miércoles, 3 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 20



 20



       Varios días habían transcurrido desde el incidente de la azotea. Durante ellos había maquinado mil formas de salir del colegio. Todas desechadas. Cuando quería poner alguna de ellas en práctica, surgían mil inconvenientes por todas partes. Estaba desesperado.
Era día de paseo. Aprovecharía aquella circunstancia para acercarme a la villa del Igueldo. Pregunté a varios compañeros si sabían el rumbo que íbamos a seguir. Ninguno supo darme una respuesta. No importaba. Me había propuesto no dejar pasar el día sin merodear por los alrededores de la villa.
El paseo era al Mendizorrotz. La suerte me brindaba la oportunidad. Al acercarnos a la bifurcación de las carreteras en el Igueldo, me rezagué un poco. No tardé en quedarme solo. Era la ocasión que esperaba. Sin pérdida de tiempo me encaminé hacia la villa. En breves instantes llegué a darle vista. Adoptando algunas precauciones, me situé en un lugar estratégico para observarla. Inmóvil dejé pasar el tiempo. Los moradores no parecían dar señales de vida. Cansado de tanta espera y un poco decepcionado, decidí alejarme del lugar. No bien había andado unos pasos, cuando me topé con una señora de mediana edad. Vencida mi timidez e instigado por las circunstancias, me atreví a formularle algunas preguntas.
Perdone, señora, ¿vive por aquí cerca?
Se quedó mirándome sin contestar a mi pregunta.
No lo tome a mal, señora. Sólo quiero saber si conoce a los dueños de esta casa.
Me volvió a mirar de arriba abajo.
¿Y para qué quieres saberlo, jovencito?
Es por algo totalmente personal.
No me parece que tengas malas intenciones. Tu aspecto es más bien de seminarista.
Mi cara se sonrojó.
En efecto, señora, soy seminarista.
De todas maneras no puedo decirte mucho, joven. No conozco a los inquilinos de esta casa. —Se acercaba a nosotros un individuo de unos cincuenta años—. Pregúntele a ese señor. Quizás él sepa algo.
El individuo me dio parecidas razones a las de la señora que acababa de marcharse. Todavía pregunté a algunos transeúntes más. Nadie me supo dar razón de los moradores de la casa. No sé si porque realmente no lo sabían o porque no querían comprometerse.
Ante las infructuosas pesquisas, opté por abandonar el lugar para ir al encuentro de mis compañeros. Ya no tardarían en regresar. Mi reincorporación al grupo no ofreció grandes dificultades. Tan sólo dos compañeros se percataron de mi llegada. Uno de ellos formaba parte de la pandilla de la azotea. El otro trató de hacer algunas indagaciones, pero el primero intervino restando importancia al hecho. Yo se lo agradecí con una rápida mirada. Era el pago por mi silencio.
Busqué a Julio con la mirada. Iba un poco más adelante. No tardé en hallarme a su lado.
¿De dónde sales? —me preguntó al verme.
He estado indagando en los alrededores de la casa.
¡Buena la has hecho!
¿Por qué?
Porque me parece que el Prefecto te ha echado de menos.
¿Ha preguntado por mí?
No, pero se ha pasado toda la tarde observándonos, como si buscara a alguien y no lo localizara.
Cierto nerviosismo se apoderó de mí.
¿Tú crees que habrá descubierto mi ausencia?
No lo sé, pero ya sabes cómo es. No se le escapa una.
Mi nerviosismo aumentaba a medida que nos acercábamos al colegio. Temía lo peor. Si me había descubierto, ya podía olvidar todos mis planes.
¿Cómo eres tan insensato, Raúl?
Hice un gesto ambiguo.
Imagínate que te haya descubierto. Ya puedes empezar a preparar la maleta.
No será para tanto.
¿Que no? ¡Mejor que no haya notado tu ausencia!
Ya estábamos próximos al colegio.
¿Y qué has averiguado?
Nada, Julio. Se diría que no vive nadie en la casa. He pasado media tarde observándola y no he visto un alma en ella. Luego he preguntado a varios transeúntes si conocían a sus moradores, pero ninguno ha sabido darme una respuesta afirmativa.
¡Pues vaya! Tanto riesgo para nada. —Julio hizo una pequeña pausa. Entrábamos ya en el recinto del colegio—. ¿No sería mejor que te olvidaras de todo y volvieras a comportarte con absoluta normalidad?
¡Ni hablar! Tengo que descubrir el secreto de esa chica, sea como sea. Así tenga que abandonar el colegio para ello.
¡Sí que te ha entrado fuerte!
Y tan fuerte.
El Prefecto se había situado en la puerta de entrada. Al verlo mi pulso se alteró y una oleada de fuego inundó mi rostro. Julio se percató de ello.
Trata de mostrarte con normalidad —me dijo—. Quizás así logres confundirlo.
Procuré seguir el consejo de mi amigo. Intenté afrontar la situación con toda la sangre fría de que era capaz. Al aproximarme a la entrada, me pareció adivinar en el Prefecto un pequeño gesto de sorpresa. Pasé a su lado sin que me dijera nada. El peor momento había quedado atrás.
