21
Celebraba
el colegio el día de su patrona. Habían programado varios actos
religiosos para media tarde. Final de la novena, misa cantada y
otros. A ellos asistiría el colegio en pleno.
Esperaba con emoción la
llegada de aquel momento. Hacía días que tramaba escaparme durante
los actos religiosos. ¿Quién podría notar mi ausencia en ellos?
Lo llevé a cabo como lo había
pensado. Mientras los demás entraban en la capilla, yo corría hacia
el Igueldo. Iba decidido a hablar con los moradores de la casa. No
podía continuar en aquella incertidumbre por más tiempo.
La villa apareció ante mis
ojos como en ocasiones anteriores. Parecía estar rodeada de un halo
de misterio. Subí la escalerilla del jardín y me detuve en el
porche. Todo el valor que mostrara durante el camino había
desaparecido como por encanto. Me faltó la decisión suficiente para
pulsar el timbre y tuve que retroceder sobre mis pasos. Me alejé
unos metros de la villa para calmar mis nervios. De pie, en la orilla
de la carretera, observaba el mar. Aquel mar que tantas veces había
contemplado en mis sueños. Estaba algo enfurecido. Sus olas rompían
con estrépito en los escollos del rompeolas. Grandes crestas de
blanca espuma rodaban por las rocas, para desaparecer en breves
instantes. El sol, mortecino, apenas brillaba. Un velo blanquecino se
lo impedía. Di media vuelta y me acerqué al porche de nuevo. Pulsé
el botón del timbre. En el interior de la casa se oyó un
campanilleo. Esperé unos segundos. No salía nadie a abrir. Volví a
pulsar el timbre insistiendo un poco más. No tardé en escuchar
pasos que se arrastraban en el interior. Se entreabrió la puerta muy
despacio. A través de la exigua rendija que se había formado pude
ver la arrugada cara de una anciana.
—¿Quién es usted? ¿Qué
desea? —me preguntó con voz cascada.
—Quería hablar con usted.
—¿Para qué quiere hablar
conmigo? Yo no lo conozco a usted de nada. ¡Váyase!
—Por favor, señora, es un
asunto de suma importancia para mí. Déjeme que le explique.
En aquel momento se oyó en el
interior la voz de un hombre ya mayor. La anciana en pocas palabras
le hizo conocer mi pretensión. Tras un breve forcejeo entre ellos,
me permitieron pasar al interior.
—Siéntese, joven —me
invitó el anciano, que parecía más comprensivo—. Usted
dirá.
—Bueno, yo… En realidad,
no sé por dónde empezar.
—Pues si usted no lo sabe,
joven, menos lo podremos saber nosotros —comentó con cierta
ironía el anciano.
—El caso es que hace una
temporada vi, o me pareció ver, una joven apoyada en la barandilla
de su jardín.
—¿Una joven apoyada en la
barandilla del jardín? No caigo —el anciano hizo un gesto de
extrañeza—. Si no se explica usted un poco más, joven…
—Era una joven encantadora.
Tenía la cabellera larga y sedosa, esparcida por la espalda. Su
rostro era como el marfil, tintado de un rosa suave. Su figura era
esbelta, como la de una diosa de la mitología.
—¿Y dice que la vio aquí,
apoyada en la verja de nuestro jardín?
—En efecto.
—Usted sueña, joven
—aseveró el anciano con parsimonia. Mi rostro palideció. Una
fugaz congoja recorrió todo mi ser. «¿Habrá sido una ilusión
mía? ¿Un simple sueño?»—. Aquí nunca ha vivido tal chica
—prosiguió—. Mi esposa y yo estamos solos en el mundo. Nadie
viene a visitarnos. Por lo que es imposible que la haya podido ver.
—Aseguraría que fue cierto
—un breve silencio se interpuso entre los tres—. En fin,
señores, no quiero molestarlos más. Han sido ustedes muy amables
conmigo. Les estoy muy agradecido.
—No hay de qué, joven. A su
disposición.
El anciano me ofreció su
macilenta mano. Yo se la estreché. Su esposa me acompañó hasta el
porche. Una vez más le agradecí las atenciones que me habían
dispensado antes de alejarme de allí.
Pasados los primeros
instantes, tomé conciencia de la realidad. El sol estaba a punto de
ocultarse. Una fuerte comezón recorrió todo mi ser. Los oficios
religiosos ya habrían terminado haría rato y yo me encontraba fuera
del colegio. ¿Me habrían descubierto?
Al llegar al recinto del
colegio escuché las voces de mis compañeros en el patio. Di un
pequeño rodeo para no ser visto. No tardé en hallarme al lado de mi
mejor amigo.
—Hola, Julio.
—Hola, Raúl. ¿De dónde
sales?
—¿No te lo imaginas?
—Sí, desde luego. Te estás
arriesgando mucho.
—Lo sé, Julio, pero tenía
que hacerlo.
Se produjo una breve pausa
entre nosotros. Algunos compañeros jugaban a la pelota. Otros
charlaban o paseaban.
—¿Y qué has descubierto?
—Nada halagüeño, Julio.
Creo que no se trata más que de un sueño. Hoy he tenido ocasión de
hablar con esos dos viejos. Viven solos y están solos en este mundo.
Ellos no saben nada.
—Entonces procura olvidarlo
todo.
—¡Si pudiera, Julio…! He
llegado a pensar que esa chica pudo estar allí sin ser advertida por
los ancianos. Me resisto a creer que no es más que una ilusión mía.
—Y si así fuera, ¿qué
podrías hacer para dar con ella? Sería como buscar una arena en el
desierto.
Guardamos silencio. Yo
meditaba las últimas palabras de mi amigo. Por desgracia tenía
razón. Las pocas posibilidades que tenía de dar con ella se habían
desvanecido.
Se oyeron unas palmadas. Era
la señal para ir a cenar. Caminaba al lado de mi amigo, mohíno,
cabizbajo, con el corazón apesadumbrado.
© Julio Noel
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