10
Hacía
una semana que Rosa del Mar y su familia no daban señales de vida.
No había día que no rondara por delante de su casa. Lo primero que
hacía al levantarme era acercarme hasta la hermosa villa del
Igueldo. Y no había día que regresara a casa sin haber efectuado la
correspondiente ronda vespertina. No sabía a qué atribuir aquella
súbita y prolongada desaparición que me tenía desconcertado, y
moral y sentimentalmente deshecho. Un sinfín de ideas discurrían
por mi mente. Todas se me presentaban razonables, para volverse
después completamente absurdas. No acababa de entender aquella
desaparición, a no ser que se tratara de una treta de la madre de
Rosa del Mar.
Hundido en un butacón del
comedor hojeaba una revista. Estaba solo. Era un poco pronto para que
llegaran los demás. Mi vista pasaba por las hojas sin ver lo que
había en ellas. Mi pensamiento estaba muy lejos de allí, pero de
pronto un ruido seco me sacó de mi abstracción. Era la patrona que
entraba a disponer la mesa.
—Buenos días, señorito
Raúl.
—Buenos días —le contesté
sin apenas fijarme en ella.
Mi vista se volvió a perder
entre las entintadas páginas. Sin mirar observé que la patrona
demoraba mucho su retirada. Hasta me pareció advertir que me dirigía
alguna que otra ojeada fugaz. Sin darme cuenta de lo que hacía, alcé
los ojos y me encontré con su mirada. Avergonzado bajé la vista de
nuevo sobre el papel. Una oleada de fuego recorrió mi rostro. Poco
después me atreví a alzar la vista otra vez. La patrona limpiaba la
mesa de espaldas a mí. Su falda dejaba gran parte de sus blancos
muslos al descubierto. Aparté rápidamente mi vista de allí. Pero,
como hombre, no pude resistirme a la tentación de volver a mirar.
Sus muslos, redondos y bien torneados, se ofrecían tentadores a mi
vista. Una fuerte sacudida recorrió todo mi ser. Ella volvió
entonces su rostro hacía mí y me hizo un guiño bastante elocuente.
Yo debía de estar semiaturdido y muy alterado. Poco después se
marchó. Volvió a hacer varias entradas y salidas al comedor, pero
ya no volvió a insinuárseme.
En el momento de finalizar la
comida me entregaron una carta. Yo me sobresalté un poco. No había
más que una sola persona que conociera mi dirección, Rosa del Mar.
Lógicamente, no podía ser más que de ella. La carta venía sin
remite y no pude comprobar en aquel momento si era suya o no. La
guardé en mi seno para leerla con más tranquilidad en la
habitación. Me despedí de mis compañeros casi con los postres en
la mano. Mi impaciencia no me permitía permanecer un segundo más en
el comedor.
Ya en mi cuarto, abrí la
carta y lo primero que miré fue su firma. Efectivamente era de Rosa
del Mar. Me apresuré a leer sus líneas, que bebía ávidamente.
Zarauz,
4 de julio de 1966
Adorable
Raúl:
Ya
perdonarás mi repentina desaparición. El día que ocurrió no tuve
tiempo de comunicártelo. Mamá me esperaba hecha un basilisco. Nos
había estado espiando desde el balcón y observó tu intento de
besarme. Sin esperar a más me obligó a preparar la maleta y acto
seguido emprendimos la fuga. Me ha amenazado y me sigue amenazando
con mil desafueros si continuamos viéndonos. Papá no está del todo
conforme; pero deja hacer a mamá. Siempre ha hecho lo mismo.
No sé hasta cuándo me
tendrán aquí. Mamá parece echarlo para largo.
No te doy mi dirección
porque no conviene que mamá descubra una sola de nuestras cartas.
Contéstame a Lista de Correos de Zarauz.
Recibe mi amor y mi cariño.
Tuya siempre,
Rosa del Mar.
