La familia de Ismael Ricote
Julio Noel
1
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre (1) el propio Miguel de Cervantes «no quiso acordarse», una lluviosa mañana del mes de octubre del año mil quinientos ochenta y seis, una comitiva fúnebre se disponía a dar cristiana sepultura a uno de sus convecinos que acababa de pasar a mejor vida. Sus parientes más allegados derramaban copiosas lágrimas ante el féretro que se hallaba presto para ser sepultado en la recién excavada tumba. El agua que no cesaba de caer ya ocultaba todo el fondo de la fosa y empapaba por completo la tierra que había de cubrir la sepultura. El sacerdote apuró los últimos salmos antes de que depositaran el féretro en el fondo del sepulcro, al tiempo que los convecinos más rezagados daban el último adiós al finado y el pésame a sus familiares. No se demoraron en dar cuenta de su trabajo los sepultureros, que no estaban dispuestos a que la lluvia les obligara a redoblar su esfuerzo. Momentos más tarde el camposanto quedaba otra vez en silencio, como una invitación al descanso eterno de los muertos.
Pedro Ricote, nombre que había adoptado Hasan abdel Jabbâr al convertirse al cristianismo tras la expulsión de los moriscos de las Alpujarras granadinas allá por el año de mil quinientos setenta y uno, después de la larga rebelión que habían mantenido contra el poder establecido, era el fallecido. Había llegado a aquel lugar de la Mancha quince años antes con su mujer, Halima, y sus dos hijos, Ismaîl ibn Hasan y Fatima, de tres y un año de edad respectivamente.
No tardó en establecerse con todas las mercaderías que portaba del negocio que acababa de abandonar con gran dolor en el corazón de las Alpujarras. Negocio que fundara su bisabuelo poco antes de la rendición de Granada y que tanta solera había logrado amasar entre las agrestes montañas de Sierra Nevada. A partir de ese momento le tocaba a él incrementar su patrimonio en el lugar que acababa de elegir como su nueva residencia, ubicado en la inmensidad de aquel mar de tierra que constituye la Mancha.
Pedro Ricote recordaba que su familia siempre había practicado la religión musulmana desde tiempos inmemoriales. Todos sus antepasados habían sido fieles seguidores del islamismo más inflexible. Seguían la norma coránica convencidos de que era la única religión verdadera. Jamás se habían planteado renunciar a ella en favor de otra religión y mucho menos en favor de la religión católica, que para ellos era sinónimo de politeísmo. Pero hacía muchos años que sus valedores, los reyes granadinos, habían sido obligados a abandonar el reino de Granada y poco a poco el nuevo régimen había ido minando sus derechos y los acuerdos que habían firmado los Reyes Católicos con Boabdil, su último rey, antes de la expulsión de éste. De poco servían ya casi un siglo más tarde aquellos acuerdos. La realidad del momento era obstinada y nada se podía hacer contra las nuevas normas que regían en España. Pedro Ricote, como tantos otros moriscos, abrazó el catolicismo para salvar su vida y sus propios intereses, pero nada sentía hacia la nueva religión, tan sólo pretendía que lo dejaran vivir en paz.
Pedro Ricote y su familia cumplían con los preceptos divinos como cualquier cristiano viejo de la localidad. No faltaban a misa ni un solo día de precepto y guardaban respetuosamente los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia. Durante la Cuaresma practicaban el ayuno y la abstinencia como los que más. Nadie podía reprocharles nada y mucho menos acusarlos de su pasado. Pero Pedro Ricote no había renegado de su fe musulmana. En lo más recóndito de su morada practicaba las oraciones y los ritos del islam. En él había sido educado al igual que sus antepasados. En él había educado a sus propios hijos. En él vivía y quería morir, aunque aparentemente lo hiciera en la religión cristiana. Nada ni nadie en este mundo podría apartarlo de su fe en Alá ni de la palabra de Dios contenida en el Corán y revelada al profeta Mahoma. Ante el mundo viviría para la Iglesia católica, pero en su interior vivió para Alá y sólo para Alá. ¿Quién tenía derecho a manipular su fe y su conciencia?
Pedro Ricote contrató los servicios de un preceptor para instruir a sus hijos en el saber y la cultura de la época, en especial a su hijo, que en el futuro habría de hacerse cargo del negocio familiar. No era aconsejable que asumiera tanta responsabilidad sumido en la más absoluta ignorancia. Debería ser instruido en todos los ámbitos del saber, pero sobre todo en el cálculo y las Matemáticas, como lo había sido él en su momento. Un buen comerciante tenía que ser experto en cuentas si quería que su negocio floreciera. Así, pues, Ismaîl ibn Hasan, que cambió su nombre por el de Ismael Ricote, pasó su infancia y adolescencia rodeado de libros que devoró con fruición bajo la atenta mirada de su preceptor. Se interesó por todas las ramas del saber, pero, por especial deseo de su padre, descolló principalmente en el estudio de las Matemáticas. A la edad de catorce años no había problema ni operación matemática que se le resistiera. Concluida su instrucción, su padre quiso enseñarle todos los secretos de su profesión, por lo que a partir de ese momento se convertiría en su propia sombra hasta el día de su muerte.
Ismael aprovechó los cuatro años de aprendizaje al lado de su padre para adquirir un vasto bagaje de conocimientos comerciales que constituirían la base de su éxito profesional. Al lado de su progenitor aprendió a discernir las mejores técnicas de ventas. Supo cómo debía utilizar los mejores métodos de persuasión ante sus clientes. Qué estrategias seguir según la psicología de cada uno de ellos. Cómo engañarlos sin que jamás se sintieran engañados, antes al contrario, que siempre se fueran satisfechos. Aprendió a utilizar la palabra justa en el momento preciso. A sonreír al cliente en todo momento. A escuchar sus quejas. A ser solícito ante sus exigencias. A no contradecirlo jamás. También aprendió a seleccionar y valorar sus productos. A esconder sus defectos. A sobrevalorar sus virtudes. En definitiva, aprendió a obtener el máximo posible de ganancias en todas las transacciones que realizara y el menor número de pérdidas posible. Ésa era la regla de oro de un buen comerciante.
Pedro Ricote llegó a crear un pequeño imperio familiar durante los quince años que vivió en aquel pueblo manchego. Bien es cierto que no partió de la nada. A su llegada contó con la mayor parte del patrimonio de sus antepasados. Tuvo, eso sí, que adquirir los solares en los que levantaría su nueva casa y su negocio. Tuvo que desembolsar una buena parte de sus ahorros en construir la casa y en adquirir los enseres para la misma. También tuvo que incrementar considerablemente las existencias. Pero al cabo de aquellos años sus inversiones se vieron compensadas con lucrativos beneficios, que vinieron a colmar con creces las expectativas más optimistas. Se marchaba de este mundo con el alma satisfecha y la conciencia tranquila.
Pedro Ricote dejó este mundo un lluvioso día otoñal en la plenitud de su vida. Aún le faltaban algunos años para alcanzar los cincuenta. Siempre había gozado de buena salud y su constitución física era más bien fuerte. Nunca había sabido lo que era una enfermedad ni tan siquiera un leve dolor de cabeza. Siempre había comido de todo sin que nunca nada le hubiera hecho daño. Más de una vez se había vanagloriado de ello ante el pequeño círculo de sus amistades. Era como si los males existieran sólo para los demás. Pero un buen día, un par de meses antes de su malhadado fallecimiento, de súbito se empezó a sentir mal. Al mes de su repentina enfermedad su estado físico comenzó a ser alarmante. Su deterioro se veía de día en día. Mes y medio después del primer achaque ya no era ni la sombra de lo que había sido. Su edad parecía haberse doblado. Apenas podía mantenerse en pie y menos aún erguido. Caminaba con gran dificultad, completamente encorvado y apoyado en un bastón. Una semana más tarde quedó postrado definitivamente en el lecho donde pocos días después lo hallaría la muerte. Hasan abdel Jabbâr se despidió de los suyos encomendándose a Alá y a su profeta Mahoma.
2
Era mediodía. La lluvia no cesaba. En la lejanía pequeños jirones de niebla parecían cabalgar sobre la tierra empapada por el agua caída. El cielo seguía encapotado, amenazador.
—Tendremos lluvia para rato—, comentó casi para sí Ismael Ricote.
Madre e hijos se hallaban reunidos en torno a la mesa. Ninguno de los tres probaba bocado. Fátima, al oír el comentario de su hermano, no pudo reprimir más su dolor y dio rienda suelta a su llanto. Poco después a la madre le comenzaron a correr dos reguerillos de lágrimas por sus mejillas. Y es que el dolor era más fuerte que su voluntad.
—Basta ya, madre. Tenemos que superar este duro golpe—, dijo Ismael a modo de consuelo, pero con un nudo en la garganta que le ahogaba su propia voz.
La lluvia continuaba cayendo con su incesante ritmo. Por la calle no andaba nadie. Todo el mundo se había recogido en sus humildes moradas para refugiarse de la persistente lluvia y también porque era la hora de comer.
—Con este tiempo hoy no vendrá nadie a comprar, así que sería mejor que cerráramos la tienda esta tarde.
—Esta tarde y mañana. ¡Cómo se te ocurre, hijo, abrir el día del entierro de tu padre! Tenemos que guardar al menos un par de días de luto por su muerte.
—Con eso no le devolveremos la vida, madre. En cambio, nosotros necesitamos seguir viviendo.
—Eso ya lo sé, hijo. Pero porque tengamos cerrada la tienda dos días no nos vamos a morir de hambre. Además, lo que no vendas estos dos días, lo venderás más adelante. La gente no va a dejar de comprarnos por eso.
—Como quieras, madre. Y ahora deberíamos intentar comer algo.
—Claro que sí, hijo, pero yo no tengo apetito. No soy capaz de pasar un bocado —dos gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas—. ¡Pensar que hace dos meses gozaba de plena salud y hoy lo acabamos de enterrar! Lo único que me consuela es que ha muerto congraciado con Alá. Deberíamos tener libertad de religión como tuvieron nuestros antepasados. ¡Estos cristianos que nos obligan a profesar una religión que no es la nuestra!
—Madre, mantén la boca cerrada que nos puede oír alguien. No vamos a conseguir nada con lamentaciones. Por nuestro propio bien debemos seguir fingiendo que somos cristianos auténticos. Nuestras creencias y convicciones religiosas no deben salir nunca de esta casa. ¿Estamos?
—Sí, hijo. Pero en momentos como éstos uno no se puede contener. Llevamos muchos años sufriendo esta represión por parte de los cristianos. ¿Hasta cuándo tendremos que seguir así?
—Hasta que Alá quiera, madre. Nuestros antepasados perdieron la guerra y ahora los vencedores son los que dictan las leyes y nos marcan el camino por donde tenemos que seguir. Es mejor que sigamos fingiendo como hemos hecho siempre. Hasta ahora no nos ha ido mal.
Rosario, que ése es el nombre cristiano que había adoptado Halima, emitió un profundo suspiro que salió de lo más recóndito de su alma. Con él parecía querer expulsar de su interior todo el odio que acumulaba contra los vencedores y sus gobernantes.
—Tienes razón, hijo. Tenemos que disimular como hemos hecho hasta ahora. No nos queda otra alternativa. Y tú, hija, ¡levanta ese ánimo! No podemos dejarnos llevar por el dolor de la desgracia. Entre los tres podremos sacar el negocio para adelante.
—De eso puedes estar bien segura, madre. A partir de hoy yo ocuparé el puesto de padre y os prometo que nunca os faltará de nada. Durante estos años padre me ha enseñado todo lo que debía saber para regentar el negocio y os aseguro que he aprendido muy bien la lección. No sólo pienso mantenerlo, sino que espero incrementarlo en un futuro no muy lejano.
—Alá te oiga, hijo mío, y te conduzca por el buen camino. Y ahora, hijos míos, vamos a comer algo aunque el cuerpo no nos lo pida. Después rezaremos los salmos del Corán por el eterno descanso de vuestro padre.
La lluvia seguía cayendo sobre la extensa llanura manchega. Los empapados campos ya no admitían más agua, por lo que ésta se remansaba formando grandes charcos y balsas por todas partes. Esa lluvia pertinaz estaba retrasando un poco la siembra del cereal, pero, como contrapartida, crearía un tempero idóneo para la misma. Bastaba con que cesara de llover y luciera el sol unos días para que los agricultores se afanaran en sus labores. De momento sólo cabía esperar.
Transcurridos los dos días de duelo por la muerte de su padre, Ismael abrió de nuevo las puertas de su tienda. La vida seguía adelante y la maquinaria de este mundo no se podía detener por el fallecimiento de un ser humano, por triste que resultara este hecho. Desde que puso el pie en la tienda el primer cliente, no cesaron los pésames y las muestras de condolencia por el fallecimiento del progenitor.
—Te acompaño en el sentimiento, Ismael.
—Gracias, Roque.
Apenas habían acabado de estrecharse las manos, cuando entró otro cliente.
—Lamento la muerte de tu padre —le estrechó la mano—. La cantidad de veces que echamos la partida juntos y ahora se nos ha ido para siempre.
—Gracias, Victoriano.
—Lo siento de veras, Ismael —le dijo una señora que acababa de entrar acercándose a él en un ademán de darle un beso fraternal.
—Se lo agradezco, señora María.
—¡Y pensar que hace dos meses estaba tan fuerte y tan lleno de vida! —añadió ésta—. No somos nada.
—Y que lo digas, María —comentó Roque—. Pero para sufrir como estaba sufriendo, vale más así.
—Desde luego —contestó ésta—. Al menos ahora ha acabado su sufrimiento y el de los suyos, que bastante les ha tocado padecer a los desdichados, aunque haya sido por poco tiempo.
—Gracias por tus palabras de consuelo, María —le dijo Rosario que acababa de llegar y aún pudo escuchar el último comentario de su vecina—. Pero una muerte es una muerte y, por muy justificada que esté, siempre duele.
—Tienes razón, Rosario.
Ambas mujeres acercaron sus caras para confirmar sus palabras con un beso amistoso. Ismael mientras tanto despachaba al primer cliente. Todo aquel día y los siguientes se repitieron escenas parecidas a la descrita aquí arriba y es que en un lugar pequeño toda la gente se conoce y se hace partícipe de las alegrías y penas de sus convecinos.
El transcurso del tiempo lo cura todo y cicatriza todas las heridas. Eso mismo le ocurrió a la familia de Ismael Ricote. Tres años hacía ya de la muerte de su padre cuando tramó relaciones con la hija de una de las pocas familias moriscas que, como ellos, se habían establecido en el lugar tras la expulsión de las Alpujarras. Se trataba de una bella mora de ojos negros como el azabache. Su pelo del mismo color, su tez morena, sus labios como el carmín le habían hecho perder el juicio desde el primer momento que la había visto. Pero nunca hasta entonces se había atrevido a abrirle su corazón por timidez. Quedó prendado de ella cuando contaba con quince o dieciséis años. Desde entonces se derretía en amor cada vez que la veía. Se cruzaban entre sí significativas miradas, pero jamás había osado dirigirle la palabra. Primero, por miedo y respeto a su propio padre. No sabía cómo podría reaccionar cuando descubriera sus relaciones con aquella chica. Después, por el duelo que le impuso su muerte. Ahora había llegado el momento de normalizar su vida y formar su propio hogar. No es que le faltara éste con su madre y su hermana a su lado. Pero estaba enamorado y quería tener su propia mujer y, por qué no, sus propios hijos.
Francisca, que ése era el nombre cristiano que había tomado Najla, era la hija menor del talabartero del pueblo. Era tres años más joven que Ismael. Desde los primeros encuentros se había sentido atraída por él. Las miradas que se habían cruzado durante todos aquellos años habían sido más explícitas que cualquier declaración amorosa que pudiera haber habido entre ambos. El día que el joven decidió hablarle, no dudó un instante en abrirle de pleno su corazón. El aspecto físico del joven, su posición social y, sobre todo, su procedencia étnica eran motivos suficientes para aceptarlo como esposo y compañero de su vida. Su religión y sus costumbres no les permitían mezclarse con gentes de otros credos y diferentes culturas. Ellos se habían convertido al cristianismo por razones prácticas, pero no por convicción. En su interior seguían manteniéndose fieles a su fe islámica, por eso los matrimonios deberían ser lo más homogéneos posible. La elección de Ismael y Francisca era, pues, completamente acertada.
El pudor que sentía Francisca ante las miradas del que sería su prometido le había impedido acercarse a su tienda desde hacía años. Una sola de sus miradas le encendía la cara como las brasas. Por eso había evitado por todos los medios posibles pisar su tienda. Pero un buen día no tuvo más remedio que hacerlo. Al entrar cerró tras de sí la puerta del establecimiento sin atreverse a mirar hacia el mostrador que tenía delante. Su cara parecía de grana. Sus negros ojos no osaban levantarse del suelo. Ismael, por su parte, también se mostró embarazado y confuso. Al cabo de unos segundos interminables logró romper el hielo abrasador.
—Hola, ¿querías algo?
Francisca logró sobreponerse a su pudor durante breves instantes, momento que aprovechó para dirigir una fugaz mirada al joven, que la contemplaba entre perplejo y extasiado. Tornando la mirada al suelo, se atrevió a responderle.
—Quería un kilo de arroz y un paquete de azúcar.
Ismael, pasado el primer momento de confusión y sorpresa, trató de sobreponerse a la situación y dar el paso que tantos años llevaba anhelando.
—¿Sabes que eres preciosa?
Francisca, al oír el elogio, se ruborizó aún más. Ahora el carmín le había encendido hasta los pabellones auriculares. La joven no supo qué contestar. Tan sólo se limitó a dirigir una sonrisa a su interlocutor.
—Tu sonrisa me fascina.
Era lo que le faltaba por oír para dejar de ser dueña de sí misma. Estaba deseando que el joven terminara de despacharla para salir corriendo de la tienda.
—¿Nos vemos esta tarde?
Francisca no sabía qué contestar. Mientras guardaba el cambio en el monedero y recogía los paquetes del arroz y el azúcar, se atrevió a murmurar algo entre dientes.
—Bueno.
—Te espero en la plaza de la fuente a las ocho en punto, ¿de acuerdo?
Cuando abría la puerta de la tienda para abandonarla, a Ismael le pareció oír que le contestaba algo, aunque no supo qué. No obstante, se presentó en el lugar de la cita a la hora señalada con la esperanza de que ella acudiera. Y no fue vana su esperanza, pues cinco minutos más tarde aparecía también Francisca bella y radiante como una diosa. Su encuentro vespertino ya no fue tan azaroso como el de la mañana, aunque ambos mantuvieron las distancias. Pero aquél fue el comienzo de un idilio que un año más tarde terminaría en los esponsales que unirían sus vidas para siempre.
Un año antes de estos acontecimientos, Fátima, la hermana de Ismael, había contraído matrimonio con un apuesto morisco, heredero de uno de los más ricos comerciantes de Manzanares. Desde aquel momento madre e hijo quedaron completamente solos en la casa solariega que fundara su difunto padre. Rosario, su madre, a pesar de que aún era joven, no cesaba de hostigar a su hijo para que tomara esposa. Los años pasaban y a medida que se fuera haciendo mayor le sería más difícil casarse.
—Hijo —le decía un domingo durante la sobremesa—, debes buscarte una mujer honrada y hacendosa para que te dé hijos y cuide de ti en tu vejez.
—Pero ¿qué necesidad tengo de eso, madre, teniéndote a ti a mi lado?
—¡Ay, hijo, la vida se pasa sin darnos cuenta! Yo me iré algún día ¿y qué será entonces de ti?
—Pero, madre, ¿qué cosas dices? Si aún eres joven.
—¡Joven!, ¡qué más quisiera yo! Ya estoy rayando los cincuenta y a partir de aquí cualquier día me puede dar un ataque que me lleve por delante. Hijo, no te confíes en mí. Debes asegurar tu futuro cuanto antes mejor.
—Lo pensaré, madre.
Rosario hizo un gesto de disgusto.
—No tienes nada que pensar, hijo. Tu vida material la tienes resuelta. El negocio que nos dejó tu padre te da para vivir holgadamente. Tú no sólo lo has continuado, sino que lo has ampliado y mejorado. Por ese lado no tienes nada que temer. Lo único que necesitas es una mujer honrada y buena a tu lado, que cuide de ti y te dé descendencia. ¡Me haría tan feliz tener nietos!
—Te repito, madre, que lo pensaré, pero no quiero que me atosigues con este tema. No haces más que recordármelo.
—Lo hago por tu bien, Ismaîl. No es bueno que el hombre esté solo. Necesita a su lado una mujer que lo quiera y que se desviva por él.
—Bueno, madre, te repito que lo pensaré y ahora, si me perdonas, me voy que tengo que poner en orden las cuentas del negocio.
—Tú siempre pensando en el negocio. Vete, hijo, vete, pero deberías dedicar más tiempo a distraerte un poco, que te pasas la vida enfrascado únicamente en el negocio y eso tampoco es bueno. Ni siquiera los domingos, que te obligan a tener la tienda cerrada, puedes descansar.
—Y si no lo hago yo, ¿quién me lo hace?
—Bueno, bueno, hijo, tú verás. Pero no te olvides que los años pasan sin remisión y que sólo se vive una vez.
—Te agradezco tus consejos, madre, pero ahora debo irme.
Ismael dejó a su madre en el salón de su casa con una gran aflicción en el pecho y dos lágrimas en sus mejillas. Su hijo debía tomar esposa y pronto, porque los años no pasaban en balde. Además, entre ellos estaba muy extendida la costumbre de casarse muy jóvenes, porque la juventud es la edad en la que la sangre hierve en las venas. Después disminuye el impulso y el interés por el matrimonio. Su hijo estaba demasiado absorto en el negocio y poco a poco se le estaba escapando su juventud. Debería seguir insistiendo en el tema, aunque resultara pesada a sus ojos.
El día que se prometieron Ismael y Francisca fue el día más dichoso para Rosario después del día de su boda. Entre los moriscos la promesa de matrimonio constituía un pacto definitivo. Rara vez se volvían atrás. Una vez prometidos, sólo quedaba fijar la fecha de la boda y llevar a cabo los preparativos para la misma. Por eso Rosario no cabía en sí el día que su hijo le dio la noticia.
—Me has quitado un gran peso de encima, hijo mío. Ahora ya puedo morir tranquila.
—Pero, madre, yo no me caso para que te mueras.
—Lo sé, hijo. Pero ahora ya puedo morirme feliz, porque sé que tú también lo serás y quedarás bien atendido el día que yo me vaya. Ahora puedo disfrutar plenamente de la vida que me queda. Espero que no tardéis en darme algún nieto que me ayude a ser más feliz.
—Lo procuraremos.
—Claro que sí, hijo. ¿Y quién me has dicho que es tu prometida?
—Francisca.
—¡Ay! Pues ahora mismo no sé quién puede ser esa chica.
—Es Najla, la hija de Mohammad ibn Halîm el talabartero, más conocido por Francisco Tiopieyo.
—¡Ah, sí! Ahora ya sé quién es. ¡Como nunca se deja ver por la tienda…! La tengo vista más de una vez en la iglesia. Es muy guapa. Te felicito por tu elección, hijo. ¡Enhorabuena!
—Gracias, madre. Me alegro que te guste y que os lleguéis a entender bien. Ya te la presentaré algún día.
—Alá te oiga. Nada alegraría más mi vejez que vivir felizmente al lado de tu mujer y tus hijos.
Ismael y su madre permanecieron largo rato conversando sobre las bondades de su futura esposa y la fecha de su boda. Después de muchas discusiones, la boda quedó fijada para el año siguiente. Había que remodelar la casa de arriba abajo y renovar todo el ajuar. Con su matrimonio Ismael quería imprimir un sello nuevo a la que había de ser su morada para toda la vida.
3
Era un apacible día de primavera. El sol brillaba en lo alto del cielo y dejaba ya sentir con fuerza los efectos de sus rayos. El extenso mar de tierra verdeaba por todas partes con infinidad de matices. Sólo de cuando en cuando era interrumpido por algún barbecho de tierra siena tostada o algún que otro ocre amarillo. El canto de la calandria alegraba los oídos a intervalos regulares.
—Ven por aquí, hija mía, que por ahí te puedes hacer daño.
Rosario indicaba amorosamente a su nietecita por dónde debía caminar. Una hermosa niña de apenas tres años. Era el fiel retrato de su madre, pero elevado a la perfección. Una hermosa luna de grandes ojos negros. Idolatrada por padres y abuela, era la diosa del hogar.
Abuela y nieta habían salido a pasear por el campo aquella maravillosa mañana primaveral. La niña se había acercado a unos escombros que alguien había abandonado descuidadamente en los aledaños del pueblo. La abuela tomó de la mano a la pequeña para apartarla del rimero de desechos.
—Vamos por este lado, reina mía, que por ahí te puedes herir con alguno de esos cascotes. ¿No habrán tenido otro sitio donde dejarlos?
Abuela y nieta caminaban de la mano por un camino de tierra entre los verdes trigales. Un poco más adelante un estrecho sendero llevaba hasta la orilla del Guadiana.
—¿Quieres que nos acerquemos a ver el río, mi vida?
—Sí, abuelita.
—Bien. Iremos por este sendero, pero con mucho cuidado, cariño, para no caernos al río. Si te caes al agua, te arrastrará la corriente río abajo y te ahogarás. ¿No querrás eso, verdad?
—No, abuela.
Rosario se acercó con su nieta a la orilla del Guadiana donde el agua formaba un pequeño remanso. Desde aquel lugar podían contemplar el río sin peligro ninguno.
—Vamos a sentarnos aquí a la sombra de estos álamos donde estaremos fresquitas. ¿Te gusta ver el agua?
—Sí, abuelita.
—Pero tienes que tener mucho cuidado con ella, ¿eh? El agua es muy peligrosa y muy traicionera. Me tienes que prometer que tú solita no vendrás nunca al río, ¿de acuerdo?
—Sí, abuela, te lo prometo.
—Muy bien, hija mía. Así me gusta —Rosario observó cómo en aquel momento la corriente arrastraba un pequeño tronco por el centro del río—. ¿Ves aquel tronco que se lleva la corriente?
—Sí, abuela.
—Pues lo mismo te arrastraría a ti si cayeras al agua. Debes tener mucho cuidado y no acercarte nunca tú sola al río. Es muy peligroso, sobre todo para los niños.
La abuela continuó dando sabios y prudentes consejos a su nieta para que poco a poco fuera discerniendo los peligros que encierra la vida. Hacia el mediodía decidieron regresar despacito a casa. Rosario se sentía completamente feliz al lado de su hijo, su nuera y su nieta.
Juana Ricota acababa de cumplir los seis años. Era la hija de Ismael Ricote y de Francisca. Su verdadero nombre era Sahira Zaina Najla, pero para el mundo se llamaba Juana, en honor a su tío materno. Cada día que pasaba su belleza iba en aumento. Con tan sólo seis años ya destacaba entre todas las niñas de su tiempo. En todo el lugar no tenía parangón ni en muchas leguas a la redonda. Sus padres se sentían orgullosos de ella y se esmeraban por preservar aquella tierna flor de los rudos temporales que la acechaban.
—¿Cómo te va, Sahira?
Los moriscos jamás empleaban los nombres cristianos en la intimidad del hogar.
—Muy bien, padre. Hoy el Cura me ha preguntado si sé quién es Jesús.
—¿Y tú qué le has contestado?
—Que es el Hijo de Dios.
Los domingos después de la celebración de la Misa los párrocos solían adoctrinar a los más pequeños en los misterios y fundamentos de la fe cristiana. La red de centros docentes era muy exigua, por lo que la educación y formación de la infancia y juventud era muy deficiente si no nula. Solía correr a cuenta de los padres, los sacerdotes y algún que otro preceptor para los hijos de los más acomodados. La mayoría de la gente era analfabeta y tan sólo recibía el adoctrinamiento que les daban los curas desde el púlpito.
—Ya sabes, hija, que eso es lo que te enseña el cura católico. Pero ese Jesús para nosotros no fue más que un profeta y así debes considerarlo.
—Sí, padre.
—Pero no se te ocurra decirle nunca al Cura que Jesús fue un profeta ni a nadie fuera de nuestra casa, ¿entendido?
—Sí, padre. Pero no acabo de entender por qué tengo que considerarlo de distinta manera en casa que fuera.
—No te preocupes, hija. Algún día lo entenderás. ¿Y qué más te ha preguntado el Cura?
—No me ha preguntado nada más. Me ha dicho que Jesús, además de ser el Hijo de Dios, es el hijo de María.
—Eso último es cierto. Jesús es el hijo de María o Maryam, como la llamamos nosotros. Maryam fue una mujer muy virtuosa que concibió a Jesús. Isà ibn Maryam no es más que un profeta y mensajero de Alá. Pero esto debe quedar entre nosotros. Si lo comentas fuera de casa, nos puede traer muchos problemas.
—¿No crees que es demasiado pronto para inculcarle esas cosas y crear tanta confusión en su mente?
—Tal vez, querida, pero debe ir conociendo ya desde ahora los dogmas de nuestra fe. Si esperamos a que los comprenda, puede ser demasiado tarde. De la semilla nace la planta y si esta semilla es cristiana, mucho me temo que más adelante sea demasiado tarde para inculcarle los principios de nuestra fe islámica. A mi entender, las enseñanzas del Corán deben ir paralelas a las del cristianismo, para que nuestra hija sepa discernir en todo momento la verdad de la mentira.
—Bueno, bueno. Tú verás lo que haces, pero si algún día tenemos algún disgusto, no digas que no te lo he advertido.
—No deberíamos tenerlo si somos prudentes y nuestra hija cumple con lo prometido.
—No te olvides que nuestra hija es todavía muy pequeña y que carece totalmente de malicia.
—Claro que carece de malicia, pero ella sabe que eso no lo debe comentar con extraños, como lo sabía yo a su edad y nunca se me ocurrió comentar nada con nadie. De nosotros depende que no lo haga.
La niña permanecía atenta a la discusión que se había suscitado entre sus padres, aunque no entendía nada de lo que decían. Lo único que parecía tener algo más claro es que sus padres no aceptaban de buen grado las enseñanzas que el Cura le infundía sobre Jesús y María. Su padre la acercó hacia sí y la sentó sobre sus piernas.
—Ven aquí, vida mía. Seguro que has oído hablar alguna vez de la Inquisición, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y qué te han dicho de ella?
—Que quema a los hombres y mujeres malos —contestó la niña haciendo pucheros.
—Pues eso es lo que harán con nosotros si comentas con alguien lo que te enseñamos aquí. No lo harás, ¿verdad?
—No, padre.
—Así me gusta, hija. Y ahora vete a jugar con tus muñecas, pero no te olvides nunca de lo que te acabo de decir.
—No lo olvidaré, padre.
Ismael depositó un beso en la frente de su hija y la dejó ir para que se entretuviera con sus juguetes.
—Nos estamos arriesgando demasiado, Ismaîl. La niña todavía es muy pequeña para guardar secretos. Algún día sin darse cuenta se le escapará alguna palabra y nos delatará.
—No lo hará, querida. Y ahora vamos a cambiar de tema, que éste ya me está empezando a aburrir.
Ismael y Francisca comentaron brevemente las últimas noticias que circulaban por el pueblo, para centrarse a continuación en su negocio y en los problemas que más les acuciaban. Los gobernantes no hacían más que atosigarlos con impuestos que ya casi no sabían cómo pagar. El afán expansionista e imperialista de Felipe II no tenía límites. Todo el dinero que ingresaban sus arcas era poco para sufragar las continuas guerras imperialistas. Las coronas de León y de Castilla fueron sangradas a impuestos. Sus habitantes eran cada vez más pobres. Por eso la mayor parte de ellos no tenía dinero con que comprar lo más básico. Las privaciones de las familias llegaban a extremos inauditos, pero había artículos de primera necesidad de los que no podían prescindir. Ismael se veía obligado a fiar casi todo lo que vendía a sus convecinos. Ya tenía varios cuadernos llenos de apuntes con las deudas que le debían y éstas seguían en aumento. Su negocio hacía tiempo que habría quebrado si no hubiera estado sustentado en una sólida base económica. Por suerte, su padre había acumulado una importante fortuna, que él había incrementado considerablemente. Gracias a aquella fortuna podía seguir llenando de existencias su almacén y podía seguir cubriendo las necesidades básicas de sus vecinos aunque no le pagaran. Pero aquella situación no podía seguir así indefinidamente, porque llegaría un momento que su fortuna se agotaría si no cobraba las deudas. Las finanzas de la Corona tenían que dar un giro si el país quería seguir para adelante. Aquello no podía continuar así.
—Si la situación económica del país no cambia, nos veremos obligados a cerrar la tienda. No podemos seguir arriesgando toda nuestra fortuna si no hay una garantía de futuro.
—¿Tan grave es la situación?
—Sí, querida. El pueblo nos debe casi dos veces lo que contiene la tienda. Es cierto que toda esta gente es honrada y responde con sus propiedades y haciendas para saldar sus deudas, pero nosotros no podemos seguir hipotecando con nuestros fondos las mercancías que ellos consumen. De continuar así, algún día nos veremos nosotros sumidos en la más absoluta miseria y no querrás que pase eso.
—Desde luego que no, pero esta gente necesita comer. ¿Cómo los vamos a dejar en la estacada?
—Claro que necesita comer, pero nuestra tienda es un negocio, no una institución de caridad. Tenemos que mirar también por nuestro bien y por el de nuestra hija.
