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A
la mañana siguiente me levanté temprano. Llevado por mi impaciencia
salí con presura a la calle. En mi interior sentía una especie de
cosquilleo que no me dejaba parar. Mis pies parecían trasladarme con
más celeridad que de costumbre. En pocos minutos me hallé en la
falda del Igueldo. A medida que me acercaba a la casita de Rosa del
Mar, mi corazón latía con más fuerza. Temí que en algún momento
pudiera saltárseme del pecho.
Ya vislumbraba el tejado rojo
por encima de unos setos. Las celosías de sus ventanas permanecían
cerradas. Sólo uno de sus balcones estaba entreabierto. Avancé un
poco más y di vista a la casa entera con su jardín. Pero, ¡oh
desilusión!, no había nadie. Me detuve unos instantes para
contemplarla con más detenimiento. Quería cerciorarme de mi primera
impresión; pero no me había equivocado. La reina de mis sueños no
estaba allí. Quizá me estuviera observando a través de alguna de
aquellas celosías. Me alejé pesaroso. Una nube de incertidumbre
cruzó por mi mente. La deseché al instante. No quería desvanecer
aquel dulce sueño.
Caminaba despacio por la
orilla de la carretera. Un viejo automóvil pasó a mi lado con un
ruido estremecedor. Dejaba tras de sí una estela de humo negruzco y
acre. Después retornó la tranquilidad y el silencio. A unos pasos
de mí dos gorriones picoteaban algo. Al acercarme a ellos dieron dos
o tres saltitos para alejarse después volando. Poco más adelante me
desvié de la carretera. Me acerqué a un mirador que había allí
para contemplar el maravilloso paisaje. Un velo azulado impedía ver
con nitidez la ciudad y la playa. Era el vaho de la mañana.
Abajo, al pie del monte, donde
termina la carretera que bordea La Ondarreta, un chicuelo buscaba
algo. Con una piedra picaba en las rocas. A veces introducía sus
brazos desnudos en el agua, como si tratara de capturar algún
molusco o algún pez. Vestía unos simples harapos. Un pantalón
andrajoso y una camisilla llena de jirones. El mozalbete saltaba de
roca en roca como un gamo. En cierta ocasión estuvo a punto de caer
al agua. Mi corazón dio un gran vuelco al contemplarlo. En aquel
instante rompía una ola de considerables dimensiones. El rapazuelo
no pareció conceder demasiada importancia al incidente. Siguió
saltando y brincando por entre las rocas totalmente ajeno al peligro.
Más tarde se alejó con una bolsa de plástico en la mano silbando
una tonadilla.
El
mar estaba algo embravecido. Su oleaje azotaba las rocas sin cesar.
Una blanca espuma se formaba al chocar en ellas, salpicando toda la
orilla. El rumor de las olas llegaba hasta mí como un himno
misterioso. Parecía como si el mar quisiera comunicar algo. Entonces
la mirada de mi fantasía se perdió en las profundidades del océano
para tratar de desvelar sus misterios.
No sé cuánto tiempo
permanecí así. Debió de ser bastante. Cuando tomé conciencia de
mí mismo, el sol ya estaba próximo a su cenit. Dejé el mirador
para retroceder sobre mis pasos. Un anhelo impetuoso embargaba todo
mi ser.
Al llegar frente a la villa mi
desilusión fue muy grande. No vi en toda ella más que a una mujer
de mediana edad. Por sus trazas deduje que se debía de tratar de la
sirvienta. Me senté unos momentos en el muro de la carretera con la
esperanza de ver a Rosa del Mar. La mujer no reparaba en mí. Su
incesante ir y venir de la casa al jardín y de éste a la casa
transportando un cubo de agua, me hizo suponer que se entretenía en
regar las flores y las plantas. Me desesperaba su parsimonia. Llegué
a pensar que Rosa del Mar no se dejaba ver por estar ella allí.
Absurdo pensamiento. En el colmo de mi enojo concebí la idea de
preguntarle a la infeliz mujer por ella. Más calmado, desistí de
ello. ¿Con qué derecho podía preguntarle? No, no. Era un verdadero
desatino.
Decepcionado por la
infructuosa ronda me alejé del lugar. Por la tarde volvería otra
vez por allí. No quería dejar pasar el día sin verla, aunque sólo
fuera un breve instante. Lo necesitaba tanto como el aire que
respiramos.
Al dejar el paseo de la playa
para adentrarme en las calles que me conducirían a la pensión, me
encontré con los dos asturianos. Ellos también iban para la posada.
—¡Hola, Raúl! —me
saludaron.
—Hola.
—Encuéntrote algu triste
—me dijo Manolo, el mayor—. ¿Pásate algu, ho? —me preguntó
con su característico acento asturiano.
—No, no —me apresuré a
contestarle yo.
Los dos compañeros guardaron
silencio. Quizá quisieran respetar con ello mis sentimientos. Me
hubiera gustado contarles lo que me sucedía. Tal vez me hubiera
servido de alivio. Pero era demasiado pronto para participarles mis
interioridades. Hacía muy pocos días que nos conocíamos para
confiarles mis sentimientos.
Caminábamos sin prisa. Los
asturianos no tenían que trabajar aquella tarde. Me invitaron a que
la pasara con ellos. Se lo agradecí sinceramente al tiempo que me
disculpaba por no poder aceptar. En aquel momento llegábamos a la
puerta de la pensión. Al entrar en la hospedería me encerré en mi
cuarto y me dejé caer en la cama. A pesar de no estar muy cansado,
pronto se apoderó de mí un sopor. Permanecí reposando varias
horas. Cuando desperté era más de media tarde. De un salto me puse
en pie. ¡Insensato de mí! Había perdido casi toda la tarde. Salí
precipitadamente de la pensión, pues tenía que llegar al Igueldo
antes de que anocheciera. Con las prisas casi atropello a un
individuo que subía por la escalera. Le pedí disculpas y me alejé
sin detenerme. Él quedó murmurando algo.
A la puesta del sol llegué a
dar vista a la villa de Rosa del Mar. Mi corazón latía con
violencia; pero no era tanto por la emoción como por el esfuerzo
realizado. Antes de dejarme ver, traté de reposar un poco.
Ya más tranquilo, llegué a
la altura de la villa. La casa estaba desierta. Las puertas y
ventanas cerradas. Supuse que sus moradores habrían salido de paseo.
La tarde se mostraba muy propicia para ello. Decidí permanecer por
aquellos alrededores, por parecerme la hora apropiada para regresar a
casa.
Me senté en el muro de la
carretera. Poco a poco las sombras se iban adueñando del campo, de
la ciudad, de la playa. Hacia el saliente el cielo se iba cubriendo
de un manto oscuro, grisáceo. Algunas estrellas más refulgentes ya
comenzaban a brillar. Paulatinamente se iban encendiendo las luces de
la ciudad y del paseo de La Concha.
Un rumor hizo que me
sobresaltara durante unos instantes. Alguien se acercaba. Se oía el
murmullo de voces humanas. Con gran celeridad me alejé unos pasos de
aquel lugar. No quería que me sorprendieran allí. Las voces se
aproximaban cada vez más. Pronto descubrí que se trataba de un
matrimonio con un chiquillo. Pasaron a mi lado y se perdieron en la
oscuridad de la noche. Después todo quedó de nuevo en silencio.
La noche ya se había adueñado
de todo el firmamento. En lo alto el cielo aparecía tachonado de
estrellas y abajo la ciudad desbordaba luz por todas partes. Y la
pequeña villa no se iluminaba.
Permanecí todavía un rato
más por aquellos contornos. Con el corazón compungido tuve que
alejarme para regresar a casa. Aquel día no había tenido la dicha
de ver a mi adorada ni un solo instante.
Entré con cuidado en la
pensión. No quería que notaran mi presencia. Necesitaba pasar
cierto tiempo a solas en mi habitación. Había sido un día de
grandes decepciones para mí. Me encerré en mi cuarto y me acosté,
aunque apenas pude conciliar el sueño.
Todo el día siguiente lo pasé
en casa. No me sentía con fuerzas para salir. Además necesitaba
poner en orden mis ideas. Fue un día de reposo absoluto.
© Julio Noel
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