martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 4




 4



           A la mañana siguiente me levanté temprano. Llevado por mi impaciencia salí con presura a la calle. En mi interior sentía una especie de cosquilleo que no me dejaba parar. Mis pies parecían trasladarme con más celeridad que de costumbre. En pocos minutos me hallé en la falda del Igueldo. A medida que me acercaba a la casita de Rosa del Mar, mi corazón latía con más fuerza. Temí que en algún momento pudiera saltárseme del pecho.
Ya vislumbraba el tejado rojo por encima de unos setos. Las celosías de sus ventanas permanecían cerradas. Sólo uno de sus balcones estaba entreabierto. Avancé un poco más y di vista a la casa entera con su jardín. Pero, ¡oh desilusión!, no había nadie. Me detuve unos instantes para contemplarla con más detenimiento. Quería cerciorarme de mi primera impresión; pero no me había equivocado. La reina de mis sueños no estaba allí. Quizá me estuviera observando a través de alguna de aquellas celosías. Me alejé pesaroso. Una nube de incertidumbre cruzó por mi mente. La deseché al instante. No quería desvanecer aquel dulce sueño.
Caminaba despacio por la orilla de la carretera. Un viejo automóvil pasó a mi lado con un ruido estremecedor. Dejaba tras de sí una estela de humo negruzco y acre. Después retornó la tranquilidad y el silencio. A unos pasos de mí dos gorriones picoteaban algo. Al acercarme a ellos dieron dos o tres saltitos para alejarse después volando. Poco más adelante me desvié de la carretera. Me acerqué a un mirador que había allí para contemplar el maravilloso paisaje. Un velo azulado impedía ver con nitidez la ciudad y la playa. Era el vaho de la mañana.
Abajo, al pie del monte, donde termina la carretera que bordea La Ondarreta, un chicuelo buscaba algo. Con una piedra picaba en las rocas. A veces introducía sus brazos desnudos en el agua, como si tratara de capturar algún molusco o algún pez. Vestía unos simples harapos. Un pantalón andrajoso y una camisilla llena de jirones. El mozalbete saltaba de roca en roca como un gamo. En cierta ocasión estuvo a punto de caer al agua. Mi corazón dio un gran vuelco al contemplarlo. En aquel instante rompía una ola de considerables dimensiones. El rapazuelo no pareció conceder demasiada importancia al incidente. Siguió saltando y brincando por entre las rocas totalmente ajeno al peligro. Más tarde se alejó con una bolsa de plástico en la mano silbando una tonadilla.
El mar estaba algo embravecido. Su oleaje azotaba las rocas sin cesar. Una blanca espuma se formaba al chocar en ellas, salpicando toda la orilla. El rumor de las olas llegaba hasta mí como un himno misterioso. Parecía como si el mar quisiera comunicar algo. Entonces la mirada de mi fantasía se perdió en las profundidades del océano para tratar de desvelar sus misterios.
No sé cuánto tiempo permanecí así. Debió de ser bastante. Cuando tomé conciencia de mí mismo, el sol ya estaba próximo a su cenit. Dejé el mirador para retroceder sobre mis pasos. Un anhelo impetuoso embargaba todo mi ser.
Al llegar frente a la villa mi desilusión fue muy grande. No vi en toda ella más que a una mujer de mediana edad. Por sus trazas deduje que se debía de tratar de la sirvienta. Me senté unos momentos en el muro de la carretera con la esperanza de ver a Rosa del Mar. La mujer no reparaba en mí. Su incesante ir y venir de la casa al jardín y de éste a la casa transportando un cubo de agua, me hizo suponer que se entretenía en regar las flores y las plantas. Me desesperaba su parsimonia. Llegué a pensar que Rosa del Mar no se dejaba ver por estar ella allí. Absurdo pensamiento. En el colmo de mi enojo concebí la idea de preguntarle a la infeliz mujer por ella. Más calmado, desistí de ello. ¿Con qué derecho podía preguntarle? No, no. Era un verdadero desatino.
Decepcionado por la infructuosa ronda me alejé del lugar. Por la tarde volvería otra vez por allí. No quería dejar pasar el día sin verla, aunque sólo fuera un breve instante. Lo necesitaba tanto como el aire que respiramos.
Al dejar el paseo de la playa para adentrarme en las calles que me conducirían a la pensión, me encontré con los dos asturianos. Ellos también iban para la posada.
¡Hola, Raúl! —me saludaron.
Hola.
Encuéntrote algu triste —me dijo Manolo, el mayor—. ¿Pásate algu, ho? —me preguntó con su característico acento asturiano.
No, no —me apresuré a contestarle yo.
Los dos compañeros guardaron silencio. Quizá quisieran respetar con ello mis sentimientos. Me hubiera gustado contarles lo que me sucedía. Tal vez me hubiera servido de alivio. Pero era demasiado pronto para participarles mis interioridades. Hacía muy pocos días que nos conocíamos para confiarles mis sentimientos.
Caminábamos sin prisa. Los asturianos no tenían que trabajar aquella tarde. Me invitaron a que la pasara con ellos. Se lo agradecí sinceramente al tiempo que me disculpaba por no poder aceptar. En aquel momento llegábamos a la puerta de la pensión. Al entrar en la hospedería me encerré en mi cuarto y me dejé caer en la cama. A pesar de no estar muy cansado, pronto se apoderó de mí un sopor. Permanecí reposando varias horas. Cuando desperté era más de media tarde. De un salto me puse en pie. ¡Insensato de mí! Había perdido casi toda la tarde. Salí precipitadamente de la pensión, pues tenía que llegar al Igueldo antes de que anocheciera. Con las prisas casi atropello a un individuo que subía por la escalera. Le pedí disculpas y me alejé sin detenerme. Él quedó murmurando algo.
A la puesta del sol llegué a dar vista a la villa de Rosa del Mar. Mi corazón latía con violencia; pero no era tanto por la emoción como por el esfuerzo realizado. Antes de dejarme ver, traté de reposar un poco.
Ya más tranquilo, llegué a la altura de la villa. La casa estaba desierta. Las puertas y ventanas cerradas. Supuse que sus moradores habrían salido de paseo. La tarde se mostraba muy propicia para ello. Decidí permanecer por aquellos alrededores, por parecerme la hora apropiada para regresar a casa.
Me senté en el muro de la carretera. Poco a poco las sombras se iban adueñando del campo, de la ciudad, de la playa. Hacia el saliente el cielo se iba cubriendo de un manto oscuro, grisáceo. Algunas estrellas más refulgentes ya comenzaban a brillar. Paulatinamente se iban encendiendo las luces de la ciudad y del paseo de La Concha.
Un rumor hizo que me sobresaltara durante unos instantes. Alguien se acercaba. Se oía el murmullo de voces humanas. Con gran celeridad me alejé unos pasos de aquel lugar. No quería que me sorprendieran allí. Las voces se aproximaban cada vez más. Pronto descubrí que se trataba de un matrimonio con un chiquillo. Pasaron a mi lado y se perdieron en la oscuridad de la noche. Después todo quedó de nuevo en silencio.
La noche ya se había adueñado de todo el firmamento. En lo alto el cielo aparecía tachonado de estrellas y abajo la ciudad desbordaba luz por todas partes. Y la pequeña villa no se iluminaba.
Permanecí todavía un rato más por aquellos contornos. Con el corazón compungido tuve que alejarme para regresar a casa. Aquel día no había tenido la dicha de ver a mi adorada ni un solo instante.
Entré con cuidado en la pensión. No quería que notaran mi presencia. Necesitaba pasar cierto tiempo a solas en mi habitación. Había sido un día de grandes decepciones para mí. Me encerré en mi cuarto y me acosté, aunque apenas pude conciliar el sueño.
Todo el día siguiente lo pasé en casa. No me sentía con fuerzas para salir. Además necesitaba poner en orden mis ideas. Fue un día de reposo absoluto.


© Julio Noel 



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