martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 10




 10



            Hacía una semana que Rosa del Mar y su familia no daban señales de vida. No había día que no rondara por delante de su casa. Lo primero que hacía al levantarme era acercarme hasta la hermosa villa del Igueldo. Y no había día que regresara a casa sin haber efectuado la correspondiente ronda vespertina. No sabía a qué atribuir aquella súbita y prolongada desaparición que me tenía desconcertado, y moral y sentimentalmente deshecho. Un sinfín de ideas discurrían por mi mente. Todas se me presentaban razonables, para volverse después completamente absurdas. No acababa de entender aquella desaparición, a no ser que se tratara de una treta de la madre de Rosa del Mar.
Hundido en un butacón del comedor hojeaba una revista. Estaba solo. Era un poco pronto para que llegaran los demás. Mi vista pasaba por las hojas sin ver lo que había en ellas. Mi pensamiento estaba muy lejos de allí, pero de pronto un ruido seco me sacó de mi abstracción. Era la patrona que entraba a disponer la mesa.
Buenos días, señorito Raúl.
Buenos días —le contesté sin apenas fijarme en ella.
Mi vista se volvió a perder entre las entintadas páginas. Sin mirar observé que la patrona demoraba mucho su retirada. Hasta me pareció advertir que me dirigía alguna que otra ojeada fugaz. Sin darme cuenta de lo que hacía, alcé los ojos y me encontré con su mirada. Avergonzado bajé la vista de nuevo sobre el papel. Una oleada de fuego recorrió mi rostro. Poco después me atreví a alzar la vista otra vez. La patrona limpiaba la mesa de espaldas a mí. Su falda dejaba gran parte de sus blancos muslos al descubierto. Aparté rápidamente mi vista de allí. Pero, como hombre, no pude resistirme a la tentación de volver a mirar. Sus muslos, redondos y bien torneados, se ofrecían tentadores a mi vista. Una fuerte sacudida recorrió todo mi ser. Ella volvió entonces su rostro hacía mí y me hizo un guiño bastante elocuente. Yo debía de estar semiaturdido y muy alterado. Poco después se marchó. Volvió a hacer varias entradas y salidas al comedor, pero ya no volvió a insinuárseme.
En el momento de finalizar la comida me entregaron una carta. Yo me sobresalté un poco. No había más que una sola persona que conociera mi dirección, Rosa del Mar. Lógicamente, no podía ser más que de ella. La carta venía sin remite y no pude comprobar en aquel momento si era suya o no. La guardé en mi seno para leerla con más tranquilidad en la habitación. Me despedí de mis compañeros casi con los postres en la mano. Mi impaciencia no me permitía permanecer un segundo más en el comedor.
Ya en mi cuarto, abrí la carta y lo primero que miré fue su firma. Efectivamente era de Rosa del Mar. Me apresuré a leer sus líneas, que bebía ávidamente.

Zarauz, 4 de julio de 1966


Adorable Raúl:

Ya perdonarás mi repentina desaparición. El día que ocurrió no tuve tiempo de comunicártelo. Mamá me esperaba hecha un basilisco. Nos había estado espiando desde el balcón y observó tu intento de besarme. Sin esperar a más me obligó a preparar la maleta y acto seguido emprendimos la fuga. Me ha amenazado y me sigue amenazando con mil desafueros si continuamos viéndonos. Papá no está del todo conforme; pero deja hacer a mamá. Siempre ha hecho lo mismo.
No sé hasta cuándo me tendrán aquí. Mamá parece echarlo para largo.
No te doy mi dirección porque no conviene que mamá descubra una sola de nuestras cartas. Contéstame a Lista de Correos de Zarauz.
Recibe mi amor y mi cariño.
Tuya siempre,

Rosa del Mar.


He de confesar que la lectura de esta carta me exasperó en extremo. Ya me estaba temiendo que todo había sido obra de su madre, la muy… No quise ofender a la que podía llegar a ser mi madre política. No estaría bien hacerlo. Pero ¿qué le había hecho yo a aquella buena señora para que se portara así conmigo?
Durante los primeros momentos no supe cómo reaccionar. Mil cavilaciones e ideas estrambóticas acudieron a mi mente. Poco a poco fui tomando conciencia de la realidad del caso. Lo primero que tenía que hacer era no precipitarme. Con calma y tranquilidad vería las cosas más claras.
Después de releer la carta un par de veces, me dispuse a darle contestación. Escribí cuatro líneas y tuve que rasgar la cuartilla. Aún no estaba lo suficientemente calmado como para escribir. Lo dejé por el momento y decidí salir a dar un paseo. Al llegar a la puerta de la calle di media vuelta. El calor era agobiante. En vez de tranquilizarme, me exasperaría aún más. Regresé a mi habitación y me tendí sobre la cama. Así, con la nuca apoyada en mis manos y la vista clavada en el techo, podría calmar mis nervios.
No sé cuántas horas transcurrieron. Muchas. A punto de morir la tarde me devolvió a la realidad la dulce melodía del violín. Empezó con unos acordes preparatorios. Poco a poco fue tomando cuerpo. Tocaba una alegre sinfonía. Muy parecida a la de la primera vez. Era emocionante oír aquella melodía casi celestial. ¿Quién podría ser el dueño de aquella mano que tocaba tan bien? Me asomé a mi ventana por ver si descubría algo. ¡Qué raro! La ventana de donde procedían tan dulces notas permanecía entornada como meses atrás. ¿Qué podía significar aquello? No pude obtener respuesta a mi pregunta.
Desvanecida la música, me propuse escribir la demorada carta. A lo largo de la tarde le había dado varias vueltas en mi mente. Tomé papel y pluma y comencé a escribir.


