12
Rosa
del Mar se apoyaba en la verja de su jardín. Al verme subir por la
carretera se dirigió a mi encuentro.
—¡Rosa!
—¡Raúl!
Nuestros labios se unieron en
un apasionado beso.
—¡Al fin juntos!
—Sí, Raúl. Pero será
mejor que tomemos precauciones.
—¡Precauciones,
precauciones! ¡Como si nuestro amor fuera un crimen!
La besé otra vez.
—Basta ya, Raúl; pueden
vernos. Vámonos de aquí.
Nos alejamos carretera abajo.
La mañana era espléndida.
—¿Adónde vamos?
—A cualquier parte con tal
de alejarnos de aquí.
Rosa del Mar parecía
alegrarse a medida que nos distanciábamos de su casa. Su rostro era
una bella amapola que se abría al sol.
—¿Cómo has adivinado que
estábamos aquí?
—Anoche pasé por delante de
tu casa y vi luz dentro. Por cierto, ¿cómo es que habéis
adelantado un día el regreso?
—Papá no se sentía a gusto
en Zarauz. Por él hubiéramos venido hace ya quince días. ¡Añoraba
tanto San Sebastián…! Al fin pudo convencer a mamá para que
regresáramos ayer. Recordó que hoy se celebraba una reunión muy
importante a la que no quería faltar.
—¡Ya podía haberse
celebrado antes esa reunión!
—No grites tanto. Mamá
estuvo a punto de dejarlo venir a él solo y quedarnos nosotras todo
el mes de agosto allí.
—¡Sólo habría faltado
eso! Pero, ¿qué le he hecho yo a tu madre? ¿Por qué me odia
tanto? Tú lo tienes que saber. ¿Por qué no me lo dices?
—Ya te lo he dicho, Raúl.
Mamá no te odia. Lo único que quiere es que yo no salga con chicos
aún.
Sin darnos cuenta habíamos
llegado a las proximidades del Puerto Pesquero. Poco a poco nos
fuimos acercando a él. Su mundo multicolor ofrecía un cuadro único
a nuestra vista. Barcos de diversos colores y de escaso calado se
hallaban amarrados a los muelles. Nuevo
San Vicente, Gaztelu, Ntra. Sra. de Aranzazu, rezaban
algunos rótulos. Las viejas y típicas casas adosadas al Urgull
constituían el plano de fondo.
—¡Qué bonito es todo esto!
—Precioso.
Caminábamos por entre una
multitud curiosa y desocupada. Paulatinamente nos fuimos acercando al
Aquarium. Rosa del Mar me invitó a verlo. Recorrimos una por una
todas sus dependencias deteniéndonos en cada acuario. Los peces,
como ignorando nuestra presencia, no se inmutaban al vernos ante
ellos. Después de una prolongada visita abandonamos el recinto.
Fuera el sol calentaba con fuerza.
—¡Qué calor! Podíamos ir
a la playa.
—Claro que podíamos ir,
pero no vengo preparada. ¿Por qué no subimos hasta el Sagrado
Corazón?
Iniciamos el ascenso sin
prisas. La carretera serpenteaba el monte rodeada de árboles. A
través de su tupido follaje apenas calaban los rayos del sol. Un
delicioso frescor hacía más suaves aquellas rampas. De cuando en
cuando nos deteníamos para contemplar la bella panorámica.
—¡Qué bonito es todo esto!
—Sí que lo es.
—Pero más bonita eres tú.
—¡No seas adulador, Raúl!
—No es adulación. Es la
pura verdad. Eres bella como una rosa. Por eso te puse ese nombre.
Una dulce sonrisa se asomó a
sus provocadores labios. Yo me apresuré a apagarla. Tomamos asiento
en un banco.
—Te quiero, Rosa.
—Yo también te quiero a ti,
Raúl.
