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Su
casa era una preciosa villa situada en la falda del Igueldo. Me
acerqué a ella. Rosa del Mar se apoyaba en la verja del jardín, con
la mirada perdida en el mar, como la primera vez que la vi. Sin duda
debía de sentirse cautivada por él. Aquel mar tan fiero, tan cruel
a veces. Me detuve a su altura mirando a la vastedad de las aguas.
Poco a poco fui girando la vista hacia su esbelta figura, hasta que
se cruzaron nuestras miradas. En ese momento se desprendió una dulce
sonrisa de sus labios. De los míos no sé qué. Creo que le
correspondí con otra sonrisa también, porque mi corazón rebosó de
alegría y me sentí desfallecer.
Cuando recobré la serenidad,
Rosa del Mar había desaparecido. Mis ojos escudriñaron en vano la
verja y el jardín en derredor de la casa. La hermosa doncella ya no
estaba allí, pero dentro de mí permanecía su adorada imagen.
Me quedé en aquel lugar
cierto tiempo soñándola. Después me alejé despacio por la
carretera que circunda el monte. De cuando en cuando el ronroneo de
un coche me sacaba de mis pensamientos. Luego volvía la calma y con
ella mi soñar. Al llegar a un recodo me desvié de la carretera.
Seguí avanzando por una estrecha senda entre pinos. En las
profundidades del abismo se oía el rítmico rumor de las olas que
rompían contra los acantilados. Los pajarillos revoloteaban entre
los árboles y llenaban el aire con sus gorjeos.
Dejé atrás el bosque de
pinos. La senda se hacía cada vez más tortuosa hasta desaparecer en
las escarpaduras. Con no poco esfuerzo pude alcanzar una roca
aplanada. Bajo mis pies se abría un enorme precipicio que me
producía escalofríos al contemplarlo. Allá abajo, a muchos metros
de profundidad, las incesantes olas rompían una y otra vez sobre las
rocas. Grandes crestas de espuma se elevaban a gran altura para caer
de nuevo sobre los humedecidos farallones. Parecían gaviotas que
revolotearan unos instantes en el aire para posarse de nuevo. Más
adelante un chorro de agua surgía de una roca profunda cada vez que
rompía una ola. Ocurría a intervalos regulares. Rompía la ola,
transcurrían unos segundos y aparecía el surtidor. No sé cuánto
tiempo permanecí contemplándolo, pero cuando tomé conciencia de mí
mismo, el fenómeno había desaparecido. La marea había descendido y
ya no cubría la roca. Extendí la vista a los lejos. Una neblina
difuminaba la contemplación del horizonte, donde el cielo y el mar
parecen fundirse. La plateada superficie se rizaba de blanca espuma.
Un barco pesquero se dirigía hacia alta mar. Un poco más adelante
se divisaba una vela zarandeada por las olas a su antojo. A lo lejos
un buque mercante surcaba las agitadas aguas.
Desde el lugar donde me
encontraba no se veía la ciudad ni la playa. Un promontorio lo
impedía. Veíase, en cambio, parte del monte Urgull y del Ulía. La
acantilada costa se extendía a izquierda y derecha como larga línea
grisácea.
Un inoportuno ruido me apartó
de aquella maravillosa contemplación. Un impertinente guijarro pasó
rodando justo a mi lado. Rebotó dos o tres veces en la roca y se
precipitó al vacío. Poco después se estrelló contra los escollos
del precipicio. Me giré hacia la senda y vi a un hombre algo turbado
a unos metros de mí. El individuo, después de saludarme, me pidió
perdón por el susto que me había dado. Luego se alejó. Parecía
más confuso él que yo.
Contemplé unos instantes más
el mar. Aquel mar fiero, duro, bravío, amenazador. El monótono
murmullo de las olas semejaba una amenaza continua de aquel monstruo
implacable. Su incesante batir sobre los acantilados era como una
lucha constante por vencer aquella resistencia y adueñarse de la
tierra.
A lo lejos la bruma se hacía
más densa. Me incorporé para retroceder sobre mis pasos. Al ponerme
en pie una sensación de vértigo recorrió todo mi ser. Sin volver
la vista atrás efectué la corta escalada que me separaba del bosque
de pinos. Cuando me pude apoyar en uno de los árboles, mi pecho se
dilató y respiré con cierta satisfacción. Creo que llegué a
sentir un poco de pánico al retirarme. Mi audacia me había llevado
al borde del abismo.
Más sosegado me introduje en
el pequeño bosque. Una sensación de paz me inundó por completo. No
se oía más que el sordo murmullo de las lejanas olas y el canto de
los pajarillos. Un gárrulo ruiseñor no cesaba de desgranar sus
notas al viento. Me apoyé en un árbol inclinado para gozar mejor de
aquel paraje solitario y acogedor. Mi mirada se perdió entre el
follaje que me rodeaba y comencé a soñar. No sé cuánto tiempo
permanecí así. Cuando volví a la realidad, unos niños retozaban
por aquellos alrededores. Corrían, saltaban, jugueteaban por la
hierba. Sus caras se mostraban risueñas y coloradas como amapolas.
Un poco más abajo dos señoras aún jóvenes mantenían una animada
conversación. Debían de ser sus madres.
Con pasos lentos me alejé de
aquel lugar de ensueño. Al salir a la carretera dudé el rumbo que
iba a seguir. Después de unos momentos de indecisión, inicié el
ascenso hasta lo más alto del monte. La carretera era tortuosa y en
algunos trechos bastante pendiente. Yo subía despacio. No tenía
prisa por llegar.
En
uno de los recodos me detuve unos instantes para contemplar la
ciudad. Desde allí se abarcaba una amplia panorámica de la misma.
El cuadro que se ofrecía a mis ojos era fascinador. La Bella Easo
parecía más hermosa contemplada desde aquel privilegiado lugar.
Miré hacia la falda de la montaña por ver si descubría la casa de
Rosa del Mar. El follaje de los árboles estorbaba la visibilidad.
Caminé unos pasos hasta encontrar un ángulo que me permitiera ver
la base del monte. Un claro del bosque me ofreció una bella
perspectiva. Diseminadas por la montaña se divisaban unas cuantas
villas de tejados rojos, que contrastaban maravillosamente con el
verde de la vegetación. Procuré localizar entre todas ellas la de
mi adorada. Intento vano. Desde aquella altura todas parecían
iguales.
Proseguí mi paseo hacia la
cima, pero a los pocos pasos me topé con una verja que cortaba la
carretera. Prohibido
el paso, rezaba un
cartel. Forcejeé la cancela, pero no cedió, por lo que, algo
decepcionado por no poder llegar hasta lo más alto de la montaña,
inicié el descenso. Bajaba sin prisa. De cuando en cuando me detenía
para solazarme con el bello paisaje. El sol se infiltraba por entre
el follaje de los pinos. Aquel contraste de sol y sombra formaba en
el suelo figuras caprichosas y fantásticas. En más de una ocasión
me entretuve en descifrarlas.
Al llegar frente a la mansión
de Rosa del Mar, me detuve unos instantes. Deseaba encontrarme de
nuevo con ella, aunque sólo fuera para cruzar nuestras miradas otra
vez. Mi corazón me decía que la hallaría donde antes. No fue así.
No se veía a nadie en el jardín ni en los alrededores de la casa.
Aguardé un poco con la esperanza de que se dejara ver, pero fue en
vano. Compungido por el contratiempo, me alejé del lugar.
© Julio Noel
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