9
Esperaba
a Rosa del Mar al lado de la verja de su jardín. Era un día
espléndido de verano. El sol brillaba intensamente en lo alto del
cielo.
Rosa no se hizo esperar. Se
acercó a mí saltando como una gacela con la cara rebosante de
felicidad. Por todos sus poros parecía exudar alegría. Sus ojos
brillaban inquietos como dos finas esmeraldas engarzadas en su faz de
marfil. Sus rojos labios, como dos apetitosas fresas, resaltaban aún
más el blanco de su cara.
—Vamos —me dijo.
Había prometido llevarme a un
lugar desconocido para mí. Descendimos hasta la base del Igueldo,
para tomar a continuación la carretera que asciende por el lado
opuesto a los acantilados. Fue mi primera sorpresa.
—¿Adónde lleva esta
carretera?
—Ya lo verás. No seas
impaciente.
Confieso que era la primera
vez que había visto aquella carretera. Rosa del Mar observó mi
asombro con cierta satisfacción. En su cara se dibujaba una
maliciosa sonrisa.
—¿Por qué no me lo dices?
—¡Uf, qué impaciente! No
tardarás en saberlo.
Ascendíamos asidos de la
mano. Hacía un calor sofocante. A nuestro lado pasaban los coches
con gran estrépito. La circulación era más intensa que en la otra
carretera. Cuando llegamos a la cima, pude ver que conducía a las
atracciones del Igueldo.
—¡Ahora me lo explico todo!
—exclamé saliendo de mi asombro.
—¿Qué es lo que te
explicas?
Que apenas haya circulación
por la carretera de los acantilados y que arriba del todo la tengan
cerrada con una verja.
Rosa del Mar sonrió.
—¿Aquí es donde querías
venir?
—No, aquí no. Ahí.
Señaló hacia abajo. Una
pequeña ensenada rocosa se abría a nuestros pies. El rumor de las
olas apenas llegaba hasta nosotros.
—¡Es precioso todo esto!
—Pues aún te gustará más
cuando lleguemos abajo.
Comenzamos
el descenso siguiendo una escarpada pendiente. A medida que
descendíamos, el murmullo de las olas se hacía más intenso. El
agua con sus lenguas de espuma lamía sin cesar el áspero lomo de
las moles de granito. Al llegar a las primeras rocas nos detuvimos.
—¿Sabes que es un lugar muy
bonito?
—Ya te lo anuncié.
—¿Dónde nos ponemos?
—Donde quieras.
Buscamos un rincón soleado y
protegido por una roca. Desde allí se podían ver las olas y
escuchar su eterno gemido. El paraje estaba casi solitario. Sólo se
veía algún que otro amante de la soledad y de la naturaleza.
—Vamos al agua. Tengo ganas
de refrescarme un poco.
El agua estaba deliciosa.
Nadamos en las pequeñas balsas que se forman entre las rocas. Rosa
del Mar reía y disfrutaba como una chiquilla. Se zambullía en el
agua y hacía mil piruetas en ella. No sabía que nadara tan bien.
Era como si se encontrara en su elemento.
Sentada en una roca
contemplaba mis movimientos.
—No te falta más que la
cola para ser como una sirena. —Una dulce sonrisa afloró a sus
labios—. ¡Estás encantadora!
—Embustero —susurró ella
en tono condescendiente.
Después del delicioso baño
nos tendimos al sol. Rosa extrajo una crema bronceadora de su bolso y
comenzó a extendérsela por toda su piel. Yo seguía con atención
cada uno de sus movimientos.
—¿Quieres que te la
extienda por la espalda?
—¡No te pases de listo!
—Bueno, si te pones así…
Conste que no te lo decía con mala intención.
—A veces las buenas
intenciones son las que nos pierden.
No quise insistir. Podíamos
terminar mal si seguíamos por aquel camino. Me tendí a su lado y
dejé que los rayos solares fueran acariciando mi piel. Entre los dos
se había interpuesto una barrera de silencio. El sol quemaba ya mi
piel. Pequeñas gotas de sudor cubrían todo mi pecho. Poco a poco se
iban agrandando hasta formar una gota más grande que resbalaba por
mi cuerpo. De mi frente descendían varios reguerillos. Sin poder
resistir más me zambullí de nuevo en el agua. A mi regreso Rosa se
incorporó para ponerse más crema.
—¿Estás
enfadado?
—¿Por qué había de
estarlo?
—Por lo que te dije antes.
—Eres muy dueña de hacerlo.
Siguió
extendiendo la crema. Después, tendida en sentido prono, me invitó
a que le ungiera la espalda. En un principio estuve a punto de no
hacerlo. Vencido mi amor propio accedí a ello. El contacto de mi
mano con su piel me excitó en gran manera. Era la primera vez que
acariciaba su dorso desnudo. ¡Qué suavidad! ¡Qué delicia! Me
demoré bastante. Ella parecía no advertirlo. Sin separar mi mano de
su dorso, acerqué mis labios a los suyos para unirlos en un
prolongado beso. Al separarlos le susurré muy despacio al oído:
—¿Me quieres?
Un ligero tinte de carmín
tiñó sus mejillas. Pareció titubear unos instantes.
—¿No lo sabes?
—Quiero oírtelo de tu
propia voz.
El carmín se hizo más
intenso.
—Te amo —me dijo con voz
casi imperceptible.
—No. No quiero que me digas
te amo.
Suena un poco a novela rosa. Prefiero que me contestes con un
sencillo te quiero.
—Te quiero, Raúl —me dijo
aproximando sus labios a los míos.
—Yo también te quiero, mi
adorable Rosa.
Un nuevo beso selló nuestra
declaración de amor.
Apolo, en lo alto, presidía
nuestro abrazo de amor. Su fuego venía a incrementar nuestro fuego.
El mar también era testigo de nuestros sentimientos. El rumor de las
olas se había hecho casi imperceptible. Su suave murmullo respetaba
nuestro silencio. Las rocas, silenciosas, guardaban el secreto de
nuestro amor.
Con los últimos destellos
solares rompimos aquel idilio. La tarde se despedía con oro y
púrpura. Mientras ascendíamos la pendiente, nuestras manos
entrelazadas se decían mil cosas de amor.
A la mañana siguiente fuimos
a la playa. Era una hora bastante propicia. Algunos heliófilos
madrugadores ya tendían sus miembros para que Febo se los dorase. No
tardarían en hacerlo muchos más y pronto aquella dorada y tranquila
playa se vería inundada por un mar de cuerpos, ávidos de las
caricias del sol. Algún que otro bañista impaciente se sumergía en
el agua y luchaba con las olas.
Como había previsto, no tardó
en llenarse la playa. Poco a poco nos vimos rodeados por una multitud
de cuerpos semidesnudos. Algunos se disputaban su metro cuadrado de
arena. No lejos de nosotros se produjo un fuerte altercado entre dos
familias. Se habían anticipado un par de chicuelos de unos cinco a
siete años para reservar sitio. Poco después una familia invadió
su reserva. Los niños miraban con recelo a aquellos intrusos que les
habían arrebatado sus dominios. Dada su inferioridad no se atrevían
a decirles nada. Pero no tardaron en llegar los mayores. La escena
que allí se representó fue digna de un entremés del Siglo de Oro.
Rosa del Mar y yo decidimos marcharnos por no presenciar tan
desagradable espectáculo. Apenas habíamos abandonado nuestro lugar,
cuando cayeron sobre él como aves de rapiña.
—¡Qué barbarie y qué
falta de educación! —exclamé yo.
—Desde luego.
—Parece mentira que estemos
en un país civilizado.
—¿Tú crees que está
civilizado?
—No lo sé. Viendo esto es
para dudar de ello.
El sol se dejaba sentir con
fuerza. Hacía un día espléndido. Con lentos pasos nos acercamos
hasta la verja del jardín.
—¿A qué hora quieres que
venga esta tarde?
—Me da igual. Estaré
esperándote.
Acerqué mis labios a los
suyos para darle un beso. Ella me lo rechazó con suavidad.
—Aquí no, Raúl. Mamá nos
puede estar viendo desde dentro.
—¿Y qué importa?
—Mucho. Mamá sabe que salgo
contigo, pero no sabe que nos besamos. Si lo llegara a sospechar tan
siquiera, cortaría nuestras relaciones por completo.
Guardé silencio. Mi mirada se
perdió en el jardín. Miraba sin ver. En mi mente bullían mil
ideas. Todas sin concierto.
—¿En qué piensas, Raúl?
—En nada, cariño.
—No trates de engañarme. Te
conozco muy bien. Cuando te pones así sé que maquinas algo.
—No tiene importancia, Rosa.
Al menos no se la des. No queramos hacer una montaña de un grano de
arena.
—Pero te has enfadado,
¿verdad?
—No, amor mío. Es sólo que
no comprendo por qué tu madre no aprueba nuestras relaciones.
Rosa del Mar guardó silencio.
No sabía o no quería decirme los motivos que su madre tenía para
no dar su conformidad a nuestro noviazgo.
—Tienes un jardín muy
bonito —comenté yo para romper aquel silencio.
—Sí. A mamá le gusta
tenerlo bien cuidado.
—Hay en él unas cuantas
flores y rosas, de las que ni siquiera conozco su nombre. Algunas,
incluso, no las había visto hasta ahora. Aquélla, por ejemplo
—señalé una de color rojo.
—¿Cuál?
—Aquella roja de allí.
—Es una peonía. Sus pétalos
son de color carmesí.
—Como los pétalos de tu
cara.
Una
dulce sonrisa afloró a sus labios.
—¿Y éstas de aquí?
—Son narcisos.
—¡Así que éstos son los
narcisos! Son muy bonitos.
—Sí que lo son.
—¿Conoces la leyenda de
Narciso?
—No.
—Cuenta la mitología que
esta flor procede de la metamorfosis de Narciso. Éste, después de
haber desdeñado a la ninfa Eco, que se transformó en una roca, fue
un día a beber a una fuente y, al verse reflejado en el espejo del
agua, se enamoró de sí mismo. Al no poder conseguir el objeto de su
amor, se fue consumiendo poco a poco de inanición. De esta manera,
quedó transformado en la flor que lleva su nombre.
—¡Qué interesante!
El sol alcanzaba ya su cenit.
Nos despedimos hasta la tarde. Rosa desapareció dejando un hálito
en pos de sí. Yo abandoné el lugar no sin cierto esfuerzo.
Por la tarde regresé con
prontitud al chalet de mi adorada. Iba alegre y despreocupado. Pero,
¡oh, desilusión!, cuando llegué a la morada de mi dulce amor,
hallé todas sus puertas y ventanas cerradas. Mi mente comenzó a
cavilar. No comprendía el significado de todo aquello. No podía
imaginarme qué había pasado. En un principio pensé que habrían
salido de paseo. Pronto deseché tal idea por absurda. Era muy
temprano para pasear. Posiblemente se tratara de un viaje imprevisto.
Originado tal vez por una mala noticia. De no ser así Rosa del Mar
me lo hubiera dicho.
Desconsolado y deprimido, me
alejé del Igueldo en dirección a la ciudad. La tarde era calurosa,
sofocante. Las playas estaban inundadas de gente que buscaba los
halagos del sol y las refrescantes caricias del agua. Seguí el paseo
de La Concha hasta las proximidades del Puerto Pesquero; pero antes
de llegar, me desvié por una calle y luego por otra y otra,
deambulando sin rumbo fijo. Pasé por delante de la catedral del Buen
Pastor, pero no me sentí con ánimos para entrar a visitarla. Sin
pretenderlo me encontré al lado del Urumea, no lejos de su
desembocadura. Varios individuos pescaban pacientemente en sus aguas.
Me detuve a pocos pasos de uno de ellos para observar su destreza. No
bien había llegado, cuando alguien de la orilla opuesta capturaba un
bonito ejemplar. Mi vecino de cuando en cuando arrojaba parte del
cebo al agua. Intentaba atraer así los peces. Ellos no parecían
mostrar mucha atención al cebo, ni complacer al paciente pescador.
El agua era de un color negruzco, consecuencia de las abundantes
industrias que hay en buena parte del curso del río. Grandes
espumarajos se formaban por todas partes. No comprendo cómo podían
pescar en aquellas pestilentes aguas.
Como
los peces parecían no mostrar demasiado interés por el cebo y la
tarde era larga, decidí continuar mi paseo. Así que crucé al otro
lado del Urumea con propósito de subir al monte Ulía. Había oído
decir que desde allí se obtenían las mejores vistas de la ciudad. Y
quise comprobarlo. El sol, aunque había descendido un poco, se
dejaba sentir. A medida que ascendía por la montaña, un copioso
sudor bañaba mi frente y mi rostro a la vez que empapaba todo mi
cuerpo. De buena gana hubiera descendido hasta los acantilados para
refrescarme con un baño.
Al llegar a media montaña me
detuve unos instantes para recuperar fuerzas. Ante mis ojos se
ofreció una maravillosa panorámica. No mentían los que afirmaban
la belleza de aquellas vistas. El sol, de frente, me deslumbraba un
poco. No obstante, constituía un espectáculo fascinador contemplar
la ciudad desde allí. El ensanche siguiendo ambas márgenes del río.
La Parte Vieja apiñada al pie del Urgull, como abrazándolo para que
no se escapara. A continuación la preciosa bahía de La Concha con
la isla de Santa Clara en medio. Y en el fondo del hermoso cuadro, el
Igueldo.
Continué el ascenso por el
Ulía. Pronto perdí de vista gran parte de la ciudad. La carretera
me había llevado hacia el mar. El eterno rumor de las olas llegó
hasta mis oídos a pesar de la distancia. Aquel monstruo verdeazulado
no guardaba reposo ni un solo instante. Sentado a la sombra de unos
pinos, intenté abrazar con mi mirada aquel gigante embravecido. Su
contemplación era como un sedante para mí. Así permanecí hasta
que Apolo desapareció con su carro de fuego en las profundidades del
océano, momento en el que inicié el regreso a casa.
© Julio Noel
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