Por aquellos días comenzó a correr por el lugar el rumor de que la enfermedad de Felipe II se agravaba. Algunos ya vaticinaban su inmediata muerte. Ésta ocurriría dos meses más tarde en el Monasterio de El Escorial, que él había fundado como mausoleo para sí y para sus descendientes. La muerte del monarca abrió la esperanza de una posible recuperación económica del país, si bien Felipe II dejaba una deuda astronómica a su sucesor. Durante su reinado España había sufrido tres bancarrotas y a su muerte el país estaba al borde de la quiebra. A pesar de ello, el pueblo esperaba que el nuevo rey lo condujera por el camino de la racionalidad y lo sacara del bache en el que lo habían hundido sus predecesores.
—Esperemos que el nuevo monarca traiga más estabilidad a este país que la que le dio su padre —le comentaba un día Ismael a su mujer durante la sobremesa—, porque de lo contrario nos veremos obligados a cerrar la tienda.
—¿Sigue sin pagar la gente?
—Pues claro que siguen sin pagar. Alguno hay que va pagando poco a poco lo que debe, pero la inmensa mayoría sigue llevándose la mercancía sin pagar. No sé hasta cuándo podremos soportar esta situación.
—Corren tiempos difíciles para todos, Ismaîl. Debes tener paciencia y concederles más margen. Ya llegará el día en que te lo paguen todo, ya lo verás.
—¿Y si no llega, Najla? No. No puedo fiarme de falsas promesas. Me he fijado un límite de endeudamiento. Rebasado éste, cerraremos la tienda. No puedo hipotecar toda nuestra fortuna en el negocio.
—Piénsalo bien.
—Ya lo tengo bien pensado. No pasaré del límite que me he fijado.
Ismael tomó un sorbo del humeante café que Francisca acababa de preparar.
—¿Te has parado alguna vez a pensar qué haríamos si cerraras la tienda?
Él emitió un largo y profundo suspiro antes de contestar a la pregunta que acababa de formularle su mujer.
—Claro que sí, querida. Lo he pensado mil veces y otras tantas me he echado para atrás por el miedo que me da. Creo que no sabría hacer otra cosa fuera de mi negocio. Es como si hubiera nacido para él. Ya desde pequeño aproveché cualquier momento libre que tuve para acompañar a mi padre en la tienda y aprender de él. Luego, a partir de los catorce años ya no me separé más de él hasta su muerte, momento en el que me hice totalmente cargo del negocio. No sabría vivir sin él. Así que, si lo perdiera, creo que perdería parte de mi vida y de mi ser con él.
—¿Y aún sigues pensando en cerrarlo?
—Si no hay más remedio, tendré que hacerlo. El negocio no nos puede llevar a la ruina.
—Pero, ¿de qué viviríamos entonces?
—No te preocupes por eso. Tenemos suficientes ahorros como para vivir sin trabajar toda la vida nosotros y nuestra hija.
Francisca abrió desmesuradamente los ojos. No podía creer lo que oía. Su marido jamás le había confesado lo que tenía. Ella sospechaba que tenía amasada una pequeña fortuna, pero no creía que fuera demasiado.
—¿Tanto hay?
—Sí, querida. Con lo que dejó mi padre ya podríamos haber vivido sin trabajar, pero yo he triplicado esos ahorros. El negocio siempre se me ha dado muy bien y durante unos cuantos años he acumulado muchas ganancias. Ahora la coyuntura económica no es favorable, lo que no sólo conlleva que las ganancias no se traduzcan en efectivo, sino que desciendan nuestros ahorros. Por eso me he fijado un margen que no debemos rebasar. Si lo sobrepasamos, tendremos que cerrar el negocio.
—Esperemos que nunca ocurra eso.
—Confiemos en que Alá y el nuevo rey no lo permitan.
Ocho años habían transcurrido desde la muerte de Felipe II. Juana Ricota ya estaba a punto de superar la edad de la adolescencia. Si ya de niña descollaba por su belleza, ahora que se estaba convirtiendo en una mujercita era la fascinación de los mozalbetes y jóvenes del pueblo y de muchos lugares de los alrededores. Todos la adoraban, pero ella no se dejaba cautivar por nadie. Su larga y sedosa cabellera negra, su rostro marfileño, sus grandes ojos negros, sus labios como corales tras los que se escondían unos dientes como perlas derretían hasta la roca más dura. En cuanto ponía los pies en la calle era el foco de atención de todas las miradas. Los jóvenes se quedaban extasiados, mientras que las muchachas ardían de envidia al verla. Su presencia no pasaba inadvertida para nadie. Ella, en cambio, parecía no ser consciente de los efectos que causaba. Caminaba descuidada e indiferentemente, como si las miradas y comentarios no fueran con ella, pero en su interior se sentía totalmente halagada, se sabía el centro de atención de todo el mundo. Se sentía casi como una diosa del Olimpo helénico en medio de los mortales.
—Hija, estás realmente encantadora. No me extraña que seas la admiración de todo el mundo.
—No digas tonterías, madre. ¿Quién se va a fijar en mí?
—No te hagas la ingenua, hija. De sobras sabes que todo el mundo se para a contemplarte.
—No será para tanto, madre.
—Sí que lo es y eso me preocupa. Hija, debes tener mucho cuidado con los hombres, que no persiguen más que su placer. Debes mostrarte muy recatada ante ellos y no darles nunca muestras de que te interesan. Además, debes apartarte de los cristianos, pues ya sabes que no debemos mezclarnos con ellos. A tu padre le darías un gran disgusto si algún día tramaras relaciones con alguno de ellos.
—Descuida, madre, que hoy por hoy no me interesan ni los cristianos ni los de nuestra religión.
—Mejor así, hija. Pero recuerda que debes evitar las relaciones con los enemigos de nuestra fe.
Juana había sido instruida durante todos aquellos años en los sacramentos y misterios de la religión católica por el Cura del pueblo. Pero al mismo tiempo fue inmersa en las enseñanzas del islam por su propio padre, que no estaba dispuesto a perder a su hija para la causa de la fe católica. También adquirió a través de un preceptor los conocimientos elementales del saber de la época para que se pudiera defender con más libertad en la vida. No cabía duda de que era una joven muy afortunada.
—Hija mía, no sólo eres hermosa. Has adquirido unos conocimientos superiores a los de la mayoría de chicas de tu tiempo y, además, eres rica. Todo eso son ingredientes suficientes para convertirte en objeto de deseo para muchos hombres. La mayoría te querrán por todo ello. Otros tan sólo por satisfacer su ambición. Debes estar expectante y no caer en las redes que te tiendan, que casi siempre son las de la adulación. No te dejes embaucar por sus lisonjeras palabras, que las más de las veces sólo persiguen su propio egoísmo y la satisfacción de su lujuria. Procura ser honesta y casta. Lo más sagrado para una mujer es llegar con su virginidad intacta hasta el matrimonio.
—Lo tendré en cuanta, madre.
—Eso espero, hija. Lo que más deseo en este mundo es tu felicidad y ésta sólo la conseguirás si llegas inmaculada al matrimonio. Ningún hombre de nuestra religión te perdonaría tu falta de virginidad. No lo olvides nunca, hija mía.
—No lo olvidaré, madre.
Francisca continuó con las recomendaciones aleccionadoras a su hija para que ésta fuera descubriendo poco a poco la maldad que puede encerrar el corazón de los hombres y el peligro de echarse en sus brazos sin una preparación previa. Juana era una delicada rosa que había que proteger hasta del céfiro más suave.
La Semana Santa había hecho un tiempo bastante desapacible, como la mayor parte de las Semanas Santas. No en balde se conmemora en la primavera, estación ésta muy variable en la que tan pronto se dan condiciones climatológicas de pleno invierno, como temperaturas casi estivales. No obstante, el Domingo de Pascua amaneció espléndido. El sol brillaba en lo alto del cielo, en el que no se descubría una sola nube. A media mañana el calor ya era sofocante. Juana estrenó un hermoso vestido de seda, blanco como el armiño, y unos zapatos de charol a juego con el mismo. Iba radiante a la Misa de Resurrección.
—¿A dónde se nos va Sahira tan radiante?
—A misa. Debes prepararte tú también, pues no tardará en empezar.
—Si por mí fuera no pisaría la iglesia, pero no nos queda otro remedio. Por cierto, no deberías dejar tan suelta a la niña. Está en una edad demasiado peligrosa y no es prudente que vaya sola por ahí. No te olvides que hay mucho desaprensivo suelto.
—Ya lo sé, Ismaîl. No creas que está tan suelta. —Francisca le dio una camisa limpia a su marido—. Ponte esta camisa, que la que llevas ya no está presentable. Por cierto, ¿cómo va el negocio?
—Mejor de lo que esperaba. Hay alguno que no termina de saldar sus deudas, pero la mayoría paga al contado. Hoy, gracias a Alá, somos dueños de una gran fortuna.
—¿Y crees que eso nos puede hacer más felices?
—Tal vez no, pero nos da una tranquilidad absoluta.
Francisca buscó en el armario el traje que su marido se había mandado hacer para el día de Pascua. Luego lo depositó sobre la cama.
—Aquí tienes el traje. Date prisa que llegaremos tarde.
—¿Y tú ya estás preparada?
—Sólo tengo que ponerme el vestido y calzarme y ya estoy. Mira, aquí te dejo los zapatos.
Momentos más tarde Ismael apremiaba a su esposa.
—Tanto meterme prisas a mí y ahora eres tú la que aún no estás. Escucha, ya tañen las campanas.
—Ya voy. Me paso un poco el peine por el pelo y ya estoy.
Poco después Francisca se presentó ante los ojos de su marido. Éste la acercó hacia sí mientras le daba un beso.
—Estás encantadora. No me extraña que nuestra hija sea tan hermosa pareciéndose como se parece a ti. ¡Que Alá te conserve esta hermosura durante muchos años!
—Y tú que la puedas ver.
—Anda, vamos, que se nos hace tarde y luego la gente murmurará. Si por mí fuera no aparecería por la iglesia, pero tenemos que guardar las apariencias. Un desliz por nuestra parte y adiós fortuna, adiós hogar y adiós felicidad.
—Sí, debemos tener cuidado y no manifestar nuestras convicciones religiosas. El Santo Oficio cada día se está metiendo más con los de nuestra religión. Hace unos años nos dejaban más flexibilidad, pero ahora cada vez son más rigurosos y no perdonan el más mínimo desliz.
—Una simple denuncia de cualquiera que nos quiera mal, aunque sea infundada, es suficiente para que ordenen nuestra detención y, una vez en sus manos, es muy difícil probar nuestra inocencia. Si, además, uno no está convencido de sus creencias, te puedes imaginar cuál será el resultado final.
—¿Tú crees que puede haber alguien que nos quiera tan mal como para denunciarnos?
—Pues no lo sé, querida. Creo que no hemos dado motivo para que alguien nos denuncie, pero la envidia es tan mala que podría hacerlo el más insospechado.
—¿Como quién?
—Pues cualquiera de nuestros deudores, por ejemplo. O, incluso, alguno de los más pudientes del pueblo. Tú ya sabes que por mucho que se tenga, siempre se quiere tener más. La ambición no tiene límites. Así que no me extrañaría que alguno de los ricachones del pueblo quisiera aumentar su patrimonio con nuestra fortuna.
—¿No lo dirás en serio?
—Ni en serio ni en broma, querida. Hoy no te puedes fiar de nadie. Y ahora vamos a dejarlo que estamos llegando a la puerta de la iglesia.
Efectivamente, llegaban a la altura del templo parroquial cuando entraban en ella los últimos feligreses. Un poco más y hubiera dado comienzo la Misa de Resurrección.
Un año más tarde la situación de los moriscos en España se había agravado bastante. Las causas eran muchas. Por un lado, éstos constituían una etnia aparte completamente cerrada en sí misma. Sus miembros seguían sin admitir entre los suyos a individuos de otras creencias y culturas, en especial a los cristianos. Esto soliviantaba los ánimos de la población mayoritaria del país. No estaban dispuestos a convivir con gentes que los rechazaban y que se encerraban en sí mismas y en su cultura. Eso era una vergüenza y un oprobio para quienes se sentían dueños y señores de su país. Todavía no eran muchas, pero cada vez se oían más las voces de aquellos que pedían su expulsión.
Una segunda razón podríamos circunscribirla a la envidia. Muchos moriscos gozaban de una situación privilegiada, lo que enardecía los ánimos de la ingente masa de cristianos pobres que habitaba el país. Éstos no podían aceptar de buen grado la riqueza y abundancia en la que nadaban muchos de los moriscos que ellos aborrecían.
Muchos cristianos temían que los moriscos pudieran llegar a aliarse con los turcos para volver a dominar la Península Ibérica entera. Su precedente lo constituía la propia Rebelión de las Alpujarras.
Una nueva crisis económica que agravaba aún más el estado de precariedad en que vivía la población española, la cual consideraba que esa situación se debía en parte a la presencia de los moriscos, por lo que reclamaban su expulsión inmediata.
Así las cosas, el día a día se hacía cada vez más difícil para la población morisca. Muchos ya no sabían qué hacer ni cómo comportarse para no herir la sensibilidad de los cristianos viejos. Por la cuestión más nimia e insignificante se podía organizar un altercado de consecuencias impredecibles. Los ánimos estaban muy exaltados y al más mínimo roce explotaban. Además, la Santa Hermandad actuaba con excesivo rigor y dureza contra todo morisco que hubiera sido acusado, con razón o sin ella. Lo mismo ocurría en cualquier altercado en el que intervinieran. No importaba que fueran culpables o inocentes. Lo primero que hacían era detenerlos y llevarlos a prisión. Luego ya se vería si eran culpables o no. Ellos, por su parte, preferían perder sus derechos antes que oponerse a los agentes de la autoridad. Si lo hacían, sabían que las consecuencias iban a ser mucho peores. Aun sin oponerse eran víctimas de tormentos y malos tratos, así que la resistencia no hubiera servido más que para agravar aún más la situación. Era mejor callar y esperar.
—¿No mejora la situación, Ismaîl?
—No mucho, mujer. Los ánimos están muy caldeados y la gente sólo quiere una excusa para reventar. Lo malo es que esta crispación no es sólo local, sino que se está extendiendo por todo el país.
—Eso tendrá graves consecuencias, ya lo verás.
—Claro que las tendrá, querida. En cuanto el rey tome cartas en el asunto, que las tomará, no vamos a salir muy bien parados. Recuerda lo que les ocurrió a nuestros padres en las Alpujarras.
—¿Tan grave es como para que se repita aquello?
—Ponte en lo peor. El rey se verá presionado por todos los poderes y por todas las personas influyentes y no le quedará otra opción más que claudicar ante sus exigencias. Piensa que nosotros ahora ya no pintamos nada en este país, así que harán lo que quieran.
Acababan de comer. Aún faltaba algo más de una hora para abrir de nuevo la tienda.
—¿Prefieres café o té, Ismaîl?
—Hazme un café.
Poco después Francisca servía el humeante café en sendos pocillos de porcelana. Su aroma comenzó a expandirse por toda la sala.
—Te pongo dos terrones de azúcar, ¿no?
—Ya sabes que el café me gusta dulce, cariño.
—A mí, por el contrario, me gusta amargo.
—Sí, en eso no coinciden mucho nuestros gustos —acercó el pocillo a los labios y tomó un pequeño sorbo—. Najla, tendremos que tomar alguna decisión de cara al futuro. He pensado que deberíamos vender todo esto y marcharnos a otro país.
—¡Estás loco! ¿Adónde quieres ir? Además, ¿crees que nos dejarían llevarnos todo lo que tenemos?
—Ése es el problema, querida. No creo que nos dejen sacar mucho de lo que tenemos. Deberíamos ingeniárnoslas para ir haciéndolo poco a poco.
—¿Y adónde lo llevaríamos?
—Ahí está, que yo tampoco lo sé. Pero lo que no podemos hacer es quedarnos de brazos cruzados, porque después será tarde.
—¿Quieres decir? ¡No será para tanto!
—¡Ojalá estuvieras en lo cierto, cariño! Pero mucho me temo que no va a ser así —Ismael tomó el último sorbo de café antes de seguir—. No te preocupes, Najla, ya encontraré alguna solución.
—¡Que Alá te oiga, esposo mío!
Francisca retiró los pocillos y la cafetera de la mesa. Luego recogió el mantel con el que la había cubierto durante el almuerzo. A continuación colocó un centro de mesa sobre ella.
—A todo esto, ¿qué me cuentas de Sahira?
—¿A qué te refieres?
—¿A qué me voy a referir? A su vida. Supongo que la estarás vigilando, que no le habrás dado rienda suelta. La niña ya está dejando la adolescencia y se está convirtiendo en una mujercita. Por otra parte, no está de mal ver y además todo el mundo sabe que tenemos dinero. Eso hace que se convierta en un bocado muy apetitoso. Mucho me extraña que todavía no le haya salido ningún pretendiente.
Francisca emitió un profundo suspiro mientras tomaba de nuevo asiento junto a su esposo.
—Claro que tiene pretendientes y uno sobre todo.
—¿Y se puede saber quién es ése?
—Pues uno que no le conviene y que le tengo prohibido que se relacione con él.
—¿Puedo saber el motivo?
—Claro que sí. Es el hijo de los Gregorio.
—¿El hidalgo ése?
—Sí. Don Pedro creo que se llama.
Ismael permaneció unos segundos en silencio antes de continuar.
—No es mal partido, no. Pero no lo podemos aceptar por ser cristiano. Mi hija jamás se casará con alguien que no sea de nuestra religión. Eso sería como traicionar lo más sagrado de nuestro ser.
—Eso mismo le he dicho yo, por eso le he prohibido que salga con él. Pero él parece que se muestra muy obstinado y no da el brazo a torcer.
—Pues tendrás que vigilar bien a nuestra hija antes de que sea demasiado tarde y, si es necesario, la atas bien corta para que no se desbande.
—Ya lo hago, amor mío. Ella es la niña de mis ojos y no dejaré que se pierda.
—Me parece muy bien. Ahora debo dejarte, esposa mía, pues el deber me llama. Ya continuaremos nuestra charla en otro momento.
Ismael Ricote regresó a su ocupación habitual. Por su cabeza rondaba una idea que no lo dejaba tranquilo. La situación para los de su raza cada día se complicaba más. La población cada día se volvía más hostil hacia ellos. Algunos, los más atrevidos, ya empezaban a tomarse libertades que iban más allá de lo medianamente razonable profiriendo insultos y amenazas contra ellos. Suerte que todavía eran muy pocos. En el lugar aún no había ocurrido ningún incidente. Sí se tenían noticias de alguno ocurrido en lugares vecinos. Si las autoridades no lo impedían, y no parecían estar por la labor, pronto la situación se haría insoportable y ya nada se podría hacer. No se podía quedar uno de brazos cruzados.
Ismael comenzó a buscar en su tiempo libre un lugar recóndito donde ocultar su inmensa fortuna. Al principio quiso compartir la idea con su mujer, pero inmediatamente la desechó por entender que la única forma de guardar el secreto es que nadie más lo supiera. Empezó a recorrer el contorno y los alrededores del pueblo, pero no halló ningún lugar idóneo para esconder tan gran fortuna. Toda aquella zona era muy llana. Allí era muy difícil guardar un tesoro a los ojos de cualquier observador. No tardó en ampliar el perímetro de sus pesquisas. El tercer día dirigió sus pasos a las Lagunas de Ruidera, espacio natural que ofrecía multitud de posibilidades de esconder un tesoro sin que jamás nadie lo pudiera encontrar. Ricote se tomó el tiempo necesario para recorrer una por una todas las lagunas y todos los accidentes geográficos que conformaban aquel paraje antes de tomar una decisión. Después de mucho pensarlo y sopesarlo, decidió esconder su fortuna detrás de una de las cascadas que hay en las lagunas. En ella había descubierto una pequeña gruta muy propicia para sus planes. Era estrecha y tortuosa. Se adentraba más de veinte pasos en el interior de la tierra con varias ramificaciones. Para alcanzar su entrada había que atravesar la cascada, lo que la mantenía oculta a las miradas de cualquier observador.
Durante los meses siguientes Ismael Ricote se dedicó a trasladar a la cueva toda su fortuna, tanto joyas como dinero en efectivo. Sus viajes a las Lagunas de Ruidera se convirtieron en algo habitual, pero algo que él hacía a escondidas de los ojos de los mortales. Ni siquiera su mujer conocía sus andanzas. Él solo se las arregló para enterrar sus ahorros en la cueva aprovechando la oscuridad de la noche. Así el secreto se quedaría encerrado únicamente en su corazón e iría donde él fuera. Nadie más lo podría compartir.
—¿De dónde vienes, Ismaîl? —le preguntó su mujer cuando entraba sigilosamente en casa—. Me he despertado y no te he hallado a mi lado.
—Tenía demasiado calor y he salido a dar una vuelta.
—No te creo. Tú me ocultas algo. ¿No tendrás una amante?
—¿Pero qué cosas dices, Najla? Ni por todo el oro del mundo se me ocurriría engañarte.
—No estaría yo tan segura. Y si no, ¿por qué sales y entras con tanta cautela en casa?
—Porque no quería que te despertaras, amor mío.
—Bueno, bueno. No sé si creerte.
Ismael la tomó en sus brazos y depositó un beso en sus labios.
—Anda, querida, vamos a acostarnos otra vez que aún es muy pronto para levantarnos. Descansa tranquila.
A la mañana siguiente Francisca retornó al incidente de la madrugada.
—Tú me ocultas algo, Ismaîl.
—¿Qué te voy a ocultar, Najla?
—No lo sé, pero me estás ocultando algo y, si no me dices de qué se trata, seguiré pensando que me engañas.
Ismael tomaba el desayuno que su esposa le acababa de preparar.
—Puedes creer lo que quieras, pero por Alá que no te engaño.
—Pues entonces, ¿a qué se debe tu ausencia y tanto sigilo?
—Ya te lo he dicho. Tenía calor y salí a caminar un rato por el campo. Nada más.
—Al fin tendré que creerte.
Después de este diálogo, Ismael se despidió de su mujer para abrir la tienda. Esperaba que ella olvidara el incidente y no volviera a someterlo a un interrogatorio como aquél. No estaba seguro de poder soportarlo. A punto había estado de confesarle la verdad y eso era lo que menos deseaba. Si le descubría a su mujer el secreto, ya no habría secreto y su fortuna correría un grave peligro. Por eso no podía revelarle la verdad, aunque en ello peligrara la estabilidad de su matrimonio. Debía mantenerse firme. Lo peor de todo es que aún tenía que realizar un último viaje a la cueva. Tendría que hacerlo a la luz del día para que su mujer no desconfiara, pero eso podría delatarlo a los ojos de alguien. Tendría que ingeniárselas para que nadie lo descubriera. Y eso es lo que hizo. Un viernes por la tarde decidió cumplir con el precepto religioso del islam. Cerró la tienda para orar a Alá. Luego le dijo a su mujer que tenía que ir a cobrar una deuda a un lugar vecino. Con esa excusa se desplazó hasta las Lagunas de Ruidera donde escondió el resto de su fortuna, no sin antes cerciorarse una y mil veces de que nadie lo había seguido ni alguna mirada indiscreta lo observaba. Al fin había dejado a buen recaudo todos sus ahorros. Ahora ya podía respirar tranquilo.
Unos meses más tarde el rey Felipe III decretó la expulsión de los moriscos de todo el territorio nacional. La noticia no por esperada dejó de sorprender a todo el mundo, principalmente a los afectados. Muchos de ellos habían albergado la esperanza de que el rey jamás llegaría a firmar ese decreto. Pero al final ocurrió lo que tenía que ocurrir. El rey se vio presionado por todas partes y no le quedó más alternativa que ceder a las presiones. La expulsión de los moriscos ocasionaría un grave problema en muchas partes del territorio, pero habría que correr con las consecuencias. La paz social estaba amenazada y había que poner fin a los conatos de violencia que cundían por todas partes. Las clases pudientes se oponían a la expulsión por el quebranto de la mano de obra que perderían, pero los pobres, que eran los más, la exigían a gritos. Su odio, su rencor y su envidia mal disimulada hacia los nuevos cristianos los habían llevado a extremos inauditos. Muchos ya no se ocultaban incluso para arremeter contra la integridad física de los moriscos, amparados en la salvaguarda de la fe católica. Por eso la expulsión se hizo necesaria.
—Najla, ya sabes que la expulsión ha comenzado por los reinos de Valencia y Aragón. No te quepa la menor duda que luego llegará aquí. Yo no pienso esperar a que esto ocurra. Mañana mismo parto para Francia. Me adelantaré a los hechos para tener preparado un nuevo hogar en algún país de Europa donde poder refugiarnos cuando llegue el momento. Tú y Sahira os quedaréis aquí hasta recibir noticias mías y si no las recibiereis, prométeme que iréis a Francia donde nos reuniremos todos.
—Pero ¿cómo quieres partir sin nosotras?
—Debo hacerlo, amor mío, por el bien de los tres. Vosotras os quedaréis aquí con el negocio mientras yo busco un lugar donde refugiarnos. Ahora no es prudente que nos vayamos los tres juntos.
Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas aún sonrosadas de Francisca. Él la acercó hacia sí y la estrechó entre sus brazos.
—No te preocupes, Najla. Volveré a buscaros. Sois toda mi vida y no quiero perderos.
—¿Y qué será de nosotras aquí solas mientras tanto?
—Tienes a tu hermano Juan. Él podrá echaros una mano en caso necesario.
—Sí, pero no es lo mismo.
—En mi ausencia, él será el cabeza de familia. Con él a vuestro lado no tenéis nada que temer.
Nuevas lágrimas vertieron los negros ojos de Francisca y nuevos sollozos y suspiros se desprendieron de su pecho.
—No me lo pongas más difícil, Najla, que bastante lo es ya de por sí. ¿Crees que a mí me resulta fácil dar este paso? Si de mí dependiera, no nos moveríamos nunca de aquí, pero no está en mis manos. No sé qué crimen hemos cometido, pero el caso es que nos echan de nuestra propia patria, porque eso es lo que es esta tierra para nosotros. Dura fue la expulsión de nuestros padres de las Alpujarras, pero mucho más dura va a ser la que nos va a tocar sufrir a nosotros. Nuestros padres se vieron obligados a abandonar su hogar, pero fueron readmitidos en otros puntos del país. Nosotros, en cambio, nos vemos obligados a abandonar este país, que es el nuestro, y a deambular por países extraños. No sé qué nos deparará el futuro, pero el presente es muy triste y muy amargo. Por eso te pido que no me lo pongas más difícil, querida.
—Es que no puedo. Es superior a mis fuerzas.
De nuevo Ismael la estrechó contra su pecho.
—Ánimo, querida. Ten fe en Alá y en Mahoma, su profeta, ya verás como así lo puedes superar. Por mi parte, te prometo que volveré lo antes posible y entonces podremos partir todos juntos para nuestro nuevo hogar.
—¡Que Alá te oiga, amor mío! Yo quedaré aquí rezando cada día por tu vuelta, que espero no se demore.
—Despídete de nuestra hija por mí. Yo no tengo fuerzas para hacerlo. Mañana partiré con el corazón roto en mil pedazos. ¿No sabes cuánto me cuesta tener que dejaros? Os llevaré siempre presentes en mi corazón allá donde vaya.
—También tú quedarás en el nuestro. ¡Que Alá te guíe dondequiera que vayas!
Ismael y Francisca se fundieron en un fuerte abrazo que parecía no tener fin. A la mañana siguiente él partió para tierras extrañas, dejando a su mujer y a su hija sumidas en la más absoluta tristeza y con el corazón lleno de congoja. Una nueva etapa se abría en sus vidas.
4
Una mañana de mayo, muy de madrugada, Ismael Ricote se despidió de su mujer Francisca Ricota con un abrazo que parecía no tener fin. El acto de la despedida se llevó a cabo en el silencio más absoluto, pues Ricote no quería despertar a su hija para que la separación no se hiciera más dolorosa. Se había deslizado hasta su lecho para depositar en su inmaculada frente un beso paternal de despedida. Ella se removió un instante en la cama, pero siguió profundamente dormida entre los brazos de Morfeo. Su padre la contempló durante unos instantes antes de alejarse con el corazón partido por el dolor. No sabía cuándo la volvería a ver o si no la volvería a ver jamás. Ya fuera del hogar, depositó un emotivo beso en los labios de su mujer mientras le recomendaba de nuevo encarecidamente que se despidiera por él de su hija.
—Despídete de Sahira y dile que no me guarde rencor. No puedo verla llorar delante de mí. Me destrozaría el corazón.
—Descuida, amor mío. Intentaré explicárselo.
De los ojos de Francisca surgieron dos gruesas lágrimas como dos gotas de rocío.
—¡Ah, casi se me olvidaba! Os dejo dinero y joyas suficientes para que os podáis arreglar durante varios años. Yo me llevo un pellizco también de nuestros ahorros y algunas joyas para que me ayuden a sufragar los gastos del viaje y a abrirme nuevo camino. Algún día regresaré a por vosotras para llevaros conmigo. Ahora no debo demorarme más y debo partir.
Ambos se estrecharon por última vez, luego él montó sobre su caballo. El alba comenzaba a despuntar por oriente. Era el inicio de un largo e incierto viaje. Ismael Ricote no se había planteado ningún plan. De momento sólo pretendía refugiarse en el país vecino. Así, pues, puso rumbo al nordeste para alcanzar el camino real que lo conduciría hasta Zaragoza. Desde allí pensaba pasar a Francia a través de los Pirineos, pero aún no había decidido por dónde. En Zaragoza se alojó en una casa de huéspedes regentada por un matrimonio morisco. Éstos le aconsejaron que siguiera la ruta de Jaca por estar menos vigilada. Por allí ya habían abandonado el país muchos convecinos suyos. En la pequeña ciudad pirenaica había guías dispuestos a cruzar la frontera a través de agrestes rutas que sólo ellos conocían, sin ser molestados por guardas o centinelas y por un módico precio. Ellos mismos estaban dispuestos a abandonar el país a través de aquella ruta cuando llegara el momento. Ya lo tenían bien decidido.
Quince días más tarde de haber abandonado su casa, Ricote llegaba a las puertas de Jaca. Gracias a las indicaciones que le dieran los hospederos de Zaragoza, no tardó en localizar a uno de los expertos guías que lo conduciría hasta Francia a través de las agrestes montañas. Se trataba de un fornido mozo de unos veinticinco años. Era un jacetano avezado a deambular por entre las cumbres, riscos, vericuetos, laderas, valles y desfiladeros de la zona. Conocía todos los senderos y escondrijos de aquellas montañas. Si él no lograba cruzar con éxito al otro lado de la frontera, nadie más lo conseguiría.
Al día siguiente de madrugada Ismael Ricote y su experto guía partieron hacia la frontera francesa. Nada más abandonar Jaca tomaron el Camino de Santiago aragonés rumbo a Canfranc, que al cabo de pocas horas los conduciría hasta la fronteriza localidad aragonesa. Una vez allí, el guía optó por cruzar los Pirineos por Somport, que era el paso más accesible para atravesar la cordillera, pero media legua antes de llegar a la frontera decidió abandonar el camino real desviándose por una valle que se internaba hacia las cumbres de las montañas. De esta manera pretendía evitar el encuentro con las guardas fronterizas.
Después de sortear barrancos, precipicios, desfiladeros, peñascos, pendientes y toda serie de dificultades, lograron llegar a tierras francesas donde el guía dejó a buen recaudo al fugitivo Ricote. Éste, al verse de nuevo solo, no supo qué camino tomar. Se encontraba en una tierra extraña donde se hablaba una lengua también extraña que ni siquiera era el francés. Por más que lo intentaba, no lograba entender una sola palabra ni tampoco lograba hacerse entender. Para él era una situación nueva con la que no había contado. A partir de entonces tendría que ingeniárselas como pudiera para sobrevivir. Sin arredrarse siguió camino adelante para adentrarse en lo que a partir de ese momento sería su nueva patria. Días más tarde llegó a la ciudad de Toulouse.
En Toulouse permaneció un cierto tiempo con el propósito de instalarse en aquella ciudad y abrir un negocio para establecerse allí. Pero no tardó en descubrir que aquél no era el lugar idóneo. No halló buen acogimiento en la misma ni tampoco encontró muchos de su raza y religión. Parecía que todo el mundo trataba de esquivarlo y nadie le abría las puertas, por lo que finalmente decidió probar fortuna en algún otro lugar.
Un caluroso día del mes de julio salió de Toulouse para nunca más volver. Encaminó sus pasos hacia el este, hacia la costa sur francesa. Después de deambular por muchos pueblos y ciudades, llegó por fin a Montpellier. Se instaló en un mesón ubicado en una estrecha y sombría calle a pocos pasos de la catedral de Saint Pierre. En su errar por las estrechas calles y callejuelas que circundaban la catedral y sus alrededores, no tardó en tramar cierta amistad con algunos de sus correligionarios que allí vivían. La mayor parte de la población de la ciudad eran hugonotes, los cuales no prestaban demasiada atención a los islamistas. Su mayor preocupación eran los católicos, a los que se oponían frontalmente hasta el punto de constituir un reducto contra la corona francesa, que era católica.