Permanecí un par de días en vilo. Temía que en cualquier momento pudiera llamarme el Prefecto para pedirme explicaciones de mi ausencia en el paseo. No fue así. Lo que me hizo descartar las sospechas, tal vez infundadas, de mi amigo. Pronto mi mente volvió a tramar artimañas para salir del colegio. No tardé en conseguirlo. Cierto día decidí marcharme durante el primer recreo de la tarde. No disponía de mucho tiempo, pero era la hora más apropiada. Los frailes se encerraban en sus celdas y nadie se ocupaba directamente de nosotros.
Llegué al Igueldo sudoroso y fatigado. La villa se mostró ante mis ojos como pocos días antes, sin señales de vida. Merodeé por sus alrededores sin resultado. Ya me disponía a regresar cuando vi que alguien salía de una villa cercana. Era una mujer de unos cuarenta a cuarenta y cinco años, de aspecto tosco y poco cuidado.
Buenas tardes —saludé al acercarme a ella.
¡Ozú, chiquiyo, qué zuzto me haz dao!
Perdone usted. No era ésa mi intención.
¡Puez ya podía tener máz cuidao! ¿Qué ce te ofrece?
¿Sabe usted por casualidad si vive alguien en esa casa? —señalé hacia la villa de mis desvelos.
Por cazualidá no, por obligación. Una vez ca cemana durante eztoz cinco úrtimo año he ío a hacer la limpieza a eza caza.
«Al fin he dado con alguien que puede ayudarme a desvelar este misterio», me dije para mis adentros.
Entonces ¿no tendrá inconveniente en decirme quiénes son sus moradores?
Ninguno, chiquiyo. En eza viya viven do viejo dezaborío.
¿No vive nadie más con ellos?
No que yo cepa.
¿Está usted segura?
¡Que me caiga muerta ahora mizmo ci miento! ¿Quién puee aguantá a ezo doz cazcarrabia?
Por mi mente cruzó la sombra de una duda: «¿sería todo una ilusión mía, un simple sueño?»
¿No los ha acompañado una joven en estas últimas semanas?
Ezo no lo cé.
¡Cómo! ¿No acaba de decirme que les hace la limpieza una vez por semana?
Ce la hacía, chiquiyo, ce la hacía. Ahora ya hace tiempo que no ce la hago. ¡Allá ce la apañen como puedan ezo do tacaño! ¡Bicho azquerozo! Doz cemana me quedaron a debé y porque me ezpabilé, que ci no hubieran cío máz aún.
Aquellas palabras me tranquilizaron. Aún cabía la posibilidad de que fuera real la existencia de Rosa del Mar. No cejaría hasta que no desvelara todo el misterio. Tenía que hablar con los dos ancianos. Sólo ellos podían disipar mis dudas.
Era ya tarde. El recreo estaba a punto de finalizar. Tenía que regresar rápidamente al colegio si no quería ser descubierto. Me perdí carretera abajo mientras la andaluza seguía llenando de improperios a los pobres ancianos. Llegué al colegio en el preciso instante en que mis compañeros entraban en el aula de estudio. Un minuto más y hubiera llegado tarde.
¿Dónde has estado? —me preguntó Julio en el recreo siguiente.
Te lo puedes imaginar.
Estás jugando con fuego y te vas a quemar, Raúl.
¡Qué me importa! Más me quema la incertidumbre que llevo dentro.
Entonces, ¿no has descubierto nada?
De la chica, no. Me han informado que en la villa viven dos viejos.
¡Así de la chica no hay nada! No ha sido más que una ilusión tuya.
Eso está por ver. Nadie me ha dicho aún que no exista.
Nos sentamos en un banco. Los demás compañeros paseaban o charlaban en pequeños corrillos. Algunos jugaban a la pelota en el viejo frontón.
Te veo muy obsesionado con todo esto, Raúl. No quisiera que te saliera mal, pero, ¿te has parado alguna vez a considerar que es posible que te lleves una gran desilusión?
¿Qué quieres decir con eso, Julio?
Quiero decir que si te has detenido alguna vez a pensar que, aunque exista esa chica, ella nada sabe de ti, porque ¿no me discutirás que las aventuras que has vivido con ella no han sido más que fruto de tu imaginación? Y si no te conoce, mal te puede corresponder.
Quedé durante unos segundos perplejo. En efecto, Rosa del Mar no me podía conocer. Por tanto, mal podía estar enamorada de mí. No me quedaba más que la esperanza de que mi sueño se hiciera realidad.
Mejor sería que te olvidaras de todo, Raúl.
No puedo, Julio. Puede que tengas razón, pero no puedo. ¡Si supieras qué real ha sido para mí ese sueño! Ha sido real ella, los compañeros de la pensión, la pensión misma, incluso el tiempo. He vivido largos e intensos meses a su lado. Me parece imposible que ahora se desvanezca todo en un instante.
El recreo tocaba a su fin. En aquel preciso momento nos llamaban para reanudar el estudio.
Tienes que intentar olvidarlo, Raúl —me dijo Julio mientras nos dirigíamos al aula.
Quizá tuviera razón. Quizá fuera mejor que me olvidara de todo. Pero algo en mi interior me impulsaba a seguir adelante, a seguir hasta el final, pasara lo que pasara.


© Julio Noel


No hay comentarios:

Publicar un comentario