San Sebastián, 7 de julio de 1966


Mi idolatrada Rosa del Mar:

Tu carta ha venido a despejar en mí la incógnita de tu súbita desaparición y al mismo tiempo ha creado un mar de incertidumbre en mi alma. Por lo que me dices, deduzco que estás ahí como raptada y además «sine die». Yo no puedo permanecer con los brazos cruzados hasta que tu madre se digne levantar el destierro. Mi temperamento y el amor que te tengo no me lo permiten. Dime a vuelta de correo dónde y cuándo podemos encontrarnos.
Tuyo hasta la muerte,

Raúl.


Doblé la carta y la guardé en un sobre. Al día siguiente a primera hora la depositaría en el buzón más cercano. Tenía que llegar pronto, muy pronto, a su destino. De ella dependía en gran parte mi felicidad.
Me pareció que era hora de cenar. Me acerqué al comedor. En él me encontré con los dos asturianos.
Buenas noches.
Hola, Raúl —me contestaron.
Me senté al lado de Luis. Manolo quedaba enfrente.
Encuéntrote algu triste —me dijo Manolo después de unos instantes de silencio—. Lleves unus dies que nun tas muy finu, ho.
Eso ye por causa de la novia —comentó Luis—. A les muyeres nun hay que faceles casu, ho. Si no llévente por mal camín.
¡Meca, ho! Nun me digas que tas triste por culpa duna muyer. ¡Eso ye lo último! Después de cenar vamos dar una vueltina por ahí p'alegrate un pocu.
¡Para vueltas estaba yo! Hice un gesto ambiguo. En realidad no me atreví a darles una negativa. Eran dos buenos compañeros. Más aún, dos grandes amigos. Algo brutos, eso sí. Pero nobles de corazón.
¿Y merez la pena esa mocina, ho? —me preguntó Luis después de una pausa.
Emití un profundo suspiro.
¡Meca! —exclamó Manolo—. Paezme que tas perdiu por ella.
¿Ye guapa la mozuca, ho?
Para mí sí —me atreví a responder.
Manolo explotó en una sonora carcajada.
Eso ye lo que dicen toos los namoraos —comentó—. ¡Ten cuidau con les muyeres, que van volvete llocu!
En aquel momento entró el navarro. Venía de visitar al andaluz.
¿Cúmo ta Antonio? —le preguntó Luis.
¡Vaya! Se va recuperando poco a poco. Hoy lo encuentro más animao, pues. Si sigue así, no tardará en venir a cenar con nosotros.
Después de cenar los asturianos me arrastraron tras de sí. Entre la bebida y el calor que hacía regresé a casa medio mareado. Los asturianos, en cambio, volvían tan frescos. ¡Cómo envidiaba su naturaleza!
Hacía una semana, una larga semana, que había depositado mi carta en el buzón de correos. La respuesta se demoraba ya demasiado. Aquel compás de espera estaba a punto de terminar con mi paciencia. Me pasaba los días sin apenas salir de la pensión. Dejaba transcurrir la mayor parte del tiempo encerrado en mi cuarto. A veces me acercaba al comedor o hacía unos minutos de compañía a Antonio.
Hola, Antonio. ¡Veo que ya se encuentra muy valiente!
Un poquiyo sólo.
Se había levantado por primera vez después del ataque. Ocupaba un sofá del comedor.
Ya verá como no tarda en encontrarse totalmente restablecido.
No lo crea, Raúl. De éhta ya no sargo.
¡Sí, hombre, sí! ¡No faltaba más!
Nada, hombre. A mí éhta me yeva p'al otro barrio. Sólo yo sé lo que hay aquí dentro —señaló el pecho con la mano.
¡No sea tan pesimista, Antonio!
No e pesimismo. E presentimiento.
Me senté frente a él. Su aspecto había mejorado algo. Ya no tenía las ojeras de los primeros días. El color de su piel también había vuelto a su tono normal. Hasta parecía que se le había llenado un poco la cara.
¡Qué calor hace! —exclamé mientras me sentaba.
Hase un calor que no se puee aguantar. ¡No sé cómo aguanta aquí enserrao todo er día! Si yo ehtuviera bien, ¡aquí me iba a ehtar!
Se hace uno a todo. Cada cual se adapta a su estado de ánimo.
En eso tiene rasón. No siempre ehtá uno de humor pa todo.
Charlamos unos minutos más. El andaluz se retiró pronto a su cuarto.
¿Quiere que lo acompañe? —me ofrecí cuando se marchaba.
No, no, grasia. Puedo haserlo yo solo.
Me quedé solo en el comedor, pero no tardó en entrar un individuo. Era el huésped casi desconocido. Pocas veces me había encontrado con él. Se llamaba Víctor. Por lo que tenía entendido era periodista, escritor y filósofo. Un poco de todo y nada de nada. En aquel momento decían que estaba escribiendo un libro sobre los orígenes del hombre. Según referencias se trataba de una auténtica revolución.