Ismael encontró en Montpellier unas condiciones muy favorables para establecerse y vivir allí. Aún no hacía un mes que había llegado a la ciudad, cuando concertó una alianza con un morisco aragonés para abrir entre ambos una tienda. El aragonés había alquilado un local, pero carecía de capital para surtir de productos la tienda. Había tanteado a más de un usurero para que le concedieran un crédito. Todo había sido en vano. Los intereses que le pedían eran tan elevados, que por muy bien que le fuera el negocio, las ganancias no serían suficientes para cubrir los intereses y la correspondiente amortización del capital. El ofrecimiento de Ricote le vino como anillo al dedo. Uno pondría el local y el otro las mercancías. Las ganancias se las repartirían al cincuenta por ciento. Al principio todo fue como miel sobre hojuelas. Ambos socios trabajaban de sol a sol en su negocio y se repartían los beneficios a partes iguales como dos buenos hermanos. Pero pronto Ismael se dio cuenta que estaba en desventaja. Él aportaba al negocio como mínimo el setenta por ciento de su valor y tan sólo recibía el cincuenta por ciento de las ganancias. Esto le hizo reflexionar y perder muchas horas de sueño, hasta que un día no pudo callárselo por más tiempo y se lo hizo saber a su socio. El aragonés a pesar de que sabía que Ricote tenía toda la razón no quiso dársela. Pensaba que lo tenía bien amarrado. Pero a partir de aquel día las desavenencias entre ambos fueron en aumento hasta dar en quiebra con el negocio.
A raíz del intento fallido de establecerse en Montpellier, Ismael Ricote se planteó la posibilidad de conocer otras ciudades de Francia o emigrar a algún otro país. Finalmente se decidió por esto último. Casi un año después de haber llegado a la capital del Languedoc, abandonó esta ciudad con rumbo a Italia. Quería probar fortuna en un nuevo país, pues en el que se hallaba no se encontraba plenamente a gusto. Pasó primero al Piamonte. Allí recorrió las ciudades de Turín, donde permaneció varios meses, Asti, Alessandria, antes de llegar a la Toscana. En esta región recorrió las ciudades de Pisa, Siena y Florencia. En la ciudad de los Médici permaneció varios meses deslumbrado por su esplendor y fastuosidad. Le hubiera gustado establecerse en ella, pero no halló las condiciones y el soporte necesario para hacerlo. Tuvo que emigrar de nuevo. En esta ocasión se trasladó a Lombardía. Recorrió varias ciudades, como Mantua o Bérgamo, para dirigirse luego al Véneto. En su peregrinar por esta región se detuvo algún tiempo en Verona. Desde aquí se trasladó a Padua y finalmente a Venecia.
Cuando aterrizó en la ciudad de los canales, Ricote se quedó atónito ante la belleza de aquel lugar tan distinto a todos los demás que había conocido hasta entonces. Sus canales, sus puentes, sus palacios, sus plazas, sus monumentos, sus góndolas, en fin todo en Venecia era maravilloso y la convertía en algo diferente. Ismael se prometió a sí mismo que jamás abandonaría un lugar tan hermoso. Buscó alojamiento en un albergue detrás de la Plaza de San Marcos e inmediatamente comenzó a recorrer sus calles y canales en busca de un lugar idóneo donde establecerse. Pero no le resultó nada fácil. La ciudad era un hervidero de comerciantes venecianos y judíos. Cuando no eran los inconvenientes administrativos, eran los propios comerciantes establecidos ya en el lugar. Si éstos le dejaban el camino libre, entonces eran los desorbitados alquileres o excesivas tasas que había que pagar lo que le obligaba a desistir de su intento. El tiempo transcurría inexorablemente, mientras nuestro amigo veía cómo se desvanecían sus ilusiones y menguaban sus reservas. Finalmente, decidió abandonar Venecia y con ésta, Italia, para buscar fortuna en un nuevo país.
El azar lo llevó a Alemania, país abierto y con fama de gran tolerancia religiosa. Hacía ya tres años que había abandonado su casa y su familia cuando puso por primera vez sus pies en Baviera. Era primavera. El verdor y la exuberante vegetación se extendían por doquier. Ismael se quedó prendado de aquella tierra. Poco a poco fue recorriendo sus campos, sus pueblos y sus ciudades hasta llegar a Augsburgo. Buscó un pueblecito próximo a la ciudad que le pareció el lugar más maravilloso para vivir. No tardó en adquirir una casa que deseaba convertir en el futuro hogar para él y su familia. Poco a poco se fue aclimatando en el lugar y abriendo su corazón a sus habitantes, que lo recibieron con los brazos abiertos. En ese lugar de ensueño lo dejaremos para que descanse de su largo peregrinar mientras ordena su vida y su nuevo hogar.
5
Francisca Ricota siguió a su marido hasta las afueras del pueblo. Allí permaneció por un largo espacio de tiempo con la vista perdida en el lejano horizonte contemplando cómo desaparecía su silueta. Sus negros ojos eran como dos fuentes. Por sus mejillas corrían dos riachuelos de lágrimas. La infeliz mujer había perdido la noción del tiempo. Un vecino la volvió a la realidad cuando le cruzó el saludo. El sol ya se había elevado un trecho sobre la línea del horizonte. Francisca con pasos lentos e indecisos inició el regreso hacia su casa. La vida debía continuar.
—Hija, ¿aún duermes?
—¿Qué hora es, madre? ¿Por qué me despiertas tan temprano?
—Vamos, hija, levántate, que tenemos mucho que hacer. Ya debería estar abriendo la tienda y ni siquiera he desayunado.
—¿Y padre? ¿No está bien?
—Tu padre se ha marchado, hija. Ahora debemos arreglárnoslas nosotras solas.
—¿A dónde se ha marchado?
—No lo sé. Se ha ido por ese mundo adelante a buscar un nuevo hogar.
—¿Y cómo se ha atrevido a dejarnos aquí solas? —Juana se echó en brazos de su madre entre sollozos y suspiros. No entendía cómo podía haberlas abandonado su padre—. ¿Por qué no nos ha llevado con él?
—Porque no hubiéramos sido más que un estorbo. Vamos, hija, vístete y arregla un poco esto. Yo voy a abrir la tienda. Ya hablaremos más tarde.
Al cabo de unos días, Francisca comprendió que le sería muy difícil compaginar el negocio con las tareas del hogar. No podía estar en dos sitios a la vez. Tampoco quería gravar a su hija con la pesada carga de llevar la tienda o hacerse cargo del hogar. Era todavía una niña para tanta responsabilidad.
—Hija, no sé qué hacer. Yo sola no puedo hacerme cargo de la tienda y la casa a la vez.
—No te preocupes, madre. Yo te ayudaré.
—No, hija. Te lo agradezco, pero tú eres todavía demasiado joven para esto. Había pensado que podía echarnos una mano tu tío Juan. En casa de mis padres no tiene nada que hacer, así que podría ocuparse del negocio. Eso me permitiría a mí seguir cuidando de la casa y de todos nosotros.
—¿Por qué no se lo propones a ver si acepta?
—Claro que aceptará, hija. Lo está deseando. Hoy mismo le mandaré aviso para que venga. Necesitamos normalizar nuestra vida cuanto antes.
Francisca le ofreció a su hermano Juan la gestión de la tienda. Así, pocos días más tarde de la marcha de Ricote, su mujer y su hija seguían haciendo una vida casi tan normal como si él permaneciera presente en el hogar. Tan sólo se diferenciaba por la ausencia de relaciones maritales. Juan había venido a ocupar el lugar del cabeza de familia, pues entre los musulmanes no es normal que las mujeres vivan solas y desamparadas. Por eso no sólo se ocupó de la tienda, sino también de todos los problemas del hogar. Un día llegó a sus oídos que el hijo de los Gregorio rondaba a su sobrina. Un desliz de una cliente le desveló el secreto. Ocurrió mientras había ido a la trastienda a buscar unos salazones que alguien le había demandado. Dos parroquianas aprovecharon su ausencia para comentar las relaciones que había entre Juana Ricota y Pedro Gregorio y los requiebros que éste le hacía. Juan Tiopieyo no pudo evitar enterarse de todo. Cuando se reunió toda la familia para el almuerzo, le faltó tiempo para interrogar a su sobrina.
—Sahira, ¿me puedes decir qué hay entre tú y ese Pedro Gregorio?
—¿Por qué me lo preguntas, tío?
—No te hagas la ingenua, sobrina. Sé que os estáis viendo y que eso contraviene nuestras creencias. Tú no puedes casarte con un cristiano.
—Pero ¿por qué? ¿Acaso yo no soy cristiana también?
—No es lo mismo, Sahira. Tú, igual que nosotros, eres cristiana por conveniencia, pero no por convicción. Nuestra verdadera fe es el islam y ésa es la única que debemos seguir. De acuerdo con su doctrina, no debemos mezclar nuestra sangre con la de los cristianos, pues son impuros y politeístas. A partir de hoy quiero que dejes de verte con ese descreído.
—Pues no pienso hacerlo. Pedro me gusta y yo a él también.
—¡Niña, no debes hablar así! Ese lenguaje no es propio de una musulmana. ¿Quién te ha enseñado ese libertinaje? Seguirás las órdenes que te dé tu tío como si te las diera tu propio padre.
Juana arrojó lejos de sí los cubiertos y el plato que tenía delante. No estaba dispuesta a aceptar aquellas imposiciones y menos aún renunciar a verse con su prometido.
—Pedro es bueno y me quiere.
—Todos son buenos mientras dura el enamoramiento. Después, cuando se enfrían las relaciones, las cosas cambian. Es entonces cuando uno se da cuenta del acierto o el error que cometió en la elección de su pareja. Mira, hija, lo más importante a la hora de elegir el compañero de tu vida es que congenie totalmente su carácter con el tuyo y eso es más fácil que ocurra si ambos tenéis las mismas ideas y las mismas creencias. Yo personalmente creo que ese chico no te conviene.
—No entiendo por qué, madre. Además, es el mejor partido del pueblo.
—Eso sí. Ya lo dijo tu padre. Pero también dijo que ese chico no te conviene por sus creencias religiosas. Mira, hija, haz caso de lo que te decimos y procura olvidarlo. Tus relaciones con él no nos traerían más que problemas y más en la situación que estamos. Y ahora come, que se te está enfriando el cocido.
—No tengo ganas.
Juana dejó con la palabra en la boca a su madre y su tío para ir a refugiarse en su habitación donde dio rienda suelta a sus emociones. Allí desahogó su corazón entre lágrimas y suspiros con la cabeza hundida en la almohada. No podía entender que utilizaran argumentos religiosos para prohibirle relacionarse con su prometido cuando ella era más cristiana que mahometana. ¿Cuándo iban a aceptar los de su sangre la realidad de los tiempos? ¿Hasta cuándo iban a seguir viviendo obcecados en su pasado? Ya iba siendo hora de que se olvidaran de sus orígenes y aceptaran de una vez por todas las creencias cristianas de su nueva patria.
El tiempo transcurría con normalidad, aunque de cuando en cuando surgía alguna noticia que llevaba el desasosiego al corazón de los moriscos que vivían en la localidad. Ya hacía más de año y medio que el monarca había decretado su expulsión de todo el reino. Los residentes en los reinos de Valencia y Aragón ya habían abandonado España hacía tiempo. También los de Cataluña la estaban abandonando. Tan sólo quedaban los de las coronas de León y Castilla, menos numerosos que en las otras partes del reino, por lo que allí no se hacía tan urgente su expulsión. Pero no por ello se había derogado la orden. La espada de Damocles seguía pendiendo sobre sus cabezas.
—¿Te has enterado de la noticia, Najla?
—Algo he oído.
—Parece ser que quieren empezar a expulsar a los nuestros de estas tierras también.
—Eso dicen, pero ya ha ocurrido otras veces y no han sido más que habladurías.
—Alguna vez serán ciertas, hermana. Recuerda que la orden de expulsión que dictó el rey fue para todos.
—Ya lo sé, Hadi. Por eso se marchó Ismaîl. Pero no creo que haya llegado aún el momento.
—No lo sé, Najla. No obstante, no estaría de más que nos fuéramos preparando por si acaso.
—Yo no pienso irme de aquí, Hadi. Ante los ojos de todo el pueblo soy tan cristiana como los demás. ¿Por qué he de abandonar entonces mi casa y mi negocio? Eso sería tanto como admitir que estoy mintiendo.
—¿Y acaso no lo estás haciendo?
—Sí, pero eso ellos no lo saben. Es un secreto que debe permanecer bien encerrado en nuestros corazones.
Juan se rio con cierto sarcasmo.
—No digas tonterías. Si nos quedáramos aquí, seríamos el centro de sus miradas y tarde o temprano descubrirían nuestro engaño. Entonces, ¿qué ocurriría? ¿Estás segura de poder aguantar los suplicios de la Inquisición? Y si tú y yo los aguantamos, ¿será capaz de aguantarlos también Sahira? No, querida hermana, no. No podemos arriesgarnos a eso. Es mejor que lo tengamos todo preparado para cuando llegue la hora.
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—De momento, reunir todas las joyas y objetos de valor y todo el dinero en metálico posible. Para ello desabasteceremos la tienda o lo que es lo mismo, no repondremos las mercancías a medida que se vayan agotando.
—Pero ya sabes que no nos dejarán sacar apenas nada del país.
—Bueno, habrá que ingeniárselas para hacerlo. Al menos habrá que intentarlo.
Francisca emitió un profundo suspiro. ¡Tanto luchar para que a la hora de la verdad se lo quitaran todo!
—¡Y Ismaîl sin regresar ni dar noticias de su vida! ¿Qué habrá sido de él? ¿No sería mejor que esperáramos su regreso?
—Eso no está en nuestras manos, Najla. Cuando llegue el momento, tendremos que partir sin esperar a nadie ni volver la vista atrás.
—Al menos seguiremos su consejo. Me hizo prometer que, si teníamos que huir, fuéramos a Francia. Allí estaríamos más seguros.
—¿Y te dijo a dónde en concreto?
—No.
—Entonces, ¿a qué vamos a ir a Francia? Mejor será dirigirnos a la tierra de nuestros antepasados. Al menos allí nos entenderemos con nuestros hermanos.
—Ay, no sé, Hadi. ¡Que Alá nos proteja!
—Esperemos que así sea, Najla.
Un mes más tarde se precipitaron los acontecimientos. Numerosos miembros de la Santa Hermandad comenzaron a registrar pueblo a pueblo y a requisar los bienes de todos los moriscos que aún no se hubieran ido. El pánico cundió por todas partes. Caravanas de hombres, mujeres, ancianos y niños llenaban los caminos y calzadas de Castilla en dirección a Levante o Andalucía. El día antes de la partida de la familia Ricote, Pedro Gregorio trató de retener a su lado a Juana Ricota. No podía hacerse a la idea de perderla para siempre.
—Mañana nos vamos, cariño. Mi tío ya lo ha dispuesto todo. Quiere adelantarse a la orden oficial.
—Tú no te irás, amor mío. Te quedarás aquí a mi lado.
—Sabes que eso no es posible, aunque es lo que más deseo en la vida.
Un beso apasionado de su prometido selló su boca. Permanecieron así largo rato. Al final él rompió el silencio.
—Te juro por mi vida que no te irás o, si lo haces, te seguiré hasta el fin del mundo.
—No lo intentes, cariño. Mi tío no te aceptará nunca y no te permitirá acercarte a mí.
—Pues entonces rompe con ellos y quédate aquí conmigo. Eres cristiana como yo. Nada te obliga a marcharte.
—Me obliga mi familia. Ellos no aceptarían esta decisión y de grado o por fuerza me obligarían a seguirlos.
—Entonces huyamos nosotros ahora y escondámonos hasta que se hayan ido. Luego regresaremos y viviremos aquí los dos juntos el resto de nuestra vida.
—No puedo hacerlo. Los míos me maldecirían y no podría vivir en paz nunca. Debo ir adonde ellos me lleven.
—Si es así, te seguiré a donde vayas.
A la mañana siguiente la familia Ricote se dispuso a partir rumbo a Málaga, desde donde esperaban embarcar hacia algún puerto de la costa africana. Habían cargado seis carretas y doce acémilas con parte de sus pertenencias. El resto se veían obligados a abandonarlo en el lugar. Cuando se disponían a partir, una patrulla de la Santa Hermandad les requisó muchas de las joyas y monedas de oro que portaban escondidas entre el equipaje. Juan Tiopieyo opuso resistencia a aquella requisa, que tan sólo le sirvió para recibir varios golpes y amenazas de los cuadrilleros. Las gentes del lugar salieron en masa a despedir a sus convecinos. Algunos lo hicieron por curiosidad e incluso con cierta alegría al ver que al fin se marchaba del pueblo aquella familia que tanto se había enriquecido a su costa. Pero los más se despidieron de ellos con auténtico dolor y con lágrimas en los ojos. Muchos no olvidaban lo que había hecho por ellos Isamel Ricote en épocas difíciles. Los momentos más emotivos se produjeron cada vez que Juana Ricota se despedía de una de sus amigas. Las lágrimas corrían a raudales. Ella iba hermosa como una diosa. Se había adornado con sus mejores galas y lucía varias joyas que los cuadrilleros de la Santa Hermandad no se atrevieron a arrebatarle. A su paso el pueblo entero la aclamaba como la bella luna de hermosos ojos negros. No hubo joven que no quedara prendado de su hermosura. Muchos desearon ocultarla en su hogar, pero desistieron por miedo a las represalias. Pero hubo uno, don Pedro Gregorio, que no se resignó a perderla. Partió en pos de la comitiva con intención de nunca más dejarse ver por el lugar.
6
Ya hacía algún tiempo que Ismael Ricote se había establecido en un pueblecito cercano a la ciudad de Augsburgo. Su cabeza no hacía más que darle vueltas buscando el momento más idóneo para regresar a España en busca de su familia. Había intentado por varios medios hacerles llegar noticias suyas, pero no lo había conseguido. Día tras día esperaba la oportunidad de poder trasladarse hasta la Península, pero ésta no llegaba. Le habían dicho que los moriscos que habían abandonado España corrían grave peligro si volvían a pisar aquella tierra. Con los que aún no habían salido del país eran más comprensivos, pero con los que ya lo habían abandonado no tenían compasión alguna si los descubrían. Así, pues, regresar a España en aquellas condiciones era muy peligroso y harto difícil.
Un día mientras deambulaba por las calles de Augsburgo se topó con un grupo de jóvenes algo alegres y un poco aventureros. En pocas palabras lo pusieron al corriente que tenían intenciones de peregrinar a Santiago de Compostela y, de paso, recorrer casi toda España. Ismael no lo dudó un instante. Se le acababa de presentar la oportunidad que tanto tiempo llevaba esperando. No le costó mucho disfrazarse en traje de peregrino, en sintonía con el grupo de jóvenes, y unirse a ellos, que no dudaron en aceptarlo de buen grado a pesar de la diferencia de edad que los separaba.
En traje de peregrino recorrieron buena parte de Alemania y Francia. Atravesaron los Pirineos hasta recalar en Barcelona, ciudad donde permanecieron varios días comiendo y bebiendo a costa de las limosnas y donativos que las buenas gentes les daban. En la Ciudad Condal, Ismael Ricote se enteró que ya habían sido expulsados todos los moriscos de España y que su familia se había refugiado en Berbería. A pesar de ello, él decidió seguir adelante en busca del tesoro que había dejado escondido en las Lagunas de Ruidera. Los peregrinos decidieron recorrer una buena parte de España antes de llegar a Santiago de Compostela. Ése fue el momento que Ricote aprovechó para llevar a cabo con éxito sus planes. En tierras de Aragón los desviaría hacia la Mancha para acercarse así a su pueblo. Con el disfraz que portaba y mezclado con el grupo de peregrinos jamás sería descubierto. De esa manera esperaba llegar hasta Ruidera sin ser reconocido ni delatado por nadie.
Un buen día caminaban al azar por tierras aragonesas, cuando vieron que hacia ellos avanzaba un hombre a caballo de un jumento. Al llegar a su altura los peregrinos le pidieron dinero por señas, porque con palabras no podían hacerlo, pero él, que no llevaba un ochavo encima y que de por sí no era muy generoso, les hizo saber también por medio de señas y gestos que no portaba dineros y que en su vida los había tenido. Mas a pesar de ello, les ofreció el pan y el queso que llevaba en sus alforjas. Mientras esto sucedía, Ricote, que lo estuvo observando desde el primer momento que se encontraron, llegó a reconocerlo abrazándose a él al tiempo que lo llamaba por su propio nombre. El jinete quedó aún más confundido al oír llamarse por su nombre y en su propia lengua por uno de los peregrinos.
—¿Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar?
Entonces, Sancho le miró con más atención y comenzó a refigurarle, y, finalmente, le vino a conocer de todo punto, y sin apearse del jumento, le echó los brazos al cuello y le dijo:
—¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen, tendrás harta mala ventura? (2).
Después de algunos razonamientos más entre ellos, Ismael Ricote invitó a Sancho Panza a alejarse un trecho del camino real y a cobijarse a la sombra de una alameda que al acaso allí cerca había, para comer todos juntos las viandas que portaban en sus alforjas y dar buena cuenta del néctar de la uva que guardaban sus botas con gran deleite de su paladar. Sancho no se hizo de rogar y, aunque no llevaba bota, no hizo ascos a la de su amigo Ricote que ambos compartieron fraternalmente. Después del frugal refrigerio y de haber dejado más exprimidas que un estropajo las respectivas botas, Ricote se retiró unos pasos con Sancho para que le diera noticias de su familia, mientras el resto de peregrinos dormía plácidamente los efluvios del tinto que habían trasegado. En un abreviado resumen Ismael puso a Sancho al corriente de sus andanzas desde que abandonara el pueblo y los motivos que lo traían otra vez al lugar. Luego de haber escuchado con gran atención a su vecino, Sancho le contestó:
—Mira, Ricote: eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan Tiopieyo, el hermano de tu mujer; y como debe de ser fino moro fuese a lo más bien parecido; y séte decir otra cosa: que creo que vas en balde a buscar lo que dejaste encerrado, porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro, que llevaban por registrar.
—Bien puede ser eso —replicó Ricote—; pero yo sé, Sancho, que no tocaron a mi encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo a sacarlo y a
encubrirlo, yo te daré doscientos escudos, con que podrás remediar tus necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas (3).
Los dos amigos continuaron dirimiendo sus razonamientos por un buen espacio de tiempo, pero Sancho al fin no se avino a razones. Tan sólo le prometió a su amigo que podía ir en paz, que por su parte no sería descubierto. Allí Sancho Panza demostró no ser tan codicioso como parecía o tal vez temía las represalias que le podrían sobrevenir si los descubrían. El caso es que rechazó con firmeza los ofrecimientos de su amigo. Éste al final quiso saber si había presenciado la partida de su familia.
—No quiero porfiar, Sancho —dijo Ricote—. Pero dime: ¿hallástete en nuestro lugar cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi cuñado?
—Sí hallé —respondió Sancho—, y séte decir que salió tu hija tan hermosa, que salieron a verla cuantos había en el pueblo, y todos decían que era la más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazada a todas sus amigas y conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la encomendasen a Dios y a Nuestra Señora su madre; y eso con tanto sentimiento, que a mí me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón. Y a fee que muchos tuvieron deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino, pero el miedo de ir contra el mandato del Rey los detuvo. Principalmente se mostró más apasionado Don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces, que dicen que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él ha parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada (4).
A estas palabras siguieron algunos razonamientos más entre ellos y luego se despidieron para seguir cada cual su camino. Ismael despertó a sus compañeros y todos juntos pusieron rumbo a la Mancha a través de tierras aragonesas. A la altura de Molina de Aragón decidió separarse de ellos con una excusa que había planeado. Los peregrinos, que no sospechaban nada en absoluto de las intenciones de Ricote, continuaron su camino hacia Santiago, mientras éste se encaminó con pasos raudos hacia las Lagunas de Ruidera. Debía recuperar su tesoro lo antes posible para dirigirse después a Valencia, desde donde se trasladaría a Berbería para encontrarse con su familia. Una semana más tarde llegó a Ruidera donde el azar hizo que se encontrara con don Pedro Gregorio, que regresaba de Berbería después de haber sufrido mil peripecias.
—¿Es posible que mi buena estrella me haya guiado a encontrarme contigo, mi buen vecino don Pedro?
El joven miró a su interlocutor sin acabar de reconocerlo. Tan grande era la metamorfosis que su traje de peregrino le proporcionaba, que ni siquiera quien había pretendido ser su yerno era capaz de reconocerlo.
—Y bien, ¿no reconoces en mí al padre de la que te ha llevado a tantos desvelos?
Pedro Gregorio quedó como petrificado. El padre de su amada era la última persona con la que esperaba encontrarse. Doblemente confundido, casi no supo qué decirle. Tan sólo se atrevió a balbucear unas palabras ininteligibles.
—Ven a mis brazos, que no te voy a hacer nada. Antes al contrario, espero que me des noticias de mi hija y de mi familia.
Y diciendo esto abrió sus brazos para estrecharlo entre ellos.
—No sé si sueño o estoy despierto —se atrevió a decirle Pedro—. Eres la última persona que esperaba encontrar. ¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí? ¿Sabes que no saldrás con vida si te descubren?
—Lo sé, pero he de correr ese riesgo. Ahora, ya que he tenido la dicha de encontrarte, espero que me cuentes cómo está mi familia y dónde la has dejado. En ello me va la vida. Vayamos a aquel mesón a saciar nuestro apetito y de paso me pondrás al corriente de todo lo ocurrido.
—Te lo agradezco sinceramente, pues hace dos días que no pruebo bocado. Unos bandidos me asaltaron y me quitaron los últimos escudos que me quedaban.
Minutos más tarde devoraban un apetitoso cocido que les acababa de servir la hija de los mesoneros.
7
Luego de haber dado buena cuenta al ágape que les había servido la hija de los mesoneros y de haber trasegado a sus estómagos algunos vasos del tinto de la zona, Ricote tornó a rogar a su invitado que le contara los pormenores de la huida de su familia. Hacía tiempo que deseaba conocer de primera mano todas las andanzas por las que habían tenido que pasar y el lugar exacto donde se hallaban en la actualidad. Pedro Gregorio apuró el contenido de su vaso, como si quisiera aclarar su voz, antes de dar comienzo a su narración.
—Tu hija salió del pueblo radiante y hermosa como una diosa del Olimpo. Lucía sus mejores joyas y galas. Se iba despidiendo de todas sus amigas y de todos cuantos a ella se acercaban. Las lágrimas corrían a raudales entre todas aquellas gentes, que no cesaban de pedir a gritos que no se marchara. Nadie entendía por qué tenía que hacerlo, pues lo mismo ella que tu mujer siempre dieron muestras de ser buenas cristianas.
—¿Es cierto que rogaba a todo el mundo que la encomendasen a la Virgen María?
—Así es. Y al hacerlo a más de uno le saltaron las lágrimas y estoy seguro que alguno de ellos la hubiera escondido en su casa si no hubiera temido las represalias por hacerlo. Yo mismo lo hubiera hecho y así se lo propuse la víspera de su marcha, pero ella no quiso aceptar. Me dijo que tenía que seguir a su familia adonde ésta fuera. No entiendo por qué, pues aquí tenía su casa y su negocio con el que podía haber vivido tan ricamente toda su vida y, además, me tenía a mí, que lo hubiera dado todo por estar con ella para siempre jamás.
—Supongo que todo debió de ser obra de mi cuñado, que, a pesar de sus apariencias de cristiano, es un islamista convencido.
—No hace falta que me lo asegures. Lo he podido comprobar por mí mismo, como lo podrás colegir a lo largo de mi relato. Como digo, tu hija abandonó el pueblo entre llantos y lágrimas y yo, que no podía vivir sin ella, seguí sus pasos a cierta distancia. La caravana de carretas y acémilas que transportaba parte de sus enseres avanzaba muy despacio por las llanuras manchegas. No creo que alcanzáramos a recorrer más de cuatro leguas por día, que luego, en las montañas de Sierra Morena, aún fueron menos. Yo trataba de no dejarme ver, pues temía la reacción de tu cuñado si llegaba a percatarse de mi presencia. Esto me obligaba a seguirlos desde muy lejos y a dar grandes rodeos con mi cabalgadura para que no me descubrieran. Los días me parecían interminables, pues en muchas ocasiones tenía que permanecer oculto durante horas en un pequeño matorral o en algún bosquecillo, hasta que la caravana no era más que un pequeño borrón para mí en la lejanía. Cuando se internaron en Sierra Morena, me pude aproximar un poco más a ellos amparado por la abundante vegetación y riscos que por allí hay. Una noche me arriesgué a acercarme a la tienda de tu hija, para que su hermosura iluminara mi oscuridad como la luna llena. Permanecimos juntos un instante eterno que yo deseé no tuviera fin, pero ella me obligó a retirarme inmediatamente so pena de ser descubiertos por su tío, en cuyo caso ninguno de los dos hubiera salido bien parado. Transcurrieron muchas jornadas antes de abandonar aquellos precipicios y desfiladeros para darnos paso a la extensa planicie que conduce hasta Bailén. De nuevo tuve que alejarme de la caravana para no ser descubierto, aunque la mayor abundancia de vegetación me permitía seguir más de cerca a la niña de mis ojos. En Jaén se detuvieron un día para descansar y hacer acopio de provisiones. Desde esta ciudad se trasladaron a Granada y desde allí a Málaga. En total les costó aún más de quince días llegar al punto de destino, que no era otro que el puerto de Málaga.
»En Málaga tu cuñado Juan Tiopieyo estuvo negociando con las guardas de costas varios días para que le permitieran sacar del país todas las pertenencias que llevaban consigo. Los acuerdos y arreglos que llevó a cabo con las autoridades portuarias fueron muchos, pero al final todo fue en vano. El máximo responsable de la aduana le quitó de la cabeza cualquier intento de soborno y le hizo saber que sólo se llevaría lo que pudiera portear en mano cada miembro de la familia. En cuanto a joyas, sólo podrían sacar del país las que se consideran de uso normal y cien ducados por persona en metálico. Para ese final no era menester que hubieran acarreado tantos bienes como portaron y que tanto les obligó a demorar su viaje.
»Ante aquellas condiciones tan estrictas, a Juana se le ocurrió descubrir a su tío mi presencia allí. Le sugirió que yo me podía unir al grupo y así podían pasar a las costas africanas un cupo más. A tu cuñado no le pareció mala la idea, máxime cuando yo solo podía transportar tanto equipaje como tu mujer y tu hija juntas.
»Llegado el día fijado para el embarque, tu cuñado y yo portábamos cada uno un fardo enorme atado a la espalda y dos más en cada mano, en tanto que tu mujer y tu hija portaban uno en cada mano y otro más pequeño sobre la cabeza. Al llegar al barco y deshacernos de nuestra carga, Juan me estrechó la mano y me dio las gracias por haber conseguido pasar cinco fardos que ya daba por perdidos. El buque partió con destino a Melilla, aunque antes hizo una escala en Alhucemas, lugar donde desembarcamos nosotros.
»Alhucemas es un lugar pequeñito donde todos sus habitantes nos recibieron con gran recelo y nos miraban de reojo. Nadie se dignó ofrecernos su casa ni siquiera un establo donde refugiarnos, antes al contrario, todo el mundo evitaba nuestro encuentro y cerraba a cal y canto las puertas de sus humildes moradas, mientras observaban nuestro paso a través de sus celosías. En vista de tal hostilidad, Juan decidió dejar atrás el pequeño poblado para dirigir nuestros pasos hacia la gran cordillera que se yergue por el sur. Tras dos largos y agotadores días de arrastrar nuestro equipaje por aquellos descampados, tu cuñado pudo mercar dos pollinos que nos ayudaron a portear parte de nuestra carga. Así anduvimos durante más de una semana medio perdidos por entre las agrestes montañas del Rif, hambrientos las más de las veces y cansados de acarrear todavía una buena parte de la carga, hasta que un buen día pudimos hacernos con una mula que nos liberó de nuestro oneroso trabajo. Gracias a ella y a los dos borriquillos pudimos dejar atrás la cordillera del Rif y llegar finalmente a la ciudad de Fez.
»Nuestra entrada en Fez no tuvo nada de triunfal. Aunque no fuimos tan mal recibidos como en Alhucemas, tampoco se nos abrieron fácilmente las puertas. Después de varios intentos infructuosos, alguien nos permitió pasar al patio de su casa. Era un individuo entrado ya en los cuarenta. Hablaba un castellano todavía muy correcto con el que pudimos entendernos perfectamente. No tardó en decirnos que era descendiente de unos moriscos expulsados de España durante la conquista de Granada. Habían llegado a Fez donde se habían establecido y fijado su residencia. En aquella ciudad tenía más de dos docenas de parientes. Los comienzos de sus antepasados allí habían sido difíciles y dolorosos. La mayor parte de sus habitantes les habían cerrado las puertas y dado la espalda, como acababan de hacer con nosotros. A pesar de que eran de su misma raza y religión, no eran bien recibidos en aquella tierra. En los primeros momentos fueron considerados como unos intrusos. Poco a poco, con paciencia y tesón, se fueron ganando algunos amigos que con el tiempo terminaron por abrirles los brazos y las puertas.
»Fâdel Shafîq, que ése era el nombre de nuestro anfitrión, nos invitó a pasar al interior de su casa, donde nos agasajó con suculentos platos y nos brindó hospedaje hasta que halláramos un lugar donde albergarnos. Mientras saciábamos nuestro apetito, continuó relatándonos las dificultades por las que habían tenido que pasar sus antepasados antes de poder establecerse en aquella ciudad. Él tenía la suerte de pertenecer a la sexta generación y de haber heredado una gran fortuna que le permitía vivir desahogadamente. Cuando nos sirvieron el té, quiso conocer nuestra vida y las circunstancias que nos habían llevado hasta allí, aunque ya sabía que era como consecuencia del decreto de expulsión de los moriscos de España. Tu cuñado le contó toda vuestra vida y lo puso al corriente de los pormenores de la huida con todo tipo de detalle. Aquél fue el fin de mi dicha y el principio de mi desgracia.
