su padre, heredero de la tradición goda y elegido por Dios para guiar los destinos de todo el territorio español. Su alianza con Sancho Garcés I de Pamplona no tenía más objetivo que ése. Dueños entre ambos de la mayor parte del tercio superior de la Península, con la unión de sus fuerzas no cabía duda que llegarían a derrotar más pronto que tarde al poderoso reino andalusí. Los infieles sarracenos llevaban asentados más de doscientos años en el suelo español y era hora ya de liberar a nuestra patria de su presencia.
Desde muy antiguo la Península Ibérica había sido objeto de grandes invasiones. Los pueblos aborígenes que la habitaban eran el resultado de una mezcla de diversas civilizaciones. Todas ellas dejaron su impronta en las distintas regiones en que se asentaron, que fue la savia que alimentó la diversidad de los pueblos que la habitaban. Fue la invasión del Imperio romano la que, tras largas y cruentas luchas, logró la primera unificación política de todo el territorio peninsular. El Imperio romanizó la práctica totalidad del pueblo español y tras algo más de cinco siglos de dominación, sucumbió a su vez por la invasión de los pueblos germanos, los bárbaros que denominaban despectivamente ellos.
Con los visigodos se produce de nuevo la total unificación de la Península Ibérica, hasta que en el 711 ésta es invadida por las hordas musulmanas, que acaban, una vez más, con la unidad de España. Desde estos acontecimientos habían transcurrido más de doscientos años, por lo que había llegado ya la hora de poner remedio a tal desafuero. Al menos eso es lo que pensaba Ordoño II. Él, al igual que su padre, se sentía llamado por los designios divinos para llevar a cabo esa magna empresa y no pensaba cejar en su empeño, costara lo que costara.
Una calurosa mañana del mes de agosto don Ordoño conversaba con su esposa en una de las más frescas salas del palacio real de León. En ella apenas se dejaban sentir los rigores del verano.
—He de deciros, esposa mía, que mañana mismo partiré para tierras de Castilla.
—¿Es que ya os habéis cansado de estar a mi lado?
—No digáis eso, Elvira. Ya sabéis que vuestra compañía jamás me ha fatigado.
—Entonces, ¿por qué os vais y me dejáis aquí sola?
El rey exhaló un profundo suspiro.
—Porque el deber me llama, esposa mía. Me han traído noticias sobre las nuevas andanzas de nuestros eternos enemigos.
—¿Qué pretenden ahora esos infieles?
—Pues no estoy muy seguro, pero, por lo que me han dicho, parece que tienen intenciones de atacar alguna de las ciudades que tenemos a orillas del Duero. Por eso, mañana mismo partiré con un ejército para la Extremadura castellana.
—¿Y qué pensáis hacer con los proyectos que teníais para León?
—Esos proyectos deberán seguir adelante sin mi presencia. No es necesario que yo permanezca aquí para que continúe el engrandecimiento y la fortificación de la ciudad. Nuestro palacio ya está terminado, la catedral también está en marcha, las murallas siguen su avance. No entiendo por qué ha de ser imprescindible mi presencia aquí.
La reina dejó entrever un rictus de enfado en su rostro.
—Ya veo que no lograré reteneros a mi lado bajo ningún subterfugio. ¿No os cansáis de enfrentaros a los moros? Desde antes de vuestra coronación como rey de León no ha habido año que no hayáis combatido contra ellos. Podíais descansar un poco y dejarlos en paz durante algún tiempo.
—Imposible, querida esposa. Jamás los dejaré en paz, pues sobre mí recae el sagrado deber de expulsarlos de este país para reunificar España entera. Pero ahora, además, son ellos los que vienen a provocarnos a nosotros, así que no puedo girarme de espaldas y mirar para otro lado. Mi deber es presentarles batalla para defender a los míos y a mis tierras.
—¿Cómo no van a atacaros si Vos no hacéis otra cosa que hostigarlos?
—Ya os he dicho, Señora, que es mi obligación. Ellos son los que vinieron a perturbar nuestra paz y a romper nuestra unidad hace tiempo. Como os he dicho, nuestro deber es expulsarlos para unificar de nuevo este país.
Doña Elvira hizo un gesto de duda.
—¿Vos creéis que si los expulsáis lograréis esa unidad tan ansiada? ¿Pensáis que los navarros van a renunciar a su reino? ¿Y que los condados pirenaicos van a hacer otro tanto de lo mismo?
—Eso espero, querida Elvira. Y para eso y por eso estoy luchando.
—Me parece que sois un poco iluso, Ordoño. Ni siquiera tenéis asegurada la unidad de vuestro propio reino y queréis que los otros reinos se os unan a Vos. No sé por qué me da la sensación que soñáis despierto.
—No entiendo a qué os referís, Señora.
—¿No? Pues abrid los ojos y mirad a vuestro alrededor. Ni siquiera los gallegos os son totalmente fieles y eso que siempre habéis estado de su lado. ¿Y qué me decís de los castellanos, que nunca han dejado de maquinar contra este reino?
—Os equivocáis, Señora. Todos ellos me han jurado lealtad y me son totalmente fieles. Hasta mi hermano Fruela se ha sometido a mí.
—¡Que Dios os oiga! Desde luego, del que menos desconfío es de Fruela, pero de los demás no me fío en absoluto, sobre todo de los castellanos.
—Espero que os equivoquéis, esposa mía, por bien nuestro y de nuestro reino.
El mayordomo de palacio se acercó a ellos.
—Majestades, el almuerzo está servido —les anunció después de hacerles una gran reverencia.
Los reyes abandonaron la fresca sala para dirigirse al comedor del palacio, donde los aguardaba un copioso banquete con el que quería despedirse don Ordoño antes de partir para la guerra. Al día siguiente de madrugada pondría rumbo a Castromoros con todas sus huestes.
Abd al-Rahman III estaba cansado de los ataques que el infiel Ordoño II infligía contra sus ejércitos y sus ciudades, por eso ordenó una aceifa que los llevaría por las riberas del Duero hasta Toro y las proximidades de Zamora. Al mando de sus tropas iba el caid Ahmad ibn Muhammad ibn Abi Abda. Regresaron a Códoba con un cierto éxito y sin mayores contratiempos. Esto ocurría en el verano del 916. En el verano siguiente el emir reunió un gran ejército que salía de Córdoba otra vez al mando de Ahmad ibn Muhammad con destino a la frontera del Duero, para presentar una gran batalla a los reinos cristianos, especialmente al orgulloso e irreductible Ordoño II. Su propósito era apoderarse del mayor número posible de ciudades fronterizas y recuperar muchas de las tierras perdidas durante los últimos años en favor de los cristianos. Después de haber arrasado y saqueado todo lo que encontraban a su paso, llegaron a principios de septiembre a los alrededores de Castromoros donde asentaron su campamento. Pero he aquí que cuando más desprevenidos estaban, fueron atacados de improviso por las tropas de don Ordoño.
Una tarde calurosa y soleada de finales de agosto las tropas de don Ordoño descansaban en la extensa alameda que bordeaba el Duero a su paso por San Esteban de Gormaz, por aquel entonces conocido con el nombre de Castromoros. El intrépido caudillo ordenó a sus huestes que establecieran allí mismo el campamento base, pues estaba convencido que las tropas enemigas tarde o temprano pasarían por aquel lugar. Mientras tanto, situó en los puntos más estratégicos a varios centinelas para que siguieran los movimientos del enemigo si se acercaba por allí. En el atardecer del 2 de septiembre un centinela sudoroso y fatigado llegó al campamento con la anhelada noticia. El ejército musulmán acababa de acampar a no más de media legua de distancia de donde se encontraban ellos. Ordoño II recibió con júbilo la nueva que tanto deseaba. Había llegado el momento tanto tiempo esperado para infligir una fuerte derrota a los infieles sarracenos. Sabía que Abd al-Rahman había enviado un gran ejército contra él y contra los que lo apoyaban con el propósito de aniquilarlos. Aunque su ejército no desmerecía, era consciente que si se enfrentaba en campo abierto al enemigo no tendría nada que hacer, dada la superioridad de aquél. Por tanto, la única forma de vencerlo era atacar por sorpresa. Y eso es lo que iba a hacer. Se abalanzaría sobre ellos antes del amanecer del día siguiente.
Aún faltaban varias horas para el alba cuando el monarca leonés dio la orden de partida a sus mesnadas. Con pasos sigilosos se acercaron al campamento de los musulmanes, a los que rodearon por completo. A punto de despuntar la aurora, se abalanzaron sobre sus tiendas de campaña sin darles tiempo a reaccionar. Las escenas que a continuación se produjeron fueron dantescas. El fiero, el enérgico, el intrépido Ordoño precedía a sus hombres con la lanza en ristre y el caballo al galope. Tras él iban sus generales con el mismo denuedo que su jefe. El resto del ejército no quiso quedarse atrás y siguió el ejemplo de sus mandos. Cayeron sobre el enemigo como el fiero león sobre su presa. Los andalusíes, despavoridos, abandonaron el campamento precipitadamente sin ofrecer resistencia a los cristianos, pero éstos siguieron en pos de ellos sin darles tregua. Pronto aparecieron las primeras luces del día que poco a poco se extendieron por toda la ribera del Duero. No tardó don Ordoño en localizar al general de los musulmanes, que huía aterrorizado en medio de sus más fieles servidores. El intrépido adalid cristiano, seguido de los suyos, se precipitó sobre él con denuedo y furia. Ahmad ibn Muhammad ibn Abi Abda, llamado Hulit Abulhabat por los cristianos, al verse acosado por su más fiero enemigo, se revolvió contra él para presentarle batalla. Pero el ímpetu de don Ordoño no le permitió esquivar el fuerte golpe que le asestó con su lanza y que lo derribó de su caballo obligándolo a morder el polvo de la tierra. Al verlo en el suelo, el fiero leonés se lanzó sobre él con la espada desenvainada para asestarle el golpe definitivo, mas el sarraceno pudo esquivarlo en el último instante con un rápido movimiento. Puesto en pie, ambos se enzarzaron en una lucha a muerte. Los golpes se sucedían por ambas partes sin descanso. Al cabo de unos diez minutos, don Ordoño le propinó un fuerte golpe en el hombro derecho a su enemigo. Tan profunda fue la herida, que Hulit Abulhabat ya no tuvo fuerzas para sujetar la espada, momento que aprovechó el rey leonés para asestarle el golpe de gracia que acabó con su vida.
El ejército sarraceno, al ver a su líder muerto, huyó en desbandada. Los cristianos, enardecidos por la victoria, siguieron en pos de ellos dando muerte a cuantos alcanzaban. Fueron tantos los muertos del ejército cordobés, que llenaban todos los campos comprendidos entre el Duero, Atienza y Paracuellos. Se dice que era imposible contarlos. Había tantos cadáveres como estrellas en el cielo o arenas en el mar. De regreso para casa, Ordoño II ordenó cortarle la cabeza a Hulit Abulhabat.
—Ahí está el cadáver de su caudillo. Cortadle la cabeza. Quiero exponerla en un lugar público para que sirva de ejemplo.
—Sí, Majestad —le contestó uno de sus generales.
Cuando entraron en la plaza de Castromoros, toda la gente del pueblo los esperaba para aclamar su victoria. Al ver la cabeza del caudillo de los moros, un grito desgarrador emergió de sus gargantas, que bien podía ser de júbilo como de terror. Después enmudecieron hasta ver en qué paraban los acontecimientos. Entonces el rey montado en su caballo en medio de la plaza, rodeado de sus generales, comenzó a arengarlos de la siguiente manera:
—Castellanos, súbditos míos, hoy hemos librado una heroica batalla contra nuestros enemigos los infieles. Ayer llegaron a los alrededores de vuestra ciudad con el fin de arrasarla y pasaros a todos a cuchillo, como han hecho con otras. Pero la voluntad divina quiso que nosotros nos adelantáramos a sus planes y les infligiéramos una humillante y terrible victoria. Victoria que será recordada por los siglos venideros. Hoy hemos dado merecido cumplimiento a uno de los máximos ideales que conforman la razón de ser de mi reino, cual es la derrota definitiva de los infieles y la unidad de toda España.
Un unánime y aclamador grito surgió de entre toda la muchedumbre.
—Súbditos míos, ahora como símbolo de esta gran derrota de los sarracenos y como escarmiento para los mismos, vamos a exponer la cabeza de su caudillo en lo más alto de las torres de este castillo.
—Bien —aclamaron todos al unísono.
—Y como muestra de escarnio, colocaremos a su lado la cabeza de un jabalí, cuyo significado todos conocéis.
Todos aclamaron con gritos de júbilo las palabras de su rey, al que vitorearon y enardecieron hasta la saciedad. Aquél sería un día memorable para Castromoros durante los siglos venideros.
Para los cristianos de la Edad Media el jabalí representaba las fuerzas del mal, el destructor de la viña del Señor, y simbolizaba todo lo pagano. Eso era precisamente lo que representaba para ellos la presencia del islam en España. Después de aquel acto ejemplarizante y simbólico, las huestes de don Ordoño regresaron victoriosas y llenas de júbilo a León.
9
Tras la victoria de Castromoros, Ordoño II y Sancho Garcés I de Pamplona se alían para conquistar las tierras riojanas de los Banu Qasi. Así consiguen saquear algunas plazas, como Nájera y Tudela, y tomar otras, como Arnedo y Calahorra. Estos hechos irritaron a Abd al-Rahman III, que en julio del año 918 ordenó la salida de un gran ejército desde Córdoba al mando del háyib Badr ibn Admad para castigar la osadía de los reyes cristianos, a los que causó una gran derrota en la localidad de Mitonia, un lugar desconocido al sur del Duero, en tierras de Soria o Segovia. Los sarracenos regresaron a Córdoba con gran número de cautivos y abundante botín. Todavía el año siguiente Ordoño II intentó enfrentarse a las tropas musulmanas que se habían acercado a sus fronteras, pero al final desistió tal vez movido por la derrota sufrida el año anterior en Mitonia.
Descansaba don Ordoño de sus avatares bélicos en su palacio legionense una fresca mañana de los albores de la primavera del año 920. A su lado se hallaba su esposa doña Elvira, que le recriminaba el escaso tiempo que le dedicaba, sobre todo desde que había ascendido al trono de León.
—¿No pensáis olvidaros de la guerra, de esa lucha eterna contra los moros?
—No puedo, Señora. Ellos son nuestro enemigo natural. Son los infieles que invadieron nuestra tierra y no pararé hasta expulsarlos de ella o hasta morir en el intento.
—¿Y yo no significo nada para Vos?
—Claro que significáis y mucho. Pero el deber me llama y no puedo desoír su voz. Ya sabéis que he sido designado por la voluntad divina para expulsar a los infieles de España y volver a unificarla como en tiempos de los últimos reyes visigodos. Con la ayuda de Dios y de Sancho Garcés, lograré mi objetivo o, al menos, lo intentaré. Recuerdo la gran victoria que obtuvimos aún no hace tres años en Castromoros. Con varias victorias así, minaremos la moral de Abd al-Rahman hasta obligarlo a cruzar el estrecho de regreso a África.
—Sois demasiado soñador o demasiado ingenuo, Señor. Os olvidáis que el emir es dueño de casi las tres cuartas partes de España.
—Eso es cierto, pero también es cierto que nosotros cada día le estamos arrebatando más tierras y le infligimos más derrotas. Si Dios nuestro Señor me concede larga vida, tengo la esperanza de arrebatarle otras muchas con las que engrandecer aún más nuestro reino.
—Decís bien, Señor. Si Dios os concede larga vida.
En ese momento se presentó ante ellos el camarero mayor de palacio.
—Señor, el obispo Genadio de Astorga desea veros.
—¿Dónde está?
—En la antecámara, Señor.
—Dile que pase.
El camarero se alejó no sin antes hacer una gran reverencia a sus señores los reyes. Poco después entraba en la cámara real el obispo Genadio.
—Majestades, perdonad mi interrupción —se disculpó después de hacerles una reverencia.
—Sentaos, Genadio. ¿A qué debemos vuestra visita?
—Señor, vengo a poner mi cargo a vuestra disposición.
—Pero ¿qué decís? ¿Acaso no estáis a gusto con vuestra mitra?
—Ése es precisamente el motivo por el que vengo. Quiero renunciar a mi puesto. Señor, hace ya más de diez años que acepté el cargo que me encomendó vuestro padre que en gloria esté. Ya entonces me resistí a tomarlo, pero por no desairar a vuestro progenitor, decidí aceptarlo contra mi voluntad. Ahora creo que ya ha llegado el momento de renunciar definitivamente a él. Mi puesto, Señor, no está en la carga que supone para mí la diócesis de Astorga. Mi puesto está entre las montañas del Bierzo y más concretamente en el Valle del Silencio. Allí me dirigí en mis años jóvenes para practicar el ayuno y la abstinencia como mi única norma de vida. Allí encontré una cueva que constituye el lugar idóneo para practicar la vida ascética que deseo. Y allí es donde quiero pasar los últimos años que me quedan. Como ya me voy haciendo viejo, no quiero dejar pasar un día más sin poner en práctica mi ideal de vida. Por eso he tomado la decisión de regresar a aquel lugar sin más demora. De Vos depende que pueda hacerlo ya y partir en paz cuanto antes.
—Si ese es vuestro deseo, no seré yo quien se oponga a ello. Pero ahora me ponéis en un compromiso, pues no sabría a quién designar para ocupar vuestro puesto.
—Por eso no os preocupéis, Señor. Podéis nombrar en mi lugar al abad de San Pedro de Montes, mi sucesor el abad Fortis.
—Veo que lo tenéis todo bien atado.
—Cierto, Majestad. No quería que mi dimisión os ocasionara ningún problema. Por eso lo tenía todo previsto. Además, el abad Fortis será más digno que este humilde servidor para desempeñar el cargo que dejo. Y ahora, Majestades, si me lo permitís, desearía retirarme para poner cuanto antes en práctica mi deseo.
—No os retenemos más tiempo, Genadio. Id en paz y en gracia de Dios. Por cierto, si algún día cambiáis de opinión, ya sabéis dónde podéis encontrarnos.
—Gracias, Majestades. Os quedaré eternamente agradecido.
El sol estaba a punto de ocultarse detrás de los altos picos de los montes Aquilanos. Un caminante cansado y polvoriento se acercó a la puerta del monasterio. Después de dar tres golpes con el picaporte de la puerta esperó a que ésta se abriera. Instantes más tarde un enjuto monje asomaba su afilada cara por la mirilla de la misma. No tardó en abrir la pesada puerta.
—¡Pero si es el padre Genadio! ¿Qué hace aquí vuestra eminencia? Pasad, por favor.
A los gritos del hermano portero acudieron otros monjes, entre ellos fray Anselmo.
—¿Qué hacéis aquí, ilustrísima? —se apresuró a preguntarle fray Anselmo al tiempo que intentaba besarle el anillo de su mano.
—No, por favor. No soy digno de que beséis ese anillo. Y no me sigáis tratando de ilustrísima, pues ya no ostento la dignidad de obispo.
—Pero ¿qué decís, padre Genadio?
—Lo que acabáis de oír.
En ese momento hizo acto de presencia el padre abad.
—Pero ¿qué hacéis aquí mi buen hermano y amigo Genadio? —le dijo mientras ambos se fundían en un fuerte abrazo.
—Ya veis. Acabo de renunciar a mi cargo para volver a estas montañas que tanto echaba de menos. Han sido más de diez años de problemas y sinsabores, pero ahora que he vuelto, me parece que este paréntesis no ha sido más que un sueño. Tenía tantas ganas de regresar aquí, que me parece que fue ayer cuando abandoné este idílico lugar.
—Pues no fue ayer, Genadio —le aclaró el abad Fortis—. Han pasado diez años que a mí se me han hecho demasiado largos por la enorme responsabilidad que asumí. Suerte que habéis vuelto para relevarme de esta pesada carga.
—Os equivocáis, Fortis. Yo no he vuelto para hacerme cargo otra vez del monasterio. He regresado para retirarme definitivamente a la cueva del Valle del Silencio. ¡Hace tanto tiempo que deseaba hacerlo! Ah, por cierto, os he propuesto a vos para que me sustituyáis en el cargo de obispo de Astorga.
—¿Qué decís? ¿Yo obispo? Si no merezco si quiera ser abad de este humilde monasterio, cómo voy a aceptar la dignidad de obispo. Decidme que no es verdad, por el amor de Dios.
—No sólo es verdad, sino que habéis de partir cuanto antes para Astorga, pues os están esperando para consagraros en la alta dignidad y para que os hagáis cargo de la diócesis inmediatamente.
—¡Señor, Señor! ¡Qué carga tan pesada depositáis sobre mis espaldas! —se afligía el abad Fortis retorciéndose una mano contra la otra en señal de disconformidad.
—No os lamentéis tanto y disponed vuestra partida, pues mañana mismo deberíais abandonar este monasterio. No debéis hacer esperar a Su Majestad, que está demasiado ocupado con las campañas bélicas. Debéis partir inmediatamente para liberar al rey nuestro señor de esta responsabilidad antes de que se vea obligado a acudir a otra batalla.
—Si es así, mañana mismo partiré. Mi equipaje ya está dispuesto. Es cuanto llevo encima.
A la mañana siguiente, antes del alba, el padre Fortis partía para Astorga mientras que el padre Genadio lo hacía para la cueva del Valle del Silencio. Los dos amigos se fundieron en un fuerte abrazo una vez más. Posiblemente fuera la última vez que lo hicieran en su vida. Ambos se desearon lo mejor uno para el otro y ambos abandonaron simultáneamente el monasterio en direcciones opuestas.
El padre Genadio se dirigió hacia Peñalba de Santiago a través de una senda que serpeaba junto al río Oza. La vegetación caducifolia aún permanecía en su letargo invernal. Chopos, alisos, salgueros, fresnos, avellanos, paleras y demás especies ribereñas contemplaban aún desnudas el discurrir de las cristalinas aguas del deslizante e inquieto riachuelo. Los árboles de hoja perenne cubrían, por su parte, amplias zonas de las laderas de aquellas montañas. El monje eremita ascendía con paso seguro y decidido en medio de aquel paraíso de silencio y paz, sólo interrumpidos por el continuo discurrir de las aguas o por el canto de algunos pajarillos, que ya se atrevían a desafiar los crudos fríos invernales para iniciar sus reclamos nupciales y la ardua tarea anual de nidificar entre el espeso ramaje que pronto se adueñaría del sotobosque de ribera.
El padre Genadio detuvo un instante su marcha para apagar su sed con unos sorbos de las refrescantes y cristalinas aguas que descendían de las nieves de las altas cumbres de los montes Aquilanos. En su arduo peregrinar hacia la cueva que tanto anhelaba, no cesaba de dar gracias a Dios por haberlo liberado de sus obligaciones episcopales y haberle permitido regresar a aquel edén de dicha y bienestar que tanto ansiaba. A media mañana pudo alcanzar la tan anhelada cueva que años atrás, cuando llegó a aquellas tierras en su huida del monasterio de Ageo, encontró en medio de tan agrestes e imponentes montañas para llevar a cabo en ella sus retiros espirituales y sus sesiones de ascetismo y penitencia. Al fin, después de tantos años pudo arrodillarse en ella para orar y dar gracias a Dios por volver a recuperar su pasada vida.
«Gracias te doy, oh Dios mío, por permitirme regresar a esta santa cueva donde tantas horas felices he pasado en tu sola compañía. Te prometo que a partir de hoy y hasta que tú, oh Señor, me lo concedas, no volveré a abandonarla jamás bajo ningún pretexto. Éste será mi hogar desde hoy y hasta mi último aliento. Aquí prometo honrarte y santificarte mientras me quede un hálito de vida. En esta humilde cueva practicaré el ayuno y la penitencia mientras te dignes concederme un ápice de vigor».
«Oh Dios, Señor de cielos y tierra, gracias te doy por permitirme vivir en este paraíso terrenal, en donde reina la calma y la tranquilidad, en donde sólo se oye el silencio. Gracias, Señor, por haberme posibilitado cambiar las ambiciones humanas con todos sus vicios e iniquidades por este pequeña valle y esta humilde morada, donde no tengo más compañía que las avecillas del cielo y las alimañas del bosque. Aquí te serviré, Dios mío, como siempre había deseado hasta el último día de mi vida. Señor, tu bondad es infinita y hoy me lo has confirmado. Hágase tu voluntad».
Fray Genadio, como así prefería ser llamado después de haberse despojado de todos sus atributos terrenales, comenzó a partir de ese momento la que sería la última y decisiva etapa de su vida. Aquella humilde cueva ubicada en lo más recóndito del Valle del Silencio sería su última morada en este mundo. Rodeado de las aves y animales salvajes, en medio de la exuberante vegetación que la naturaleza se dignó plasmar en aquel paradisíaco lugar, el santo eremita dedicó los últimos años de su vida a orar y santificar al Creador, no dudando para ello en someter su cuerpo a los más arduos ayunos y la más ímproba penitencia que los mortales puedan imaginar, siguiendo así la ejemplar vida de sus mentores espirituales San Fructuoso y San Valerio.
10
Cansado el emir Abd al-Rahman III de los fracasos de sus generales en las fronteras cristianas de los reinos de León y de Pamplona, el verano del 920 decidió reunir un gran ejército para llevar a cabo personalmente una aceifa en la frontera norte de su reino. Para ello no dudó en congregar un gran número de tropas provenientes de la propia Andalucía y del norte de África, donde había enviado a sus alfaquíes para reclutar a todos aquellos que quisieran luchar contra los cristianos a cambio de tierras o de un sustancioso botín.
Reunido, pues, un ingente ejército cuyo número apenas permitía el avance a través de los caminos, el emir abandonó Córdoba el 4 de junio para dirigirse a Toledo. No cabe duda que a lo largo del camino sus tropas seguirían incrementándose con todos aquellos que se quisieran incorporar atraídos por la recompensa de un sustancioso botín. Desde Toledo se dirigió hacia Madinat Salim (Medinaceli) a través de Aranjuez, Al-Qu’laya (Alcalá de Henares) y Sigüenza. Desde este punto podía haber seguido camino hacia Zaragoza a través de la calzada que unía esta ciudad con Mérida, pero prefirió continuar por la vía romana que unía Madinat Salim con Wakshima (Osma). Allí conquista, incendia y saquea una serie de plazas y castillos recién abandonados por sus ocupantes y por el conde que antes había prometido someterse al emir si respetaba sus tierras, sembrando desolación por doquier. Desde tierras castellanas ordenó un nuevo giro a sus tropas para atacar los castillos de Calahorra en La Rioja y Cárcar en Navarra. Con estos ataques y saqueos el emir quería infligir un duro golpe a sus dos principales enemigos, Ordoño II y Sancho Garcés I. Desde Cárcar siguieron el curso del río Ega para atacar el castillo de Monjardín. Pero antes de efectuar su ataque, decidieron acampar en el paraje que los cronistas denominan Dachero o Dixarra con el fin de esperar al grueso de las tropas sarracenas mandadas por el emir. Entonces la caballería musulmana, al mando del gobernador de Tudela, recibió un ataque por sorpresa de las tropas de Sancho Garcés, que se lanzaron sobre ella desde las laderas del Montejurra antes de que llegara el emir con sus refuerzos. Los ismaelitas rechazaron el ataque de los cristianos, al que lograron vencer ocasionándole numerosas bajas y obligando a Sancho Garcés y a los pocos supervivientes a refugiarse entre los desfiladeros y las montañas de las cercanías.
Abd al-Rahman III conoció en aquel mismo lugar la unión de las tropas de Ordoño II a las de Sancho Garcés I, por lo que a partir de ese momento se vio obligado a cambiar de estrategia. Sabedor de la fuerza de sus dos máximos enemigos, no dudó en tomar precauciones para seguir su avance entre aquellas intrincadas montañas. Ordenó a sus hombres que estuvieran expectantes y no descuidaran ninguno de los flancos de su ejército, pues podían sufrir un ataque sorpresa de los cristianos en el lugar y momento más inesperados. No en balde los cristianos se dejaban ver en lo alto de las montañas, desde donde se precipitaban sobre el ejército sarraceno con gran ímpetu y vocerío para infundir pánico en éstos. A pesar de ello, los árabes lograron enviar algunos hombres a las cimas más altas, que obligaron a los cristianos a huir por las lomas y laderas hasta ponerse a salvo en Andía. Finalmente, el ejército sarraceno logró llegar a Yerri, donde estableció su campamento en el lugar denominado Muez.
Poco después de la consagración del abad Fortis como nuevo obispo de Astorga, le llegaron noticias a Ordoño II de la aceifa que dirigía personalmente Abd al-Rahman III por tierras de Castilla. Informado de los múltiples saqueos llevados a cabo por los musulmanes en tierras castellanas y del ingente botín del que se habían apoderado, no dudó en partir inmediatamente en persecución de los bárbaros infieles. El 10 de julio parte don Ordoño de León al frente de un numeroso ejército que acababa de reunir. Acompañado por los obispos de Salamanca y Tuy, Dulcidio y Hermogio, respectivamente, pone rumbo a Burgos y desde allí a tierras de Álava, pues en la ciudad castellana le informan que las tropas árabes desde Osma habían puesto rumbo a tierras de La Rioja y Navarra. Antes de abandonar la ciudad castellana, impartió las instrucciones correspondientes para que los condes de Castilla se sumaran a su ejército con sus huestes.
Ordoño II no dudó un instante en seguir los pasos del ejército andalusí, pero un emisario de Sancho Garcés le obligó a desviarse por una ruta al norte del Ebro para evitar así el encuentro directo con el ingente ejército del emir. De esta manera se dirigió hacia Álava por tierras de La Bureba. Después de haber dejado atrás las llanuras de Vitoria, marchó hacia Salvatierra. En este lugar decidió hacer un alto para aguardar a que se le unieran las tropas castellanas, con las que esperaba incrementar significativamente su ejército formado por tropas leonesas y los alaveses que pudo recoger en el camino. Espera vana, ya que después de una semana de permanencia en aquel lugar, don Ordoño, muy contrariado, tuvo que dar la orden de partida hacia tierras navarras sin el auxilio de las huestes castellanas. El enviado de Sancho Garcés, buen conocedor del terreno, consiguió guiarlo por aquellos escabrosos pasos hasta el lugar donde estaba acampado el ejército navarro, en las proximidades de Muez. Mas su llegada no se produjo con la celeridad que hubiera deseado el rey de Pamplona, cuyo ejército había recibido un duro descalabro en las laderas del Montejurra dos días antes. Reunidas por fin las fuerzas de los dos reyes cristianos, decidieron lanzar el ataque definitivo al ejército árabe que había plantado sus reales en las riberas del río Ubagua.
En la madrugada del 26 de julio, poco antes del alba, los ejércitos de Ordoño II y de Sancho Garcés I de Pamplona, después de ser fuertemente arengados por sus jefes y por los obispos Dulcidio y Hermogio, se precipitaron con gran denuedo por las laderas abajo al encuentro de los infieles. Marchaba en primer término la caballería del rey leonés lanza en ristre dispuesta a arrollar al enemigo. El estruendo de los tambores, las voces de ánimo y los gritos de guerra llenaban todo el valle de montaña a montaña. Los seguía la exigua caballería del rey navarro, que había sido diezmada dos días antes en la batalla del Montejurra. Tras ellos avanzaba con ímpetu y decisión la infantería de ambos reyes cristianos. Entretanto, el ejército sarraceno había cruzado el Ubagua por varios puntos y su caballería se encaminaba al encuentro de la del rey leonés. El resto de las fuerzas árabes permanecía expectante y pronto a intervenir en caso de necesidad. Pero no fue preciso, pues no tardaron en descubrir que su caballería era superior a la de los cristianos. Éstos, sorprendidos en un estrecho valle, no tenían defensa ni espacio para maniobrar, por lo que su derrota fue fulminante. Al verse abatidos, huyeron a la desbandada, momento que eligieron las tropas andalusíes para desplegarse por toda la campiña y perseguirlos con gran estruendo y gritería. Los cristianos caían sin cesar heridos por el hierro y la furia de los infieles, que sembraron los campos de Valdejunquera de cadáveres decapitados y los regaron con la mucha sangre allí derramada. Los sarracenos no cejaron de perseguirlos hasta la noche cerrada dando muerte a cuantos cristianos cayeron bajo sus lanzas.