He
de confesar que la lectura de esta carta me exasperó en extremo. Ya
me estaba temiendo que todo había sido obra de su madre, la muy…
No quise ofender a la que podía llegar a ser mi madre política. No
estaría bien hacerlo. Pero ¿qué le había hecho yo a aquella buena
señora para que se portara así conmigo?
Durante los primeros momentos
no supe cómo reaccionar. Mil cavilaciones e ideas estrambóticas
acudieron a mi mente. Poco a poco fui tomando conciencia de la
realidad del caso. Lo primero que tenía que hacer era no
precipitarme. Con calma y tranquilidad vería las cosas más claras.
Después de releer la carta un
par de veces, me dispuse a darle contestación. Escribí cuatro
líneas y tuve que rasgar la cuartilla. Aún no estaba lo
suficientemente calmado como para escribir. Lo dejé por el momento y
decidí salir a dar un paseo. Al llegar a la puerta de la calle di
media vuelta. El calor era agobiante. En vez de tranquilizarme, me
exasperaría aún más. Regresé a mi habitación y me tendí sobre
la cama. Así, con la nuca apoyada en mis manos y la vista clavada en
el techo, podría calmar mis nervios.
No sé cuántas horas
transcurrieron. Muchas. A punto de morir la tarde me devolvió a la
realidad la dulce melodía del violín. Empezó con unos acordes
preparatorios. Poco a poco fue tomando cuerpo. Tocaba una alegre
sinfonía. Muy parecida a la de la primera vez. Era emocionante oír
aquella melodía casi celestial. ¿Quién podría ser el dueño de
aquella mano que tocaba tan bien? Me asomé a mi ventana por ver si
descubría algo. ¡Qué raro! La ventana de donde procedían tan
dulces notas permanecía entornada como meses atrás. ¿Qué podía
significar aquello? No pude obtener respuesta a mi pregunta.
Desvanecida la música, me
propuse escribir la demorada carta. A lo largo de la tarde le había
dado varias vueltas en mi mente. Tomé papel y pluma y comencé a
escribir.
San
Sebastián, 7 de julio de 1966
Mi
idolatrada Rosa del Mar:
Tu
carta ha venido a despejar en mí la incógnita de tu súbita
desaparición y al mismo tiempo ha creado un mar de incertidumbre en
mi alma. Por lo que me dices, deduzco que estás ahí como raptada y
además «sine die». Yo no puedo permanecer con los brazos cruzados
hasta que tu madre se digne levantar el destierro. Mi temperamento y
el amor que te tengo no me lo permiten. Dime a vuelta de correo dónde
y cuándo podemos encontrarnos.
Tuyo hasta la muerte,
Raúl.
Doblé
la carta y la guardé en un sobre. Al día siguiente a primera hora
la depositaría en el buzón más cercano. Tenía que llegar pronto,
muy pronto, a su destino. De ella dependía en gran parte mi
felicidad.
Me pareció que era hora de
cenar. Me acerqué al comedor. En él me encontré con los dos
asturianos.
—Buenas noches.
—Hola, Raúl —me
contestaron.
Me senté al lado de Luis.
Manolo quedaba enfrente.
—Encuéntrote algu triste
—me dijo Manolo después de unos instantes de silencio—. Lleves
unus dies que nun tas muy finu, ho.
—Eso ye por causa de la
novia —comentó Luis—. A les muyeres nun hay que faceles casu,
ho. Si no llévente por mal camín.
—¡Meca, ho! Nun me digas
que tas triste por culpa duna muyer. ¡Eso ye lo último! Después de
cenar vamos dar una vueltina por ahí p'alegrate un pocu.
¡Para vueltas estaba yo! Hice
un gesto ambiguo. En realidad no me atreví a darles una negativa.
Eran dos buenos compañeros. Más aún, dos grandes amigos. Algo
brutos, eso sí. Pero nobles de corazón.
—¿Y merez la pena esa
mocina, ho? —me preguntó Luis después de una pausa.
Emití un profundo suspiro.
—¡Meca! —exclamó
Manolo—. Paezme que tas perdiu por ella.
—¿Ye guapa la mozuca, ho?
