5
Medulio correteaba entre las
chozas del poblado, por la plaza del mismo, con otros niños de su
misma edad. Sol brillante en un hermoso día de estío. Velo azul del
cielo y verde alfombra de la vegetación y de la pradera. En la
lejanía, grisáceas montañas. Las gallinas escarbaban en el suelo y
cacareaban. Los corderos y los cabritos balaban. Los terneros mugían.
Los pájaros gorjeaban. La paz reinaba en el poblado astur y en el
valle de Osimara.
—¡Medulio! ¡Medulio!
—llamaba a voz en grito Genoveva.
—¿Qué quieres, madre?
—contestó él.
—Ven. Tenemos que ir con las
ovejas.
—Pero, madre, ¿no puede
hacerlo el pastor?
—No, hijo. El pastor está
enfermo.
A Medulio no le satisfizo
mucho la noticia.
—¿Y
tiene que ser ahora precisamente?
—Sí, hijo, tiene que ser
ahora —la madre se acercó al niño para llevarlo consigo hacia la
choza donde encerraban las ovejas. Medulio se hacía un poco el
remolón y trataba de resistirse—. Ya te he dicho en muchas
ocasiones que debes obedecer a los mayores sin rechistar y sobre todo
a tu padre y a tu madre.
—Ya lo sé, madre. Pero es
que ahora estaba jugando con mis amigos.
—Pues es en esos momentos
cuando más debes obedecer. Cuando supone un sacrificio, tiene mucho
más mérito el obedecer.
—Está bien, madre. Te
acompañaré.
Madre e hijo salieron al campo
con el pequeño hato de ovejas que tenían aquel día que todo
incitaba a pasear y caminar por él. Poco a poco se fueron acercando
a los lugares donde Genoveva sabía que había buenos pastos para el
ganado.
—Mira, iremos por aquí
hasta aquel valle que se ve un poco más adelante. Allí las ovejas
tienen buen pasto y no nos darán mucho trabajo, mientras tanto,
nosotros podemos dedicarnos a recoger plantas medicinales.
Genoveva conocía muchas de
ellas y quería iniciar a su hijo en su saber. Los astures no tenían
otra medicina más que los remedios naturales y caseros. Por eso era
de suma importancia que supieran distinguir las plantas curativas de
las que no lo eran y para qué servía cada una de ellas. En los
poblados indígenas no había ningún curandero, si bien siempre
había alguien que destacaba sobre los demás, ya fuera porque
conocía más remedios, ya fuera porque tenía más aptitudes para
hacerlo. Una de esas personas era Genoveva, que había aprendido
muchas cosas sobre los remedios naturales, primero de su madre y
después de su suegra, ambas muy doctas en esos saberes.
—Mira,
Medulio, esta planta se llama cantueso. Ya te iré enseñando una por
una todas las plantas medicinales y aromáticas que hay por este
valle. Su conocimiento te será muy útil y en algún momento podrá
incluso salvarte la vida o podrás salvar la de otros. ¿Ves? Se
distingue por estas flores violáceas.
Genoveva le mostraba a su hijo
la planta. Una mata de hasta dos pies de altura. Sus ramas tienen un
color verde rojizo y sus hojas son más bien grisáceas. Sus flores
están apiñadas en forma de espiga con unas brácteas de color
violáceo en su terminación. Tiene un poder antiséptico, que sirve
para curar heridas o llagas.
—Cuando te hagas una herida,
te la puedes aplicar en ella. Ya verás qué pronto se te cura —le
dijo Genoveva a su hijo—. Ahora vamos a recoger unas pocas.
El niño se dedicó a recoger
todas las que veía.
—Aquí tienes un puñado de
ellas, madre.
—Muy bien, hijo. Así me
gusta. Vamos a coger unas pocas más para tener reservas en casa. El
resto las dejamos aquí, que es donde mejor están.
Un poco más adelante
encontraron algunas matas de arándanos.
—Medulio, aquí hay
arándanos.
El niño se dirigió hacia
unas zarzamoras que había al lado de los arándanos, pues desconocía
cómo eran éstos, aparte que no se veía ninguno a primera vista.
—No, hijo, no son ésas.
Ésas son zarzamoras, que además todavía no están maduras. Los
arándanos son redondos y azulados. Tienes que buscarlos aquí entre
estas matas, pues a simple vista no se ven —mientras decía esto,
la madre iba separando las hojas de la mata para que aparecieran los
arándanos—. Mira, aquí hay tres o cuatro, ¿los ves? Cógelos y
sigue mirando, que tiene que haber más. Los arándanos curan las
afecciones de la orina. También sirven para los problemas del
estómago y de los intestinos. Van muy bien para cortar las diarreas.
Madre e hijo se entretuvieron
un buen rato en recoger las bayas azuladas que les ofrecían los
arándanos. El niño comía más que guardaba, pues los encontró
apetitosos. Madre e hijo dejaron atrás las matas de arándanos para
buscar más hierbas y plantas medicinales.
—¿Ves este arbusto, hijo?
—Sí, madre. Está lleno de
pinchos.
—Debes tener cuidado al
acercarte a él. Es un espino blanco. Vamos a recoger unas cuantas
hojas y flores. Su infusión es muy buena para la circulación de la
sangre y para el corazón. También es muy bueno para calmar los
nervios. No lo olvides nunca.
—No lo olvidaré.
Genoveva y Medulio continuaban
recorriendo el bosquecillo.
—Aquí hay unas cuantas
flores de manzanilla. Vamos a llevárnoslas. La manzanilla aligera
las digestiones pesadas. También sirve para calmar los nervios y
para combatir el insomnio.
—¡Cuántas cosas sabes,
madre! ¿Quién te las ha enseñado?
—Me las enseñaron tus
abuelas, ¿te acuerdas de ellas?
—Sólo de una.
—Tienes razón, hijo. Mi
madre murió cuando apenas tenías un año. Pues ellas fueron las que
me aleccionaron en todas estas cosas sobre las plantas medicinales.
Me enseñaron a reconocerlas, a recogerlas, a guardarlas y a
prepararlas. También me explicaron sus propiedades medicinales.
Gracias a estos conocimientos podemos curarnos de muchas enfermedades
y dolencias que de otra manera no lo podríamos hacer. Así que
aprende bien a reconocerlas y su finalidad.
—Así lo haré, madre.
—Vamos a esa orilla del
bosque a ver si hay orégano.
Se acercaron al margen. En el
bosque crecían robustos robles y urces
por todas partes. No tardaron en descubrir la planta que buscaban.
Los tallos son algo rojizos. Las hojas, ovaladas y anchas. Las
flores, de color blanco o rosa y se reproducen en los extremos de los
tallos en apretados racimos.
—¿Ves, hijo? Es esta mata
que hay aquí. Por ahí adelante hay más. Vamos a coger unas cuantas
ramitas con sus flores y sus hojas. El orégano sirve para
condimentar las comidas, sobre todo para las carnes. También es muy
digestivo y sirve para curar los catarros, que tanta lata nos dan en
invierno. Ahora vamos a coger algo de corteza de estos robles, que
también es muy buena para curar enfermedades.
—¿Qué enfermedades cura la
corteza de roble?
—Muchas. Cura la diarrea y
otros problemas digestivos. También es buena para las anginas, para
curar la inflamación de las encías, las llagas que se producen en
la boca, las grietas de la piel, los sabañones y muchas otras cosas.
Y ahora vamos a dejarlo, que por hoy ya tenemos bastantes. Volvamos
otra vez con las ovejas que se puede escapar alguna o puede venir el
lobo y comérnoslas.
—¿Hay lobos por aquí?
—preguntó el niño entre incrédulo y asombrado.
—Pues claro que los hay.
Debemos tener mucho cuidado para que no ataquen al rebaño y nos
maten unas cuantas ovejas.
Las ovejas seguían pastando
tranquilamente en el lugar donde las habían dejado. Madre e hijo se
sentaron a la sombra de unos robles.
—¿Tan malos son los lobos,
que matan a las ovejas? —inquirió Medulio después de haberse
recostado sobre el tronco de un roble.
—No es que sean malos —le
contestó su madre—. Los lobos matan para comer. Pero a nosotros
nos ocasionan mucho daño cuando lo hacen. Por eso, debemos estar
vigilantes y procurar que no se acerquen a las ovejas.
—Y cuando atacan, ¿matan
muchas?
—Normalmente no. Normalmente
matan una o dos, pero a veces sí que hacen grandes estragos.
Recuerdo que hace unos años a un vecino nuestro le mataron más de
medio rebaño. Eran varios lobos. Le dividieron el rebaño en dos y
la parte que se quedó en el monte la aniquilaron toda. Durante la
noche pasaron por medio del poblado de una montaña del valle a la
otra persiguiendo a las ovejas. Dejaron sembrado de cadáveres todo
el camino de un lado al otro del valle.
—Pues sí que fueron
feroces.
—Ya lo creo que lo fueron,
hijo. Y ahora vamos a comer algo mientras las ovejas sestean.
Efectivamente, el rebaño ya
se había cobijado bajos las refrescantes sombras de los robles y de
las urces
para librarse del fuerte calor del mediodía. Las ovejas
aprovecharían esas horas para rumiar parte del alimento que habían
ingerido a lo largo de la mañana. A media tarde reemprenderían su
infatigable pasto hasta la puesta del sol, momento en el que
regresarían al poblado para pasar la noche.
Para Medulio aquel día había
sido muy interesante y muy provechoso, aunque tenía un lío en su
cabeza del que no se aclaraba. Tiempo habría para que fuera
asimilando todos aquellos conocimientos que su madre le había
transmitido y que tanto le ayudarían en su vida. Aunque a la sazón
sólo contaba con ocho años, ya se dio perfectamente cuenta de lo
importante que era aprender los conocimientos que los mayores
poseían. Ellos eran los guardianes y custodios de todo el saber que
poseían los astures, pues desconocían la escritura y la lectura y
sólo la tradición oral era la portadora de su cultura.
© Julio Noel
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