»Fâdel Shafîq tenía un hijo de poco más o menos la edad de tu hija. Desde el primer momento que conoció a Juana quedó prendado de su hermosura. Nada más había que ver cómo la miraba y cómo se desvivía por complacerla. Yo ardía en celos en mi interior. Cada vez que me cruzaba con él sentía ganas de estrangularlo, pero me detenía el amor que sentía por tu hija y el agradecimiento que debía a Fâdel por su hospitalidad. No podía asesinar al hijo de nuestro benefactor. Los días en aquella casa se me hacían aborrecibles. No podía soportar vivir bajo el mismo techo que mi rival. Por eso a los pocos días decidí abandonar la morada de nuestro anfitrión con una excusa que no convenció a nadie, pero que alegró a todo el mundo, en especial a tu cuñado, pues ya comenzaba a entrever la animadversión que me volvía a manifestar, sobre todo cuando advirtió el interés que el hijo de Fâdel mostraba por Juana.
»Yo sé que Juan Tiopieyo siempre se hizo pasar por un fingido converso, que nunca abandonó la práctica de vuestra religión y que cumplió siempre con los decretos del Corán. Jamás aceptó mis relaciones con tu hija por su intransigencia religiosa. Me admitió en su familia por su propio interés. Con mi ayuda logró pasar más pertenencias de las que le correspondían a Berbería y transportarlas hasta el lugar donde quería establecerse. Pero una vez allí yo ya no era más que un estorbo para él. Jamás había admitido en su fuero interno que Juana se casara conmigo. Antes la habría encerrado entre rejas que concederme su mano. Pero yo, iluso de mí, llegué a creer que me había aceptado en el seno de su familia, que algún día me casaría con tu hija. La venda que cubría mis ojos no me dejó ver que tu cuñado me utilizaba en beneficio propio.
»Tu propia mujer respiró más tranquila cuando se enteró de mi marcha. Si bien es cierto que nunca me mostró tanto odio ni rencor como su hermano, también lo es que jamás me abrió sus brazos y menos aún su corazón. El día que anuncié mi salida de aquella casa vi cómo brillaron sus ojos con un fulgor especial. Fue como si a través de ellos me dijera: «al fin nos dejas tranquilos».
»También observé cómo se relajaba el hijo de nuestro anfitrión. En cuanto hice pública mi decisión, su cara se descongestionó por completo. A partir de aquel momento su semblante se hizo más risueño y parecía que la alegría le rezumaba por todos los poros de su piel. Fue como si lo hubieran liberado de un enorme peso.
»La única que no dio muestras de alegrarse por mi partida fue tu hija. Su semblante no se inmutó al oír la noticia. Lo que me inquietó bastante más que si le hubiera afectado. No sabía cómo interpretar su indiferencia. Cuando pude hallar un pequeño resquicio para hablarle a solas, todavía llenó de más dudas y sombras mi corazón. Me confirmó que me amaba, pero que nuestro matrimonio jamás podría llevarse a cabo. Ella se debía a su familia y tenía que obedecerla hasta la muerte. Tendría que seguir a su madre y a su tío adonde quisieran llevarla sin oponer resistencia, pues así se lo mandaba su religión y su cultura. No se sentía con fuerzas suficientes para desobedecerlos y mucho menos para alejarse y romper con ellos. Así había sido siempre y así seguiría siendo.
»Comprendí que había llegado al punto final de mi locura de amor, aunque no por ello decidí en aquel momento renunciar a mi amada. Dejé la casa por no seguir encontrándome a cada instante con mi rival y me instalé en una mísera pensión situada en los barrios bajos de la ciudad, próxima a una curtiduría cuyo desagradable olor lo impregnaba todo. Te aseguro que las náuseas que me provocaba aquel olor tan desagradable me hicieron vomitar más de una vez. Procuraba pasar el día en los aledaños de la casa de Fâdel Shafîq para huir de aquel hedor tan desagradable y al mismo tiempo poder estar cerca de mi amor. Pero mi amada no se dejaba ver. En alguna ocasión me pareció observar su rostro detrás de las celosías de una de las ventanas de la casa, aunque bien pudo tratarse de una falsa ilusión. Jamás pude constatar de quién se trataba. Al que sí vi entrar y salir más de una vez de la casa fue a mi rival, cuyo encuentro evité siempre para no incurrir en una pelea con consecuencias tal vez dramáticas. Aunque hubiera resultado vencedor, nunca hubiera podido salir impune de la ciudad. Allí todo estaba en mi contra.
»Quince días más tarde que yo también dejaron la casa tu cuñado, tu mujer y tu hija. Juan Tiopieyo había encontrado por fin una casita que se avenía en todo a sus necesidades más inmediatas. A pesar de que en casa de Fâdel no les faltaba de nada, él quería tener su propia casa, su propio hogar. Lo comenzó a buscar desde el primer día que puso los pies en la ciudad, pero no era nada fácil encontrar en ella la morada que se ajustara a las necesidades de uno. Tu cuñado visitó muchas casas hasta dar con la que le satisfizo plenamente. Fue entonces cuando se trasladó allí con tu familia. Yo me alegré por no tener que encontrarme con mi rival, al menos con tanta frecuencia, y por albergar la esperanza de volver a ver a mi adorada. Aprovecharía las ausencias de tu cuñado y de tu mujer para encontrarme a solas con ella. Todo fue inútil. Jamás dejaron sola en casa a tu hija. En cambio, sí pude comprobar que mi rival tenía acceso a su morada siempre que lo deseaba. Aquello llenó aún más de celos y rencor mi corazón hasta el punto de hacerme perder la razón. Tu familia lo había preferido a él en vez de a mí.
»Una noche, después de que mi rival abandonara la casa de tu familia, lo seguí a cierta distancia por entre las callejuelas de Fez el-Bali hasta cortarle el paso en una esquina, donde sostuvimos una fuerte pelea dejándolo yo por muerto y de la que salí malherido. Corrí a curarme y a guarecerme en la pensión. En ella permanecí escondido hasta que se restañaron mis heridas. Durante mi convalecencia nadie preguntó por mí ni nadie fue a molestarme. Tampoco supe nada más de mi rival durante todo aquel tiempo. Cuando de nuevo pude salir a la calle, lo primero que hice fue acercarme a la casita de mi amada. Parecía que todo seguía con absoluta normalidad, como si nada hubiera ocurrido, lo que me desconcertaba por completo. Juraría que mi rival había perecido en nuestro encuentro. Nada más lejos de la verdad. Aún no llevaba media hora observando la casa, cuando lo vi salir de ella con más salud que antes de nuestra desafortunada pelea. Parece que el único malparado fui yo. Éstas son algunas de las jugarretas que nos puede gastar la vida.
»Con la ayuda de Fâdel Shafîq tu cuñado logró establecerse en la ciudad. Consiguió abrir una tiendecita no lejos del zoco después de superar una serie de obstáculos y dificultades. Los comienzos fueron difíciles, pero poco a poco comenzó a ganar clientela incrementando considerablemente sus ventas. Se le veía feliz. Su cara pasó de la amargura y la tristeza a la alegría y la jovialidad. Felicidad que aumentaba cada vez que veía a mi rival el hijo de Fâdel. Esto suscitaba en mí grandes recelos y gran pesar, pues sin duda algo tramaban entre los dos. El tiempo me vino a dar la razón. Aún no haría el año de nuestra llegada a Fez, cuando anunciaron los esponsales entre tu hija y mi rival. Intenté entrevistarme con tu hija antes del fatal acontecimiento. Intenté evitar el aciago desenlace. Todo en vano. Fuera de mí, me personé un día en la tienda de tu cuñado para tratar de detener lo que sin duda acabaría con mi vida. Juan Tiopieyo no sólo no aceptó escuchar mis razonamientos, sino que me amenazó con llevarme ante la justicia si no dejaba en paz a su sobrina y si me volvía a ver merodear por los alrededores de su casa. Me llamó perro cristiano y me conminó a abandonar la ciudad y toda Berbería. Llegó a hacerme cómplice de los perros cristianos que lo habían obligado a huir de su patria. Me vituperó y me humilló de tal modo, que me daba vergüenza que me vieran sus parroquianos. Al fin, cabizbajo y alicaído abandoné su tienda para perderme entre las callejuelas de la ciudad donde nadie me conociera. A partir de ese momento perdí toda esperanza de recuperar a mi amada.
»El día que se celebró el enlace matrimonial de tu hija creí perder la razón. Aquél fue el día más aciago de mi vida. Seguí la ceremonia desde lejos, desde donde nadie me pudiera ver. Cada paso que daban tu hija y su prometido era una espina que se clavaba en mi corazón. Cuando ambos se dieron el sí y se intercambiaron sus alianzas, creí perder el sentido. Al volver en mí me encontré totalmente solo. Todos los asistentes al acto habían desaparecido. Era como si todo hubiera sido una falsa ilusión de mi mente. Pero no, no era una ilusión. Era absolutamente cierto. Mi adorada se había desposado con otro y ya nunca jamás podría ser mía. En aquel instante creí enloquecer.
»Después de los desposorios, tu hija se fue a vivir con su marido a casa de los padres de éste. Yo volví a rondar durante algún tiempo la morada de Fâdel Shafîq tan sólo con la esperanza de ver alguna vez a mi amada. Pero todo fue en vano. Su marido la encerró en su casa a cal y canto y nunca más volvió a salir a la calle ella sola. Las pocas veces que salía, que solía ser para llevar a cabo la oración en la mezquita, lo hacía acompañada por la familia de su marido y embozada en el burka desde los pies a la cabeza. Desde el día de su boda nunca jamás pude volver a verle la cara ni conseguí cruzar una sola palabra más con ella. Era como si hubiera muerto para mí.
»Abatido por el dolor, exhausto de fuerzas físicas y morales, solo en una tierra extraña, carente de recursos, perdida toda esperanza, ¿qué podía hacer allí? Un buen día decidí partir de Fez para regresar a mi patria y reencontrarme con los míos. Con gran dolor de mi corazón dejé atrás la ciudad en la que quedaba enterrada parte de mi alma. Deambulé de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo sin rumbo fijo durante meses. Cuando ya me hallaba en las proximidades de Tetuán, me atacaron unos bandoleros y me quitaron lo poco de valor que aún llevaba encima. Hambriento, desharrapado, sin un ochavo encima, no me quedó más remedio que mendigar por las calles de Tetuán lo que las gentes de buen corazón me quisieran dar. En tal situación sufrí muchas vejaciones y desprecios por parte de los desalmados. Muchos musulmanes me vilipendiaban mientras me decían que fuera a pedir a mi tierra, pero aún era mayor el rencor que mostraban los descendientes de los moriscos expulsados durante la conquista de Granada. Tampoco me libré de la aversión y los ataques de otros mendigos que defendían su territorio con uñas y dientes.
»Casi había perdido toda esperanza de regresar a España, cuando un buen día me topé con unos marineros que, después de haberse mofado de mí, les inspiré lástima, principalmente al que parecía ir al mando de ellos. Me preguntó de dónde era y cuál era el motivo por el que me encontraba allí. Después de contarle a grandes rasgos mi historia y mi desgracia, se compadeció de mí y me admitió en el grupo en calidad de grumete. En aquel momento me pareció que se me abrían las puertas del cielo. Aquellos marineros me condujeron a su barco donde me dieron de comer y algunas ropas con las que cubrir mis desnudos miembros. El capitán del bajel, que era el que se había interesado especialmente por mí, era de origen francés, como la mayoría de los marineros. Su nombre era Jacques. Pronto descubrí que su barco no era un barco normal y que ellos tampoco eran marineros normales. Eran corsarios que se dedicaban al pillaje de todas las embarcaciones que se ponían a su alcance.
»Partimos de la costa de Tetuán rumbo a Orán. El capitán dio orden de desplegar la mitad de las velas del bajel. Bogábamos a unas diez millas por hora. No tardamos en perder de vista las costas de Tetuán. Llevaríamos recorridas unas ochenta millas, cuando el vigía advirtió la presencia de un barco a babor, que se dirigía desde la Península a algún puerto de la costa africana, probablemente a Melilla. Jacques el Terrible, como así era llamado el capitán de nuestro bajel por su ferocidad en los ataques, ordenó desplegar todas las velas para dar alcance y abordar a la nave avistada. Antes de que ésta pudiera darse a la fuga ya nos habíamos echado encima de ella. El capitán ordenó lanzar una salva para atemorizar a sus ocupantes, que apenas opusieron resistencia ante el ataque de los corsarios. Jacques y sus hombres se apoderaron de todo el dinero y objetos de valor que portaban tanto la tripulación como los pasajeros de la nave asaltada. Luego regresaron jubilosos a su bajel con el botín obtenido por procedimientos tan recriminables. Unas horas más tarde atracábamos en el puerto de Orán, donde se disponían a dar buena cuenta del botín conseguido. Durante una semana se emborracharon y recorrieron todos los prostíbulos de la ciudad. Cuando quedaron ahítos de vino y mujeres y sus bolsas vacías, decidieron echarse de nuevo a la mar para repetir sus fechorías.
»Así recorrimos los puertos de Argel, Túnez, Palermo, Nápoles, Cagliari, Palma de Mallorca e Ibiza. En todos ellos se repetía la misma historia. Asaltaban cuantas naves encontraban en el mar para luego derretir el botín obtenido en el puerto más cercano. Era una vida muy monótona y arriesgada al mismo tiempo. Yo tan sólo deseaba llegar a un puerto español para poder poner fin a aquella vida sin sentido y fuera de la ley. La suerte vino a llamar a mi puerta cuando desde Ibiza decidieron recorrer la costa española. El primer puerto en el que recalamos fue el de Gandía. No muy bien puse los pies en tierra, me perdí por sus calles y me oculté donde jamás pudieran dar conmigo aquellos bárbaros. Al llegar la noche, al amparo de la oscuridad, abandoné la ciudad y campo a través me alejé de ella cuanto me permitieron mis fuerzas. Cuando aparecieron las primeras luces del alba, me encontraba en un lugar completamente deshabitado sin saber qué rumbo tomar. Decidí seguir hacia poniente por saber que en esa dirección me acercaría a ésta nuestra tierra. Después de todo un día de fatigosa marcha llegué a las puertas de Játiva, donde decidí pasar la noche para reponer mis fuerzas que ya me abandonaban. En los días siguientes recorrí Mogente, Almansa, Chinchilla hasta recalar en Albacete. La esperanza de llegar pronto a mi casa ponía alas a mis pies. Tres días me ha costado venir desde Albacete aquí y en estos momentos me desvivo en deseos de llegar a casa de mis padres por ver el recibimiento que me dispensan después de tan larga ausencia. No merezco su perdón por haberlos abandonado durante todos estos años, pero el amor a tu hija me impelió a hacerlo. Ahora sólo me queda conocer su veredicto.
—Seguro que tus padres te perdonarán, porque me imagino que ellos alguna vez también tuvieron que estar enamorados y saben que el amor nos obliga a hacer locuras. Por mi parte quedas exonerado de toda culpa, pues sé que tu amor por mi hija ha sido puro y casto. Tal vez si te hubieras casado con ella no te lo hubiera perdonado nunca, porque nuestra religión nos prohíbe mezclar nuestra sangre con la de otras religiones y culturas. Son contados los matrimonios mixtos entre moriscos y cristianos. El problema más grave que surge entre ellos es el de los hijos, porque cada uno de los cónyuges quiere educarlos según su religión. Son muy pocos los moriscos convertidos al cristianismo que se sientan verdaderamente cristianos. Todos sus actos ante la sociedad serán de auténticos cristianos, pero en lo más recóndito de su corazón jamás abandonarán el islamismo. Por eso los matrimonios mixtos están abocados al fracaso. Y no quisiera yo que mis futuros nietos, si me los hubierais dado, hubieran tenido que enfrentarse a esa dualidad. Mi conciencia se queda más tranquila así. Ahora sé que mis nietos, si los llego a tener, se educarán en la religión de sus antepasados.
—Quizás tengas razón en todo eso, Ismael, pero tu hija no creo que sea feliz con el hombre con el que se ha desposado.
—¿Por qué dices eso, Pedro?
—Porque la vida que lleva como casada es completamente anodina. En realidad ya lo era desde que abandonó el pueblo, pero desde que se desposó es como si hubiera muerto para el mundo. Ahora apenas sale de casa y, cuando lo hace, es como si lo hiciera a través de rejas. Aquí hubiera sido libre y me imagino que mucho más feliz.
—Tú mismo lo acabas de decir, Pedro. Te lo imaginas. Piensa que la mujer en nuestra religión se educa para ser esclava del hombre. Primero lo es de su padre o de sus hermanos. Luego lo es de su marido. La mujer en nuestra religión es propiedad del hombre y éste puede hacer con ella lo que quiera, entre otras cosas, ocultarla a la vista del resto de los hombres. Por eso se les impone el burka, para que así no suscite la lascivia de los demás hombres. La mujer es propiedad exclusiva del marido y sólo de él. Si una mujer deshonra a su marido, éste, junto con el resto de varones de su familia, tiene el derecho a lapidarla hasta la muerte. Ésa es nuestra ley. Y la mujer está educada para acatarla y se siente feliz acatándola.
—Si tú lo dices así será, pero me resisto a creerlo. Una mujer que vive bajo un yugo tan rígido como ése no puede ser feliz. Tal vez se resigne y aparente serlo, porque no encuentra otra salida, pero me extraña que pueda ser feliz. En fin, ¡allá vosotros con vuestras creencias!
Se les había hecho tarde y ya casi era la hora de cenar. Ismael Ricote invitó a su huésped a pasar la noche en el mesón. Así tendría tiempo para exponerle sus planes. Don Pedro Gregorio aceptó de buen grado, pues ya era demasiado tarde para presentarse aquella noche en casa de sus padres.
—Mira, Pedro, si me prometes que no se lo dirás a nadie, te haré confidente de un secreto.
—Tú dirás.
—Vuelvo a repetirte que me debes prometer guardarlo en absoluto secreto, pues en ello me va la vida.
—Te lo prometo, Ismael. Mi boca será una tumba.
—Así lo espero, pues, como te digo, de ello depende mi vida. Tal vez te estés preguntando por qué he regresado aquí y no te falta razón. Si todo lo que más quería hace tiempo que se marchó de este lugar, ¿qué hago yo en estas tierras en donde corro el riesgo de ser descubierto y no salir nunca más de ellas con vida?
—La verdad que no me había parado a pensarlo.
—Antes de marcharme del pueblo escondí la mayor parte de mi fortuna aquí, para venir a buscarla algún día cuando ya estuviera establecido en otras tierras. Y ese día ha llegado. Por eso he vuelto.
—Entiendo.
Ricote, antes de continuar, pidió que les sirvieran allí mismo la cena. Después le expuso su plan a su invitado.
—Me vendría bien la ayuda de alguien para trasladar todo ese tesoro hasta algún lugar de la costa desde el que poder embarcarme rumbo a África. Y ese alguien he pensado que puedes ser tú. Si me ayudas, te recompensaré con parte del tesoro. ¿Qué opinas?
—No sé qué decirte. La oferta es tentadora, pero de momento no puedo aceptarla. Antes tengo que llegar a casa de mis padres. Una vez allí, no sé si podré abandonarlos de nuevo sin darles una explicación. Si lo hiciera, sería como traicionarlos por segunda vez y entonces estoy seguro que ya no me perdonarían jamás. Y decirles la verdad sería faltar a tu promesa.
—Puedes contarles una mentira piadosa.
—No se me ocurre ninguna.
—Diles que te ha surgido un negocio muy importante que te puede reportar pingües beneficios y que necesitas llevarlo a cabo inmediatamente.
—Pero querrán saber de qué se trata.
—En ese caso, les cuentas lo que se te ocurra sin descubrirles la verdad. Ya verás como al final quedan engañados y convencidos.
—Lo intentaré, pero no te prometo nada.
—Bien, inténtalo. Te esperaré aquí una semana. Transcurrido ese plazo me iré. Pero te advierto que, si he de hacerlo yo solo, una buena parte del tesoro se quedará aquí y nadie lo descubrirá jamás. Me gustaría que esa parte que no puedo llevar conmigo te la quedaras tú.
La cena había llegado a su final. Era el momento de retirarse a descansar. Al día siguiente don Pedro Gregorio quería madrugar para llegar pronto a casa de sus padres. Hacía años que se había marchado sin decirles adiós y sentía un gran remordimiento por ello. No quería dilatar por más tiempo su separación. Se despidió de su anfitrión deseándole las buenas noches y con la promesa de volver a verse muy pronto.
8
Antes de finalizar el plazo concedido por Ricote ya estaba de vuelta en Ruidera don Pedro Gregorio. No le había sido difícil convencer a sus padres para llevar a cabo sus planes. Los lucrativos beneficios que le había prometido Ismael terminaron por romper todas las ligaduras con las que pretendían sujetarlo a su lado.
—Veo que has vuelto. ¿Te ha costado mucho convencer a tus padres?
—Algo sí me ha costado, pero no demasiado.
—Bueno, pues ahora tenemos que poner en marcha mi plan. He comprado dos caballos y dos mulas. Una pareja para cada uno. Esta noche iremos a donde tengo escondido el tesoro. Llenaremos con él las alforjas y partiremos camino de Andalucía. ¿Te parece bien?
Ricote, después de haber oído el relato de don Pedro y conocer a través de él dónde se hallaba su familia, decidió pasar a África desde algún punto de la costa andaluza.
—Tú mandas, Ismael. Estoy dispuesto a hacer todo lo que me pidas. Lo que no entiendo por qué tenemos que hacerlo de noche, como si fuéramos dos vulgares ladrones.
—Porque así nos considerarán si nos descubren. Ya sabes que en el decreto de expulsión se dice taxativamente que no podemos llevarnos dinero ni joyas y eso es precisamente lo que voy a llevar yo. Te recuerdo que, si nos descubren, te aplicarán el mismo castigo que a mí por ayudarme.
—Lo sé y estoy dispuesto a correr ese riesgo.
—Pues entonces seguirás al pie de la letra mis instrucciones. Como te decía, el tesoro lo cargaremos durante la noche y también viajaremos de noche. Lo haremos alejados del camino real, a través de senderos y rutas apartadas que tan sólo transiten los pastores y los animales salvajes. Durante el día descansaremos en lugares escondidos lejos de las miradas curiosas. No podemos arriesgarnos a que alguien nos delate.
—Acepto tus condiciones y los riesgos que vaticinas.
Para no levantar sospechas, se despidieron del mesonero después del almuerzo del mediodía. Permanecieron escondidos en un bosquecillo próximo a las Lagunas hasta bien entrada la noche. Cuando la oscuridad lo cubría todo, Ricote tomó de la brida a su caballo y se encaminó hacia la catarata donde había escondido su tesoro. Don Pedro lo siguió fielmente.
—Ya hemos llegado. ¿Oyes el ruido de esa catarata?
—Sí, pero no veo nada.
—Mejor. Así tampoco nos verá nadie. Mira, tenemos que caminar veinte pasos por el agua. Luego atravesaremos la pequeña cascada. Detrás de ella hay una cueva en la que está escondido el tesoro. Vamos allá.
—Vamos.
El tesoro permanecía escondido donde lo había dejado años atrás Ricote. Después de varias horas de idas y venidas, entre los dos lograron llenar las alforjas que portaban las mulas y los caballos, respectivamente. Unas dos horas antes del amanecer abandonaron las Lagunas de Ruidera en dirección a Andalucía. Les quedaba un largo camino por recorrer. Poco después del alba hallaron un pequeño soto donde se refugiaron para dormir unas horas y pasar ocultos allí el día. Un ruido inoportuno vino a sacarlos de su sueño a eso del mediodía. Se trataba de un labrador que regresaba con una yunta de mulas a su casa después de una larga jornada. Nuestros amigos observaron en silencio desde el bosquecillo cómo se alejaba poco a poco el hombre canturreando tras la yunta.
—De momento ha pasado el peligro. No es que ese pobre infeliz nos fuera a hacer nada, pero podía dar la alarma y llegar a oídos de los cuadrilleros. Es mejor que evitemos ser vistos siempre que podamos. Y ahora vamos a comer algo, porque tendrás hambre, ¿no?
—¿A ti qué te parece? Desde ayer no hemos probado bocado y nos hemos pasado toda la noche trajinando en medio del agua.
—Supongo que habrás grabado bien en tu mente el lugar donde estaba escondido el tesoro. Ya sabes que allí queda casi otro tanto como lo que llevamos y todo eso será para ti si salimos bien de este negocio.
—Lo sé, Ismael. Ahora más que nunca me interesa que todo esto acabe bien. Te agradezco en el alma tu generosidad para conmigo. No creo que me merezca esto.
—No me lo agradezcas tanto, aunque, de no poder llevármelo yo, prefiero que todas esas joyas y ese dinero pase a tus manos antes que a las de cualquier otro afortunado que algún día pudiera toparse con él. Tuyo es y espero que lo disfrutes con salud.
—Eso espero, Ricote, y te doy las gracias de nuevo. Lo único que siento es no poder disfrutarlo al lado de tu hija. Eso me hubiera hecho muy feliz.
—A mi hija debes olvidarla para siempre. Si hubiéramos seguido en el pueblo, tal vez yo te hubiera concedido su mano, pues no eras un mal partido para ella, aunque ya sabes que opino que los de mi religión no se deben mezclar con los de la tuya. Pero mi hija se ha casado con un musulmán y eso ha cerrado para siempre las puertas a cualquier otro hombre, ya sea musulmán o cristiano. Mi hija ya tiene dueño para el resto de sus días y ni siquiera yo puedo quitársela a su marido según nuestras tradiciones. Ahora es él quien tiene dominio total sobre ella.
—Bueno, en eso aquí tampoco nos diferenciamos mucho. Cuando una mujer se casa, también pasa a pertenecer a su marido, por regla general. Lo que ocurre que aquí no queda encerrada en una cárcel como en vuestro país. Aquí goza de más libertad y eso lo sabes tú muy bien, porque lo has vivido con tu mujer.
—Lo sé. Ahora lo que debes hacer, cuando termines este trabajo, es buscarte una buena chica de tu raza y casarte con ella. Con la fortuna de tus padres y lo que te dejo yo podéis vivir muy felices.
—Seguiré tu consejo, Ismael, y no te olvidaré nunca ni tampoco a los tuyos.
—Lo sé, Pedro. Para mí serás siempre como el hijo que no tuve y así te llevaré en mi recuerdo. Ahora vamos a dormir la siesta para estar bien despejados. Tenemos que aprovechar la noche para avanzar.
Tres noches les llevó atravesar la Mancha hasta que pudieron poner los pies en Sierra Morena. Fueron tres días de angustia en los que tuvieron que recurrir a todo tipo de artimañas para no delatarse. No siempre la extensa llanura de la Mancha ofrecía un lugar idóneo donde ocultarse. Un día tuvieron que hacerlo en un viejo molino abandonado, donde estuvieron a punto de ser descubiertos por un pastor de ovejas. Suerte que las que se dirigían hacia el molino se espantaron y obligaron a todo el rebaño a cambiar de dirección.
Llegaron a Despeñaperros al amanecer del cuarto día de su salida de las Lagunas de Ruidera. Se ocultaron en un bosque que había a una media legua del camino real. Aprovecharon para descansar del largo viaje y dormir unas horas antes de reemprender la marcha. A media mañana Ismael Ricote se despertó sobresaltado a causa del resoplido que su caballo produjo al lado de su cara. Se había acercado a él para mordisquear unas hierbas en las que había apoyado su cabeza a modo de almohada.
—Pedro, despierta.
—¿Qué pasa? ¿Nos han descubierto?
—No, pero tenemos que seguir adelante. Por aquí no podemos caminar de noche, pues podríamos despeñarnos en cualquier precipicio. Tenemos que hacerlo de día y siempre alejados del camino real y de las vías más frecuentadas. Debemos atravesar Sierra Morena en dirección suroeste. No deberíamos abandonarla hasta cerca de Córdoba. Una vez allí, descenderemos casi verticalmente hasta Gibraltar. Ése es nuestro punto de destino. Mira, aquí tengo un mapa por el que nos guiaremos.
Ricote le mostró a Pedro el mapa que le servía de guía. Luego lo volvió a guardar en una bolsa que puso a buen recaudo.
—En marcha. Tenemos que avanzar todo lo que podamos mientras nos lo permita la luz del día.
—Pero ¡si esto es peor que un camino de cabras! Por aquí se van a despeñar las caballerías y nosotros con ellas.
—Deja de quejarte y avanza. Ah, y no te preocupes por las caballerías, que saben mejor que tú dónde pisan. Lo único que debes hacer es desmontar y llevarlas por el ramal.
—Como tú digas, Ismael. Vete tú delante y yo te seguiré aunque sea hasta el fin del mundo.
Aquella tarde aún les dio tiempo para recorrer alrededor de un par de leguas entre vericuetos y escarpados senderos. Al anochecer decidieron acampar en un bosquecillo de pinos, al abrigo de un roquedal que allí había. Después de asegurar bien las caballerías, se sentaron en la suave hierba para dar buena cuenta del queso y los embutidos que portaban. Entre bocado y bocado no dejaban de visitar las botas bien surtidas de tinto de la Mancha, especialmente Ricote, que a veces se quedaba con los brazos empinados y los ojos clavados en las primeras estrellas de la noche sin acordarse de volver a mirar al suelo de tanto gusto como recibía.
—Una cosa te quiero confesar, Pedro, y es que, cuando abandone definitivamente España, echaré muy en falta este néctar tan sabroso de la Mancha. He probado vinos de otras tierras y por esos mundos de Dios los hay tan buenos o mejores que éste, como puede ser en Francia e Italia. Pero allí donde me he asentado, en Baviera, allí no hay estos caldos tan sabrosos, que tanto alegran nuestro corazón y endulzan nuestras penas.
—Pues lo siento de veras, Ismael, pero en eso me parece que no te voy a poder ayudar. Deberías haberlo pensado mejor y haberte convertido al cristianismo. Así tú y tu familia no tendríais que haber huido de España y tal vez yo me hubiera podido casar con tu hija.
—Lo sé, pero la fe es superior a nuestras fuerzas.
A lo lejos comenzó a oírse el son de una tonada. Parecía la voz de una mujer que se lamentaba de su desgracia. Los dos hombres prestaron atención por si podían entender algo de lo que la voz decía, pero era tanta la distancia que a ellos tan sólo llegaba una tonada ininteligible. Poco después enmudeció la voz y retornó el silencio.
—Esto me recuerda ese libro que anda por ahí de boca en boca sobre unos paisanos nuestros.
—¿A qué libro te refieres, Pedro?
—A uno que trata de un caballero andante medio loco y su escudero, que no está tan loco como él pero que no le va a la zaga.
—No sé a quiénes te refieres.
—Sí, hombre. ¿Recuerdas a aquel hidalgo pobretón de nuestro lugar, que le dicen Quijada, o Quesada(5)?
—No me suena.
—Claro, porque él apenas salía de casa. Dicen que se pasaba los días y las noches leyendo novelas de caballerías. Por eso se volvió medio loco. Seguro que al ama, si la vieras, sí que la reconocerías.
—Tal vez, pero en este momento no puedo saber de quién se trata. ¿Y quién más sale en ese libro?
—El escudero es Sancho Panza.
—¿Cómo dices?
—Sancho Panza.
—Pero si a éste me lo encontré yo cerca de Zaragoza cuando venía para acá. Le propuse el puesto que te he dado a ti y no lo quiso aceptar, eso a pesar de saber yo que vive con gran necesidad. Ya me pareció a mí que no estaba muy bien de la cabeza aquel día cuando rechazó mi oferta y me habló del gobierno de una ínsula y no sé qué otras zarandajas. Así que ése es el otro personaje del libro. ¡Vaya, vaya!
—Bueno, no son ellos solos. Hay muchos más. De nuestro pueblo dicen que también salen el Cura y el Barbero y un Licenciado que estudió en Salamanca.
—A saber si no salimos nosotros también.
—En la parte que hay publicada hasta ahora no, pero su autor ha prometido una segunda parte y quién sabe si no saldremos en ella, sobre todo tú, que dices que has tenido un encuentro con Sancho.
—¡Hasta ahí podíamos llegar, que yo saliera en un libro! Pero a todo esto, ¿por qué dices que lo nuestro te recuerda ese libro?
—Porque el tal hidalgo, que en el libro se llama Don Quijote, en su afán de búsqueda de aventuras y hazañas vino a dar con sus huesos a estos apartados riscos de Sierra Morena y aquí se pasó varios días haciendo penitencia por su señora Dulcinea del Toboso. Estando aquí oyó cantar por las noches a una pastora desdeñada.
—¿Qué me dices? Ahora sí que creo que está rematadamente loco. Me gustaría leer ese libro.
—No es fácil hacerse con él. Han hecho varias ediciones y todas ellas están agotadas. El éxito que ha tenido es tan grande, que dicen que acaban de publicar una segunda parte apócrifa, escrita, según parece, por alguno de los enemigos del autor para robarle la gloria que ha obtenido con la primera.
—¿Y quién me has dicho que es su autor?
—No te lo he dicho aún. Es Miguel de Cervantes Saavedra.
—No lo había oído mencionar nunca. No debe de ser muy conocido.
—Hasta ahora no, pero desde que publicó la primera parte del Quijote, su fama se ha extendido como la pólvora. Dicen que su libro se ha traducido ya a varias lenguas y los más audaces vaticinan que su éxito será mundial.