—Para mí sí —me atreví
a responder.
Manolo explotó en una sonora
carcajada.
—Eso ye lo que dicen toos
los namoraos —comentó—. ¡Ten cuidau con les muyeres, que van
volvete llocu!
En aquel momento entró el
navarro. Venía de visitar al andaluz.
—¿Cúmo ta Antonio? —le
preguntó Luis.
—¡Vaya! Se va recuperando
poco a poco. Hoy lo encuentro más animao, pues. Si sigue así, no
tardará en venir a cenar con nosotros.
Después de cenar los
asturianos me arrastraron tras de sí. Entre la bebida y el calor que
hacía regresé a casa medio mareado. Los asturianos, en cambio,
volvían tan frescos. ¡Cómo envidiaba su naturaleza!
Hacía una semana, una larga
semana, que había depositado mi carta en el buzón de correos. La
respuesta se demoraba ya demasiado. Aquel compás de espera estaba a
punto de terminar con mi paciencia. Me pasaba los días sin apenas
salir de la pensión. Dejaba transcurrir la mayor parte del tiempo
encerrado en mi cuarto. A veces me acercaba al comedor o hacía unos
minutos de compañía a Antonio.
—Hola, Antonio. ¡Veo que ya
se encuentra muy valiente!
—Un poquiyo sólo.
Se había levantado por
primera vez después del ataque. Ocupaba un sofá del comedor.
—Ya verá como no tarda en
encontrarse totalmente restablecido.
—No lo crea, Raúl. De éhta
ya no sargo.
—¡Sí, hombre, sí! ¡No
faltaba más!
—Nada, hombre. A mí éhta
me yeva p'al otro barrio. Sólo yo sé lo que hay aquí dentro
—señaló el pecho con la mano.
—¡No sea tan pesimista,
Antonio!
—No e pesimismo. E
presentimiento.
Me senté frente a él. Su
aspecto había mejorado algo. Ya no tenía las ojeras de los primeros
días. El color de su piel también había vuelto a su tono normal.
Hasta parecía que se le había llenado un poco la cara.
—¡Qué calor hace! —exclamé
mientras me sentaba.
—Hase un calor que no se
puee aguantar. ¡No sé cómo aguanta aquí enserrao todo er día! Si
yo ehtuviera bien, ¡aquí me iba a ehtar!
—Se hace uno a todo. Cada
cual se adapta a su estado de ánimo.
—En eso tiene rasón. No
siempre ehtá uno de humor pa todo.
Charlamos unos minutos más.
El andaluz se retiró pronto a su cuarto.
—¿Quiere que lo acompañe?
—me ofrecí cuando se marchaba.
—No, no, grasia. Puedo
haserlo yo solo.
Me quedé solo en el comedor,
pero no tardó en entrar un individuo. Era el huésped casi
desconocido. Pocas veces me había encontrado con él. Se llamaba
Víctor. Por lo que tenía entendido era periodista, escritor y
filósofo. Un poco de todo y nada de nada. En aquel momento decían
que estaba escribiendo un libro sobre los orígenes del hombre. Según
referencias se trataba de una auténtica revolución.
—Buenas tardes —me dijo al
entrar.
—Buenas tardes —le
contesté yo.
—¿No has visto por aquí a
Ana Mari?
Ana María era la patrona.
—Pues no.
—¿Dónde se habrá metido?
Hace media hora que la estoy buscando y no la encuentro.
Sin decir más se marchó. Yo
me retiré también a mi habitación.
A la mañana siguiente recibí
carta de Rosa del Mar. En ella me decía que me abstuviera de ir a
Zarauz. No serviría más que para empeorar las cosas. Era una
población no demasiado grande y nos sería muy difícil vernos sin
ser vistos. Por lo que no convenía arriesgarnos.
Haciendo caso omiso de sus
recomendaciones, aquel mismo día me desplacé hasta Zarauz. Mi
primer problema al llegar fue encontrar a Rosa del Mar. ¿Cómo
podría dar con ella si no tenía su dirección? Tendría que dejarlo
a la casualidad y así lo hice.
Transcurrió el primer día
sin resultado. A eso de la media tarde del segundo día, cuando iba a
hacer entrada en una plazoleta, descubrí una jovencita acompañada
por una señora de mediana edad. La joven era Rosa del Mar. La señora
que la acompañaba supuse que sería su madre. Retrocedí unos pasos
para no ser visto y desde un soportal espié sus movimientos. Se
habían detenido ante una tienda de regalos. No parecían tener mucha
prisa. Yo dudaba entre dejarme ver o seguir oculto en el soportal.
Después de algunas vacilaciones, opté por permanecer oculto. No
podía exponerme a ser reconocido por la madre de mi prometida.
Pasaron unos minutos. Minutos
interminables. Por fin se decidieron a abandonar aquel lugar. Tomaron
rumbo por una callejuela adelante hasta salir a otra más amplia. Yo
las seguía desde lejos. Se detuvieron ante una tienda de
confecciones y poco después entraron en ella. Desde fuera pude
observar que trataban de comprar algo. Permanecí en el exterior
hasta que hicieron ademán de salir. Al girarse, Rosa del Mar me
descubrió a través de los cristales. Entonces me retiré con
rapidez para ocultarme en un portal cercano. Poco a poco se fueron
alejando calle adelante. Yo las seguí de nuevo a prudente distancia.
No tardaron en detenerse ante un pequeño chalet, en apariencia
lujoso. Gesticularon breves segundos. Después la madre penetró en
su interior mientras Rosa del Mar retrocedía sobre sus pasos. Cuando
ya estaba próxima a mi escondite, salí a su encuentro. Ella me hizo
gestos para que retrocediera.
—¡Loco, más que loco! —me
dijo al llegar a mi lado—. Has estado a punto de que te descubriera
mamá.
—¿Y qué importa? Así
podría comprobar lo que te quiero.
Un apasionado beso apagó la
frase de réplica.
—¡Anda, vámonos de aquí!
Mamá podría sospechar algo y salir a merodear por estos
alrededores.
Caminamos unos pasos en
silencio.
—¿Cómo se te ha ocurrido
venir hasta aquí? ¡Mira que si te descubre mamá…!
—¡Dale con que si te
descubre mamá! He venido porque no podía soportar por más tiempo
tu ausencia.
Un nuevo beso unió nuestros
labios.
—¿Adónde vamos?
—Te llevaré a un sitio
donde creo que no nos descubrirá nadie. Allí estaremos tranquilos.
Era un pequeño soto no muy
alejado del pueblo. El lugar era tranquilo y encantador.
—¿Te gusta?
—Mucho.
Nos sentamos en un viejo
tronco de árbol.
—Ahora cuéntame con todo
detalle el motivo de esta fuga.
—¡Si ya te lo he dicho!
—Bueno, pero quiero oírlo
de tu viva voz.
Rosa del Mar repitió lo que
ya me había dicho en su primera carta con algún detalle más. Para
terminar me dijo:
—Y ahora ya lo sabes, Raúl.
Es mejor que te vayas. Deja que pase algún tiempo. Ya verás cómo
vuelven las aguas a su cauce.
—Así, ¿tú crees que es
preferible que me vaya?
—Sí, Raúl, es preferible.
Si mamá se enterara que has estado aquí, ya podríamos despedirnos
para siempre. Mientras no se entere aún nos queda una esperanza.
—Pero ¿es realmente tu
madre la que se opone a nuestras relaciones?
—¡Cómo te atreves a
dudarlo!
—No sé qué me digo.
Perdona.
Nuestros labios se fundieron
en un prolongado y ardoroso beso.
Charlamos espaciosamente. Los
dos necesitábamos desahogarnos. Poco antes de la puesta del sol
regresamos al pueblo. No convenía infundir sospechas en la madre de
Rosa del Mar. Al día siguiente de madrugada inicié el viaje de
regreso. Cuando abandoné Zarauz mi corazón sangraba.
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario