martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 2



                                                                      2



             Su casa era una preciosa villa situada en la falda del Igueldo. Me acerqué a ella. Rosa del Mar se apoyaba en la verja del jardín, con la mirada perdida en el mar, como la primera vez que la vi. Sin duda debía de sentirse cautivada por él. Aquel mar tan fiero, tan cruel a veces. Me detuve a su altura mirando a la vastedad de las aguas. Poco a poco fui girando la vista hacia su esbelta figura, hasta que se cruzaron nuestras miradas. En ese momento se desprendió una dulce sonrisa de sus labios. De los míos no sé qué. Creo que le correspondí con otra sonrisa también, porque mi corazón rebosó de alegría y me sentí desfallecer.
Cuando recobré la serenidad, Rosa del Mar había desaparecido. Mis ojos escudriñaron en vano la verja y el jardín en derredor de la casa. La hermosa doncella ya no estaba allí, pero dentro de mí permanecía su adorada imagen.
Me quedé en aquel lugar cierto tiempo soñándola. Después me alejé despacio por la carretera que circunda el monte. De cuando en cuando el ronroneo de un coche me sacaba de mis pensamientos. Luego volvía la calma y con ella mi soñar. Al llegar a un recodo me desvié de la carretera. Seguí avanzando por una estrecha senda entre pinos. En las profundidades del abismo se oía el rítmico rumor de las olas que rompían contra los acantilados. Los pajarillos revoloteaban entre los árboles y llenaban el aire con sus gorjeos.
Dejé atrás el bosque de pinos. La senda se hacía cada vez más tortuosa hasta desaparecer en las escarpaduras. Con no poco esfuerzo pude alcanzar una roca aplanada. Bajo mis pies se abría un enorme precipicio que me producía escalofríos al contemplarlo. Allá abajo, a muchos metros de profundidad, las incesantes olas rompían una y otra vez sobre las rocas. Grandes crestas de espuma se elevaban a gran altura para caer de nuevo sobre los humedecidos farallones. Parecían gaviotas que revolotearan unos instantes en el aire para posarse de nuevo. Más adelante un chorro de agua surgía de una roca profunda cada vez que rompía una ola. Ocurría a intervalos regulares. Rompía la ola, transcurrían unos segundos y aparecía el surtidor. No sé cuánto tiempo permanecí contemplándolo, pero cuando tomé conciencia de mí mismo, el fenómeno había desaparecido. La marea había descendido y ya no cubría la roca. Extendí la vista a los lejos. Una neblina difuminaba la contemplación del horizonte, donde el cielo y el mar parecen fundirse. La plateada superficie se rizaba de blanca espuma. Un barco pesquero se dirigía hacia alta mar. Un poco más adelante se divisaba una vela zarandeada por las olas a su antojo. A lo lejos un buque mercante surcaba las agitadas aguas.
Desde el lugar donde me encontraba no se veía la ciudad ni la playa. Un promontorio lo impedía. Veíase, en cambio, parte del monte Urgull y del Ulía. La acantilada costa se extendía a izquierda y derecha como larga línea grisácea.
Un inoportuno ruido me apartó de aquella maravillosa contemplación. Un impertinente guijarro pasó rodando justo a mi lado. Rebotó dos o tres veces en la roca y se precipitó al vacío. Poco después se estrelló contra los escollos del precipicio. Me giré hacia la senda y vi a un hombre algo turbado a unos metros de mí. El individuo, después de saludarme, me pidió perdón por el susto que me había dado. Luego se alejó. Parecía más confuso él que yo.
Contemplé unos instantes más el mar. Aquel mar fiero, duro, bravío, amenazador. El monótono murmullo de las olas semejaba una amenaza continua de aquel monstruo implacable. Su incesante batir sobre los acantilados era como una lucha constante por vencer aquella resistencia y adueñarse de la tierra.
A lo lejos la bruma se hacía más densa. Me incorporé para retroceder sobre mis pasos. Al ponerme en pie una sensación de vértigo recorrió todo mi ser. Sin volver la vista atrás efectué la corta escalada que me separaba del bosque de pinos. Cuando me pude apoyar en uno de los árboles, mi pecho se dilató y respiré con cierta satisfacción. Creo que llegué a sentir un poco de pánico al retirarme. Mi audacia me había llevado al borde del abismo.
Más sosegado me introduje en el pequeño bosque. Una sensación de paz me inundó por completo. No se oía más que el sordo murmullo de las lejanas olas y el canto de los pajarillos. Un gárrulo ruiseñor no cesaba de desgranar sus notas al viento. Me apoyé en un árbol inclinado para gozar mejor de aquel paraje solitario y acogedor. Mi mirada se perdió entre el follaje que me rodeaba y comencé a soñar. No sé cuánto tiempo permanecí así. Cuando volví a la realidad, unos niños retozaban por aquellos alrededores. Corrían, saltaban, jugueteaban por la hierba. Sus caras se mostraban risueñas y coloradas como amapolas. Un poco más abajo dos señoras aún jóvenes mantenían una animada conversación. Debían de ser sus madres.
Con pasos lentos me alejé de aquel lugar de ensueño. Al salir a la carretera dudé el rumbo que iba a seguir. Después de unos momentos de indecisión, inicié el ascenso hasta lo más alto del monte. La carretera era tortuosa y en algunos trechos bastante pendiente. Yo subía despacio. No tenía prisa por llegar.
En uno de los recodos me detuve unos instantes para contemplar la ciudad. Desde allí se abarcaba una amplia panorámica de la misma. El cuadro que se ofrecía a mis ojos era fascinador. La Bella Easo parecía más hermosa contemplada desde aquel privilegiado lugar. Miré hacia la falda de la montaña por ver si descubría la casa de Rosa del Mar. El follaje de los árboles estorbaba la visibilidad. Caminé unos pasos hasta encontrar un ángulo que me permitiera ver la base del monte. Un claro del bosque me ofreció una bella perspectiva. Diseminadas por la montaña se divisaban unas cuantas villas de tejados rojos, que contrastaban maravillosamente con el verde de la vegetación. Procuré localizar entre todas ellas la de mi adorada. Intento vano. Desde aquella altura todas parecían iguales.
Proseguí mi paseo hacia la cima, pero a los pocos pasos me topé con una verja que cortaba la carretera. Prohibido el paso, rezaba un cartel. Forcejeé la cancela, pero no cedió, por lo que, algo decepcionado por no poder llegar hasta lo más alto de la montaña, inicié el descenso. Bajaba sin prisa. De cuando en cuando me detenía para solazarme con el bello paisaje. El sol se infiltraba por entre el follaje de los pinos. Aquel contraste de sol y sombra formaba en el suelo figuras caprichosas y fantásticas. En más de una ocasión me entretuve en descifrarlas.
Al llegar frente a la mansión de Rosa del Mar, me detuve unos instantes. Deseaba encontrarme de nuevo con ella, aunque sólo fuera para cruzar nuestras miradas otra vez. Mi corazón me decía que la hallaría donde antes. No fue así. No se veía a nadie en el jardín ni en los alrededores de la casa. Aguardé un poco con la esperanza de que se dejara ver, pero fue en vano. Compungido por el contratiempo, me alejé del lugar.


© Julio Noel 



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