—Entonces, ¿por qué no
ponemos fin a esta situación? ¿Por qué no nos presentamos a tus
padres y les pedimos que autoricen nuestras relaciones?
—No sé, Raúl. Me da miedo.
Papá puede que no oponga resistencia, pero mamá…
—¿Por qué me odia tanto tu
madre? —le susurré al oído.
Las mejillas de Rosa del Mar
se tiñeron de vivo carmín.
—Ya te lo he dicho más de
una vez.
—Eso no me convence, cariño.
Una madre, por muy puritana que sea, debe comprender que su hija
tiene derecho a enamorarse. No puede interponerse en su vida. Tiene
que haber alguna otra razón de más peso y me temo que tú la sabes.
—¿Yo? ¡Pobre de mí!
—No finjas, Rosa. Tu cara te
delata.
Tenía entre mis manos las
suyas. Las acerqué a mis labios y las besé.
—Anda, Rosa, cuéntamelo
todo por duro que sea. ¿Acaso crees que no es más duro vivir con
esta incertidumbre?
—Si insistes, te lo diré.
Pero luego no quiero que me reproches nada.
—Descuida.
Rosa del Mar tosió un par de
veces. No sabía cómo empezar. Al fin se decidió.
—Mamá no quiere que salga
contigo, porque no te conoce de nada. No sabe quién eres ni de dónde
procedes. Dice que Dios sabe de qué familia serás. Si tu familia
será buena o mala. Si gozará de buena posición o no. Que por qué
no te dejo y me voy con los de mi clase. Y otras cosas así. Cada vez
que se entera que he salido contigo me pone la cabeza como un bombo.
—Me lo imagino. ¡Si no
fuera porque es tu madre…!
—¡Qué!
—Nada, nada. Será mejor no
hacer comentarios.
Un largo silencio se interpuso
entre ambos. Yo reflexionaba sobre sus palabras. Una congoja se fue
apoderando de mí. Un fuerte nudo atenazó mi garganta. Quise odiar a
su madre y no pude. Tenía la sensación de que al odiarla, odiaba a
Rosa también. Poco a poco logré superar aquel estado de ánimo.
Traté de olvidarlo todo. De olvidar lo que me había dicho Rosa, lo
que yo había pensado. Incluso traté de olvidar que existíamos. En
aquel momento me hubiera gustado comenzar una nueva vida. No saber
nada uno del otro. Acabar de conocernos. Quizá hubiera sido más
bonito así.
—¿En qué piensas?
—En nada.
—No me lo creo. Cuando te
quedas así sé que piensas en algo. Te conozco muy bien. Estoy
segura que estabas pensando en lo que te he contado de mamá. ¿Me
equivoco?
—Ya te dije antes que era
mejor no hacer comentarios. No volvamos a liarlo todo.
—Perdona. No he querido
molestarte.
—No me has molestado, Rosa.
Pero es mejor que lo olvidemos.
Un pajarillo revoloteaba entre
la fronda. Parecía un pardillo. La espesura del follaje me impedía
reconocerlo. Ora se posaba en una rama. Ora saltaba a otra. Tan
pronto se vislumbraba por algún hueco, como se ocultaba tras alguna
hoja. Cansado de reconocer la enramada, se alejó apresuradamente de
allí.
—¿Continuamos hasta el
Sagrado Corazón?
—Como quieras.
—¡No me digas que ahora no
te apetece subir! Tú fuiste la que lo propusiste.
—¿Y quién dice que no me
apetezca?
Subimos
en silencio el trecho que nos faltaba. Al llegar arriba nuestra
conversación se animó un poco. A medida que recorríamos el
monumento Rosa se hacía más locuaz. Me explicaba todos los detalles
de la estatua.
—¿Sabías que está
enclavado en el Castillo de la Mota?
—Pues, no, no tenía ni
idea.
—Los
restos del castillo están formados por este muro más viejo de
piedra que ves aquí y que constituye el asiento de todo el
monumento. Como puedes ver, sobre el castillo construyeron una base,
que funciona como capilla, y sobre ella levantaron la estatua del
Sagrado Corazón.
—Es
muy interesante.
—¿Cuánto
calculas que mide todo el monumento?
—No
tengo ni la más remota idea, pero por decir algo, unos quince o
veinte metros.
—Pues
mide casi treinta.
—¿Tanto?
—Sólo
la base ya mide dieciséis metros y la estatua doce y medio.
—Pues
a simple vista no lo parece.
Rosa
del Mar siguió dándome más detalles del monumento mientras lo
circundábamos. Finalizado el recorrido nos detuvimos en la parte
posterior. El mar se ofrecía a nuestros ojos en toda su grandeza.
Los dos teníamos perdida nuestra mirada en él.
—¿Qué misterios guardará
el mar en sus entrañas?
—No
lo sé, pero me gustaría conocerlos. ¡Debe de ser tan maravillo ahí
abajo…!
Estábamos tan próximos que
nuestros alientos se entremezclaban. Sus verdes ojos se clavaron en
los míos con una mirada de hechizo.
—No sé para que quiero
asomarme al mar si lo puedo contemplar en tus ojos.
—¡Exagerado!
Nos acercamos más. Nuestros
labios se unieron apasionadamente. Permanecimos largo rato unidos en
un abrazo de amor.
—Rosa, te quiero. Te quiero
con locura. Tú lo eres todo para mí.
—Yo también te quiero,
Raúl.
—No permitiré que te
arrebaten de mi lado. No podría vivir sin ti.
Mi declaración era sincera.
Pero a lo lejos se extendía una sombra que la empañaba. Era la
sombra de su madre. Al rememorarla, un profundo escalofrío recorrió
todo mi ser.
—¿Qué te ocurre, Raúl?
—Nada, cariño.
—He notado algo extraño en
ti.
—Habrá sido la emoción.
Sin prisas fuimos dejando
atrás el monumento al Sagrado Corazón. El sol se acercaba ya al
cenit. El calor era sofocante.
—¿Vamos a la playa esta
tarde?
—No me hace mucha gracia,
Raúl. Está siempre tan abarrotada, que no puedes dar ni un paso.
—¿Adónde quieres que
vayamos entonces?
—No lo sé. Podríamos ir a
las rocas…, o a la montaña… ¿Por qué no damos un paseo por la
montaña?
—No me apetece. Hace
demasiado calor para caminar.
Guardamos silencio. Yo llevaba
a Rosa asida por el talle y ella a mí por el mío.
—¿Quieres que vayamos al
cine? —insinué con débil voz.
—No creas que se estará muy
bien allí con este calor.
—Podemos ir al Astoria.
Tiene refrigeración.
—¿Qué programa hacen?
—¿Arde París?
—¿De veras hacen ¿Arde
parís?
—Sí. Lo he visto esta
mañana en el periódico.
—Pues ésa no me la pierdo.
—Dicen que es muy buena.
—Eso tengo entendido. Dura
unas tres horas.
—¿De qué trata?
—Creo que de la Segunda
Guerra Mundial. De cuando entran los alemanes en París. Pero eso ya
lo veremos.
El sol se filtraba por entre
las ramas de los árboles. Formaba en la carretera un maravilloso
claroscuro.
—¿No te parece bonito esto,
Rosa?
—¡Maravilloso!
Nos apoyamos un momento en el
muro que contenía la carretera para contemplar el paraje. Abajo,
como empotradas en la base del monte, se veían las viejas casas del
Puerto Pesquero. A su lado los barcos se bamboleaban suavemente, como
si interpretaran una consabida danza. Poco más adelante se extendía
la playa, cual gigantesca concha dorada.
—¡Qué poético es todo
esto! –exclamé casi para mí.
—Sí que lo es.
Rosa del Mar se había girado
hacia mí. Mi mirada se perdió en el piélago de sus ojos.
—¿Te gusta la poesía,
Rosa?
—Mucho.
—¡No me digas! No sabía
que te gustara.
—No hace mucho que empezó a
gustarme. Todo ocurrió el año pasado cuando estudié literatura. El
profesor que nos la daba era un enamorado de la poesía y a él le
debo mi afición hacia ella —permaneció unos instantes en silencio
antes de continuar—. Pocos eran los días que no nos leía un poema
de algún laureado poeta. Ponía el alma entera en ello. Más que
leerlos parecía que los vivía. Le gustaba mucho leernos trozos o
poemas enteros de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Bécquer,
Antonio Machado y otros. Por Juan Ramón Jiménez sentía una cierta
predilección, aunque decía que era un poco oscuro para entenderlo.
Nuevo silencio. A nuestro lado
pasó una pareja de mediana edad.
—Él fue quien nos enseñó
a leer la poesía, a entenderla, a comprenderla. Él despertó en mí
tan bellos sentimientos.
Rosa del Mar guardó silencio.
Nuestras miradas se cruzaban tratando de escudriñar hasta lo más
profundo de nuestros ojos.
—Algún poeta ha dicho —creo
recordar que fue Bécquer— que la poesía es la mujer y tenía
razón. Contemplándote a ti no puedo dudar de la veracidad de esta
afirmación, porque toda tú eres pura poesía. Tus ojos son dos
pozos profundos, pero diáfanos cual la luz del sol. Son dos mares
totalmente transparentes. Son dos brillantes esmeraldas que
embellecen aún más tu hermosa cara. Quien te ame a ti no tiene más
remedio que amar la poesía.
Un largo y apasionado beso
apagó mi voz. Después proseguimos el descenso. Se acercaba el
mediodía y a Rosa se le hacía tarde. Abandonamos el Urgull y con él
el Puerto Pesquero.
Por la tarde fuimos al cine
como habíamos planificado. Después acompañé a Rosa del Mar hasta
su casa. Cuando llegábamos al Igueldo se desvanecía ya el
crepúsculo. El lucero de la tarde hacía su presencia en el
firmamento. Una suave brisa mecía las hojas de los árboles y
refrescaba nuestros ardientes rostros.
—¡Qué agradable brisa!
Invita a quedarse aquí.
—De buena gana me quedaría
si no fuera por mamá.
—¡Qué le vamos a hacer!
Un profundo suspiro surgió de
mi garganta. En aquel instante llegábamos a la verja de su jardín.
La noche ya se había adueñado de la ciudad y de la montaña. El
rostro de Rosa del Mar aparecía más hermoso que nunca a la luz de
una farola.
—¡Qué bonita eres, Rosa!
Ella me sonrió. Luego
juntamos nuestros labios para fundirlos en un prolongado beso de
amor.
—Si me separaran de ti no sé
si podría vivir.
—Yo creo que tampoco podría
vivir sin ti.
—Tenemos que hacer algo para
convencer a tu madre.
—No sé qué.
Un ruido en uno de los
balcones de la casa nos obligó a ponernos en guardia. No vimos a
nadie. Pero allí mismo pusimos punto final a nuestra conversación.
—Hasta mañana, Rosa.
—Hasta mañana, Raúl.
Vi cómo desaparecía cruzando
el umbral de la casa. Después me alejé de allí.
Al entrar en el comedor de la
pensión encontré a todos los compañeros sentados a la mesa. La
madre de la patrona servía la sopa en aquel momento.
—¡Vaya! ¡Sí que ha sido
puntual, señorito Raúl! Si se descuida un poco más se queda sin
sopa.
Mi respuesta fue un saludo
general.
—A éhte lo traen loco lo
amore de esa shica.
El andaluz ya hacía días que
se sentaba a la mesa con todos. Aunque ya no era el de antes, había
recuperado en parte su humor.
—¡Ah, pero ¿ tiene novia
el señorito Raúl?
—¡Pue claro que tiene
novia! ¿No se lo nota uhté en lo ojo, señá María? ¡No hay má
que mirar pa ér!
—¡Vaya, vaya! ¡Qué
callado se lo tenía!
Los comentarios se
intercambiaban entre la madre de la hospedera y el andaluz. Los demás
no intervenían. La señora María se retiró. En el comedor sólo se
oía el ruido que producían los cubiertos en los platos.
Al entrar en el comedor había
observado la presencia de Víctor. Era extraño. En todos aquellos
meses que llevaba en la pensión era la primera vez que lo veía
sentado a nuestra mesa. Noté que apenas se hablaba durante la cena y
de cuando en cuando el andaluz cambiaba alguna mirada significativa
con el navarro. Los asturianos se mostraban algo más locuaces entre
ellos, aunque también guardaban cierto comedimiento.
Terminada la cena, Víctor se
esfumó como una exhalación. Los asturianos tampoco se demoraron.
—¿Ha vihto, Carmelo? Ése
casi no ehpera ni por lo pohtre.
—Sí, pues. Paíce que lo
persiguiera el diablo.
—Er diablo sí que lo
persigue, pero eh er diablo que yo me sé. ¡Si huebiera oío ehta
mañana er ruío que se ha armao por aquí…! Ehto paresía un
infierno. ¡Había que ver a la do muhere contra er carsonaso der
marío!
—Así, tú lo viste todo,
pues.
—No. Yo ehtaba en mi cuarto.
Desde allí lo oí todo y pude imaginar lo que ehtaba ocurriendo. Ana
Mari le contehtaba, pero la que má le gritaba era la vieha. ¡Madre
de mi arma, cómo lo puso! Ahora que no crea, ér se defendía. Ar
final casi logró imponerse. Desía que no quería ver má a ese tipo
por aquí, que si lo veía le arrancaría la piel a tira. Aluego se
marsharon y ya no pude oír má.
—Así, paíce que lo ha
descubierto todo, pues.
—Eso parese.
—¡Ya era hora! Porque esto
era un escándalo, pues.
—Lo que hase farta e que ér
cumpla con su deber de marío.
—Ahora cumplirá, Antonio.
—¡Ya veremo!
—Sí, pues. Ahora cumplirá
por la cuenta que le trae.
Yo prestaba atención a la
conversación de Antonio y Carmelo sin intervenir en ella. Parecía
que la crisis familiar había llegado a su cúspide. Era de esperar
que se normalizaran sus relaciones y volviera la paz y la calma a
aquel hogar.
—Bueno, Carmelo y compañía,
sos dejo.
—¿Qué prisa tienes, pues?
—Prisa ninguna. Pero ya va
siendo hora de que me vaya pa la cama. Er médico me dise que debo
guardar musho reposo.
—¡Hala, pues, Antonio!
Hasta mañana y que descanses.
—Lo mismo sos digo. ¡A la
buena noshe!
Carmelo y yo nos quedamos
solos en el comedor. Un silencio incómodo se interpuso entre ambos.
Ninguno de los dos sabíamos qué decir. Por fin el navarro trató de
romper el hielo con una frase tópica.
—Hace calor, pues.
—Sí que lo hace.
Nuevo silencio y nueva
situación molesta. Ni uno ni el otro queríamos hablar de aquel tema
que aún se respiraba en el aire y tampoco acertábamos a iniciar
otra conversación.
—Se va haciendo tarde, pues.
Habrá que ir pensando en acostarse.
—Sí que se está haciendo
tarde.
Como movidos por un resorte,
nos levantamos los dos a un tiempo dispuestos a abandonar el comedor.
La verdad que para mí no era demasiado tarde. Pero prefería
encerrarme en mi habitación a seguir representando aquel bochornoso
papel. Y creo que otro tanto le ocurría a Carmelo.
© Julio Noel
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