martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 5



 5



          Habían transcurrido dos días desde mi última visita al Igueldo. El primer día no había acudido por decisión propia. El segundo, una leve indisposición me tuvo postrado en cama sin poder salir.
Cuando me vi libre de tan inoportuna dolencia, salté alborozado de la cama. No quería perder un solo instante. Una fuerza poderosa me impulsaba hacia la falda del monte. Mi corazón latía con violencia. Algo en mi interior me decía que me iba a encontrar con ella. Rebosaba alegría por todos los poros de mi piel. Hasta el día me parecía más hermoso que los demás.
Mis premoniciones me habían engañado como otras veces. En la villa no se veía a nadie. Como no tenía prisa, me senté en el lugar de costumbre. Desde allí contemplaba la isla de Santa Clara. Pintoresco islote, cancerbero de la bella ensenada. Un golpe seco me sacó de mi contemplación. Giré la vista como movido por un resorte. Todavía llegué a tiempo de columbrar la blanca mano que acababa de abrir una celosía. El corazón me dio un sobresalto. Tenía que ser ella. Me habría visto allí y, para llamar mi atención, habría golpeado la pared con la persiana.
Me puse en pie. Estaba algo nervioso. Con las manos en los bolsillos comencé a dar pequeños paseos frente a la casa. No apartaba la vista de ella. Temía que Rosa del Mar pudiera salir sin que la viera. Pasaron unos minutos. Nada. Fue pasando el tiempo. Los minutos se me hacían interminables, eternos. Ya habría transcurrido alrededor de una hora desde el incidente de la ventana. Desde entonces nadie había vuelto a dar señales de vida en la casa. Algo exasperado, me alejé del lugar. Sin duda, aquella chicuela se estaba burlando de mí.
El paseo que di hasta los escollos de La Ondarreta me sirvió de sedante. Más tranquilo, a media mañana decidí efectuar otro escarceo por los contornos de la villa. Al acercarme al lugar descubrí, ¡oh, bendita visión!, la esbelta figura de Rosa del Mar. Se apoyaba donde otras veces y su mirada, como de costumbre, se perdía en el inmenso mar. Al notar mi presencia miró hacia mí y me sonrió. Yo le sonreí también y me acerqué a la verja.
¡Hola!
¡Hola! —me contestó ella con dulce voz.
Un momento embarazoso surgió entre ambos. Con no poco esfuerzo logré romper aquel enojoso silencio.
¿Te gusta el mar? —esbocé yo más como aseveración que como pregunta.
Me encanta.
Por primera vez pude ver sus dientes, sus diminutos dientes. Muy bien proporcionados. Formaban como una pequeña hilera de blancas perlas engarzadas en su fresca boca. También pude apreciar el color de sus ojos. Eran verdes. Un verde mar muy intenso.
No me extraña. Lo llevas encerrado en tus ojos.
Me respondió con una delicada sonrisa.
¿Cómo te llamas?
Sus rojos labios iban a moverse, pero yo se lo impedí.
No me lo digas.
¿Por qué? —preguntó ella sorprendida.
Porque para mí tú siempre te llamarás Rosa del Mar.
Una sonrisa encantadora se dibujó en sus labios.
¿Y por qué Rosa del Mar?
Porque tu cara es como una rosa. La rosa de las rosas. Y a esta Rosa la he conocido siempre con su mirada perdida en el mar. Tú serás siempre para mí Rosa del Mar, porque este nombre me evoca el primer momento en que te vi.
¿Y cuándo ocurrió eso?
¿Qué importa?
Una voz lejana se dejó oír en el interior de la casa.
Me tengo que ir.
Quise retenerla a mi lado.
Quédate un poco más.
No puedo. Me llaman.
¿Me prometes al menos que podré volver a verte?
Una sonrisa entre irónica y esperanzadora fue su respuesta. Se alejó dejándome en la incertidumbre. Un perfume exquisito impregnaba el ambiente. En mis oídos resonaba aún el eco de su voz. Me separé de la verja con el corazón henchido de felicidad. La había visto y me había hablado. ¿Qué más podía pedir?
Todos mis poros debían de exudar alegría y felicidad, pues le hice varias fiestas a un chicuelo que paseaba con su madre no lejos de allí. No sé qué pensaría la madre. Posiblemente que estaba loco. Loco no, enamorado. Enamorado locamente de la joven más bella del universo. Porque eso era Rosa del Mar para mí.
Por la tarde tuve intenciones de volver a la falda del Igueldo. Después desistí de ello. No era bueno tentar la suerte. Era más prudente dejarlo para el día siguiente a pesar del enorme esfuerzo que tendría que hacer.
Para que no se me hiciera tan larga la espera, decidí dar un paseo. Encaminé mis pasos hacia la montaña que daba comienzo allí mismo, al pie de la pensión. Fui dejando atrás la encrucijada de calles, hasta alcanzar la carretera que lleva al seminario. No tardé en llegar a su altura para rebasarlo poco después. La carretera subía serpenteando por la montaña. Poco a poco las villas se iban espaciando. El paisaje urbano cedía en favor del rural. Las villas se habían trocado en caseríos y por todas partes se descubría el verdor de los prados y de la vegetación. Los almiares se dispersaban por la montaña como orondos gigantes. Extensos pomares cubrían el fondo y las laderas de los valles, remontándose en ocasiones hasta su cima. Las higueras extendían sus retorcidas ramas por doquier.
Desde lo alto del monte pude ver cómo se extendía la ciudad por los distintos valles que forman las montañas. Parecía un pulpo gigante con los brazos extendidos. Y más allá el mar, como una inmensa mancha verdeazulada. Desde allí no se podía oír el rumor de las olas. Pero se adivinaba.
Mi mirada se detuvo en el Igueldo. Intenté localizar la villa de Rosa del Mar. Propósito vano. Era mucha la distancia que había como para distinguirla.
El ocaso estaba próximo. Inicié el descenso. Quería llegar a la pensión antes de que anocheciera. A medida que descendía crecían las sombras. Los últimos destellos solares se despidieron de los picos más altos de las montañas. Cuando llegué a la posada, el velo de la noche se extendía por toda la ciudad.
Me encerré en mi cuarto. Necesitaba descansar del largo paseo. Acostado sobre la cama, cerré los ojos y comencé a soñar. Recordé con delectación el delicioso encuentro de la mañana. Allí, tendido encima de la litera, me parecía más encantador aún. ¡Y qué bonita era ella! La había encontrado más hermosa que nunca. Sus ojos, su nariz, su boca, sus labios, sus dientes, su larga cabellera. Todo era delicioso en ella.
Un dulce sonido interrumpió mis sueños. Era el tañido del violín. Comenzó con algunos titubeos. Poco a poco fue tomando cuerpo su melodía. Al principio bulliciosa y alegre. Luego se tornó triste, como si quisiera llorar. Sus lastimeros lamentos penetraban en lo más profundo de mi ser. Y casi me hicieron llorar. ¿A qué se debía aquel contraste con el día anterior? ¿No sería la misma mano la que tocaba? Sin duda lo era. Había algo en su forma de tocar que la hacía inconfundible. Entonces, ¿por qué aquella melodía dolorosa? No pude explicármelo. Me apoyé en el travesaño de mi ventana y esperé. Mi espera tampoco tuvo éxito. Se apagó la música sin que pudiera descubrir a su ejecutor.
Al día siguiente me levanté temprano. Con el corazón rebosante de felicidad me acerqué a la casita de Rosa del Mar. Estaba cerrada. No era extraño. Era una hora demasiado intempestiva. Mi bella durmiente estaría soñando dulces sueños en los brazos de Morfeo.
Me alejé por la carretera con pasos lentos. Quería saborear el delicioso nacer del día. Los rayos del sol bañaban ya casi toda la ladera del monte. Las mustias hierbas y hojas se desperezaban al recibir las caricias del sol. Pequeñas gotitas de rocío, como transparentes perlas, se deslizaban de cuando en cuando por ellas. Los pajarillos, como acción de gracias por el nuevo día, elevaban su canto al cielo, llenando el paraje de infinidad de trinos y melodías.
Aquel dulce despertar nada lo interrumpía. Los ruidos de la ciudad quedaban muy lejanos y el murmullo de las olas era como un suave arrullo. El mar aquella mañana estaba casi en calma.
Mi paseo fue largo. Cuando me acerqué de nuevo a la villa, Febo ya había recorrido un buen trozo de su arco. Los postigos y celosías de las ventanas ya estaban abiertos. Mi corazón dio un vuelco en mi pecho. Me detuve unos momentos frente a la casa. Como no vi a nadie, comencé a pasear por las proximidades de la misma. No tardó en aparecer Rosa del Mar. ¡Qué bonita estaba!
¡Hola! —le dije aproximándome a ella.
¡Hola! —me contestó esbozando una sonrisa.
¡Estás encantadora!
¿De veras?
Me sonrió dulcemente.
Tus ojos son como dos esmeraldas y tus labios… Tus labios no sé qué tienen que, cuando sonríes, me cautivan.
¡Uy, qué cosas tan bonitas dices!
No tanto como tú.
Enmudecimos unos instantes. Nuestras miradas, elocuentes, se cuidaban de llenar aquel silencio.
¿Por qué no me acompañas hasta ahí? —le insinué indicando un punto del muro que contenía la carretera—. Desde el otro lado podremos contemplar mejor el mar.
Nos verían mis padres.
¿Y qué importa? Además aquí también nos pueden ver.
Pero aquí no es lo mismo.
¿Y por qué no es lo mismo?
No sé… Porque aquí es como si estuviera en mi casa y del otro lado de la carretera no.
Pues no veo la diferencia.
Tú puede que no la veas, pero mis padres sí que la ven. Además apenas nos conocemos. Ni siquiera sé tu nombre.
—Raúl —me apresuré a contestarle yo—. No es un nombre muy bonito, pero es el que tengo.
Sonrió de nuevo.
No será bonito según para quien. Con todo es más bonito que el mío. Y si no, compara tú mismo.
No, por favor, no me digas tu nombre. Ya te dije que para mí tú siempre serás Rosa de Mar. No quieras desvanecerme esta ilusión.
¡Bueno! Si te empeñas…
Los nombres nos son impuestos por nuestros padres cuando nacemos. Procuran ponernos el nombre más bonito que encuentran, el que más les gusta. Pero no suele ser el que más nos gusta a nosotros. Si de nosotros dependiera, muchos cambiaríamos de nombre.
Puede que tengas razón.
El silencio volvió a interponerse entre los dos. Rosa del Mar había bajado la vista al suelo. Una voz se oyó en el interior de la casa.
Me llaman. Me tengo que ir.
¿Podré seguir viéndote?
Tardó unos segundos en contestar.
Espero que sí. Pero tendríamos que intentar vernos en otra parte. Aquí nos vigilan constantemente. Mamá no se aparta de detrás de los visillos. Te lleva espiando desde el primer día que te ha visto rondar por aquí.
Así que…¿lo sabe todo?
Pues claro.
En aquel momento se oyó de nuevo una voz. Una voz de madre un poco autoritaria y algo airada. Rosa del Mar se despidió con una dulce promesa. Yo abandoné aquel lugar no sin algún esfuerzo.
Por la tarde me acerqué de nuevo por allí. Mi impaciencia era tan grande, que no podía esperar hasta el día siguiente. Me senté en el muro de la carretera. De cuando en cuando dirigía una furtiva mirada a la casa. Todo estaba en calma, como si no hubiera nadie dentro de ella.
Abajo, en la playa, algunos bañistas madrugadores se tendían en la arena para sentir las caricias del sol. Alguno más atrevido se introducía en el agua. El sol llegaba a molestar. Pero aún era pronto. Estábamos a finales de abril.
Los pajarillos cantaban sin cesar. Sus cantos apenas se veían interrumpidos por el ruido esporádico de algún coche que acertaba a pasar por allí. Un jilguero hacía las delicias de mis oídos con sus melodías.
En una de mis ojeadas a la casa pude ver que alguien se ocultaba con celeridad tras un visillo. Me incorporé con sobresalto. ¿Sería la madre de Rosa del Mar que me espiaba? Me retiré unos pasos hasta quedar fuera del ángulo de visibilidad del balcón. Allí esperé unos minutos por si bajaba Rosa del Mar. Como tardaba, decidí marcharme. Quizá hubiera cometido una impudencia.
Descendí hasta el pie de la montaña y seguí la carretera que bordea La Ondarreta. Me detuve junto a los escollos. Las olas, incesantes, rompían una y otra vez sobre ellos. El agua entraba por todos los escondrijos. Escudriñaba todos los rincones. Y llenaba los agujeros de las rocas de blanca espuma. Luego, se retiraba otra vez. Entre dos rocas se veía una caracola. Posiblemente estuviera muerta.
A mi lado pasaron dos enamorados. Sus brazos se entrelazaban estrechamente. Su caminar era pausado. Se detuvieron poco más adelante de donde yo me encontraba. Un prolongado ósculo unió sus labios. Tiernas caricias lo acompañaban.
Aparté mi vista de los enamorados y la dejé vagar. Pronto se perdió a lo lejos, entre la bruma del mar. Mi imaginación me trasladó junto a mi adorada y comencé a soñar. Dulces sueños debieron de ser aquéllos. Cuando desperté los enamorados ya no estaban allí. Las olas del mar seguían estrellándose contra las rocas, pero ya no se veían los escollos. En la playa apenas quedaba gente. El sol estaba a punto de ocultarse. Una última mirada a las olas fue mi despedida. Después me alejé poco a poco de la escollera.
A la mañana siguiente volví a la falda del Igueldo. Era algo más tarde que otros días. A medida que avanzaba, recordaba la escena del día anterior. Un desagradable escalofrío recorrió todo mi cuerpo.
Rosa del Mar estaba apoyada en la verja del jardín. Me acerqué a ella. Sus hermosos ojos despedían fuego. Su semblante aparecía hosco.
¡Estúpido! Por poco lo echas todo a perder —me lanzó de sopetón y como saludo.
¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —le pregunté yo con cierta ingenuidad.
¿Por qué volviste ayer por la tarde?
¡Toma! Porque quería verte y estar contigo.
Pues no ha faltado nada para que no volviéramos a vernos. Mamá te estuvo espiando todo el rato y se puso de un humor de perros. Cuando se pone así no hay quien la aguante. Te llamó de todo y me prohibió que volviera a verte. No me dejó salir de casa en toda la tarde por temor a que pudiera encontrarme contigo. Por la noche, un poco más tranquila, llegó a ceder un poco en tu favor.
¡Lo siento! No era mi intención enojar a tu madre.
Ya lo sé. Pero tenemos que tomar algunas precauciones si queremos seguir viéndonos. No debes frecuentar tus visitas por aquí.
¿Y qué quieres que haga?
Vernos en otro lugar.
¿Dónde?
Ya pensaremos en algún sitio.
Guardamos unos momentos de silencio.
Ahora tenemos que dejar pasar unos días sin vernos. Así puede que mamá se olvide un poco de lo de ayer.
¿Pretendes que no nos veamos en varios días?
Creo que no tenemos otra elección.
¿Por qué?
Porque ahora mamá está al tanto de todo lo que hago. En estas circunstancias no podría escaparme un momento sin que ella se diera cuenta.
¡Qué fastidio! —exclamé yo emitiendo un profundo suspiro.
Nuestras voces enmudecieron.
Ahora tienes que irte —dijo Rosa del Mar—. Mamá ha salido y puede volver en cualquier momento. Si nos encuentra aquí, ¡adiós todos nuestros sueños!
Pero antes de irme tendremos que llegar a un acuerdo. ¿Dónde y cuándo nos volvemos a ver?
El próximo lunes a las seis de la tarde donde termina la carretera que bordea La Ondarreta.
¿Y no podría ser antes?
No.
El sábado, por ejemplo.
Ya te he dicho que no. Aun el lunes es demasiado pronto. Conviene que pasen unos días para que mamá pierda toda sospecha. Y ahora vete.
Me separé de ella con el corazón afligido. ¡Cuatro días sin poder verla! ¿Cómo lo podría soportar?


© Julio Noel


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