A pesar de todo muchos cristianos se salvaron gracias a la estrategia de sus reyes y a la accidentada orografía del terreno. Los reyes cristianos, al ver que la victoria se decantaba a favor de los sarracenos, no dudaron en dar la orden de retirada. De esta manera lograron que muchos de sus soldados pudieran alcanzar las montañas de Andía y refugiarse en los valles que hay detrás de ellas, escapando así a una muerte segura en manos de los infieles.
Cuatro días tardaron los árabes en arrasar todo cuanto había en aquellos contornos. No dejaron una sola cosecha en pie ni piedra sobre piedra. Todo sucumbió al imperio del fuego, la rapiña y las armas. De regreso a sus tierras aún tuvo tiempo el emir para tomar el castillo de Viguera, que, abandonado por sus habitantes, lo arrasó y destruyó por entero. Después regresó a Córdoba por el camino que había seguido en la ida, donde llegó a principios de septiembre con un espléndido botín. Llevaba consigo como cautivos a los obispos Dulcidio y Hermogio.
Tras la decepcionante derrota, refugiados en los profundos valles navarros, don Sancho no dudó en pedirle a don Ordoño que regresara inmediatamente a León para rehacer sus huestes. Después del descalabro recibido, era lo más sensato para los dos.
—No debes permanecer más tiempo aquí, Ordoño. Tal como han quedado nuestros ejércitos, nada podemos hacer más que retirarnos a nuestros feudos. Ya habrá otras oportunidades para enfrentarnos al cordobés. Demos gracias a Dios por haber salido los dos con vida para contarlo. Mucho peor hubiera sido que ambos hubiéramos sucumbido en la refriega.
—Tienes razón, Sancho. Ahora debemos rehacernos para presentar nuevas batallas a ese infiel que nos acosa desde Córdoba. ¡Lástima haber perdido esta oportunidad! ¡Esos malditos condes castellanos que me han jugado una mala pasada! Si no hubiera sido por su traición, hoy podíamos haber escrito una de las más bellas páginas de nuestra Historia. En cambio, por su deslealtad y felonía, posiblemente sea la más amarga de cuantas se han escrito. Hoy hemos dado un paso atrás muy aciago para la reconquista de España.
—No te pongas tan melodramático, Ordoño. Tiempo habrá para recuperar lo que hoy hemos perdido. No debes olvidar que unas veces se gana y otras se pierde.
—Cierto, Sancho. Pero esta derrota significará un retraso de siglos en la reconquista de España. Si hoy hubiéramos vencido al emir, nuestro avance hacia el sur habría sido imparable. Tal vez en unos meses hubiéramos podido conquistar Toledo y fijar nuestras fronteras con el mahometanismo en el Tajo. Una vez situados allí, el cerco sobre Córdoba se iría estrechando y las posibilidades de expulsar a los sarracenos de la Península hubieran sido muchísimo mayores. En cambio, con la derrota todo este sueño se ha venido abajo.
—No te preocupes, Ordoño, todo se arreglará con el tiempo. Ahora debes regresar a León por donde has venido y allí rearmarte para próximas contiendas. Reúne lo que te queda de tus tropas y parte inmediatamente para tu reino. No pierdas más tiempo.
—Gracias, Sancho. Siento de veras lo ocurrido.
Ambos monarcas se estrecharon fuertemente antes de partir para sus lugares de origen. Con el amargo sabor de la derrota y la desolación que cubría todos los campos a su alrededor, reunieron los despojos que quedaban de sus tropas para partir en silencio hacia sus reinos con el corazón roto y el alma compungida. Aquel día se pudo haber dirimido el poder sobre la Península Ibérica con el enfrentamiento de los tres grandes monarcas que la gobernaban. Pero no fue así. Los dos reyes cristianos lograron sobrevivir milagrosamente a la gran derrota.
11
El carácter duro y adusto de los castellanos no se avenía con el más suave y conciliador de los leoneses desde tiempos inmemoriales. Tal vez se debiera al distinto origen de unos y otros o a los diferentes elementos repobladores en los inicios de su consolidación como territorios diferentes, várdulos y vascones en Castilla, mozárabes en León. El caso es que su rivalidad comenzó a hacerse patente ya en aquella lejana época.
En cuanto el reino de Asturias comenzó su expansión al sur de la cordillera Cantábrica, entre el oriente de Cantabria y el occidente del País Vasco, se iniciaron las rivalidades entre esos primeros habitantes y los del resto del reino. Los diferentes reyes asturianos se vieron obligados a nombrar condes de su entera confianza para someter aquel pueblo austero y rebelde o a sofocar los distintos conatos de rebelión que se produjeron en su minúsculo territorio. El propio Alfonso III el Magno tuvo que fraccionar el pequeño territorio en varios condados para debilitar así el poder que estaba adquiriendo.
Pero la diferencia entre leoneses y castellanos no era sólo de carácter o temperamento. Ambos pueblos empleaban lenguas distintas para comunicarse. Los castellanos usaban una lengua más evolucionada, pero con unos sonidos mucho más estridentes que los de los leoneses. La fonética castellana era tan dura y áspera como su propio carácter. Cada uno de estos dos pueblos se regía por cuerpos jurídicos diferentes. Los leoneses se regían por la tradición visigoda y el Forum Iudiciorum, mientras que los castellanos se regían por el libre albedrío, que sentenciaba por fazañas. Con todo, eso no era lo más grave. A los castellanos les molestaba sobremanera tener que desplazarse a la ciudad de León para dirimir sus litigios. Por eso terminaron por rebelarse contra el orden establecido, para lo cual decidieron ser juzgados en su territorio por cuatro alcaldes nombrados al efecto.
Todo ello había ido creando a lo largo de los años un clima de rebeldía, que estalló en la confabulación de los tres condes castellanos contra Ordoño II para no acudir a la batalla de Valdejunquera. Después de su regreso de la fatídica batalla, el monarca leonés convocó a los condes castellanos en el lugar del Tejar, a orillas del Carrión. Al lugar indicado acudieron Nuño Fernández, Abolmondar Albo, su hijo Diego y Fernando Ansúrez. Cuando se hallaban allí reunidos, Ordoño II ordenó detenerlos y conducirlos a León.
—¡Aherrojadlos! Estos traidores van a pagar muy cara su felonía. Por su causa hemos sufrido la mayor derrota que los mahometanos nos han deparado desde su invasión. Y lo que es peor, en la batalla de Muez perdimos la oportunidad de reconquistar España entera en muy poco tiempo. Con su deslealtad la reconquista total de nuestra patria se demorará siglos.
—Señor, nuestra intención no era traicionaros a Vos, sino la de no ayudar al rey de Pamplona por entender que sus intereses chocan con los nuestros.
—¡Cerrad la boca, Nuño, si no queréis que mi enojo recaiga sobre vos con más ira si cabe! Sois mis vasallos y como tales estáis obligados a acudir siempre que os lo demande. No hay excusa ninguna por vuestra parte. Por vuestra culpa me demoré en prestar la ayuda a Sancho, que tanto la necesitaba, y sin el refuerzo de vuestras huestes nuestra inferioridad ante el enemigo fue crucial. La abrumadora superioridad de los sarracenos dio al traste con todos nuestros sueños. Pero no os preocupéis. Ha llegado la hora de haceros pagar por tan alta traición. ¡Lleváoslos!
Don Ordoño había ordenado encerrar en las mazmorras anejas a su palacio a los condes castellanos. Tenía intención de trasladarlos en breve al castillo de Luna, la fortaleza más grandiosa de todo el reino de León, cuyas formidables torres imponían a todo el que las contemplaba. En sus mazmorras dejaría que se pudrieran el resto de sus días.
—No puedes encerrarlos en esa fortaleza, Ordoño. Se rebelarán todos los castellanos.
—Que se rebelen, Gutierre. Estoy presto para sofocarlos.
—Ya sé que lo estás, Ordoño. Pero eso no resolvería nada.
—Aprenderán la lección y en el futuro se mostrarán más dóciles.
—¿Tú crees? —inquirió con gran dosis de incredulidad don Gutierre.
—Pues claro que lo creo.
—Te equivocas, Ordoño. Eso no haría más que exasperarlos y enfurecerlos mucho más de lo que están. Lo que hoy podría parecer una victoria para ti, mañana se volvería en tu contra. Debes actuar con más cautela, querido cuñado, y no dejarte llevar por el sentimiento de la venganza. Hoy podrías acabar con ellos y reprimir a todo el pueblo castellano, pero eso avivaría en él la llama del odio y de la discordia y tarde o temprano se levantaría contra ti. Te aconsejo que los pongas en libertad cuanto antes.
—¡Que los ponga en libertad! ¿Sabes lo que me estás pidiendo? Por culpa de esos traidores perdimos la batalla de Muez. Por su felonía perecieron allí más de dos tercios de mis soldados. Por su infamia perdimos la oportunidad de ganar aquella batalla y con ella, tal vez, la oportunidad de haber doblegado a ese soberbio emir cordobés. Con la euforia que esa victoria podía haber infundido en nuestras tropas, podríamos haber conquistado medio al-Ándalus en poco tiempo y haber trasladado nuestras fronteras hasta el Tajo por el sur. ¿Te parece poco lo que ha supuesto su traición y aún me pides que los perdone?
—No me parece insignificante su traición, pero su condena podría reportarte muchos más perjuicios que beneficios. Tarde o temprano tendrás que nombrar a otros condes para gobernar Castilla si no los dejas a ellos en libertad. En ese caso, ¿quién te garantiza que esos nuevos condes te serán siempre fieles? Piensa que tendrán que convivir con una población hostil si te son fieles. Si, por el contrario, quieren ganarse esa población, tarde o temprano tendrán que volverse contra ti. Piénsalo bien, el problema no son los condes, el problema son los castellanos. Deja a los detenidos en libertad y trata de apaciguar las aguas. Es lo mejor que puedes hacer.
Don Ordoño cerraba con fuerza los puños y se mordía los labios mientras recorría la estancia a grandes zancadas. Los condes merecían un castigo ejemplar, pero su cuñado tenía razón. El problema no eran los condes, que lo eran, sino los castellanos. Aquel pueblo indócil, rebelde, reacio, rudo, orgulloso, que a toda costa quería vivir con independencia de León. Hacía mucho tiempo que luchaban por su autogobierno y no cejarían hasta lograrlo. Pero él no iba a ser quien se lo concediera.
Aún transcurrió más de un mes antes de que don Ordoño dejara en libertad a los felones condes castellanos. Durante todo aquel tiempo tuvo muchas discusiones con su cuñado y con la propia reina. Tanto don Gutierre como doña Elvira eran partidarios de que los dejara en libertad. Tal vez por proceder de otra parte del reino con aspiraciones también separatistas, vieran más acertada la puesta en libertad de los condes que su encarcelamiento. Éste no serviría más que para exasperar aún más los ánimos del pueblo castellano, que era lo último que debería perseguir el rey leonés. Si quería seguir con su magna obra adelante, no se podía permitir el lujo de dividir su reino. Antes al contrario, su obligación era mantenerlo unido y cohesionado entonces más que nunca. Los castellanos le habían fallado una vez, pero si los perdonaba, podían avanzar juntos en el gran objetivo final de la reconquista de toda España. Era cierto que habían perdido una gran oportunidad, pero también era cierto que juntos podían llegar a lograrlo algún día. Era necesario que los perdonara y que se reconciliaran para que las aguas volvieran a su cauce. El rey, por fin, decretó su libertad y nombró a Nuño Fernández conde de Castilla.
12
El crudo y frío invierno de León dejaba paso a los días algo más tibios de la primavera. Con todo, las mañanas aún eran frías hasta que el sol del mediodía conseguía al fin templar un poco el ambiente de sus calles. El movimiento que se percibía en ellas era bastante ajetreado a pesar de que no era día de mercado. Varios grupos de caballeros bien armados y otros a pie deambulaban de un lado para otro por las diversas vías, calles y carrales de la ciudad. Muchos curiosos y desocupados se apartaban para dejarles el paso libre mientras comentaban el suceso. Los artesanos y tenderos dejaban sus quehaceres habituales para asomarse a las puertas de sus negocios a contemplar la comitiva de hombres armados. Y es que el rey don Ordoño había convocado sus tropas para partir en los próximos días a una nueva campaña bélica por la frontera del al-Ándalus. El rey quería resarcirse de la última derrota sufrida ante los sarracenos en la malhadada batalla de Valdejunquera. Apenas habían transcurrido ocho meses desde aquella humillante derrota, cuando el belicoso leonés decidió llevar a cabo una nueva razzia contra su eterno enemigo. Su sangre hirviente y sus ansias de venganza por tan deshonrosa derrota no le permitían un minuto más de sosiego en su cómodo palacio de León.
—No pensáis más que en la guerra, Señor.
—¿En qué otra cosa tengo que pensar?
—En mí, por ejemplo. Hace años que no me prestáis atención. Pasáis a mi lado o estáis junto a mí como si sólo fuera una estatua o un objeto del decorado del palacio. Es como si os pasara desapercibida mi presencia o como si no existiera para Vos.
—No digáis tonterías, Señora. Tengo problemas muy importantes en los que pensar como para pararme en niñerías de este tipo.
Los reyes almorzaban en su palacio uno frente al otro en los extremos de una lujosa y larga mesa. El sol del mediodía penetraba tímidamente a través de las angostas ventanas difuminando apenas las tinieblas del majestuoso comedor.
—Señor, presiento que la vida se nos escapa de las manos sin haberla vivido lo suficiente. Deberíais olvidaros de tanta guerra y dedicar más tiempo a vivir nosotros dos.
—Tonterías. Eso no son más que tonterías. Yo me siento aún en plenitud de fuerzas que no pienso desperdiciar en blanduras y arrumacos. Tengo encomendada por el Altísimo una misión demasiado importante como para entretenerme en zalamerías y zarandajas. Lo siento, Señora, pero mi deber es partir para la guerra inmediatamente. Mañana mismo saldré para tierras de Guadalajara donde pienso presentar batalla a esos bellacos infieles.
—Ya veo, Señor, que no mudaré vuestra voluntad ni con un torrente de lágrimas.
—Desde luego que no, Señora. Mi decisión es irrevocable. Ya están reunidas todas mis tropas, así que partiremos mañana al amanecer.
—¿Podéis decirme al menos cuándo pensáis volver?
—No lo sé, Señora. Eso no depende de mí, sino de los acontecimientos. Uno sabe cuándo va a la guerra, pero no cuándo vuelve de ella, si es que vuelve.
—Presiento, Señor, que si os demoráis mucho, no nos volvamos a ver. Mis días están contados.
—No os pongáis melodramática, Señora, que no vais a conseguir que desista de mi propósito. Lo siento mucho, pero mi decisión es firme e irrevocable. Mañana saldremos para tierras moras y Dios dispondrá cuándo volveremos.
Por las macilentas mejillas de doña Elvira resbalaron dos gruesas lágrimas como dos gotas de rocío. Aquélla podía ser la última conversación que mantuviera con su esposo.
Como había anunciado el rey, al día siguiente de madrugada, cuando todavía las sombras de la noche enturbiaban las calles de León, partió al frente de sus tropas rumbo a Guadalajara. Atrás dejaba la ciudad y corte abrazada por el Bernesga y el Torío, cuyos habitantes aún no habían comenzado a desperezarse y cuya actividad y ajetreada vida todavía permanecían paralizadas por el letargo de la noche. En su tálamo doña Elvira enjugaba sus lágrimas y ahogaba en silencio sus suspiros por la partida de su esposo que presagiaba que nunca más volvería a ver. Sentía que su vida se apagaba como la llama de una vela. Desde hacía algún tiempo notaba que sus fuerzas la abandonaban un poco más cada día. Algo parecía que la estaba consumiendo por dentro, a pesar de que los físicos no descubrían el motivo. Entre ellos comentaban que la reina padecía un mal imaginario. Algo que no existía, pero que ella se obstinaba en creer que sí. El caso era que cada día se encontraba más débil y con menos ganas de vivir. Tal vez su último recurso hubiera sido la compañía de su esposo, pero este pretexto se le acababa de desvanecer en aquel preciso instante. A la reina sólo le quedaba el consuelo de ahogarse entre suspiros y lágrimas.
—¿No os encontráis bien, Señora, que no queréis levantaros hoy? —preguntó la doncella cuando fue a abrir los aposentos de la reina.
—No me encuentro muy bien, no, Ermesinda.
—¿Queréis que vaya a llamar al galeno?
—No es necesario. Gracias.
—¿Queréis entonces que llame a vuestra hija?
—No, por Dios, no le des este disgusto. Esto no es nada. Es sólo la pesadumbre por la partida del Señor. Pronto se me pasará. Ya lo verás.
—Como deseéis, Señora, pero yo la veo con muy mal color. ¿Queréis que os traiga algo?
—Sólo una infusión de alguna hierba medicinal. Tengo un cierto malestar en el estómago que espero se me pase con ese remedio.
—Descuidad, Señora. Ahora mismo se la traigo.
Mientras esto acontecía en palacio, las tropas de don Ordoño cruzaban ya el puente sobre el Esla, aproximadamente a kilómetro y medio aguas arriba de Mansilla de las Mulas. Su intención era llegar aquel mismo día a Villalón de Campos. La ruta que se había trazado lo llevaría por la ribera del Duero hasta Castromoros y desde allí se dirigiría al castillo de Atienza en busca de las tropas rebeldes. Pero para eso aún deberían transcurrir unas cuantas jornadas de camino.
Un mes más tarde de la partida de don Ordoño, doña Elvira y su hija doña Jimena conversaban afablemente en los aposentos reales.
—Debéis cuidaros, madre. Desde que padre partió para la guerra no habéis vuelto a ser la de antes. Estáis muy desmejorada.
—No te preocupes, hija. Ya se me pasará.
—Eso es lo que me decís siempre, pero cada día os encuentro peor. ¡Y esos físicos que no dan con el mal…!
—Hacen lo que pueden, hija. No se les puede pedir más. Pero no te preocupes, que ya pronto va a comenzar mayo y verás como entonces me recupero.
—¡Qué más dará mayo que abril para que os curéis o no! A mí lo que me importa es que os pongáis bien, sea el mes que sea.
—Tienes razón. Lo importante es que me ponga bien y me pondré, ya lo verás.
—Dios os oiga, madre, porque yo no albergo muchas esperanzas. ¡Si al menos estuviera padre aquí!
—Tu padre sólo piensa en la guerra y en la conquista de España entera —doña Elvira emitió un profundo suspiro—. Si por él fuera, no dejaría de batallar un solo día del año. La familia le importa poco. Él sólo vive para lo que cree que ha sido elegido.
Entretanto, don Ordoño ya había dejado a sus espaladas las tierras de Atienza, con su fuerte castillo en lo alto de la montaña como águila señera que lo domina todo, para invadir y asolar el territorio de Sintilia, no lejos de Sigüenza. El espíritu combativo que caracterizaba al rey leonés y el afán de venganza que lo embargaba lo llevaron en pocas jornadas a las puertas de Toledo, después de asaltar y saquear numerosas plazas y castillos. Ordoño II, como en tantas otras ocasiones, con estas incursiones por tierras andalusíes quiso poner de manifiesto una vez más su valor y su intrepidez ante el todopoderoso Abd al-Rahman III. Y es que el bravo leonés no se amilanaba ante nada ni ante nadie. Él quería llevar a cabo lo que dos siglos atrás había comenzado con la resistencia de Covadonga y que su padre había consolidado. Quería expulsar de una vez para siempre a los musulmanes de España. Sabía que era una empresa harto difícil, pero no desistía en su empeño.
Esplendorosa mañana del mes de julio. El sol acariciaba radiante el cenit. Doña Jimena se deleitaba contemplando el jardín del palacio bajo la refrescante sombra de un frondoso nogal. Unos agudos chillidos la apartaron de su embelesamiento. Ermesinda corría hacia ella con la cara desencajada y gritos de angustia y desesperación.
—¡Doña Jimena, doña Jimena…! ¡Su madre, que le ha dado un ataque! ¡Venga, por favor!
Doña Jimena sin dudarlo un instante se precipitó hacia los aposentos de su madre. Cuando entró en ellos, doña Elvira permanecía desmayada en su lecho con la cabeza vuelta hacia un lado, los ojos desorbitados y la boca desencajada.
—¡Madre! ¿Qué os ha pasado?
Doña Jimena se abalanzó sobre el cuerpo yacente de su madre para abrazarla, pero el galeno que la estaba atendiendo exigió que lo dejaran solo con la enferma. En aquel momento la reina tan sólo necesitaba paz y sosiego. Después de más de una hora de atenciones y cuidados, doña Elvira, por fin, volvió en sí. Una vez recobrados sus sentidos, lo primero que hizo fue llamar a su hija.
—¿Y mi hija, no está aquí?
—Os espera ahí fuera, Majestad.
—¡Que pase ahora mismo! Quiero tenerla a mi lado.
—Sí, Señora.
Doña Jimena entró en el aposento de su madre y ambas se fundieron en un afectuoso y prolongado abrazo.
—Madre, me habéis dado un susto de muerte.
—No ha sido nada, hija mía. Me he desmayado. Eso es todo.
Por las mejillas de doña Jimena resbalaron dos gruesas lágrimas.
—Pobrecita mía. No llores. Ya pasó todo.
—Pero eso no quita que os vuelva a dar otro ataque.
—Ya verás como no, hija.
Un poco más calmada, doña Jimena se soltó de los brazos de su madre para sentarse a su cabecera.
—Madre, tengo miedo. Tengo el presentimiento de que en cualquier momento nos vais a dejar.
—No digas tonterías, hija. Esto es pasajero. Pronto pasará.
—No, madre. Cada poco tenéis un achaque y cada vez son más fuertes. Decíais que con el buen tiempo mejoraríais y yo veo que es todo lo contrario. Cada día estáis peor. Esto no puede acabar bien y padre sin regresar.
—No te aflijas, hija mía.
—¿Cómo no me he de afligir si me encuentro sola con Vos? Si al menos estuviera aquí alguno de mis hermanos…
—Está García, hija, ¿o te has olvidado de él?
—No me he olvidado de él, madre, pero García es un niño.
—Pues entonces manda aviso a Ramiro, que está en Zamora, pero no le digas que me encuentro mal. Dile tan sólo que lo necesitas aquí unos días.
Después del esfuerzo realizado, la reina volvió a perder el conocimiento durante unos instantes, aunque no fue preciso llamar de nuevo al médico, pues se recuperó inmediatamente gracias a los efluvios de unas sales que su propia hija le aplicó a la nariz. Luego entró en un largo sopor que la obligó a permanecer así horas. Horas durante las cuales su hija no se apartó de su cabecera ni un solo instante. En los días sucesivos doña Elvira alternó momentos de lucidez con largos desmayos y períodos de inconsciencia, hasta que al cabo de una semana entregó su alma al Creador.
El uno de agosto don Ordoño entraba victorioso en la ciudad de Zamora después de su fructuosa razzia por tierras sarracenas. Lo que no se esperaba era la luctuosa noticia que iba a recibir allí mismo. El fallecimiento de doña Elvira. El rey aceptó resignado lo que el destino le había deparado, pero en su fuero interno no se perdonaba el haber abandonado a su esposa cuando más lo necesitaba. Sabía que había cumplido con su deber, pero eso no justificaba su comportamiento. Ella le había predicho su muerte, sin embargo, no quiso creerla. Debería haberle hecho caso aquella vez y haber permanecido a su lado hasta el desenlace fatal para consolarla. Pero ya era tarde. Lo hecho, hecho estaba y la vida debía continuar. Tenía que pasar página.
13
Aún no había transcurrido un año desde la muerte de doña Elvira, cuando don Ordoño contrajo nuevas nupcias con doña Aragonta González, hija del conde Gonzalo Betótiz. La enorme fogosidad del rey no le permitió por más tiempo guardar luto a su difunta esposa. Una florida mañana de mayo tomó por cónyuge a doña Aragonta, que no era más que una niña a su lado. Después de la boda real la feliz pareja se desplazó a Galicia para disfrutar de una merecida luna de miel. Don Ordoño regresó feliz a los que fueron sus primeros dominios al lado de su flamante y jovencísima esposa. La dicha del monarca parecía ser completa y prometía no tener fin. Pasados los primeros momentos de máxima fogosidad, no tardaron en surgir los problemas de incompatibilidad de la nueva pareja real. La niña resultó ser insaciable en todos los sentidos, sobre todo en sus caprichos. El rey don Ordoño, hombre ya más que maduro para su época, no estaba dispuesto a ser chantajeado por los continuos antojos de una niñata, que no pensaba más que en sí misma y que en absoluto le importaban los graves problemas de estado que tanto le acuciaban a él.
Una calurosa mañana del mes de julio, apenas quince días después del regreso de la pareja real a León de su prolongada estancia en tierras gallegas, doña Aragonta no se sentía confortable en palacio. Echaba en falta las suaves caricias del sol en las playas de su añorada Galicia y las refrescantes aguas del Atlántico, que tonificaban su piel cuando los ardientes rayos del sol la recalentaban.
—¿Pero es que en esta tierra no hay dónde bañarse? —gritaba con exasperación la jovencísima reina.
—No hay donde bañarse si no quieres hacerlo en el Bernesga o en el Torío—le contestó furiosamente su hastiado esposo.
—¿En esos ríos inmundos queréis que me bañe?
—Es lo que acostumbran a hacer los leoneses que quieren bañarse y no veo qué tienen de inmundos.
—¿Queréis comparar esos ríos con las playas de Galicia?
—Yo no he dicho tal cosa ni trato de comparar nada. Galicia tiene lo que tiene y León, también. No hay nada que comparar. Allí hay playas y aquí, ríos. O lo tomas o lo dejas. No hay nada más que hablar.
La joven reina hizo un puchero, dio un par de pataletas en el suelo y se retiró de la estancia real dando un fuerte portazo. El rey se quedó solo, sumido en sus pensamientos, convencido de que su segundo matrimonio había sido un auténtico fracaso. «Habrá que poner remedio al error cometido», pensó para sí. Luego trató de olvidar el incidente que acababa de tener con aquella niña caprichosa. Serios asuntos de estado ocuparon por completo su atención. Del al-Ándalus le llegaban noticias de los posibles movimientos de las tropas sarracenas. Había que permanecer vigilantes ante algún posible ataque. Justo cuando iba a llamar a uno de sus consejeros, entró de nuevo precipitadamente en su despacho la antojadiza Aragonta.
—Quiero regresar a Galicia.
—¿Qué has dicho?
—Lo que habéis oído. Quiero regresar a Galicia mañana mismo. No aguanto más este calor y este aburrimiento.
—Pero, ¿crees que esto es un juego? Déjame en paz, que tengo cosas muy serias en qué pensar.
La joven reina hizo un gesto de vaguedad e indiferencia.
—¿Ah, sí? ¿Puede haber cosas más serias que mi bienestar y mi comodidad?
El rey estuvo a punto de estallar.
—¡Será posible, presuntuosa! ¿Crees que eres lo único en que tengo que pensar? ¡Como si no tuviera otra misión en este mundo más que contemplarte y complacer todos tus gustos y caprichos! Has de saber, mezquina engreída, que el rey tiene sobre su cabeza todo el peso del Estado y que esto está por encima de todos los caprichos y placeres que le pueda proporcionar este mundo. Yo me debo a todo mi pueblo y no a mis apetitos y pasiones. No lo olvides nunca.
—¡Vaya! Ahora resulta que los demás son más importantes que yo. ¿Para eso me he casado con Vos?
El rey, por cuya cabeza rondaban los posibles movimientos de las tropas sarracenas, no pudo soportar durante más tiempo el egoísmo y el engreimiento de su joven esposa, por lo que le ordenó airadamente que se alejara de allí.
—¡Apártate de mi vista! ¡Aléjate de mí, tentación demoníaca!
—Eso es lo que pienso hacer. Mañana mismo regreso a casa de mis padres.
La caprichosa reina se despidió de su esposo con un nuevo portazo. Al día siguiente, como había prometido, abandonó el palacio real con rumbo a Galicia, donde se hallaba el hogar paterno. El rey, por su parte, inició inmediatamente los trámites para repudiarla. Un año después se hacía público el repudio de la reina por incompatibilidad de caracteres entre los dos cónyuges, aunque el rey había alegado la esterilidad de su esposa para conseguirlo.
Después de haberle sido aceptado el repudio de doña Aragonta, el rey dedicó todo su esfuerzo a un tema que lo agobiaba desde la derrota de Valdejunquera. Se trataba de la liberación de los obispos Dulcidio y Hermogio. Desde su captura don Ordoño no había vuelto a gozar de un momento de paz. Su detención y cautiverio le mordían la conciencia. Se sentía totalmente culpable de su privación de libertad y no se perdonaría nunca si algo más grave les ocurriera en Córdoba. Por eso desde aquel fatídico día no había perdido un instante en llevar a cabo cuantas diligencias fueran necesarias para su libertad. Tras arduos y duros trámites, el rey leonés logró la liberación de los dos obispos, pero no así la del sobrino de monseñor Hermogio, el niño Pelayo, que había sido detenido con ellos y que continuó en poder de Abd al-Rahman III por orden expresa de éste. Se dice que el emir cordobés se había enamorado de él y como el niño no quiso avenirse a sus impúdicos deseos, hizo que desmembraran su cuerpo.
Finalizaba ya el verano del año 923 cuando don Ordoño, a petición de su amigo el rey Sancho Garcés de Pamplona, partía para tierras de La Rioja al mando de un ejército. Allí no tardó en derrotar a los Banu Qasi de Zaragoza y ocupar la villa de Nájera. Con su ayuda el rey navarro también logró grandes victorias, adueñándose de Viguera en donde apresó y ejecutó a Muhammad ibn Abdallah ibn Lubb de la familia de los Banu Qasi.
Como premio a su colaboración, el rey navarro concedió la mano de su hija doña Sancha de Pamplona a Ordoño II, con la que contrajo matrimonio y regresó poco después a León.
Varios meses hacía que don Ordoño y doña Sancha gozaban de su flamante matrimonio en el palacio real de León. Un poco cansados de los rigores invernales y de los lluviosos y desapacibles días de la variable primavera, decidieron desplazarse a principios de mayo hasta la ciudad de Zamora donde disfrutar de un clima algo más benigno a orillas del Duero. Su viaje hacia dicha ciudad fue un placer para los sentidos, que se embargaban en la contemplación de las exuberantes alamedas que se extendían por doquier y en la inhalación de los deliciosos aromas que portaba la suave brisa.
Días más tarde don Ordoño y doña Sancha paseaban por una amplia alameda a orillas del Duero. Templada tarde del mes de mayo. El sol apenas se filtraba por entre el espeso follaje de los álamos. Muchos pajarillos desgranaban sus cantos entre sus ramas, mientras el río discurría silenciosamente a su lado, como temeroso de perturbar aquellos armoniosos trinos y el idilio real.
—¿Sois feliz, Señora?
—Mucho, Señor.
—¿No echáis en falta vuestra Pamplona natal?