—¡Vaya, vaya! Y yo sin saberlo. Tendré que hacerme con un ejemplar. ¿Y dices que es una novela de caballerías?
—No exactamente. Se trata de una parodia de las novelas de caballerías. En realidad, viene a ridiculizar ese género tan en boga hasta nuestros días.
—Pues tendré que leerlo, sobre todo cuando publiquen la segunda parte por ver si salgo en él.
Los dos celebraron la ocurrencia con una carcajada. Luego decidieron dar por terminada la conversación. El tiempo no se detenía y al día siguiente había que partir con las primeras luces. Se levantaron con el alba. Había que aprovechar al máximo la luz del día. Los escabrosos riscos y las empinadas pendientes hacían impracticable el camino en las horas nocturnas. Caminaron durante toda la mañana por caminos solitarios y tortuosos senderos con el fin de evitar toparse con cualquier persona viviente que pudiera delatarlos. Al mediodía no pudieron soslayar el encuentro con un pastor de ovejas, cuyo rebaño sesteaba a la sombra de un pinar donde se amodorraron para aliviar los rigores de aquellas horas centrales del día.
Ricote y su acompañante ataron las caballerías bajo la sombra de un monumental pino y comenzaron a extender sus viandas sobre el mantel de hierba que allí mismo había. El pastor, que los llevaba observando desde que los vio aparecer por el otro extremo del bosque, se acercó a ellos con cierta curiosidad. No era habitual ver gente por aquel lugar y menos aún con bestias de carga.
—Hola, amigos. ¿Qué os trae por estos andurriales?
—Nada en concreto —contestó Ricote—. Vamos hacia Córdoba y me parece que hemos extraviado el camino.
—¡Y tan extraviado! Por aquí os costará más del doble de tiempo. Debisteis haber seguido el camino real que va más al sur.
—Tienes razón, amigo, pero ahora ya estamos aquí, así que seguiremos a través de estos parajes. Vamos a comer algo, si te apetece puedes acompañarnos.
—Os lo agradezco, pero acabo de comer ahora mismo.
—Pues entonces puedes compartir la bota con nosotros.
—Eso sí que lo haré de buen grado y también vosotros podéis compartir la mía.
El pastor se sentó al lado de Ismael y Pedro y no tardó en saborear el caldo de la Mancha.
—¡Buen vino, vive Dios! ¿De dónde lo traéis?
—De la Mancha —dijo Ricote.
—No está mal, pero el mío es mejor. Podéis catarlo si queréis.
Ricote tomó en sus manos la bota del pastor, acercó la boca de ésta a la suya propia, empinó los brazos, puso la mirada en el azul del cielo que se divisaba a través de la copa de los pinos y durante un largo espacio de tiempo se olvidó de tornarla al suelo.
—¡Buen cuerpo, sí señor! ¿De dónde es?
—De Montilla.
—El próximo que compre ya sé de dónde va a ser. Pero come un bocado con nosotros —le sugirió acercándole algunas de las viandas que habían sacado de las alforjas.
El pastor, por no desairarlos, tomó un poco de jamón y queso. Los dos viajeros aprovecharon para reponer las fuerzas que habían gastado durante el largo viaje de la mañana. Entre bocado y bocado hablaron de mil cosas relativas a aquellas montañas y a los habitantes que por allí moraban.
—Anoche oímos cantar a una mujer por estos contornos —insinuó Pedro—. Su voz se oía muy lejana, pero daba la sensación que se trataba de una voz lastimera, como si saliera de la boca de una mujer enamorada. ¿No será alguna de esas mujeres desdeñadas que se convierten en pastoras y pasan la vida por entre las montañas para olvidar sus penas?
—No lo creo —comentó el pastor— ni sé de ninguna mujer enamorada que se haya echado al monte, al menos por estas montañas que conozco muy bien desde hace más de cuarenta años. Nunca he oído hablar de esas pastoras a las que te refieres y que no deben de existir más que en alguna mente calenturienta. La vida de pastor es muy dura y no la suele tomar ninguna mujer desdeñada. La voz que oísteis anoche es de una pobre infeliz que no está en sus cabales y que muchos atardeceres sale a caminar por el bosque para dar rienda suelta a su locura. Cuando comienza a oscurecer, suele cantar alguna canción que aprendió de muy niña. La infeliz nunca ha tenido nadie que la enamore ni nadie ha parado atención en ella si no es para compadecerla.
—Así, ¿no crees que haya pastores enamorados que se retiran a las montañas para llorar y enterrar allí sus penas?
—No sé de dónde habrás sacado esa idea, joven, pero ya te he dicho que la vida de pastor no tiene nada de bucólico. Hay que bregar todo el día detrás del ganado por entre estas montañas, conduciéndolo a los mejores pastos y protegiéndolo de las alimañas. Cuando llega la noche, no tienes ganas más que de descansar. No todo el mundo se siente atraído por ella y desde luego los que lo hacemos no es porque nos sintamos desdeñados por nadie, sino por necesidad.
La breve colación de nuestros amigos tocaba a su fin. Antes de retirar el imaginario mantel de la no menos imaginaria mesa, decidieron hacer una última visita a sus botas. No querían despedirse sin antes trasegar parte del aterciopelado néctar del vientre de sus odres al suyo propio. Especialmente se regodearon en ello Ricote y el pastor, que ambos a una parecían haberse puesto de acuerdo a ver quién de los dos aguantaba más tiempo con los codos empinados y la vista en lo alto del cielo, moviendo acompasadamente de un lado a otro sus cabezas.
—Bueno, amigo, nosotros vamos a seguir nuestro viaje —dijo Ricote después de haber guardado su bota en las alforjas—. Tenemos muchas leguas aún por delante.
—Yo también tengo que ponerme en marcha —comentó el pastor—. Las ovejas ya comienzan a removerse. No puedo entretenerme más. Una cosa sí quería deciros antes de separarnos y es que vayáis por aquí más hacia el sur en dirección al camino real, aunque no lleguéis a él. Por este lado las montañas son más suaves con cumbres más redondeadas y el suelo cubierto por un manto de hierba. Se os hará más fácil el camino que si seguís de frente. Ya veo que vais huyendo, aunque no se me alcanza el motivo ni quiero saberlo. Allá cada cual con sus problemas.
—Gracias, amigo —Ismael le tendió la mano—. Te estaremos eternamente agradecidos.
—Por mí podéis ir tranquilos. No pienso decir nada a nadie. Pero id con mucho cuidado, que no todo el mundo es de fiar.
—Gracias de nuevo, amigo.
Los tres se despidieron con sendos apretones de manos, luego cada cual siguió su camino. Ismael y Pedro giraron un poco hacia el mediodía, tal como les había indicado el pastor. Pronto descubrieron que éste tenía razón. Las agrestes montañas dejaron paso a suaves lomas y redondeadas colinas cubiertas por un verde manto de hierba, que hacía mucho más fácil la marcha de las caballerías. Unas leguas más adelante las montañas desaparecieron por completo, dejando al descubierto un paraje de suaves ondulaciones que parecían no tener fin.
—Es mejor que nos refugiemos otra vez entre las lomas y colinas. Aquí somos un blanco visible desde muy lejos.
—Tienes razón, Pedro. Vamos a rodear esa colina por su cara norte antes de que nos descubran los habitantes de aquel cortijo que se ve allá a lo lejos.
Detrás de la colina vadearon un pequeño riachuelo que por allí discurría, donde saciaron su sed tanto ellos como las caballerías. A continuación ascendieron una suave loma desde cuya cumbre podían divisar el paraje que los rodeaba. A su izquierda se extendía la campiña en la que pastaban un gran número de corzos y ciervos. A su derecha se hallaban las montañas exuberantes de vegetación y arboleda. Los dos hombres decidieron internarse de nuevo en ellas donde se sentían más seguros. El anochecer los sorprendió en medio de un bosque de robles y encinas. Buscaron un pequeño claro en el que se acomodaron para pasar la noche, mientras los caballos y las mulas pastaban a sus anchas la suave hierba que en él crecía.
Con el alba reanudaron su marcha. A media mañana llegaron a la margen izquierda del río Jándula. Determinaron seguir su curso ora por una orilla, ora por la otra, mientras éste se lo permitiera. Cuando el río giró hacia el sur, lo abandonaron para continuar rumbo suroeste. Las montañas seguían ofreciéndoles protección y la suave alfombra verde hacía más llevadero el paso de las caballerías. Desde las altas cumbres se divisaba una sucesión interminable de montañas y valles, algunos de ellos surcados por ríos que avenaban sus riberas. En lontananza la línea del horizonte se perdía entre altas montañas. La exuberante vegetación era todo un placer para la vista. Aquí y allá aparecía un corzo, un venado, un conejo, una libre o cualquier otro animalejo que, asustado ante la presencia de los viajeros, desaparecía velozmente entre la espesura.
Súbitamente nuestros amigos detuvieron su marcha. No muy lejos de ellos avanzaba lentamente una gran muchedumbre acompañada de carretas bellamente engalanadas. Transitaban por un camino carretero que ascendía por la ladera de la montaña.
—Detente, Pedro. Mira qué cantidad de gente sube por aquel camino.
El joven se detuvo mientras observaba el enorme gentío que ascendía ya a media montaña.
—Debe de tratarse de una romería, Ismael, por las trazas que llevan.
—Vamos a ocultarnos detrás de estos rebollos hasta que se alejen. Es mejor que no nos vean.
—No creo que esa buena gente tenga intenciones de hacernos nada, pero es mejor que sigamos tu consejo, por si acaso.
—Puede que no nos quieran hacer nada, pero yo no me fío ni de mi sombra. Es mejor prevenir que curar.
—En eso tienes razón, Ismael. Es mejor ser precavidos. De todas maneras, toda esa gente que ves ahí abajo en estos momentos va más preocupada por la devoción que por lo que tienen a su alrededor. Seguramente por aquí cerca habrá alguna ermita o santuario dedicado a la Virgen o a algún santo patrón al que irán a rendir culto.
—No me fiaría yo tanto de la gente devota. Precisamente esa devoción es una de las causas por las que han expulsado a los de mi raza. Prefiero pasar desapercibido a que me vean.
Los dos hombres y las cabalgaduras se habían apostado detrás de unos rebollos y varias encinas que los ocultaban a la vista de los romeros. Éstos pasaron a unos cien metros de distancia de donde ellos estaban ocupados en sus cantos y rezos.
—Tus correligionarios no realizan este tipo de actos, ¿no?
—No me consta que lo hagan. Se limitan a rezar en las mezquitas y practicar el ayuno en el ramadán. Eso sí, Mahoma ordenó que todos los musulmanes deberíamos peregrinar al menos una vez en la vida a la Meca. Es uno de los deberes sagrados que nos impuso el Profeta.
—Pues ya ves, nosotros, en vez de peregrinar a Roma o Santiago, que muchos lo hacen, hacemos romerías. Es una práctica muy extendida por toda España, especialmente por las zonas rurales tan proclives a los milagros y tan entusiastas de mitos y leyendas.
—Mira, Pedro, parece que ésos ya son los últimos. Vamos a continuar nuestro viaje lejos de ese camino. No quiero ninguna sorpresa.
Anduvieron todo el día sin detenerse más que un momento al mediodía para tomar un bocado con el que recuperar parte de las energías perdidas. Al atardecer llegaron a una vieja casa, semiderruida, en la que decidieron pasar la noche. Allí si acaso tan sólo serían molestados por alguna alimaña. Antes de que desaparecieran las últimas luces del día, Ismael extendió el mapa sobre el suelo para estudiarlo. Después de llevar a cabo una serie de observaciones y comprobaciones, creyó que había llegado el momento de tomar un nuevo rumbo. A partir de aquel momento deberían girar hacia el sur para ir al encuentro de la costa.
—¡Qué! ¿Nos hemos perdido de nuevo?
—Bueno, perdidos me parece que andamos desde el día que nos aventuramos por entre todas estas montañas. Los caminos y senderos que encontramos no nos llevan a ninguna parte y las más de las veces caminamos campo a través. Eso no es lo que me preocupa. Lo que me preocupa es que, si seguimos la dirección que llevamos, nos desviaremos demasiado hacia el poniente y eso nos obligará a andar muchas más leguas de las deseadas. Por eso, a partir de este punto vamos a caminar hacia el sur.
—Como ya te he dicho en alguna otra ocasión, tú mandas, Ismael. Yo te seguiré hasta el fin del mundo si es necesario. La recompensa lo merece.
—No te falta razón. En el escondite de Ruidera queda casi otro tanto como lo que llevamos aquí. Con eso podrás vivir desahogadamente el resto de tus días.
—Lo sé, Ricote. Por eso me he ofrecido a acompañarte hasta donde quieras. Lo único que siento es haber perdido a tu hija. La hubiera cambiado por todo el oro del mundo, pero ella prefirió a otro.
—No le des más vueltas al tema, Pedro, que sólo servirá para hacerte más daño. Y volviendo a nuestra ruta, mira, he trazado un itinerario en el mapa que nos servirá de guía. Nuestro próximo destino será Lucena. Desde allí nos dirigiremos a Antequera. Una vez en esta población, en vez de ir a Málaga, que sería lo más normal, nos desviaremos hacia Ronda, pues encuentro que esa ruta nos permitirá pasar más desapercibidos. Si logramos llegar a Ronda, a través de sus serranías y el resto de cadenas montañosas que por allí hay llegaremos hasta Tarifa, punto en el que quiero embarcarme. ¿Ves cómo salen reflejadas todas esas montañas en el mapa?
Ismael mostró el mapa a Pedro para indicarle la ruta y los accidentes montañosos.
—Tienes razón.
—Lo que me preocupa es cómo atravesar toda la zona que hay desde Montoro hasta Antequera, donde apenas se ve rastro de montañas. Tendremos que volver a ocultarnos de día y caminar de noche para evitar encuentros no deseados.
—Haremos lo que más convenga, Ismael.
—Pues ahora vamos a comer algo y a descansar. Mañana haremos la última jornada de día hasta que dejemos atrás todas las llanuras que tenemos por delante.
Una semana tardaron en cruzar las extensas llanuras y parameras que separan a Montoro de Antequera. El día lo dedicaban a dormir escondidos donde les deparaba el azar. Durante la noche caminaban por donde los caballos los querían llevar, siempre con la estrella polar a sus espaldas. Al llegar a Antequera tomaron rumbo otra vez hacia el suroeste. A partir de aquí el paisaje les permitió viajar de nuevo a la luz del día, protegidos por las agrestes montañas y la abundante vegetación. Una semana más tarde llegaban a dar vista a la ciudad de Ronda, pero Ismael prefirió desviarse antes de llegar a ella para internarse en su serranía. Se dirigieron hacia Montejaque y se internaron entre sus montañas. Desde ese lugar la dirección ya sería hacia el sur hasta el término de su viaje con alguna pequeña inclinación hacia el suroeste en contadas ocasiones.
—¿Ves lo que yo veo, Pedro?
—Me temo que sí.
—Pues no perdamos el tiempo y vamos a refugiarnos entre aquellos roquedales.
—¿Quiénes pueden ser esos jinetes?
—O mis ojos ven visiones, o ésos que cabalgan a galope tendido son bandoleros que van a hacer una de las suyas. Esperemos que pasen de largo y no se percaten de nuestra presencia. Hostiga a esas bestias y date prisa, que se nos van a echar encima.
Entre las rocas había una especie de cueva oculta por algunos arbustos y maleza. Ismael y Pedro llegaron a ella justo a tiempo de esconderse antes de que los descubrieran. Alrededor de una docena de forajidos pasaron cerca de ellos con gran estruendo y griterío.
—¡Qué poco ha faltado para que nos descubran!
—¡Y tan poco! A partir de ahora debemos ir con los ojos bien abiertos. Me consta que por estas montañas abundan los salteadores de caminos.
—Pues podías haber elegido otra ruta, Ismael, si tanto peligro hay por aquí. Aún estamos a tiempo de rectificar.
—Claro que sí, pero no lo haremos. Evitaremos las pistas más transitadas y los caminos carreteros, que son los que frecuentan los bandidos. Así podremos esquivarlos.
—Dios te oiga, Ismael, porque yo no las tengo todas conmigo.
—Y Alá nos proteja, Pedro. Mira, vamos a seguir por entre todas esas montañas que se ven ahí delante. Por ahí no es fácil que nos descubran, pues no parece una zona muy transitada. Piensa que a los bandoleros les interesan los lugares que frecuenta la gente y no los parajes inhóspitos. El bandolerismo es una forma de vida que eligen aquellos que quieren vivir al margen de la ley. Tiene siglos de existencia sobre todo entre estas montañas, en donde encuentran fácil refugio para evadirse de la autoridad y huir de la ley. Lo practican hombres sin escrúpulos ni conciencia que matan por cuatro ochavos. Nuestra vida para ellos vale menos que un maravedí.
—No quiero ni pensar qué harían con nosotros si nos descubrieran.
—Ni yo tampoco. Por eso a partir de ahora tenemos que viajar expectantes y con ojo avizor. No debemos bajar la guardia ni un solo momento y debemos elegir bien nuestra ruta.
En días sucesivos avanzaron siempre por valles escondidos y lugares escarpados, más propios de cérvidos y cabras monteses que de personas y caballerías. Por aquellos vericuetos no se descubría ni un alma ni había rastro de forajidos. Así pudieron llegar a las inmediaciones de Jimena de la Frontera, población que dejaron a su izquierda para internarse en los alcornocales que tanto abundan por aquella zona. De esta manera, entre bosques de alcornoques y de pinos, entre montañas y valles, entre vegas y dehesas, entre barrancos y precipicios pudieron llegar al fin, sorteando toda serie de peligros, a la altura de Tarifa, punto final de su recorrido.
—Por fin, hemos llegado a Tarifa, Pedro. Lo hemos conseguido. Ahora sólo me falta convencer a un barquero para que me lleve a la otra orilla. Una vez allí, creo que ya estaré a salvo.
—¿Tú crees, Ismael? De todas maneras, ¿no hubiera sido más fácil ir a las costas de Granada o Málaga que quedan más cerca?
—No, Pedro. Allí el mar es muy amplio y no hubiera encontrado ningún barquero que se atreviera a cruzarlo. Aquí es la parte más estrecha y eso es una baza que juega a mi favor. No tardaré en convencer a alguien para que me traslade a la otra orilla por unos escudos.
—Pero allí podías haberte embarcado en alguno de los bajeles que hacen la ruta entre España y el norte de África.
—Eso es lo que trato de evitar, Pedro. ¿Cómo podía haber pasado entonces mi tesoro sin ser descubierto?
—Tienes razón, Ismael. No había pensado en ello.
Ricote dejó a Pedro al cuidado del tesoro y de las caballerías mientras él se fue en busca de algún medio para cruzar el estrecho. Recorrió el pequeño embarcadero hablando con los pescadores y con todo aquél que daba muestras de ser propietario de una embarcación. Tanteó a unos y otros, pero nadie le inspiró confianza. Era muy arriesgado confiar el traslado de tantas joyas y dinero a un desconocido, que lo podía traicionar a la primera de cambio. Podía ofrecerle más dinero a Pedro para que lo acompañara hasta las costas de África, pero estaba seguro que no iba a aceptar. Ya había arriesgado bastante hasta allí como para aceptar un nuevo peligro. De todas maneras, nada perdía con proponérselo, así que regresó a donde lo había dejado.
—¿Ya has contratado a alguien?
—No, Pedro. No he encontrado a nadie que me inspire confianza. He pensado que podías acompañarme tú hasta el otro lado del estrecho, así entre los dos nos sería más fácil reducir cualquier intento de ataque por parte del barquero. ¿Qué te parece?
—Mira, Ismael, ya he cruzado este mar dos veces y no pienso volver a hacerlo una vez más si no es por un motivo que merezca la pena. Es demasiado peligroso y no quiero arriesgar de nuevo mi vida.
—Te daré la mitad del dinero que llevo y alguna de las joyas más valiosas.
—No se trata de dinero ni de joyas, Ismael. Con lo que queda escondido en Ruidera tengo suficiente para vivir.
—Entonces, ¿de qué se trata?
—Se trataría de recuperar a tu hija para mí y eso me parece que es una tarea imposible, a no ser que tú consigas quitársela a su actual marido.
—Ya te he dicho, Pedro, que eso no nos lo permite ni nuestra religión ni nuestras costumbres. Mi hija desde que se casó ya no me pertenece. Ahora es de su marido. Si intentara quitársela, caería sobre mí todo el peso de la ley islámica y ésa no se anda con contemplaciones.
—¿Qué te podría pasar?
—Sencillamente me costaría la vida. El marido y su familia me perseguirían hasta el fin del mundo y no se detendrían hasta haberme dado muerte. Lo siento, Pedro, pero en eso no te puedo complacer. Pídeme, si quieres, la mitad de lo que llevamos aquí. Te regalo todo lo que carga tu mula. Pero no me pidas imposibles, porque no te los puedo conceder.
—Pues entonces no hay nada más que hablar. Yo de aquí no paso.
—Bien, tendré que ingeniarme el medio de hacerlo yo solo. Voy de nuevo hasta el muelle a ver si lo resuelvo.
Justo al lado del pequeño puerto había una casa con barcas. Ricote no había reparado en ella la vez anterior, porque iba con la idea fija de contratar a alguien. Se acercó a la tienda mientras recapacitaba. Podía comprar una barca y aventurarse él solo a través del estrecho. Era arriesgado, pero era más seguro que confiar en un desconocido que en medio del trayecto podía asestarle una puñalada y arrojarlo al fondo del mar. ¿Cómo no lo había pensado antes? Compraría una barca y se echaría a la mar en medio de la oscuridad de la noche cuando nadie lo viera. No sabía nada de bogar, pero con un par de remos y una vela podría alcanzar la otra orilla por sus propios medios.
Ismael se alegró por haber encontrado la solución y se preparó para partir aquella misma noche. Después de haber adquirido la barca, regresó a buscar a Pedro, que lo aguardaba con cierto desasosiego e impaciencia. Por un instante creyó que lo habían descubierto y que lo desvalijarían de todo cuanto llevaba, pero no fue más que una falsa alarma. A pesar de ello no se quedó tranquilo hasta que vio aparecer a su amigo. Pasaron juntos las últimas horas esperando que llegara la oscuridad de la noche para cargar el tesoro en la barca. Cuando por fin lo consiguieron, se estrecharon entre sus brazos fuertemente antes de partir cada uno para su destino.
—Te deseo suerte, Ismael.
—Lo mismo digo, Pedro. Vende las mulas y mi caballo y regresa a casa de tus padres lo antes posible. No puedo concederte la mano de mi hija por ser propiedad ya de otro hombre, pero te recompenso con la parte del tesoro que ha quedado en la cueva. Con eso y con lo que poseen tus padres podrás pasar una buena vida. Ahora vete con mi bendición y con la de Alá.
—Gracias, Ismael. Ha sido un placer haberte podido ayudar. Te deseo una favorable travesía del estrecho y un feliz reencuentro con tu familia. ¡Que Dios te bendiga!
Pedro permaneció largo espacio de tiempo contemplando la superficie del mar por donde había desaparecido Ismael con su barca. Era como si lo siguiera viendo con los ojos de su imaginación. Durante unos momentos pudo ver cómo accionaba torpemente los remos. Luego la oscuridad de la noche lo devoró. Era posible que nunca más se volvieran a ver. El joven sentía un nuevo vacío en su corazón. Había llegado a apreciar al hombre que estuvo a punto de ser su suegro. Ahora, con su partida, sentía que había perdido algo. Aquel hombre se había convertido casi en su segundo padre, sobre todo a lo largo de aquellas últimas semanas que habían pasado juntos, en las que habían vivido aventuras de todo tipo. Lo echaría en falta.
Haría más de una hora que Ismael Ricote había desaparecido en las aguas del estrecho, cuando Pedro Gregorio decidió abandonar la orilla del mar. Con paso lento y las caballerías por los ronzales se fue alejando poco a poco de aquel lugar. Debía descansar unas horas. A la mañana siguiente vendería las mulas y el caballo sobrante para regresar presto a su hogar. Una etapa de su vida estaba a punto de finalizar en aquel instante.
9
Hadi ibn Mohammad y Najla seguían viviendo en Fez. Ya hacía algún tiempo que habían dejado su primera tienda para establecerse en otra más espaciosa. El negocio les iba bien. No vivían con la abundancia que lo hicieron en España, pero su economía les permitía llevar una vida relativamente desahogada. Al éxito de su negocio había contribuido en gran medida la influencia que Fâdel Shafîq ejercía en la ciudad. Ellos eran conscientes de su ayuda, por eso no se inmiscuían en el matrimonio de Sahira Zaina Najla y Ahmed ibn Fâdel, el hijo de su benefactor.
Sahira vivía encarcelada en vida. Vivía en una casa que bien podía considerarse como un palacio por su lujo y fastuosidad, pero al mismo tiempo constituía una auténtica cárcel de la que era difícil escapar. Todas sus puertas y ventanas estaban protegidas por fuertes barrotes de hierro en el exterior y tupidas celosías interiores que velaban cualquier mirada indiscreta. Vestía un burka que la ocultaba por completo a las miradas ajenas. No podía salir de casa sin la compañía de su marido o de alguna de las mujeres de la familia. Ni siquiera podía pasear ella sola por el jardín interior de la casa. A todo ello había que añadir las presiones psicológicas que Ahmed ejercía sobre ella y las fuertes prohibiciones morales que le había impuesto. El aislamiento al que la había sometido su marido era total. El esplendoroso astro había dejado de brillar para el mundo.
Sahira había sido obligada a casarse con un integrista islámico que le hacía la vida imposible, pero se resignaba a su suerte. Sabía que su madre y sobre todo su tío la habían entregado a aquel hombre en beneficio propio. Gracias a su matrimonio ellos lograron establecerse en la ciudad. Gracias a su suegro habían conseguido una relativa prosperidad que les permitía vivir cómodamente. El precio que habían tenido que pagar era muy alto, pues ni siquiera les permitían visitarla y las pocas veces que ella iba a verlos siempre era en compañía de su marido. Jamás se volvió a ver a solas con su madre y su tío. Jamás pudo volver a hacer a su madre partícipe de su desgracia ni abrirle su corazón. Su tristeza y su sufrimiento tenía que tragárselos ella sola sin poder compartirlos con la que le había dado el ser. ¡Cuántas lágrimas derramadas de sus bellos ojos negros durante las interminables horas que permanecía a solas! ¡Cuántos suspiros caídos a un pozo sin fondo donde nadie se dignaba recogerlos!
Sahira, en sus horas de interminable soledad y de supremo abatimiento, rememoraba los momentos felices que había vivido en España al lado de Pedro Gregorio. Revivía los dulces besos que se habían prodigado uno al otro. Las promesas que ambos se habían hecho. La libertad que había disfrutado en aquel país que tan lejano le quedaba ya. En sus recuerdos más remotos evocaba los años de su infancia. Aquellos años en los que el Cura del lugar sembraba en su corazón la semilla del cristianismo, su amor a Isà y Maryam. Recordaba asimismo las reconvenciones que le hacían sus padres sobre aquellas enseñanzas, el exquisito cuidado que debía tener para no dejar traslucir su verdadera fe y la doble moral en la que debía vivir. Aquel doble juego le parecía absurdo, pero no tenía más remedio que aceptarlo. Ahora se daba cuenta que hubiera sido mejor haber seguido un solo camino a pesar de sus riesgos, el de la cristiandad. En él hubiera tenido una vida más feliz. Al lado de Pedro no habría tenido que vivir en una cárcel como aquélla que la estaba consumiendo en vida. Habría gozado de la libertad que tanto anhelaba. Pero todo aquello se había esfumado como el humo, se había desvanecido como un sueño desde el momento en que decidió obedecer a su madre y a su tío y seguirlos adondequiera que fueran. Debería haberle hecho caso a Pedro y haberse quedado con él en España. Pero ya era tarde para rectificar. Ahora sólo le quedaba resignarse y sufrir en silencio.
Najla, por su parte, tragaba en silencio las amargas lágrimas que le causaban el dolor y la tristeza que veía en su hija. Hubiera dado su vida por volver atrás, por borrar aquel último tramo de su existencia, por recuperar el tiempo perdido y que nada de su vida actual fuera verdad. Se recriminaba todos los errores que había cometido, la obediencia ciega a su hermano, su aquiescencia y beneplácito a todas las decisiones que habían cambiado su vida y habían perjudicado tanto a la de su hija. Pero no siempre pudo evitarlo. Ella no era culpable del decreto de expulsión de los moriscos de España. Ella no era culpable del integrismo de su hermano. Ella no era culpable de que su marido la hubiera abandonado con la excusa de buscar un lugar mejor donde vivir. ¿Qué podía hacer ella sola con su hija y a merced de un fanático como su hermano, que la subyugó en cuanto se hizo cargo de su patrimonio y su hogar?
—Deberíamos hacer algo por Sahira, ¿no crees, Hadi?
—¿Como qué?
—No sé, algo que la ayudara a llevar una vida mejor. ¡La veo tan triste!
—Eres demasiado blanda, Najla. Tu hija está donde debe estar, con su marido, y nosotros no tenemos ningún derecho a entrometernos en su vida. Además, piensa en las consecuencias si lo hiciéramos.
—Pero, es que está sufriendo tanto…
—Es su deber. Una mujer debe someterse a las órdenes de su marido y si su marido quiere que lleve una vida austera es su problema, no el nuestro.
—¿No crees que eres demasiado severo?
—En absoluto. La mujer debe estar siempre bajo el dominio del hombre. Así lo ordena nuestra religión. Y no sé cómo te estoy aguantando tanto.
Najla guardó silencio por miedo a que se desatara la ira de su hermano. Sabía que siempre la había respetado, pero también era cierto que nunca se había atrevido a oponerse a sus decisiones ni lo había contradicho en nada.
—¡Si mi marido estuviera aquí! —se atrevió a murmurar.
—Si tu marido estuviera aquí, haría lo mismo que hago yo. Ya sabes que la mujer muere para los padres en cuanto se casa. Tu marido, como nosotros, ya no tiene ningún derecho sobre Sahira. Así que es mejor que te olvides de ella para siempre.
—No puedo. Lleva nuestra sangre y jamás podré olvidarla. Si nos hubiéramos quedado en España, habría sido feliz.
—Tú sabes muy bien que no tuvimos elección. Nos obligaron a marcharnos.
—Nos obligaron porque no quisimos aceptar plenamente su religión ni seguir sus costumbres. Si lo hubiéramos hecho, podíamos haber seguido allí.
—¿Y cuánto tiempo hubieran tardado en descubrirnos?
—Supongo que mucho si hubiéramos seguido fingiendo como siempre.
Hadi hizo un gesto despectivo.
—¿Crees que hubiéramos podido fingir durante mucho tiempo?
—¿Por qué no? Tanto Sahira como yo pasábamos por ser católicas convencidas. ¡Hasta Ismaîl se lo creía!
—Ismaîl porque es un cretino. Mira como a mí no me engañaste. Te aseguro que, si hubiéramos seguido allí, tarde o temprano nos hubieran descubierto y entonces, ¿qué?
—Nos hubieran descubierto por tu culpa, porque tú jamás has cedido ni has querido disimular.
—Naturalmente. Soy un islamista convencido y no tengo por qué vivir una doble vida. Esos perros cristianos son unos infieles y unos politeístas. La única religión verdadera es la nuestra.
—Si tú lo dices…
Hadi se volvió hacia su hermana con los ojos inyectados en ira.
—Si no fuera porque eres mi hermana, ahora mismo te denunciaría. No vuelvas a repetir eso ni a poner en duda la autenticidad de nuestra religión, porque no respondo de mí. Y deja este tema. Cada vez que hablamos de él me sacas de quicio. Sigamos como hasta ahora, que no nos ha ido mal del todo. ¿O es que quieres acabar con nuestra buena suerte?
—Sabes muy bien a qué se debe esa buena suerte y el precio que tenemos que pagar por ella. ¿No te remuerde la conciencia?
—No me remuerde, Najla, y aunque así fuera, no cambiaría un ápice mi comportamiento. Si intentáramos hacer algo por aliviar la situación de Sahira, ya podrías ir cerrando la tienda y buscándote otro medio de vida. Sabes igual que yo que todos nuestros clientes vienen a comprar a nuestro negocio por el miedo que le tienen a Fâdel. Una sola palabra suya y todo el mundo huirá de nuestra tienda como de un lugar apestado. Lo siento, hermana. Tu hija seguirá como hasta ahora y nosotros también. No hay nada que cambiar.
Najla tragó sus lágrimas junto con su rabia. Sabía que nada podía hacer ante la negativa de su hermano, así que era mejor callar. Hadi era un hombre muy testarudo, de ideas fijas, que nada le hacía cambiar. Por su culpa habían tenido que abandonar España y habían regresado a Berbería. Ni siquiera pudo ir a Francia como le había pedido su marido antes de partir. Si hubieran esperado en España o hubieran emigrado a Francia, tal vez ahora podrían estar viviendo en un país más abierto y más transigente. Ella no dejaba de creer en las enseñanzas de Mahoma, pero encontraba demasiado intransigente el islam o, al menos, la severidad con que lo practicaban muchos de sus seguidores. El catolicismo tampoco era demasiado tolerante, prueba de ello era la existencia de la Inquisición. Pero los que se confesaban católicos convencidos vivían con más libertad que los islamistas. Su moral y sus costumbres no eran tan severas. Si se hubieran quedado en España, Sahira podía haberse casado con aquel mancebo ricachón del pueblo, que estaba loco por ella, y podían haber vivido felices. Pero su hermano no transigió, ni siquiera cuando Pedro les ayudó a pasar parte de la mercancía y acarrearla hasta Fez. Su hermano era demasiado intolerante para ceder.
—¡Si se hubiera casado con aquel Pedro! —murmuró casi para sí Najla.
—¿Qué dices?
—Que si Sahira se hubiera casado con don Pedro Gregorio, tal vez hubiera sido feliz.
—Pero ¿qué tonterías estás diciendo? Sabes muy bien que tu hija jamás se podría haber casado con un cristiano. Si hubiéramos seguido en aquel pueblo, habría tenido que casarse con uno de nuestra religión o haberse quedado soltera. No había ninguna otra alternativa.
—Eso lo dices tú. Sabes muy bien que hay más de un matrimonio mixto entre musulmanes y cristianos. ¿Por qué no podría haber sido el de mi hija uno de ellos?
—Porque no. Yo jamás lo hubiera permitido y tu marido tampoco.
—Eso es lo que tú no sabes. Puede que Ismaîl lo hubiera permitido antes que yo.
—¡Vaya! Me sorprendes. De todas maneras, sabes muy bien que esos matrimonios no funcionan. Todos o casi todos terminan mal.
—Mientes. Hay alguno que ha fracasado, pero yo sé que hay muchos más que han funcionado perfectamente. Tan sólo consiste en que los de nuestra religión cedan y renuncien a sus creencias.
—Claro, siempre tenemos que ser nosotros los que tenemos que renunciar. ¿Por qué no renuncian los cristianos?
—Porque están en tierra de cristianos y lo lógico es que se imponga su fe sobre la nuestra. Si fuera al revés, sería la nuestra la que se impondría.
—No me convences, hermana. Te repito que esos matrimonios son un fracaso y que los hijos son los que lo pagan. Cuando los cónyuges no se entienden, sus retoños son los que se llevan la peor parte, pues no saben a qué carta atenerse. Créeme, nosotros debemos casarnos entre nosotros y los cristianos que se casen entre ellos. No me gustaría tener un miembro cristiano en mi familia.
Najla sabía que no iba a convencer a su hermano, así que dio por zanjada la conversación con la excusa de que tenía muchas cosas que hacer. Dejó a Hadi en el saloncito mientras ella se retiró a su alcoba. Allí, después de cerrar la puerta, se arrojó de bruces sobre la cama donde dio rienda suelta a sus lágrimas y desahogó el dolor que oprimía su pecho. Si Alá no lo remediaba, su hija se vería abocada a vivir una vida completamente desgraciada.
10
Ismaîl ibn Hasan subió a la frágil embarcación que acababa de adquirir. Con la ayuda de Pedro pudo introducir en ella todo el tesoro que tantos desvelos le había producido ya y por el que seguía arriesgando la integridad de su vida. Después de haberse despedido paternalmente del joven, comenzó a remar con todas sus fuerzas para alejarse lo más rápidamente posible de la costa antes de que algún ojo indiscreto lo descubriera. La frágil embarcación rompía las olas al tiempo que los remos batían irregularmente la superficie del agua. La noche era apacible aunque soplaba un ligero viento del noroeste, que le ayudaba a impulsar la barca en dirección a la costa africana. Poco a poco consiguió acompasar los remos y dominar hasta cierto punto la embarcación. Así se mantuvo durante algo más de cinco horas. Cuando ya parecía que tenía la costa africana al alcance de la mano, se levantó un fuerte vendaval que vino a dar al traste con la buena suerte que hasta entonces lo había acompañado. La superficie del mar comenzó a encabritarse. Las olas de repente doblaron sus dimensiones. El agua penetraba por todas partes. La frágil barquichuela parecía una cáscara de nuez sobre la inmensidad del océano. Ismaîl temió por su vida y se encomendó con todo fervor a Alá. Aún tendrían que transcurrir más de dos horas luchando contra las olas y achicando el agua que se introducía en la barca, antes de sentirse lanzado con violencia contra unos escollos donde la embarcación se rompió en mil pedazos. Como consecuencia del brutal impacto, Ismaîl perdió el conocimiento.
Un fuerte dolor en la frente le hizo abrir los ojos. El sol comenzaba a extender ya sus dorados rayos sobre la superficie del mar. El infortunado náufrago tomó conciencia de sí mismo y del lugar donde se hallaba. El fuerte oleaje lo había arrojado entre unos acantilados de la costa africana. Desde allí podía ver hacia el norte el Peñón de Gibraltar con toda nitidez y el resto de la costa española. Con gran esfuerzo consiguió ponerse en pie y hacer una rápida valoración de su situación. Por suerte vio desperdigados a su alrededor los restos de la embarcación y la mayor parte de sus pertenencias, que poco a poco fue sacando hasta la orilla. Cuando hubo terminado, hizo un recuento y pudo ver con satisfacción que había recuperado casi todo su tesoro. Tan sólo habían desaparecido algunas joyas y unos cuantos escudos que el mar le cobró como tributo. Quizá hubiera sido mejor haber confiado en un pescador o un barquero experimentado. Pero eso ya no tenía remedio. Ahora había que continuar hacia delante.
Ismaîl buscó rápidamente un escondrijo apropiado entre los acantilados de la costa para guardar en él su tesoro antes de que alguien lo descubriera. No se veía un alma, pero eso no era óbice para que pudiera aparecer alguien que viniera a poner en peligro todo por lo que él había luchado. No tardó en encontrar una pequeña cueva entre las rocas del acantilado. Trasladó a ella su fortuna con la máxima celeridad, a pesar de ello le llevó más de dos horas hacerlo. Finalizado su trabajo, trató de ordenar un poco sus pensamientos. Había naufragado cerca de Ceuta en su parte occidental. Lo más prudente era acercarse a la misma para comprar una caballería que le ayudara a transportar el tesoro. Al cabo de dos horas salía de la ciudad a lomos de un caballo de raza cruzada árabe. No era el más apropiado para el fin que le quería dar, pero era lo único que había encontrado. Mientras regresaba al escondite de su tesoro, pensó que sería mejor guardar éste en un lugar cercano y seguro y trasladarse después él solo a lomos de su caballo sin su preciosa carga. De esta manera conseguía resolver dos problemas a la vez, por un lado evitaba el transporte de tan pesada carga y, por otro, la posibilidad de un atraco en medio del camino en su intento.
Ideado su plan, comenzó a buscar por las montañas del Rif el lugar idóneo donde ocultar tan preciosa carga. Tres días estuvo recorriendo todas aquellas montañas, hasta que al final encontró una remota cueva no muy lejos de Tetuán. A ella trasladó su tesoro a lomos de su caballo en varios viajes no exentos de peligros. Finalmente, al cabo de una semana de su accidentado paso del estrecho, pudo poner rumbo a Fez en busca de sus seres queridos. Para ese viaje le venía muy bien el caballo adquirido que, con su sola carga y una pequeña parte del tesoro, cortaba el viento en su veloz carrera. No tardó en dejar atrás las montañas que rodean Tetuán, para internarse en suaves valles de verdes praderas que dejaba atrás a la velocidad del rayo. A unos valles se sucedían otros y a unas montañas, otras y así durante días y días. En más de una ocasión perdió el rumbo hasta que algún pastor o arriero le indicaba de nuevo la ruta correcta.
Un día que se hallaba perdido en medio de unas montañas se topó con un individuo que confundió con un inofensivo pastor. Cuando le preguntó por el camino que debía seguir para llegar a Fez, aquél se lo indicó con gran afabilidad deshaciéndose en todo tipo de detalles. Ismaîl, que no sospechaba nada, siguió al pie de la letra las indicaciones del falso pastor, que lo condujo a un valle sin salida encerrado entre altas y escarpadas montañas. El falso pastor hacía dos días que lo seguía. Desde el primer momento que lo vio se forjó la idea de que se trataba de una persona con mucho dinero. Había intentado asaltarlo la noche anterior, pero un pequeño incidente se lo impidió. Con aquella treta que le preparó esperaba cazarlo como a un conejo en su madriguera. Cuando Ismaîl se dio cuenta del engaño, retrocedió sobre sus pasos a todo galope y, gracias a la agilidad de su montura, pudo sortear al bandido sin grandes dificultades, pero no se pudo librar del enorme susto que lo invadía. Desde aquel momento juró que tendría más cuidado en lo sucesivo y que no se fiaría del primero que encontrara.
A unas dos jornadas de distancia de Fez, buscó un escondrijo donde guardar la pequeña parte del tesoro que llevaba consigo. Esto formaba parte del plan que había ideado para recuperar a su familia. Después de dejar varias señales del lugar elegido fáciles de encontrar, reanudó de nuevo el camino hacia su destino. Ahora tan sólo le faltaba realizar el último tramo que lo conduciría a la meta, a la que llegó al atardecer del día siguiente. La sorpresa de su mujer y sobre todo de su cuñado fue indescriptible.
—¡Qué! ¿Es que no me conocéis? —preguntó cuando se plantó en el umbral de la puerta de la tienda.
—¡Ismaîl! —exclamó Najla cuando salió de su estupor y lo reconoció. Luego se precipitó sobre él con los brazos abiertos y sus negros ojos llenos de lágrimas de emoción y alegría.
—¡Najla! —repitió él abrazándola al mismo tiempo—. ¡Cuánto tiempo sin vernos!
Ambos se estrecharon en un profundo y emotivo abrazo. Entretanto Hadi los contemplaba con un cierto asombro no exento de animadversión e ira. No esperaba la llegada de su cuñado y no le hacía ninguna gracia que hubiera vuelto. A decir verdad, se había hecho a la idea de no volver a verlo nunca. Si bien es verdad que no había desaprobado el matrimonio de su hermana, también es cierto que su cuñado nunca le había caído bien del todo. Lo aceptó porque no le quedó más remedio, pero cuando se marchó a Europa, bendijo la decisión que había tomado y la hora en que volvía a recuperar a su hermana y a su sobrina. Siempre había considerado a Ismaîl demasiado liberal y moderno, demasiado condescendiente con la política española y con la doctrina cristiana. Su propia hermana y su sobrina pasaban por grandes devotas en aquel lugar manchego. Tuvo que volver él a hacerse con las riendas del hogar para devolverlas al redil de la fe islámica. Creía que lo había conseguido y que nadie se volvería a interponer en su camino, cuando ahora se presentaba de improviso su cuñado en el momento más inoportuno. Pues no estaba dispuesto a ponérselo fácil si eso es lo que creía.
—¿Y tú qué? ¿No dices nada? ¿No te alegras de ver a tu cuñado?
—Pues claro que me alegro —balbuceó Hadi mientras abrazaba con bastante frialdad a Ismaîl—. La verdad que no te esperábamos. Ha sido una sorpresa.
—Me alegro, pues eso es lo que quería daros. ¿Y Sahira?
A Najla le resbalaron dos gruesas lágrimas por sus ya no tan tersas mejillas.
—¿Qué pasa? —exclamó Ismaîl como muy sorprendido.
—Amor mío, Sahira se ha casado.
—No sería con aquel mancebo manchego, ¿no?
—¿Te refieres a don Pedro Gregorio?
—Al mismo.
—No. Ese muchacho nos siguió hasta aquí, pero Hadi no le permitió casarse con nuestra hija. Sahira se ha casado con el hijo de uno de los hombres más influyentes de esta ciudad. Gracias a su influencia y a su ayuda tenemos este negocio y podemos vivir. Si no fuera por él, nos habríamos muerto de hambre.
—¡Ya! Un estómago agradecido sacrifica lo que sea, incluso a su hija. Ya hablaremos de eso más tarde.
Hadi percibió que su cuñado no le iba a perdonar fácilmente el haber casado a su hija con Ahmed ibn Fâdel. Debía ponerse en guardia.
—Y bien, ¿cómo os va el negocio?
—El negocio va perfectamente —le contestó su cuñado.
—Me alegro que así sea y que lo siga siendo por mucho tiempo.
De nuevo Hadi pareció notar un matiz irónico en las palabras de su cuñado.
—Bueno, supongo que ya será hora de cerrar, ¿no? Ya es casi de noche. ¿Por qué no cerráis la tienda y nos vamos a casa donde podremos charlar tranquilamente. Después de todos estos años de ausencia supongo que tendremos todos muchas cosas que contarnos.
Hadi y Najla aceptaron sin objeciones la proposición de Ismaîl y cerraron la tienda. Poco después los tres se hallaban juntos en la intimidad de su hogar. Ismaîl les refirió a grandes rasgos sus andanzas por Europa y su regreso a España. Evitó toda referencia al tesoro y su encuentro con Pedro y la ayuda que éste le había prestado. También les relató el naufragio del estrecho y las peripecias que había tenido que correr antes de llegar a Fez.
Por su parte Najla le contó lo mucho que habían sufrido para llegar hasta allí y cómo los habían desvalijado de casi todo lo que llevaban antes de subirse al barco que los trasladó hasta África. Tan sólo les permitieron pasar el equipaje que pudiera transportar cada uno de ellos. Allí les fue de gran ayuda la colaboración de don Pedro Gregorio, que les pasó varios bultos.
—Siento de veras que perdiéramos casi todas nuestras joyas y nuestro dinero y la mayor parte de nuestras pertenencias. Fue inevitable.
De nuevo las lágrimas resbalaron por las mejillas de Najla.
—Lo sé, mujer. No debes culparte por ello. Ya sabemos que en el edicto del rey se nos prohibía sacar oro, joyas y dinero y tan sólo se nos permitía llevar los enseres que pudiéramos transportar por nosotros mismos. No debes afligirte por eso.
—Ya. Pero ése es el motivo por el que tuvimos que empezar aquí casi desde la nada. Por eso nos vimos obligados a aceptar la ayuda de Fâdel.
—Y ese Fâdel como buen cacique y buen usurero se aprovechó de la ocasión. Ya hablaremos de eso más adelante.
El tiempo corría sin descanso y se había hecho muy tarde. El día había sido agotador, sobre todo para Ismaîl, así que decidieron retirarse a descansar antes de que los rindiera el sueño. Ya habría tiempo de hablar.
Ismaîl se despertó muy temprano, antes de salir la aurora, a pesar de que el día anterior se encontraba completamente extenuado. Un fuerte y nauseabundo olor penetró en la pituitaria de sus fosas nasales obligándole a arrojar todo el contenido de su estómago. No podía dar crédito. Ya había notado un poco aquel nauseabundo olor el día anterior mientras charlaban, pero no le había prestado demasiada importancia. Ahora, en cambio, le resultaba totalmente insufrible. Por las rendijas de la mal ajustada ventana de su dormitorio penetraba sin cesar aquel olor acre que parecía querer arrancarle el estómago. Una vez que tomó plena conciencia de sí mismo, se percató también de la existencia de unos ruidos extraños, como si arrastraran algo por el suelo, y un murmullo apagado de voces humanas. Y es que la alcoba daba precisamente al patio donde se ubicaban unas curtidurías. Desde la ventana pudo ver una serie de tinajas en el patio llenas de un líquido viscoso de distintos colores, que era el que desprendía aquel olor tan fétido, y a su alrededor, o incluso dentro de ellas, a algunos hombres famélicos y harapientos que trajinaban con las pieles. Su actividad comenzaba antes del amanecer y en cuanto introducían las pieles en las tinajas y las removían dentro de ellas, el olor nauseabundo que despedían se hacía tan insoportable que pocos lo podían aguantar, máxime si no se estaba acostumbrado a él.
Ismaîl se vistió a toda prisa y descendió a la planta baja de la casa, donde se encontraba el salón, para esperar en él a su mujer y a su cuñado. Allí se hacía algo más soportable el repugnante olor. No acababa de entender cómo podían aguantarlo los habitantes de la ciudad. En sus planes no entraba permanecer en ella mucho tiempo, pero con aquel fétido olor su estancia iba a ser mucho más breve aún. Tampoco entendía cómo podía haber gente que soportara aquel oficio. Además de nauseabundo, tenía que producir forzosamente enfermedades a los que lo ejercían. ¿Cómo podría haber gente dispuesta a todo con tal de ganarse un mendrugo de pan para su sustento?
—Buenos días, Ismaîl. Has madrugado mucho.
—No podía soportar ese olor tan pestilente que entra en la alcoba.
—Ah, es el olor de la curtiduría que hay en el patio de atrás. Yo ya estoy acostumbrada a él y no me entero.
—Pues yo no sé si podría acostumbrarme por muchos años que viviera aquí. Es insoportable.
—Si no tuvieras más remedio, claro que te acostumbrarías. Como los demás. ¿Qué quieres desayunar?
—No me apetece nada. Este olor me ha obligado a echar todo lo que tenía en el estómago y me ha dejado mal cuerpo.
—Entonces te puedo hacer un té o una manzanilla. Te ayudarán a asentar el estómago. Mira, ya se ha levantado Hadi también.
—Buenos días. Parece que madrugáis.
—Buenos días. Ismaîl que lo ha despertado el olor de la curtiduría.
—Si llevaras aquí los años que llevamos nosotros, ya no le darías importancia.
—Ni en toda una eternidad me acostumbraría a él.
—Eso es lo que decimos todos la primera vez que lo olemos. Luego se va uno acostumbrando a él sin darse cuenta y terminas por no olerlo.
—Espero que ése no sea mi caso. De todas maneras, vamos a hablar de lo que nos interesa.
Hadi creyó percibir algo raro en las palabras de su cuñado. Le pareció observar que no había ido a Fez con intenciones de quedarse. ¿Qué se traería entre manos?
—Hadi, prepárate para ir a recoger inmediatamente lo que traía de valor y que dejé escondido a unas dos jornadas de aquí.
—¿Y cómo es que no lo trajiste tú hasta aquí?
—Porque desconocía la ciudad y los peligros que podía entrañar el traerlo. Preferí esconderlo en un lugar seguro en vez de arriesgarme a que me lo quitaran.
—¡Qué cosas tienes, cuñado! ¿Y es mucho?
—Son algo más de tres mil escudos y unas cuantas joyas valoradas en bastante más que eso. Con todo ello podrás mejorar mucho el negocio y cambiar de domicilio para un lugar más salubre.
Ismaîl le dio el croquis que había hecho del escondite de aquella parte del tesoro y le describió el itinerario que debía seguir para llegar a él.
—Aquí tienes la manzanilla, Ismaîl. Tómatela a ver si se te pasa ese malestar.
—Gracias, Najla —tomó un sorbo—. Y tú, si has terminado ya el café —le dijo a su cuñado—, no te descuides en partir. No me gustaría que se te adelantara algún inoportuno.
Hadi no se demoró en seguir el consejo de su cuñado. Terminó el desayuno y abandonó la casa precipitadamente. No estaba dispuesto a que alguien se le adelantara y lo privara de la fortuna que le había prometido Ismaîl.
—No sé por qué me da la impresión que no te hace ninguna gracia mi hermano y que has urdido una estratagema para quitártelo de en medio.
—Tienes razón, querida. Tu hermano no me hace ninguna gracia.
—Pues no opinabas lo mismo cuando me dejaste sola.
—Porque entonces no lo conocía muy bien. Sabía que era un fanático, pero no hasta el extremo que ha demostrado ser.
—¿Cómo puedes saberlo ahora si no llevas más que unas horas con nosotros?
—Suficientes.
—Tampoco entiendo en qué te apoyas para aseverarlo.
Ismaîl tomó con gran parsimonia algunos sorbos más de la manzanilla que le había preparado su mujer.
—Mira, Najla. Tan sólo con lo que me habéis contado, ya tengo elementos de juicio suficientes para ver de lo que es capaz tu hermano. Pero, por si eso fuera poco, te diré que Pedro Gregorio me acompañó desde la Mancha hasta Tarifa, ayudándome a transportar el tesoro que había escondido antes de marcharme de España y que fue el motivo por el que regresé. Si no hubiera sido por él, nunca lo hubiera logrado. Durante todo ese largo viaje me contó todo lo que había pasado desde que salisteis de aquel lugar hasta que él regresó de nuevo allí. Sé todo lo que os ocurrió durante vuestro exilio y la forma como casasteis a nuestra hija. Y sé que en todo ello se ha impuesto siempre la voluntad de Hadi. Yo te había pedido que emigrarais a Francia, donde me sería más fácil buscaros y recogeros. Pero, para mi sorpresa, elegisteis venir a Berbería, uno de los lugares donde con más desprecio han recibido a los nuestros, a pesar de llevar nuestra misma sangre. Con todos estos antecedentes, no creerás que voy a perdonar tan fácilmente a tu hermano por el daño que nos ha hecho.
—¿Así que lo tenías todo tramado?
—Pues claro que lo tenía tramado.
—Y has enviado a Hadi a buscar un tesoro que no existe, sólo con el propósito de alejarlo de nosotros.
—En eso te equivocas, querida. Lo del pequeño tesoro es cierto. Es lo que le voy a dar a tu hermano para que pueda vivir sin sobresaltos económicos el resto de su vida, que no se lo merece. Pero lo de esconderlo lejos de aquí para que nos deje tranquilos es cierto. De esta manera, cuando regrese nosotros podremos estar ya muy lejos. Todo depende de que se cumplan al pie de la letra mis planes.
—¿Y qué planes son ésos?
—Marcharnos de aquí con nuestra hija para ir a vivir a Alemania donde he comprado una casita.
Najla prorrumpió en una estrepitosa carcajada. No podía dar crédito a las palabras de su marido. Le parecía que no podía estar en sus cabales.
—¿Te has parado a pensar en las dificultades que eso entraña?
—Naturalmente.
—Y lo dices así, tan tranquilo. Si se te ocurre rescatar a Sahira, sabes muy bien que su marido y toda su familia nos perseguirán hasta recuperarla y, cuando lo hagan, nuestras vidas no valdrán un ochavo.
—Lo sé, Najla.
—Lo sabes y parece no importarte. Mira, Ismaîl, no me hagas reír que no tengo ganas. Sabes muy bien que no podemos entrar en casa de nuestros consuegros y menos aún de salir de allí impunemente con nuestra hija. Entonces, ¿cómo piensas recuperarla?
—Es muy sencillo. Ahora mismo vas a ir allí y regresarás con nuestra hija y su marido.
—¡Mira qué bien! ¿Y cómo quieres que lo haga?
—Les dirás que estoy aquí y que quiero ver y abrazar a mi hija después de tantos años y que también quiero conocer a mi yerno, como es natural. Los invitarás a comer con nosotros y a tener un encuentro íntimo y familiar que no queremos compartir con nadie más. El resto corre de mi cuenta. ¿Serás capaz de hacerlo?
—No sé qué tramas, querido, pero lo haré. Aunque es una familia bastante reticente, supongo que aceptarán lo que pides. Me preparo y ahora mismo voy a buscarlos.
—Muy bien. Te estaré esperando.
Najla fue en busca de su hija y su yerno. Como había presentido, sus consuegros le pusieron toda clase de reparos antes de autorizar a su hija a que abandonara la casa. Le propusieron que Ismaîl fuera a verla allí, pero Najla les dijo que tan sólo iba a quedarse veinticuatro horas y que la quería ver en la intimidad de su hogar. Por fin cedieron ante sus ruegos.
Mientras Najla llevaba a cabo su propósito, Ismaîl aprovechó para hacerse con dos caballos más, uno para su mujer y otro para su hija. A la hora de comer, se las arregló para suministrar un fuerte somnífero a Ahmed a través de la bebida. No tuvieron que esperar mucho tiempo para que hiciera efecto. El joven entró en un sueño profundo que le ocuparía muchas horas antes de despertar. Era el momento que Ismaîl tanto tiempo llevaba esperando.
—Vamos, no hay tiempo que perder.
—Pero ¿qué piensas hacer?
—En el establo tengo tres caballos esperándonos. Sahira que se quite esa ropa y se ponga una normal. Antes de diez minutos debemos salir de la ciudad.
—No lo conseguiremos, Ismaîl.
—Déjate de lamentaciones y daos prisa. Voy a buscar las caballerías.
Una hora más tarde ya se habían alejado más de dos leguas de la ciudad de Fez, pero no por ello dejaron de fustigar a sus cabalgaduras para alejarse lo más posible antes de que llegara la noche. Cuando las primeras sombras nocturnas hicieron acto de presencia, ya se habían distanciado más de siete leguas de la ciudad. Además, habían seguido una ruta que no era la más habitual, por lo que, en caso de que los siguieran, les sería muy difícil dar con ellos. Algo harto improbable, pues Ahmed aún seguía durmiendo a aquella hora y sus padres no sospechaban nada, ya que era natural que quisieran estar reunidos hasta altas horas de la noche después de tanto tiempo.
Ismaîl y su familia descansaron varias horas durante la noche, pero mucho antes de amanecer se pusieron de nuevo en marcha. Había que aprovechar al máximo posible el factor sorpresa y todo el tiempo que llevaban de ventaja. Para cuando el sol empezó a dorar con sus rayos las cumbres más altas de las montañas, ya se habían alejado unas diez leguas de Fez. Durante todo aquel día cabalgaron sin descanso atravesando montañas y valles, llanuras y despoblados, evitando ser vistos por quien los pudiera delatar. Así transcurrieron varios días, cabalgando siempre hacia el norte, hasta que pudieron alcanzar las montañas del Rif. Una vez allí, se internaron por entre ellas camino de Tetuán. Aún tendría que transcurrir una semana más antes de que alcanzaran a verla. Al fin pudieron divisarla allá al fondo desde la cima de una montaña.
—¿Veis aquella ciudad que se ve allá a lo lejos?
—Sí.
—Pues es Tetuán. Descansaremos aquí esta noche. Mañana iremos a buscar el tesoro y luego nos dirigiremos a la costa para embarcarnos rumbo a Francia.
—Pero ¿aún sigues obstinado con lo del tesoro? ¿Cómo quieres que nos creamos esa patraña?
—No es ninguna patraña, Najla. Con lo que he escondido entre estas montañas hay suficiente para vivir toda nuestra vida sin trabajar. Además, tuve que dejar casi otro tanto en las Lagunas de Ruidera por no poder traerlo. Todo aquello se lo di a Pedro Gregorio en pago por su ayuda.
—Entonces, ¿cuánto teníamos ahorrado?
—Mucho, querida. Piensa que mi padre ya tenía bastante cuando llegó a aquel pueblo manchego y yo lo multipliqué por mucho. ¡Lástima que nos obligaran a salir de España! Puedes estar segura que no habría muchos que superaran nuestra riqueza en toda la Mancha.
—¡Y yo que creía que nos lo habíamos llevado todo cuando abandonamos el pueblo! ¡Qué engañada me tenías!
Un águila dejó oír su silbido cuando sobrevolaba las montañas escarpadas que tenían a su derecha.
—Yo nunca te engañé. Recuerda que en una ocasión, cuando teníamos que fiar todo lo que vendíamos, te dije que con nuestros ahorros podíamos vivir sin trabajar más. Lo que pasa que cuando decidí ir en busca de un nuevo hogar, no quise poner en manos de tu hermano ese enorme caudal, porque no me fiaba de él. Como puedes ver, no estaba equivocado.
—Por cierto, ¿qué será de él ahora? Si no nos encuentran, la familia de Ahmed se ensañará con él y no parará hasta dar con sus huesos en el cementerio.
—No le estaría mal —se atrevió a comentar Sahira— por todo el daño que me ha hecho. Por su culpa he vivido encarcelada todos estos años y eso no pienso perdonárselo en la vida. No sabe cuántas lágrimas he derramado.
—Todo eso ya pasó, cariño. Ahora debes olvidarlo y debes tratar de perdonar a tu tío. Yo también he derramado muchas lágrimas y lo he pasado muy mal por verte sufrir tanto.
—¿Y por qué no intentaste liberarme?
—Hija, ya lo intenté y se lo supliqué más de una vez a tu tío, pero ya sabes cómo es la familia de tu marido. No hubiéramos conseguido liberarte de aquel yugo y, a cambio, nos habríamos fraguado nuestra propia ruina. Esa familia es de las más influyentes de Fez y nos habrían aplastado como a simples escarabajos. Créeme, hija, que si no te liberamos no fue porque yo no lo deseara con todas las fuerzas de mi alma, sino porque nos enfrentábamos a un muro inexpugnable.
El sol ya se escondía detrás de las altas montañas. Una suave brisa comenzó a soplar refrescando un poco el ambiente.
—¡Vaya vientecillo que se ha levantado! Parece que la noche va a ser fresquita.
—Ponte un chal encima, hija, que te vas a resfriar.
Sahira permanecía con los hombros y los brazos descubiertos a causa del calor que había hecho hasta entonces. Llevaba tantos años encarcelada bajo el burka, que en la primera ocasión que se le presentó no dudó en liberarse de aquella prenda que tanto odiaba y tanto le había hecho sufrir. Sus padres no se cansaban de mirarla y de contemplar extasiados su hermosura.
—¡Qué hermosa eres, hija! —exclamó su padre—. ¡Y pensar que te estabas marchitando cuando apenas habías empezado a brillar, como el capullo que no llega a rosa! Tu tío no tiene perdón por el crimen que ha cometido. Hija, te mereces una vida algo mejor que la que tenías. Si sigues enamorada de aquel joven manchego, te aconsejo que te desposes con él si el destino así lo quiere.
—Padre, siempre he estado enamorada de Pedro y nunca he dejado de quererlo. Lo que pasa que nuestra religión nos obliga a obedecer ciegamente al hombre que nos domina. Esa fe ciega me ha llevado a aceptar un hombre al que no he amado jamás y al que ahora más que nunca odio con todas las fuerzas de mi alma. Durante todos estos años he soñado con este día y he vivido con la esperanza de verlo hecho realidad. Ahora me gustaría que esta libertad que siento no tuviera fin y para eso estoy dispuesta a lo que sea, incluso a renunciar a nuestra fe.
—Bien, pues si sigues enamorada de Pedro, puedes casarte con él. Es el mejor regalo que le puedo hacer. Cuando nos despedimos, me dijo que no quería más dinero ni más joyas, que la única joya que quería que le diera eras tú. Él está locamente enamorado de ti y estoy seguro que te hará feliz.
—Gracias, padre. No sabes lo feliz que me haces y el peso tan grande que acabas de quitarme de encima.
—Pero ¿cómo se va a casar con Pedro si vamos camino de Alemania? –inquiró Najla.
—Alá proveerá, querida. Y ahora vamos a buscar un lugar apropiado para pasar la noche. Mañana, antes de ir en busca del tesoro, me acercaré a Tetuán a ver cómo está el panorama. No conviene ir allí cargados con tantos bienes sin saber lo que nos vamos a encontrar. Los esbirros de Fâdel pueden habérsenos adelantado y estar esperándonos.
—Sólo nos faltaría eso.
—Por si acaso, conviene tomar precauciones.
****
Ahmed ibn Fâdel se despertó sobresaltado por el estruendo que causaban los fuertes golpes que estaban dando en la puerta. Su cabeza no dejaba de darle vueltas mientras trataba de recordar el lugar donde se hallaba. Estaba inmerso en un mar de tinieblas y no acababa de tomar conciencia de sí mismo. De pronto oyó su nombre. Reconoció en la voz a uno de los lacayos de su padre. Trató de ponerse en pie, pero tropezó con los muebles que había en la estancia. A duras penas, tanteando con las manos y los pies, se fue acercando hacia la puerta guiado por los golpes que en ella daban y por los gritos que proferían.
—¡Ya voy! Esperad un momento a ver si puedo abrir.
—¿Estás bien, Ahmed?
—Sí, pero no veo nada. Está todo a oscuras y no sé por dónde voy. A ver, ya estoy a lado de la puerta. Voy a intentar abrirla.
Guiado por el tacto, logró abrir la puerta y con ella que entrara un rayo de luz de las antorchas que portaban los lacayos de su padre.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó el que parecía ir al mando—. Tus padres están muy preocupados.
—No sé. No recuerdo nada. Me acabo de despertar al oír los golpes que dabais en la puerta.
—¿Y tu mujer?
—¿Qué?
—Sí. Tu mujer y tus suegros. ¿Dónde están?
—Ah, sí. Ahora empiezo a recordar algo. Recuerdo que estábamos comiendo y ahora estos golpes. Nada más.
—A ti te han hecho algo. Registrad la casa a ver si están escondidos.
Tres hombres entraron en casa de Hadi y Najla y la recorrieron de arriba abajo. No tardaron en regresar con las manos vacías.
—No hay nadie.
—Te has lucido, muchacho. Te la han jugado. Vámonos para casa. Se va a poner contento tu padre cuando se entere.
Antes del alba salían de Fez media docena de jinetes a todo galope por el camino real que conduce a Tetuán. Eran los hombres de Fâdel con su hijo al mando. Una corazonada los había impulsado a seguir esa ruta. Cabalgaron sin descanso todo el día hasta que las espesas tinieblas de la noche les impidieron dar un paso más. Al día siguiente, muy temprano, reanudaron la marcha. Su propósito era darles alcance en dos o tres días. Poco después del alba vieron en la lejanía un jinete que cabalgaba hacia ellos. A medida que se acercaban no podían dar crédito a sus ojos. Era Hadi a lomos de un jamelgo.
—¡Mirad a quién tenemos aquí! —exclamó Ahmed mientras rodeaban al sorprendido jinete.
—¿Te has perdido o te han dado con la puerta en las narices, como suele decirse? –indagó el jefe de los lacayos.
—No entiendo nada. No sé a qué os referís.
—¿Ah, no? —insistió el matón.
—Tal vez no sepa nada —sugirió Ahmed—. Él no estaba en casa ayer.
—Entonces, ¿qué haces por aquí? —volvió a preguntar el de antes.
Hadi, que no sospechaba nada pero que intuía lo peor, creyó que lo mejor era contarles la verdad. Así, pues, no dudó en referirles lo ocurrido y, como prueba, les mostró las joyas y las monedas de oro que llevaba encima. Eso fue su perdición. Los seis hombres se apoderaron del pequeño tesoro y allí mismo lo degollaron, no sin antes obligarle a confesar que sus parientes probablemente se habrían dirigido a Tetuán. Unos días más tarde se adueñaron de la ciudad a la espera de sus víctimas. Como habían logrado un rico botín y no tenían otra cosa que hacer, se dedicaron a derrocharlo en todos los tugurios y tabernas que encontraron. La fama de sus altercados y provocaciones corrió pronto por toda la ciudad y pocos eran los habitantes de la misma que la desconocieran. En esa situación llegó Ismaîl para conocer cómo estaba el panorama y obtener la información que necesitaba. No tuvo que recorrer muchas calles para encontrarse con un par de matones de Fâdel. Estaban bastante ebrios y presumían del puñado de escudos de oro españoles que llevaban en sus bolsas. Ismaîl no necesitó ver más para hacerse cargo de la situación. Aquéllos debían de formar parte de los escudos que había dejado escondidos para su cuñado. Si eso era así, no envidiaba su suerte.
Para cerciorarse por completo de lo que ya era evidente como la luz del día, entró a tomar algo en una taberna. Allí le confirmaron lo que él se temía, pues aquellos desalmados no sólo presumían de las joyas y las monedas de oro que le habían arrebatado a Hadi, sino de haberle dado muerte y haber dejado su cadáver en medio del camino para pasto de las alimañas. Ismaîl regresó apresuradamente a donde había dejado a su mujer y a su hija con la promesa de no revelarles nunca el triste final de su hermano y tío. No merecía la pena preocuparlas más de lo que estaban ni incrementar su dolor, que ya era bastante.
—Tenemos que recoger el tesoro y marcharnos inmediatamente de aquí. Ahmed y sus esbirros están en la ciudad.
—¿Los has visto?
—He visto a dos y en una taberna me han contado los desmanes que están haciendo. Cargaremos todo lo que podamos y nos marcharemos a Melilla. Si queda algo, lo dejaremos para el afortunado que dé con él. Me había hecho a la idea de hacer dos viajes si era necesario, pero en estas circunstancias no haremos más que uno. Así que, en marcha.
No tardaron en llegar a la cueva donde había dejado escondido su tesoro. Cargaron a tope las alforjas de sus caballos y se llenaron hasta el último de sus bolsillos y faltriqueras. No quedó bolsa vacía que no llenaran con joyas o monedas de oro. Al final tuvieron que dejar unos cuantos escudos, pero ya no les quedaba resquicio ninguno donde esconderlos.
—¡Qué lástima que tengamos que dejar todos esos escudos aquí! —exclamó Najla.
—No te preocupes, alguien los encontrará y le vendrán muy bien.
—Nunca pensé que pudiera haber tanto. Si mi hermano se enterara…
—Esperemos que no se entere nunca.
—¿Y dices que en Ruidera quedó casi otro tanto?
—Poco más o menos como esto.
—Hija, ahora ya veo que puedes casarte con Pedro tranquilamente. Con un tesoro como éste no tendrás que preocuparte por tu futuro.
—Madre, el tesoro es importante, pero lo más importante es que Pedro me ama y yo a él también.
—Eso está bien, hija, pero con el amor sólo no se vive. Esto también es necesario para vivir.
—Lo sé, madre, pero el dinero solo no es suficiente. También Ahmed es rico y sin embargo yo era completamente desgraciada a su lado.
—Bueno, vámonos ya —terció Ismaîl—. Tenemos que evitar el paso por la ciudad y sus cercanías. Iremos a través de esas montañas que quedan a nuestra derecha. Nos costará más tiempo, pero será mucho más seguro.
El sol estaba a punto de alcanzar el cenit. Brillaba en lo alto del cielo y sus rayos se dejaban sentir con fuerza.
—¿Y no podríamos llegar antes al mar por este lado? —insinuó Najla.
—Sí, pero entonces llegaríamos a Ceuta y desde esa ciudad es muy difícil que alguien quiera trasladarnos a Francia. Es mejor ir a Melilla y, si no fuera porque está muy lejos, a Orán desde donde nos sería más fácil encontrar a alguien dispuesto a llevarnos a aquel país. Ahora pongámonos en marcha, a ver si en tres o cuatro días podemos estar en Melilla. Cuanto antes abandonemos estas tierras mejor.
Ismaîl y familia se internaron en las montañas del Rif rumbo al este. El recorrido era agreste y tortuoso por lo que el avance se hacía muy lento, pero poco a poco fueron poniendo tierra de por medio entre ellos y la ciudad de Tetuán. Los valles y las montañas se sucedían sin interrupción. Cuando llegó la noche ya habían recorrido alrededor de cuatro leguas. La familia se sentía más tranquila. No era fácil que sus perseguidores descubrieran sus planes, pues estaban seguros de que nadie los había visto. Al día siguiente antes del alba, cuando las avecillas más madrugadoras comenzaron a desgranar sus cantos, ya se habían puesto de nuevo en marcha. Tenían por delante otro largo peregrinar por aquellos derroteros y senderos tortuosos. Así transcurrieron los días tratando de evitar los pueblos y hasta los caseríos más aislados. Preferían pasar completamente desapercibidos a que los viera alguien y los delatara. Así un día y otro hasta llegar a Melilla.
Antes de entrar en la ciudad, decidieron pasar la última noche en las montañas que la circundan, muy cerca del mar, con el susurro de las olas al fondo. La noche era oscura y estrellada. El silencio, total. Los tres juraron por Alá y por Maryam que aquélla sería su última noche en el continente africano. A pesar de que aquella tierra era el origen remoto de sus ancestros, no se sentían a gusto en ella. La tierra que amaban estaba al otro lado del mar, pero aquella tierra no los amaba a ellos, los había expulsado de su suelo patrio y se habían convertido en unos apátridas. La tierra de sus antepasados era intransigente e inhóspita, como intransigentes e inhóspitos eran sus habitantes. Ismaîl no quería aquello ni para él ni para su familia. Quería un lugar más humano, más tolerante, donde todas las creencias y opiniones tuvieran cabida.
—Mañana, si Alá quiere, dejaremos esta tierra inhóspita para ir en busca de la patria prometida. En ella viviremos sin que nadie nos moleste por nuestras creencias ni tengamos que rendir cuentas por nuestra fe. No obstante, si algún día las circunstancias lo exigen, no dudaremos en abrazar una nueva fe antes que sufrir otro calvario como el que estamos sufriendo. Si hubiéramos abrazado el cristianismo, nada de esto nos habría ocurrido y hoy podríamos estar disfrutando de la paz y tranquilidad de aquel pueblo de la Mancha que hace tiempo abandonamos. Después de haber recorrido tantos países y haber cruzado tantas fronteras, he aprendido que no merece la pena sufrir tanto por unas creencias que juzgamos únicas y verdaderas. Me he dado cuenta que en el mundo hay más de una religión y que todo creyente piensa que la suya es la auténtica. Ante esto, yo me pregunto: ¿cuál de ellas es la verdadera? Así, pues, creo que lo mejor es adaptarnos a las circunstancias y huir de los extremismos, que tan sólo nos conducen al absurdo. ¡Que Alá guíe nuestros pasos y nos lleve a buen puerto!
—Es muy fácil decir eso, pero no lo es cumplirlo.
—¿Por qué, mujer, si Sahira y tú misma pasasteis por ser de las más fervorosas cristianas de aquel pueblo manchego?
—Todo fue puro fingimiento.
—Pues lo llevasteis muy bien. Yo mismo estaba convencido de que era cierto.
—¿Cómo se te ocurre pensar eso? ¿Crees que uno puede renunciar a sus creencias así sin más? Sabes muy bien que, a pesar de las apariencias, en casa seguíamos practicando el islamismo. Yo nunca he dejado de adorar a Alá y de practicar las enseñanzas del Profeta.
—Bueno, por mi parte no hay ningún problema para que lo sigas haciendo. Es más, me alegro. Lo único que quiero dejar bien claro es que, si las circunstancias nos obligan, no dudéis en adaptaros a ellas. No creo que la vida que dejáis en Fez sea tan halagüeña. El futuro que os ofrezco en Alemania es mucho más prometedor. Ese futuro bien merece algún sacrificio.
—Como quieras, Ismaîl. Estoy dispuesta a seguirte hasta el fin del mundo. Ya lo hubiera hecho la primera vez que te fuiste, pero entonces preferiste hacerlo solo. Ahora ya nos tienes a las dos a tu lado y yo prometo no separarme nunca más de ti. Estoy de acuerdo contigo en que la vida que dejamos atrás no tiene nada que envidiar. Por mala que sea la que nos espera, siempre será mejor que ésa. Durante estos años he sufrido mucho por mí misma y mucho más por nuestra hija. Es hora de acabar con tanto sufrimiento.
La noche era apacible. Una leve brisa templada que emanaba del mar invitaba al descanso. Los tres guardaron silencio y no tardaron en ser trasladados por Morfeo a las regiones del séptimo cielo.
11
Don Pedro Gregorio atravesó algunas callejuelas de Tarifa desiertas a aquella hora tan temprana de la mañana. El ruido que los cascos de las cabalgaduras producían sobre los adoquines despertó a más de un vecino malhumorado. A su paso se abría más de una celosía y detrás de ellas se dejaba oír algún que otro improperio. Al cabo de unos minutos desembocó en una plaza que ya comenzaba a estar algo concurrida.
—Demasiadas monturas para un solo jinete —le dijo alguien con guasa—. ¿Son todas tuyas, muchacho?
—Pues, aunque no lo parezca, sí que lo son.
—Te compro uno de los dos caballos.
—Vendo un caballo y las dos mulas, pero lo vendo todo en un lote. He de regresar hoy mismo a mi casa y me estorban esas tres bestias.
—Hecho, me quedo con los tres.
Después de un breve regateo, el joven vendió las tres caballerías. No le importaba si había perdido en el trato. Lo único que deseaba era quedarse con un solo caballo para iniciar lo antes posible el viaje de regreso a su casa. Hacía ya casi un mes que la había dejado y deseaba volver a ella. Además, quería recoger la parte del tesoro que le había legado Ricote. Se trataba de una enorme fortuna con la que podría vivir holgadamente el resto de su vida.
Pedro salió de Tarifa por el camino que conducía hacia la destruida Algeciras y Gibraltar. Siguiendo esa ruta llegaría a Málaga, que era su primer objetivo. En su viaje de regreso quería seguir los caminos reales y hacerlo a plena luz del día, pues no tenía nada que ocultar. Las duras y dificultosas etapas campo a través ya eran historia para él. Había llegado la hora de cabalgar con la cabeza descubierta y por donde lo hacía todo el mundo, pero no quería regresar por el camino de Ronda, que estaba infestado de bandoleros y resultaba demasiado peligroso. Por eso decidió seguir el camino de la costa hasta Málaga. El mapa de Ricote le sería de gran ayuda para no perderse.
Cuatro días le costó llegar desde Tarifa a Málaga. Cuando entró en la ciudad era ya noche cerrada. Avanzaba jinete en su caballo por una estrecha y tortuosa calle empedrada. Todo en su derredor eran penumbras. El acompasado ruido de los cascos era el único sonido que se percibía. Pedro llevaba el corazón en un puño temeroso de una emboscada. Dobló una esquina y continuó el avance por su derecha. La calle se hizo más angosta aún. Apenas permitía el paso del caballo. Al cabo de unos minutos que le parecieron eternos, desembocó en una pequeña plazoleta débilmente iluminada por un viejo farol colgado de una pared. Bajo el farol, con letras medio borradas, había un letrero en el que a duras penas se podía leer la palabra pensión.
—¡Ah, de la pensión!
Después de dar tres golpes con el herrumbroso y pesado picaporte, alguien entreabrió con gran esfuerzo el pesado portón de madera.
—¿Quién va?
—Un viajero que busca donde alojarse esta noche.
—¿Viene solo?
—Sí, señor. Vengo sólo con mi caballo.
El hospedero terminó de abrir el portón.
—Pase vuestra merced en buena hora. Le daremos cena y cama, si paga bien, y también a su caballo. Ha tenido la suerte de toparse con la mejor posada de Málaga.
—Buena falta me hace —murmuró para sí casi entre dientes el joven, pero no tan bajo como para que el hospedero no lo oyera.
—¿Viene muy cansado?
—¿Cansado? Cansado es poco decir. Lo que vengo es exhausto. Llevo tres días cabalgando sin apenas descansar, al menos sin poder hacerlo en una cama. Ya tengo ganas de pillar una.
—Pues quedará satisfecho, señor. Como le he dicho antes, ha venido a parar a la mejor pensión de la ciudad. Podrá cenar y dormir a cuerpo de rey. Deje su caballo aquí, ya se encargará el mozo de llevarlo a la cuadra, y sígame si tiene la bondad.
Pedro siguió al hospedero hasta la habitación que le asignó.
—Pase, por favor. Ésta es su habitación. Aquí tiene lo necesario para su aseo personal. Cuando esté dispuesto para la cena, toque esta campanilla.
—Gracias. Realmente es una habitación muy acogedora.
Aquella fue la primera noche que el joven pudo dormir en una blanda cama desde hacía ya mucho tiempo. A la mañana siguiente le costó un gran esfuerzo abandonarla, pero tuvo que hacerlo. Aún tenía por delante un largo camino que recorrer para llegar a su casa. Al despuntar del alba ya cabalgaba por el camino de Antequera. No tardó en dar alcance a un grupo de jinetes que la noche anterior habían cenado en una mesa próxima a la suya en la posada. Al llegar a su altura, los jinetes lo reconocieron y le hicieron un hueco en su grupo.
—¿A dónde te diriges, joven? —le preguntó el que parecía tener más edad.
—De momento, a Córdoba.
—Si quieres, puedes acompañarnos. Nosotros también vamos para allá.
—Se lo agradezco en el alma, pues estos caminos no parecen nada seguros.
—Se nota que no eres de estas tierras, de lo contrario no te atreverías a viajar solo. En toda Andalucía abundan los bandoleros, pero especialmente en todas estas montañas que hay entre Málaga, Antequera y Ronda. Por estos parajes cuando menos lo piensas te asalta una banda de forajidos sin apenas darte cuenta de dónde salen.
—Suerte que no llevo nada de valor encima.
—No importa. Si te asaltan te lo quitan todo, hasta las botas. Son una banda de facinerosos sin escrúpulos. Para ellos esto es su trabajo y como no tienen nada que perder…
El grupo de jinetes se había alejado ya varias leguas de Málaga. El camino discurría entre valles y montañas. Todos llevaban el alma en un puño, temerosos de sufrir un ataque de los bandidos en cualquier momento.
—¿Y no los pueden perseguir los cuadrilleros?
—Ya lo hacen, pero no es tan fácil. Conocen perfectamente el terreno y tienen montones de escondrijos y cuevas en los que ocultarse entre todas estas montañas. En cuanto se adentran un poco por entre estos riscos, los cuadrilleros dan media vuelta. Son muchos los que han pagado con su vida la osadía de seguirlos por entre estos peñascos.
Por suerte salieron a campo abierto sin sufrir ningún incidente. En campo abierto los bandoleros evitaban atacar a sus víctimas. Ése no era su terreno. Ya en las cercanías de Antequera, en el paraje denominado El Torcal, divisaron a uno de aquellos bandidos encaramado en lo más alto de una de las rocas. Se trataba del centinela del grupo que sin duda debía de estar apostado entre aquellos riscos. El jinete, que antes había mantenido la conversación con Pedro y que parecía comandar al resto, dio orden de seguir adelante con absoluta calma, como si no hubieran visto nada. Era mejor no mostrar miedo ante su presencia. Esa entereza de ánimo frenaba muchos de sus ataques. Los facinerosos también evitaban asaltar a un grupo de jinetes como aquél, que podía responder a su ataque. Normalmente se limitaban a atacar a jinetes solitarios o a coches de caballos en los que acostumbraban viajar gentes pudientes, cargadas de joyas y de abundante botín. Eran expertos en elegir la presa y el lugar.
—Parece que no nos han querido atracar —comentó Pedro cuando ya se alejaban del peligro.
—Saben muy bien a quién atracan —le comentó el que parecía ir al mando del grupo mientras le mostraba un mosquete—. Por aquí no se puede viajar desarmado si se quiere llegar a buen puerto. Ahora ya podemos respirar tranquilos hasta Córdoba. A partir de aquí ya no se atreverán a asaltarnos.
—¿Y a partir de Córdoba?
—Depende para dónde vayas.
—Voy para la Mancha.
—Entonces, amigo mío, te aconsejo que atravieses Sierra Morena bien acompañado. Aquel paraje es tan peligroso o más que éste. No se me ocurriría a mí viajar solo por aquellos desfiladeros por nada del mundo.
—Gracias por tus consejos, amigo.
En Córdoba Pedro se despidió de sus acompañantes para continuar solo su viaje hacia la Mancha. Por el camino fue dejando atrás a muchos arrieros, que avanzaban lentamente con sus carros tirados por bueyes o reatas de mulas cargadas de mercancías. Hizo noche en La Carolina para internarse al día siguiente con fuerzas renovadas en el peligroso desfiladero de Despeñaperros. Al amanecer se hallaba presto para emprender el último tramo de su recorrido por tierras andaluzas. Se unió a unos arrieros para recorrer las escasas cuatro leguas y media que lo separaban de la llanura manchega. Le llevaría todo el día realizar aquel recorrido, pero tenía que sacrificar la rapidez a la seguridad. Con los arrieros no tenía nada que temer, pues iban bien armados y se protegían unos a otros. Además, de cuando en cuando se cruzaban con alguna patrulla de cuadrilleros que vigilaban el camino real. A punto de ocultarse el sol entre las cumbres de Sierra Morena, alcanzaron por fin la extensa llanura de la Mancha. Poco después se detuvieron para descansar y pasar la noche. Al día siguiente Pedro se despidió de los arrieros para hacer en jornada y media el trayecto que lo separaba de su casa, a la que llegó exhausto lo mismo que su caballo. Una semana más tarde ya había recogido la parte del tesoro que le había legado Ismael Ricote y la había puesto a buen recaudo. Con aquel patrimonio que le había venido como llovido del cielo esperaba vivir sin agobios económicos, pero había una sombra que le impedía alcanzar la felicidad que él deseaba. De su mente no podía borrar la bella imagen de Juana Ricota con sus grandes ojos negros. El recuerdo de aquel dechado de perfección no lo dejaba dormir. A pesar de su riqueza, don Pedro Gregorio se sentía el ser humano más desdichado de este mundo.
12
Ismaîl ibn Hasan se levantó muy temprano, antes del alba. Su mujer, Najla, y su hija, Sahira, seguían cautivas en los brazos de Morfeo. Él depositó un amoroso beso en sus frentes antes de partir. Luego se alejó de ellas sin hacer el más mínimo ruido para no despertarlas.
Antes del amanecer los pescadores se hacían a la mar. El primero que llegara al banco de peces tenía más probabilidades de éxito. Por eso el pequeño puerto se convertía en un hervidero de gentes que iban y venían aparentemente sin rumbo y de pequeños barcos pesqueros que abandonaban el embarcadero para dirigirse a alta mar. Ismaîl se perdió entre todos ellos. No tardó en descubrir un barco cuyo patrón soltaba amarras con intención de hacerse inmediatamente a la mar. Se acercó a él.
—¿Es suyo este barco?
—¿De quién si no?
—Se lo alquilo.
—No está en alquiler. Ya ve que estamos a punto de hacernos a la mar.
Se trataba de un barco algo mayor que la mayoría de los que había allí. Iba provisto de un mástil con una vela cuadrada y seis remos. En la parte de popa tenía una especie de pequeño camarote para guarecerse hasta dos personas en caso de necesidad. En él podrían acomodarse las dos mujeres perfectamente. Parecía la embarcación ideal para trasladarse con su familia a Francia o, al menos, hasta las islas Baleares, pensó Ismaîl.
—Necesito trasladarme a Francia. Le pagaré bien.
—Ni hablar. Es un viaje largo y peligroso no sólo por los riesgos que entraña la mar, sino también por los corsarios y piratas que la surcan. No arriesgaré mi vida ni la de mi gente en un viaje tan peligroso.
—Le doy quinientos escudos de oro si acepta.
Al patrón casi se le salen los ojos de las órbitas al oír la oferta. Era mucho más de lo que podía ganar en un año. No obstante, pensó que aquel hombre aún estaba dispuesto a pagar más si regateaba un poco. El gusanillo de la codicia estimuló su interés.
—Eso para mí y otro tanto para mis hombres.
—Hecho —corroboró Ismaîl, que no quería reparar en gastos. Su objetivo era abandonar África lo más pronto posible antes de que los hombres de Fâdel dieran con él y con su familia.
—Me llamo Aurelio y soy el patrón de este barco. Un placer conocerlo, señor —se acercó a Ismaîl con la mano derecha tendida en señal de saludo.
—El placer es mío —le contestó éste apretando su mano—. Mi nombre es Ismaîl.
—Bien, ¿cuándo quiere zarpar?
—Lo antes posible, pero tengo que ir en busca de mi mujer y de mi hija, que viajan conmigo.
—Con eso no contaba yo. La presencia de dos mujeres en la barca incrementará el precio, pues el riesgo es mucho mayor.
Ismaîl no estaba muy conforme con aquella nueva condición, pero la aceptó ante el riesgo que corrían si permanecían allí.
—¿Cuánto quieres por su traslado?
—Otros quinientos escudos. Es lo menos que puedo pedir. Las mujeres en alta mar no sirven más que para crear problemas. Es un precio razonable.
—Bien, acepto. Ahora quería pedirle otro favor, que se acerque a aquella playa que hay más allá de esos escollos para embarcar allí a mi mujer y mi hija con todas mis pertenencias. No me gustaría tener que hacerlo aquí por seguridad.
—Bueno, no hay problema. Podemos acercarnos hasta allí.
—Entonces ya puede ir para allá. Yo voy en busca de mi familia para partir lo antes posible. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Ismaîl regresó al lugar donde había dejado a Najla y Sahira. Una hora más tarde embarcaban los tres en el pequeño bajel que los trasladaría a Francia a través del Mediterráneo. Cuando por fin zarparon de la playa elegida, los rayos del sol naciente comenzaban a dorar los granos de arena y los escollos que los separaban del puerto de Melilla. Las blancas crestas de las olas se deslizaban por la superficie plateada del mar dibujando amplios abanicos. La quilla del barco comenzó a surcar las plateadas aguas a medida que se alejaba de la costa. Poco a poco se fueron perdiendo en la inmensidad de la mar. Al cabo de unas horas Melilla tan sólo era un punto en el lejano horizonte. Entonces Ismaîl respiró con tranquilidad.
Lucía un sol radiante y la mar estaba en calma absoluta. Los marineros bogaban acompasadamente y el bajel se deslizaba con suavidad sobre la superficie del mar. La vela permanecía arriada al mástil por ser completamente inútil su despliegue. Aurelio mantenía el timón firme rumbo a Francia. Ismaîl contemplaba el mar con la mirada perdida en el horizonte. En todo lo que abarcaba la vista no se veía un solo barco. Najla y Sahira permanecían cobijadas en el pequeño camarote, más por evitar las miradas y gestos lascivos de los hombres que por el destellante sol que caía a plomo sobre ellos.
—¿Esto va a continuar así mucho tiempo? —preguntó Ismaîl a Aurelio acercándose a él.
—Nunca se sabe. La mar es un baúl lleno de sorpresas. Tan pronto reina una calma chicha como se desencadena una tormenta. Hay que estar preparado para todo.
—Si seguimos a este ritmo, jamás llegaremos al destino.
—No le falta razón. Pero yo apostaría por esta tranquilidad durante todo el trayecto a que se levante una tempestad. ¡Ojalá no tengamos que pasar por ninguna de ellas!
—Eso espero, amigo mío, aunque algo de viento no nos vendría mal para que se moviera un poco más este cascarón.
—No se preocupe vuestra merced, que puede que llegue antes de lo esperado y entonces tal vez lo lamentemos.
Cuando el sol estaba a punto de ocultarse tras la línea del horizonte como si se lo tragara el mar, una leve brisa dejó sentir sus efectos sobre los curtidos rostros de los pescadores. Aurelio, que a la sazón contaba con cuarenta años y llevaba más de treinta en el mar, conocía muy bien aquella brisa y sabía que no tardaría en calmarse. No se prolongaría más allá de las primeras sombras de la noche, cuando todo volvería a quedar en calma, como así ocurrió. La oscuridad de la noche no tardó en apoderarse de todo cuanto los rodeaba. Las tinieblas eran tan negras, que no dejaban ver más que un cielo completamente tachonado de estrellas. Najla y Sahira aprovecharon esa oscuridad para salir a cubierta a respirar el aire cargado de humedad y para que la suave brisa acariciara su rostro de marfil. Ismaîl se acercó a ellas para contemplar juntos la inmensidad del cielo y del mar. El silencio de la noche hacía más audible el sonido acompasado de los remos, que bogaban sin cesar hasta que el patrón ordenara parar.
—¿No os parece maravilloso todo esto? —comentó Ismaîl abrazando cariñosamente a su mujer y a su hija.
—Sí, padre, pero a mí me da miedo tanta agua. ¿Qué pasaría si la mar se enfureciera?
—No te preocupes, hija. Estos hombres son avezados en su oficio y no permitirían que nos ocurriera nada.
—Alá te oiga, padre.
El barco seguía avanzando bajo el impulso de los remos. El silencio era total. Tan sólo se oía el roce de los remos sobre el agua.
—Al menos aquí no nos encontrarán los esbirros de Fâdel. Ahora ya podemos respirar más tranquilos. Si Alá lo quiere, pronto podremos vivir en paz en nuestra casita de Ausburgo. Os prometo que allí seremos completamente felices.
—Eso espero, querido. Ya casi se me ha olvidado ese modo de vida. Desde que salimos de la Mancha, nunca más he vuelto a gozar de paz. ¡Maldita sea el decreto de expulsión de Su Majestad!
—Sí, maldita sea. Acabó con nuestra felicidad y con nuestro modo de vida y a saber lo que aún nos deparará la suerte.
—No seas agorero, esposo mío, y menos en medio del mar. Tengamos fe en Alá para que Él guíe nuestro destino.
Guardaron silencio. El patrón acababa de ordenar a sus hombres que dejaran los remos. Había que aprovechar las horas nocturnas para descansar y recuperar fuerzas. El barco fue perdiendo impulso poco a poco hasta que quedó a merced de las olas. Los marineros, agotados, comieron algo y pronto quedaron rendidos por el cansancio y el sueño. Tan sólo Aurelio permanecía vigilante y en pie. Más tarde dormiría unas horas, pero no demasiadas. Había que estar expectante ante cualquier posible peligro.
—De momento hemos podido evadirnos de las garras de Fâdel y sus esbirros. Ahora debemos pensar en cómo organizar y vivir nuestro futuro. No quiero más represión sobre vosotras ni más fundamentalismo. Espero que nuestra hija nunca más se vea obligada a esconderse tras un burka. Vivir así es casi como no vivir.
—No lo sabes muy bien, padre.
—No lo sé, pero me lo imagino. Debe de ser casi como una cárcel.
—Más que una cárcel es un infierno. No te puedes hacer una idea de lo que se sufre dentro de él durante los rigores del verano. Suerte que apenas salía de casa y en esa época menos aún. Pero las pocas veces que tuve que hacerlo, era como si me metieran en un horno en llamas. Era insoportable.
—Esperemos que nunca más tengas que volver a ponértelo.
La brisa de la noche había refrescado algo el ambiente. El aire parecía que se había hecho un poco más ligero que antes y más respirable. Ismaîl invitó a descansar a su mujer y a su hija. Ellas regresaron al camarote mientras él permanecía en la popa del barco. Allí se acomodaría lo mejor posible para pasar la noche. Estaba a punto de conciliar el sueño cuando oyó unos pasos a su lado. Era Aurelio que se acercó hasta él al observar que se había quedado solo.
—Bonita noche —musitó a modo de saludo el capitán.
—Sí, bonita noche.
—Y que dure, aunque ya sé que a vuestra merced esto lo impacienta. ¿Sabe? Si de mí dependiera, no cambiaría este tiempo aunque nos llevara dos meses atravesar el Mediterráneo. No me gustaría que tuviera que probar en sus propias carnes los efectos de un temporal y menos aún con su mujer y su hija a bordo.
—¿Tan peligroso es?
—Más de lo que vuestra merced piensa. Créame, no es tan fácil luchar contra los temporales de levante en un barquichuelo como éste. Cuando se desencadenan esas tempestades, este barco es como una cáscara de nuez en una gran balsa de agua.
—Recemos entonces para que no se desencadene ninguna.
—Sí, será lo mejor que podemos hacer. Bueno, voy a ver cómo está el timón, que no conviene dejarlo solo mucho tiempo. Que tenga felices sueños.
—Gracias. Lo mismo digo.
La noche transcurrió sin incidentes. El siguiente día y los dos posteriores fueron un mero calco del primero. El barco únicamente avanzaba a golpe de remos. Tan sólo el tercer día pudieron desplegar la vela durante un par de horas. Luego todo volvió a la calma. Los hombres estaban agotados de tanto remar. No era lo habitual en ellos, pues normalmente el tiempo que pasaban en el mar lo dedicaban a la pesca. Nunca habían necesitado remar tantas horas y tantos días seguidos. Su patrón tuvo que darles un descanso, pues a algunos les llegaron a flaquear tanto sus fuerzas, que ya no eran capaces de sostener el remo entre sus manos.
El quinto día se encontraban más o menos a la altura del cabo de Gata. Aquel día había amanecido con una brisa bastante fuerte de sudoeste, que impulsaba la vela con gran fuerza hacia el interior del mar. Presagiaba un cambio de tiempo. Poco a poco esta brisa fue en aumento. Los marineros, a los gritos de su capitán, intentaban mantener la vela en la posición correcta para que la nave no se desviara de la costa, pero el viento había arreciado tanto, que apenas les permitía lograr su objetivo. Lucharon denodadamente durante horas por mantenerse cerca de la costa, pero el vendaval cada vez impelía más la frágil embarcación hacia el mar abierto. Sobre el mediodía ya habían perdido de vista la costa española y se debían de hallar en un lugar intermedio entre España y África. El viento arreciaba más y más y ni la vela ni los remos obedecían las órdenes del patrón. A eso de media tarde el viento viró al sur y comenzó a soplar con más fuerza si cabe. La barquichuela, zarandeada por las violentas olas, iba a la deriva en dirección norte. Aurelio, que no había abandonado un momento el timón, se hallaba fuera de sí por no saber qué hacer para dominar la nave. Había ordenado arriar la vela para que el fuerte vendaval no jugara con la frágil embarcación a su antojo, pero no era suficiente. Tampoco lo era el esfuerzo sobrehumano que realizaban los marineros con los remos. El barco seguía a la deriva mecido por el viento como un cascarón. Cuando ya se acercaba la noche, el viento viró hacia el este y se hizo mucho más violento. Las olas comenzaron a aumentar de tamaño hasta los cuatro o cinco metros de altura. La nave tan pronto se veía erguida sobre la cresta de una ola como en lo más profundo de su base. No era más que un simple juguete a su merced. El capitán y los marineros temieron lo peor. Amarrados al timón y a los remos, encomendaron su alma al Señor.
Por su parte, Ismaîl y su familia no sabían qué hacer más que esperar que Alá cumpliera su voluntad. Acurrucados en el reducido camarote, rezaban sus oraciones y pedían a Alá y a su Profeta que los sacara ilesos de tan terrible tempestad. Él se lamentaba por haber tomado la decisión de atravesar el Mediterráneo, mientras Najla y Sahira derramaban copiosas lágrimas que ajaban su bello rostro.
—Me temo que esto va a acabar muy mal. No creo que salgamos con vida de aquí, pero, por si acaso, deberíais poneros las mejores joyas que llevamos. En caso de un accidente, podemos dar por perdidos los cofres y las alforjas, así que es mejor que cada uno de nosotros lleve encima todo lo que pueda por si logramos salvarnos.
—Padre, no nos asustes más de lo que estamos.
—No trato de asustaros sino de ser realista. Si se hunde el barco, se llevará consigo todo lo que hay en él. Nosotros bastante haremos con intentar salvarnos. Haced lo que os digo por si sirve de algo.
Najla y Sahira hicieron lo que Ismaîl les ordenaba. Ambas se aderezaron con las mejores joyas que poseían, sobre todo Sahira, que no dudó en engalanarse con lo mejor que portaban. Diademas, anillos, aretes, colgantes, pulseras, collares, sortijas de oro, perlas, gemas preciosas, diamantes, zafiros, rubíes y mil brillantes cubrieron su cabeza, su cuello, sus brazos, sus muñecas, sus tobillos, sus dedos, sus lóbulos auditivos y todas aquellas partes de su cuerpo que podían sostener alguna de aquellas maravillas. Algo parecido hizo su madre, aunque no con tanta profusión como ella. También el padre guardó en sus bolsillos varios puñados de diamantes y piedras preciosas. Todo era válido para salvar el máximo de su tesoro. Después los tres volvieron a orar y a pedir a Alá que los sacara ilesos de aquel terrible trance.
La noche se había expandido por todas partes. La tempestad cada vez bramaba con más fuerza. El viento arreciaba más y más. Las olas subían y bajaban la endeble embarcación sin cesar. Sus ocupantes, aterrados y mareados, no sabían dónde esconderse. Aurelio se temía lo peor, pues, según sus cálculos, no debían de estar ya muy lejos de la costa. Las horas pasaban y la tempestad no cesaba. De pronto, el fulgor de un rayo iluminó los acantilados que ya estaban encima de ellos. El capitán tiró con fuerza del timón para desviar su rumbo, pero éste no obedeció. Los marineros hacían grandes esfuerzos por dominar la nave con sus remos, pero todo era inútil. La nave seguía a la deriva. Así lucharon durante más de una hora. Todo en vano. Finalmente, un golpe de mar arrojó con fuerza la débil embarcación contra unos escollos. Todos sus ocupantes salieron despedidos en distintas direcciones. Los gritos de angustia y dolor no tardaron en desvanecerse sofocados por el fuerte oleaje. Luego tan sólo se oyó el incesante rugido de la tempestad.
Una especie de velo rosáceo le impedía ver lo que había a su alrededor. Y es que los cegadores rayos del sol incidían sobre sus párpados que permanecían aún cerrados. Poco a poco los fue abriendo y fue tomando conciencia de sí misma. Por todos los lados se elevaban pronunciados acantilados que parecían cortarle el paso hacia tierra firme. Enfrente de sí tenía el ancho mar. Ella se hallaba en una pequeña cala de guijarros y arena. Intentó ponerse en pie, pero un fuerte dolor la obligó a desistir de su empeño. Entonces se percató de la herida que tenía en su tobillo derecho. También notó dolores en la cadera derecha y en su frente. Al palpársela, sintió un fuerte escozor. Se había producido una brecha en la misma. Se palpó otras partes de su cuerpo y observó que lo tenía casi todo magullado. Después quiso recordar qué había sucedido. Al principio no lograba coordinar sus pensamientos y recuerdos, pero no tardaron en reproducirse en su mente las vivencias pasadas. Un angustioso grito salió de su garganta. Sus padres, ¿dónde estaban? Miró en su derredor y no vio a nadie. Estaba completamente sola en aquel minúsculo rincón. Volvió a intentar ponerse en pie. Esta vez lo consiguió con gran esfuerzo. El tobillo, la cadera, las rodillas, todo su cuerpo se resentía. Avanzó un par de pasos con gran dolor, pero se dio cuenta que podía caminar. Al menos, no tenía ningún hueso roto. Se acercó al agua para lavarse un poco sus heridas y quitarse la sangre reseca de alrededor de las mismas. El escozor que le producía el contacto del agua con las heridas era bastante fuerte, pero lo soportó con resignación. El agua del mar le ayudaría a curarlas. Terminado el breve aseo, se dio cuenta que sus ropas estaban hechas jirones y que había perdido alguna joya en el naufragio, pero aún conservaba la mayor parte. Luego tendió una vez más su vista por los escollos por ver si descubría algún otro náufrago. Todo fue en vano. Por allí no se veía a nadie ni siquiera restos de la embarcación. La joven no podía entenderlo. Regresó a donde la había dejado el temporal y medio enterrada en la arena encontró la diadema que se había ceñido en su frente la noche anterior. Al recogerla notó que le faltaban varias piedras preciosas y que estaba algo abollada. También observó restos de sangre en ella. No tardó en comprender que tal vez le había salvado la vida, pues había parado la mayor parte del golpe de su frente. Minutos más tarde se desmayó de nuevo por la debilidad que sentía.
Un suave susurro la despertó. Se hallaba en una blanda cama en una habitación ricamente decorada envuelta en una tenue penumbra. El leve murmullo de la conversación de una señora de mediana edad con su sirvienta la había despertado.
—¿Dónde estoy? –fueron sus primeras palabras.
—Tranquila. Estás en buenas manos —fue la respuesta.
—¿Qué me ha pasado?
—Creemos que has sufrido un naufragio, porque cerca de donde te encontraron hallaron varios cadáveres y restos de una embarcación —le comentó la señora—. Tú debiste de ser la única superviviente al haber sido arrojada por las olas a una pequeña playa.
—¿Y mis padres?
La señora se acercó a su cabecera para acariciar su cara y su frente al mismo tiempo que tomaba una de sus manos entre las suyas.
—¡Pobrecita mía! Tus padres supongo que han muerto. Entre los cadáveres encontraron el de un hombre que no parecía formar parte de la tripulación y el de una señora. Me imagino que deben de ser tus padres.
Dos gruesas lágrimas se deslizaron de los negros ojos de Sahira. Luego un nudo ahogó la voz en su garganta.
—Llora, hija mía. Desahoga tu corazón.
La señora la acercó a su pecho para consolarla. Así permanecieron largo rato, momento que aprovechó la sirvienta para seguir con sus labores. Después de varios minutos de desahogo, Sahira se decidió a hablar entre suspiros y sollozos.
—¿Qué haré yo ahora?
—¿No tienes a nadie más?
La joven dudó antes de contestar. Aunque no sabía que su tío había muerto, para ella era como si lo hubiera hecho. Por nada del mundo quería volver a estar bajo su protección. Menos aún pensaba en volver con su marido. Aquel tirano que la había tenido encarcelada en vida desde el primer día que se unió a él en matrimonio.
—No, no tengo a nadie.
La señora la volvió a acariciar.
—¡Pobrecita! No te preocupes, nosotros te acogeremos.
—Gracias, señora, por su hospitalidad, pero, ¿cómo puedo pagárselo?
—No te preocupes por eso, hija mía. Contigo has traído un montón de joyas y piedras preciosas. A ellas hay que añadir las que llevaban tus padres. Con todo eso no tienes por qué inquietarte.
Sahira recordó todas las joyas que llevaba encima y que ahora estaba desprovista de ellas. Se quedó algo desconcertada.
—¿Dónde están mis joyas?
—Tranquila, querida. Las hemos guardado en un cofre junto con las que portaban tus padres. Allí están seguras. Tus padres debían de ser muy ricos, ¿verdad?
—Sí que lo eran.
—¡Infortunados! ¡Qué mala suerte han tenido! —la señora seguía acariciándola—. A todo esto, ¿cómo te llamas?
Ella iba a contestar con su nombre árabe, pero una especie de súbita revelación le hizo cambiar de idea.
—Me llamo Juana.
—Es un nombre muy bonito. Pero tendrás algún apellido.
—Sí, Ricota. Mi nombre es Juana Ricota.
—¡Ah, muy bien! Hace honor a lo que tienes.
—¿Y vuestra merced cómo se llama?
—Me llamo María de las Mercedes, pero me puedes llama Mercedes a secas.
Permanecieron en silencio unos instantes. Sahira fue la que lo rompió.
—¿Me puede decir dónde estoy?
—Estás en Cartagena. Yo soy la esposa de un rico comerciante de esta ciudad. Ayer por casualidad te encontró desvanecida en una pequeña cala mi hijo que paseaba por allí. En realidad, fue su perro quien dio contigo y no paró hasta que obligó a mi hijo a bajar a la playita donde te encontrabas. Lo demás te lo puedes imaginar.
—Gracias, señora. Le estaré eternamente agradecida.
—Las gracias deberías dárselas más bien a mi hijo, que fue quien te encontró. Ahora debes comer algo y descansar para que te restablezcas pronto. ¿Sabes? Eres muy bonita.
—Gracias, señora, otra vez.
Una semana más tarde, con las atenciones que había recibido en casa de sus benefactores y con la asistencia médica que le habían prestado, la joven ya se encontraba casi completamente restablecida. Ya apenas se resentía de nada y las heridas físicas seguían su curso normal. Pero las heridas psíquicas no cicatrizaban. El fallecimiento de sus padres había abierto una brecha tan profunda en su alma, que tardaría mucho tiempo en cerrarse. Sahira, ahora de nuevo Juana, había sufrido un shock del que le costaría salir. Con el paso de los días y la afabilidad con la que era tratada por sus anfitriones, se iba normalizando poco a poco su estado emocional. Al cabo de un mes de su naufragio, pensó que podía ponerse en contacto con la única persona de la que realmente había estado enamorada. A pesar del tiempo transcurrido, sus sentimientos hacia él no habían cambiado. Si tuviera la oportunidad de reencontrarse con él, tal vez aún podrían rehacer sus vidas, ¿o era ya demasiado tarde? Debería intentarlo.
Un día durante la hora de la siesta, momento en el que la señora de la casa acostumbraba a charlar con ella mientras bordaba algún juego de mesa o ejercitaba cualquier otro pasatiempo, se atrevió a confesarle su secreto.
—Señora Mercedes, me gustaría hacerle una confidencia.
—¿De qué se trata, cariño?
—Hace tiempo me tuve que separar de la persona que más amo en este mundo.
—¿Qué dices, criatura? —la interrumpió la señora totalmente sorprendida, que ya se estaba haciendo a la idea de casarla algún día con su hijo, aunque todavía no le había propuesto nada.
—Lo que oye, señora.
—Pero ¡tan jovencita y ya pensabas en novios!
—No soy tan joven, aunque tampoco tengo tantos años como para pensar que ya no lo soy.
Los islamistas tienen por norma casar muy jóvenes a su mujeres, algunas aún niñas, aunque recordemos que Sahira ya no era tan joven cuando se vio obligada a abandonar España.
—Pero, hija, ¡si eres una niña!
—Gracias por el cumplido, señora Mercedes.
—Y bien, ¿quién era ese afortunado joven?
—Un chico que vive muy lejos de aquí.
—Entonces ya te habrá olvidado.
—No lo creo, señora. Me consta que no hace mucho todavía seguía enamorado de mí. Si pudiera ponerme en contacto con él…
—¿Y no has pensado que podías enamorarte de alguien más cercano?
—Lo siento, señora, pero mi corazón es sólo de él.
—¡Vaya! A eso sí que se le puede llamar amor —María de las Mercedes suspendió su labor para mirar fijamente a su pupila—. El problema es cómo ponerte en contacto con él.
—A eso voy, señora. Si vuestra merced o su familia me pudieran ayudar, les quedaría eternamente agradecida.
—No sé, querida. Me parece que no va a ser posible. De todas maneras, ¿dónde vive ese joven?
—En un lugar de la Mancha (6).
—¡Vaya! Eso me suena. No sé por qué me parece que lo he oído en alguna parte.
—Pues no lo sé, señora. Es un pueblo manchego que no tiene mayor importancia, pero allí es donde vive mi prometido y donde vivía yo antes.
—Bueno, tendrás que concretar el nombre. Luego se lo diré a mi esposo y veremos qué se puede hacer.
—Gracias, señora. Me da vuestra merced una gran alegría.
La señora volvió a su labor. Juana, que estaba más hermosa que nunca y que descollaba entre todas las jovencitas de su entorno, se retiró sigilosamente sin apenas hacerse notar.
13
Don Pedro Gregorio se hallaba en su alcoba preparándose para salir de caza. Desde que había regresado de su viaje con Ismael Ricote era su pasatiempo favorito. Dedicaba la mayor parte del día a practicar ese deporte. Así desviaba su mente de la obsesión que lo embargaba. La parte del tesoro que le dejó Ricote le permitía vivir holgadamente sin tener que trabajar. Esto se venía a sumar a la ya rica hacienda que poseían sus padres y cuyo único heredero era él. Pero había algo que el dinero no solucionaba. Era el vacío que había dejado en su corazón la pérdida de Juana. El joven no podía vivir sin ella y su recuerdo lo laceraba aún más.
—Pedro, ahí fuera hay un hombre que pregunta por ti.
—¿Quién es, madre?
—No lo sé. No lo había visto nunca.
—Hazle pasar al salón. Ahora mismo bajo.
Don Pedro terminó de vestirse para la caza. Luego bajó a la planta baja de la casa donde se ubicaba el salón.
—Hola, buenos días. ¿Preguntaba por mí?
—¿Es vuestra merced don Pedro Gregorio?
—Sí, yo soy. ¿Quién sois vos?
—Yo no soy más que un simple mandado de unos señores de Cartagena.
—¿De Cartagena? ¿Y qué tengo que ver yo con Cartagena?
—Señor, déjeme que le explique.
—Bien, adelante. Tome asiento, por favor.
—No se preocupe vuestra merced. Estoy bien de pie.
—¿Quiere tomar algo?
—No, gracias. Ya he desayunado en la posada donde dormí.
Don Pedro se dispuso a tomar un copioso desayuno que le suministraría las energías suficientes para practicar su deporte favorito.
—¿Y bien?
—Pues verá vuestra merced. Mi señor, que es un rico comerciante de Cartagena, me ha enviado en su busca para comunicarle que bajo su techo vive una hermosa joven desde hace unos meses.
—¿Y en qué me concierne a mí eso?
—Pues verá. Parece ser que esa joven está loca por vuestra merced. Mi señor, más bien mi señora, hubiera preferido casarla con su propio hijo, pero ella ha dicho que sólo lo hará con vuestra merced. Dice que sois la única persona de la que ha estado enamorada y que no piensa casarse con nadie más que con vos.
Al joven le dio un vuelco su corazón. Esa joven no podía ser otra más que Juana. Él nunca se había enamorado de ninguna otra mujer.
—Me tenéis en vilo. ¿Quién es esa joven?
—No lo sabemos muy bien. Dice llamarse Juana. Sólo sabemos que apareció un día en las costas de Cartagena, víctima de un naufragio. Por lo que pudimos deducir, sus padres y todos los que la acompañaban perecieron en él. La única superviviente fue ella y eso gracias a que el temporal la lanzó sobre una pequeña cala donde apenas sufrió daños. Los demás que navegaban con ella murieron golpeados contra los acantilados que tanto abundan por allí.
—¿Y cuándo dices que ocurrió eso?
—Hará unos tres meses, señor.
La emoción que embargaba al joven le impidió seguir desayunando.
—Se lo tengo que comunicar a mis padres, pero ahora mismo parto para Cartagena. No quiero perder más tiempo.
—Señor, mis señores me recomendaron que le hiciera saber que debe vuestra merced ir preparado para contraer matrimonio con la joven en Cartagena. No están dispuestos a dejarla marchar de allí sin casarse. En ausencia de sus padres, ellos quieren ocupar su lugar y no permitirán que salga de su casa si no es desposada con su futuro marido.
—Bien, hablaré con mis padres. Ya le haré llegar mi decisión.
—Como vuestra merced mande. Estoy a su disposición en la pensión del pueblo.
Una vez que el mensajero hubo abandonado la casa, Pedro se reunió con sus padres para darles a conocer las noticias que acababa de recibir. Su estado eufórico era tan grande, que transpiraba por todos los poros de su piel la alegría que lo embargaba.
—Este hombre me acaba de decir que Juana está en Cartagena y me está esperando para casarse conmigo —les comunicó a sus padres cuando se presentó ante ellos.
—¿Juana la hija de Ricote, aquella chica por la que nos abandonaste hace años y estuviste tanto tiempo alejado de nosotros?
—Sí, padre. Ésa misma.
—¿Y tú no sabes que esa gente no eran más que unos simples moriscos, que tuvieron que abandonar España para no terminar en las hogueras de la Inquisición?
—Lo sé, madre, pero…
—No hay pero que valga —replicó la madre—. Tú no te vas a casar con una mora, al menos mientras yo viva.
—¡Madre! Esa chica, igual que su madre, eran auténticas cristianas. Todo el mundo lo sabía en el pueblo. Recuerda cómo salieron todos a despedirlas en masa y cómo pedían que las encomendaran a la Virgen María.
—Entonces, ¿por qué abandonaron España? Si eran auténticas cristianas, no tenían por qué hacerlo.
—Porque su tío Juan, el hermano de su madre, las obligó. Aquél sí que era una islamista radical. Él fue el que las obligó a salir de España y el que obligó a Juana a casarse con un islamista más radical que él. Juana se hubiera quedado aquí si hubiera dependido de su voluntad. Pero entre esa gente las mujeres carecen de voluntad propia. Están obligadas a obedecer ciegamente al cabeza de familia.
—¿Y dónde estaba su padre?
—Madre, ya sabes que Ismael Ricote se marchó al extranjero mucho antes de que publicaran el decreto de expulsión. Él no estaba aquí en aquellas fechas.
—Mal hecho que un hombre abandone a su mujer y a su hija en medio del peligro y las deje al cuidado de un fanático.
—Mira, madre, así seguro que no llegamos a ponernos de acuerdo. Ricote tuvo sus motivos para marcharse, pero eso ahora no importa. Su mujer y su hija se vieron obligadas a abandonar España contra su voluntad. Ahora Juana ha vuelto y me está esperando en Cartagena. Ella está enamorada de mí y yo de ella. Eso es lo único que importa. ¿Por qué no aceptáis los dos de buen grado que me case con ella?
La madre endureció más su rictus. Por su parte, el padre tampoco terminaba de ver con buenos ojos aquel enlace entre su hijo y una chica de origen morisco.
—Hijo —exclamó el padre—, tal vez estés enamorado de esa chica. Tal vez llegues a ser feliz si te casas con ella. Pero, si un día se descubre que no es católica convencida, que practica los ritos de su religión, ¿qué pasará entonces? Debes pensarlo muy bien antes de decidirte.
—Correré ese riesgo, padre. Siempre será más fácil correr un riesgo como ése, que soportar toda la vida el dolor con el que vivo desde que la perdí. Prefiero la muerte a tener que vivir sin Juana.
—Bien, si es así, tienes mi consentimiento para casarte con ella.
—Gracias, padre.
—Si tu padre te da su consentimiento, yo no voy a ser menos, aunque sigo pensando que no es un buen matrimonio. Si al menos hubiera continuado aquí con su tienda…
Pedro aún no les había hablado de la fortuna que había recibido de manos de Ismael Ricote. Sus padres creían que vivía a expensas de su hacienda. El joven creyó llegado el momento de desvelar su secreto. Les contó a sus padres lo ocurrido entre él y Ricote y les mostró el gran tesoro que poseía. Sus padres no podían dar crédito a lo que veían.
—Hijo, ¿por qué no nos habías hablado de esto? —le reconvino la madre con el rostro más risueño y en un tono mucho más cariñoso.
—Porque era mi secreto, madre. Como veis, con esto no necesito nada más para vivir. Ya me lo aseguró Ismael cuando nos despedimos en Tarifa. Pero esto creo que le pertenece más a Juana que a mí. Si ella se encuentra en Cartagena como consecuencia de un naufragio, es muy probable que lo haya perdido todo. Conociendo como conocía a su padre, estoy seguro que en aquel barco llevaban todo lo que yo le ayudé a trasladar hasta Tarifa. Así que lo más probable es que todo aquel tesoro fuera a parar al fondo del mar. ¿No creéis que, aparte de estar enamorado de Juana, tengo una obligación moral de socorrerla y de compartir con ella parte del fruto del trabajo de su padre y de sus antepasados?
—Tienes razón, hijo. No demores más tu partida.
—Mi partida, no, nuestra partida. Iremos los tres hasta Cartagena, pues es allí donde pienso casarme.
—Pero ¿no vas a ir en busca de ella para casarte aquí?
—No, madre. Sus benefactores actúan ahora como si fueran sus propios padres y quieren casarla allí. Así que debemos prepararnos para partir inmediatamente. Lo prepararé todo para hacer el viaje lo más cómodamente posible.
—Esto no me lo esperaba, pero, si no hay más remedio, viajaré hasta Cartagena para complacerte.
—Gracias, madre.
—No es mala idea lo de casarte en Cartagena —comentó el padre—. Hasta podrías quedarte a vivir allí donde no os conocen a ninguno de los dos y podéis pasar más desapercibidos. Allí, si vosotros no decís nada, nadie sabrá que Juana es de origen morisco.
—No lo había pensado, padre. Puede que cumpla tu consejo.
Una semana más tarde la familia Gregorio hacía su entrada triunfal en Cartagena en un lujoso coche tirado por cuatro soberbios caballos ibéricos. En cuanto se instalaron, lo primero que hizo Pedro fue ir en busca de su prometida. ¡Llevaba tanto tiempo deseando abrazarla y estar a solas con ella! Cuando hizo su aparición radiante y hermosa ante él, casi no se lo podía creer. La última vez que la había visto fue embutida bajo un negro burka. Su belleza actual era deslumbrante. ¡Cómo hacía honor a su nombre árabe! Pero eso nadie debía saberlo y menos aún en Cartagena. Allí sería siempre Juana y sólo Juana.
Ambos amantes se abrazaron y se fundieron en un profundo ósculo de amor, como los que se dieron la última tarde que pasaron juntos en su lugar de origen. El tiempo parecía haberse detenido y todos aquellos años convertidos en un breve paréntesis intemporal.
—Ahora que estamos juntos de nuevo, me parece que fue ayer el último día que nos vimos.
—Ojalá pudiera pensar yo lo mismo. ¡No sabes cuánto he sufrido todos estos años y cómo te he echado de menos!
—También yo, cariño. Pero ahora que estamos juntos, todo eso me parece un sueño y así quisiera que hubiera sido. Lo único que siento es que tus padres ya no están con nosotros y no podrán disfrutar de nuestra felicidad.
—Yo también lo siento, amor mío. Ellos eran mi única familia y ahora sólo te tengo a ti. Estos señores que me han acogido han sido muy buenos conmigo, pero no son mi familia. Les he tomado un gran cariño y los aprecio casi como si fueran mis padres, pero hay algo en mi interior que no termina de confiar plenamente en ellos. Sé que jamás los podré olvidar y que les estaré eternamente agradecida, pero sigue habiendo algo inexplicable entre ellos y yo.
—No te preocupes más, mi vida. Ahora ya estamos juntos y nada ni nadie nos volverá a separar. Por cierto, ¿qué fue de tu tío?
—No lo sé. Supongo que seguirá en Fez.
—¿No regresó con vosotros?
—No. En realidad, yo no lo vi cuando me encontré con mis padres. Creo que mi padre lo engañó para que nos dejara el camino libre.
—No me extraña. Tu padre no comulgaba con él.
—¿Por qué lo dices?
—Porque él mismo me lo confesó. No le hizo ninguna gracia que os obligara a tu madre y a ti a trasladaros a Berbería. Él prefería que hubierais ido a Francia. Si los hechos hubieran ocurrido así, tal vez ahora aún estuvieran vivos, pero eso nunca podremos saberlo. Sobre tu tío Juan, para nosotros es como si también hubiera muerto.
—Desde luego. Nunca le perdonaré lo que me ha hecho sufrir.
Los dos amantes permanecieron unos instantes en silencio. El primero que lo rompió fue Pedro.
—¿Te tratan bien aquí?
—Sí, cariño. Me tratan como si fuera su propia hija. De hecho, la señora pretendía casarme con su hijo hasta que yo le quité esa idea de la cabeza. Desde entonces no ha dejado de repetir que no saldré de esta casa si no es casada.
—¿Y estás dispuesta a hacerlo?
—Claro que sí. ¿Cómo si no habría mandado a buscarte? Estoy dispuesta a casarme cuando tú quieras, amor mío.
—Pues lo mejor que podemos hacer es empezar a preparar la boda, porque yo también estoy dispuesto a casarme contigo.
En ese momento entró en el salón la señora de la casa.
—¡Vaya! ¿Cómo están estos tortolitos?
—Muy bien, señora.
Juana aprovechó el momento para hacer las presentaciones. María de las Mercedes ponderó la juventud y la bizarría del joven.
¡Vaya! Veo que es un joven muy apuesto. Te felicito, Juana, por tu elección.
—Gracias, señora.
—Y bien, ¿cómo van esos amoríos? ¿Va a haber boda o no?
—De eso estábamos hablando ahora precisamente —comentó Pedro—. Comenzaremos inmediatamente los preparativos.
—Me alegro. Ya sabéis que podéis contar con nosotros para cualquier cosa que necesitéis y que no debéis reparar en gastos. Quiero que ese día sea el más feliz de vuestras vidas.
—Muy amable por su parte, señora. También yo quiero que lo sea. Por cierto, un día de éstos le presentaré a mis padres. ¿Le parece bien?
—¡Ah! ¿Pero han venido sus padres con vuestra merced?
—Sí, claro. Ellos también quieren asistir a la boda.
—Me parece muy bien. Mire, he pensado que pueden venir a comer con nosotros el próximo domingo. Así podremos conocernos mejor y charlar amigablemente durante varias horas.
—Estupendo. Se lo haré saber a mis padres y puede contar con nuestra aceptación.
—Muy bien. Ahora os dejo solos, pues supongo que tendréis muchas cosas que contaros.
La señora de la casa abandonó discretamente el salón para que los dos jóvenes pudieran continuar contándose sus cosas con entera libertad.
—Parece una señora muy amable —comentó Pedro poco después de irse María de las Mercedes.
—Lo es.
—No obstante, hay algo que me parece que no cuadra.
—¿Qué?
—No sé. Me ha parecido que se muestra con mucha generosidad. Ha dicho que no reparemos en gastos, como si éstos fueran a correr por su cuenta. ¿No te parece algo extraño?
—En absoluto, querido. Ya te he dicho que me consideran como a una hija, pero, además, son conocedores de mi pequeña fortuna. Por mucho que cueste la boda, saben que hay fondos suficientes para pagarla.
—¿Cómo dices?
—Que yo salvé conmigo un montón de joyas del tesoro que tenía mi padre y en los cuerpos de él y de mi madre hallaron otro tanto o más que lo que salvé yo. Así que he reunido una pequeña fortuna a pesar del naufragio. Cuando las cosas se pusieron tan feas aquella noche tan terrible, mi padre nos obligó a mi madre y a mí a ponernos todas las joyas que pudiéramos encima y él también se guardó entre sus ropas todo lo que pudo. Fue la mejor decisión que pudo tomar, porque las que se quedaron en el barco se han perdido para siempre en el fondo del mar.
Pedro permaneció pensativo unos instantes.
—Ahora comprendo por qué querían casarte con su hijo. Bueno, es igual. Destinaremos parte de esas joyas a pagar los gastos de la boda y también les pagaremos con ellas todas las atenciones que han tenido contigo durante todo este tiempo. No quiero quedar a deberles nada.
—¡Pero si ellos no me han pedido nada!
—Ya lo sé, amor mío, pero esperaban que te convirtieras en su nuera y eso se ha ido al traste. Tarde o temprano te reclamarán los gastos que les has ocasionado.
—No seas quisquilloso. Son una de las familias más pudientes de Cartagena y sólo tienen un hijo. No creo que necesiten para nada mis joyas. Lo que están haciendo conmigo, lo hacen por puro altruismo. Me ofende que pienses así de ellos.
—Lo siento, Juana. Me he dejado llevar por mis impulsos y por mi amor propio. De todas maneras, no necesitamos ese pequeño tesoro que posees para vivir. Tu padre me dio todo lo que no pudo llevarse, que es casi otro tanto como lo que se llevó con él. Si lo viste todo junto, te puedes hacer una idea de lo que tengo. Todo ese tesoro lo quiero compartir contigo, pues es más tuyo que mío. Ese tesoro se lo hubiera dado gustoso a tu padre a cambio de ti, como le dije el último día cuando nos despedimos en Tarifa. Ese tesoro sin ti para mí no significa nada, pero contigo lo disfrutaremos juntos el resto de nuestros días. Eso es lo que quiero.
—Ya sabía lo del tesoro, Pedro. Mi padre nos lo contó cuando huíamos de Fez. Te honra tu honestidad y eso hace que te quiera mucho más. En tu lugar otro puede que se hubiera ido con esa riqueza y jamás se hubiera vuelto a acordar de mí. Tú, en cambio, has respondido a mi llamada y te ha faltado tiempo para venir a mi lado. Te quiero, Pedro, tanto como tú a mí y espero que nuestra unión nos dé la felicidad que nos arrebataron hace tiempo.
Los dos amantes se besaron largamente.
—Una cosa quiero recomendarte, amor mío.
—¿Qué es?
—Supongo que no le habrás dicho a nadie tus orígenes, ¿no?
—De momento no se lo he dicho a nadie ni tengo intención de hacerlo. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque conviene que siga siendo un misterio para todo el mundo. Los únicos que lo sabemos somos nosotros y mis padres. Por su parte no van a decir nada y nosotros también sabremos guardar bien ese secreto. Mi padre me insinuó que podíamos quedarnos a vivir aquí cuando nos casemos. Aquí nadie nos conoce ni nadie te puede acusar de nada. Lo estoy considerando y me parece que ya he tomado la decisión. ¿Por qué no podemos quedarnos aquí cuando nos casemos y vivir una vida completamente feliz?
—Me parece estupendo, Pedro. Aquí nadie nos conoce y, además, esta familia es como mi segundo hogar. Alejarme de ellos sería casi como perder dos veces a mis padres. Debemos comenzar no sólo a preparar nuestra boda, sino a buscar también una casita donde vivir. Me haría muy feliz.
—Hecho. Mañana mismo empezaremos.
El sol estaba casi a punto de ocultarse. Pedro se despidió de su amada para regresar a la pensión donde se hospedaban sus padres. Hacía horas que los había dejado solos y querrían tener nuevas de él. Nuevas que no tardó en darles cuando llegó a su lado. A partir del día siguiente comenzaron todos juntos los preparativos para su próximo enlace matrimonial y empezaron a dar los primeros pasos para adquirir una vivienda en la ciudad de Cartagena. Vivienda que a Juana le gustaría que estuviera lo más cerca posible de la de sus benefactores. Así podrían verse con la frecuencia que ella deseaba.
Doña María de las Mercedes y su esposo no tardaron en proporcionarles lo que tanto anhelaban. A un tiro de piedra de su casa se vendía una casita encantadora. Tenía dos plantas y un pequeño jardín. Era justo lo que Pedro y Juana buscaban. El precio era algo más alto de lo que ellos hubieran deseado, pero su situación y su encanto la hacían tan atractiva, que no pudieron negarse a comprarla. Juana, ayudada por su futura suegra y por doña María de las Mercedes, se dedicó a amueblarla y decorarla a su gusto para tenerla a punto el día de la boda. Y así fue. Unos días antes de la fecha elegida para el enlace, la casa quedó totalmente amueblada y a punto para entrar a vivir, lo que sucedería en breve tiempo.
La boda se celebró en la catedral de Santa María la Vieja. Aparte de los invitados, asistió un gran número de gente atraída por la novedad. A pesar de que el número de almas en Cartagena por aquellas fechas podía superar las ocho mil, no era frecuente que se celebrara un enlace matrimonial entre dos personas venidas de fuera. Ese hecho, unido al rumor de que los jóvenes contrayentes se codeaban con la clase pudiente de la ciudad, hizo que mucha gente humilde no quisiera perderse el acontecimiento y no era para menos, pues los novios lucieron unas galas que dejaron extasiados a la mayor parte de los asistentes. Por si eso fuera poco, las joyas incrustadas de diamantes, gemas y toda clase de piedras preciosas que lucía la novia dejó boquiabiertos a todos aquellos que habían acudido a presenciar el feliz enlace. El clímax de admiración lo puso la deslumbrante hermosura de la novia. Jamás habían visto otra igual. Parecía una diosa venida del Olimpo. La diosa de los grandes y bellos ojos. Durante días fue el tema de conversación de los cartageneros y sobre todo de las cartageneras. Nunca se había visto una belleza igual. La gente se hacía mil preguntas, pero nadie obtuvo respuestas. Aquella belleza había caído como llovida del cielo, más bien se diría que fue arrastrada por un fuerte temporal, pero nadie pudo explicarse su origen. Tan sólo se sabía que su hermosura no tenía parangón en la ciudad.
Finalizado el enlace matrimonial y los festejos que lo acompañaron, la joven pareja se instaló en su nuevo hogar. Los padres de Pedro hubieran preferido quedarse a vivir con la feliz pareja, pero la hacienda los reclamaba con urgencia. Hacía ya varios meses que la habían dejado en manos de su mayordomo y no podían demorar más el regreso a ella. Tenían que velar por sus intereses.
—Hijos míos, nos gustaría seguir aquí más tiempo con vosotros, pero el deber nos llama. Tenemos que regresar al pueblo para cuidar de nuestra hacienda.
—Lo sé, padre. También a nosotros nos gustaría teneros a nuestro lado, pero no será posible a no ser que vendáis todo lo que tenéis allí y os vengáis a vivir aquí con nosotros.
—Eso no puede ser, hijo. Nuestra hacienda, nuestro hogar y nuestra vida están allí. La solución mejor es que vosotros os hubierais ido a vivir con nosotros, pero por vuestra seguridad y para vuestra tranquilidad debéis quedaros aquí. Aquí nadie os conoce ni nadie podrá descubrir nunca el origen morisco de Juana. Tenéis que pensar en vuestros hijos si algún día los tenéis y que tu madre y yo deseamos que sea lo más pronto posible. Ellos serán la alegría de nuestra vejez y perpetuarán nuestro nombre. Por ellos debéis mantener siempre en secreto la procedencia de tu mujer.
—Lo sé, padre, por eso he decidido quedarme aquí.
—Pues está todo dicho. Mañana mismo partiremos para el pueblo. No nos demoraremos más.
El día siguiente temprano los señores Gregorio partieron en el mismo carruaje que los había llevado a Cartagena para aquel lugar de la Mancha, de cuyo nombre (7) ni siquiera don Miguel de Cervantes «quiso acordarse».
(1) Miguel de Cervantes Saavedra. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Aguilar, Madrid, 1968, duodécima edición, pág. 197. Edición preparada por Justo García Soriano y Justo García Morales.
(2) Ibíd. pág. 1407.
(3) Ibíd. págs. 1413-14.
(4) Ibíd. pág. 1415.
(5) Ibíd. pág. 198
(6) Ibíd. pág. 197
(7) Ibíd. pág. 197.
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