martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 9



 9


          Esperaba a Rosa del Mar al lado de la verja de su jardín. Era un día espléndido de verano. El sol brillaba intensamente en lo alto del cielo.
Rosa no se hizo esperar. Se acercó a mí saltando como una gacela con la cara rebosante de felicidad. Por todos sus poros parecía exudar alegría. Sus ojos brillaban inquietos como dos finas esmeraldas engarzadas en su faz de marfil. Sus rojos labios, como dos apetitosas fresas, resaltaban aún más el blanco de su cara.
Vamos —me dijo.
Había prometido llevarme a un lugar desconocido para mí. Descendimos hasta la base del Igueldo, para tomar a continuación la carretera que asciende por el lado opuesto a los acantilados. Fue mi primera sorpresa.
¿Adónde lleva esta carretera?
Ya lo verás. No seas impaciente.
Confieso que era la primera vez que había visto aquella carretera. Rosa del Mar observó mi asombro con cierta satisfacción. En su cara se dibujaba una maliciosa sonrisa.
¿Por qué no me lo dices?
¡Uf, qué impaciente! No tardarás en saberlo.
Ascendíamos asidos de la mano. Hacía un calor sofocante. A nuestro lado pasaban los coches con gran estrépito. La circulación era más intensa que en la otra carretera. Cuando llegamos a la cima, pude ver que conducía a las atracciones del Igueldo.
¡Ahora me lo explico todo! —exclamé saliendo de mi asombro.
¿Qué es lo que te explicas?
Que apenas haya circulación por la carretera de los acantilados y que arriba del todo la tengan cerrada con una verja.
Rosa del Mar sonrió.
¿Aquí es donde querías venir?
No, aquí no. Ahí.
Señaló hacia abajo. Una pequeña ensenada rocosa se abría a nuestros pies. El rumor de las olas apenas llegaba hasta nosotros.
¡Es precioso todo esto!
Pues aún te gustará más cuando lleguemos abajo.
Comenzamos el descenso siguiendo una escarpada pendiente. A medida que descendíamos, el murmullo de las olas se hacía más intenso. El agua con sus lenguas de espuma lamía sin cesar el áspero lomo de las moles de granito. Al llegar a las primeras rocas nos detuvimos.
¿Sabes que es un lugar muy bonito?
Ya te lo anuncié.
¿Dónde nos ponemos?
Donde quieras.
Buscamos un rincón soleado y protegido por una roca. Desde allí se podían ver las olas y escuchar su eterno gemido. El paraje estaba casi solitario. Sólo se veía algún que otro amante de la soledad y de la naturaleza.
Vamos al agua. Tengo ganas de refrescarme un poco.
El agua estaba deliciosa. Nadamos en las pequeñas balsas que se forman entre las rocas. Rosa del Mar reía y disfrutaba como una chiquilla. Se zambullía en el agua y hacía mil piruetas en ella. No sabía que nadara tan bien. Era como si se encontrara en su elemento.
Sentada en una roca contemplaba mis movimientos.
No te falta más que la cola para ser como una sirena. —Una dulce sonrisa afloró a sus labios—. ¡Estás encantadora!
Embustero —susurró ella en tono condescendiente.
Después del delicioso baño nos tendimos al sol. Rosa extrajo una crema bronceadora de su bolso y comenzó a extendérsela por toda su piel. Yo seguía con atención cada uno de sus movimientos.
¿Quieres que te la extienda por la espalda?
¡No te pases de listo!
Bueno, si te pones así… Conste que no te lo decía con mala intención.
A veces las buenas intenciones son las que nos pierden.
No quise insistir. Podíamos terminar mal si seguíamos por aquel camino. Me tendí a su lado y dejé que los rayos solares fueran acariciando mi piel. Entre los dos se había interpuesto una barrera de silencio. El sol quemaba ya mi piel. Pequeñas gotas de sudor cubrían todo mi pecho. Poco a poco se iban agrandando hasta formar una gota más grande que resbalaba por mi cuerpo. De mi frente descendían varios reguerillos. Sin poder resistir más me zambullí de nuevo en el agua. A mi regreso Rosa se incorporó para ponerse más crema.
—¿Estás enfadado?
¿Por qué había de estarlo?
Por lo que te dije antes.
Eres muy dueña de hacerlo.
Siguió extendiendo la crema. Después, tendida en sentido prono, me invitó a que le ungiera la espalda. En un principio estuve a punto de no hacerlo. Vencido mi amor propio accedí a ello. El contacto de mi mano con su piel me excitó en gran manera. Era la primera vez que acariciaba su dorso desnudo. ¡Qué suavidad! ¡Qué delicia! Me demoré bastante. Ella parecía no advertirlo. Sin separar mi mano de su dorso, acerqué mis labios a los suyos para unirlos en un prolongado beso. Al separarlos le susurré muy despacio al oído:
¿Me quieres?
Un ligero tinte de carmín tiñó sus mejillas. Pareció titubear unos instantes.
¿No lo sabes?
Quiero oírtelo de tu propia voz.
El carmín se hizo más intenso.
Te amo —me dijo con voz casi imperceptible.
No. No quiero que me digas te amo. Suena un poco a novela rosa. Prefiero que me contestes con un sencillo te quiero.
Te quiero, Raúl —me dijo aproximando sus labios a los míos.
Yo también te quiero, mi adorable Rosa.
Un nuevo beso selló nuestra declaración de amor.
Apolo, en lo alto, presidía nuestro abrazo de amor. Su fuego venía a incrementar nuestro fuego. El mar también era testigo de nuestros sentimientos. El rumor de las olas se había hecho casi imperceptible. Su suave murmullo respetaba nuestro silencio. Las rocas, silenciosas, guardaban el secreto de nuestro amor.
Con los últimos destellos solares rompimos aquel idilio. La tarde se despedía con oro y púrpura. Mientras ascendíamos la pendiente, nuestras manos entrelazadas se decían mil cosas de amor.
A la mañana siguiente fuimos a la playa. Era una hora bastante propicia. Algunos heliófilos madrugadores ya tendían sus miembros para que Febo se los dorase. No tardarían en hacerlo muchos más y pronto aquella dorada y tranquila playa se vería inundada por un mar de cuerpos, ávidos de las caricias del sol. Algún que otro bañista impaciente se sumergía en el agua y luchaba con las olas.
Como había previsto, no tardó en llenarse la playa. Poco a poco nos vimos rodeados por una multitud de cuerpos semidesnudos. Algunos se disputaban su metro cuadrado de arena. No lejos de nosotros se produjo un fuerte altercado entre dos familias. Se habían anticipado un par de chicuelos de unos cinco a siete años para reservar sitio. Poco después una familia invadió su reserva. Los niños miraban con recelo a aquellos intrusos que les habían arrebatado sus dominios. Dada su inferioridad no se atrevían a decirles nada. Pero no tardaron en llegar los mayores. La escena que allí se representó fue digna de un entremés del Siglo de Oro. Rosa del Mar y yo decidimos marcharnos por no presenciar tan desagradable espectáculo. Apenas habíamos abandonado nuestro lugar, cuando cayeron sobre él como aves de rapiña.
¡Qué barbarie y qué falta de educación! —exclamé yo.
Desde luego.
Parece mentira que estemos en un país civilizado.
¿Tú crees que está civilizado?
No lo sé. Viendo esto es para dudar de ello.
El sol se dejaba sentir con fuerza. Hacía un día espléndido. Con lentos pasos nos acercamos hasta la verja del jardín.
¿A qué hora quieres que venga esta tarde?
Me da igual. Estaré esperándote.
Acerqué mis labios a los suyos para darle un beso. Ella me lo rechazó con suavidad.
Aquí no, Raúl. Mamá nos puede estar viendo desde dentro.
¿Y qué importa?
Mucho. Mamá sabe que salgo contigo, pero no sabe que nos besamos. Si lo llegara a sospechar tan siquiera, cortaría nuestras relaciones por completo.
Guardé silencio. Mi mirada se perdió en el jardín. Miraba sin ver. En mi mente bullían mil ideas. Todas sin concierto.
¿En qué piensas, Raúl?
En nada, cariño.
No trates de engañarme. Te conozco muy bien. Cuando te pones así sé que maquinas algo.
No tiene importancia, Rosa. Al menos no se la des. No queramos hacer una montaña de un grano de arena.
Pero te has enfadado, ¿verdad?
No, amor mío. Es sólo que no comprendo por qué tu madre no aprueba nuestras relaciones.
Rosa del Mar guardó silencio. No sabía o no quería decirme los motivos que su madre tenía para no dar su conformidad a nuestro noviazgo.
Tienes un jardín muy bonito —comenté yo para romper aquel silencio.
Sí. A mamá le gusta tenerlo bien cuidado.
Hay en él unas cuantas flores y rosas, de las que ni siquiera conozco su nombre. Algunas, incluso, no las había visto hasta ahora. Aquélla, por ejemplo —señalé una de color rojo.
¿Cuál?
Aquella roja de allí.
Es una peonía. Sus pétalos son de color carmesí.
Como los pétalos de tu cara.
Una dulce sonrisa afloró a sus labios.
¿Y éstas de aquí?
Son narcisos.
¡Así que éstos son los narcisos! Son muy bonitos.
Sí que lo son.
¿Conoces la leyenda de Narciso?
No.
Cuenta la mitología que esta flor procede de la metamorfosis de Narciso. Éste, después de haber desdeñado a la ninfa Eco, que se transformó en una roca, fue un día a beber a una fuente y, al verse reflejado en el espejo del agua, se enamoró de sí mismo. Al no poder conseguir el objeto de su amor, se fue consumiendo poco a poco de inanición. De esta manera, quedó transformado en la flor que lleva su nombre.
¡Qué interesante!
El sol alcanzaba ya su cenit. Nos despedimos hasta la tarde. Rosa desapareció dejando un hálito en pos de sí. Yo abandoné el lugar no sin cierto esfuerzo.
Por la tarde regresé con prontitud al chalet de mi adorada. Iba alegre y despreocupado. Pero, ¡oh, desilusión!, cuando llegué a la morada de mi dulce amor, hallé todas sus puertas y ventanas cerradas. Mi mente comenzó a cavilar. No comprendía el significado de todo aquello. No podía imaginarme qué había pasado. En un principio pensé que habrían salido de paseo. Pronto deseché tal idea por absurda. Era muy temprano para pasear. Posiblemente se tratara de un viaje imprevisto. Originado tal vez por una mala noticia. De no ser así Rosa del Mar me lo hubiera dicho.
Desconsolado y deprimido, me alejé del Igueldo en dirección a la ciudad. La tarde era calurosa, sofocante. Las playas estaban inundadas de gente que buscaba los halagos del sol y las refrescantes caricias del agua. Seguí el paseo de La Concha hasta las proximidades del Puerto Pesquero; pero antes de llegar, me desvié por una calle y luego por otra y otra, deambulando sin rumbo fijo. Pasé por delante de la catedral del Buen Pastor, pero no me sentí con ánimos para entrar a visitarla. Sin pretenderlo me encontré al lado del Urumea, no lejos de su desembocadura. Varios individuos pescaban pacientemente en sus aguas. Me detuve a pocos pasos de uno de ellos para observar su destreza. No bien había llegado, cuando alguien de la orilla opuesta capturaba un bonito ejemplar. Mi vecino de cuando en cuando arrojaba parte del cebo al agua. Intentaba atraer así los peces. Ellos no parecían mostrar mucha atención al cebo, ni complacer al paciente pescador. El agua era de un color negruzco, consecuencia de las abundantes industrias que hay en buena parte del curso del río. Grandes espumarajos se formaban por todas partes. No comprendo cómo podían pescar en aquellas pestilentes aguas.
Como los peces parecían no mostrar demasiado interés por el cebo y la tarde era larga, decidí continuar mi paseo. Así que crucé al otro lado del Urumea con propósito de subir al monte Ulía. Había oído decir que desde allí se obtenían las mejores vistas de la ciudad. Y quise comprobarlo. El sol, aunque había descendido un poco, se dejaba sentir. A medida que ascendía por la montaña, un copioso sudor bañaba mi frente y mi rostro a la vez que empapaba todo mi cuerpo. De buena gana hubiera descendido hasta los acantilados para refrescarme con un baño.
Al llegar a media montaña me detuve unos instantes para recuperar fuerzas. Ante mis ojos se ofreció una maravillosa panorámica. No mentían los que afirmaban la belleza de aquellas vistas. El sol, de frente, me deslumbraba un poco. No obstante, constituía un espectáculo fascinador contemplar la ciudad desde allí. El ensanche siguiendo ambas márgenes del río. La Parte Vieja apiñada al pie del Urgull, como abrazándolo para que no se escapara. A continuación la preciosa bahía de La Concha con la isla de Santa Clara en medio. Y en el fondo del hermoso cuadro, el Igueldo.
Continué el ascenso por el Ulía. Pronto perdí de vista gran parte de la ciudad. La carretera me había llevado hacia el mar. El eterno rumor de las olas llegó hasta mis oídos a pesar de la distancia. Aquel monstruo verdeazulado no guardaba reposo ni un solo instante. Sentado a la sombra de unos pinos, intenté abrazar con mi mirada aquel gigante embravecido. Su contemplación era como un sedante para mí. Así permanecí hasta que Apolo desapareció con su carro de fuego en las profundidades del océano, momento en el que inicié el regreso a casa.


© Julio Noel 



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