lunes, 1 de abril de 2019

Capítulo 6 de La familia de Ismael Ricote



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Ya hacía algún tiempo que Ismael Ricote se había establecido en un pueblecito cercano a la ciudad de Augsburgo. Su cabeza no hacía más que darle vueltas buscando el momento más idóneo para regresar a España en busca de su familia. Había intentado por varios medios hacerles llegar noticias suyas, pero no lo había conseguido. Día tras día esperaba la oportunidad de poder trasladarse hasta la Península, pero ésta no llegaba. Le habían dicho que los moriscos que habían abandonado España corrían grave peligro si volvían a pisar aquella tierra. Con los que aún no habían salido del país eran más comprensivos, pero con los que ya lo habían abandonado no tenían compasión alguna si los descubrían. Así, pues, regresar a España en aquellas condiciones era muy peligroso y harto difícil.
Un día mientras deambulaba por las calles de Augsburgo se topó con un grupo de jóvenes algo alegres y un poco aventureros. En pocas palabras lo pusieron al corriente que tenían intenciones de peregrinar a Santiago de Compostela y, de paso, recorrer casi toda España. Ismael no lo dudó un instante. Se le acababa de presentar la oportunidad que tanto tiempo llevaba esperando. No le costó mucho disfrazarse en traje de peregrino, en sintonía con el grupo de jóvenes, y unirse a ellos, que no dudaron en aceptarlo de buen grado a pesar de la diferencia de edad que los separaba.
En traje de peregrino recorrieron buena parte de Alemania y Francia. Atravesaron los Pirineos hasta recalar en Barcelona, ciudad donde permanecieron varios días comiendo y bebiendo a costa de las limosnas y donativos que las buenas gentes les daban. En la Ciudad Condal, Ismael Ricote se enteró que ya habían sido expulsados todos los moriscos de España y que su familia se había refugiado en Berbería. A pesar de ello, él decidió seguir adelante en busca del tesoro que había dejado escondido en las Lagunas de Ruidera. Los peregrinos decidieron recorrer una buena parte de España antes de llegar a Santiago de Compostela. Ése fue el momento que Ricote aprovechó para llevar a cabo con éxito sus planes. En tierras de Aragón los desviaría hacia la Mancha para acercarse así a su pueblo. Con el disfraz que portaba y mezclado con el grupo de peregrinos jamás sería descubierto. De esa manera esperaba llegar hasta Ruidera sin ser reconocido ni delatado por nadie.
Un buen día caminaban al azar por tierras aragonesas, cuando vieron que hacia ellos avanzaba un hombre a caballo de un jumento. Al llegar a su altura los peregrinos le pidieron dinero por señas, porque con palabras no podían hacerlo, pero él, que no llevaba un ochavo encima y que de por sí no era muy generoso, les hizo saber también por medio de señas y gestos que no portaba dineros y que en su vida los había tenido. Mas a pesar de ello, les ofreció el pan y el queso que llevaba en sus alforjas. Mientras esto sucedía, Ricote, que lo estuvo observando desde el primer momento que se encontraron, llegó a reconocerlo abrazándose a él al tiempo que lo llamaba por su propio nombre. El jinete quedó aún más confundido al oír llamarse por su nombre y en su propia lengua por uno de los peregrinos.
¿Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar?
Entonces, Sancho le miró con más atención y comenzó a refigurarle, y, finalmente, le vino a conocer de todo punto, y sin apearse del jumento, le echó los brazos al cuello y le dijo:
¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen, tendrás harta mala ventura? (2).
Después de algunos razonamientos más entre ellos, Ismael Ricote invitó a Sancho Panza a alejarse un trecho del camino real y a cobijarse a la sombra de una alameda que al acaso allí cerca había, para comer todos juntos las viandas que portaban en sus alforjas y dar buena cuenta del néctar de la uva que guardaban sus botas con gran deleite de su paladar. Sancho no se hizo de rogar y, aunque no llevaba bota, no hizo ascos a la de su amigo Ricote que ambos compartieron fraternalmente. Después del frugal refrigerio y de haber dejado más exprimidas que un estropajo las respectivas botas, Ricote se retiró unos pasos con Sancho para que le diera noticias de su familia, mientras el resto de peregrinos dormía plácidamente los efluvios del tinto que habían trasegado. En un abreviado resumen Ismael puso a Sancho al corriente de sus andanzas desde que abandonara el pueblo y los motivos que lo traían otra vez al lugar. Luego de haber escuchado con gran atención a su vecino, Sancho le contestó:
Mira, Ricote: eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan Tiopieyo, el hermano de tu mujer; y como debe de ser fino moro fuese a lo más bien parecido; y séte decir otra cosa: que creo que vas en balde a buscar lo que dejaste encerrado, porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro, que llevaban por registrar.
—Bien puede ser eso —replicó Ricote—; pero yo sé, Sancho, que no tocaron a mi encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo a sacarlo y a
encubrirlo, yo te daré doscientos escudos, con que podrás remediar tus necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas (3).
Los dos amigos continuaron dirimiendo sus razonamientos por un buen espacio de tiempo, pero Sancho al fin no se avino a razones. Tan sólo le prometió a su amigo que podía ir en paz, que por su parte no sería descubierto. Allí Sancho Panza demostró no ser tan codicioso como parecía o tal vez temía las represalias que le podrían sobrevenir si los descubrían. El caso es que rechazó con firmeza los ofrecimientos de su amigo. Éste al final quiso saber si había presenciado la partida de su familia
—No quiero porfiar, Sancho —dijo Ricote—. Pero dime: ¿hallástete en nuestro lugar cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi cuñado?
Sí hallé —respondió Sancho—, y séte decir que salió tu hija tan hermosa, que salieron a verla cuantos había en el pueblo, y todos decían que era la más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazada a todas sus amigas y conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la encomendasen a Dios y a Nuestra Señora su madre; y eso con tanto sentimiento, que a mí me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón. Y a fee que muchos tuvieron deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino, pero el miedo de ir contra el mandato del Rey los detuvo. Principalmente se mostró más apasionado Don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces, que dicen que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él ha parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada (4).
A estas palabras siguieron algunos razonamientos más entre ellos y luego se despidieron para seguir cada cual su camino. Ismael despertó a sus compañeros y todos juntos pusieron rumbo a la Mancha a través de tierras aragonesas. A la altura de Molina de Aragón decidió separarse de ellos con una excusa que había planeado. Los peregrinos, que no sospechaban nada en absoluto de las intenciones de Ricote, continuaron su camino hacia Santiago, mientras éste se encaminó con pasos raudos hacia las Lagunas de Ruidera. Debía recuperar su tesoro lo antes posible para dirigirse después a Valencia, desde donde se trasladaría a Berbería para encontrarse con su familia. Una semana más tarde llegó a Ruidera donde el azar hizo que se encontrara con don Pedro Gregorio, que regresaba de Berbería después de haber sufrido mil peripecias.
—¿Es posible que mi buena estrella me haya guiado a encontrarme contigo, mi buen vecino don Pedro?
El joven miró a su interlocutor sin acabar de reconocerlo. Tan grande era la metamorfosis que su traje de peregrino le proporcionaba, que ni siquiera quien había pretendido ser su yerno era capaz de reconocerlo.
Y bien, ¿no reconoces en mí al padre de la que te ha llevado a tantos desvelos?
Pedro Gregorio quedó como petrificado. El padre de su amada era la última persona con la que esperaba encontrarse. Doblemente confundido, casi no supo qué decirle. Tan sólo se atrevió a balbucear unas palabras ininteligibles.
Ven a mis brazos, que no te voy a hacer nada. Antes al contrario, espero que me des noticias de mi hija y de mi familia.
Y diciendo esto abrió sus brazos para estrecharlo entre ellos.
No sé si sueño o estoy despierto —se atrevió a decirle Pedro—. Eres la última persona que esperaba encontrar. ¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí? ¿Sabes que no saldrás con vida si te descubren?

Lo sé, pero he de correr ese riesgo. Ahora, ya que he tenido la dicha de encontrarte, espero que me cuentes cómo está mi familia y dónde la has dejado. En ello me va la vida. Vayamos a aquel mesón a saciar nuestro apetito y de paso me pondrás al corriente de todo lo ocurrido.
Te lo agradezco sinceramente, pues hace dos días que no pruebo bocado. Unos bandidos me asaltaron y me quitaron los últimos escudos que me quedaban.
Minutos más tarde devoraban un apetitoso cocido que les acababa de servir la hija de los mesoneros.

        © Julio Noel





(2) Ibíd. pág. 1407.
(3) Ibíd. págs. 1413-14.

(4) Ibíd. pág. 1415.

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