20
Varios
días habían transcurrido desde el incidente de la azotea. Durante
ellos había maquinado mil formas de salir del colegio. Todas
desechadas. Cuando quería poner alguna de ellas en práctica,
surgían mil inconvenientes por todas partes. Estaba desesperado.
Era día de paseo.
Aprovecharía aquella circunstancia para acercarme a la villa del
Igueldo. Pregunté a varios compañeros si sabían el rumbo que
íbamos a seguir. Ninguno supo darme una respuesta. No importaba. Me
había propuesto no dejar pasar el día sin merodear por los
alrededores de la villa.
El paseo era al Mendizorrotz.
La suerte me brindaba la oportunidad. Al acercarnos a la bifurcación
de las carreteras en el Igueldo, me rezagué un poco. No tardé en
quedarme solo. Era la ocasión que esperaba. Sin pérdida de tiempo
me encaminé hacia la villa. En breves instantes llegué a darle
vista. Adoptando algunas precauciones, me situé en un lugar
estratégico para observarla. Inmóvil dejé pasar el tiempo. Los
moradores no parecían dar señales de vida. Cansado de tanta espera
y un poco decepcionado, decidí alejarme del lugar. No bien había
andado unos pasos, cuando me topé con una señora de mediana edad.
Vencida mi timidez e instigado por las circunstancias, me atreví a
formularle algunas preguntas.
—Perdone, señora, ¿vive
por aquí cerca?
Se quedó mirándome sin
contestar a mi pregunta.
—No lo tome a mal, señora.
Sólo quiero saber si conoce a los dueños de esta casa.
Me volvió a mirar de arriba
abajo.
—¿Y para qué quieres
saberlo, jovencito?
—Es por algo totalmente
personal.
—No me parece que tengas
malas intenciones. Tu aspecto es más bien de seminarista.
Mi cara se sonrojó.
—En efecto, señora, soy
seminarista.
—De todas maneras no puedo
decirte mucho, joven. No conozco a los inquilinos de esta casa. —Se
acercaba a nosotros un individuo de unos cincuenta años—.
Pregúntele a ese señor. Quizás él sepa algo.
El individuo me dio parecidas
razones a las de la señora que acababa de marcharse. Todavía
pregunté a algunos transeúntes más. Nadie me supo dar razón de
los moradores de la casa. No sé si porque realmente no lo sabían o
porque no querían comprometerse.
Ante las infructuosas
pesquisas, opté por abandonar el lugar para ir al encuentro de mis
compañeros. Ya no tardarían en regresar. Mi reincorporación al
grupo no ofreció grandes dificultades. Tan sólo dos compañeros se
percataron de mi llegada. Uno de ellos formaba parte de la pandilla
de la azotea. El otro trató de hacer algunas indagaciones, pero el
primero intervino restando importancia al hecho. Yo se lo agradecí
con una rápida mirada. Era el pago por mi silencio.
Busqué a Julio con la mirada.
Iba un poco más adelante. No tardé en hallarme a su lado.
—¿De dónde sales? —me
preguntó al verme.
—He estado indagando en los
alrededores de la casa.
—¡Buena la has hecho!
—¿Por qué?
—Porque me parece que el
Prefecto te ha echado de menos.
—¿Ha preguntado por mí?
—No, pero se ha pasado toda
la tarde observándonos, como si buscara a alguien y no lo
localizara.
Cierto nerviosismo se apoderó
de mí.
—¿Tú crees que habrá
descubierto mi ausencia?
—No lo sé, pero ya sabes
cómo es. No se le escapa una.
Mi nerviosismo aumentaba a
medida que nos acercábamos al colegio. Temía lo peor. Si me había
descubierto, ya podía olvidar todos mis planes.
—¿Cómo eres tan insensato,
Raúl?
Hice un gesto ambiguo.
—Imagínate que te haya
descubierto. Ya puedes empezar a preparar la maleta.
—No será para tanto.
—¿Que no? ¡Mejor que no
haya notado tu ausencia!
Ya estábamos próximos al
colegio.
—¿Y qué has averiguado?
—Nada, Julio. Se diría que
no vive nadie en la casa. He pasado media tarde observándola y no he
visto un alma en ella. Luego he preguntado a varios transeúntes si
conocían a sus moradores, pero ninguno ha sabido darme una respuesta
afirmativa.
—¡Pues vaya! Tanto riesgo
para nada. —Julio hizo una pequeña pausa. Entrábamos ya en el
recinto del colegio—. ¿No sería mejor que te olvidaras de todo y
volvieras a comportarte con absoluta normalidad?
—¡Ni hablar! Tengo que
descubrir el secreto de esa chica, sea como sea. Así tenga que
abandonar el colegio para ello.
—¡Sí que te ha entrado
fuerte!
—Y tan fuerte.
El Prefecto se había situado
en la puerta de entrada. Al verlo mi pulso se alteró y una oleada de
fuego inundó mi rostro. Julio se percató de ello.
—Trata de mostrarte con
normalidad —me dijo—. Quizás así logres confundirlo.
Procuré seguir el consejo de
mi amigo. Intenté afrontar la situación con toda la sangre fría de
que era capaz. Al aproximarme a la entrada, me pareció adivinar en
el Prefecto un pequeño gesto de sorpresa. Pasé a su lado sin que me
dijera nada. El peor momento había quedado atrás.
Permanecí un par de días en
vilo. Temía que en cualquier momento pudiera llamarme el Prefecto
para pedirme explicaciones de mi ausencia en el paseo. No fue así.
Lo que me hizo descartar las sospechas, tal vez infundadas, de mi
amigo. Pronto mi mente volvió a tramar artimañas para salir del
colegio. No tardé en conseguirlo. Cierto día decidí marcharme
durante el primer recreo de la tarde. No disponía de mucho tiempo,
pero era la hora más apropiada. Los frailes se encerraban en sus
celdas y nadie se ocupaba directamente de nosotros.
Llegué al Igueldo sudoroso y
fatigado. La villa se mostró ante mis ojos como pocos días antes,
sin señales de vida. Merodeé por sus alrededores sin resultado. Ya
me disponía a regresar cuando vi que alguien salía de una villa
cercana. Era una mujer de unos cuarenta a cuarenta y cinco años, de
aspecto tosco y poco cuidado.
—Buenas tardes —saludé al
acercarme a ella.
—¡Ozú, chiquiyo, qué
zuzto me haz dao!
—Perdone usted. No era ésa
mi intención.
—¡Puez ya podía tener máz
cuidao! ¿Qué ce te ofrece?
—¿Sabe usted por casualidad
si vive alguien en esa casa? —señalé hacia la villa de mis
desvelos.
—Por cazualidá no, por
obligación. Una vez ca cemana durante eztoz cinco úrtimo año he ío
a hacer la limpieza a eza caza.
«Al fin he dado con alguien
que puede ayudarme a desvelar este misterio», me dije para mis
adentros.
—Entonces ¿no tendrá
inconveniente en decirme quiénes son sus moradores?
—Ninguno, chiquiyo. En eza
viya viven do viejo dezaborío.
—¿No vive nadie más con
ellos?
—No que yo cepa.
—¿Está usted segura?
—¡Que me caiga muerta ahora
mizmo ci miento! ¿Quién puee aguantá a ezo doz cazcarrabia?
Por mi mente cruzó la sombra
de una duda: «¿sería todo una ilusión mía, un simple sueño?»
—¿No los ha acompañado una
joven en estas últimas semanas?
—Ezo no lo cé.
—¡Cómo! ¿No acaba de
decirme que les hace la limpieza una vez por semana?
—Ce la hacía, chiquiyo, ce
la hacía. Ahora ya hace tiempo que no ce la hago. ¡Allá ce la
apañen como puedan ezo do tacaño! ¡Bicho azquerozo! Doz cemana me
quedaron a debé y porque me ezpabilé, que ci no hubieran cío máz
aún.
Aquellas palabras me
tranquilizaron. Aún cabía la posibilidad de que fuera real la
existencia de Rosa del Mar. No cejaría hasta que no desvelara todo
el misterio. Tenía que hablar con los dos ancianos. Sólo ellos
podían disipar mis dudas.
Era ya tarde. El recreo estaba
a punto de finalizar. Tenía que regresar rápidamente al colegio si
no quería ser descubierto. Me perdí carretera abajo mientras la
andaluza seguía llenando de improperios a los pobres ancianos.
Llegué al colegio en el preciso instante en que mis compañeros
entraban en el aula de estudio. Un minuto más y hubiera llegado
tarde.
—¿Dónde has estado? —me
preguntó Julio en el recreo siguiente.
—Te lo puedes imaginar.
—Estás jugando con fuego y
te vas a quemar, Raúl.
—¡Qué me importa! Más me
quema la incertidumbre que llevo dentro.
—Entonces, ¿no has
descubierto nada?
—De la chica, no. Me han
informado que en la villa viven dos viejos.
—¡Así de la chica no hay
nada! No ha sido más que una ilusión tuya.
—Eso está por ver. Nadie me
ha dicho aún que no exista.
Nos sentamos en un banco. Los
demás compañeros paseaban o charlaban en pequeños corrillos.
Algunos jugaban a la pelota en el viejo frontón.
—Te veo muy obsesionado con
todo esto, Raúl. No quisiera que te saliera mal, pero, ¿te has
parado alguna vez a considerar que es posible que te lleves una gran
desilusión?
—¿Qué quieres decir con
eso, Julio?
—Quiero decir que si te has
detenido alguna vez a pensar que, aunque exista esa chica, ella nada
sabe de ti, porque ¿no me discutirás que las aventuras que has
vivido con ella no han sido más que fruto de tu imaginación? Y si
no te conoce, mal te puede corresponder.
Quedé durante unos segundos
perplejo. En efecto, Rosa del Mar no me podía conocer. Por tanto,
mal podía estar enamorada de mí. No me quedaba más que la
esperanza de que mi sueño se hiciera realidad.
—Mejor sería que te
olvidaras de todo, Raúl.
—No puedo, Julio. Puede que
tengas razón, pero no puedo. ¡Si supieras qué real ha sido para mí
ese sueño! Ha sido real ella, los compañeros de la pensión, la
pensión misma, incluso el tiempo. He vivido largos e intensos meses
a su lado. Me parece imposible que ahora se desvanezca todo en un
instante.
El recreo tocaba a su fin. En
aquel preciso momento nos llamaban para reanudar el estudio.
—Tienes que intentar
olvidarlo, Raúl —me dijo Julio mientras nos dirigíamos al aula.
Quizá tuviera razón. Quizá
fuera mejor que me olvidara de todo. Pero algo en mi interior me
impulsaba a seguir adelante, a seguir hasta el final, pasara lo que
pasara.
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario