5
Habían
transcurrido dos días desde mi última visita al Igueldo. El primer
día no había acudido por decisión propia. El segundo, una leve
indisposición me tuvo postrado en cama sin poder salir.
Cuando me vi libre de tan
inoportuna dolencia, salté alborozado de la cama. No quería perder
un solo instante. Una fuerza poderosa me impulsaba hacia la falda del
monte. Mi corazón latía con violencia. Algo en mi interior me decía
que me iba a encontrar con ella. Rebosaba alegría por todos los
poros de mi piel. Hasta el día me parecía más hermoso que los
demás.
Mis premoniciones me habían
engañado como otras veces. En la villa no se veía a nadie. Como no
tenía prisa, me senté en el lugar de costumbre. Desde allí
contemplaba la isla de Santa Clara. Pintoresco islote, cancerbero de
la bella ensenada. Un golpe seco me sacó de mi contemplación. Giré
la vista como movido por un resorte. Todavía llegué a tiempo de
columbrar la blanca mano que acababa de abrir una celosía. El
corazón me dio un sobresalto. Tenía que ser ella. Me habría visto
allí y, para llamar mi atención, habría golpeado la pared con la
persiana.
Me puse en pie. Estaba algo
nervioso. Con las manos en los bolsillos comencé a dar pequeños
paseos frente a la casa. No apartaba la vista de ella. Temía que
Rosa del Mar pudiera salir sin que la viera. Pasaron unos minutos.
Nada. Fue pasando el tiempo. Los minutos se me hacían interminables,
eternos. Ya habría transcurrido alrededor de una hora desde el
incidente de la ventana. Desde entonces nadie había vuelto a dar
señales de vida en la casa. Algo exasperado, me alejé del lugar.
Sin duda, aquella chicuela se estaba burlando de mí.
El paseo que di hasta los
escollos de La Ondarreta me sirvió de sedante. Más tranquilo, a
media mañana decidí efectuar otro escarceo por los contornos de la
villa. Al acercarme al lugar descubrí, ¡oh, bendita visión!, la
esbelta figura de Rosa del Mar. Se apoyaba donde otras veces y su
mirada, como de costumbre, se perdía en el inmenso mar. Al notar mi
presencia miró hacia mí y me sonrió. Yo le sonreí también y me
acerqué a la verja.
—¡Hola!
—¡Hola! —me contestó
ella con dulce voz.
Un
momento embarazoso surgió entre ambos. Con no poco esfuerzo logré
romper aquel enojoso silencio.
—¿Te gusta el mar? —esbocé
yo más como aseveración que como pregunta.
—Me encanta.
Por primera vez pude ver sus
dientes, sus diminutos dientes. Muy bien proporcionados. Formaban
como una pequeña hilera de blancas perlas engarzadas en su fresca
boca. También pude apreciar el color de sus ojos. Eran verdes. Un
verde mar muy intenso.
—No me extraña. Lo llevas
encerrado en tus ojos.
Me respondió con una delicada
sonrisa.
—¿Cómo te llamas?
Sus rojos labios iban a
moverse, pero yo se lo impedí.
—No me lo digas.
—¿Por qué? —preguntó
ella sorprendida.
—Porque para mí tú siempre
te llamarás Rosa del Mar.
Una sonrisa encantadora se
dibujó en sus labios.
—¿Y por qué Rosa del Mar?
—Porque tu cara es como una
rosa. La rosa de las rosas. Y a esta Rosa la he conocido siempre con
su mirada perdida en el mar. Tú serás siempre para mí Rosa del
Mar, porque este nombre me evoca el primer momento en que te vi.
—¿Y cuándo ocurrió eso?
—¿Qué importa?
Una voz lejana se dejó oír
en el interior de la casa.
—Me tengo que ir.
Quise retenerla a mi lado.
—Quédate un poco más.
—No puedo. Me llaman.
—¿Me prometes al menos que
podré volver a verte?
Una sonrisa entre irónica y
esperanzadora fue su respuesta. Se alejó dejándome en la
incertidumbre. Un perfume exquisito impregnaba el ambiente. En mis
oídos resonaba aún el eco de su voz. Me separé de la verja con el
corazón henchido de felicidad. La había visto y me había hablado.
¿Qué más podía pedir?
Todos mis poros debían de
exudar alegría y felicidad, pues le hice varias fiestas a un
chicuelo que paseaba con su madre no lejos de allí. No sé qué
pensaría la madre. Posiblemente que estaba loco. Loco no, enamorado.
Enamorado locamente de la joven más bella del universo. Porque eso
era Rosa del Mar para mí.
Por la tarde tuve intenciones
de volver a la falda del Igueldo. Después desistí de ello. No era
bueno tentar la suerte. Era más prudente dejarlo para el día
siguiente a pesar del enorme esfuerzo que tendría que hacer.
Para que no se me hiciera tan
larga la espera, decidí dar un paseo. Encaminé mis pasos hacia la
montaña que daba comienzo allí mismo, al pie de la pensión. Fui
dejando atrás la encrucijada de calles, hasta alcanzar la carretera
que lleva al seminario. No tardé en llegar a su altura para
rebasarlo poco después. La carretera subía serpenteando por la
montaña. Poco a poco las villas se iban espaciando. El paisaje
urbano cedía en favor del rural. Las villas se habían trocado en
caseríos y por todas partes se descubría el verdor de los prados y
de la vegetación. Los almiares se dispersaban por la montaña como
orondos gigantes. Extensos pomares cubrían el fondo y las laderas de
los valles, remontándose en ocasiones hasta su cima. Las higueras
extendían sus retorcidas ramas por doquier.
Desde lo alto del monte pude
ver cómo se extendía la ciudad por los distintos valles que forman
las montañas. Parecía un pulpo gigante con los brazos extendidos. Y
más allá el mar, como una inmensa mancha verdeazulada. Desde allí
no se podía oír el rumor de las olas. Pero se adivinaba.
Mi mirada se detuvo en el
Igueldo. Intenté localizar la villa de Rosa del Mar. Propósito
vano. Era mucha la distancia que había como para distinguirla.
El ocaso estaba próximo.
Inicié el descenso. Quería llegar a la pensión antes de que
anocheciera. A medida que descendía crecían las sombras. Los
últimos destellos solares se despidieron de los picos más altos de
las montañas. Cuando llegué a la posada, el velo de la noche se
extendía por toda la ciudad.
Me encerré en mi cuarto.
Necesitaba descansar del largo paseo. Acostado sobre la cama, cerré
los ojos y comencé a soñar. Recordé con delectación el delicioso
encuentro de la mañana. Allí, tendido encima de la litera, me
parecía más encantador aún. ¡Y qué bonita era ella! La había
encontrado más hermosa que nunca. Sus ojos, su nariz, su boca, sus
labios, sus dientes, su larga cabellera. Todo era delicioso en ella.
Un dulce sonido interrumpió
mis sueños. Era el tañido del violín. Comenzó con algunos
titubeos. Poco a poco fue tomando cuerpo su melodía. Al principio
bulliciosa y alegre. Luego se tornó triste, como si quisiera llorar.
Sus lastimeros lamentos penetraban en lo más profundo de mi ser. Y
casi me hicieron llorar. ¿A qué se debía aquel contraste con el
día anterior? ¿No sería la misma mano la que tocaba? Sin duda lo
era. Había algo en su forma de tocar que la hacía inconfundible.
Entonces, ¿por qué aquella melodía dolorosa? No pude explicármelo.
Me apoyé en el travesaño de mi ventana y esperé. Mi espera tampoco
tuvo éxito. Se apagó la música sin que pudiera descubrir a su
ejecutor.
Al
día siguiente me levanté temprano. Con el corazón rebosante de
felicidad me acerqué a la casita de Rosa del Mar. Estaba cerrada. No
era extraño. Era una hora demasiado intempestiva. Mi bella durmiente
estaría soñando dulces sueños en los brazos de Morfeo.
Me alejé por la carretera con
pasos lentos. Quería saborear el delicioso nacer del día. Los rayos
del sol bañaban ya casi toda la ladera del monte. Las mustias
hierbas y hojas se desperezaban al recibir las caricias del sol.
Pequeñas gotitas de rocío, como transparentes perlas, se deslizaban
de cuando en cuando por ellas. Los pajarillos, como acción de
gracias por el nuevo día, elevaban su canto al cielo, llenando el
paraje de infinidad de trinos y melodías.
Aquel dulce despertar nada lo
interrumpía. Los ruidos de la ciudad quedaban muy lejanos y el
murmullo de las olas era como un suave arrullo. El mar aquella mañana
estaba casi en calma.
Mi paseo fue largo. Cuando me
acerqué de nuevo a la villa, Febo ya había recorrido un buen trozo
de su arco. Los postigos y celosías de las ventanas ya estaban
abiertos. Mi corazón dio un vuelco en mi pecho. Me detuve unos
momentos frente a la casa. Como no vi a nadie, comencé a pasear por
las proximidades de la misma. No tardó en aparecer Rosa del Mar.
¡Qué bonita estaba!
—¡Hola! —le dije
aproximándome a ella.
—¡Hola! —me contestó
esbozando una sonrisa.
—¡Estás encantadora!
—¿De veras?
Me sonrió dulcemente.
—Tus ojos son como dos
esmeraldas y tus labios… Tus labios no sé qué tienen que, cuando
sonríes, me cautivan.
—¡Uy, qué cosas tan
bonitas dices!
—No tanto como tú.
Enmudecimos unos instantes.
Nuestras miradas, elocuentes, se cuidaban de llenar aquel silencio.
—¿Por qué no me acompañas
hasta ahí? —le insinué indicando un punto del muro que contenía
la carretera—. Desde el otro lado podremos contemplar mejor el mar.
—Nos verían mis padres.
—¿Y qué importa? Además
aquí también nos pueden ver.
—Pero aquí no es lo mismo.
—¿Y por qué no es lo
mismo?
—No sé… Porque aquí es
como si estuviera en mi casa y del otro lado de la carretera no.
—Pues no veo la diferencia.
—Tú puede que no la veas,
pero mis padres sí que la ven. Además apenas nos conocemos. Ni
siquiera sé tu nombre.
—Raúl
—me apresuré a contestarle yo—. No es un nombre muy bonito, pero
es el que tengo.
Sonrió de nuevo.
—No será bonito según para
quien. Con todo es más bonito que el mío. Y si no, compara tú
mismo.
—No, por favor, no me digas
tu nombre. Ya te dije que para mí tú siempre serás Rosa de Mar. No
quieras desvanecerme esta ilusión.
—¡Bueno! Si te empeñas…
—Los nombres nos son
impuestos por nuestros padres cuando nacemos. Procuran ponernos el
nombre más bonito que encuentran, el que más les gusta. Pero no
suele ser el que más nos gusta a nosotros. Si de nosotros
dependiera, muchos cambiaríamos de nombre.
—Puede que tengas razón.
El silencio volvió a
interponerse entre los dos. Rosa del Mar había bajado la vista al
suelo. Una voz se oyó en el interior de la casa.
—Me llaman. Me tengo que ir.
—¿Podré seguir viéndote?
Tardó unos segundos en
contestar.
—Espero que sí. Pero
tendríamos que intentar vernos en otra parte. Aquí nos vigilan
constantemente. Mamá no se aparta de detrás de los visillos. Te
lleva espiando desde el primer día que te ha visto rondar por aquí.
—Así que…¿lo sabe todo?
—Pues claro.
En aquel momento se oyó de
nuevo una voz. Una voz de madre un poco autoritaria y algo airada.
Rosa del Mar se despidió con una dulce promesa. Yo abandoné aquel
lugar no sin algún esfuerzo.
Por la tarde me acerqué de
nuevo por allí. Mi impaciencia era tan grande, que no podía esperar
hasta el día siguiente. Me senté en el muro de la carretera. De
cuando en cuando dirigía una furtiva mirada a la casa. Todo estaba
en calma, como si no hubiera nadie dentro de ella.
Abajo, en la playa, algunos
bañistas madrugadores se tendían en la arena para sentir las
caricias del sol. Alguno más atrevido se introducía en el agua. El
sol llegaba a molestar. Pero aún era pronto. Estábamos a finales de
abril.
Los pajarillos cantaban sin
cesar. Sus cantos apenas se veían interrumpidos por el ruido
esporádico de algún coche que acertaba a pasar por allí. Un
jilguero hacía las delicias de mis oídos con sus melodías.
En una de mis ojeadas a la
casa pude ver que alguien se ocultaba con celeridad tras un visillo.
Me incorporé con sobresalto. ¿Sería la madre de Rosa del Mar que
me espiaba? Me retiré unos pasos hasta quedar fuera del ángulo de
visibilidad del balcón. Allí esperé unos minutos por si bajaba
Rosa del Mar. Como tardaba, decidí marcharme. Quizá hubiera
cometido una impudencia.
Descendí hasta el pie de la
montaña y seguí la carretera que bordea La Ondarreta. Me detuve
junto a los escollos. Las olas, incesantes, rompían una y otra vez
sobre ellos. El agua entraba por todos los escondrijos. Escudriñaba
todos los rincones. Y llenaba los agujeros de las rocas de blanca
espuma. Luego, se retiraba otra vez. Entre dos rocas se veía una
caracola. Posiblemente estuviera muerta.
A mi lado pasaron dos
enamorados. Sus brazos se entrelazaban estrechamente. Su caminar era
pausado. Se detuvieron poco más adelante de donde yo me encontraba.
Un prolongado ósculo unió sus labios. Tiernas caricias lo
acompañaban.
Aparté mi vista de los
enamorados y la dejé vagar. Pronto se perdió a lo lejos, entre la
bruma del mar. Mi imaginación me trasladó junto a mi adorada y
comencé a soñar. Dulces sueños debieron de ser aquéllos. Cuando
desperté los enamorados ya no estaban allí. Las olas del mar
seguían estrellándose contra las rocas, pero ya no se veían los
escollos. En la playa apenas quedaba gente. El sol estaba a punto de
ocultarse. Una última mirada a las olas fue mi despedida. Después
me alejé poco a poco de la escollera.
A la mañana siguiente volví
a la falda del Igueldo. Era algo más tarde que otros días. A medida
que avanzaba, recordaba la escena del día anterior. Un desagradable
escalofrío recorrió todo mi cuerpo.
Rosa del Mar estaba apoyada en
la verja del jardín. Me acerqué a ella. Sus hermosos ojos despedían
fuego. Su semblante aparecía hosco.
—¡Estúpido! Por poco lo
echas todo a perder —me lanzó de sopetón y como saludo.
—¿Por qué? ¿Qué ha
pasado? —le pregunté yo con cierta ingenuidad.
—¿Por qué volviste ayer
por la tarde?
—¡Toma! Porque quería
verte y estar contigo.
—Pues no ha faltado nada
para que no volviéramos a vernos. Mamá te estuvo espiando todo el
rato y se puso de un humor de perros. Cuando se pone así no hay
quien la aguante. Te llamó de todo y me prohibió que volviera a
verte. No me dejó salir de casa en toda la tarde por temor a que
pudiera encontrarme contigo. Por la noche, un poco más tranquila,
llegó a ceder un poco en tu favor.
—¡Lo siento! No era mi
intención enojar a tu madre.
—Ya lo sé. Pero tenemos que
tomar algunas precauciones si queremos seguir viéndonos. No debes
frecuentar tus visitas por aquí.
—¿Y qué quieres que haga?
—Vernos en otro lugar.
—¿Dónde?
—Ya pensaremos en algún
sitio.
Guardamos unos momentos de
silencio.
—Ahora tenemos que dejar
pasar unos días sin vernos. Así puede que mamá se olvide un poco
de lo de ayer.
—¿Pretendes que no nos
veamos en varios días?
—Creo que no tenemos otra
elección.
—¿Por qué?
—Porque ahora mamá está al
tanto de todo lo que hago. En estas circunstancias no podría
escaparme un momento sin que ella se diera cuenta.
—¡Qué fastidio! —exclamé
yo emitiendo un profundo suspiro.
Nuestras voces enmudecieron.
—Ahora tienes que irte —dijo
Rosa del Mar—. Mamá ha salido y puede volver en cualquier momento.
Si nos encuentra aquí, ¡adiós todos nuestros sueños!
—Pero antes de irme
tendremos que llegar a un acuerdo. ¿Dónde y cuándo nos volvemos a
ver?
—El próximo lunes a las
seis de la tarde donde termina la carretera que bordea La Ondarreta.
—¿Y no podría ser antes?
—No.
—El sábado, por ejemplo.
—Ya te he dicho que no. Aun
el lunes es demasiado pronto. Conviene que pasen unos días para que
mamá pierda toda sospecha. Y ahora vete.
Me separé de ella con el
corazón afligido. ¡Cuatro días sin poder verla! ¿Cómo lo podría
soportar?
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario