martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 12




 12


           Rosa del Mar se apoyaba en la verja de su jardín. Al verme subir por la carretera se dirigió a mi encuentro.
¡Rosa!
¡Raúl!
Nuestros labios se unieron en un apasionado beso.
¡Al fin juntos!
Sí, Raúl. Pero será mejor que tomemos precauciones.
¡Precauciones, precauciones! ¡Como si nuestro amor fuera un crimen!
La besé otra vez.
Basta ya, Raúl; pueden vernos. Vámonos de aquí.
Nos alejamos carretera abajo. La mañana era espléndida.
¿Adónde vamos?
A cualquier parte con tal de alejarnos de aquí.
Rosa del Mar parecía alegrarse a medida que nos distanciábamos de su casa. Su rostro era una bella amapola que se abría al sol.
¿Cómo has adivinado que estábamos aquí?
Anoche pasé por delante de tu casa y vi luz dentro. Por cierto, ¿cómo es que habéis adelantado un día el regreso?
Papá no se sentía a gusto en Zarauz. Por él hubiéramos venido hace ya quince días. ¡Añoraba tanto San Sebastián…! Al fin pudo convencer a mamá para que regresáramos ayer. Recordó que hoy se celebraba una reunión muy importante a la que no quería faltar.
¡Ya podía haberse celebrado antes esa reunión!
No grites tanto. Mamá estuvo a punto de dejarlo venir a él solo y quedarnos nosotras todo el mes de agosto allí.
¡Sólo habría faltado eso! Pero, ¿qué le he hecho yo a tu madre? ¿Por qué me odia tanto? Tú lo tienes que saber. ¿Por qué no me lo dices?
Ya te lo he dicho, Raúl. Mamá no te odia. Lo único que quiere es que yo no salga con chicos aún.
Sin darnos cuenta habíamos llegado a las proximidades del Puerto Pesquero. Poco a poco nos fuimos acercando a él. Su mundo multicolor ofrecía un cuadro único a nuestra vista. Barcos de diversos colores y de escaso calado se hallaban amarrados a los muelles. Nuevo San Vicente, Gaztelu, Ntra. Sra. de Aranzazu, rezaban algunos rótulos. Las viejas y típicas casas adosadas al Urgull constituían el plano de fondo.
¡Qué bonito es todo esto!
Precioso.
Caminábamos por entre una multitud curiosa y desocupada. Paulatinamente nos fuimos acercando al Aquarium. Rosa del Mar me invitó a verlo. Recorrimos una por una todas sus dependencias deteniéndonos en cada acuario. Los peces, como ignorando nuestra presencia, no se inmutaban al vernos ante ellos. Después de una prolongada visita abandonamos el recinto. Fuera el sol calentaba con fuerza.
¡Qué calor! Podíamos ir a la playa.
Claro que podíamos ir, pero no vengo preparada. ¿Por qué no subimos hasta el Sagrado Corazón?
Iniciamos el ascenso sin prisas. La carretera serpenteaba el monte rodeada de árboles. A través de su tupido follaje apenas calaban los rayos del sol. Un delicioso frescor hacía más suaves aquellas rampas. De cuando en cuando nos deteníamos para contemplar la bella panorámica.
¡Qué bonito es todo esto!
Sí que lo es.
Pero más bonita eres tú.
¡No seas adulador, Raúl!
No es adulación. Es la pura verdad. Eres bella como una rosa. Por eso te puse ese nombre.
Una dulce sonrisa se asomó a sus provocadores labios. Yo me apresuré a apagarla. Tomamos asiento en un banco.
Te quiero, Rosa.
Yo también te quiero a ti, Raúl.
Entonces, ¿por qué no ponemos fin a esta situación? ¿Por qué no nos presentamos a tus padres y les pedimos que autoricen nuestras relaciones?
No sé, Raúl. Me da miedo. Papá puede que no oponga resistencia, pero mamá…
¿Por qué me odia tanto tu madre? —le susurré al oído.
Las mejillas de Rosa del Mar se tiñeron de vivo carmín.
Ya te lo he dicho más de una vez.
Eso no me convence, cariño. Una madre, por muy puritana que sea, debe comprender que su hija tiene derecho a enamorarse. No puede interponerse en su vida. Tiene que haber alguna otra razón de más peso y me temo que tú la sabes.
¿Yo? ¡Pobre de mí!
No finjas, Rosa. Tu cara te delata.
Tenía entre mis manos las suyas. Las acerqué a mis labios y las besé.
Anda, Rosa, cuéntamelo todo por duro que sea. ¿Acaso crees que no es más duro vivir con esta incertidumbre?
