10
Ismaîl ibn Hasan subió a la
frágil embarcación que acababa de adquirir. Con la ayuda de Pedro
pudo introducir en ella todo el tesoro que tantos desvelos le había
producido ya y por el que seguía arriesgando la integridad de su
vida. Después de haberse despedido paternalmente del joven, comenzó
a remar con todas sus fuerzas para alejarse lo más rápidamente
posible de la costa antes de que algún ojo indiscreto lo
descubriera. La frágil embarcación rompía las olas al tiempo que
los remos batían irregularmente la superficie del agua. La noche era
apacible aunque soplaba un ligero viento del noroeste, que le ayudaba
a impulsar la barca en dirección a la costa africana. Poco a poco
consiguió acompasar los remos y dominar hasta cierto punto la
embarcación. Así se mantuvo durante algo más de cinco horas.
Cuando ya parecía que tenía la costa africana al alcance de la
mano, se levantó un fuerte vendaval que vino a dar al traste con la
buena suerte que hasta entonces lo había acompañado. La superficie
del mar comenzó a encabritarse. Las olas de repente doblaron sus
dimensiones. El agua penetraba por todas partes. La frágil
barquichuela parecía una cáscara de nuez sobre la inmensidad del
océano. Ismaîl temió por su vida y se encomendó con todo fervor a
Alá. Aún tendrían que transcurrir más de dos horas luchando
contra las olas y achicando el agua que se introducía en la barca,
antes de sentirse lanzado con violencia contra unos escollos donde la
embarcación se rompió en mil pedazos. Como consecuencia del brutal
impacto, Ismaîl perdió el conocimiento.
Un fuerte dolor en la frente
le hizo abrir los ojos. El sol comenzaba a extender ya sus dorados
rayos sobre la superficie del mar. El infortunado náufrago tomó
conciencia de sí mismo y del lugar donde se hallaba. El fuerte
oleaje lo había arrojado entre unos acantilados de la costa
africana. Desde allí podía ver hacia el norte el Peñón de
Gibraltar con toda nitidez y el resto de la costa española. Con gran
esfuerzo consiguió ponerse en pie y hacer una rápida valoración de
su situación. Por suerte vio desperdigados a su alrededor los restos
de la embarcación y la mayor parte de sus pertenencias, que poco a
poco fue sacando hasta la orilla. Cuando hubo terminado, hizo un
recuento y pudo ver con satisfacción que había recuperado casi todo
su tesoro. Tan sólo habían desaparecido algunas joyas y unos
cuantos escudos que el mar le cobró como tributo. Quizá hubiera
sido mejor haber confiado en un pescador o un barquero experimentado.
Pero eso ya no tenía remedio. Ahora había que continuar hacia
delante.
Ismaîl buscó rápidamente un
escondrijo apropiado entre los acantilados de la costa para guardar
en él su tesoro antes de que alguien lo descubriera. No se veía un
alma, pero eso no era óbice para que pudiera aparecer alguien que
viniera a poner en peligro todo por lo que él había luchado. No
tardó en encontrar una pequeña cueva entre las rocas del
acantilado. Trasladó a ella su fortuna con la máxima celeridad, a
pesar de ello le llevó más de dos horas hacerlo. Finalizado su
trabajo, trató de ordenar un poco sus pensamientos. Había
naufragado cerca de Ceuta en su parte occidental. Lo más prudente
era acercarse a la misma para comprar una caballería que le ayudara
a transportar el tesoro. Al cabo de dos horas salía de la ciudad a
lomos de un caballo de raza cruzada árabe. No era el más apropiado
para el fin que le quería dar, pero era lo único que había
encontrado. Mientras regresaba al escondite de su tesoro, pensó que
sería mejor guardar éste en un lugar cercano y seguro y trasladarse
después él solo a lomos de su caballo sin su preciosa carga. De
esta manera conseguía resolver dos problemas a la vez, por un lado
evitaba el transporte de tan pesada carga y, por otro, la posibilidad
de un atraco en medio del camino en su intento.
Ideado su plan, comenzó a
buscar por las montañas del Rif el lugar idóneo donde ocultar tan
preciosa carga. Tres días estuvo recorriendo todas aquellas
montañas, hasta que al final encontró una remota cueva no muy lejos
de Tetuán. A ella trasladó su tesoro a lomos de su caballo en
varios viajes no exentos de peligros. Finalmente, al cabo de una
semana de su accidentado paso del estrecho, pudo poner rumbo a Fez en
busca de sus seres queridos. Para ese viaje le venía muy bien el
caballo adquirido que, con su sola carga y una pequeña parte del
tesoro, cortaba el viento en su veloz carrera. No tardó en dejar
atrás las montañas que rodean Tetuán, para internarse en suaves
valles de verdes praderas que dejaba atrás a la velocidad del rayo.
A unos valles se sucedían otros y a unas montañas, otras y así
durante días y días. En más de una ocasión perdió el rumbo hasta
que algún pastor o arriero le indicaba de nuevo la ruta correcta.
Un día que se hallaba perdido
en medio de unas montañas se topó con un individuo que confundió
con un inofensivo pastor. Cuando le preguntó por el camino que debía
seguir para llegar a Fez, aquél se lo indicó con gran afabilidad
deshaciéndose en todo tipo de detalles. Ismaîl, que no sospechaba
nada, siguió al pie de la letra las indicaciones del falso pastor,
que lo condujo a un valle sin salida encerrado entre altas y
escarpadas montañas. El falso pastor hacía dos días que lo seguía.
Desde el primer momento que lo vio se forjó la idea de que se
trataba de una persona con mucho dinero. Había intentado asaltarlo
la noche anterior, pero un pequeño incidente se lo impidió. Con
aquella treta que le preparó esperaba cazarlo como a un conejo en su
madriguera. Cuando Ismaîl se dio cuenta del engaño, retrocedió
sobre sus pasos a todo galope y, gracias a la agilidad de su montura,
pudo sortear al bandido sin grandes dificultades, pero no se pudo
librar del enorme susto que lo invadía. Desde aquel momento juró
que tendría más cuidado en lo sucesivo y que no se fiaría del
primero que encontrara.
A unas dos jornadas de
distancia de Fez, buscó un escondrijo donde guardar la pequeña
parte del tesoro que llevaba consigo. Esto formaba parte del plan que
había ideado para recuperar a su familia. Después de dejar varias
señales del lugar elegido fáciles de encontrar, reanudó de nuevo
el camino hacia su destino. Ahora tan sólo le faltaba realizar el
último tramo que lo conduciría a la meta, a la que llegó al
atardecer del día siguiente. La sorpresa de su mujer y sobre todo de
su cuñado fue indescriptible.
—¡Qué! ¿Es que no me
conocéis? —preguntó cuando se plantó en el umbral de la puerta
de la tienda.
—¡Ismaîl! —exclamó
Najla cuando salió de su estupor y lo reconoció. Luego se precipitó
sobre él con los brazos abiertos y sus negros ojos llenos de
lágrimas de emoción y alegría.
—¡Najla! —repitió él
abrazándola al mismo tiempo—. ¡Cuánto tiempo sin vernos!
Ambos se estrecharon en un
profundo y emotivo abrazo. Entretanto Hadi los contemplaba con un
cierto asombro no exento de animadversión e ira. No esperaba la
llegada de su cuñado y no le hacía ninguna gracia que hubiera
vuelto. A decir verdad, se había hecho a la idea de no volver a
verlo nunca. Si bien es verdad que no había desaprobado el
matrimonio de su hermana, también es cierto que su cuñado nunca le
había caído bien del todo. Lo aceptó porque no le quedó más
remedio, pero cuando se marchó a Europa, bendijo la decisión que
había tomado y la hora en que volvía a recuperar a su hermana y a
su sobrina. Siempre había considerado a Ismaîl demasiado liberal y
moderno, demasiado condescendiente con la política española y con
la doctrina cristiana. Su propia hermana y su sobrina pasaban por
grandes devotas en aquel lugar manchego. Tuvo que volver él a
hacerse con las riendas del hogar para devolverlas al redil de la fe
islámica. Creía que lo había conseguido y que nadie se volvería a
interponer en su camino, cuando ahora se presentaba de improviso su
cuñado en el momento más inoportuno. Pues no estaba dispuesto a
ponérselo fácil si eso es lo que creía.
—¿Y tú qué? ¿No dices
nada? ¿No te alegras de ver a tu cuñado?
—Pues claro que me alegro
—balbuceó Hadi mientras abrazaba con bastante frialdad a Ismaîl—.
La verdad que no te esperábamos. Ha sido una sorpresa.
—Me alegro, pues eso es lo
que quería daros. ¿Y Sahira?
A Najla le resbalaron dos
gruesas lágrimas por sus ya no tan tersas mejillas.
—¿Qué pasa? —exclamó
Ismaîl como muy sorprendido.
—Amor mío, Sahira se ha
casado.
—No sería con aquel mancebo
manchego, ¿no?
—¿Te refieres a don Pedro
Gregorio?
—Al mismo.
—No. Ese muchacho nos siguió
hasta aquí, pero Hadi no le permitió casarse con nuestra hija.
Sahira se ha casado con el hijo de uno de los hombres más
influyentes de esta ciudad. Gracias a su influencia y a su ayuda
tenemos este negocio y podemos vivir. Si no fuera por él, nos
habríamos muerto de hambre.
—¡Ya! Un estómago
agradecido sacrifica lo que sea, incluso a su hija. Ya hablaremos de
eso más tarde.
Hadi percibió que su cuñado
no le iba a perdonar fácilmente el haber casado a su hija con Ahmed
ibn Fâdel. Debía ponerse en guardia.
—Y bien, ¿cómo os va el
negocio?
—El negocio va perfectamente
—le contestó su cuñado.
—Me alegro que así sea y
que lo siga siendo por mucho tiempo.
De nuevo Hadi pareció notar
un matiz irónico en las palabras de su cuñado.
—Bueno, supongo que ya será
hora de cerrar, ¿no? Ya es casi de noche. ¿Por qué no cerráis la
tienda y nos vamos a casa donde podremos charlar tranquilamente.
Después de todos estos años de ausencia supongo que tendremos todos
muchas cosas que contarnos.
Hadi y Najla aceptaron sin
objeciones la proposición de Ismaîl y cerraron la tienda. Poco
después los tres se hallaban juntos en la intimidad de su hogar.
Ismaîl les refirió a grandes rasgos sus andanzas por Europa y su
regreso a España. Evitó toda referencia al tesoro y su encuentro
con Pedro y la ayuda que éste le había prestado. También les
relató el naufragio del estrecho y las peripecias que había tenido
que correr antes de llegar a Fez.
Por su parte Najla le contó
lo mucho que habían sufrido para llegar hasta allí y cómo los
habían desvalijado de casi todo lo que llevaban antes de subirse al
barco que los trasladó hasta África. Tan sólo les permitieron
pasar el equipaje que pudiera transportar cada uno de ellos. Allí
les fue de gran ayuda la colaboración de don Pedro Gregorio, que les
pasó varios bultos.
—Siento de veras que
perdiéramos casi todas nuestras joyas y nuestro dinero y la mayor
parte de nuestras pertenencias. Fue inevitable.
De nuevo las lágrimas
resbalaron por las mejillas de Najla.
—Lo sé, mujer. No debes
culparte por ello. Ya sabemos que en el edicto del rey se nos
prohibía sacar oro, joyas y dinero y tan sólo se nos permitía
llevar los enseres que pudiéramos transportar por nosotros mismos.
No debes afligirte por eso.
—Ya. Pero ése es el motivo
por el que tuvimos que empezar aquí casi desde la nada. Por eso nos
vimos obligados a aceptar la ayuda de Fâdel.
—Y ese Fâdel como buen
cacique y buen usurero se aprovechó de la ocasión. Ya hablaremos de
eso más adelante.
El tiempo corría sin descanso
y se había hecho muy tarde. El día había sido agotador, sobre todo
para Ismaîl, así que decidieron retirarse a descansar antes de que
los rindiera el sueño. Ya habría tiempo de hablar.
Ismaîl se despertó muy
temprano, antes de salir la aurora, a pesar de que el día anterior
se encontraba completamente extenuado. Un fuerte y nauseabundo olor
penetró en la pituitaria de sus fosas nasales obligándole a arrojar
todo el contenido de su estómago. No podía dar crédito. Ya había
notado un poco aquel nauseabundo olor el día anterior mientras
charlaban, pero no le había prestado demasiada importancia. Ahora,
en cambio, le resultaba totalmente insufrible. Por las rendijas de la
mal ajustada ventana de su dormitorio penetraba sin cesar aquel olor
acre que parecía querer arrancarle el estómago. Una vez que tomó
plena conciencia de sí mismo, se percató también de la existencia
de unos ruidos extraños, como si arrastraran algo por el suelo, y un
murmullo apagado de voces humanas. Y es que la alcoba daba
precisamente al patio donde se ubicaban unas curtidurías. Desde la
ventana pudo ver una serie de tinajas en el patio llenas de un
líquido viscoso de distintos colores, que era el que desprendía
aquel olor tan fétido, y a su alrededor, o incluso dentro de ellas,
a algunos hombres famélicos y harapientos que trajinaban con las
pieles. Su actividad comenzaba antes del amanecer y en cuanto
introducían las pieles en las tinajas y las removían dentro de
ellas, el olor nauseabundo que despedían se hacía tan insoportable
que pocos lo podían aguantar, máxime si no se estaba acostumbrado a
él.
Ismaîl se vistió a toda
prisa y descendió a la planta baja de la casa, donde se encontraba
el salón, para esperar en él a su mujer y a su cuñado. Allí se
hacía algo más soportable el repugnante olor. No acababa de
entender cómo podían aguantarlo los habitantes de la ciudad. En sus
planes no entraba permanecer en ella mucho tiempo, pero con aquel
fétido olor su estancia iba a ser mucho más breve aún. Tampoco
entendía cómo podía haber gente que soportara aquel oficio. Además
de nauseabundo, tenía que producir forzosamente enfermedades a los
que lo ejercían. ¿Cómo podría haber gente dispuesta a todo con
tal de ganarse un mendrugo de pan para su sustento?
—Buenos días, Ismaîl. Has
madrugado mucho.
—No podía soportar ese olor
tan pestilente que entra en la alcoba.
—Ah, es el olor de la
curtiduría que hay en el patio de atrás. Yo ya estoy acostumbrada a
él y no me entero.
—Pues yo no sé si podría
acostumbrarme por muchos años que viviera aquí. Es insoportable.
—Si no tuvieras más
remedio, claro que te acostumbrarías. Como los demás. ¿Qué
quieres desayunar?
—No me apetece nada. Este
olor me ha obligado a echar todo lo que tenía en el estómago y me
ha dejado mal cuerpo.
—Entonces te puedo hacer un
té o una manzanilla. Te ayudarán a asentar el estómago. Mira, ya
se ha levantado Hadi también.
—Buenos días. Parece que
madrugáis.
—Buenos días. Ismaîl que
lo ha despertado el olor de la curtiduría.
—Si llevaras aquí los años
que llevamos nosotros, ya no le darías importancia.
—Ni en toda una eternidad me
acostumbraría a él.
—Eso es lo que decimos todos
la primera vez que lo olemos. Luego se va uno acostumbrando a él sin
darse cuenta y terminas por no olerlo.
—Espero que ése no sea mi
caso. De todas maneras, vamos a hablar de lo que nos interesa.
Hadi creyó percibir algo raro
en las palabras de su cuñado. Le pareció observar que no había ido
a Fez con intenciones de quedarse. ¿Qué se traería entre manos?
—Hadi, prepárate para ir a
recoger inmediatamente lo que traía de valor y que dejé escondido a
unas dos jornadas de aquí.
—¿Y cómo es que no lo
trajiste tú hasta aquí?
—Porque desconocía la
ciudad y los peligros que podía entrañar el traerlo. Preferí
esconderlo en un lugar seguro en vez de arriesgarme a que me lo
quitaran.
—¡Qué cosas tienes,
cuñado! ¿Y es mucho?
—Son algo más de tres mil
escudos y unas cuantas joyas valoradas en bastante más que eso. Con
todo ello podrás mejorar mucho el negocio y cambiar de domicilio
para un lugar más salubre.
Ismaîl le dio el croquis que
había hecho del escondite de aquella parte del tesoro y le describió
el itinerario que debía seguir para llegar a él.
—Aquí tienes la manzanilla,
Ismaîl. Tómatela a ver si se te pasa ese malestar.
—Gracias, Najla —tomó un
sorbo—. Y tú, si has terminado ya el café —le dijo a su
cuñado—, no te descuides en partir. No me gustaría que se te
adelantara algún inoportuno.
Hadi no se demoró en seguir
el consejo de su cuñado. Terminó el desayuno y abandonó la casa
precipitadamente. No estaba dispuesto a que alguien se le adelantara
y lo privara de la fortuna que le había prometido Ismaîl.
—No sé por qué me da la
impresión que no te hace ninguna gracia mi hermano y que has urdido
una estratagema para quitártelo de en medio.
—Tienes razón, querida. Tu
hermano no me hace ninguna gracia.
—Pues no opinabas lo mismo
cuando me dejaste sola.
—Porque entonces no lo
conocía muy bien. Sabía que era un fanático, pero no hasta el
extremo que ha demostrado ser.
—¿Cómo puedes saberlo
ahora si no llevas más que unas horas con nosotros?
—Suficientes.
—Tampoco entiendo en qué te
apoyas para aseverarlo.
Ismaîl tomó con gran
parsimonia algunos sorbos más de la manzanilla que le había
preparado su mujer.
—Mira, Najla. Tan sólo con
lo que me habéis contado, ya tengo elementos de juicio suficientes
para ver de lo que es capaz tu hermano. Pero, por si eso fuera poco,
te diré que Pedro Gregorio me acompañó desde la Mancha hasta
Tarifa, ayudándome a transportar el tesoro que había escondido
antes de marcharme de España y que fue el motivo por el que regresé.
Si no hubiera sido por él, nunca lo hubiera logrado. Durante todo
ese largo viaje me contó todo lo que había pasado desde que
salisteis de aquel lugar hasta que él regresó de nuevo allí. Sé
todo lo que os ocurrió durante vuestro exilio y la forma como
casasteis a nuestra hija. Y sé que en todo ello se ha impuesto
siempre la voluntad de Hadi. Yo te había pedido que emigrarais a
Francia, donde me sería más fácil buscaros y recogeros. Pero, para
mi sorpresa, elegisteis venir a Berbería, uno de los lugares donde
con más desprecio han recibido a los nuestros, a pesar de llevar
nuestra misma sangre. Con todos estos antecedentes, no creerás que
voy a perdonar tan fácilmente a tu hermano por el daño que nos ha
hecho.
—¿Así que lo tenías todo
tramado?
—Pues claro que lo tenía
tramado.
—Y has enviado a Hadi a
buscar un tesoro que no existe, sólo con el propósito de alejarlo
de nosotros.
—En eso te equivocas,
querida. Lo del pequeño tesoro es cierto. Es lo que le voy a dar a
tu hermano para que pueda vivir sin sobresaltos económicos el resto
de su vida, que no se lo merece. Pero lo de esconderlo lejos de aquí
para que nos deje tranquilos es cierto. De esta manera, cuando
regrese nosotros podremos estar ya muy lejos. Todo depende de que se
cumplan al pie de la letra mis planes.
—¿Y qué planes son ésos?
—Marcharnos de aquí con
nuestra hija para ir a vivir a Alemania donde he comprado una casita.
Najla prorrumpió en una
estrepitosa carcajada. No podía dar crédito a las palabras de su
marido. Le parecía que no podía estar en sus cabales.
—¿Te has parado a pensar en
las dificultades que eso entraña?
—Naturalmente.
—Y lo dices así, tan
tranquilo. Si se te ocurre rescatar a Sahira, sabes muy bien que su
marido y toda su familia nos perseguirán hasta recuperarla y, cuando
lo hagan, nuestras vidas no valdrán un ochavo.
—Lo sé, Najla.
—Lo sabes y parece no
importarte. Mira, Ismaîl, no me hagas reír que no tengo ganas.
Sabes muy bien que no podemos entrar en casa de nuestros consuegros y
menos aún de salir de allí impunemente con nuestra hija. Entonces,
¿cómo piensas recuperarla?
—Es muy sencillo. Ahora
mismo vas a ir allí y regresarás con nuestra hija y su marido.
—¡Mira qué bien! ¿Y cómo
quieres que lo haga?
—Les dirás que estoy aquí
y que quiero ver y abrazar a mi hija después de tantos años y que
también quiero conocer a mi yerno, como es natural. Los invitarás a
comer con nosotros y a tener un encuentro íntimo y familiar que no
queremos compartir con nadie más. El resto corre de mi cuenta.
¿Serás capaz de hacerlo?
—No sé qué tramas,
querido, pero lo haré. Aunque es una familia bastante reticente,
supongo que aceptarán lo que pides. Me preparo y ahora mismo voy a
buscarlos.
—Muy bien. Te estaré
esperando.
Najla fue en busca de su hija
y su yerno. Como había presentido, sus consuegros le pusieron toda
clase de reparos antes de autorizar a su hija a que abandonara la
casa. Le propusieron que Ismaîl fuera a verla allí, pero Najla les
dijo que tan sólo iba a quedarse veinticuatro horas y que la quería
ver en la intimidad de su hogar. Por fin cedieron ante sus ruegos.
Mientras Najla llevaba a cabo
su propósito, Ismaîl aprovechó para hacerse con dos caballos más,
uno para su mujer y otro para su hija. A la hora de comer, se las
arregló para suministrar un fuerte somnífero a Ahmed a través de
la bebida. No tuvieron que esperar mucho tiempo para que hiciera
efecto. El joven entró en un sueño profundo que le ocuparía muchas
horas antes de despertar. Era el momento que Ismaîl tanto tiempo
llevaba esperando.
—Vamos, no hay tiempo que
perder.
—Pero ¿qué piensas hacer?
—En el establo tengo tres
caballos esperándonos. Sahira que se quite esa ropa y se ponga una
normal. Antes de diez minutos debemos salir de la ciudad.
—No lo conseguiremos,
Ismaîl.
—Déjate de lamentaciones y
daos prisa. Voy a buscar las caballerías.
Una hora más tarde ya se
habían alejado más de dos leguas de la ciudad de Fez, pero no por
ello dejaron de fustigar a sus cabalgaduras para alejarse lo más
posible antes de que llegara la noche. Cuando las primeras sombras
nocturnas hicieron acto de presencia, ya se habían distanciado más
de siete leguas de la ciudad. Además, habían seguido una ruta que
no era la más habitual, por lo que, en caso de que los siguieran,
les sería muy difícil dar con ellos. Algo harto improbable, pues
Ahmed aún seguía durmiendo a aquella hora y sus padres no
sospechaban nada, ya que era natural que quisieran estar reunidos
hasta altas horas de la noche después de tanto tiempo.
Ismaîl y su familia
descansaron varias horas durante la noche, pero mucho antes de
amanecer se pusieron de nuevo en marcha. Había que aprovechar al
máximo posible el factor sorpresa y todo el tiempo que llevaban de
ventaja. Para cuando el sol empezó a dorar con sus rayos las cumbres
más altas de las montañas, ya se habían alejado unas diez leguas
de Fez. Durante todo aquel día cabalgaron sin descanso atravesando
montañas y valles, llanuras y despoblados, evitando ser vistos por
quien los pudiera delatar. Así transcurrieron varios días,
cabalgando siempre hacia el norte, hasta que pudieron alcanzar las
montañas del Rif. Una vez allí, se internaron por entre ellas
camino de Tetuán. Aún tendría que transcurrir una semana más
antes de que alcanzaran a verla. Al fin pudieron divisarla allá al
fondo desde la cima de una montaña.
—¿Veis aquella ciudad que
se ve allá a lo lejos?
—Sí.
—Pues es Tetuán.
Descansaremos aquí esta noche. Mañana iremos a buscar el tesoro y
luego nos dirigiremos a la costa para embarcarnos rumbo a Francia.
—Pero ¿aún sigues
obstinado con lo del tesoro? ¿Cómo quieres que nos creamos esa
patraña?
—No es ninguna patraña,
Najla. Con lo que he escondido entre estas montañas hay suficiente
para vivir toda nuestra vida sin trabajar. Además, tuve que dejar
casi otro tanto en las Lagunas de Ruidera por no poder traerlo. Todo
aquello se lo di a Pedro Gregorio en pago por su ayuda.
—Entonces, ¿cuánto
teníamos ahorrado?
—Mucho, querida. Piensa que
mi padre ya tenía bastante cuando llegó a aquel pueblo manchego y
yo lo multipliqué por mucho. ¡Lástima que nos obligaran a salir de
España! Puedes estar segura que no habría muchos que superaran
nuestra riqueza en toda la Mancha.
—¡Y yo que creía que nos
lo habíamos llevado todo cuando abandonamos el pueblo! ¡Qué
engañada me tenías!
Un águila dejó oír su
silbido cuando sobrevolaba las montañas escarpadas que tenían a su
derecha.
—Yo nunca te engañé.
Recuerda que en una ocasión, cuando teníamos que fiar todo lo que
vendíamos, te dije que con nuestros ahorros podíamos vivir sin
trabajar más. Lo que pasa que cuando decidí ir en busca de un nuevo
hogar, no quise poner en manos de tu hermano ese enorme caudal,
porque no me fiaba de él. Como puedes ver, no estaba equivocado.
—Por cierto, ¿qué será de
él ahora? Si no nos encuentran, la familia de Ahmed se ensañará
con él y no parará hasta dar con sus huesos en el cementerio.
—No le estaría mal —se
atrevió a comentar Sahira— por todo el daño que me ha hecho. Por
su culpa he vivido encarcelada todos estos años y eso no pienso
perdonárselo en la vida. No sabe cuántas lágrimas he derramado.
—Todo eso ya pasó, cariño.
Ahora debes olvidarlo y debes tratar de perdonar a tu tío. Yo
también he derramado muchas lágrimas y lo he pasado muy mal por
verte sufrir tanto.
—¿Y por qué no intentaste
liberarme?
—Hija, ya lo intenté y se
lo supliqué más de una vez a tu tío, pero ya sabes cómo es la
familia de tu marido. No hubiéramos conseguido liberarte de aquel
yugo y, a cambio, nos habríamos fraguado nuestra propia ruina. Esa
familia es de las más influyentes de Fez y nos habrían aplastado
como a simples escarabajos. Créeme, hija, que si no te liberamos no
fue porque yo no lo deseara con todas las fuerzas de mi alma, sino
porque nos enfrentábamos a un muro inexpugnable.
El sol ya se escondía detrás
de las altas montañas. Una suave brisa comenzó a soplar refrescando
un poco el ambiente.
—¡Vaya vientecillo que se
ha levantado! Parece que la noche va a ser fresquita.
—Ponte un chal encima, hija,
que te vas a resfriar.
Sahira permanecía con los
hombros y los brazos descubiertos a causa del calor que había hecho
hasta entonces. Llevaba tantos años encarcelada bajo el burka, que
en la primera ocasión que se le presentó no dudó en liberarse de
aquella prenda que tanto odiaba y tanto le había hecho sufrir. Sus
padres no se cansaban de mirarla y de contemplar extasiados su
hermosura.
—¡Qué hermosa eres, hija!
—exclamó su padre—. ¡Y pensar que te estabas marchitando cuando
apenas habías empezado a brillar, como el capullo que no llega a
rosa! Tu tío no tiene perdón por el crimen que ha cometido. Hija,
te mereces una vida algo mejor que la que tenías. Si sigues
enamorada de aquel joven manchego, te aconsejo que te desposes con él
si el destino así lo quiere.
—Padre, siempre he estado
enamorada de Pedro y nunca he dejado de quererlo. Lo que pasa que
nuestra religión nos obliga a obedecer ciegamente al hombre que nos
domina. Esa fe ciega me ha llevado a aceptar un hombre al que no he
amado jamás y al que ahora más que nunca odio con todas las fuerzas
de mi alma. Durante todos estos años he soñado con este día y he
vivido con la esperanza de verlo hecho realidad. Ahora me gustaría
que esta libertad que siento no tuviera fin y para eso estoy
dispuesta a lo que sea, incluso a renunciar a nuestra fe.
—Bien, pues si sigues
enamorada de Pedro, puedes casarte con él. Es el mejor regalo que le
puedo hacer. Cuando nos despedimos, me dijo que no quería más
dinero ni más joyas, que la única joya que quería que le diera
eras tú. Él está locamente enamorado de ti y estoy seguro que te
hará feliz.
—Gracias, padre. No sabes lo
feliz que me haces y el peso tan grande que acabas de quitarme de
encima.
—Pero ¿cómo se va a casar
con Pedro si vamos camino de Alemania? –inquiró Najla.
—Alá proveerá, querida. Y
ahora vamos a buscar un lugar apropiado para pasar la noche. Mañana,
antes de ir en busca del tesoro, me acercaré a Tetuán a ver cómo
está el panorama. No conviene ir allí cargados con tantos bienes
sin saber lo que nos vamos a encontrar. Los esbirros de Fâdel pueden
habérsenos adelantado y estar esperándonos.
—Sólo nos faltaría eso.
—Por si acaso, conviene
tomar precauciones.
****
Ahmed ibn Fâdel se despertó
sobresaltado por el estruendo que causaban los fuertes golpes que
estaban dando en la puerta. Su cabeza no dejaba de darle vueltas
mientras trataba de recordar el lugar donde se hallaba. Estaba
inmerso en un mar de tinieblas y no acababa de tomar conciencia de sí
mismo. De pronto oyó su nombre. Reconoció en la voz a uno de los
lacayos de su padre. Trató de ponerse en pie, pero tropezó con los
muebles que había en la estancia. A duras penas, tanteando con las
manos y los pies, se fue acercando hacia la puerta guiado por los
golpes que en ella daban y por los gritos que proferían.
—¡Ya voy! Esperad un
momento a ver si puedo abrir.
—¿Estás bien, Ahmed?
—Sí, pero no veo nada. Está
todo a oscuras y no sé por dónde voy. A ver, ya estoy a lado de la
puerta. Voy a intentar abrirla.
Guiado por el tacto, logró
abrir la puerta y con ella que entrara un rayo de luz de las
antorchas que portaban los lacayos de su padre.
—¿Qué te ha pasado? —le
preguntó el que parecía ir al mando—. Tus padres están muy
preocupados.
—No sé. No recuerdo nada.
Me acabo de despertar al oír los golpes que dabais en la puerta.
—¿Y tu mujer?
—¿Qué?
—Sí. Tu mujer y tus
suegros. ¿Dónde están?
—Ah, sí. Ahora empiezo a
recordar algo. Recuerdo que estábamos comiendo y ahora estos golpes.
Nada más.
—A ti te han hecho algo.
Registrad la casa a ver si están escondidos.
Tres hombres entraron en casa
de Hadi y Najla y la recorrieron de arriba abajo. No tardaron en
regresar con las manos vacías.
—No hay nadie.
—Te has lucido, muchacho. Te
la han jugado. Vámonos para casa. Se va a poner contento tu padre
cuando se entere.
Antes del alba salían de Fez
media docena de jinetes a todo galope por el camino real que conduce
a Tetuán. Eran los hombres de Fâdel con su hijo al mando. Una
corazonada los había impulsado a seguir esa ruta. Cabalgaron sin
descanso todo el día hasta que las espesas tinieblas de la noche les
impidieron dar un paso más. Al día siguiente, muy temprano,
reanudaron la marcha. Su propósito era darles alcance en dos o tres
días. Poco después del alba vieron en la lejanía un jinete que
cabalgaba hacia ellos. A medida que se acercaban no podían dar
crédito a sus ojos. Era Hadi a lomos de un jamelgo.
—¡Mirad a quién tenemos
aquí! —exclamó Ahmed mientras rodeaban al sorprendido jinete.
—¿Te has perdido o te han
dado con la puerta en las narices, como suele decirse? –indagó el
jefe de los lacayos.
—No entiendo nada. No sé a
qué os referís.
—¿Ah, no? —insistió el
matón.
—Tal vez no sepa nada
—sugirió Ahmed—. Él no estaba en casa ayer.
—Entonces, ¿qué haces por
aquí? —volvió a preguntar el de antes.
Hadi, que no sospechaba nada
pero que intuía lo peor, creyó que lo mejor era contarles la
verdad. Así, pues, no dudó en referirles lo ocurrido y, como
prueba, les mostró las joyas y las monedas de oro que llevaba
encima. Eso fue su perdición. Los seis hombres se apoderaron del
pequeño tesoro y allí mismo lo degollaron, no sin antes obligarle a
confesar que sus parientes probablemente se habrían dirigido a
Tetuán. Unos días más tarde se adueñaron de la ciudad a la espera
de sus víctimas. Como habían logrado un rico botín y no tenían
otra cosa que hacer, se dedicaron a derrocharlo en todos los tugurios
y tabernas que encontraron. La fama de sus altercados y provocaciones
corrió pronto por toda la ciudad y pocos eran los habitantes de la
misma que la desconocieran. En esa situación llegó Ismaîl para
conocer cómo estaba el panorama y obtener la información que
necesitaba. No tuvo que recorrer muchas calles para encontrarse con
un par de matones de Fâdel. Estaban bastante ebrios y presumían del
puñado de escudos de oro españoles que llevaban en sus bolsas.
Ismaîl no necesitó ver más para hacerse cargo de la situación.
Aquéllos debían de formar parte de los escudos que había dejado
escondidos para su cuñado. Si eso era así, no envidiaba su suerte.
Para cerciorarse por completo
de lo que ya era evidente como la luz del día, entró a tomar algo
en una taberna. Allí le confirmaron lo que él se temía, pues
aquellos desalmados no sólo presumían de las joyas y las monedas de
oro que le habían arrebatado a Hadi, sino de haberle dado muerte y
haber dejado su cadáver en medio del camino para pasto de las
alimañas. Ismaîl regresó apresuradamente a donde había dejado a
su mujer y a su hija con la promesa de no revelarles nunca el triste
final de su hermano y tío. No merecía la pena preocuparlas más de
lo que estaban ni incrementar su dolor, que ya era bastante.
—Tenemos que recoger el
tesoro y marcharnos inmediatamente de aquí. Ahmed y sus esbirros
están en la ciudad.
—¿Los has visto?
—He visto a dos y en una
taberna me han contado los desmanes que están haciendo. Cargaremos
todo lo que podamos y nos marcharemos a Melilla. Si queda algo, lo
dejaremos para el afortunado que dé con él. Me había hecho a la
idea de hacer dos viajes si era necesario, pero en estas
circunstancias no haremos más que uno. Así que, en marcha.
No tardaron en llegar a la
cueva donde había dejado escondido su tesoro. Cargaron a tope las
alforjas de sus caballos y se llenaron hasta el último de sus
bolsillos y faltriqueras. No quedó bolsa vacía que no llenaran con
joyas o monedas de oro. Al final tuvieron que dejar unos cuantos
escudos, pero ya no les quedaba resquicio ninguno donde esconderlos.
—¡Qué lástima que
tengamos que dejar todos esos escudos aquí! —exclamó
Najla.
—No te preocupes, alguien
los encontrará y le vendrán muy bien.
—Nunca pensé que pudiera
haber tanto. Si mi hermano se enterara…
—Esperemos que no se entere
nunca.
—¿Y dices que en Ruidera
quedó casi otro tanto?
—Poco más o menos como
esto.
—Hija, ahora ya veo que
puedes casarte con Pedro tranquilamente. Con un tesoro como éste no
tendrás que preocuparte por tu futuro.
—Madre, el tesoro es
importante, pero lo más importante es que Pedro me ama y yo a él
también.
—Eso está bien, hija, pero
con el amor sólo no se vive. Esto también es necesario para vivir.
—Lo sé, madre, pero el
dinero solo no es suficiente. También Ahmed es rico y sin embargo yo
era completamente desgraciada a su lado.
—Bueno, vámonos ya —terció
Ismaîl—. Tenemos que evitar el paso por la ciudad y sus cercanías.
Iremos a través de esas montañas que quedan a nuestra derecha. Nos
costará más tiempo, pero será mucho más seguro.
El sol estaba a punto de
alcanzar el cenit. Brillaba en lo alto del cielo y sus rayos se
dejaban sentir con fuerza.
—¿Y no podríamos llegar
antes al mar por este lado? —insinuó Najla.
—Sí, pero entonces
llegaríamos a Ceuta y desde esa ciudad es muy difícil que alguien
quiera trasladarnos a Francia. Es mejor ir a Melilla y, si no fuera
porque está muy lejos, a Orán desde donde nos sería más fácil
encontrar a alguien dispuesto a llevarnos a aquel país. Ahora
pongámonos en marcha, a ver si en tres o cuatro días podemos estar
en Melilla. Cuanto antes abandonemos estas tierras mejor.
Ismaîl y familia se
internaron en las montañas del Rif rumbo al este. El recorrido era
agreste y tortuoso por lo que el avance se hacía muy lento, pero
poco a poco fueron poniendo tierra de por medio entre ellos y la
ciudad de Tetuán. Los valles y las montañas se sucedían sin
interrupción. Cuando llegó la noche ya habían recorrido alrededor
de cuatro leguas. La familia se sentía más tranquila. No era fácil
que sus perseguidores descubrieran sus planes, pues estaban seguros
de que nadie los había visto. Al día siguiente antes del alba,
cuando las avecillas más madrugadoras comenzaron a desgranar sus
cantos, ya se habían puesto de nuevo en marcha. Tenían por delante
otro largo peregrinar por aquellos derroteros y senderos tortuosos.
Así transcurrieron los días tratando de evitar los pueblos y hasta
los caseríos más aislados. Preferían pasar completamente
desapercibidos a que los viera alguien y los delatara. Así un día y
otro hasta llegar a Melilla.
Antes de entrar en la ciudad,
decidieron pasar la última noche en las montañas que la circundan,
muy cerca del mar, con el susurro de las olas al fondo. La noche era
oscura y estrellada. El silencio, total. Los tres juraron por Alá y
por Maryam que aquélla sería su última noche en el continente
africano. A pesar de que aquella tierra era el origen remoto de sus
ancestros, no se sentían a gusto en ella. La tierra que amaban
estaba al otro lado del mar, pero aquella tierra no los amaba a
ellos, los había expulsado de su suelo patrio y se habían
convertido en unos apátridas. La tierra de sus antepasados era
intransigente e inhóspita, como intransigentes e inhóspitos eran
sus habitantes. Ismaîl no quería aquello ni para él ni para su
familia. Quería un lugar más humano, más tolerante, donde todas
las creencias y opiniones tuvieran cabida.
—Mañana, si Alá quiere,
dejaremos esta tierra inhóspita para ir en busca de la patria
prometida. En ella viviremos sin que nadie nos moleste por nuestras
creencias ni tengamos que rendir cuentas por nuestra fe. No obstante,
si algún día las circunstancias lo exigen, no dudaremos en abrazar
una nueva fe antes que sufrir otro calvario como el que estamos
sufriendo. Si hubiéramos abrazado el cristianismo, nada de esto nos
habría ocurrido y hoy podríamos estar disfrutando de la paz y
tranquilidad de aquel pueblo de la Mancha que hace tiempo
abandonamos. Después de haber recorrido tantos países y haber
cruzado tantas fronteras, he aprendido que no merece la pena sufrir
tanto por unas creencias que juzgamos únicas y verdaderas. Me he
dado cuenta que en el mundo hay más de una religión y que todo
creyente piensa que la suya es la auténtica. Ante esto, yo me
pregunto: ¿cuál de ellas es la verdadera? Así, pues, creo que lo
mejor es adaptarnos a las circunstancias y huir de los extremismos,
que tan sólo nos conducen al absurdo. ¡Que Alá guíe nuestros
pasos y nos lleve a buen puerto!
—Es muy fácil decir eso,
pero no lo es cumplirlo.
—¿Por qué, mujer, si
Sahira y tú misma pasasteis por ser de las más fervorosas
cristianas de aquel pueblo manchego?
—Todo fue puro fingimiento.
—Pues lo llevasteis muy
bien. Yo mismo estaba convencido de que era cierto.
—¿Cómo se te ocurre pensar
eso? ¿Crees que uno puede renunciar a sus creencias así sin más?
Sabes muy bien que, a pesar de las apariencias, en casa seguíamos
practicando el islamismo. Yo nunca he dejado de adorar a Alá y de
practicar las enseñanzas del Profeta.
—Bueno, por mi parte no hay
ningún problema para que lo sigas haciendo. Es más, me alegro. Lo
único que quiero dejar bien claro es que, si las circunstancias nos
obligan, no dudéis en adaptaros a ellas. No creo que la vida que
dejáis en Fez sea tan halagüeña. El futuro que os ofrezco en
Alemania es mucho más prometedor. Ese futuro bien merece algún
sacrificio.
—Como quieras, Ismaîl.
Estoy dispuesta a seguirte hasta el fin del mundo. Ya lo hubiera
hecho la primera vez que te fuiste, pero entonces preferiste hacerlo
solo. Ahora ya nos tienes a las dos a tu lado y yo prometo no
separarme nunca más de ti. Estoy de acuerdo contigo en que la vida
que dejamos atrás no tiene nada que envidiar. Por mala que sea la
que nos espera, siempre será mejor que ésa. Durante estos años he
sufrido mucho por mí misma y mucho más por nuestra hija. Es hora de
acabar con tanto sufrimiento.
La noche era apacible. Una
leve brisa templada que emanaba del mar invitaba al descanso. Los
tres guardaron silencio y no tardaron en ser trasladados por Morfeo a
las regiones del séptimo cielo.
© Julio Noel
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