martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 15



                                                                      15



         Tarde dorada de septiembre. El sol, mortecino, apenas calentaba. Algunas nubes blanquecinas lo ocultaban de cuando en cuando. Las gaviotas revoloteaban entre el Igueldo y la isla de Santa Clara. Un barco pesquero maniobraba para salir del puerto. Yo esperaba a Rosa del Mar en el lugar de costumbre.
Hola, Raúl.
Hola, cariño —nuestros labios se rozaron ligeramente—. ¿Quieres caminar un rato?
¿Por qué me lo preguntas?
Porque mientras te esperaba se me ha ocurrido que podíamos ir a la montaña.
Me parece una idea estupenda.
Pues en marcha.
Tomamos la carretera que conduce a la pequeña ensenada rocosa. Al llegar a la cima del monte, seguimos la carretera que se internaba en la montaña. A nuestra derecha se extendía la superficie plateada del mar. A la izquierda, las verdes ondulaciones de las montañas.
¿Sabes, Rosa? Todo esto es maravilloso.
Ya lo sé. Pero no me habrás traído aquí para decirme eso.
Por supuesto que no.
Caminábamos asidos de la mano. El sol de cuando en cuando se ocultaba entre las nubes.
¿No lloverá hoy?
Elevé la vista al cielo antes de responder.
No creo. Estas nubes no amenazan lluvia.
Éstas no. Pero detrás de éstas pueden venir otras.
Y detrás de ésas, otras y otras.
No te burles de mí.
No me burlo. Sólo trato de constatar un hecho meteorológico.
Nos detuvimos un momento. Habíamos caminado bastante. La ciudad quedaba ya lejos, a nuestra espalda. Rosa se sentó un momento en la hierba.
¿Hasta dónde quieres llegar?
—No lo sé. Me gustaría subir hasta lo más alto de esa montaña que hay ahí.
¡Estás loco!
¿Por qué?
Porque no estamos ni a mitad de camino.
Me senté a su lado.
¿Estás cansada? —le susurré al oído.
Un poco.
Si lo prefieres damos la vuelta desde aquí.
No, no. Podemos continuar un poco más.
Estaba realmente hermosa. Su rostro, encendido como las brasas. Su largo y sedoso cabello le caía como una cascada por la espalda. Sus ojos, serenos como dos mares tranquilos. Sus rojos labios, deliciosos y provocativos.
¡Estás encantadora!
Quiso decirme algo, pero se lo impedí. Mis labios se apresuraron a sellar los suyos. Nuestros pechos, unidos, se comunicaban lo que no podía expresar nuestra voz.
Reanudamos la marcha. La tarde era joven aún. No tardamos en llegar a la base del Mendizorrotz, que era la cima más alta de aquellos contornos.
¿Subimos? —insinué yo.
No creas que me apetece. Pero, ya que estamos aquí, vamos a subir.
La pendiente era pronunciada. No nos fue nada fácil llegar a la cima, pues a Rosa del Mar le flaqueaban las fuerzas. A medida que ascendíamos, la ciudad, los valles, las otras montañas se quedaban abajo y se ofrecían cada vez más pequeñas a nuestros ojos. Una sensación de grandeza y de dominio parecía apoderarse de mí. El mar, allá abajo, se mostraba menos fiero, menos amenazador. El rumor de sus olas ya no llegaba a nuestros oídos.
Al fin lo hemos conseguido. Ya estamos en la cima.
¡Uf, menos mal!
¿Estás cansada?
¿Cansada? Estoy que no puedo dar un paso más.
Pero merecía la pena.
¡Ay! No lo sé todavía. Déjame repirar.
Sentados junto a las ruinas del fuerte, una bella panorámica se extendía en nuestro derredor. El mar, las montañas, la ciudad en lontananza. ¡Qué maravilla!
Rosa del Mar se había tendido sobre la hierba. Estaba encantadora. Sus ojos reflejaban el verde del mar y del paisaje que nos rodeaba. Sus mejillas eran como la púrpura. Sus labios, como dos corales. Sus dientes parecían perlas engastadas en su seductora boca.
—Estás preciosa.
Lo que estoy es que no puedo más con mi alma. Si llego a saber esto... —Apagué sus palabras con un apasionado y prolongado beso en sus labios.—Si lo llego a saber no vengo —dijo cuando logró desasirse de mis brazos.
¿Tanto te decepciono?
No es eso, Raúl. Es por la caminata tan grande que nos hemos dado. ¡Y pensar que aún tenemos que desandar lo que hemos andado!
Bueno, pero ahora iremos cuesta abajo y eso nos hará más liviano el regreso.
Un trueno lejano nos sacó de nuestro idilio. No nos habíamos percatado de la tormenta que se avecinaba. El sol se había ocultado tras unos nubarrones que se acercaban por el poniente. La oscuridad del mar hacia aquel lado era impresionante. De cuando en cuando se iluminaba por el fulgor del algún relámpago.
