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Ya hacía algún tiempo que
Ismael Ricote se había establecido en un pueblecito cercano a la
ciudad de Augsburgo. Su cabeza no hacía más que darle vueltas
buscando el momento más idóneo para regresar a España en busca de
su familia. Había intentado por varios medios hacerles llegar
noticias suyas, pero no lo había conseguido. Día tras día esperaba
la oportunidad de poder trasladarse hasta la Península, pero ésta
no llegaba. Le habían dicho que los moriscos que habían abandonado
España corrían grave peligro si volvían a pisar aquella tierra.
Con los que aún no habían salido del país eran más comprensivos,
pero con los que ya lo habían abandonado no tenían compasión
alguna si los descubrían. Así, pues, regresar a España en aquellas
condiciones era muy peligroso y harto difícil.
Un día mientras deambulaba
por las calles de Augsburgo se topó con un grupo de jóvenes algo
alegres y un poco aventureros. En pocas palabras lo pusieron al
corriente que tenían intenciones de peregrinar a Santiago de
Compostela y, de paso, recorrer casi toda España. Ismael no lo dudó
un instante. Se le acababa de presentar la oportunidad que tanto
tiempo llevaba esperando. No le costó mucho disfrazarse en traje de
peregrino, en sintonía con el grupo de jóvenes, y unirse a ellos,
que no dudaron en aceptarlo de buen grado a pesar de la diferencia de
edad que los separaba.
En traje de peregrino
recorrieron buena parte de Alemania y Francia. Atravesaron los
Pirineos hasta recalar en Barcelona, ciudad donde permanecieron
varios días comiendo y bebiendo a costa de las limosnas y donativos
que las buenas gentes les daban. En la Ciudad Condal, Ismael Ricote
se enteró que ya habían sido expulsados todos los moriscos de
España y que su familia se había refugiado en Berbería. A pesar de
ello, él decidió seguir adelante en busca del tesoro que había
dejado escondido en las Lagunas de Ruidera. Los peregrinos decidieron
recorrer una buena parte de España antes de llegar a Santiago de
Compostela. Ése fue el momento que Ricote aprovechó para llevar a
cabo con éxito sus planes. En tierras de Aragón los desviaría
hacia la Mancha para acercarse así a su pueblo. Con el disfraz que
portaba y mezclado con el grupo de peregrinos jamás sería
descubierto. De esa manera esperaba llegar hasta Ruidera sin ser
reconocido ni delatado por nadie.
Un buen día caminaban al azar
por tierras aragonesas, cuando vieron que hacia ellos avanzaba un
hombre a caballo de un jumento. Al llegar a su altura los peregrinos
le pidieron dinero por señas, porque con palabras no podían
hacerlo, pero él, que no llevaba un ochavo encima y que de por sí
no era muy generoso, les hizo saber también por medio de señas y
gestos que no portaba dineros y que en su vida los había tenido. Mas
a pesar de ello, les ofreció el pan y el queso que llevaba en sus
alforjas. Mientras esto sucedía, Ricote, que lo estuvo observando
desde el primer momento que se encontraron, llegó a reconocerlo
abrazándose a él al tiempo que lo llamaba por su propio nombre. El
jinete quedó aún más confundido al oír llamarse por su nombre y
en su propia lengua por uno de los peregrinos.
—¿Cómo y es posible,
Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco,
tendero de tu lugar?
Entonces, Sancho le miró
con más atención y comenzó a refigurarle, y, finalmente, le vino a
conocer de todo punto, y sin apearse del jumento, le echó los brazos
al cuello y le dijo:
—¿Quién diablos te
había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes?
Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de
volver a España, donde si te cogen y conocen, tendrás harta mala
ventura? (2).
Después de algunos
razonamientos más entre ellos, Ismael Ricote invitó a Sancho Panza
a alejarse un trecho del camino real y a cobijarse a la sombra de una
alameda que al acaso allí cerca había, para comer todos juntos las
viandas que portaban en sus alforjas y dar buena cuenta del néctar
de la uva que guardaban sus botas con gran deleite de su paladar.
Sancho no se hizo de rogar y, aunque no llevaba bota, no hizo ascos a
la de su amigo Ricote que ambos compartieron fraternalmente. Después
del frugal refrigerio y de haber dejado más exprimidas que un
estropajo las respectivas botas, Ricote se retiró unos pasos con
Sancho para que le diera noticias de su familia, mientras el resto de
peregrinos dormía plácidamente los efluvios del tinto que habían
trasegado. En un abreviado resumen Ismael puso a Sancho al corriente
de sus andanzas desde que abandonara el pueblo y los motivos que lo
traían otra vez al lugar. Luego de haber escuchado con gran atención
a su vecino, Sancho le contestó:
—Mira, Ricote: eso no
debió estar en su mano, porque las llevó Juan Tiopieyo, el hermano
de tu mujer; y como debe de ser fino moro fuese a lo más bien
parecido; y séte decir otra cosa: que creo que vas en balde a buscar
lo que dejaste encerrado, porque tuvimos nuevas que habían quitado a
tu cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro, que
llevaban por registrar.
—Bien
puede ser eso —replicó Ricote—; pero yo sé, Sancho, que no
tocaron a mi encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba,
temeroso de algún desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir
conmigo a sacarlo y a
encubrirlo,
yo te daré doscientos escudos, con que podrás remediar tus
necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas (3).
Los dos amigos continuaron
dirimiendo sus razonamientos por un buen espacio de tiempo, pero
Sancho al fin no se avino a razones. Tan sólo le prometió a su
amigo que podía ir en paz, que por su parte no sería descubierto.
Allí Sancho Panza demostró no ser tan codicioso como parecía o tal
vez temía las represalias que le podrían sobrevenir si los
descubrían. El caso es que rechazó con firmeza los ofrecimientos de
su amigo. Éste al final quiso saber si había presenciado la partida
de su familia
—No
quiero porfiar, Sancho —dijo Ricote—. Pero dime: ¿hallástete en
nuestro lugar cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi cuñado?
—Sí hallé —respondió
Sancho—, y séte decir que salió tu hija tan hermosa, que salieron
a verla cuantos había en el pueblo, y todos decían que era la más
bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazada a todas sus amigas
y conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la
encomendasen a Dios y a Nuestra Señora su madre; y eso con tanto
sentimiento, que a mí me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón.
Y a fee que muchos tuvieron deseo de esconderla y salir a quitársela
en el camino, pero el miedo de ir contra el mandato del Rey los
detuvo. Principalmente se mostró más apasionado Don Pedro Gregorio,
aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces, que dicen que la quería
mucho, y después que ella se partió, nunca más él ha parecido en
nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para robarla; pero
hasta ahora no se ha sabido nada (4).
A estas palabras siguieron
algunos razonamientos más entre ellos y luego se despidieron para
seguir cada cual su camino. Ismael despertó a sus compañeros y
todos juntos pusieron rumbo a la Mancha a través de tierras
aragonesas. A la altura de Molina de Aragón decidió separarse de
ellos con una excusa que había planeado. Los peregrinos, que no
sospechaban nada en absoluto de las intenciones de Ricote,
continuaron su camino hacia Santiago, mientras éste se encaminó con
pasos raudos hacia las Lagunas de Ruidera. Debía recuperar su tesoro
lo antes posible para dirigirse después a Valencia, desde donde se
trasladaría a Berbería para encontrarse con su familia. Una semana
más tarde llegó a Ruidera donde el azar hizo que se encontrara con
don Pedro Gregorio, que regresaba de Berbería después de haber
sufrido mil peripecias.
—¿Es
posible que mi buena estrella me haya guiado a encontrarme contigo,
mi buen vecino don Pedro?
El joven miró a su
interlocutor sin acabar de reconocerlo. Tan grande era la
metamorfosis que su traje de peregrino le proporcionaba, que ni
siquiera quien había pretendido ser su yerno era capaz de
reconocerlo.
—Y bien, ¿no reconoces en
mí al padre de la que te ha llevado a tantos desvelos?
Pedro Gregorio quedó como
petrificado. El padre de su amada era la última persona con la que
esperaba encontrarse. Doblemente confundido, casi no supo qué
decirle. Tan sólo se atrevió a balbucear unas palabras
ininteligibles.
—Ven a mis brazos, que no te
voy a hacer nada. Antes al contrario, espero que me des noticias de
mi hija y de mi familia.
Y
diciendo esto abrió sus brazos para estrecharlo entre ellos.
—No sé si sueño o estoy
despierto —se atrevió a decirle Pedro—. Eres la última persona
que esperaba encontrar. ¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí? ¿Sabes
que no saldrás con vida si te descubren?
—Lo sé, pero he de correr
ese riesgo. Ahora, ya que he tenido la dicha de encontrarte, espero
que me cuentes cómo está mi familia y dónde la has dejado. En ello
me va la vida. Vayamos a aquel mesón a saciar nuestro apetito y de
paso me pondrás al corriente de todo lo ocurrido.
—Te lo agradezco
sinceramente, pues hace dos días que no pruebo bocado. Unos bandidos
me asaltaron y me quitaron los últimos escudos que me quedaban.
Minutos más tarde devoraban
un apetitoso cocido que les acababa de servir la hija de los
mesoneros.
© Julio Noel
(2) Ibíd. pág. 1407.
(3) Ibíd. págs. 1413-14.
(4) Ibíd. pág. 1415.
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