Si insistes, te lo diré. Pero luego no quiero que me reproches nada.
Descuida.
Rosa del Mar tosió un par de veces. No sabía cómo empezar. Al fin se decidió.
Mamá no quiere que salga contigo, porque no te conoce de nada. No sabe quién eres ni de dónde procedes. Dice que Dios sabe de qué familia serás. Si tu familia será buena o mala. Si gozará de buena posición o no. Que por qué no te dejo y me voy con los de mi clase. Y otras cosas así. Cada vez que se entera que he salido contigo me pone la cabeza como un bombo.
Me lo imagino. ¡Si no fuera porque es tu madre…!
¡Qué!
Nada, nada. Será mejor no hacer comentarios.
Un largo silencio se interpuso entre ambos. Yo reflexionaba sobre sus palabras. Una congoja se fue apoderando de mí. Un fuerte nudo atenazó mi garganta. Quise odiar a su madre y no pude. Tenía la sensación de que al odiarla, odiaba a Rosa también. Poco a poco logré superar aquel estado de ánimo. Traté de olvidarlo todo. De olvidar lo que me había dicho Rosa, lo que yo había pensado. Incluso traté de olvidar que existíamos. En aquel momento me hubiera gustado comenzar una nueva vida. No saber nada uno del otro. Acabar de conocernos. Quizá hubiera sido más bonito así.
¿En qué piensas?
En nada.
No me lo creo. Cuando te quedas así sé que piensas en algo. Te conozco muy bien. Estoy segura que estabas pensando en lo que te he contado de mamá. ¿Me equivoco?
Ya te dije antes que era mejor no hacer comentarios. No volvamos a liarlo todo.
Perdona. No he querido molestarte.
No me has molestado, Rosa. Pero es mejor que lo olvidemos.
Un pajarillo revoloteaba entre la fronda. Parecía un pardillo. La espesura del follaje me impedía reconocerlo. Ora se posaba en una rama. Ora saltaba a otra. Tan pronto se vislumbraba por algún hueco, como se ocultaba tras alguna hoja. Cansado de reconocer la enramada, se alejó apresuradamente de allí.
¿Continuamos hasta el Sagrado Corazón?
Como quieras.
¡No me digas que ahora no te apetece subir! Tú fuiste la que lo propusiste.
¿Y quién dice que no me apetezca?
Subimos en silencio el trecho que nos faltaba. Al llegar arriba nuestra conversación se animó un poco. A medida que recorríamos el monumento Rosa se hacía más locuaz. Me explicaba todos los detalles de la estatua.
¿Sabías que está enclavado en el Castillo de la Mota?
Pues, no, no tenía ni idea.
—Los restos del castillo están formados por este muro más viejo de piedra que ves aquí y que constituye el asiento de todo el monumento. Como puedes ver, sobre el castillo construyeron una base, que funciona como capilla, y sobre ella levantaron la estatua del Sagrado Corazón.
—Es muy interesante.
—¿Cuánto calculas que mide todo el monumento?
—No tengo ni la más remota idea, pero por decir algo, unos quince o veinte metros.
—Pues mide casi treinta.
—¿Tanto?
—Sólo la base ya mide dieciséis metros y la estatua doce y medio.
—Pues a simple vista no lo parece.
Rosa del Mar siguió dándome más detalles del monumento mientras lo circundábamos. Finalizado el recorrido nos detuvimos en la parte posterior. El mar se ofrecía a nuestros ojos en toda su grandeza. Los dos teníamos perdida nuestra mirada en él.
¿Qué misterios guardará el mar en sus entrañas?
—No lo sé, pero me gustaría conocerlos. ¡Debe de ser tan maravillo ahí abajo…!
Estábamos tan próximos que nuestros alientos se entremezclaban. Sus verdes ojos se clavaron en los míos con una mirada de hechizo.
No sé para que quiero asomarme al mar si lo puedo contemplar en tus ojos.
¡Exagerado!
Nos acercamos más. Nuestros labios se unieron apasionadamente. Permanecimos largo rato unidos en un abrazo de amor.
Rosa, te quiero. Te quiero con locura. Tú lo eres todo para mí.
Yo también te quiero, Raúl.
No permitiré que te arrebaten de mi lado. No podría vivir sin ti.
Mi declaración era sincera. Pero a lo lejos se extendía una sombra que la empañaba. Era la sombra de su madre. Al rememorarla, un profundo escalofrío recorrió todo mi ser.
¿Qué te ocurre, Raúl?
Nada, cariño.
He notado algo extraño en ti.
Habrá sido la emoción.
Sin prisas fuimos dejando atrás el monumento al Sagrado Corazón. El sol se acercaba ya al cenit. El calor era sofocante.
¿Vamos a la playa esta tarde?
No me hace mucha gracia, Raúl. Está siempre tan abarrotada, que no puedes dar ni un paso.
¿Adónde quieres que vayamos entonces?
No lo sé. Podríamos ir a las rocas…, o a la montaña… ¿Por qué no damos un paseo por la montaña?
No me apetece. Hace demasiado calor para caminar.
Guardamos silencio. Yo llevaba a Rosa asida por el talle y ella a mí por el mío.
¿Quieres que vayamos al cine? —insinué con débil voz.
No creas que se estará muy bien allí con este calor.
Podemos ir al Astoria. Tiene refrigeración.
¿Qué programa hacen?
¿Arde París?
¿De veras hacen ¿Arde parís?
Sí. Lo he visto esta mañana en el periódico.
Pues ésa no me la pierdo.
Dicen que es muy buena.
Eso tengo entendido. Dura unas tres horas.
¿De qué trata?
Creo que de la Segunda Guerra Mundial. De cuando entran los alemanes en París. Pero eso ya lo veremos.
El sol se filtraba por entre las ramas de los árboles. Formaba en la carretera un maravilloso claroscuro.
¿No te parece bonito esto, Rosa?
¡Maravilloso!
Nos apoyamos un momento en el muro que contenía la carretera para contemplar el paraje. Abajo, como empotradas en la base del monte, se veían las viejas casas del Puerto Pesquero. A su lado los barcos se bamboleaban suavemente, como si interpretaran una consabida danza. Poco más adelante se extendía la playa, cual gigantesca concha dorada.
¡Qué poético es todo esto! –exclamé casi para mí.
Sí que lo es.
Rosa del Mar se había girado hacia mí. Mi mirada se perdió en el piélago de sus ojos.
¿Te gusta la poesía, Rosa?
Mucho.
¡No me digas! No sabía que te gustara.
No hace mucho que empezó a gustarme. Todo ocurrió el año pasado cuando estudié literatura. El profesor que nos la daba era un enamorado de la poesía y a él le debo mi afición hacia ella —permaneció unos instantes en silencio antes de continuar—. Pocos eran los días que no nos leía un poema de algún laureado poeta. Ponía el alma entera en ello. Más que leerlos parecía que los vivía. Le gustaba mucho leernos trozos o poemas enteros de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Bécquer, Antonio Machado y otros. Por Juan Ramón Jiménez sentía una cierta predilección, aunque decía que era un poco oscuro para entenderlo.
Nuevo silencio. A nuestro lado pasó una pareja de mediana edad.
Él fue quien nos enseñó a leer la poesía, a entenderla, a comprenderla. Él despertó en mí tan bellos sentimientos.
Rosa del Mar guardó silencio. Nuestras miradas se cruzaban tratando de escudriñar hasta lo más profundo de nuestros ojos.
Algún poeta ha dicho —creo recordar que fue Bécquer— que la poesía es la mujer y tenía razón. Contemplándote a ti no puedo dudar de la veracidad de esta afirmación, porque toda tú eres pura poesía. Tus ojos son dos pozos profundos, pero diáfanos cual la luz del sol. Son dos mares totalmente transparentes. Son dos brillantes esmeraldas que embellecen aún más tu hermosa cara. Quien te ame a ti no tiene más remedio que amar la poesía.
Un largo y apasionado beso apagó mi voz. Después proseguimos el descenso. Se acercaba el mediodía y a Rosa se le hacía tarde. Abandonamos el Urgull y con él el Puerto Pesquero.
Por la tarde fuimos al cine como habíamos planificado. Después acompañé a Rosa del Mar hasta su casa. Cuando llegábamos al Igueldo se desvanecía ya el crepúsculo. El lucero de la tarde hacía su presencia en el firmamento. Una suave brisa mecía las hojas de los árboles y refrescaba nuestros ardientes rostros.
¡Qué agradable brisa! Invita a quedarse aquí.
De buena gana me quedaría si no fuera por mamá.
¡Qué le vamos a hacer!
Un profundo suspiro surgió de mi garganta. En aquel instante llegábamos a la verja de su jardín. La noche ya se había adueñado de la ciudad y de la montaña. El rostro de Rosa del Mar aparecía más hermoso que nunca a la luz de una farola.
¡Qué bonita eres, Rosa!
Ella me sonrió. Luego juntamos nuestros labios para fundirlos en un prolongado beso de amor.
Si me separaran de ti no sé si podría vivir.
Yo creo que tampoco podría vivir sin ti.
Tenemos que hacer algo para convencer a tu madre.
No sé qué.
Un ruido en uno de los balcones de la casa nos obligó a ponernos en guardia. No vimos a nadie. Pero allí mismo pusimos punto final a nuestra conversación.
Hasta mañana, Rosa.
Hasta mañana, Raúl.
Vi cómo desaparecía cruzando el umbral de la casa. Después me alejé de allí.
Al entrar en el comedor de la pensión encontré a todos los compañeros sentados a la mesa. La madre de la patrona servía la sopa en aquel momento.
¡Vaya! ¡Sí que ha sido puntual, señorito Raúl! Si se descuida un poco más se queda sin sopa.
Mi respuesta fue un saludo general.
A éhte lo traen loco lo amore de esa shica.
El andaluz ya hacía días que se sentaba a la mesa con todos. Aunque ya no era el de antes, había recuperado en parte su humor.
¡Ah, pero ¿ tiene novia el señorito Raúl?
¡Pue claro que tiene novia! ¿No se lo nota uhté en lo ojo, señá María? ¡No hay má que mirar pa ér!
¡Vaya, vaya! ¡Qué callado se lo tenía!
Los comentarios se intercambiaban entre la madre de la hospedera y el andaluz. Los demás no intervenían. La señora María se retiró. En el comedor sólo se oía el ruido que producían los cubiertos en los platos.
Al entrar en el comedor había observado la presencia de Víctor. Era extraño. En todos aquellos meses que llevaba en la pensión era la primera vez que lo veía sentado a nuestra mesa. Noté que apenas se hablaba durante la cena y de cuando en cuando el andaluz cambiaba alguna mirada significativa con el navarro. Los asturianos se mostraban algo más locuaces entre ellos, aunque también guardaban cierto comedimiento.
Terminada la cena, Víctor se esfumó como una exhalación. Los asturianos tampoco se demoraron.
¿Ha vihto, Carmelo? Ése casi no ehpera ni por lo pohtre.
Sí, pues. Paíce que lo persiguiera el diablo.
Er diablo sí que lo persigue, pero eh er diablo que yo me sé. ¡Si huebiera oío ehta mañana er ruío que se ha armao por aquí…! Ehto paresía un infierno. ¡Había que ver a la do muhere contra er carsonaso der marío!
Así, tú lo viste todo, pues.
No. Yo ehtaba en mi cuarto. Desde allí lo oí todo y pude imaginar lo que ehtaba ocurriendo. Ana Mari le contehtaba, pero la que má le gritaba era la vieha. ¡Madre de mi arma, cómo lo puso! Ahora que no crea, ér se defendía. Ar final casi logró imponerse. Desía que no quería ver má a ese tipo por aquí, que si lo veía le arrancaría la piel a tira. Aluego se marsharon y ya no pude oír má.
Así, paíce que lo ha descubierto todo, pues.
Eso parese.
¡Ya era hora! Porque esto era un escándalo, pues.
Lo que hase farta e que ér cumpla con su deber de marío.
Ahora cumplirá, Antonio.
¡Ya veremo!
Sí, pues. Ahora cumplirá por la cuenta que le trae.
Yo prestaba atención a la conversación de Antonio y Carmelo sin intervenir en ella. Parecía que la crisis familiar había llegado a su cúspide. Era de esperar que se normalizaran sus relaciones y volviera la paz y la calma a aquel hogar.
Bueno, Carmelo y compañía, sos dejo.
¿Qué prisa tienes, pues?
Prisa ninguna. Pero ya va siendo hora de que me vaya pa la cama. Er médico me dise que debo guardar musho reposo.
¡Hala, pues, Antonio! Hasta mañana y que descanses.
Lo mismo sos digo. ¡A la buena noshe!
Carmelo y yo nos quedamos solos en el comedor. Un silencio incómodo se interpuso entre ambos. Ninguno de los dos sabíamos qué decir. Por fin el navarro trató de romper el hielo con una frase tópica.
Hace calor, pues.
Sí que lo hace.
Nuevo silencio y nueva situación molesta. Ni uno ni el otro queríamos hablar de aquel tema que aún se respiraba en el aire y tampoco acertábamos a iniciar otra conversación.
Se va haciendo tarde, pues. Habrá que ir pensando en acostarse.
Sí que se está haciendo tarde.
Como movidos por un resorte, nos levantamos los dos a un tiempo dispuestos a abandonar el comedor. La verdad que para mí no era demasiado tarde. Pero prefería encerrarme en mi habitación a seguir representando aquel bochornoso papel. Y creo que otro tanto le ocurría a Carmelo.


© Julio Noel 



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