Buenas tardes —me dijo al entrar.
Buenas tardes —le contesté yo.
¿No has visto por aquí a Ana Mari?
Ana María era la patrona.
Pues no.
¿Dónde se habrá metido? Hace media hora que la estoy buscando y no la encuentro.
Sin decir más se marchó. Yo me retiré también a mi habitación.
A la mañana siguiente recibí carta de Rosa del Mar. En ella me decía que me abstuviera de ir a Zarauz. No serviría más que para empeorar las cosas. Era una población no demasiado grande y nos sería muy difícil vernos sin ser vistos. Por lo que no convenía arriesgarnos.
Haciendo caso omiso de sus recomendaciones, aquel mismo día me desplacé hasta Zarauz. Mi primer problema al llegar fue encontrar a Rosa del Mar. ¿Cómo podría dar con ella si no tenía su dirección? Tendría que dejarlo a la casualidad y así lo hice.
Transcurrió el primer día sin resultado. A eso de la media tarde del segundo día, cuando iba a hacer entrada en una plazoleta, descubrí una jovencita acompañada por una señora de mediana edad. La joven era Rosa del Mar. La señora que la acompañaba supuse que sería su madre. Retrocedí unos pasos para no ser visto y desde un soportal espié sus movimientos. Se habían detenido ante una tienda de regalos. No parecían tener mucha prisa. Yo dudaba entre dejarme ver o seguir oculto en el soportal. Después de algunas vacilaciones, opté por permanecer oculto. No podía exponerme a ser reconocido por la madre de mi prometida.
Pasaron unos minutos. Minutos interminables. Por fin se decidieron a abandonar aquel lugar. Tomaron rumbo por una callejuela adelante hasta salir a otra más amplia. Yo las seguía desde lejos. Se detuvieron ante una tienda de confecciones y poco después entraron en ella. Desde fuera pude observar que trataban de comprar algo. Permanecí en el exterior hasta que hicieron ademán de salir. Al girarse, Rosa del Mar me descubrió a través de los cristales. Entonces me retiré con rapidez para ocultarme en un portal cercano. Poco a poco se fueron alejando calle adelante. Yo las seguí de nuevo a prudente distancia. No tardaron en detenerse ante un pequeño chalet, en apariencia lujoso. Gesticularon breves segundos. Después la madre penetró en su interior mientras Rosa del Mar retrocedía sobre sus pasos. Cuando ya estaba próxima a mi escondite, salí a su encuentro. Ella me hizo gestos para que retrocediera.
¡Loco, más que loco! —me dijo al llegar a mi lado—. Has estado a punto de que te descubriera mamá.
¿Y qué importa? Así podría comprobar lo que te quiero.
Un apasionado beso apagó la frase de réplica.
¡Anda, vámonos de aquí! Mamá podría sospechar algo y salir a merodear por estos alrededores.
Caminamos unos pasos en silencio.
¿Cómo se te ha ocurrido venir hasta aquí? ¡Mira que si te descubre mamá…!
¡Dale con que si te descubre mamá! He venido porque no podía soportar por más tiempo tu ausencia.
Un nuevo beso unió nuestros labios.
¿Adónde vamos?
Te llevaré a un sitio donde creo que no nos descubrirá nadie. Allí estaremos tranquilos.
Era un pequeño soto no muy alejado del pueblo. El lugar era tranquilo y encantador.
¿Te gusta?
Mucho.
Nos sentamos en un viejo tronco de árbol.
Ahora cuéntame con todo detalle el motivo de esta fuga.
¡Si ya te lo he dicho!
Bueno, pero quiero oírlo de tu viva voz.
Rosa del Mar repitió lo que ya me había dicho en su primera carta con algún detalle más. Para terminar me dijo:
Y ahora ya lo sabes, Raúl. Es mejor que te vayas. Deja que pase algún tiempo. Ya verás cómo vuelven las aguas a su cauce.
Así, ¿tú crees que es preferible que me vaya?
Sí, Raúl, es preferible. Si mamá se enterara que has estado aquí, ya podríamos despedirnos para siempre. Mientras no se entere aún nos queda una esperanza.
Pero ¿es realmente tu madre la que se opone a nuestras relaciones?
¡Cómo te atreves a dudarlo!
No sé qué me digo. Perdona.
Nuestros labios se fundieron en un prolongado y ardoroso beso.
Charlamos espaciosamente. Los dos necesitábamos desahogarnos. Poco antes de la puesta del sol regresamos al pueblo. No convenía infundir sospechas en la madre de Rosa del Mar. Al día siguiente de madrugada inicié el viaje de regreso. Cuando abandoné Zarauz mi corazón sangraba.


© Julio Noel


No hay comentarios:

Publicar un comentario