—En absoluto, Señor.
—Me alegro —el rey hizo una pequeña pausa como para ordenar sus pensamientos. Luego, prosiguió el diálogo que mantenía con su esposa—. Si lo deseáis podemos pasar largas temporadas aquí, siempre que los asuntos de la corte me lo permitan.
—¿No pensáis descansar de vuestra ajetreada vida, Señor?
—No puedo hacerlo. Es un deber inexcusable.
—Sois tan obstinado como mi padre.
Don Ordoño sonrió brevemente.
—O tal vez más. Conozco muy bien a vuestro padre y sé hasta dónde llega su deber con la causa. Pero mi compromiso con ella es total. Ya sabéis que mis antepasados hace mucho tiempo que vienen luchando por la reconquista de España, sobre todo mi padre. Pues bien, yo he asumido ese compromiso hasta las últimas consecuencias. Si por mí fuera, no daríamos tregua a los sarracenos hasta expulsaros de nuestra querida patria. Ellos nos la arrebataron hace algo más de doscientos años y nosotros tenemos la obligación de volver a recuperarla. Este suelo nos pertenece y no podemos permitir que unos extranjeros nos lo quiten, como a punto estuvieron de hacerlo. Nuestra intransigencia a la ley de Mahoma hará que ésta no avance hacia el resto de Europa. Gracias a nuestra férrea resistencia, su invasión ha dado marcha atrás allende los Pirineos y hoy nuestros vecinos del otro lado de la cordillera se hallan libres de su presencia. El objetivo final es devolverlos a África.
—Señor, ¡menuda lección de historia me habéis dado! Sabía que mi padre les tiene odio a los agarenos, pero no sabía que Vos les tuvierais tanto. No debería permitir Dios que dejarais este mundo ninguno de los dos hasta que alcanzarais el objetivo final.
—Eso no va a poder ser, esposa mía. Tanto tu padre como yo nos vamos haciendo mayores y no nos queda ya mucho tiempo. Pero lo importante es avanzar y eso sí que lo estamos haciendo.
La pareja real paseaba por la verde alameda, a orillas del Duero, en aquella tranquila y templada tarde de primavera. La quietud que allí reinaba invitaba a soñar a la ilustre pareja. La enorme diferencia de edad que entre ambos había convertía sus relaciones más en paterno-filiales que en conyugales. Él era un anciano ya para la época. Ella no era más que una tierna niña que poco o nada sabía del mundo y de la vida. Había dejado el hogar de sus padres para pasar a depender del hogar de su esposo, pero sin haber abandonado aún el mundo infantil de los juegos y de la fantasía. Junto a su esposo sentía el mismo apoyo y amparo que había sentido siempre al lado de su padre. Veía en él a su protector más que a su marido.
La tarde declinaba ya. El sol se acercaba cada vez más al ocaso. Una suave brisa comenzó a deslizarse a través del follaje de la alameda. La tierna niña sufrió un leve escalofrío que no pasó desapercibido a los ojos de su anciano esposo.
—¿Queréis que volvamos a palacio, Señora?
—Como Vos deseéis, Señor, aunque no me importaría seguir aquí un rato más.
—A mí también me gustaría, pero se ha levantado un poco de aire y os puede sentar mal.
—Tal vez os podíais preocupar más por Vos que por mí, Señor. A Vos sí que os puede perjudicar este cambio.
—No digáis tonterías, Señora. Yo soy tan fuerte como un roble. He resistido muchas inclemencias en la vida, no va a acabar ahora conmigo un insignificante cambio de tiempo. De todas maneras, volvamos a palacio por el bien de ambos.
Don Ordoño hizo alarde de su fortaleza ante su jovencísima esposa, que no cabe duda que lo idolatraba, pero lo cierto es que el rey desde aquella tarde comenzó a sentir ciertos achaques que no desaparecían. Antes al contrario, cada día iban a más hasta el punto de verse obligados a regresar a León a principios de junio, pues, en vez de mejorar, el monarca cada día que pasaba se sentía más indispuesto. Con gran esfuerzo llegaron a la corte real, donde todo estaba preparado para que el enfermo recibiera las máximas atenciones posibles. Los físicos rodearon el tálamo real de donde no se apartaban un solo instante del día o de la noche. Cualquier gesto, cualquier movimiento del enfermo era inmediatamente atendido. Cualquier deseo era satisfecho en el acto. Al monarca no le faltaba nada. La propia niña reina había fijado su estancia en la cámara real de su esposo, de la que no se ausentaba más que lo indispensable. Seguía con la máxima atención su estado de salud y no se apartaba de su cabecera ni un solo instante.
—¿Se pondrá bien? —se atrevió a preguntar doña Sancha a uno de los galenos al cabo de una semana de su regreso a León.
—No lo sé, Señora. Después de todos estos días, debería dar muestras de una leve mejora, pero no es así. Esto nos lleva a pensar que la enfermedad de vuestro esposo no retrocede y eso no es buen síntoma.
—Por favor, haced todo lo que podáis para salvarlo. No quisiera perderlo en estos momentos.
—Señora, por nuestra parte hemos hecho todo lo que se podía hacer. No hay nada que no hayamos intentado. Ahora sólo nos queda esperar que se haga la voluntad de Dios.
Por las rosadas mejillas de la niña se deslizaron dos hilillos como dos arroyuelos que manaran del abismo de sus negros ojos. Su idolatrado esposo, su protector, su mentor no volvió más en sí. Al cabo de cinco días su alma abandonó este mundo para regresar a la morada del Señor.
14
Fruela II se coronó como rey de Asturias en 910, a la muerte de su padre Alfonso III el Magno. Desde el primer momento se consideró subordinado al rey de León, condición que se acentuó aún más cuando Ordoño II ascendió al trono legionense.
A pesar de ser soberano en su territorio, Fruela II se sentía relegado a un segundo lugar dentro de su propio reino. Por eso albergaba en su subconsciente la esperanza de ocupar algún día el trono de León si Dios le concedía sobrevivir a su hermano Ordoño. Por aquel entonces todavía no se había consolidado la transmisión de la corona de padres a hijos. Por lo que se consideraba tan legítimo heredero de la corona de León como lo habían sido sus hermanos don García y don Ordoño. Ya hacía tiempo que maquinaba esta idea en su cabeza. Pero fue con motivo de la traición de los condes castellanos a su hermano Ordoño en la batalla de Valdejunquera, cuando acabó de concebir el plan para usurpar el trono de León si sobrevivía a su hermano. Después de que éste liberara a los condes, no tardó en enviarles emisarios con el fin de ganarlos para su causa. Los condes castellanos, por su parte, aceptaron de buen grado el plan del rey asturiano, pues se avenía en todo a su propósito. Aparte de las razones que esgrimieron para no participar en la batalla de Muez, en el fondo se escondía un acto de rebelión contra su propio rey, al que no querían aceptar como soberano de Castilla. La enemistad y el rencor que empezó a crecer en su pecho contra don Ordoño hicieron que no dudaran en apoyar cualquier tentativa de derrocamiento del rey. Por otra parte, Fruela II les prometió mayor libertad y autonomía para Castilla si apoyaban su causa. No ocurría lo mismo con los nobles y magnates leoneses y gallegos, que estaban a favor de Ordoño II y de su progenie.
Enterado Fruela II de la enfermedad de su hermano Ordoño, puso en marcha todos los hilos de su trama para apoderarse del trono cuando éste falleciera. En cuanto le informaron que a su hermano le quedaban muy pocos días de vida, no dudó en desplazarse a León e instalarse con su esposa doña Urraca en el propio palacio real con la excusa de estar más cerca de su hermano en el momento de su muerte. Ni la jovencísima e inexperta reina ni los hijos de don Ordoño sospecharon nada de las aviesas intenciones de su cuñado y tío.
Eran las ocho de la mañana del dieciséis de junio. El día prometía ser caluroso en León para aquellas fechas del calendario. En el palacio real había un gran movimiento desde el amanecer. El mayordomo no paraba de impartir órdenes a la servidumbre para que todo estuviera a punto. A las doce del mediodía se procedería al funeral del rey. Se esperaba la asistencia al mismo de todos los nobles y magnates del reino. El acto estaría presidido por la viuda consorte, los hijos del finado y el propio rey de Asturias, Fruela II. No debería fallar nada en las pompas fúnebres.
A las doce en punto llegaba a las puertas de la iglesia catedral de Santa María y San Cipriano la comitiva fúnebre con los restos mortales de don Ordoño. El gentío era inmenso. La comitiva logró llegar a las puertas del templo con gran dificultad. Una vez allí, portaron el féretro ante el altar mayor de la catedral donde recibiría el último adiós. Concelebraron la ceremonia doce obispos procedentes de los cuatro puntos cardinales del reino, presididos por monseñor Frunimio II. La ceremonia se inició sin ningún contratiempo. Los actos religiosos se desarrollaban con normalidad hasta que llegó el momento de la homilía. Fue entonces cuando don Sancho, el primogénito de don Ordoño, se percató de la ausencia de su tío. Su lugar lo ocupaba su hijo don Alfonso, que hasta entonces había sido confundido con su propio padre. Fue al tomar asiento en el palco real cuando el primogénito de don Ordoño se dio cuenta del engaño. Su corazón le dio un vuelco en aquel mismo instante. «¿Por qué se halla ausente mi tío en los funerales de mi padre?», pensó. Ante su estupor y su sorpresa, no tardó en poner al corriente de sus inquietudes a su hermano don Alfonso, que se hallaba a su lado. Entre ambos se produjo un animado cuchicheo que no tardó en ser punto de atención de todos los presentes. Doña Oneca, esposa de don Alfonso, se lo hizo notar a su esposo y ambos sellaron sus labios, aunque no disimularon su estado de nerviosismo durante toda la ceremonia funeraria.
Más de un miembro de la familia real y varios nobles y magnates se preguntaban por la causa de aquel incidente entre los dos hijos mayores del finado. Hasta los obispos se interrogaban sobre el motivo de aquel pequeño percance. Tan sólo los condes castellanos conocían la razón por la que los dos hermanos se habían puesto tan nerviosos. El resto lo descubrió en el momento de dar el pésame a la viuda y a los hijos de don Ordoño. Fue entonces cuando todo el mundo se percató de la ausencia de su hermano y de que aquello no era normal, pues si algo grave se lo hubiera impedido, su esposa y su hijo no estarían allí.
Apenas depositado el féretro de Ordoño II en el sepulcro destinado al mismo junto al ábside de la propia catedral, don Sancho, don Alfonso y su hermano don Ramiro abandonaron precipitadamente. Cuando llegaron al palacio real, se encontraron con lo que ya temían. Sus puertas estaban cerradas a cal y canto. Su tío se había atrincherado en su interior y había dado orden tajante de no dejar pasar a ninguno de los miembros de la familia de su hermano. Los hijos de don Ordoño y su viuda no lo podían creer. Su tío Fruela les acababa de arrebatar el palacio, el trono y la corona delante de sus propias narices. Era inaudito. Pronto se produjo un enorme murmullo entre los presentes y muchos comenzaron a pedir la cabeza del traidor, pero la guardia real no tardó en cargar las armas contra la muchedumbre para dispersarla. Mientras tanto, los nobles leoneses y gallegos se ponían de parte de los hijos del finado, a los que acompañaron varios de los obispos que ya se habían acercado al palacio real encabezados por monseñor Frunimio. Los condes castellanos se pusieron, en cambio, del lado de Fruela II y apoyaron su ignominioso acto con una serie de argumentos y razonamientos, que no resultaron demasiado convincentes para los hijos de don Ordoño y sus simpatizantes. Después de varias escaramuzas y largas negociaciones, los hijos de Ordoño II se vieron obligados a abandonar la plaza y refugiarse en su palacio de Zamora. Su tío se mantuvo impertérrito en su decisión y se incautó del palacio real con un gran despliegue de fuerza.
Nuño Fernández y Fernando Ansúrez entraron en palacio, mientras Aboldomar Albo y su hijo Diego permanecían en la puerta del mismo para dirigir las operaciones de contención de la insurrección.
—¿Siguen aún mis sobrinos ahí fuera? —preguntó con cierto malestar Fruela II a los condes castellanos.
—No, Majestad —contestó don Nuño—. Hace rato que han desaparecido de las inmediaciones del palacio.
—Bien. A enemigo que huye, puente de plata. Pero si se dejan ver por ahí, no dudéis en arrestarlos. Ahora quiero que detengáis sin demora a Olmundo y sus hijos. Hay que darles un buen escarmiento por haberse puesto de parte de mis sobrinos.
—Sí, Majestad —reafirmó don Fernando—. Ahora mismo voy a detenerlos.
En el despacho real permanecieron don Fruela, su hijo don Alfonso Froilaz y don Nuño Fernández.
—Tenemos que sofocar esta revuelta inmediatamente y para ello no debemos dejar ningún cabo suelto. Así que traed ante mi presencia al obispo Frunimio. Tengo una misión muy concreta que encomendarle.
Poco después se hallaba en el despacho real el obispo Frunimio, que no dudó en aprovechar el momento para alzar su voz contra lo que consideraba una atroz tropelía.
—Señor, os ruego que depongáis vuestra actitud. El pueblo está sublevado y esto puede acabar en un conflicto armado. Señor, devolved el trono a sus legítimos herederos para que no corra la sangre de nuestro pueblo.
—¿Quién sois vos para decirme lo que debo o no debo hacer? Cerrad vuestra inmunda boca si no queréis que os la rompa. No os he mandado llamar para que me deis un sermón aquí. Os he llamado para comunicaros que estáis desterrado de esta ciudad y de cien leguas a la redonda de ella. Partid inmediatamente de aquí y no volváis mientras yo no os lo autorice.
—Señor, por última vez os suplico que reconsideréis lo que estáis haciendo.
—Apartadlo inmediatamente de mi vista. Su presencia me produce náuseas.
El obispo Frunimio había sido siempre muy querido en León por sus feligreses y por la familia real. Don Ordoño lo había tenido en gran estima, igual que a su familia, y había aceptado en todo momento sus consejos por sabios y prudentes. Durante su reinado las puertas del palacio real jamás se habían cerrado para el mitrado. Entraba y salía de él como si de su propia casa se tratase. Además, el rey gustaba de escuchar sus pláticas, que las más de las veces lo edificaban y complacían. Siempre había sido bien recibido en palacio y ahora se veía obligado a abandonarlo y no sólo el palacio, sino la capital y el reino entero. No podía creerlo. Pero eso no fue lo que mayor dolor causó en su corazón. Lo más lacerante fue enterarse que su hermano Olmundo y sus sobrinos Aresindo y Gebuldo habían sido condenados a muerte por el mismo motivo. El obispo abandonó la ciudad y el reino con el corazón compungido por la terrible tragedia que se había cernido sobre él y su familia en tan poco tiempo.
Entretanto, el usurpador y sus cómplices maquinaban en palacio todo tipo de tramas y ardides para perpetuarse en el poder. El rey ofreció el máximo de garantías a los condes castellanos si éstos se comprometían a consolidarlo a él y a sus sucesores en el trono de León. Les permitió que ejercieran su propia justicia. Los dispensó de desplazarse a León para dirimir sus litigios. Les autorizó el uso de su propia lengua, tan disonante y tan distinta al leonés. En definitiva, les toleró que colocaran la primera piedra de un reino que con el tiempo acabaría por eclipsar al propio reino de León.
El débil y enfermizo rey no hizo nada no ya por agrandar el reino y extender sus fronteras, sino tan siquiera por defender lo que ya poseía. Ante los continuos ataques de los musulmanes a su reino, permaneció totalmente pasivo. Tan sólo envió algunas de sus tropas en auxilio del rey navarro, más por la obligación que sentía hacia el mismo por los pactos de su hermano con aquél, que por propio convencimiento. Quería trasladar a León la política que llevó durante trece años en Asturias. Una política de neutralidad y no intervención en los conflictos bélicos.
Poco después de la usurpación del trono, aconsejado posiblemente por los condes castellanos, trató de granjearse la jerarquía eclesiástica gallega. La nobleza estaba totalmente a favor de los hijos de Ordoño II. No en balde don Ordoño fue el primer rey de Galicia. Después de su formación en Zaragoza, había pasado a gobernar las tierras gallegas en nombre de su padre y allí se había desposado con la hija de una de las más ilustres familias de aquella tierra. A la muerte de Alfonso III fue proclamado rey de Galicia hasta que heredó el trono de León, en el que volvió a fundir el reino gallego. Eran sus herederos, pues, los designados para regir los destinos de aquella entrañable tierra. No tenía por qué venir un extraño, aunque perteneciese a la misma familia real, a entrometerse en su gobierno. De eso era muy consciente Fruela II, pues él mismo se sentía extraño en tierras gallegas. Así, pues, trató de ganarse al clero para su causa a través de privilegios para los obispos y donaciones para sus catedrales e iglesias. Por eso, pocos días después de la usurpación del trono de León, el 28 de junio del 924, confirmó al obispo Hermenegildo como obispo de Iria-Santiago, la diócesis más apetecida de toda Galicia y, tal vez, de todo el reino. Al año siguiente, cuando ya estaba a las puertas de la muerte, donó una heredad suya al monasterio de San Andrés de Pardomino.
Falleció el rey Fruela II en agosto del 925, al cabo de catorce meses de haber usurpado el trono de León, según algunos cronistas castigado por la mano de Dios por la alta traición que había cometido, aunque más bien se puede afirmar que murió como consecuencia de la lepra que padecía. Su cuerpo fue enterrado en la catedral de León al lado del de su hermano don Ordoño. Dejémoslo descansar, aunque tal vez no se lo merezca.
15
A la muerte de Fruela II lo sucedió en el trono su hijo Alfonso Froilaz. Nada más alzarse con el trono, Fruela II dejó bien amarrada la sucesión al mismo. A cambio de las concesiones que les hizo a los condes castellanos, consiguió que éstos no sólo no cuestionaran la sucesión de su hijo al trono, sino que, llegado el caso, la defendieran con sus armas. En su persona se habían unificado otra vez todos los reinos que habían pertenecido a su padre. A pesar de no haber hecho nada por agrandarlo ni defenderlo, había reunido un reino más amplio incluso que el que había tenido su progenitor. Desde el primer momento fue consciente del poder que había reunido bajo su corona. Por eso dictó normas para que en lo sucesivo no se fraccionara como había ocurrido en tiempos de su padre. Y así fue. A su muerte su hijo heredó todo el reino sin que nadie lo impidiera. Pero Alfonso Froilaz, el Jorobado, tuvo un reinado muy fugaz. Apenas permaneció unos meses en el trono de León.
Alfonso Froilaz era hijo de Fruela II y de su primera esposa, Nunilo Jiménez. Con la ayuda de sus hermanos, Ordoño y Ramiro, y de los condes de Castilla, logró en un primer momento sentarse en el trono real. Pero los hijos de Ordoño II no tardaron en levantarse en armas contra él. Se consideraban legítimos herederos del trono y no estaban dispuestos a ceder sus derechos ante nadie. Como, por otra parte, tenían más apoyos que su primo, no tardaron en derrocarlo y recuperar el poder. Sancho, el mayor, estaba apoyado por los nobles gallegos. Alfonso se sentía respaldado por Sancho Garcés I de Pamplona y Ramiro, el tercero, estaba respaldado por los nobles portugueses. Así, pues, poco margen de maniobra le quedaba a Alfonso Froilaz.
Las huestes de don Sancho y de don Ramiro se encontraron en Zamora. Por su parte, las fuerzas navarras que secundaba a don Alfonso avanzaban por tierras de La Bureba y de Burgos, para encontrarse con las anteriores en los Campos Góticos, donde esperaban presentar batalla a los partidarios de don Alfonso Froilaz. Las huestes castellanas leales al nuevo rey se vieron sorprendidas en medio de dos fuegos. La batalla fue breve. Ante la superioridad del enemigo, las fuerzas castellanas que no perecieron en los enfrentamientos pronto se disgregaron por las amplias llanuras de la ribera del Duero. Don Alfonso Froilaz, al ver el desastre que se avecinaba, decidió refugiarse en Asturias, donde contaba con el mayor número de partidarios, y allí lo siguieron sus hermanos don Ordoño y don Ramiro Froilaz.
Recuperado el trono, los hijos de Ordoño II se reunieron en el palacio de su padre, en León, con sus más fieles vasallos, para celebrar la victoria y repartirse el reino. Sobre la mesa de discusión se hallaban todas las alternativas posibles. Desde dividir el reino en tres, como había hecho su abuelo, hasta dejarlo intacto bajo una sola corona para consolidar así la ambiciosa obra soñada por el rey Magno.
—Yo opino que no se debe dividir —objetó don Ramiro.
—Muy bien. No lo dividamos. En ese caso, ¿quién será el rey? —preguntó don Sancho.
—¿Quién va a ser? Tú, que eres el mayor —le contestó don Ramiro.
—Yo no estoy de acuerdo —discrepó don Alfonso—. Si bien es cierto que la costumbre entre nosotros va arraigando que el cetro pase de padres a hijos y que sea el mayor el preferido, todavía no se ha consolidado. Creo que todos tenemos derecho a una parte del reino. Máxime cuando los tres hemos luchado por recuperarlo.
Los nobles y aristócratas presentes también estaban divididos. Unos se inclinaban por la unidad del reino, que de esta manera sería mucho más fuerte, mientras que otros defendían que se dividiera entre los tres para que así no hubiera disputas entre ellos. Después de varias horas de negociación, decidieron repartírselo entre los dos mayores.
—Bien, si no hay otra solución, yo me quedo con Galicia por serme la tierra más querida. Desde este momento renuncio al reino de León y a todas sus pompas. Me instalaré en Santiago de Compostela como capital de mi reino y no quiero volver a oír hablar de León. Te dejo a ti, Alfonso, este reino para que lo gobiernes como mejor te dé a entender Dios. Me declaro subordinado tuyo con la condición de que me dejes vivir en paz por el resto de mis días.
—Juro solemnemente que así lo haré, querido hermano. Te agradezco tu magnanimidad, que hayas renunciado a la parte más importante del reino en mi favor, a pesar de que te corresponde a ti por derecho. Te prometo que te respetaré siempre y que jamás romperé este pacto que acabamos de sellar entre nosotros.
—Gracias, Alfonso. Y para terminar, por lo mucho que estimo a Ramiro y por toda la ayuda que siempre me ha prestado, le cedo la parte sur de mi reino donde sé que es muy querido y honrado.
Así, pues, León le correspondió a don Alfonso, don Sancho se quedó con Galicia y el territorio portucalense de este reino, con Viseo como capital, pasó a pertenecer a don Ramiro. Asturias, por su parte, continuó fiel a don Alfonso Froilaz.
El 12 de febrero del año 926 León era una ciudad glacial. A primeras horas de la mañana las calles permanecían completamente desiertas. Una gruesa capa de hielo y nieve helada las cubría de principio a fin. De los tejados de las mansiones pendían gruesos carámbanos de hasta un metro de longitud. De las techumbres de las humildes moradas pendían otros tantos, aunque de menor calibre y tamaño. Nadie osaba asomarse al exterior de sus viviendas. Tan sólo una cuadrilla de peones trabajaba sin cesar desde antes del alba armada de picos y palas. Tenían que retirar la capa de hielo que cubría el recorrido entre el palacio real y la catedral. A eso de las once de la mañana daban por concluido el trabajo, que, a pesar del frío, les había costado sudor y lágrimas. Poco después comenzaron a llegar a los alrededores del templo los primeros leoneses que no querían perderse el regio acontecimiento. Y es que a las doce del mediodía se iba a celebrar en la catedral la coronación de don Alfonso Ordóñez como nuevo rey de León. A pesar del frío intenso, cuando la comitiva real se abría paso para llegar a las puertas de la catedral, la gente se apiñaba dentro y fuera del templo.
Al acto de la coronación de don Alfonso asistieron sus hermanos y casi toda la nobleza y aristocracia del reino, si bien varios condes castellanos declinaron su asistencia alegando las inclemencias del tiempo, lo mismo que hicieron algunos de los asturianos. El acto fue concelebrado por todos los obispos del reino, acto que presidió el obispo Rosendo de Mondoñedo, primo materno del rey. A partir de aquel momento, el nuevo rey reinaría con el título de Alfonso IV.
El reinado de Alfonso IV no se caracterizó por grandes hechos históricos. Más aficionado a los asuntos religiosos y de carácter más bien pacifista, dejó que los musulmanes camparan a sus anchas por la Península durante su reinado. El rey defraudó a propios y extraños, que esperaban mucho más de él. Aquel espíritu combativo y aquel afán imperialista que impregnó las batallas y logros de su padre y de su abuelo se desvanecieron por completo en el ánimo del nuevo monarca. Él prefería la paz y la tranquilidad de la corte a los peligros y avatares del campo de batalla. Uno de los primeros actos de su reinado fue reponer al obispo Frunimio en la sede episcopal de León. Con sus hermanos mantuvo unas relaciones amistosas y pacíficas. Tampoco tomó ninguna represalia contra su primo Alfonso Froilaz, que siguió gobernando Asturias con el título de rey, a pesar de que este territorio estaba totalmente incluido en el reino de León. Su lema político podía reducirse a un dejar hacer.
Durante los primeros meses del año 929 falleció don Sancho Ordóñez, que, como hemos dicho, reinaba en Galicia desde la derrota de su primo Alfonso Froilaz. Al no dejar descendencia, el reino de Galicia se integró, de iure, de nuevo en el reino de León con el apoyo de algunos magnates gallegos, principalmente el de su tío materno el conde don Gutierre Menéndez. Sin embargo, de facto, pasó a depender de don Ramiro Ordóñez, que a la sazón gobernaba la región portucalense, el cual se coronó como rey de Galicia en Zamora, donde fijó su residencia. Como en el caso de Asturias, don Alfonso volvió a dejar hacer su voluntad a su hermano don Rodrigo, sin intervenir en absoluto en su libre decisión de adueñarse de todos los territorios galaicos. De todas maneras, como don Ramiro siguió declarándose subordinado de don Alfonso, éste volvía a reunir bajo su corona la mayor parte de las tierras del antiguo reino asturleonés. A pesar del enorme poder que concentraba bajo su cetro, Alfonso IV continuó mostrándose lo mismo de remiso ante los grandes acontecimientos históricos que se estaban produciendo en toda la Península Ibérica. Era como si no fueran con él o como si la llama que había mantenido encendido el espíritu de la Reconquista se hubiera extinguido súbitamente. Abd al-Rahman III se autoproclamaba califa, título con el que acrecentaba aún más su poder en todo el al-Ándalus, sin que eso pareciera importar lo más mínimo al rey leonés, que seguía encerrado en sus elucubraciones místico-religiosas. Sus actuaciones como soberano se limitaban a hacer algunas donaciones a los obispos y magnates que lo adulaban o a algún monasterio por el que sentía alguna debilidad. Es el caso del litigio que resolvió entre el monasterio de Ruiforco y las villas de Manzaneda y Garrafe de Torío. El rey se desplazó con su corte hasta la primera de las villas donde resolvió el litigio de sus límites a favor del monasterio, como cabía suponer, pues, ¿qué podía temer de los habitantes de aquellas dos insignificantes villas el soberano del mayor reino cristiano de la Península, a la sazón, ni qué podía esperar de ellas? Como siempre, prefería tener a su favor a los poderosos para que no perturbaran su propia paz con intrigas e insidias antes que impartir justicia. La injusticia en que podía incurrir con los débiles no lo intranquilizaba en absoluto.
16
Pocos meses más tarde de la resolución del pleito del monasterio de Ruiforco, doña Oneca de Pamplona enfermó gravemente. Don Alfonso la había conocido y se había casado con ella cuando acompañó a su padre, el rey Ordoño II, a auxiliar al rey de Pamplona, Sancho Garcés I, en la campaña del año 923. Quedó prendado de su belleza nada más verla y desde aquel momento habían vivido el uno para el otro sin separarse jamás, pero ese idilio tocaba a su fin.
Mediaba abril. El sol lucía con gran esplendor en la bóveda celeste. El cielo era de un azul intenso, como acostumbra a ser en aquellas tierras. La reina, que llevaba varios días encerrada en palacio por una ligera indisposición, quiso solazarse aquel día tan radiante cabalgando con su caballo por el campo. Ya fuera de la ciudad, doña Oneca y don Alfonso, seguidos por su guardia personal y sus más fieles servidores, decidieron acercarse a la Candamia, bello paraje a orillas del río Torío no carente de cierto aire mágico y mitológico. Una vez allí, a la reina se le antojó recorrer la ribera del río en dirección a las lejanas montañas. Después de cabalgar durante varias horas río arriba en una desenfrenada carrera, como si pretendiera alcanzar las fuentes del Torío, un súbito cambio de tiempo obligó a la alocada reina y a sus acompañantes a retroceder sobre sus pasos. Pero ya era tarde. El cuchillo helador que descendía de las altas cumbres nevadas de la gran cordillera ya la había herido de muerte. Doña Oneca sintió un fuerte pinchazo en el pecho que le produjo un intenso dolor. Con gran trabajo y muchos esfuerzos lograron llegar a palacio. La reina se postró en su lecho del que ya no volvería a levantarse.
Día tras día los físicos intentaban curarla del mal que la aquejaba. No cesaban de recetarle todos los remedios a su alcance. El boticario de León no daba abasto para satisfacer sus continuas demandas. Pero todo era en vano. La reina no mejoraba. Día tras día su cara resultaba más macilenta y su cuerpo se había debilitado tanto, que casi se transparentaba. Las enormes ojeras azuladas que circundaban sus párpados y su extremada delgadez la hacían aparecer casi como un espectro. La alta fiebre que no la abandonaba, la respiración fatigosa y la tos profunda acompañada de esputos de sangre no presagiaban precisamente su mejor estado físico. Era evidente que su final estaba cerca.
Entretanto, don Alfonso vivía sumido en una profunda desesperación. Ya no sabía qué hacer. Había solicitado el concurso de los mejores médicos no sólo de la ciudad de León, sino de todo su reino e, incluso, de los reinos vecinos. Hasta había osado llamar a alguno de los más afamados galenos del al-Ándalus. Todo en vano. Los conocimientos médicos de la época se veían incapaces de curar el mal que aquejaba a la reina. El rey acudió entonces a la invocación de la Virgen y de los santos. Rezó y solicitó que elevaran numerosas plegarias y celebraran novenas por la curación de su esposa. Realizó peregrinaciones y concedió numerosas dádivas con el mismo fin. Pero todo fue en vano. Ni los remedios materiales ni los espirituales surtieron efecto. La reina se moría.
Don Alfonso creyó volverse loco. No concebía la posibilidad de quedarse solo en este mundo sin la compañía de su amada esposa. ¿Cómo podría soportar su ausencia si en aquellos ocho años que llevaban de casados no se habían separado un instante? No se lo imaginaba. Y lo que era peor, no quería imaginárselo. ¿Cómo iba a vivir sin la dulce compañía de la que había sido su fiel compañera durante los años más felices de su vida? Antes la muerte que pasar por aquel trance tan duro. El rey tan sólo vivía por y para su esposa. No estaba para nadie. No recibía a nadie. Su vida se circunscribía a su alcoba y la de su desdichada esposa. Apenas si comía y tan sólo se dignaba hablar con los físicos para preguntarles por la salud de su amada, sin perder la esperanza de oír de sus labios la noticia que tanto anhelaba. Pero ésta se demoraba ya demasiado en el tiempo. Don Alfonso no quería ver, pero veía, que su esposa estaba a punto de abandonar este mundo. Día a día contemplaba los estragos que la enfermedad causaba en su ajado cuerpo. Su dulce amada ya sólo era un cadáver viviente. De su belleza y lozanía tan sólo quedaba el recuerdo. A pesar de ello, el rey seguía esperando un milagro. Pero el milagro no aconteció. A principios de julio doña Oneca entregó su alma al Padre celestial. Aquel infausto día el rey creyó enloquecer. De pronto se le nubló la vista y todo comenzó a dar vueltas a su alrededor. La oscuridad inundó sus ojos mientras se sentía trasladado al espacio infinito sin rumbo a ninguna parte. Cuando despertó de aquel trance, estaba acostado en su lecho y a su lado uno de los médicos le tomaba el pulso.
—¿Qué me ha pasado?
—Nada, Señor. Ha sido un simple desmayo.
—¿Y mi esposa? Ahora recuerdo. Ha muerto, ¿verdad?
—Lo siento, Señor, pero se ha hecho todo lo que se podía hacer.
—Dejadme ir a verla. Quiero estar a su lado.
—En estos momentos es mejor que descanséis un poco, Señor. Tiempo habrá para que os acerquéis a su lecho.
El físico con la ayuda del mayordomo de palacio y otro sirviente consiguieron retener a don Alfonso en su tálamo, pues estaba demasiado débil, aparte que no era prudente que en aquel momento se acercara al lecho mortuorio de su esposa. No estaba preparado ni física ni mentalmente para presenciar aquel espectáculo. Sería suficiente con que asistiera a los funerales de doña Oneca.
Dos días más tarde se celebraron los funerales por el eterno descanso de su alma en la iglesia catedral de Santa María y San Cipriano de León, a los que concurrió una gran multitud que quería dar el último adiós a su reina. También asistieron varios nobles y magnates del reino. Sus restos mortales fueron depositados en el monasterio de Ruiforco por expreso deseo de don Alfonso. Allí se trasladó con toda su corte para dar cristiana sepultura a su amantísima esposa. Después, con el corazón roto y su alma transpuesta, regresó completamente desolado a León. Pocos meses más tarde llamó a su hermano don Ramiro para comunicarle que deseaba abdicar en su favor.
—Ramiro, yo no puedo seguir así. En tus manos dejo mi trono. Mañana mismo partiré para el monasterio de Sahagún. Aquí ya no me queda nada por hacer.
—¿Lo has pensado bien, Alfonso?
—Sí, Ramiro. Lo he pensado bien. Oneca era mi soporte y mi guía. Sin ella no sé qué hacer. Así que he decidido profesar en un convento.
—Más adelante te puedes arrepentir y entonces ya no habrá marcha atrás. ¿Por qué no lo piensas mejor y te das algún tiempo para reflexionar? Tal vez después no opines lo mismo.
—Nada me hará cambiar de mi propósito. Ya lo tengo bien decidido. Tomaré los hábitos en el monasterio de Sahagún para el resto de mis días. Muerta mi esposa, me quiero retirar del mundo y de sus pompas.
—Como quieras, querido hermano, pero luego no me vengas con subterfugios o argucias para reclamar tus derechos. Dejarás plasmada tu renuncia en un documento público para que tenga fuerza legal.
—Haré lo que quieras, Ramiro. Yo ya no quiero más que la paz de un monasterio. Llama a un escribano para que redacte el documento. Después lo firmaré para que quedes tranquilo.
Al día siguiente de los hechos, tal como había anunciado, don Alfonso se retiró al monasterio de Sahagún donde tomó los hábitos de la orden de San Benito para alejarse de este mundo y de sus pompas e iniquidades. Don Ramiro, por su parte, se hizo cargo del trono de León, que con él tomaría un nuevo impulso y alcanzaría su consolidación plena. Pero esto es materia para la tercera parte de la novela: Su apogeo.
TERCERA PARTE
APOGEO
1
A mediados de septiembre los rigores del verano habían quedado atrás y las mañanas de León ya refrescaban. Apenas nacía el alba cuando don Alfonso abandonaba el palacio real, que había constiutido su residencia en los últimos siete años. Acababa de renunciar al trono en favor de su hermano don Ramiro. Iba triste y compungido a lomos del caballo que lo transportaba con la sola compañía de su mayordomo. Abandonó la ciudad por la puerta sur sin atreverse a volver la vista atrás para evitar que las lágrimas inundaran sus ojos y el corazón saltara de su pecho. Atravesó el Torío, el Porma y el Esla sin advertir el vaho que se elevaba de las praderas que los rodeaban. Poco después de dejar Mansilla de las Mulas, se internó en la aridez de la Tierra de Campos que ya no abandonaría hasta llegar a Sahagún a orillas del Cea, salvo algún que otro regato que se interponía en su camino y que de tanto en tanto venía a romper la monotonía del paisaje. El monasterio de San Facundo y San Primitivo esperaba al nuevo inquilino con los brazos abiertos. La comunidad en pleno había salido al patio para recibirlo. No todos los días acogían entre sus muros a un huésped tan ilustre. Su llegada fue motivo de expectación y de múltiples comentarios entre los monjes. La mayor parte de ellos se acababan de enterar de tan extraordinario acontecimiento justo cuando les dieron permiso para salir a recibir al exmonarca.
Don Alfonso fue recibido con todos los honores por el abad del monasterio y la comunidad facundina en pleno. El propio abad se ofreció para acompañarlo a la celda que le habían asignado. Ni que decir tiene que se trataba de la mejor dependencia del monasterio. Dom Recesvinto II no había escatimado esfuerzos ni recursos para poner a disposición de tan ilustre huésped lo mejor de la abadía. No en vano se trataba de un descendiente de los máximos benefactores de aquel cenobio. Su ingreso allí honraba al monasterio, a la comunidad que lo regentaba y hasta al propio villorrio que se había aglutinado alrededor del mismo. Era, pues, para el abad un gran honor contar con un personaje tan ilustre entre los miembros de su comunidad.
Pero dejemos a don Alfonso que se instale cómodamente en la celda que le fue asignada en el real monasterio de los Santos Facundo y Primitivo y volvamos a León y su corte para seguir de cerca los pasos de don Ramiro. Éste, después de haber acordado con su hermano los términos de la cesión del trono leonés, se trasladó con su corte a León donde se hizo coronar el seis de noviembre de aquel mismo año, no sin antes haberse cerciorado de que don Alfonso había tomado ya los hábitos en el monasterio de Sahagún.
El día señalado para la coronación había amanecido plomizo y desapacible. Pocos días antes habían caído los primeros copos de nieve en la ciudad, a los que había seguido una auténtica ola de frío que había congelado el ambiente de la capital del reino. Pero eso no fue óbice para que las gentes sencillas se concentraran en los alrededores de la basílica de Santa María y San Cipriano y del palacio real para contemplar de cerca la ceremonia de la coronación o ver al rey o a alguno de los miembros de la corte real. Era, por así decirlo, su tercer rey legítimo y aquellas gentes sencillas no estaban dispuestas a perderse el espectáculo que se les brindaba a pesar de las inclemencias del tiempo. Así, pues, soportaron estoicamente durante horas el intenso frío y algún que otro copo de nieve que se desprendía de vez en cuando de aquel cielo tan encapotado. Cuando pasó la comitiva que transportaba al rey y a toda su corte a la basílica, los privilegiados que se encontraban en las primeras filas trataron de no perderse detalle, eso a pesar de que el rey y todos los miembros de su corte iban ocultos a las miradas de los curiosos debido al intenso frío que hacía. Los más desafortunados que se encontraban en las últimas filas impelían a los que tenían delante y se apiñaban sobre ellos para poder contemplar también algo del espectáculo.
A las doce en punto dio comienzo la ceremonia concelebrada por todos los obispos y abades del reino. El rey junto con la reina consorte, doña Adosinda Gutiérrez, vestidos con toda la majestuosidad que requería el acto, ocupaban el palco real al lado del Evangelio. Los obispos y abades se situaron al lado de la Epístola, mientras que los nobles y magnates del reino llenaron la casi totalidad del templo. Después de la homilía el obispo Oneco Núñez, titular de la diócesis de León, impuso la corona al nuevo rey, que a partir de aquel momento reinaría con el nombre de Ramiro II.
El acto de la coronación fue seguido, como era costumbre, por grandes banquetes y fiestas con las que el rey agasajaba y trataba de ganarse la confianza de los nobles y magnates del reino. Aún quedaban algunos vestigios en palacio de las pompas habidas con motivo de la coronación, cuando llegaron a oídos del rey noticias nada halagüeñas relativas a su hermano don Alfonso. Parecía ser que a éste no le habían sentado muy bien los hábitos de monje o que añoraba el trono perdido.
Conocida la fecha de coronación de don Ramiro, uno de los máximos confidentes de don Alfonso se desplazó de inmediato al monasterio de Sahagún. Allí puso al corriente al rey monje de todos los pormenores del acto y sembró la semilla de la discordia en su corazón.
—Majestad —el confidente hincó una rodilla en tierra mientras se inclinaba ante don Alfonso en acto de sumisión—, de aquí a dos días vuestro hermano se coronará como rey de León. Todavía estáis a tiempo de impedirlo.
—Pero ¿qué dices? Yo renuncié libremente al trono en favor de mi hermano. No pienso volver atrás mi decisión. Además, ambos firmamos un documento público en el que una de sus cláusulas no sólo me impide recuperarlo, sino incluso reclamarlo.
—¡Qué importan los papeles, Majestad! Una vez que recuperéis el trono, podéis destruir ese documento y será como si jamás hubiera existido.
Don Alfonso movió dubitativamente la cabeza.
—¿Y crees que mi hermano se quedaría de brazos cruzados si lo hiciera?
—Supongo que no, pero a Vos todavía os sigue apoyando el pueblo y la mayor parte de los nobles.
—Mira, amigo mío, es mejor que me dejes tranquilo en el recogimiento de este santo monasterio. De momento no tengo intenciones de reclamar el trono y menos aún de luchar contra mi hermano. Es mejor que regreses a León y dejes que los acontecimientos sigan su curso.
El confidente aceptó de mala gana la recomendación que le daba el exmonarca, al que dejó en su celda sumido en un cúmulo de dudas y preocupaciones. Desde su llegada al monasterio, en ningún momento se había planteado reivindicar lo que él había cedido libremente. La muerte de su esposa había venido a precipitar lo que ya llevaba gestando y madurando cierto tiempo. El peso de la corona resultaba demasiado oneroso para su frente. Él había nacido más para la vida contemplativa y de reposo que para el ajetreo y la lucha. Prueba de ello era que durante su reinado no había participado en ninguna batalla. Un rey así no debía ceñir la corona del mayor reino de la cristiandad de la Península Ibérica. Ante la amenaza del imperio musulmán se necesitaba un rey fuerte y aguerrido que le presentara cara en todo momento. Y él no era ese rey. Entonces, ¿qué derecho tenía a reclamar de nuevo la corona a la que había renunciado por su libre voluntad? Ninguno, de eso estaba completamente seguro. No obstante, él era el legítimo heredero. Entonces, ¿por qué no volver a recuperarla? Al fin y al cabo, a él le pertenecía. Ante estas dudas, no sabía qué partido tomar.
Los días transcurrían y don Alfonso ya no hallaba paz en su celda. Día y noche daba vueltas en su cabeza a la misma idea. Los monjes y hasta el propio abad notaron el cambio de su semblante. Ninguno de ellos quiso inmiscuirse en sus pensamientos, pero todos sabían que desde la visita de aquel hombre el exmonarca no era el mismo. Algo debió de contarle que lo intranquilizaba y no lo dejaba descansar. Hasta que un buen día se despidió del padre abad sin más preámbulos. Había tomado la decisión de recuperar su trono.
Don Alfonso, acompañado por el criado que había quedado con él para su servicio personal, dirigió sus pasos hacia Simancas después de abandonar el monasterio de Sahagún. Era un desapacible día de comienzos del invierno. El sol se ocultaba tras los espesos nubarrones que cubrían el cielo. El viento del nordeste barría las planicies de los Campos Góticos por donde deambulaban los dos intrépidos caminantes. No había ni un árbol ni un resquicio donde cobijarse. La piel de la cara y de las manos se cuarteaba igual que la reseca tierra que hollaban sus pies con gran esfuerzo. Después de varias jornadas de arduo caminar por aquellas inhóspitas llanuras, don Alfonso llegó a su punto de destino donde residían algunos de sus familiares con los que quería comentar su propósito. Era el día siguiente de la Natividad del Señor.
—Pero ¿qué haces tú aquí? ¿No deberías estar en el monasterio?
—Dejadme pasar, que vengo muy cansado y muerto de frío. Luego os lo explicaré todo.
Don Alfonso entró en el interior de la casa de sus parientes, cuyo asombro fue inaudito al verlo allí en aquellas condiciones y sin haber sido anunciado. Después de cambiarse de ropa, se acercó a la chimenea en la que ardían unos troncos de encina para calentarse y desentumecer los miembros agarrotados por el frío. Una de sus primas puso a calentar un puchero con algo de caldo y restos del cocido que les había sobrado del almuerzo.
—Toma, come algo —le dijo acercándole un cuenco con las sobras que había calentado—. A ver si esto te ayuda a entrar en calor.
—Gracias, prima.
Engulló en un santiamén el potaje que le habían proporcionado, al que añadieron un trozo de la carne que había cocido con él y un buen mendrugo de pan. Era como si no hubiera probado bocado en semanas.
—Bueno, ahora supongo que podrás contarnos el motivo que te trae por aquí —insinuó su tío.
—Pues claro que os lo voy a contar. A eso he venido.
—Bien, tú dirás.
—He pensado reunir con vuestra ayuda un pequeño ejército con el que presentar batalla a Ramiro para recuperar el trono.
—¡Tú estás loco! ¿Cómo se te ha ocurrido tal despropósito?
Don Alfonso carraspeó un poco antes de contestar, como si no estuviera muy seguro de lo que iba a decir.
—Bueno, es que lo he pensado mejor y quiero volver a ser rey.
—Eso deberías haberlo pensado antes de abdicar —le reprochó su tío—. Ahora, si lo hicieras, sería una rebelión que ninguno de tus súbditos te perdonaría. ¿Con qué ojos crees que te verían de nuevo en el trono si acaso lo consiguieras? Quítate esa idea tan descabellada de la cabeza. Sería un auténtico suicido, ¿o crees que tu hermano Ramiro te lo iba poner fácil?
—Tienes razón, tío. No había pensado en ello.
—Pues deberías haberlo hecho y haber tenido en cuenta las consecuencias negativas de ese despropósito antes de pretender ponerlo en práctica. Lo mejor que puedes hacer es regresar al monasterio como si nada hubiera pasado. Aún estás a tiempo. Por nuestra parte nada va a trascender si hoy mismo decides volver a Sahagún.
Don Alfonso permaneció mudo durante un largo espacio de tiempo. Reflexionaba sobre las palabras de su tío y pensaba que no le faltaba razón. No era el momento de dar marcha atrás y desencadenar una lucha fraticida contra su hermano. Tal vez no debería haberse precipitado en la abdicación. Debería haberlo pensado mejor, pero eso ya estaba hecho. Se había dejado llevar por el sufrimiento tan intenso que le produjo la muerte de su esposa sin sopesar las consecuencias de la decisión que había tomado. En aquel momento no se sentía con fuerzas suficientes para sustentar sobre su frente el peso enorme de la corona. Pero en el fondo nada había cambiado. Tampoco en estos momentos se sentía con fuerzas para sobrellevar esa enorme responsabilidad. Era tan sólo la falsa ilusión que le había insuflado días atrás el confidente en el monasterio. Se había dejado llevar por una especie de canto de sirena que lo había obcecado. Ahora sus parientes le habían vuelto a abrir los ojos y tornaba a ver con claridad.
—De acuerdo, tío. Mañana mismo regresaré al convento de donde no debí salir. He sido un iluso. Perdonad todas las molestias que os haya podido causar.
—Estás perdonado, querido sobrino. Vuelve al monasterio y por nuestra parte nada se sabrá de lo que pretendías tramar. Tu decisión evitará el derramamiento de mucha sangre, que sin duda estará mucho mejor empleada en la lucha contra los sarracenos.
El exmonarca regresó a los muros del cenobio como había prometido. Allí, entre sus paredes, hizo acto de contrición y decidió no volver a pensar nunca más en el trono al que unos meses antes había renunciado. Sólo la soledad del claustro, la oración y la silenciosa compañía de los monjes le harían cicatrizar las heridas de su alma y apagarían su sed de honores y de poder.
2
Los propósitos de don Alfonso, al que ya denominaban el Monje, eran muy sensatos, pero no calaron profundamente en su alma y pronto se olvidó de ellos y de sus promesas de fingido arrepentimiento. No tardó en rodearse de fieles a su persona y enemigos acérrimos de su hermano, que continuaron sembrando la semilla de la cizaña y la discordia en su corazón. El rey monje recibía en su celda a toda esa caterva de felones o, incluso, se permitía el lujo de pasear con ellos por el claustro del monasterio, donde tramaban toda serie de insidias contra don Ramiro.
—Majestad, debéis reconsiderar vuestra decisión. Vuestro hermano no es más que un déspota que sólo piensa en el poder y en llenar sus arcas con nuestros impuestos. Cada día grava más todos los productos de primera necesidad y nos resulta más asfixiante el vivir. Deberíais tomar de nuevo las riendas del poder para terminar con este desafuero.
—No puedo creer que mi hermano haya llegado hasta esos extremos. Si eso fuera cierto, tal vez debería intentar recuperar el trono. Pero me resisto a creer que sea verdad.
—Lo es, Majestad. Vuestro hermano es insaciable en todos los aspectos.
El traidor trataba de infundir el odio y la animadversión contra don Ramiro en el corazón de don Alfonso. Conversaban animadamente en la zona soleada del claustro una tarde de finales de febrero. El sol estaba a punto de ocultarse en el lejano horizonte mientras los monjes iniciaban las Vísperas en la iglesia del monasterio.
—No sé qué pensar. Me pones en duda. Recuerda que renuncié al trono con todas sus consecuencias y que le prometí a mi hermano que jamás lo volvería a reclamar. No puedo romper sin más mi promesa.
—Claro que la podéis romper, si no es de grado será por la fuerza. Podéis contar con la ayuda de vuestros primos, Alfonso Froilaz y sus hermanos. Sé de buena fuente que están de vuestra parte y que harían lo que fuera por ayudaros. Pueden reunir un elevado número de seguidores que os prestarían su apoyo si se lo pedís.
—¿No me digas?
—Es cierto, Majestad. Si lo deseáis, puedo haceros llegar a alguno de sus leales servidores que os ratificarán cuanto os he dicho. También están de vuestro lado algunos de los condes castellanos. No se quieren pronunciar abiertamente por miedo a las represalias, pero sé que en caso de una sublevación, se inclinarían por Vos, Señor. Vuestro hermano no levanta demasiadas simpatías en Castilla. Los condes castellanos, sobre todo Fernando Ansúrez y Diego Muñoz, preferirían veros a Vos en el trono antes que a don Ramiro.
—Tendré en cuenta todo lo que me acabas de decir, amigo mío, pero no quiero dar un paso en falso. Antes de tomar una decisión, querría estar completamente seguro de lo que aquí me has dicho.
—Descuidad, Majestad. Os haré llegar emisarios de vuestros primos de Asturias y también del conde Fernando Ansúrez. Ellos darán fe de mis palabras.
El confidente de don Alfonso se retiró dejando a éste sumido en un mar de dudas y en medio de un laberinto de confusiones. ¿Sería cierto que tenía tantos apoyos? No estaba muy convencido de ello, pero ese hombre así se lo acababa de manifestar. Y si tuviera razón y fuera cierto, ¿por qué no podía volver a recuperar el trono al que tan precipitadamente había renunciado? Era lícito hacerlo, pues era su trono, pero había que obrar con precaución y cautela. Primero tenía que recibir a los emisarios de sus primos y del conde castellano. Según lo que le dijeran obraría. Había que ser prudente y tomarse las cosas con calma, pues un paso en falso podía dar al traste con sus planes. Esperaría acontecimientos.
A mediados de marzo recibió al primer emisario. Se trataba del enviado por sus primos desde Oviedo. Don Alfonso lo invitó a pasar a su celda.
—¿Qué noticias me traes de mis primos?
—Señor, don Alfonso Froilaz y sus hermanos están dispuestos a apoyaros ante una posible rebelión contra vuestro hermano. Han recibido una grave ofensa de parte del rey don Ramiro y están dispuestos a cualquier cosa con tal de vengarse de él.
—¿Y qué ofensa ha sido ésa si puede saberse?
—Los ha desposeído de todos sus honores y privilegios. Ni siquiera pueden confirmar documentos como hacían antes. Están muy dolidos, sobre todo don Alfonso, que estaba acostumbrado a gobernar como rey en toda Asturias y ahora ha sido relegado de sus funciones.
—No me extraña. Conmigo hizo lo que quiso.
—Señor, una sola palabra vuestra y vuestros primos se unirán a Vos para derrocar a ese traidor.
—Lo pensaré bien. Si decido algo, ya se lo haré saber.
—Gracias, Señor. Quedad con Dios.
Don Alfonso meditaba las palabras del emisario de sus primos. «Así que me apoyan por despecho», pensaba. «Con mi hermano no les valen tretas ni subterfugios. Por lo que se ve, los ha puesto firmes. No les está mal. De todas maneras, a mí me vendrá muy bien su colaboración. No puedo desperdiciar su enemistad con Ramiro». Unas campanadas lo sacaron de sus pensamientos. Llamaban al refectorio. Era la hora de la colación del mediodía. Don Alfonso algunas veces se hacía llevar la comida a su celda, pero normalmente acudía al refectorio con toda la comunidad. Era una manera de no distanciarse demasiado de ellos, pues en la práctica había tomado sus hábitos y no era muy ejemplar disonar continuamente. También había que guardar las formas de vez en cuando. Estaba dispensado de la mayor parte de los oficios divinos y de todos los trabajos manuales, pero no convenía distanciarse de todos sus pasos. Por eso asistía a misa por las mañanas, a la colación del mediodía y al rosario y posterior cena por las noches. Era lo menos que podía hacer para no discrepar demasiado. Por su parte, la comunidad agradecía satisfecha aquellos gestos de buena voluntad del exmonarca y se sentía orgullosa de tenerlo entre ellos.
Una semana más tarde de haber recibido al emisario de sus primos, llegó al monasterio un confidente de don Fernando Ansúrez. Don Alfonso lo recibió, como al anterior, en su celda para que no trascendiera el contenido de su conversación entre los religiosos.
—Majestad, el conde don Fernando está totalmente de vuestra parte. Cuando conoció vuestras intenciones de rebelaros contra vuestro hermano, no dudó un momento en apoyaros con todos los medios a su alcance. Desde que vuestro hermano llegó al trono no ha recibido más que desprecios por su parte. Está deseoso de que Vos volváis a regir los destinos de este reino.
—Bien, dile al conde que agradezco su ofrecimiento y que lo tendré muy en cuenta si decido enfrentarme a mi hermano.
—Pero ¿todavía no os habéis decidido, Señor?
—Aún no. Tengo que madurar bien mi plan antes de hacerlo. Pero dile al conde que será informado puntualmente cuando decida ponerlo en práctica.
—Así lo haré, Señor.
Don Alfonso recapacitó de nuevo sobre los planes que debía seguir si no quería dar un paso en falso como la vez anterior. Había que atar los cabos bien atados. Tenía que esperar que su hermano diera un paso en falso o se decidiera a hacer una aceifa contra los moros. Pediría a sus espías y colaboradores que lo tuvieran permanentemente informado de los movimientos de su hermano. Así podría dar el golpe en el momento oportuno.
A principios de abril del año 932 don Ramiro había reunido un gran número de tropas en la plaza de Zamora. Pretendía auxiliar la ciudad de Toledo que había sido sitiada por las tropas sarracenas. Sus huestes estaban a punto de salir para la ciudad imperial cuando recibió la noticia de la sublevación de su hermano don Alfonso. Éste había abandonado el monasterio de Sahagún al enterarse de que don Ramiro estaba concentrando un ejército en Zamora para atacar a los musulmanes en Toledo. Era el momento propicio. Apoyado por sus primos Alfonso, Ordoño y Ramiro Froilaz y reforzado con las huestes de don Fernando Ansúrez y Diego Muñoz, decidió abandonar el monasterio para dirigirse a León, donde lo esperaban las fuerzas que habían destacado allí sus primos. Todo se desarrollaba según el plan previsto. En las llanuras leonesas mataron a cuantos se opusieron a sus planes. Poco después de su llegada a León, el rey monje se hizo con el palacio real, no sin antes enfrentarse a la guardia de palacio que trató de defenderlo hasta su muerte. El rebelde ordenó expulsar del palacio a la reina Adosinda y los infantes. No quería que nada relacionado con su hermano le hiciera sombra. Después dio orden de que vigilaran bien las puertas de la ciudad y se atrincheraran en sus murallas ante un posible ataque de don Ramiro. Entretanto esperarían los refuerzos del conde castellano.
Don Ramiro, por su parte, al conocer la rebelión de su hermano, mandó un destacamento a socorrer la ciudad de Toledo y regresó con el grueso de sus tropas a León donde se enfrentó a los rebeldes. La victoria no tardó en decantarse a su favor, dada la superioridad de su ejército. Desbaratadas las fuerzas rebeldes, don Ramiro hizo prisionero a don Alfonso. Más tarde se trasladaría a Asturias donde detendría a sus primos también.
—Majestad, ¿qué hacemos con vuestro hermano?
—Encerradlo en las mazmorras de palacio. Ya decidiremos qué hacer con él. Por cierto, ¿habéis localizado a mi esposa y a mis hijos?
—Todavía no, Majestad, pero estamos en ello.
—Redoblad su búsqueda. Quiero tenerlos a mi lado cuanto antes.
—Sí, Señor.
Dos horas más tarde una patrulla de la guardia personal del rey llegaba a palacio con la reina y los infantes. Éstos se habían refugiado en casa de uno de los principales magnates de León cuando fueron expulsados de palacio. La demora en su localización se debió a que la población civil de la ciudad se encerró en sus casas a cal y canto mientras se sucedían los enfrentamientos entre ambos bandos. Hasta bien transcurridas dos o tres horas de la derrota de los rebeldes nadie se atrevió a abrir las puertas de sus casas. Tanto era el miedo que los sobrecogía. Cuando ya parecía que todo se había normalizado, comenzaron a asomarse a las puertas y ventanas de sus viviendas los más osados. Poco a poco su ejemplo fue seguido por todos los habitantes de la ciudad. Fue entonces cuando el magnate se enteró que la guardia real estaba buscando a la reina y los infantes. Las emociones que se produjeron en el reencuentro del rey con los suyos fueron indescriptibles. Los abrazos y las lágrimas de alegría se prodigaron por un buen espacio de tiempo.
—Gracias a Dios que estáis a salvo. Temí por vuestra vida.
—Ya veis que no ha sido así, Señor. Gracias a Suintila hemos podido salvarnos. No debéis olvidar este favor.
—Nos ocuparemos de eso más adelante, Señora. Ahora lo importante es que todos estáis a salvo.
La reina y los infantes volvieron a la normalidad de palacio, mientras el rey se ocupaba de los asuntos más urgentes. De momento quería esclarecer quiénes estaban detrás de la rebelión. El rey ordenó al capitán de la guardia real que interrogara a su hermano por ser el máximo responsable de la rebelión. Lo trasladaron desde las mazmorras del palacio a la sala de interrogatorios.
—Por vuestro bien, Señor, decidnos quién más estaba confabulado con Vos.
—No hay nadie más. Yo solo soy el responsable.
—Vamos, Señor, no pensaréis que nos vamos a creer eso. ¿Y vuestros primos? ¿No me diréis que no os han ayudado?
—Ellos no tienen culpa ninguna. El único responsable soy yo.
—Claro. Ellos son unos angelitos caídos del cielo, ¿no? De todas maneras, no os estoy preguntando por ellos, que está bien claro que forman parte de la trama, sino por cualquier otro que pudiera haber participado y aún no lo hemos detenido.
—Te repito que no hay nadie más. Yo soy el único responsable.
—Bien, podéis iros. Ya averiguaremos quiénes están detrás de todo esto.
Don Alfonso fue sometido a varios interrogatorios durante los días que sucedieron a su detención. Por orden expresa de don Ramiro, no recibió tormento en ninguno de esos interrogatorios. El rey quería conocer toda la verdad, pero no estaba dispuesto a aplicar a miembros de su propia sangre los terribles tormentos que se empleaban en aquella época para conseguir la confesión de los condenados. Al cabo de varios días de interrogatorios, ordenó que lo trasladaran al monasterio de Ruiforco.
—Majestad, el prisionero se niega a delatar a otros posibles conspiradores. ¿Qué desea que hagamos con él?
—Lleváoslo al monasterio de Ruiforco, pero cegadlo antes. No quiero que vuelva a darme más problemas en el futuro. Sin vista poco podrá conspirar contra mí y podré dedicar todo mi tiempo a empresas más edificantes para el reino.
—Sí, Señor. Vuestras órdenes serán cumplidas.
El prisionero fue conducido al monasterio de San Julián y Santa Basilisa de Ruiforco en la ribera del Torío, a escasas leguas de León. Allí permaneció encerrado hasta su muerte, que no se demoró mucho.
Después de su detención en Asturias, los primos de don Ramiro fueron desorbitados y encerrados también en el monasterio de Ruiforco, junto a don Alfonso. Los hermanos Froilaz fallecieron aquel mismo año. Don Alfonso el Monje lo hizo al año siguiente, olvidado de todos, hasta de su propio hijo. Sus restos fueron enterrados en el monasterio de Ruiforco al lado de los de su esposa doña Oneca.
Sofocada la rebelión capitaneada por su hermano, Ramiro II quiso continuar el proceso de conquista por tierras andalusíes. Para ello puso cerco a la fortaleza omeya de Margerit (Madrid), que acabó conquistando, pero las fuerzas de Abd al-Rahman III ya se habían adueñado de todas las plazas de la margen derecha del Tajo, por lo que las tropas de don Ramiro se vieron obligadas a regresar a León con numerosos prisioneros y un gran botín.
De vuelta en León, trató de poner orden en sus asuntos domésticos. Su matrimonio con doña Adosinda Gutiérrez no era bien visto por la Iglesia, ya que ambos cónyuges eran primos carnales. Por eso se vio obligado a repudiarla a pesar de haber tenido con ella tres hijos: Bermudo, Teresa y Ordoño. Ese mismo año contrajo nuevas nupcias con Urraca Sánchez, hija de Sancho Garcés de Pamplona y de Toda Aznar. Así, pues, podemos considerar el 932 como el año de la estabilidad política y familiar de don Ramiro. A partir de esa fecha se producirá un largo y fructífero reinado del tercer hijo de Ordoño II, que ya desde su infancia y juventud se destacó por sus aptitudes bélicas, creando en torno a sí una imagen y aureola de caudillo militar inteligente y audaz. Los próximos capítulos nos revelarán cómo fue ese reinado.
3
Una cambiante y desapacible primavera castellana había dado paso a los inicios de un verano que prometía ser soleado y caluroso. El califa Abd al-Rahman III en persona se había trasladado al lugar favorito de la frontera del al-Ándalus con el reino de León, que no era otro que Castromoros y sus alrededores. Su objetivo era llevar a cabo la correspondiente aceifa anual, que consistía en arrasar cuantas plazas y fortalezas cristianas encontrara a su paso y minar la moral de sus moradores y de todos los habitantes del reino.
La cristiandad celebraba la festividad de San Pedro y San Pablo. El conde de Castilla, Fernán González, después de haber asistido a los actos religiosos en honor de los dos mártires, decidió dedicar el resto del día a la caza. Para ello se trasladó a la cercana Sierra de la Demanda, donde abundaban los corzos y venados cuyos trofeos tanto codiciaba. Cuando se hallaba en el momento crucial de su pasatiempo preferido, se acercó a él a todo galope uno de sus más fieles servidores.
—Señor conde, el ejército de Abd al-Rahman III ha asentado sus reales en el entorno de Castromoros.
—¿Quién te ha dado esa noticia?
—Nadie, excelencia. Yo mismo lo he podido comprobar con mis propios ojos. Vengo directamente de allí para traeros la nueva.
Fernán González reflexionó durante unos instantes qué decisión tomar ante aquel ataque a sus tierras y el peligro que representaba para todo el reino la presencia de las tropas musulmanas en su territorio.
—Partirás ahora mismo con la noticia para León e informarás al rey del peligro que representa para todos nosotros la presencia del califa con su ejército en nuestra frontera.
—Sí, señor conde. Así lo haré.
Una esplendorosa mañana de principios de julio don Ramiro cabalgaba con su caballo por las orillas del Torío. A su lado lo hacía su fiel consejero don Nuño de Guzmán. Paseaban por entre la frondosa alameda que orlaba el río por ambas orillas. De cuando en cuando se detenían para contemplar los pozos que a cada paso formaba el agua. El caudal estival era escaso y la corriente se remansaba en cada recodo de su curso o en cada rellano del mismo. En muchos de esos remansos se podían observar los suaves desplazamientos de las truchas que se acercaban a sus orillas o la quietud de las mismas con su boca abierta siempre contra corriente y expectantes a la más mínima señal de peligro. El rey y su consejero charlaban animadamente ajenos al suave ir y venir de las truchas o a su aparente letargo en las orillas del río bajo las cristalinas aguas.
—¿Sabéis algo de los movimientos de nuestros enemigos los infieles?
—No, Señor. De momento nada se sabe.
—Pues por las fechas en que estamos no tardarán en darnos algún susto. Ya lo veréis.
—Señor, nuestros espías están atentos a todos sus movimientos. Si detectan alguna maniobra rara, os lo harán saber.
—Eso espero, mi buen amigo.
El caballo de don Ramiro hizo un movimiento brusco. Casi de entre sus patas había surgido precipitadamente un asustado conejo que desprevenido roía las hojas de un pequeño arbusto. El rey y su consejero siguieron con la mirada su vertiginosa carrera hasta que el despavorido roedor se ocultó en un seto cercano. El sol calentaba mientras una leve brisa mecía suavemente las hojas de los chopos y álamos que poblaban la ribera del río. A lo lejos, hacia el norte, se divisaban las altas montañas de la cordillera Cantábrica de donde procedían las remansadas aguas del Torío. Los dos jinetes, sin advertirlo, se habían alejado un trecho considerable de León. Don Nuño se percató de ello.
—Señor, nos estamos acercando a Ruiforco. ¿No querréis ir a hacer una visita a vuestro hermano?
—No, por Dios. Nada más lejos de mi intención. Demos la vuelta aquí mismo. Dejemos a mi hermano tranquilo en su prisión en compañía de su difunta esposa.
—¿No os arrepentís de haberle desorbitado los ojos?
—En absoluto. Se lo tenía bien merecido. Ya le advertí antes de su abdicación que se lo pensara bien. Me juró y perjuró que no se volvería atrás y no sólo no cumplió su juramento, sino que lo quebrantó dos veces. No me dejó ninguna otra alternativa el muy tozudo.
Ambos caballeros pusieron rumbo a León. En ese momento, en lontananza apareció un jinete que cabalgaba velozmente hacia ellos. Su desenfrenado galope cada vez lo acercaba más a nuestros insignes personajes. Cuando ya podían discernir su voz, el jinete les hizo saber que era un mensajero del conde de Castilla. Al llegar a su altura, se precipitó de un salto de su caballo e hincó su rodilla en tierra al tiempo que hacía una gran reverencia.
—Majestad, don Fernán González me envía para notificarle que las tropas agarenas con su califa a la cabeza han asentado sus reales en Castromoros.
—¿Cuándo ha sido eso?
—Hace tres días, Señor. Desde entonces no he descansado para haceros saber la nueva.
—Bien, ahora puedes descansar. Nosotros saldremos inmediatamente para tierras de Gormaz con todas las tropas que podamos reunir.
—Señor, yo no me quedaré aquí. Iré donde vayan vuestras tropas.
—Te agradezco tu lealtad y ahora volvamos de prisa para León. Tenemos que organizar nuestras huestes.
Una semana más tarde don Ramiro salía con sus mesnadas de la ciudad de León camino de Medina de Rioseco. Unos días antes había enviado un mensajero a Zamora para que las tropas que había en aquella ciudad se le unieran antes de su llegada a Castromoros. Desde Medina de Rioseco se dirigió a Aranda de Duero, donde esperó a que se le sumaran las huestes de Zamora. Desde allí marcharon hacia Castromoros, pero un nuevo emisario del conde de Castilla les advirtió que los sarracenos se habían apoderado y hecho fuertes en el castillo de Osma. Don Ramiro marchó con su ejército hasta Osma donde en nombre del Señor mandó cargar contra el enemigo, que huyó despavorido ante el intrépido ataque de los cristianos. Éstos causaron millares de muertos entre los sarracenos y regresaron a León cargados de abundante botín y con un gran número de prisioneros. El rey, a su llegada a la capital, dio gracias al Señor por haberle concedido tan gran victoria.
El verano del 934 acababa de comenzar. Una agradable mañana de principios de julio el sol brillaba con gran esplendor en lo alto del cielo. Con aquella intensa luz el verdor de la pradera y el gris blanquecino de las altas montañas se realzaba aún más. Peña Ubiña se erguía majestuosamente en el lejano horizonte. En alguno de sus recovecos aún conservaba restos de la nieve caída la pasada primavera. Don Ramiro había cambiado los rigores estivales de la capital leonesa por el ambiente más fresco y relajador de las montañas de Babia. Se trataba de un paraje idílico, propicio para el olvido de las cargas reales e idóneo para la práctica de la caza. El rey cabalgaba a lomos de su caballo por una de las múltiples lomas que conforman aquel paradisíaco rincón de la geografía leonesa. Rastreaba las huellas de un soberbio ciervo que se había ocultado en un bosquecillo cercano. Sus acompañantes lo seguían a cierta distancia. El joven rey estaba seguro de haber alcanzado al venado con una de sus flechas. Después de varios minutos de infructuosa búsqueda, descubrió un hilillo de sangre que se perdía entre la verde hierba de la pradera. A trechos se interrumpía, pero las recientes huellas del cérvido no dejaban lugar a dudas. El infortunado se había dirigido al bosque cercano para ocultarse entre la maleza. Don Ramiro no tardó en hallarlo tendido en medio de unos piornos entre los que había intentado ocultarse. Su cuerpo permanecía exánime con los ojos abiertos y la mitad de la lengua fuera de la boca. Poco después llegaban los primeros miembros de la comitiva real.
—¡Enhorabuena, Majestad! Bonito ejemplar. Habéis tenido una gran suerte en abatirlo.
—Tienes razón, Suintila. Me ha sonreído la fortuna al ponerlo al alcance de mis flechas.
Suintila era el magnate leonés que había cobijado en su corte a la reina Adosinda y a los infantes durante la rebelión de Alfonso IV el Monje. Desde entonces el rey le había dispensado más de un favor, entre los que se encontraba el de formar parte del séquito de sus más íntimas amistades.
—Señor, ¿queréis que nos lo llevemos?
—No, que alguien le seccione la cabeza para llevárnosla como trofeo. El resto del cuerpo dejadlo aquí para que sirva de alimento a los carroñeros.
Don Ramiro había descubierto aquel precioso paraje por pura casualidad. El año anterior, después de su regreso a León tras la victoria sobre los sarracenos en la plaza de Osma, había girado una visita al castillo de Luna para poner a buen recaudo muchos de los tesoros obtenidos en el botín. Cuando se hallaba allí reunido con su alcaide, se sintió vivamente interesado por conocer la procedencia de la exquisita caza que le habían servido en el almuerzo. El alcaide del castillo, experto conocedor de la zona, le habló de las maravillas que escondían aquellas montañas.
—Señor, ¿no conocéis estos parajes?
—Pues no, mi querido alcaide. No tengo el placer de conocerlos.
—Majestad, no sabéis lo que os estáis perdiendo. Estas montañas forman parte de uno de los rincones más bonitos del reino. Siguiendo el curso del río Luna hacia su nacimiento, se abren preciosos valles de verdes praderas entre montañas tan altas, que algunas tienen nieves casi perpetuas. El recorrido por todos esos valles y montañas es un auténtico placer para los sentidos. La vista se deleita con la infinidad de colores que tiñen la campiña durante la mayor parte del año. En otoño forman un auténtico abanico de matices. El oído puede escuchar los sonidos más variados y sutiles de la naturaleza, desde el salto cantarín de los regatos y riachuelos que la recorren por todas partes hasta los deliciosos trinos de los pajarillos, el estruendoso berrear de los venados o el estremecedor aullido de los lobos en invierno. El olfato se deleita con las más sublimes fragancias que la madre naturaleza nos dispensa por doquier. Hasta el tacto se siente halagado cuando uno se reclina sobre la suave hierba bajo la fresca sombra de algún árbol para descansar del fatigoso viaje.
—Me estás describiendo un auténtico paraíso que no puedo dejar de conocer. Mañana mismo pienso ir a verlo.
—No os arrepentiréis, Majestad. Cuando se acerque la noche, podréis albergaros en alguna de las múltiples cabañas de pastores que hay diseminadas por toda la zona. Son gente sencilla que no dudarán en ofreceros todo lo que tengan para satisfaceros.
—Te agradezco los consejos que me has dado, que tendré muy presentes. Y ahora me retiro, porque mañana quiero levantarme muy temprano para conocer todas esas maravillas de las que me has hablado.
A la mañana siguiente el rey partió del castillo antes del alba seguido de su escolta. Recorrió durante más de una semana las comarcas de Luna y Babia y no se cansaba de admirar tanta belleza. ¿Cómo era posible que no la hubiera descubierto antes? Prometió que a partir de entonces siempre que pudiera se desplazaría a aquel paraíso para relajarse y olvidarse de todos sus problemas. Había encontrado el lugar perfecto para deleitar sus sentidos y dar un pequeño desahogo a su espíritu.
El rey, satisfecho por la pieza cobrada, regresaba sobre sus pasos seguido por la comitiva que lo acompañaba. Al salir del pequeño bosque, vio que a lo lejos ascendía la suave pendiente un jinete a todo galope. Momentos más tarde se postró a sus pies solicitando permiso para hablar.
—Majestad, los hombres de Abd al-Rahman han vuelto a atacar tierras castellanas.
—¿Otra vez esos perros infieles vuelven a atacar nuestro reino? ¿Dónde lo ha hecho esta vez?
—En el mismo sitio que el año pasado, Majestad. En Osma. Según las noticias que tenemos, desde allí se han dirigido hacia Pamplona a través de las tierras castellanas.
—Bien, pues iremos a su encuentro. Que no esperen invadir mi reino y salir impunemente de él. Ahora en marcha. Regresamos a León para preparar las huestes.
Don Ramiro reunió sus mesnadas a toda prisa y dos días más tarde dejaba atrás la capital del reino para dirigirse a tierras castellanas. Cuando llegó a Osma, le informaron que la aceifa cordobesa hacía días que había abandonado aquella plaza para atacar Pamplona. El rey leonés recuperó la fortaleza sin ningún esfuerzo y decidió esperar allí el regreso de las tropas musulmanas.
Por su parte, los sarracenos en su ataque a Navarra habían logrado someter a la reina Toda de Pamplona. A la vuelta a través de tierras alavesas y burgalesas, atacaron el monasterio de Cardeña donde ejecutaron un gran número de monjes y asolaron parte del cenobio. Luego, iniciaron el regreso a tierras del al-Ándalus acosados por pequeñas patrullas castellanas, que les tendían emboscadas por todas partes. Cuando se aproximaban a Osma, las huestes de don Ramiro les salieron al encuentro en singular batalla, dejando los campos castellanos y las riberas del Duero sembrados de cadáveres ismaelitas. El rey don Ramiro, satisfecho por el éxito, regresó victorioso a León.
Como consecuencia de estos sucesos, Abd al-Rahman III y Ramiro II acordaron firmar una tregua por ambas partes. El todopoderoso califa cordobés no acababa de creerse que el rey de León pudiera derrotar a sus ejércitos con tanta facilidad, careciendo como carecía de medios suficientes para hacerlo. Necesitaba reordenar sus tropas y cambiar de estrategia si quería vencer a las huestes cristianas. No se podía permitir el lujo de seguir cosechando fracaso tras fracaso en las aceifas que cada año realizaba por tierras cristianas, sobre todo en tierras del reino de León. La superioridad de su reino y de su ejército era abrumadora, pero era evidente que algo fallaba. Había que tomarse algún tiempo para analizar el problema y enmendarlo.
Don Ramiro aceptó la tregua, aunque a él no le hubiera importado continuar con los enfrentamientos. Como su padre y su abuelo, seguía empeñado en recuperar España entera para los cristianos. Igual que ellos, se sabía heredero y continuador de los visigodos y, lo mismo que sus antepasados, estaba plenamente convencido que Dios lo había elegido para llevar a cabo tan magna obra. Fallecidos sus dos hermanos mayores, que habían demostrado un carácter demasiado débil, sobre todo don Alfonso, el cual había tenido en sus manos tanto poder como entonces ostentaba él y, sin embargo, no había librado ni una sola batalla contra el enemigo infiel, había llegado el momento de demostrar que la sangre visigoda aún estaba caliente y el valor de sus reyes seguía tan incólume como siempre. Él presentaría batalla al infiel sarraceno hasta derrotarlo y obligarlo a regresar a su lugar de origen. Antes de su llegada, España era de los cristianos y para ellos volvería a ser. De eso no cabía la menor duda. Y él estaba allí para llevar a cabo tan magna obra.
Don Ramiro aprovechó la tregua para reorganizar su reino y para dedicar algún tiempo a su familia. Hacía algo más de medio año que había tenido su primer vástago con su esposa doña Urraca Sánchez. Era una niña a la que habían puesto por nombre Elvira. Aunque ya tenía tres hijos de su primer matrimonio, no por ello dejó de recibir con menos entusiasmo y alegría la llegada de un nuevo miembro a la familia, si bien hubiese deseado que hubiera sido un varón. Pero eso no fue todo. Antes de finalizar el año, la reina le dio la grata noticia de que iba a ser padre una vez más. El nuevo retoño nacería el verano siguiente. El monarca deseó que esta vez fuera un varón para afianzar aún más su sucesión en el reino. Su primera esposa le había dado dos varones, pero eso no era óbice para tener alguno más. En aquellos tiempos la mortalidad infantil era muy alta y la longevidad de los adultos bastante infrecuente. Las guerras y las enfermedades hacían grandes estragos sobre todo entre los varones. Por eso, las familias solían ser muy numerosas, principalmente entre los nobles y aristócratas, que poseían suficientes recursos económicos para mantenerlas.
El rey dedicó parte de su tiempo a organizar y repoblar muchas comarcas y a engrandecer la propia capital. Amplió el palacio real y sufragó la construcción de los monasterios de San Marcelo y San Salvador. También sufragó y dotó muchos otros monasterios a lo largo y ancho de todo su reino. En la Alta Edad Media éstos eran los únicos centros de cultura. Por eso los reyes no podían descuidar su expansión, así como su correspondiente dotación económica necesaria para su mantenimiento y subsistencia. Don Ramiro era consciente de ello y sabía que su reino se debilitaría si no se dedicaba la suficiente atención al estudio de las artes, las ciencias y las letras. Los monasterios y cenobios formaban el entramado esencial del saber de aquellos lejanos tiempos, en los que no existían las universidades ni las escuelas laicas.
A comienzos del verano el rey se desplazó a Babia, su lugar preferido desde que lo descubriera. Había mandado construir un palacete en el centro de la comarca, al que se desplazaba cada vez que sentía deseos de alejarse de los problemas que la corona conllevaba. Para ello había elegido un paradisíaco lugar al lado del río Luna en medio de una frondosa alameda y de una exuberante vegetación, todo ello circundado por imponentes y majestuosas montañas.
Una fresca mañana de principios de julio el rey cabalgaba por las cercanías de su palacete en compañía de media docena de galgos seguido por dos hombres de confianza. Los dos galgos más jóvenes correteaban por los prados persiguiéndose uno al otro, mordisqueándose y retozando por entre la hierba. Un poco más adelante un campesino segaba el heno de un prado con su guadaña. A lo lejos se divisaba un rebaño de ovejas que pacían tranquilamente por la extensa campiña.
El rey se alejó por la verde pradera en dirección a las altas montañas de un gris blanquecino que se divisaban en la lejanía. El sol dejaba ya notar sus efectos. El frescor de la mañana empezaba a dar paso a los primeros calores, que se iban haciendo cada vez más intensos a medida que avanzaba el día. En la falda de una loma descubrieron un lozano ciervo que pastaba descuidadamente la fresca hierba. El monarca detuvo la comitiva antes de que el asustadizo cérvido se percatara de su presencia. Afortunadamente, la suave brisa que corría soplaba en contra, lo que ayudó a que el rumiante no los descubriera. El rey descabalgó y con pasos sigilosos se acercó lo más posible a la presa. Cuando la tuvo a tiro, disparó una certera flecha que seccionó la yugular de la víctima. El ciervo dio dos o tres volteretas antes de caer rodando por la ladera.
—Magnífico disparo, Majestad.
—En efecto. Esta vez no he fallado. Id a buscarlo.
Los dos acompañantes del monarca fueron en busca del cuerpo del venado, que yacía en el suelo rodeado por los perros que aullaban a su alrededor y ladraban inquietos. Al mediodía el rey y sus acompañantes regresaron satisfechos al palacete. Los comienzos de su estancia veraniega en Babia eran maravillosos. El monarca pensaba pasar allí parte del verano si no surgía ningún contratiempo que se lo impidiera. Constituía el remanso de paz que tanto había anhelado. Pero un día de finales de julio, mientras almorzaba, don Ramiro recibió un correo del palacio real.
—Señor —el mensajero se postró ante el monarca—, su esposa la reina acaba de tener un precioso niño.
—¿Cuándo ha ocurrido eso?
—Esta madrugada, Majestad.
—Ensillad mi caballo. Parto ahora mismo para León.
Al anochecer el rey sudoroso llegaba al palacio real. Sin pérdida de tiempo se precipitó en los aposentos de la reina.
—¿Dónde está mi hijo?
—Aquí está, Majestad. Aquí tenéis a vuestro nuevo retoño. Mirad qué hermoso es —le decía una de las sirvientas de la reina mientras le entregaba el recién nacido.
El rey tomó entre sus brazos aquel pequeño ser que comenzó a llorar al sentirse zarandeado por su progenitor.
—¡Mira qué cosa tan bonita! —comentaba el rey mientras lo arrullaba entre sus brazos—. Tiene los mismos ojos que Vos, Señora.
—Y los mismos labios que Vos —le contestó ella.
—¿Qué nombre le pondremos?
—Sancho, como mi padre.
—¡Toma! Y como mi hermano el mayor. Pues no hay más que decir.
Don Ramiro continuó un rato más en compañía de su esposa y del recién nacido antes de retirarse a sus aposentos. Estaba muy feliz por la llegada de un nuevo varón que venía a engrosar su familia.
Ramiro II aprovechó aquel período de inactividad bélica para reorganizar su corte dotándola de cuadros administrativos y jurisdiccionales más amplios y complejos. También amplió la Curia Regia con nuevos cargos y empleos, como el camarero mayor, el capellán, el senescal, el ujier y el bufón o gracioso que entretenía a los miembros de la familia real y sus invitados con sus ocurrencias o chocarrerías. Vigiló e inspeccionó las obras de ampliación de su palacio real y la construcción aneja al mismo del monasterio de San Salvador de Palat del Rey, que más adelante regiría su hija doña Elvira como abadesa del mismo. Pero don Ramiro, al que los cristianos llamaban el Grande y los árabes El Diablo por su ferocidad y energía, no podía permanecer más tiempo bajo aquella quietud e inoperancia a las que lo había conducido la tregua acordada con el califa de Córdoba. Así, pues, a finales del 936 y principios del 937 rompe el compromiso que tenía con Abd al-Rahman III y marcha con su ejército hasta Zaragoza para apoyar al gobernador rebelde de la misma, Muhammad ibn Hashim o Aboyaia, que se sometió en todo al rey de León. Don Ramiro dejó guarniciones navarras en todas las fortalezas y castillos de Aboyaia antes de regresar a su reino. Este inesperado ataque a una parte del reino islamita irritó sobremanera al califa cordobés, que no tardó en recuperar Zaragoza con todas las plazas cedidas al rey leonés.
4
El improvisado ataque de Ramiro II a la ciudad de Zaragoza y su sometimiento encolerizó de tal manera al envanecido Abd al-Rahman III, que no tardó en declarar la gazat al-kudra o Campaña del Supremo Poder contra el rey cristiano. Se trataba de un gigantesco proyecto para acabar de una vez por todas con el reino leonés. El gran califa del al-Ándalus no podía permitir que un rey con tan escasos recursos pusiera continuamente en jaque a su omnipotente reino. Era una humillación que no estaba dispuesto a soportar por más tiempo. Por eso decidió reunir un gran ejército capaz de exterminar a todos sus adversarios. El orgulloso califa reunió a toda su corte ante la que declaró la yihad.
—Súbditos míos, como bien sabéis, los perros cristianos del norte, con Ramiro II de León a la cabeza, no dejan de hostigarnos en todos nuestros flancos. La última humillación nos la produjo hace dos años con el sometimiento de Zaragoza. Ha llegado el momento de poner coto a sus pretensiones. Es la hora de la Guerra Santa. Desde hoy lucharemos contra los infieles hasta erradicarlos de estas tierras. Toda España ha de quedar bajo el imperio de la religión de Mahoma. Como en su día, volveremos a dominar todo el suelo peninsular y esta vez no va a quedar ningún asno salvaje escondido entre las montañas del norte para que vuelva a servir de azote a nuestras gentes. Allah es el único Dios y Mahoma su profeta. Lucharemos por imponer nuestra fe y extender nuestra verdad a todos los pueblos de la Tierra.
Todos los presentes aclamaron con vítores las palabras de su líder.
—Desde este preciso instante queda declarada la yihad. Ni un solo ismaelita útil para empuñar las armas se quedará en su casa. Aquél que lo hiciere sufrirá la pena capital. En cambio, todos los que participen en la guerra santa, en la propagación de nuestra fe, serán premiados en este mundo con las riquezas que obtengamos de la derrota de los infieles cristianos y en el otro con la entrada en el paraíso celestial. Todo el que caiga en la batalla resucitará al lado de Allah.
Los vítores y aplausos de los asistentes iban en aumento.
—Súbditos míos, unamos nuestras fuerzas para combatir a los infieles y enemigos de Allah. Quiero reunir un gran ejército que acabe con los cristianos del norte. Varios caídes se desplazarán a todos los rincones del al-Andalus y del norte de África para reclutar a todos los varones aptos para empuñar las armas. Cuando reunamos ese ejército invencible, nos enfrentaremos a los cristianos del norte y los exterminaremos. No dejaremos piedra sobre piedra. A nuestro paso sus ciudades y pueblos quedarán completamente asolados y los infieles que consigan sobrevivir a la gran batalla serán hechos prisioneros y tratados como esclavos en nuestra tierra. Allah es grande y Mahoma su profeta.
Todo el mundo repitió su invocación con un grito unánime y desgarrador. Luego disolvieron la asamblea para poner en marcha las órdenes de su califa.
Al-Hasib ibn Habib partió para el norte de África. Llevaba el encargo del califa de reunir cuantos bereberes estuvieran dispuestos a luchar por la expansión y defensa del islam. Un día soleado de finales de febrero del 939 dejó atrás el estrecho de Gibraltar a bordo de una frágil embarcación que lo trasladaría al extremo norte del continente africano. Cuando estaba a punto de alcanzar la costa africana, un fuerte vendaval amenazó con hacer zozobrar la frágil embarcación. La pericia del barquero evitó la desgracia que tanto él como su acompañante consideraban inevitable. Con grandes esfuerzos logró alcanzar una pequeña playa de Ceuta al resguardo de las enfurecidas olas. Al-Hasib ibn Habib abandonó la barca de un salto y se postró en la arena para dar gracias a Alá por haberlo salvado de una muerte segura. Después se dirigió hacia la cordillera del Rif donde esperaba reclutar numerosos bereberes para la guerra santa.
Durante todo el mes de marzo y buena parte de abril el caid al-Hasib recorrió todos los pueblos y ciudades del Rif, así como una buena parte del norte de África. Después de algo más de mes y medio logró reunir unos doce mil hombres dispuestos a luchar por el islam y por Abd al-Rahman III, al olor de un sustancioso botín, de hacerse dueños de las propiedades de los cristianos o de la gloria eterna. A principios de mayo cruzaban el estrecho para reunirse en Córdoba con las tropas del califa.
Hadir abd Salam fue enviado por el propio califa al reino de Toledo, capital de la Marca Media del al-Ándalus. Allí logró reunir un contingente de ocho mil hombres, que se sumarían a las tropas procedentes de Córdoba cuando llegaran a la ciudad del Tajo.
Abdullah al-Fatah se dirigió a Mérida donde reclutó cinco mil combatientes más. A comienzos de junio llegaron a la ciudad de Toledo, donde esperarían las fuerzas del califa junto con las de Hadir abd Salam.
Por su parte, el gobernador de Zaragoza, Muhammad ibn Hashim, se reuniría en las proximidades de Atienza con las tropas de Abd al-Rahman, a las que aportaría un contingente de unos cinco mil hombres.
Pero el grueso de las fuerzas sarracenas partiría de Córdoba. El arrogante califa había concentrado en la capital un ejército de algo más de sesenta mil hombres. Sus arengas, su incitación a la guerra santa, su afán de venganza, su jactancia, sus altas dotes de líder habían convencido a un buen número de andalusíes para unirse a su causa. Durante el camino aún se le añadirían varios miles más de voluntarios, aparte de los reclutados por los cadíes que lo esperaban en Toledo y Atienza.
Una madrugada de finales de junio, cuando todavía el cielo permanecía tachonado de estrellas, el gran contingente de fuerzas sarracenas se ponía en marcha bajo el mando directo de Abd al-Rahman III, no sin antes dejar ordenado que diariamente los fieles elevaran sus preces en la mezquita, pero no para solicitar el favor del Altísimo en la próxima batalla, sino para dar gracias anticipadas por el indiscutible triunfo que iban a obtener en tierras cristianas.
Ya habían recorrido alrededor de una legua, cuando por oriente comenzaron a vislumbrarse las primeras luces del alba. El calor ya se dejaba notar, a pesar de que aún no habían llegado las noches sofocantes de los tórridos veranos cordobeses. Les esperaba por delante un día agotador y eso que se dirigían hacia el interior de Sierra Morena. El avance de las tropas era lento, pero a medida que ascendía el sol en el firmamento, el calor extenuante lo hacía aún más pausado y difícil. Antes del mediodía el califa se vio obligado a detener sus tropas a orillas de un arroyo que por allí discurría. Era tanto el calor que hacía que no podían dar un paso más. Allí permanecieron hasta bien avanzada la tarde, pues la fuerza del sol no disminuía con el transcurso de las horas. Ese incidente hizo temer a Abd al-Rahman que la llegada al punto de destino se demoraría más de lo previsto, pues, hasta que no llegaran a las montañas del Sistema Central, tan sólo podrían avanzar durante las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde.
Llegaron a Toledo el veinte de julio con cinco días de retraso. El califa reconsideró los planes previstos. Había pensado seguir desde allí la ruta que había utilizado en otras aceifas hasta alcanzar el castillo de Atienza. Pero el retraso que acumulaban lo obligó a probar una ruta más directa para llegar a Zamora, que era su objetivo final. En vez de seguir hasta Alcalá y ascender por el valle del Henares, decidió recorrer el curso del Guadarrama hasta su nacimiento. Antes de abandonar la ciudad imperial, envió un emisario a Muhammad ibn Hashim para comunicarle que avanzara con sus tropas hasta Íscar, donde se unirían al grueso del ejército.
En Toledo se unieron al gran ejército del califa las tropas concentradas allí por Hadir abd Salam y las que había logrado reunir en Mérida Abdullah al-Fatah. El veintiuno de julio partió de la ciudad imperial en dirección norte, en busca del cauce del Guadarrama, un contingente de alrededor de noventa y cinco mil hombres. Al frente de todos ellos iba el altivo Abd al-Rahman III, que no cesaba de impartir órdenes a sus generales y de incitar a todos sus hombres a la yihad. Estaba totalmente convencido del gran triunfo que lograría sobre los infieles cristianos. Aniquilaría sus fuerzas y los obligaría a replegarse en las montañas del norte, pero a diferencia de lo que ocurrió en los primeros años de la invasión musulmana, esta vez no les permitiría refugiarse en ellas. No se detendría hasta obligarlos a pasar los Pirineos y abandonar definitivamente la Península Ibérica. El gran califa ya soñaba con una España totalmente islamizada en la que no cabría la presencia de los cristianos. Todo el que no abrazara el islamismo sería pasado por las armas. Esta vez no habría concesiones.
Al oscurecer del tercer día de su partida de Toledo, llegaron a las estribaciones de la Sierra de Guadarrama. El imponente ejército hizo noche en las faldas de la sierra. Al día siguiente de madrugada iniciaron su ascenso por Balatome, puerto de Tablada. Cuando el sol comenzó a besar las altas cumbres de Peñalara, La Maliciosa o El Nevero, entre otras, la cabeza del ejército ya alcanzaba media montaña, pero no fue hasta pasado mediodía cuando lograron descender todos sus contingentes la vertiente norte de la cordillera, internándose en lo que en la época denominaban «tierra de nadie». Al día siguiente llegaron a Villacastín ya mediada la tarde.
—Os recuerdo que debéis asolar todo lo que encontremos a nuestro paso. No debe quedar ni una sola casa ni una iglesia ni un templo en pie. Tampoco quiero que quede nadie con vida. Pasáis por las armas a los ancianos y enfermos. El resto los llevaremos a Córdoba como esclavos.
Abd al-Rahman arengó con estas palabras a los amires y caídes que lo acompañaban. Con ellas pretendía dar comienzo a la guerra santa contra los infieles.
—Ha llegado la hora de la Campaña del Supremo Poder. Comenzaremos aquí mismo a destruir el territorio de esos perros cristianos y no dejaremos piedra sobre piedra.
—Sí, Emir al Muminín –le contestaron.
—Hoy empieza a escribirse con letras de oro la primera página de la batalla más famosa de todos los tiempos. Nunca hasta ahora los mortales han visto una como ésta y pasarán siglos antes de que puedan contemplar otra similar. Hoy se inicia una nueva era para el al-Ándalus. Hoy es el principio del fin para la cristiandad hispánica. Hoy el emirato cordobés inicia su singladura para expandirse por toda la Península Ibérica. ¡Adelante, mis guerreros! ¡Arrasadlo todo! ¡No dejéis piedra sobre piedra! Los supervivientes seréis recompensados con el botín de la batalla y los que caigáis en la lucha os sentaréis al lado de Allah en el paraíso celestial.
Con aquel enardecimiento y aquellos gritos de guerra los soldados musulmanes se precipitaron ciegamente contra todo lo que hallaban. No quedó una sola casa en pie en Villacastín. Todos sus habitantes fueron ejecutados o hechos prisioneros. Fueron despojados de todos sus bienes y riquezas. Las cosechas arrasadas. Sólo desolación y soledad quedó a su paso. Todo se llenó de terror, muerte, desolación y tristeza.
Desde allí marcharon hacia Arévalo y luego hacia Olmedo. En ambas poblaciones llevaron a cabo los mismos estragos que habían ocasionado en Villacastín. A su paso no quedaba más que dolor y desolación. Pero el califa no se detenía, antes al contrario, con cada nuevo episodio de devastación se enardecía más y más. Aquellas pobres gentes no podían ofrecer ninguna resistencia ante una máquina de matar tan poderosa como se les venía encima. Los infelices no eran más que simples campesinos o menestrales que nada entendían de batallas ni su profesión era la guerra. Su exterminio fue total y sus campos quedaron sembrados de dolor y muerte.
El todopoderoso ejército musulmán continuó su avance desolador hasta Íscar. No tardó en asolar toda la población, pero la mayor parte de sus habitantes se habían refugiado en su castillo. Allí creyeron sentirse a salvo de la insaciabilidad sarracena. Todo fue una ilusión. Al cabo de dos días de asedio, los atacantes lograron asaltar el castillo y todos sus moradores fueron aniquilados o hechos prisioneros. Después derribaron parte de sus torres y murallas antes de abandonar el lugar. Cuando apenas se habían alejado media legua de la fortaleza, se les unió el contingente que había logrado reunir Muhammad ibn Hashim en Zaragoza. Así, unificado todo su ejército, se dispusieron a enfrentarse contra las fuerzas enemigas, que ya no se hallaban muy lejos de aquel lugar. Abd al-Rahman se crecía al ver tanta fuerza junta a su servicio y al de su causa. Ordenó a sus tropas acampar en la vega del Cega, mientras él y sus mandos se instalaban en la fortaleza del Portillo para diseñar la gran estrategia que pensaba llevar a cabo para derrotar a los cristianos. Era finales de julio. La fecha ideal para presentar batalla a los ejércitos del norte. Los cordobeses estaban habituados a los sofocantes calores del valle del Guadalquivir. Para ellos el verano castellano era poco más que la primavera andaluza, mientras que los cristianos del norte acusaban sus rigores. Así, pues, jugarían con ventaja.
—Descansaremos unos días para reponer nuestras fuerzas y las de todos nuestros hombres. Entretanto varios exploradores indagarán dónde se ocultan los ejércitos cristianos y con cuántas fuerzas cuentan. Pero no debemos demorar demasiado el ataque. Ésta es la mejor época del año para nosotros y no podemos dejarla escapar. Antes de una semana debemos enfrentarnos a ellos y aniquilarlos. Luego ya sería demasiado tarde. Quiero que todos vuestros hombres estén preparados para la gran batalla. ¡Por Allah, la victoria será nuestra!
Los dejaremos que descansen de su arduo y fatigoso viaje mientras siguen urdiendo su gran estrategia.
5
Un lluvioso abril había dado paso a un mayo que prometía ser esplendoroso, mas las lluvias que tanto se habían prodigado el mes anterior aún persistían transcurrida la primera semana. Don Ramiro había aprovechado un amplio claro para pasear con su caballo por la ribera del Bernesga y contemplar al mismo tiempo la gran avenida como consecuencia de las abundantes lluvias y el deshielo de las montañas. En algunos puntos el río se había salido de madre inundando amplias zonas de la extensa vega. Por poniente comenzaron a aparecer espesos nubarrones que amenazaban nuevas lluvias. El rey hostigó su caballo para regresar a palacio antes de que la lluvia lo empapara.
—Majestad, ha llegado un emisario de tierras andalusíes —le informó el palafrenero mientras se hacía cargo de su caballo.
—¿Ha dicho qué quiere?
—No, Señor. Dice que sólo hablará con Vos, Majestad.
El monarca se dirigió a toda prisa al interior del palacio. Iba intrigado por las nuevas que le pudiera dar el mensajero. Una vez en su despacho, lo llamó ante su presencia.
—¿Qué es eso tan importante que me tienes que decir?
El mensajero, que era uno de los confidentes que don Ramiro tenía en el al-Ándalus, se inclinó ante el rey antes de hablar.
—Señor, Abd al-Rahman III está organizando un gran ejército para atacaros y acabar con Vos.
—¡No será para tanto! —exclamó el rey con cierto escepticismo.
—Me temo que sí, Señor. Ha enviado a varios cadíes por todo su reino para que recluten el máximo número de hombres posible. También ha mandado reclutar guerreros en el norte de África. No se sabe cuántos hombres podrá reunir, pero se cree que será un número ingente.
—¿Cuántos calculas tú que pueden ser?
—Es difícil saberlo, Majestad, pero podrían acercarse a los cien mil.
—¿Tantos?
—Sí, Majestad. El califa ha proclamado la Guerra Santa contra Vos y contra todos los cristianos del norte. Su propósito es exterminaros a todos. Esta llamada a la Guerra Santa obliga a todos los mahometanos a participar en ella. Así, pues, se estima que el número de combatientes será muy alto.
El rey permaneció unos instantes pensativo. Luego volvió a interrogar al mensajero.
—¿Se sabe dónde piensa llevar a cabo su ataque?
—No, Señor. Eso de momento es un secreto, pero será en alguna parte de vuestro reino, de eso no cabe la menor duda.
—Buen trabajo, mi fiel servidor. Ahora volved a aquellas tierras para tenerme bien informado de sus movimientos.
—Contad con ello, Majestad. Con vuestra venia, me retiro.
El mensajero hizo una nueva reverencia antes de abandonar el despacho real. Luego dejó al monarca sumido en sus pensamientos. Debía organizar un gran ejército para contrarrestar las fuerzas sarracenas, pero en su reino no encontraría suficientes efectivos. Tenía que pedir auxilio al rey de Pamplona y sus aliados. Era indudable. Mas había un inconveniente, la reina Toda Aznar, madre de García Sánchez I de Pamplona, había firmado un pacto de vasallaje con su sobrino Abd al-Rahman III, en el que le había prometido no enfrentarse a él. Habría que convencerlos para que rompieran ese pacto y se pusieran del lado de las fuerzas cristianas. De lo contrario, no había muchas esperanzas de éxito.
Don Ramiro ordenó la salida inmediata de un heraldo para el reino de Pamplona. Llevaba un encargo especial del rey de León para García Sánchez I de Pamplona. Ese encargo no era otro que el de organizar un ejército de navarros y aragoneses, que debería acudir en auxilio de los leoneses ante un inminente ataque del califa cordobés. En cuanto lo tuviera reunido, debería marchar con él sin pérdida de tiempo hacia la ribera del Duero. Aún no se conocía el lugar exacto ni el momento en que se llevaría a cabo el enfrentamiento, pero era indudable que sería durante el verano. Por tanto, había que organizar la resistencia a toda prisa.
Después de enviar el mensajeero a Pamplona, el rey reunió con carácter de urgencia a sus generales. No había tiempo que perder. El momento era de una enorme trascendencia para la supervivencia del reino.
—Señores, ha surgido un grave problema que tenemos que resolver con la máxima celeridad. Nuestro eterno enemigo Abd al-Rahman III está reuniendo un gran ejército para presentarnos batalla. Según mis informes, quiere acabar con nuestro reino. Es de suponer que nos atacará en pleno verano, como acostumbra a hacer. Así que, dada la fecha en que estamos, no podemos demorarnos ni un solo día en reunir nuestro propio ejército. Mañana mismo partirán emisarios para los cuatro puntos cardinales de nuestro reino con el encargo de reunir todas las huestes posibles. Antes de un mes quiero tener concentrados aquí todos los contingentes de Asturias, Galicia y León. Después saldremos hacia los Campos Góticos donde se nos unirán las mesnadas castellanas. ¿Estáis de acuerdo?
—Sí, Señor.
—Quiero que cada uno de vosotros diseñéis un plan de ataque para sorprender al enemigo. En su momento los estudiaremos y optaremos por el más fzavorable. Y ahora a trabajar.
Al día siguiente partieron emisarios para Asturias, Galicia y Castilla con las órdenes reales. Todos los condes de las distintas partes del reino quedaban obligados a reunir sus mesnadas y a ponerlas a disposición del monarca. Entretanto don Ramiro no descansaba en el palacio real. Su desasosiego le producía irritación e insomnio, pues quisiera tener ya reunidos allí sus ejércitos y saber el número exacto de contingentes con que contaba. Albergaba ciertas dudas sobre el apoyo que le podía prestar el reino de Pamplona, dado el pacto al que la reina Toda había llegado con Abd al-Rahman. A pesar de todo, no perdía la esperanza de su alianza. No en balde ella era su suegra y el rey don García su cuñado. Para algo debería servir su parentesco.
—Lleváis varios días muy nervioso. ¿Se puede saber qué os pasa? —le preguntó doña Urraca mientras almorzaban.
—No es nada, querida esposa. Tan sólo que me preocupa si podremos reunir las suficientes fuerzas para combatir a los sarracenos.
—Pues claro que las reuniréis, Señor.
—Las de mi reino espero que sí. Pero no sé qué decisión tomará vuestro hermano.
—¿Acaso dudáis de él?
Don Ramiro se removió en su asiento.
—No dudo de su lealtad hacia mí. Pero no debéis olvidar que vuestra madre rindió vasallaje a Abd al-Rahman. Además, selló un pacto de colaboración con él y se comprometió a no atacarlo.
—Eso es cierto. Pero Vos deberíais saber mejor que yo que eso se firma por compromiso cuando uno está en inferioridad de condiciones, mas cuando la situación cambia, se rompe el pacto y se apuesta por el mejor postor. No os quepa la menor duda que mi madre y mi hermano estarán con nosotros.
—Dios os oiga, esposa mía. Con nuestras fuerzas y la ayuda que nos puedan prestar desde Navarra, estoy seguro que venceremos a esos fanáticos ismaelitas.
En esos momentos les servían los postres.
—¿Sabéis ya cuántos serán?
—Con exactitud no, pero serán muchos. Es posible que nos doblen en número.
—Con fuerzas tan desiguales, ¿no tenéis miedo de perder?
—Miedo claro que tengo, querida esposa. Mas con la ayuda de Dios y de vuestro hermano espero vencer. No quiero que se repita aquí lo que les pasó en Valdejunquera a vuestro padre y al mío. Allí le sonrió la suerte a Abd al-Rahman. Aquí, ya veremos.
El rey esperaba con ansiedad noticias de las distintas partes de su reino y del reino de Pamplona, pero esas noticias no llegaban. Finalizaba mayo y lo único tangible que tenía eran las mesnadas que había podido reunir entre León y Zamora. Eran las huestes que tenía siempre a su disposición. Todos sus componentes estaban muy bien entrenados para la lucha y le eran muy fieles, pero eran insignificantes para enfrentarse ellos solos a una máquina de matar tan poderosa como la que tramaba el califa de Córdoba. Tenía que cuadruplicar o quintuplicar aquellos efectivos y para ello necesitaba todos los refuerzos posibles. No comprendía cómo no habían llegado ya los de Asturias y Galicia. Hacía más de medio mes que había mandado aviso para que se concentraran en León y aún no había señal de ellos. Esa tardanza no le parecía normal. Algo fallaba. Mas en realidad nada fallaba, era la enorme impaciencia que abrumaba al monarca lo que le distorsionaba la visión de los hechos. Se necesitaba tiempo para reunir tantos efectivos. Eso era sencillamente lo que pasaba.
A mediados de junio llegaron a León los primeros refuerzos. Se trataba de las mesnadas procedentes de Asturias. Su reclutamiento entre los múltiples valles y montañas que hay al otro lado de la Cordillera Cantábrica fue arduo y lento. Después de muchos esfuerzos y fatigas, pudieron llegar a León en un número bastante respetable. El rey les dio la bienvenida y les agradeció su participación en la contienda que se aproximaba. Unos días más tarde llegaron las fuerzas reclutadas en Galicia. Su número era algo superior a las asturianas. El monarca también les agradeció su incorporación, pero le pareció que eran algo escasas.
—Bienvenidos a León. Agradezco vuestra respuesta a mi llamada, aunque estoy un poco decepcionado. Esperaba un contingente mayor de mi amada Galicia.
—Señor, faltan aún las de las tierras portucalenses —le aclaró el comandante de las mismas.
—¿Y cómo es que no han venido con vosotros?
—Han tenido muchas dificultades para reunirlas. Espero que estén aquí antes de una semana.
—Una semana es demasiado tiempo, pero esperaremos a que lleguen. Los que ya estáis aquí reunidos haréis instrucción permanente para manteneros en forma. Debéis ir bien preparados para este combate.
Diez días más tarde llegaron las mesnadas portucalenses. Era un contingente casi tan importante como el gallego. El rey, aunque algo disgustado por la excesiva demora, les agradeció su incorporación. Acto seguido ordenó a todo su ejército ponerse en marcha. El dieciocho de julio se incorporaron a él las huestes castellanas dirigidas por los condes Fernán González y Ansur Fernández. El ejército de don Ramiro llevaba varios días acampado en las proximidades de Medina de Rioseco. Ya estaba a punto de dirigirse al encuentro del gran ejército de Abd al-Rahman, cuando llegaron las huestes castellanas. El monarca les agradeció su presencia al tiempo que les recriminaba su injustificada tardanza. Deberían haber estado allí antes que él y en cambio llegaron varios días más tarde. No era buen augurio para ganar la guerra.
—Os agradezco vuestra presencia, pero no puedo perdonaros vuestro retraso. Así no sé si podremos tener éxito contra el enemigo.
—Lo siento, Señor —le dijo Fernán González—, hemos tenido muchos problemas para reunir nuestras mesnadas. Nosotros también hubiéramos querido llegar mucho antes.
—Bueno, basta de lamentos y justificaciones. Ahora lo importante es que unamos todas nuestras fuerzas para atacar el objetivo común. Y como ya estamos casi todos reunidos, quiero que conozcáis el alcance de esta operación. El califa cordobés nos ha declarado la Guerra Santa. Ya sabéis lo que significa eso para los ismaelitas. En primer lugar, todos ellos se sienten obligados a participar en la guerra por mandato divino. Eso significa que su número será considerable. Mucho nos tememos que serán unos cien mil —un murmullo se extendió por las filas de los concentrados—. Pero eso no debe asustarnos. Cada uno de nosotros se multiplicará por dos y así nuestro número se acercará al suyo o lo sobrepasará —un grito de euforia surgió de sus gargantas—. En segundo lugar, la Guerra Santa infunde en ellos tanto valor que se lanzan al combate dispuestos a matar o morir. Pero nosotros los superaremos en ese valor. Con la ayuda de Dios y el favor de nuestros santos protectores, los venceremos y les haremos huir de nuestras tierras —nuevos gritos de euforia volvieron a elevarse de sus filas—. Ahora descansad, porque mañana temprano saldremos hacia la ribera del Duero.
El rey, junto con los condes y generales que dirigían su ejército, se encerró en su tienda para estudiar la estrategia que debían seguir. Poco después llegó uno de los ojeadores que días antes había enviado por delante para observar los movimientos del enemigo.
—Señor, el ejército de Abd al-Rahman ha cercado el castillo de Íscar y no tardará en reducir y aniquilar a todos sus ocupantes. Ya ha arrasado todo lo que ha encontrado a su paso desde Villacastín hasta aquí. La población está completamente aterrorizada. Todo el mundo huye despavorido.
—¿Sabes cuántos son?
—Se calcula que pasan de los cien mil, Señor.
El rey extendió un mapa de la zona para estudiar sobre él la situación en la que se encontraban y adoptar la estrategia mejor antes de atacar.
—Bien, si ahora está en Íscar, lo más probable es que a continuación se dirija a Simancas para destruir también esa ciudad y su castillo, pues queda en la ruta que debe seguir para llegar a Zamora. Pero nosotros nos vamos a adelantar y le vamos a cortar el paso precisamente en ese lugar. Ahora debe partir un emisario en busca de las tropas de García Sánchez para indicarles el punto de nuestro encuentro. Entre todos lograremos vencer a ese infiel engreído.
Al día siguiente antes del alba ya estaban todos en pie prontos para partir hacia Simancas en cuanto el rey diera la orden. Cuando ya habían recorrido aproximadamente una legua, la luz del sol comenzó a debilitarse y oscurecerse. Poco después una penumbra amarillenta lo envolvió todo. El ejército permaneció paralizado y sus componentes enmudecieron llenos de pavor. Nadie había visto una cosa igual en su vida. Algunos quisieron desertar por creer que se trataba de una señal divina para que desistieran de la batalla. Interpretaron el suceso como el anuncio de futuros desastres. Al cabo de una media hora más o menos empezó a brillar de nuevo la luz del sol y el ánimo regresó poco a poco al espíritu de los atemorizados soldados. El rey aprovechó el acontecimiento para infundirles valor.
—Soldados, esto que acaba de ocurrir es una señal que nos envía el cielo para atacar con más arrojo a nuestros enemigos. En este incidente debemos ver la mano de Dios que quiere guiar nuestros pasos hacia el enemigo. No nos detengamos y sigamos adelante con mayor denuedo y ardor que antes. ¡Ánimo mis valientes guerreros!
Las palabras del rey reconfortaron a la mayoría de combatientes, aunque había algún receloso que se quería echar para atrás. Poco a poco el arrojo de la mayoría hizo que los más tímidos y cobardes vencieran su miedo y se sumaran al sentir de los más. Superado la turbación, el ejército cristiano continuó su avance hacia Simancas. A medio camino de su objetivo, se les unieron las fuerzas navarras y aragonesas que había logrado reunir el rey de Pamplona. Don Ramiro y don Sancho se fundieron en un abrazo fraternal, que demostraba no sólo su afecto familiar, sino la alegría que ambos sentían por haber unido sus fuerzas contra una misma causa común, la derrota de su eterno enemigo.
6
El uno de agosto del año 939 el ejército de Abd al-Rahman III se hallaba concentrado en las inmediaciones de Simancas. El ingente número de combatientes y la larga retahíla de mulas que transportaba su intendencia necesitaron dos días y medio para cruzar el viejo puente romano sobre el Pisuerga. Al amanecer del día uno, la enorme máquina se puso en movimiento para atacar y asolar la ciudad, pero enfrente se toparon con las tropas de Ramiro II. El califa aún no contaba con su presencia.
La batalla se inició de madrugada. Apenas salido el sol, una avanzadilla de las huestes de don Ramiro hostigó a la vanguardia del ejército sarraceno, que se disponía en aquel momento a atacar las murallas de la ciudad. El resto del ejército cristiano esperaba a poco más de media milla al nordeste de la misma. La avanzadilla cristiana, al ser descubierta por los muslimes, retrocedió sobre sus pasos para incitarlos a que los siguieran. Minutos más tarde se produjo el primer choque frontal de ambas fuerzas. Después de los momentos iniciales de fuertes enfrentamientos y primeras bajas por parte de ambos bandos, la gran superioridad de los musulmanes obligó al ejército cristiano a huir en retirada. Era preferible dar por perdido el primer asalto que resistir con un altísimo coste de vidas humanas. Las tropas de don Ramiro retrocedieron algo más de media legua, dejando en tablas el primer ataque. No tardaron los cristianos en rehacerse y presentar batalla de nuevo a las tropas del califa. Éstas, sorprendidas, se reorganizaron inmediatamente para hacer frente a los infieles del norte. El enfrentamiento produjo de nuevo unas cuantas bajas por ambos bandos. Las fuerzas cristianas resistían la enorme presión de sus enemigos. Durante la mayor parte del día la lucha se mantuvo codo con codo. Sólo al atardecer el ejército de don Ramiro decidió ceder y retroceder alrededor de media legua para pasar la noche que ya se les echaba encima.
El segundo día de la batalla, antes de que surgiera el alba, Ramiro II comenzó a arengar a sus ejércitos. Quería infundir en sus gentes el valor suficiente para arremeter contra aquella pesada máquina de matar que tenían delante y enfrentarse con denuedo a sus enemigos.
—Guerreros, súbditos y vasallos míos, no os desaniméis porque el enemigo nos doble en número. Cada uno de vosotros vale por dos de ellos. Confiad en vuestras fuerzas y en la ayuda de Dios, que está de nuestra parte para vencer a esos infieles. Recordad nuestra historia pasada y los triunfos que hemos obtenido contra esos pusilánimes. No hemos llegado hasta aquí en la Reconquista de España para que ahora se pierda todo en una sola batalla. Mis valientes guerreros, ha llegado la hora de demostrar nuestro valor. Ha llegado el momento de escribir una de las más bellas páginas de nuestra Historia. De aquí debemos salir vencedores y no vencidos. Debemos luchar y resistir hasta morir.
Un grito unánime de asentimiento recorrió todas las tropas.
—Y ahora dispongámonos a partir con redoblado valor al campo de batalla.
Los condes y generales dieron la orden de partida. Y lo mismo hizo el rey de Navarra. Los ejércitos cristianos avanzaron enérgicamente al encuentro de las tropas sarracenas. A la salida del sol se produjeron los primeros choques entre sus armas. El combate fue arduo. Se prolongó a lo largo de casi toda la mañana. Las bajas se sucedían por ambas partes, aunque eran superiores las del ejército andalusí. Antes del mediodía el califa dio orden de replegarse a sus tropas. Necesitaban un descanso para organizarse y reponer fuerzas. Los cristianos aprovecharon el momento para hacer lo mismo. Luego, se reanudaron los combates, que se prolongaron hasta la caída del sol. La lucha había sido febril. El campo de batalla había quedado sembrado de cadáveres, que ambos bandos se apresuraron a retirar. Todos los combatientes agradecieron el merecido descanso que la noche les proporcionaba y que tanto necesitaban.
El tercer día el combate fue un calco de los dos precedentes. Se luchó mañana y tarde hasta la extenuación. Las bajas iban en aumento, pero ninguno de los dos bandos desistía. Al anochecer los ejércitos se replegaron una vez más para el merecido descanso nocturno. Al día siguiente se reanudaron los combates. Durante toda la mañana las fuerzas estuvieron muy equilibradas. Después del descanso del mediodía los islamistas comenzaron a perder terreno. Daba la impresión que se había producido un cierto desorden en sus filas. Los cristianos aprovecharon el desconcierto para obtener ventaja. Las bajas árabes duplicaban y hasta triplicaban las de los leoneses y aragoneses. Al final de la jornada el éxito de los cristianos fue indudable. La balanza se había inclinado totalmente a su favor.
Amaneció el quinto día de la batalla con los ánimos reforzados para la coalición navarro-leonesa. Ante el éxito del día anterior, ambos monarcas exhortaron a sus huestes para que no decayera el ánimo. Tenían la batalla casi ganada y ahora las fuerzas de ambos bandos estaban mucho más equilibradas. El gran número de bajas andalusíes del día anterior había diezmado sus filas. Eso infundía mayor valor en las huestes cristianas. Ya desde primeras horas de la mañana llevaban toda la iniciativa. A lo largo de la tarde la desorganización de las tropas musulmanas fue total. Sus amires no se ponían de acuerdo, lo que los condujo a una gran desbandada. Los muertos yacían por doquier, mientras los supervivientes se batían en retirada. El califa suplicaba a Alá que llegara pronto la noche para reorganizar su ejército, pues veía cómo se diezmaban sus mesnadas. Cuando los tuvo a todos reunidos, se vio obligado a hacer una nueva llamada a la Guerra Santa. Sus hombres se habían llenado de pavor y habían olvidado el sagrado deber para el que habían sido convocados.
—Os recuerdo una vez más que ésta es la Campaña del Gran Poder. Estáis obligados a luchar por Allah y por su Profeta. Nuestra religión y nuestra verdad se ha de extender por todo el mundo y éste es el momento de demostrarlo. No quiero que un solo hombre retroceda en el campo de batalla. Daréis vuestra sangre y vuestra vida por la causa. Si alguno retrocede, los que estén a su lado podrán atravesarlo con su lanza. Eso servirá de escarmiento para los que quieran seguir su ejemplo. Además, recordad que todo el que muera por esta causa resucitará en el paraíso celestial al lado de Allah y su Profeta. ¡Ahora a dormir y mañana a luchar hasta vencer o morir!
El sexto día fue el decisivo. Los muslimes acudieron a la batalla con el valor reforzado, pero los cristianos se habían crecido y su moral era mucho más alta. Durante las primeras horas el combate estuvo bastante equilibrado. Ambos bandos se mantenían firmes en su puesto y no cedían un palmo de terreno. Pero a medida que pasaban las horas los musulmanes comenzaron a ceder. Sus mandos volvieron a descoordinarse. Las bajas iban en aumento. El propio califa, al ver que su ejército se desmoronaba, dio la orden de retirada. Los sarracenos se precipitaron sobre el puente del Pisuerga para emprender la huida. Los cristianos aprovecharon el momento para causarles el mayor número de bajas posible. Después siguieron en pos de ellos por las llanuras castellanas.
Don Ramiro, al ver la desbandada del ejército andalusí, determinó ir tras ellos para aniquilarlos. Los acosaron durante varios días hasta conducirlos al profundo barranco de Alhándega, entre las tierras sorianas y Atienza. Muchos de ellos perecieron en él al precipitarse con sus caballos por sus barrancos y despeñaderos y otros muchos aplastados por sus propias monturas a causa del hacinamiento que allí se produjo. La matanza y el desastre fueron considerables. El propio Abd al-Rahman estuvo a punto de perder su vida allí también. Consiguió salir ileso gracias a su caballo y a la ayuda de sus servidores más fieles. En su precipitada huida se dejó un precioso ejemplar del Corán y una valiosa coraza de mallas toda de oro. La que había sido calificada como la Campaña del Gran Poder a punto estuvo de terminar con la vida del propio califa y se convirtió en su gran derrota. A su llegada a Córdoba, vencido y humillado, ordenó ejecutar a todos los oficiales supervivientes acusados de magna traición a Alá, a su Profeta y a él mismo en persona. A partir de aquella batalla, nunca más volvió a participar ni a dirigir personalmente una operación militar. Simancas le sirvió de humillación y escarmiento.
Don Ramiro regresó a casa con sus tropas cargado de enormes riquezas y abundante botín, que repartió con su cuñado García Sánchez I de Pamplona. A su llegada a León dedicó una buena parte de aquellas riquezas a engrandecer su palacio y a construir y mejorar algunos de los monasterios de la ciudad.
Como consecuencia de esta gran victoria para el reino de León y sus aliados, Ramiro II pudo llevar sus fronteras hasta el Tormes. Repobló Salamanca, Ledesma, Sepúlveda, Peñaranda de Bracamonte y Guadramiro. También repobló la ribera del Cea, cuyos trabajos dirigió personalmente. En cuanto a sus dominios más al este, el denominado condado de Castilla, encomendó la repoblación de Peñafiel y Cuéllar al conde Ansur Fernández, como agradecimiento a los servicios que le había prestado durante la batalla.
A la batalla de Simancas, de tan funesto recuerdo para Abd al-Rahman III y tanta gloria para Ramiro II, seguirán unos años de gran esplendor para el reino de León, que lograría expandir y afianzar sus fronteras con el islam en su lucha por la recuperación de todo el territorio peninsular. Pero acontecimientos de índole interna vendrían a turbar la merecida paz que el rey don Ramiro se había ganado. La dicha nunca puede llegar a ser perfecta.
7
Finalizada la batalla de Simancas, el rey leonés decidió reordenar el dominio de las tierras del Duero. El cáncer castellano hacía muchos años que amenazaba al reino de León. Las ansias de autogobierno e independencia de los castellanos venían de muy lejos. Ya en tiempos de Alfonso III el Magno hubo algún conato de rebeldía. No olvidemos la probable traición de don Diego Rodríguez Porcelos, primo del propio don Alfonso, y posteriormente los intentos que hubo durante el reinado de Ordoño II y las insubordinaciones a su autoridad. Estas maquinaciones volvieron a resurgir en los primeros años del reinado de Ramiro II, en los apoyos que algunos condes castellanos dieron a su hermano Alfonso IV para que recuperara el poder. Las heridas nunca se habían cicatrizado del todo y la animadversión de los condes castellanos hacia su rey y señor nunca había desaparecido. Siempre quisieron considerarlo como primus inter pares, pero no superior a ellos. La autoridad del rey era cuestionada más de una vez, mientras que los condes en sus territorios se sentían dueños y señores con poder absoluto por encima del poder real. Como esta autonomía e independencia iba en aumento, don Ramiro quiso poner freno a sus ambiciones sin límite.
En la primavera del año 940, transcurridos poco más de seis meses del glorioso triunfo de Simancas, el rey don Ramiro llamó a su palacio a Ansur Fernández, que acudió solícito a su llamada. El monarca quería premiarle su destacada y valiente proeza en la gloriosa batalla. Pero también quería frenar las aspiraciones secesionistas de Fernán González y de Diego Muñoz, que no paraban de conspirar contra él y contra la unidad del reino.
—Os he mandado llamar, Ansur, para recompensaros por la gran gesta que llevasteis a cabo en la batalla de Simancas. Vuestro valor y denuedo fueron decisivos en nuestro triunfo. Vuestras huestes supieron estar siempre en el lugar adecuado para infligir el máximo castigo al enemigo. Sin vuestra inestimable ayuda nos hubiera sido mucho más difícil obtener la victoria final. Por todo ello os hago entrega del condado de Monzón que he creado al efecto.
—Os agradezco, Señor, vuestra magnanimidad, pero creo que no soy digno de tanta merced. En la batalla cumplí con mi deber como los demás y no creo que mis hazañas sean superiores a las del resto. Señor, deberíais reconsiderar vuestro ofrecimiento, pues no sé si me lo merezco.
—No seáis tan humilde, Ansur. Claro que os lo merecéis y nunca me arrepentiré de haberos galardonado vuestra gesta con este premio.
—De nuevo os doy las gracias, Señor. Pero, a todo esto, ¿dónde se halla el condado de Monzón?
—¡Ah, mi buen amigo! Ya os he dicho que es de nueva creación. Ahora os lo describiré. El condado de Monzón se ubicará entre los condados de Castilla y de Saldaña. Por su parte oriental, el límite con el condado de Castilla será el río Arlanza y rebasado éste, incluirá Peñafiel y Sacramenia. Por el norte llegará hasta la confluencia de Liébana con las Asturias de Santillana. Por el sur, hasta los límites con el al-Ándalus. Por el oeste sus fronteras las constituirán las poblaciones de Tudela, Cabezón, Villamartín, Grijota, Pajares, Frómista, Osorno, Mudá y Ojeda. Su capital será Monzón.
El conde Ansur se quedó atónito al oír la descripción que el rey acababa de darle del nuevo condado.
—Majestad, estoy realmente confundido con la merced que me otorgáis.
—No seáis tan modesto, Ansur. Os merecéis eso y mucho más por vuestro valor y vuestra lealtad.
—Señor, mucho me temo que Fernán González y Diego Muñoz se sientan molestos por esta merced que me concedéis.
—No os preocupéis por Fernán González y Diego Muñoz. De ellos ya me ocuparé yo. Ahora lo que necesitáis es instalaros en vuestro condado y para ello aquí tenéis el título de propiedad.
El conde Ansur Fernández postró su rodilla en tierra y besó la mano del monarca, mientras éste le ofrecía el diploma que contenía el título de conde de Monzón.
—Señor, repito que no sé cómo agradeceros esta gran merced.
—Con vuestra lealtad, Ansur. Solamente con vuestra lealtad. Y ahora podéis retiraros a vuestros nuevos dominios para proceder a su repoblación.
El condado de Monzón así descrito constituía una cuña más o menos triangular, cuya base se asentaba sobre el límite con el al-Ándalus y su vértice se incrustaba en los agrestes picos de la cordillera Cantábrica. Venía a intercalarse de norte a sur entre los condados de Castilla por el este y Saldaña por el oeste. De esta manera, don Ramiro conseguía poner límites a la expansión de ambos condados y rompía la contigüidad de sus territorios. No cabe duda que su poder quedaba considerablemente mermado con la creación del nuevo señorío.
8
Una espléndida mañana del mes de julio del año 941 don Diego Muñoz y su esposa doña Tegridia avanzaban despacio, él sobre su caballo y ella en una litera a lomos de una mula, por la apacible vereda que conducía al monasterio de San Román de Entrempeñas. El agua cristalina del arroyo que discurría a sus pies se deslizaba suavemente unas veces o se precipitaba violentamente otras entre los pedruscos que obstruían de cuando en cuando su cauce o para salvar los desniveles del terreno que de trecho en trecho había. El frescor de la sombra que producían los enhiestos chopos que circundaban el cauce del riachuelo y la vereda mitigaban los rigores estivales que se dejaban sentir en el angosto valle. El dulce trino de los pajarillos que por allí abundaban alegraba aún más la fatigosa marcha.
—Sosegaos, señora. Ya falta poco para llegar.
—Faltará poco, pero yo ya estoy cansada. ¡Vaya sitio donde se os ocurrió construir el monasterio!
—No se me ocurrió a mí, señora. Ya hace muchos años que existía aquí un pequeño cenobio de monjes. Yo tan sólo he querido ampliarlo y mejorarlo.
—Pues podíais haber elegido un lugar de más fácil acceso.
—Claro que podía haber elegido otro lugar, pero éste era el que reunía mejores condiciones. Está situado en un paraje de difícil acceso, al abrigo de estas altas montañas que lo resguardan de los fríos vientos del norte y en este pequeño vergel profuso en agua y vegetación. ¿Qué más queréis?
La ilustre pareja avanzaba despacio por la verde vereda. El sol se infiltraba por entre el frondoso follaje rompiendo aquí y allá la tupida sombra. Algo más adelante la copiosa vegetación apenas permitía el paso de las cabalgaduras. Poco después se aclaraba para dejar entrever al fondo la robusta silueta del monasterio.
—Mirad, señora, allá al fondo ya se descubren los fuertes muros del monasterio. Como veis, ya hemos llegado a nuestro destino.
—¡Gracias a Dios! Estaba pensando que no íbamos a llegar nunca. Ya tengo ganas de apearme. Me duelen todos los huesos.
—Eso es porque estáis acostumbrada a una vida demasiado relajada. Si salierais más, no os pasaría eso.
—Claro. Debería pasarme todo el día por el campo como vos, ¿no? Dejadme tranquila en mis aposentos, que es donde más a gusto estoy.
—Vuestra comodidad os traerá malas consecuencias. Deberíais hacer más ejercicio y andar más al aire libre.
—Sí, para ponerme tan morena como esas ennegrecidas aldeanas, que antes de los veinte años ya aparentan más de cincuenta. ¿Eso es lo que queréis para mí?
—No seáis tan suspicaz, señora. Tan sólo quiero para vos lo mejor.
En esos momentos llegaban a las puertas del monasterio. El hermano portero salió a recibirlos con grandes muestras de cortesía.
—Bienvenidas sean vuestras excelencias —se apresuró a ayudar a la condesa a apearse de su litera.
—Gracias, hermano. Ya tenía ganas de apoyar los pies en el suelo. ¡Qué largo se me ha hecho este trayecto!
—¡Pero si no llega a una legua! —comentó el conde.
—No llegará a una legua, pero a mí se me ha hecho eterno. ¿Y lo que recorrimos ayer?
—Lo de ayer ya es agua pasada —ironizó el conde.
—Será agua pasada para vos, para mí no.
—Andad, andad, señora. Dejaos de tantos lamentos y vamos a entrar, que el abad nos estará esperando.
En efecto. El abad dom Licinio hacía rato que los esperaba para inaugurar las reformas y confirmar las donaciones que los condes le iban a hacer. El primer acto fue la celebración de la Santa Misa, que concelebró el abad con el prior y el padre mayordomo del monasterio. Los condes presidieron el acto litúrgico desde el palco de honor, situado en el propio presbiterio al lado del Evangelio y reservado al efecto exclusivamente para ellos. Tan sólo podían ser desplazados por los reyes si alguna vez se dignaban honrar con su presencia aquel lugar. Nadie más, ni siquiera el abad, podía ocupar el palco, que en ausencia de los condes permanecía siempre vacío.
Terminado el acto litúrgico, el abad ofreció una colación a los condes en el refectorio del monasterio. Aquel día, en honor a sus ilustres huéspedes, el almuerzo se distinguió con algunos platos más suculentos que los de costumbre, entre los que destacó alguna vianda que pocas veces acostumbraba a verse en aquel refectorio. Cuando llegaron los postres, el conde y su esposa firmaron el diploma por el que donaban al monasterio los terrenos donde se hallaba construido y todas sus heredades. También le hicieron donación de varias iglesias de la comarca con todos los beneficios que éstas podían reportar.
—Espero, padre abad, que con estas donaciones el monasterio tenga los suficientes recursos para mantener a toda la comunidad.
—Podéis estar seguro, excelencia, que los tendrá. El monasterio en general y este humilde abad en particular os quedan eternamente agradecidos por vuestra magnanimidad. ¡Que Dios todo misericordioso os lo premie con generosidad en el cielo!
—Que así lo haga y mientras tanto vos y vuestra comunidad rezaréis por la salvación de nuestra alma.
—Así lo haremos, excelencia. Tanto vos como vuestra ilustre esposa estaréis siempre presentes en nuestras oraciones.
Los condes dieron por finalizado el acto para retirarse a descansar al castillo que tenían en las inmediaciones del monasterio, ubicado en lo alto de una peña desde la que se dominaba toda la comarca, como el águila a la que nada pasa desapercibido desde la altitud de su vuelo o desde la cima donde anida.
—¿Pero dónde habéis construido ese maldito castillo, señor?
—Ahí arriba, en lo alto de esa peña.
—¿No pudisteis construirlo en el llano?
—Señora, ¿y cómo podríamos resistir allí los ataques de nuestros enemigos o advertir su llegada mucho antes de que nos atacaran?
—¡Ay, no lo sé, señor! Esas cosas no están al alcance de mi cabeza. Pero lo que sí está es esta maldita pendiente, que va a acabar con mi vida.
—No seáis tan quejica, señora, que no habéis hecho otra cosa que quejaros desde que salimos de Saldaña.
—¡Ay, señor, y cómo la echo en falta!
—¡Bah, bah, señora! Un poco de ejercicio no os irá mal.
—Sí, sí. Lo que queréis es acabar conmigo.
—Naturalmente. Por eso os he traído hasta aquí. Señora, no desvariéis para satisfacer vuestro egoísmo y vuestra comodidad. Mirad, tan sólo nos queda esa vuelta que veis ahí y otra más para llegar ante sus murallas. Otro pequeño esfuerzo y estaremos dentro de él.
—A mí ya no me quedan fuerzas para subir más. Me parece que me voy a quedar aquí mismo.
—Si lo hacéis, no pienso bajarme a ayudaros ni permitiré que nadie os socorra. Debéis aguantar hasta el castillo.
Dicho esto el conde espoleó su cabalgadura, que dio dos o tres resoplidos antes de acelerar un poco su marcha. La pendiente era bastante pronunciada y la senda estaba excavada en la roca viva, lo que dificultaba aún más el avance de las bestias. Con un esfuerzo más pudieron llegar al puente del castillo, que no tardaron en extenderlo y abrir sus puertas al percatarse los centinelas de su presencia.
La condesa se dejó caer en el lecho nada más llegar a su alcoba. Dio orden de que no la molestaran y ni siquiera se levantó para la cena. Dijo que se encontraba algo indispuesta como excusa para no abandonar la cama. Deseaba descansar y dormir durante horas para resarcirse del penoso viaje que había tenido que realizar para llegar hasta allí. Ya tendría tiempo de recorrer el castillo y admirar sus vistas durante los días que permanecieran en él. En aquel momento lo único que deseaba era tranquilidad y reposo.
Don Diego Muñoz había decidido pasar en el castillo de Entrepeñas la mayor parte del verano. Era un lugar bastante fresco que ayudaba a soportar los rigores estivales. Además, allí podía ejercitar su deporte favorito, la caza. Había buenos ejemplares de ciervos y gamos por entre aquellas montañas. Tampoco faltaban los conejos, las liebres, las tórtolas y las perdices coloradas. Todo un placer para el amante de la cetrería o de la caza con arco. No pensaba renunciar a tantas horas de satisfacción y de dicha como el verano le deparaba. Tendría que soportar las impertinencias y las quejas de su mujer. Pero todo sería por la causa.
Aún no hacía dos semanas que había llegado al castillo cuando se presentó ante él un mensajero del conde de Castilla. Llegaba sudoroso por el agotador viaje realizado. El conde ordenó que lo condujeran ante su presencia.
—Excelencia, el conde don Fernán quiere hablar con vos.
—¿Para qué quiere hablar conmigo?
—No lo sé, señor. Sólo sé que quiere deciros algo de la máxima gravedad y urgencia. Me ha pedido que os acompañe si estáis dispuesto a partir inmediatamente.
—Bueno, eso lo tengo que pensar. De momento me gustaría pasar aquí todo el mes de julio. Necesito un descanso y quisiera tomármelo por completo. Luego ya decidiré si acudo o no a la invitación de tu señor.
—Le repito, excelencia, que el asunto es de la máxima gravedad. A don Fernán no le gustaría que os demoraseis, señor.
—Bien, te repito que me lo pensaré. De momento podéis regresar sin mí. Si decido ir, ya me las arreglaré por mi cuenta. Ah, antes de partir, dime, ¿dónde se celebraría el encuentro en caso de producirse?
—En su castillo de Lara, señor.
—De acuerdo. Le dices a tu señor que acudiré, pero me tomaré mi tiempo. No me gusta que me apremien.
El mensajero partió de inmediato para el castillo de Lara donde aguardaba su señor. Entretanto don Diego permaneció pensativo en su castillo. «¿Qué demonios tramará ahora Fernán con tantas prisas? Me gustaría saberlo, pero no por ello voy a dejar de disfrutar unos días más de mi estancia aquí. Por urgente que sea tendrá espera. Yo también necesito con urgencia un descanso que creo tengo bien merecido. Fernán siempre se ha caracterizado por su impaciencia».
A finales de julio y muy a su pesar, don Diego partió con su esposa para el castillo de Saldaña. Ella iba encantada de la vida, en tanto que el conde dejaba atrás su mejor pasatiempo y regresaba con el corazón partido. Pero el deber manda y su deber era acudir a la cita que había acordado con el conde de Castilla. Acomodada doña Tegridia en el castillo de Saldaña y después de un par de días de descano, don Diego partió para tierras burgalesas. Para llegar a Castilla tenía que atravesar el territorio del condado de Monzón, recién creado por el rey Ramiro II, que no le hizo ninguna gracia. En primer lugar, porque tenía que pisar tierras de otro señor al que no le había solicitado permiso para hacerlo, lo que podía ser motivo de provocación para su dueño. Y en segundo lugar, porque el rey había interpuesto aquel obstáculo entre su condado y el de Castilla intencionadamente para frenar su expansión y para dificultar su encuentro. Pero él estaba acostumbrado a atravesar aquellas tierras sin ningún impedimento, por lo que no iba a parar ahora en pequeñeces para hacerlo.
Llegó a tierras de Lara sin ningún contratiempo. Lo que agradeció en el fondo de su corazón. Una vez allí, se dirigió al castillo de Fernán González, ubicado en lo más alto del Picón de Lara, donde fue recibido inmediatamente por su amigo el conde de Castilla, que hacía días que lo esperaba.
—¿Cómo has tardado tanto? —le espetó de sopetón don Fernán a modo de saludo—. Hacía días que esperaba tu visita.
—Lo sé, Fernán, pero necesitaba un descanso. Siento no haber podido venir antes. Tú dirás qué es eso tan urgente que me tienes que decir.
—Ponte cómodo, querido amigo. Tenemos mucho de qué hablar y con calma.
Los dos condes se estrecharon sus manos al tiempo que tomaban asiento en sendos sillones de madera tallada.
—Bien, ¿tú dirás, Fernán, qué es eso de lo que tenemos que hablar?
—Como sabes, mi buen amigo, don Ramiro ha creado el condado de Monzón y lo ha intercalado intencionadamente entre nuestros condados. ¿Ya te puedes imaginar para qué?
—Hombre, de entrada para ponernos obstáculos en la libre circulación entre nuestros territorios. ¿Acaso piensas que he sentido un gran placer en este viaje al tener que cruzar un territorio que no es el nuestro y además sin permiso?
—Pienso que no. Yo al menos no lo habría sentido y además te sugiero que tomes precauciones si piensas seguir cruzándolo sin permiso. No creo que Ansur Fernández lo tome a bien si se entera.
—Pues tendré que correr el riesgo al menos esta vez. No pienso dar un rodeo por las montañas cántabras para regresar a mi casa.
—De momento no conviene que lo provoquemos. Ya sabes que está de parte del rey. Nos conviene disimular y tramar las cosas con tranquilidad y calma.
El día era bastante caluroso, aunque en el interior del castillo la temperatura era muy agradable. Los gruesos muros impedían que el calor exterior penetrara en su interior. Era mediodía y se acercaba la hora del almuerzo. El anfitrión invitó a su huésped a que compartiera con él su mesa. La charla continuó a lo largo del banquete.
—Dime, Fernán, ¿qué es lo que piensas tramar?
Don Fernán apuró el bocado que tenía en la boca y después de haber degustado un buen vaso de vino de la ribera del Duero, se decidió a abrir su pecho a su amigo.
—Mira, Diego. Es obvio que el rey ha puesto un obstáculo entre nosotros y no sólo lo ha puesto para dificultar nuestros encuentros, cosa que es cierta como acabas de comprobar por ti mismo. Ha colocado ese obstáculo entre nosotros principalmente para frenar nuestra expansión. El rey es consciente del auge de nuestros territorios. Se da cuenta que a nuestros condados cada día se les añaden nuevas tierras.
—Sobre todo al tuyo, Fernán, que no paras de conquistar nuevos territorios por los cuatro puntos cardinales.
—En efecto. Mi condado crece día a día y seguirá creciendo mientras corra un hilo de sangre por mis venas. Por eso no estoy dispuesto a que don Ramiro ponga freno a mis legítimas aspiraciones. Quiero hacer de Castilla un condado grande y libre y considero que la creación del condado de Monzón es un obstáculo para conseguirlo y un agravio muy fuerte para mí.
—¿Te he entendido bien, Fernán?
—Supongo que sí, pues he sido bastante explícito.
El conde de Saldaña tomó un sorbo de vino y se aclaró la garganta.
—¿Insinúas que quieres formar tu propio reino?
—Más o menos.
—No sé, amigo mío. Me parece que eso son palabras mayores. Yo tampoco acepto de buen grado el nuevo condado de Monzón. Pero de eso a pretender levantarnos contra nuestro propio rey y crear un reino independiente de su propio reino, me parece que es ir demasiado lejos. Deberías pensártelo bien antes de tomar una decisión.
—Ya lo tengo bien pensado. Llevo muchos años dándole vueltas al asunto y creo que ha llegado el momento de ponerlo en práctica. Estoy cansado de tener que humillarme ante el rey de León. Estoy cansado de tener que soportar sus leyes tan distintas a las nuestras. Estoy cansado de tener que desplazarme a la corte para dirimir nuestros litigios. Estoy cansado de tener que hacer un esfuerzo para entenderme con ellos, pues ni siquiera hablan nuestra lengua. Estoy cansado de tener que acudir a todos los conflictos bélicos en los que se le antoja participar. Quiero ser independiente. Quiero ser autónomo. Quiero ser libre para tomar mis propias decisiones y hacer en todo momento lo que más le convenga a mi pueblo. Mi querido amigo, creo que ha llegado la hora de declarar la independencia del condado de Castilla. ¡Brindemos por ella!
Don Fernán González levantó su copa en alto invitando a su amigo a hacer lo mismo. Don Diego Muñoz no terminaba de decidirse. Al fin lo hizo, pero con reparos.
—Brindo contigo por tu gran proyecto, pero me parece que no es el momento de ponerlo en práctica. Hoy por hoy el condado de Castilla no se puede comparar con el reino de León. Aún tiene mucho que crecer. Además, ¿dónde quedaría yo? ¿En León? ¿En Castilla? ¿O en ninguno de los dos? Amigo mío, tienes que madurar más tu plan y tienes que aclararme mi situación.
—Tal vez tengas razón, Diego. Quizás todavía no sea el momento adecuado para llevar a cabo mi plan, pero puedes estar seguro que no lo voy a desechar. Llegará el día en que lo ponga en práctica y entonces no sólo me separaré de León, sino que me enfrentaré a él. Estoy cansado de su supremacía. Pero ahora debemos darle un escarmiento por la afrenta que nos ha hecho.
—¿Y qué escarmiento quieres que le demos?
—No sé. De momento no se me ocurre nada, pero ya se me ocurrirá.
—¿Eso era todo lo que me tenías que decir?
—Eso era. ¿Te parece poco?
—No, no me parece poco. Me parece demasiado, o demasiado arriesgado. Deberías pensártelo bien antes de tomar una decisión.
—Descuida, así lo haré. Te mantendré informado. Y ahora es mejor que regreses a tus feudos, no vayan a descubrir nuestra maquinación. Cuídate y vigila si decides atravesar las tierras de Monzón.
—Lo haré, mi querido amigo. Cuídate tú también.
Los condes de Castilla y de Saldaña se despidieron como dos buenos hermanos. Fernán González se quedó en su castillo algo decepcionado, pues hubiera querido una postura más firme en su amigo. Lo encontró un poco dubitativo. Esperaba que con el tiempo tomara partido más abiertamente a su favor. Por lo menos confiaba que no se pasara al bando contrario para denunciarlo.
Diego Muñoz regresaba a Saldaña enfrascado en sus pensamientos. Pensaba que era demasiado arriesgado lo que intentaba hacer su amigo. No estaba seguro de seguir adelante con el proyecto. Podían descubrirlos y eso les podía costar la vida. Lo menos que les podía ocurrir es que los encerraran en una mazmorra para el resto de sus días. Una cosa era oponerse al rey por su decisión de crear el condado de Monzón y otra muy distinta era rebelarse contra él y declarar la independencia. Había que sopesar todas sus consecuencias antes de tomar una decisión.
El conde iba tan abstraído en sus pensamientos, que no se percató de la presencia de unos jinetes que un poco más adelante interceptaban el camino. Uno de los miembros del pequeño séquito que llevaba lo puso en guardia.
—Excelencia, ahí delante hay unos hombres que no parecen tener muy buenas intenciones.
El conde levantó la vista para observar el grupo de jinetes que unos metros más adelante les cortaban el paso.
—No hagáis nada. Sigamos adelante como si no los hubiéramos visto. Esperemos a ver qué quieren.
Cuando se hallaban a unos pasos de ellos, el que parecía comandar el grupo les echó el alto.
—¡Alto! ¿Adónde van vuesas mercedes?
—Vamos a mi residencia. Soy el conde de Saldaña.
—¿Y no sabéis que esta zona donde estáis es propiedad privada?
—Bueno, sí que sabemos que es propiedad privada desde hace unos meses, pero me surgió un imprevisto y tuve que partir con la máxima celeridad. Les prometo que no volveremos a cruzar estas tierras sin permiso de su dueño.
—Eso está muy bien, pero ya habéis infringido la ley. Mi deber es deteneros y llevaros ante mi señor. Él es el único que puede decidir si merecéis el perdón o un castigo.
—Lo comprendo. Yo en vuestro lugar obraría de la misma manera, pero mi esposa está muy grave y no puedo demorar mi regreso a casa. Uno de estos hombres que me acompaña es un famoso físico del conde de Castilla, al que he ido a buscar para que cure a mi esposa.
—No sé si creeros o no.
—Sois libre de hacerlo. De todas maneras, ya os he dicho quién soy. Si vuestro señor se siente agraviado por mí, sabe perfectamente dónde me puede encontrar. Es toda la garantía que os puedo dar.
—De acuerdo. Os dejaremos el paso libre, pero que sea la última vez que pasáis por estas tierras sin permiso. Ya lo hicisteis ayer en dirección opuesta.
Don Diego se alejó con su séquito del grupo de jinetes algo humillado, pero con la pequeña artimaña que hábilmente había urdido pudo llegar sin más contratiempos a su morada.
9
Primavera del año 943. En la cúspide del Picón de Lara soplaba un fuerte vendaval que apenas permitía permanecer en pie a todo intrépido que osara enfrentarse a su furia. Un jinete enfundado en su negra capa luchaba por mantenerse sobre su montura. Con un esfuerzo hercúleo logró llegar al puente del castillo. Los centinelas de la fortaleza no se demoraron en abrirle las puertas en cuanto comprobaron su identificación. Poco después conversaba con el señor de la fortaleza.
—Excelencia, don Diego os recibirá en su castillo de Entrepeñas. Dice que no volverá a atravesar las tierras del condado de Monzón si no es en un acto de guerra. La última vez que lo hizo fue humillado por el conde Ansúrez y sus esbirros y no está dispuesto a que se vuelvan a repetir esos hechos.
—De acuerdo. Iré al castillo de Entrepeñas.
Tres días más tarde el conde Fernán González cabalgaba con su séquito por las montañas de la cordillera Cantábrica. El cuarto día de su viaje llegó por fin a su destino. Su buen amigo el conde de Saldaña estaba ansioso por recibirlo.
—Veo que has sido puntual. ¿Cómo ha ido el viaje?
—Bien dentro de lo que cabe. No estoy acostumbrado a caminar por entre estas montañas, pero ha sido más fácil de lo que esperaba. También es cierto que tengo que agradecérselo a uno de mis guías, que es buen conocedor de este terreno.
—Te pido disculpas por haberte citado aquí, pero ya te informé por medio de mi mensajero que no pienso volver a atravesar el condado de Monzón. No guardo buen recuerdo de la última vez que lo hice.
—Razón de más para que pongamos en marcha nuestro proyecto.
—En efecto.
A pesar de que el día no era muy apacible, los dos amigos decidieron subir a lo alto de la torre del castillo. Don Diego quería impresionar a su buen amigo con las fabulosas vistas que desde allí se contemplaban.
—Hace un poco de viento y el día es algo frío, pero tengo gran interés en que observes las fantásticas vistas que se pueden apreciar desde la torre de este castillo.
En aquel momento llegaban a lo más alto de la torre.
—¡Fantástico! ¡Qué maravilla! ¡Qué vistas más amplias! Esta fortaleza es inexpugnable —exclamó con admiración el conde Fernán González.
—Inexpugnable no hay nada, pero sí resulta bastante difícil rendir este lugar en caso de ataque. Desde aquí se puede contemplar el avance del enemigo con mucha antelación. No puede hacer ningún movimiento que pase desapercibido al ojo observador. Estoy muy satisfecho de este refugio.
—No es para menos, querido amigo. Te felicito por tu elección.
—Gracias, mi buen amigo. Y ahora regresemos a la torre del homenaje donde nos estará esperando el almuerzo que he dispuesto para agasajarte.
—Que me place. El largo viaje me ha abierto el apetito.
—Bajemos, pues, que la mesa ya estará puesta.
En el transcurso del almuerzo volvieron sobre el tema que los había reunido en aquel nido de águilas.
—Y bien, ¿qué has pensado hacer, Diego?
—Por ahora nada en concreto. La iniciativa es tuya. Lo único que pienso hacer es apoyar tus planes.
—Pues he decidido presentar batalla a don Ramiro.
—¿Estás seguro?
—Totalmente.
Don Diego se servía en aquel momento un asado de venado.
—Bien, si es así, te acompañaré hasta donde pienses llegar.
—No esperaba menos de ti —don Fernán hizo una breve pausa—. ¿Sabes? Este venado es excelente. ¿Es de aquí?
—Desde luego. Estás invitado a venir de caza cuando quieras.
—Lo tendremos en cuenta después de darle su merecido a don Ramiro. Lo primero es lo primero.
El banquete transcurría con absoluta normalidad, pero tocaba ya a su fin. Era el momento de los postres.
—¿Y cuándo piensas enfrentarte a don Ramiro?
—No tardaremos mucho. Lo más tarde será a principios de junio. Debemos pararle los pies y cuanto antes mejor. Ya sabes que hace mucho tiempo que tengo ganas de darle un escarmiento. Así que no pienso demorarme más.
—Supongo que querrás presentarle batalla en su propio campo. No va a venir él a nuestro terreno. Así, pues, ¿dónde se encontrarán nuestras huestes?
—Nos encontraremos en tus fueros. Yo me desplazaré con mi ejército hasta Saldaña. Una vez allí, partiremos los dos juntos hacia León.
—Pero entonces el conde de Monzón puede dar la alarma al rey. Ya sabes que está de su lado y que no se quedará de brazos cruzados cuando te vea atravesar su territorio con tus mesnadas.
—De eso ya me encargaré yo. Déjalo de mi cuenta. Recuerda que nos reuniremos en Saldaña. Ten dispuestas las huestes para principios de junio.
—De acuerdo, amigo mío. Las tendré.
Unos días más tarde el conde de Castilla se hallaba de nuevo en sus feudos de Lara. Nada más llegar, comenzó a diseñar la estrategia del ataque y dio orden de que sus mesnadas se fueran reuniendo en las proximidades de su castillo. Congregaría fuerzas provenientes de Álava, Lantarón, Cerezo, Burgos, Castromoros, Osma, en fin, de todas las partes de su territorio. Don Ramiro se iba a quedar sorprendido cuando viera sus mesnadas.
Pero el rey don Ramiro tenía sus propios medios de información. Poco después del inicio de movimiento de tropas por parte del conde de Castilla, llegó a sus oídos la felonía que preparaba contra él el traidor Fernán González. También fue informado de la alianza que había firmado con Diego Muñoz. El monarca no tardó en impartir órdenes explícitas para detener inmediatamente a los dos traidores. A mediados de mayo eran apresados en sus fortalezas por tropas de don Ramiro y conducidos cargados de hierros a León. El rey, ciego de ira por tan infame felonía, no quiso verlos y mandó encerrarlos en sendas prisiones. A don Fernán lo encarceló en León, mientras que don Diego fue encarcelado en la fortaleza de Gordón, que su abuelo Alfonso III el Magno había mandado construir.
—Señor, don Fernán quisiera hablar con Vos —le comentó el capitán de la expedición que había enviado a detener al conde de Castilla—. Dice que es un malentendido, que alguien que desea su mal lo ha traicionado. Él nunca se rebelaría contra Vuestra Majestad.
—Encerradlo en la mazmorra más lúgubre que halléis. ¡Aún viene con adulaciones y mentiras!
El rey permaneció en su despacho real lleno de tristeza y dolor. Había confiado tanto en Fernán González y le había prestado ayuda tantas veces, que no podía creer que se hubiera rebelado contra él. Lo había elevado a la dignidad de conde de Castilla nada más llegar al trono. Le había ayudado a engrandecer el condado. Le había prestado apoyo y ayuda contra los musulmanes que tanto se habían ensañado con sus fronteras. Había repartido con él cuantiosos botines y riquezas obtenidos en las batallas, en especial el obtenido en la última batalla librada contra los moros, la gran batalla de Simancas. ¿Qué más podía hacer por él? ¿Y cómo se lo pagaba él ahora? Con una traición de lesa majestad. Tal vez su tío don García y su padre se habían equivocado al concederle el título de conde de Castilla a su progenitor, don Gonzalo Fernández. Y él también se había equivocado al reconocérselo a don Fernán. No merecía su perdón y no estaba dispuesto a dárselo. Se pudriría en la cárcel hasta el último día de su vida.
¿Y qué decir de don Diego? Bueno, éste ya lo había traicionado una vez. De aquélla lo dejó libre ante las muestras de arrepentimiento que le mostró. Pero de nada le había servido. Había vuelto a conspirar contra él. También dejaría sus huesos en las mazmorras del castillo de Gordón. Era lo menos que podía hacer.
Ahora que más o menos estaban en paz con los sarracenos, venían a desestabilizar el reino desde dentro del mismo. Sus propios vasallos se rebelaban contra él y querían fragmentar su reino. No estaba dispuesto a permitírselo. Si lo hiciera, todos los esfuerzos de su abuelo y de su padre se vendrían abajo. Todo su sueño se desvanecería en un instante. ¿Dónde iría a parar el ideal visigótico de la unidad de toda España? No podía consentirlo. El reino de León tenía que seguir unido en su integridad. Tenía que seguir luchando por la erradicación del suelo español del enemigo común. Tenía que lograr que España entera volviera a ser cristiana, como ya lo había sido en tiempos de los romanos y luego con los visigodos. La unidad nacional era la meta que se habían trazado sus antepasados y él estaba allí para seguir luchando por ella y legar el testigo a sus sucesores. No iba a venir nadie a acabar con ese ideal tan alto.
Apenas había transcurrido una semana desde el arresto de los dos conspiradores, cuando don Ramiro nombró conde de Castilla a su fiel aliado don Ansur Fernández. Quedaba así despojado de su dignidad don Fernán González por el delito de lesa majestad contra la persona de su soberano.
—Ansur, a partir de hoy os nombro conde de Castilla. Os trasladaréis a aquellas tierras para administrarlas en mi nombre. Os acompañará mi hijo don Sancho en calidad de gobernador de las mismas. Vos seréis su ayo y consejero.
—Majestad, me abrumáis con vuestra generosidad. No me siento digno de tanta merced.
—No seáis tan modesto, Ansur. Os merecéis eso y mucho más por vuestra lealtad. Si todos fueran como vos, este reino sería una balsa de aceite. Tomad vuestro título y no perdáis más tiempo. Es necesario calmar los ánimos de los castellanos. Quiero que os hagáis cargo de vuestro nuevo destino cuanto antes. De aquí a una semana partirá el infante don Sancho para Burgos. Espero que lo tengáis todo dispuesto para recibirlo.
—Podéis contar con ello, Señor. Todo se hará según lo que Vos habéis dispuesto.
—Pues no se hable más y partid. El tiempo apremia.
Quince días después del arresto de don Fernán González, las tierras de Castilla volvían a la calma y sus habitantes tornaban a la normalidad. El conato de rebelión había sido sofocado. Descabezados los dos adalides más importantes, la pequeña nobleza y los infanzones no osaron hacer frente al poderoso rey de León. Era mejor mantener la boca cerrada y cumplir sus órdenes. Ya llegarían tiempos mejores.
10
Octubre prodigaba sus copiosas lluvias sobre la ciudad de León. El agua corría por las calles y carrerones de tierra encharcándolo todo. Entonces aún no había llegado el empedrado a las vías leonesas. Fuera de la ciudad, un gris negruzco lo cubría todo. Pequeños jirones de niebla cabalgaban de colina en colina y densas cortinas de agua tamizaban el aire. Las lejanas montañas del norte habían desaparecido envueltas por el negror de las nubes y la densidad del agua que caía. El Bernesga y el Torío amenazaban con salirse de madre, pues el período de lluvias intensas ya duraba más de quince días. Los huertos y haciendas estaban anegados a causa de la enorme cantidad del líquido elemento que había caído. La tierra ya no podía absorber más y rechazaba toda el agua que aún caía.
Tres exhaustos jinetes cabalgaban como tres autómatas por la margen izquierda del Bernesga. Llevaban muchas horas a lomos de sus monturas y deseaban con gran ansiedad poner fin a su insoportable viaje. Sus ropas estaban completamente empapadas. El agua les calaba hasta los huesos y el frío hacía horas que les había entumecido sus miembros. Ninguno de los tres era capaz de sujetar con firmeza las riendas de sus caballos. Éstos caminaban a su aire guiados más por el instinto que por la mano de sus dueños.
—¿Falta mucho para llegar?
—No mucho, excelencia. Ya estamos casi a la entrada de León.
—Menos mal. Creí que no llegaríamos nunca.
—Desde Gordón aquí hay más de ocho leguas y con este tiempo se hacen interminables.
—Interminables no, eternas. ¡Qué ganas tengo de llegar para quitarme esta ropa de encima! Me están doliendo todos los huesos.
—No se preocupe vuecencia que antes de media hora ya habremos llegado a nuestro destino. También nosotros tenemos ganas de cambiar esta ropa empapada por otra seca y quitarnos el frío de encima. Este tiempo acaba con la salud de cualquiera.
Don Diego Muñoz cabalgaba escoltado por dos miembros de la guardia real, que lo conducían desde las mazmorras del castillo de Gordón hasta el palacio de don Ramiro. Hacía algo más de seis meses que había sido encarcelado por su participación en la rebelión que tramara Fernán González. Después de todo ese tiempo, el rey había ordenado que lo llevaran ante su presencia. Quería saber si se había arrepentido o no.
Los tres jinetes atravesaban las calles de la ciudad. Las puertas y ventanas de las viviendas permanecían cerradas. El agua y el frío no invitaban a sus moradores a asomarse a ellas para ver de quién se trataba. Preferían escuchar el chasquear de los caballos desde el interior de sus hogares antes que apartarse del fuego para ver a los transeúntes. Después de todo no sería más que algún hacendado que regresaría de su molino acompañado por alguno de sus criados. Paso a paso los tres hombres se acercaron al palacio real. En el momento de apearse, la lluvia arreció con más fuerza. Los hombres se apresuraron a ponerse bajo cubierto. Un sirviente los condujo a una dependencia donde podían cambiarse de ropa y calentarse un poco al lado del fuego de la chimenea.
—¡Cómo se agradece esto! —dijo uno de los guardianes.
—¡Y que lo digas, compañero! —comentó el otro.
Los dos se habían situado al lado del fuego después de haberse cambiado de ropa. El conde no quería mezclarse con ellos, por lo que permaneció discretamente en un rincón de la dependencia. El que parecía ir al mando de los dos guardianes no tardó en darse cuenta del recelo de su ilustre prisionero. Continuó unos minutos más al lado del fuego para terminar de calentarse y luego le pidió a su compañero que lo acompañara.
—Vámonos, que el deber nos llama.
—Pero, ¡si acabamos de llegar!
—No discutas mis órdenes y sígueme.
El aludido lo siguió un poco malhumorado y de mala gana. Cuando abandonaron la estancia, cerraron la puerta con cerrojo para que el prisionero no se escapara. Luego, solicitaron que alguien hiciera guardia al lado de la puerta. Mientras tanto, don Diego Muñoz se acercó a la chimenea para desentumecer sus miembros al amor de la lumbre. En aquel momento era lo único que deseaba. No pasaba por su mente precisamente la idea de escaparse, entre otras cosas, porque no tenía fuerzas para hacerlo. Lo único que quería era calentarse y descansar. Tal vez le viniera bien comer un bocado, pero eso lo dejaba a la voluntad de sus carceleros. Si conseguía que le volvieran a reaccionar todos sus miembros, ya se daba por satisfecho. Al cabo de unos minutos los párpados se le hicieron tan pesados, que no pudo soportarlos y comenzó a dormitar sin remedio. Su mente fue víctima de un sinfín de pesadillas que le obligaban a estremecerse y a despertarse a cada instante con gran angustia.
Después de varias horas encerrado en aquel aposento y después de haber devorado las viandas que le habían servido, una mano descorrió de nuevo el cerrojo de su nueva prisión. Una voz le pidió que lo acompañara. Fue conducido a lo largo de oscuros pasillos hasta una escalera. A través de ella ascendieron a la planta noble del palacio. Recorrieron varios salones y dependencias antes de llegar al despacho real. Una vez allí, el acompañante llamó suavemente con los nudillos en la puerta. Unos segundos más tarde el conde se hallaba ante la presencia del rey.
—Majestad, es un honor para mí estar ante vuestra presencia —dijo a modo de saludo mientras hacía una gran reverencia al rey.
—No me aduléis, Diego, pues hace escasos meses estabais dispuesto a verme muerto o darme la muerte vos mismo.
—Señor, ya sabéis que eso no es cierto. No fue más que un infundio que algún envidioso levantó contra Fernán y contra mí.
—Sabéis muy bien que no. Pero dejemos eso. No os he hecho venir hasta aquí para aclarar si aquello fue o no una calumnia, sino para ver si estáis arrepentido de lo que hicisteis.
Al conde se le subieron los colores a la cara. De sobra sabía él que lo que habían tramado no era un infundio. Lo que quería era confundir al rey. Pero no le había salido bien la treta. El rey le acababa de confirmar que conocía muy bien los hechos. Para salir bien parado sólo le quedaba jugar la carta que el monarca le acababa de poner sobre la mesa. Si la aceptaba obtendría el perdón, si no tendría que volver a la mazmorra.
—Señor, claro que estoy arrepentido y os prometo que no lo volveré a hacer jamás. Fue un error por mi parte.
—Un segundo error, Diego. Con éste ya van dos. Por el bien vuestro y de vuestra familia espero que nunca más volváis a intentarlo. Si lo hicierais, no saldríais tan impunemente. Ahora dadme vuestra palabra de honor de que no lo volveréis a repetir y podréis iros a vuestra casa.
—Majestad, tenéis mi palabra de honor. Os prometo que a partir de hoy os seré leal hasta el último día de mi vida.
—Demasiado largo me lo fiáis, pero tendré que aceptarlo si hacéis honor a vuestra palabra de caballero. Partid, pues, para vuestros feudos y no volváis a conspirar contra mi autoridad. Os repongo en vuestro condado.
—Señor, no sé cómo agradeceros esta merced.
El conde se postró ante los pies del monarca.
—De una sola manera, siéndome fiel. Ahora levantaos y partid. Nuestra entrevista ha terminado.
Medio año más tarde de la liberación de don Diego Muñoz, el rey don Ramiro quiso hacer un nuevo gesto de liberalidad con el otro traidor. Faltaban pocos días para la Pascua cuando le pidió el parecer a su fiel y leal amigo don Ansur Fernández. Éste había llegado a la capital acompañando a don Sancho para celebrar la Pascua en familia. Era mediados de abril y la primavera ya hacía guiños en aquellas latitudes en las que de ordinario se resistía su llegada. Don Ramiro y don Ansur disfrutaban de los templados rayos del sol en los jardines de palacio. El conde informaba al rey sobre la situación de su condado y sobre la estancia del infante en la ciudad castellana.
—Señor, Castilla está totalmente apaciguada en estos momentos. No tengo noticia de ningún disturbio. Sus gentes se muestran laboriosas y pacíficas. Nada hace presagiar que se pueda producir algún desorden inmediato. En cuanto a su Alteza Real, todo está en orden, Señor. Don Sancho se ha adaptado totalmente a la vida de Burgos y no echa en falta la capital. Tan sólo añora la familia.
—Así, ¿creéis que es un buen momento para liberar a Fernán González?
—¡Señor! ¡Pensad bien lo que acabáis de decir! Fernán González es un traidor que no merece salir jamás de prisión.
—Lo sé, Ansur. Pero también sé que está arrepentido de lo que ha hecho. Si me da su palabra de honor, tendré que dejarlo en libertad. Se guardará mucho de quebrantar su palabra.
—¿Eso pensáis, Señor? ¿Acaso la víbora deja de tener veneno o el alacrán se libera de su aguijón? Majestad, Fernán González es un traidor y tarde o temprano os volverá a traicionar. Y si no, tiempo al tiempo.
—No seáis tan pesimista, amigo mío. Todo el mundo puede mudar. También Fernán González. ¿Por qué no hemos de darle una oportunidad?
—Señor, pensadlo bien. Si os decidís a dar el paso que pensáis dar, espero que ni vuestros herederos ni la Historia os lo recriminen. Tal vez mientras viváis Vos cumpla su palabra, pero mucho me temo que si os sobrevive, faltará a ella en cuanto se le presente la primera oportunidad.
El sol dejó de brillar durante unos minutos a causa de un nubarrón que se interpuso delante de él. Los dos ilustres personajes continuaban con su paseo.
—¡Ansur, Ansur! Me parece que teméis que Fernán os quite el condado cuando recobre su libertad.
—Nada de eso, Majestad. Además, Vos tenéis la potestad de confirmarme en él o de quitármelo. ¿Por qué había de temerlo a él?
—Por si tenéis dudas, os confesaré un pequeño secreto que quiero que de momento quede entre nosotros dos. Una de las condiciones que le pondré para concederle la libertad es que tiene que renunciar para siempre al condado de Castilla.
—Me parece muy bien, Señor, pero mucho me temo que Fernán González se rebele contra esa cláusula más pronto que tarde.
—No osará hacerlo por la cuenta que le trae.
—Ya lo veremos, Señor. Yo no estaría tan seguro de ello.
—Bueno, bueno. No seáis tan pesimista, Ansur. Y ahora vamos dentro que comienza a refrescar y mi salud ya no es tan fuerte como antes.
Un espeso nubarrón había tapado el sol hacía ya varios minutos y un ligero viento del norte comenzaba a refrescar el ambiente. El rey y su fiel amigo se recogieron en el interior del palacio.
El Sábado Santo el rey ordenó llevar ante su presencia a don Fernán González. Había decidido que el día de Pascua era la fecha más indicada para ponerlo en libertad. El conde había desmejorado algo en su aspecto físico, aunque su arrogancia permanecía intacta.
—¿Os imagináis para qué os he hecho llamar?
—En absoluto, Señor.
—Pronto hará un año que os he mandado encarcelar por vuestra traición.
—Majestad —lo interrumpió el conde—, recordad que no hubo traición, sino un burdo infundio montado por aquellos que persiguen mi deshonor y mi desgracia.
—No sigáis obstinado en vuestra falsa inocencia. Sé muy bien lo que pasó. Como os decía, ya pronto se cumplirá el año de vuestro arresto y he pensado daros la libertad. Mañana conmemoramos la Pascua de Resurrección. Había pensado que es un gran día para concederos el perdón. ¿Qué opináis vos?
—Señor, en estos momentos Vos sois dueño de mi libertad. A Vos os corresponde decidirlo y no a mí.
—Os la concederé si me prometéis lealtad total y que nunca más volveréis a levantaros contra mí ni contra mis sucesores.
—Os lo prometo, Majestad.
Don Ramiro procedió a entregarle un documento en el que había firmado la libertad de don Fernán. Pero antes de entregárselo, le puso algunas condiciones.
—Habéis de saber, Fernán, que vuestra libertad no es gratuita. Como condición indispensable para conseguirla, debéis renunciar a vuestro título de conde de Castilla. Para ello firmaréis ese documento que mi escribano os presenta. Una vez que lo firméis, os entregaré este otro documento que conlleva vuestra libertad.
—Señor, estoy dispuesto a firmar lo que me pidáis y a acatar vuestra autoridad con tal de salir de esta prisión. —Mentía descaradamente Fernán González cuando hacía esta declaración. Nunca en lo más recóndito de su corazón admitió la renuncia al título de conde de Castilla ni la humillación de verse subordinado al rey de León—. Traed el documento que ahora mismo estamparé en él mi firma.
Una vez firmado, el rey le entregó el documento de su libertad.
—Mañana temprano partiréis para Castilla. Allí tenéis propiedades suficientes donde albergaros. Os recuerdo vuestra promesa y espero que la cumpláis. Id con Dios y con mi beneplácito.
El conde le besó la mano en señal de sumisión antes de retirarse. En aquel momento lo único que le interesaba era desempeñar bien su papel para conseguir lo que más anhelaba, la libertad. Después ya obraría como más le conviniera. Como prueba de ello es que, una vez recobrada su libertad, se refugió en la parte oriental de sus tierras donde siguió proclamándose conde de Castilla, sin respetar la promesa que le hiciera al rey.
11
Un año más tarde de la liberación de Fernán González, el monarca resolvió devolverle todas sus posesiones y títulos. Para sellar el acto, decidió que sus hijos, Ordoño III de León y doña Urraca Fernández, contrajeran matrimonio. De esta manera esperaba apaciguar las ansias separatistas del conde castellano.
Aunque aparentemente se trataba de una boda pactada, sin embargo, hacía ya bastante tiempo que ambos contrayentes mantenían relaciones entre ellos. Fue a raíz de una visita que don Ordoño realizó a su hermano don Sancho en Burgos. En los primeros momentos, doña Urraca no quería saber nada del infante. Esa conducta se debía al rencor que sentía hacia don Ordoño y sobre todo hacia don Ramiro por haber encarcelado a su padre. Pero como sus coincidencias en multitud de actos y ceremonias, que se reiteraron a lo largo de la estancia del infante en la ciudad castellana, fueron en aumento, el distanciamiento inicial de doña Urraca dio paso a un paulatino acercamiento al mismo. Al final, ocurrió lo inevitable, terminaron por enamorarse. Fue precisamente don Ordoño quien propuso a su padre que concertara su matrimonio con doña Urraca.
Ramiro II había mandado llamar a don Fernán González. Éste llegó a la corte dos días después de recibir el mensaje real. El monarca lo esperaba en su despacho revestido de todos los atributos reales. Quería causar una honda impresión en su súbdito y vasallo.
—Majestad —don Fernán realizó una gran genuflexión ante el rey—, aquí me tenéis. ¿Para qué me habéis mandado llamar?
—Levantaos, Fernán. Os he llamado para comunicaros que os devuelvo todos vuestros títulos y posesiones. A partir de hoy volveréis a ostentar la dignidad de conde de Castilla. Durante todo este año me habéis demostrado vuestra lealtad. Quiero premiaros vuestro gesto con este acto.
—Gracias, Majestad. Os estaré eternamente agradecido.
—Eso espero, Fernán. Y para sellar esta normalización entre nosotros, quiero que mi hijo el infante Ordoño y vuestra hija Urraca contraigan matrimonio. Este enlace servirá para unirnos más y para limar asperezas.
—Señor, esto es mucho más de lo que podía esperar. No sé cómo agradeceros tanta magnanimidad.
—Como lo habéis hecho durante este último año, con vuestra lealtad.
—No os defraudaré, Señor. Os seré fiel mientras viváis.
La audiencia terminó en una reunión familiar en la que concertaron la fecha de la boda para el mes de junio de aquel mismo año. El conde de Castilla abandonó la corte feliz y, al mismo tiempo, algo contrariado. Era consciente de la altura a la que volaba su hija, pero también lo era del enorme sacrificio que eso le suponía a él. Sus sueños de independencia se habían esfumado en un instante. ¿Cómo iba a enfrentarse al rey ahora? Eso sería una locura y un suicidio. El rey había sabido jugar bien sus cartas y había ganado. Ahora estaba amarrado de pies y manos.
Después de la boda de don Ordoño y doña Urraca, el infante don Sancho regresó a Burgos donde el rey quería que permaneciera para afianzar su autoridad real. A pesar de haber restablecido los títulos a don Fernán y de haber estrechados los lazos de parentesco con él, no quería darle entera libertad por lo que pudiera suceder. Prefería que su hijo estuviera cerca de él para que controlara sus movimientos. El conde se percató desde el primer momento de la estrategia del rey, por lo que muy a su pesar se prometió a sí mismo que no volvería a dar un paso en falso. Su hija ya formaba parte de la familia real, así que ahora era mejor esperar a que el futuro deparara una nueva oportunidad. No era conveniente precipitar los acontecimientos. Él seguiría gobernando su condado y ganando adeptos para su causa. El tiempo haría todo lo demás.
Con el enlace matrimonial entre su hijo y la hija de Fernán González, don Ramiro daba por zanjadas las diferencias entre él y el conde de Castilla. Había llegado el momento de emplear su tiempo en la defensa del reino contra los ataques de Abd al-Rahman. Cierto que hacía unos años había firmado un tratado de paz que había dado paso a una larga tregua, pero el califa no dejaba de hostigar las fronteras del reino de León con sus razzias veraniegas. Estas razzias cada año se acercaban más al corazón del reino y eso comenzaba a preocupar al monarca leonés. La última había llegado a las murallas de Zamora y había puesto en jaque a la ciudad hasta que sus huestes consiguieron derrotar a los muslimes y los obligaron a retroceder sobre sus pasos. El rey empezaba a estar ya cansado de tantas incursiones de los musulmanes en sus tierras.
Don Ramiro se había retirado a su palacete de montaña para descansar durante un tiempo y dedicarse unos días a la caza. Dejó el palacio real de León y se refugió entre las montañas de Babia acompañado por un reducido grupo de su corte. Hacía ya dos o tres años que no se acercaba por aquella comarca privilegiada.
—¡Al fin entre estas montañas! —exclamó cuando puso los pies en su palacete de Babia—. Aquí se siente uno feliz tan sólo por respirar este aire tan puro, por pisar la suave hierba de los prados, por contemplar este vergel tan maravilloso o por observar a lo lejos la majestuosidad de las montañas que lo rodean. Si no fuera por mis obligaciones, me quedaría aquí para siempre.
—Tenéis razón, Señor. Esto es un auténtico paraíso —le confirmó su arquero mayor.
—Un paraíso del que pienso disfrutar. Vamos hasta las montañas a ver si avistamos algún venado y le damos caza.
Poco después se hallaban en medio de la agreste naturaleza. Recorrieron durante horas los inhóspitos riscos de las escarpadas montañas sin detectar rastro de los cérvidos. Hacia el mediodía decidieron regresar a la suavidad de las praderas. En aquel momento un pequeño corzo se puso a tiro del monarca, que no dudó en disparar su arco contra él. El pequeño corzo esquivó la flecha con un rápido movimiento para perderse poco después en la espesura de un bosque cercano.
—No entiendo cómo he podido fallar este disparo —se lamentaba don Ramiro—. Lo he tenido delante de mí y lo he dejado escapar. No puedo creerlo.
—Majestad, no siempre se acierta —insinuó su arquero mayor a modo de excusa.
Don Ramiro y sus acompañantes regresaron algo desilusionados al palacete. Mientras tanto llegaba a León un mensajero que deseaba ver inmediatamente al rey. Se apeó de un salto de su caballo y entró en palacio.
—¿Dónde está el rey? —preguntó casi sin aliento.
—En Babia —le contestaron.
—Pues que siga en Babia, ya verá lo que ocurre con su reino. Los agarenos están llegando a las fronteras de Galicia. Hay que organizar un ejército inmediatamente para detenerlos.
Quince días más tarde las huestes de don Ramiro se enfrentaban a los andalusíes en tierras gallegas causándoles numerosas bajas y obligándolos a regresar a su reino.
En la primavera del año 950, una espléndida mañana de mayo don Ramiro paseaba con su esposa por los jardines de palacio.
—Estoy cansado de tantas incursiones islamitas en nuestro reino. Este año voy a organizar un ejército y seré yo quien tome la iniciativa. A ver si dándoles una buena lección escarmientan de una vez.
—¿Estáis seguro que escarmentarán?
—No lo sé, Señora, pero al menos voy a intentarlo. ¡Ya está bien que cada año saqueen nuestros pueblos y ciudades y asolen nuestros castillos y monumentos! Están utilizando una guerra de desgaste para socavar nuestra paciencia y les dejemos el camino libre, pero están muy equivocados. Yo jamás me rendiré.
—Vos sois tan obstinado como ellos. Así no acabaréis nunca.
—Alguna vez acabaremos, cueste lo que cueste.
La pareja real tomó asiento en uno de los bancos del jardín. Doña Urraca se volvió hacia su esposo con los ojos un poco entornados y un gesto de súplica.
—¿No creéis que ya va siendo hora de que dejéis las armas? Ya os estáis haciendo algo mayor para seguir exponiéndoos a tantos trabajos y peligros.
—Señora, no digáis eso. Aún me siento en plenitud de mis fuerzas. Un rey jamás debe renunciar a sus obligaciones mientras le quede una gota de sangre en sus venas y un hálito de vida. ¿Qué ejemplo les daría a mis vasallos y súbditos si ahora me rindiera? No, Señora. Mi deber es continuar al frente de mis huestes hasta el último suspiro de mi vida.
—Sois tan terco como vuestros antepasados y acabaréis igual que ellos.
—Lo que me honra. De ellos heredé el valor para el combate. De ellos aprendí el oficio de la guerra. De ellos recibí el amor a nuestra patria y el deber de recuperarla y defenderla. Jamás renunciaré al sueño de mis antepasados. A unificar todas las tierras de España bajo una sola corona y esa corona ha de ser cristiana. Los mahometanos nos han invadido y han usurpados nuestros derechos. Nuestro deber es recuperarlos. Yo seguiré con este empeño hasta el último día de mi vida y espero que mis sucesores hagan lo mismo. No pienso desistir de ello.
—Ya veo que no. ¿Y cuándo pensáis partir?
—Pues será a finales del mes que viene o a principios de julio. Tengo que adelantarme a los sarracenos, así que no puedo demorarme mucho.
—Señor, me gustaría que os demorarais para siempre, pero eso es imposible. Sólo os pido que os cuidéis durante los enfrentamientos que tengáis contra los sarracenos. No quisiera que os sucediera nada grave.
—¿Y qué me tiene que suceder? He participado en numerosas batallas y siempre he salido ileso de ellas. ¿Por qué habría de ser distinto aahora?
—Porque alguna vez tiene que se la última cuando se tienta tantas veces a la suerte. Además, yo siempre he albergado en mi corazón ese presentimiento cada vez que partís para la guerra. ¿Creéis que no sufro durante vuestra ausencia?
—Jamás me habíais dicho nada. ¿Por qué me lo decís ahora?
—No lo sé, Señor. Quizás no sea más que una corazonada.
El sol brillaba con fuerza en lo alto del cielo. En la inmensa bóveda azul no se veía una sola nube. La primavera parecía que quería dar paso ya al verano a pesar de que todavía faltaba más de un mes para su entrada. Días fríos tendrían que venir aún antes de que éste hiciera acto de presencia.
—Todavía no me habéis dicho dónde pensáis atacar a los ismaelitas, Señor.
—Iremos hasta Toledo por ser uno de los centros más importantes de su frontera. A pesar de haber trasladado el núcleo principal de ésta a Medinaceli hace tres o cuatro años, sin embargo, el punto más fuerte sigue siendo Toledo. Y allí es donde dirigiré mi ataque.
—No puedo más que desearos suerte y que regreséis victorioso y con un abundante botín.
—Espero que así sea, Señora.
El sol dejaba sentir ya sus efectos. La real pareja decidió retirarse al interior de su residencia donde se disfrutaba de mayor frescor. Daba fin así su paseo matinal por los jardines de palacio y su animada conversación sobre las inminentes intenciones bélicas del monarca.
Mes y medio más tarde el rey puso en práctica su proyecto. Partió con un gran ejército hacia tierras de Toledo, donde realizó una serie de saqueos por todo el valle del Tajo hasta enfrentarse con las tropas califales en Talavera. Allí les causó más de doce mil muertos y se apoderó de unos siete mil prisioneros con los que regresó a León cargado de abundante botín. Pero también regresó con los achaques de una enfermedad que nada bueno presagiaba. Su salud comenzó a debilitarse a partir de aquel momento.
12
A pesar de su deteriorada salud, don Ramiro quiso realizar un viaje por tierras asturianas. Hacía tiempo que se lo había prometido a su esposa doña Urraca y siempre había tenido que posponerlo por las circunstancias del momento. Se proponía visitar las posesiones de sus antepasados en tierras asturianas y orar ante sus tumbas en la catedral de Oviedo. Pocas veces había atravesado don Ramiro la cordillera Cantábrica. Asturias, desde el traspaso de la corte a León, había quedado relegada a un segundo término en los planes de los monarcas leoneses. Constituía un reducto difícil de expugnar por el enemigo infiel por su propia situación geográfica. La cordillera Cantábrica por el sur y el mar Cantábrico por el norte la convertían en una fortaleza natural. Los reyes tenían poco que temer de un potencial ataque. El flanco más débil en ese sentido lo podía constituir el mar, pero para eso disponían de varios castillos estratégicamente ubicados a lo largo de la costa que le servían de defensa. Los monarcas leoneses consideraban aquella parte de su reino completamente segura y tranquila.
Los reyes llegaron a Oviedo a principios de diciembre. Al cruzar la cordillera Cantábrica, el rey se había sentido algo indispuesto. El intenso frío había reavivado las dolencias que arrastraba desde la batalla de Talavera. Nunca les había dado mayor importancia, aparte que durante aquellos meses parecían haber remitido. Pero ahora, justo al atravesar aquellas cumbres nevadas, volvieron a aparecer las molestias en el pecho.
Los reyes habían visitado ya el complejo del valle de Boides, el Aula Regia de Santa María de Naranco, el castillo de Gozón, varias iglesias y monasterios del interior de Asturias. Habían orado más de una vez ante las tumbas de sus antepasados ubicadas en el Panteón de los Reyes de la catedral de San Salvador. Habían transcurrido algo más de tres semanas desde su llegada a Oviedo. Se acercaba la Navidad. Don Ramiro y doña Urraca hubieran querido pasarla en León con toda la familia, pero una fuerte nevada les obligó a demorar su regreso a la corte. El rey cada día se encontraba más débil y delicado.
—Si no nos damos prisa, no sé si podré regresar a León con vida.
—No digáis eso, Señor. Ya veréis cómo se os pasan esos dolores en cuanto crucemos la cordillera. Estoy convencida que se deben a la humedad de esta tierra. El propio físico no lo ha descartado en ningún momento.
—El galeno puede opinar lo que quiera, pero estos dolores no se deben a la humedad. Hace meses que los padezco, aunque es cierto que últimamente parecía que habían remitido. Señora, debemos regresar a León lo antes posible.
—Ya he dispuesto nuestro regreso, esposo mío, mas este tiempo no nos permite partir. Los expertos dicen que el puerto está cerrado y que permanecerá así al menos durante una semana, eso si el clima es favorable.
—Me hago cargo de la situación, pero quiero partir en cuanto surja la más mínima oportunidad. Si he de morir, quiero que la muerte me halle en León donde deseo ser enterrado. Allí se hallan mis padres y hermanos y quiero que mis restos descansen junto a ellos.
—Señor, se respetará vuestra voluntad, pero no seáis agorero. No os vais a morir, al menos por ahora.
—Muy segura de eso estáis, Señora. Yo no lo estoy tanto. Nadie mejor que yo sabe lo que me pasa. Siento cómo mis fuerzas me van abandonando día a día. Mi vitalidad se escapa como el hilo de agua cuando cortan el suministro. Ya apenas siento la sangre en mis venas. Mis miembros se entumecen por momentos. No soy más que una sombra de lo que fui.
—Señor, no digáis eso. Me asustáis. Deberíais ser fuerte, como lo habéis sido siempre, para superar el mal momento que estáis pasando.
—Esa fortaleza ya no depende de mi voluntad. Por más que lo intento, mis fuerzas me han abandonado.
En Oviedo el cielo seguía encapotado. Hacía días que no cesaba de llover sobre los valles y montañas de Asturias. El agua corría por todas partes formando regatos por doquier. Las nubes bajas se confundían con la niebla que cubría hasta media montaña. Un grupo de jinetes abandonaba la ciudad por la puerta sur. La calzada estaba cubierta de charcos y de barro. Los jinetes fustigaban sus caballos para que aceleraran el paso. Tenían que llegar a los pies de la cordillera antes del anochecer. Al día siguiente se levantaron temprano. Apenas clareaba, pero había que darse prisa. Los días eran muy cortos y era necesario atravesar la cordillera antes de que se echara la noche de nuevo encima. No sabían con lo que se podían encontrar en ella. Uno de los servidores reales les había asegurado que el puerto estaba expedito, pero nadie podía garantizar que no se volviera a cerrar con una nueva nevada. Al mediodía ascendían la cordillera Cantábrica. Poco antes de llegar a la cúspide se despejaron las nubes dando paso a un día radiante. El blancor cubría las cumbres de la cordillera. La calzada, en cambio, estaba libre de nieve, aunque el barro lo llenaba todo. Los caballos luchaban con gran esfuerzo por superar las duras rampas. Más de una vez estuvieron a punto de dar con su cuerpo y con su preciada carga en tierra. Por fin, lograron rebasar la cumbre. El sol estaba a punto de ocultarse detrás de las montañas. Había que apresurarse si querían llegar a la próxima posta antes de que anocheciera. La reina pidió que hostigaran más a sus caballos. El rey parecía empeorar por momentos. El pesado viaje y el frío helador del puerto habían agravado sus dolencias. Tenían que llegar pronto a Gordón. El sol ya se había puesto y las sombras de la noche comenzaban a abrazarlo todo. Finalmente, llegaron a la posada. Minutos más tarde el rey descansaba sobre un lecho con fuertes dolores, mucha fiebre y la respiración entrecortada. Al día siguiente de madrugada reanudaron el viaje hacia la corte. Pasado el mediodía llegaron al palacio real. Don Ramiro fue trasladado de inmediato a sus aposentos. Los físicos lo examinaron detenidamente y nada bueno dedujeron de su exploración. La salud del monarca estaba muy deteriorada.
—Debe permanecer en absoluto reposo. Como tiene mucha fiebre, es conveniente que le refresquéis la frente y las sienes con paños húmedos. También será bueno que le aliviéis el exceso de calor todo lo que podáis.
Cuando el galeno se disponía a abandonar la alcoba real, llegó la reina. En un aparte la puso al corriente del estado de su esposo.
—Señora, debéis prepararos para lo peor. Vuestro esposo está muy débil y si no hay algún milagro de por medio, no saldrá de ésta.
—¿Tan grave está?
—Sí, Señora. Su estado es muy grave. Debemos esperar a ver cómo evoluciona en los dos o tres próximos días, pero su estado es crítico. He dado algunas recomendaciones al personal de servicio y he dejado unas instrucciones para que el boticario le prepare algunos remedios que se le deben administrar inmediatamente, pero no creo que sirva de mucho. El estado de su enfermedad está muy avanzado. Los físicos poco o nada podemos hacer por detenerlo. Es todo lo que os puedo decir.
—Así, pues, ¿no hay ninguna esperanza?
—Ninguna, Señora. Siento tener que ser tan sincero.
La reina se acercó a la cabecera de su esposo con el rostro cubierto de lágrimas. Tal vez si no hubieran ido a Asturias el rey podría gozar aún de buena salud. Fue una imprudencia por su parte haber llevado a cabo aquel viaje. Podían haberlo aplazado para cuando hubiera hecho buen tiempo, pero en el buen tiempo siempre surgían otras obligaciones. Ahora ya no había remedio. El rey había enfermado y no había esperanzas de que sanara.
Tres días más tarde, concretamente el cinco de enero del año 951 el rey pareció gozar de una mejoría transitoria. Momento que aprovechó para hacer pública su abdicación a favor de su hijo don Ordoño. Después hizo que lo trasladaran al monasterio de San Salvador, contiguo a su palacio, donde se despojó públicamente de sus vestiduras reales y derramó cenizas sobre su cabeza, como símbolo de su renuncia a su dignidad real y a todo lo que ésta representaba. Ramiro II el Grande puso fin así a su largo y fructífero reinado, que tanto había supuesto en la expansión y afianzamiento del reino de León. Poco después entregó su alma al Señor.
© Julio Noel
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