Descendimos precipitadamente la montaña. La aprensión a la tormenta parecía ponernos alas en los pies. Pronto nos alcanzaron las primeras gotas. Caían espaciadas. No lejos de nosotros descubrimos un cobertizo. Corrimos a guarecernos en él. Era una especie de hórreo en medio del campo.
¡Menos mal que hemos encontrado este refugio!
Desde luego. Ha sido casi providencial.
No habíamos hecho más que entrar cuando arreció la lluvia. La temperatura había descendido bastante. Rosa del Mar tiritaba a mi lado como un pajarillo. La verdad que yo tampoco sentía nada de calor.
¿Qué vamos a hacer ahora? —musitó Rosa del Mar con lágrimas en los ojos.
No lo sé. Espera un momento que voy a registrar este chamizo a ver si encuentro algo.
Tuve suerte. En un rincón había un trozo de manta raída. El dueño o algún pastor la habrían abandonado allí. Rosa del Mar se alegró al verla.
Toma, cariño. Cúbrete con ella.
Y tú, ¿qué vas a hacer?
No te preocupes por mí.
Se abrigó con el viejo harapo. Sus dientes castañeteaban a causa del frío.
—¿Te encuentras mejor?
Bastante mejor, pero aún siento frío en las piernas y en los pies.
Pues acércate a aquel rincón y envuélvelos entre la hierba.
En un rincón del cobertizo había un montón de heno seco. Rosa del Mar se acurrucó en él. Yo permanecí un poco más en la entrada contemplando la lluvia. La tormenta estaba en pleno fragor. La oscuridad lo envolvía todo. Fuertes truenos se dejaban oír a cortos intervalos de tiempo. Los relámpagos eran impresionantes. El agua caía a mares.
¿Por qué no vienes? —me gritó Rosa del Mar desde el rincón del fondo.
Me acerqué a ella. Estaba acurrucada con los pies entre el heno. Dos lágrimas como dos perlas rodaban por sus macilentas mejillas.
¿Qué te pasa? —le pregunté mientras enjugaba sus lágrimas.
Tengo miedo.
¿Miedo a qué?
A la tormenta.
¿A la tormenta?
Sí. Me dan miedo las tormentas. Sobre todo en el campo. Me infunden pavor esos truenos. Parece que se quiere venir el cielo abajo con ellos.
¡Pobrecita! —me senté a su lado—. No te preocupes. Me quedaré junto a ti hasta que pase.
Fijó en mí su tierna mirada en señal de agradecimiento. Rodeé su cuello con mi brazo y atraje su cabeza hacia mi pecho. Cuando retumbaba un trueno, una fuerte conmoción estremecía su frágil cuerpo.
¿Tanto miedo les tienes a los truenos?
Me aterran.
Pues deberías alegrarte de oírlos.
¿Por qué? —me preguntó con asombro al mismo tiempo que erguía su cabeza.
Porque los truenos no matan.
¡Tonto! —dijo espaciando las sílabas mientras apoyaba su mejilla de nuevo en mi pecho.
Todavía se oían la lluvia y los truenos, pero cada vez más lejanos. La tormenta empezaba a amainar.
¿Ves? Ya pasa.
¡Buen susto me ha dado!
Ahora no tardará en salir el sol. ¡Ya verás qué bonito queda el campo!
Puede quedar todo lo bonito que quiera. Después de este mal rato no tengo humor para nada.
Bueno, tampoco es para ponerse así. Nadie tiene la culpa de que haya habido tormenta.
Ya lo sé. Pero me pone de mal humor.
Guardamos silencio. Los truenos se oían cada vez más lejanos. Yo acariciaba el pelo y la cara de mi adorada.
Rosa —le dije, adoptando un tono de voz más grave—, tenemos que comunicar formalmente lo nuestro a tus padres.
¡Estás loco! —gritó separándose bruscamente de mí—. ¡Buena se pondría mamá si lo hiciéramos!
Pues tenemos que terminar con esta situación tan enojosa. No podemos seguir así indefinidamente. Al menos deberías presentarme a ellos.
¡Ni lo sueñes!
Nuevo silencio.
¿Sabes, Rosa? A veces pienso que la que realmente se opone a lo nuestro no es tu madre sino tú.
Si es eso lo que piensas, puedes marcharte ahora mismo y olvidarte de que existo.
Se había girado de espaldas a mí. Traté de coger una de sus manos, pero ella la retiró con un brusco movimiento.
¡No me toques!
Perdona, Rosa. No sé lo que me digo.
No sabes lo que te dices, pero ya es la segunda vez que insinúas lo mismo. Si tan poca fe tienes en mí, márchate y déjame en paz.
Lo siento, Rosa. De veras que lo siento.
Nuestras bocas enmudecieron. Permanecimos largo rato así. Ella me daba la espalda. Yo, nervioso, troceaba hierbas en mil pedazos entre mis dedos. La tormenta ya se había desvanecido. Fuera sólo se oía el ruido de las goteras. Una incipiente claridad iba iluminando nuestro refugio. Era el sol que volvía a brillar.
Perdona. A veces me dejo llevar por mis impulsos y no sé lo que me digo. Si te he dicho eso es porque te quiero, porque estoy locamente enamorado de ti.
No despegó los labios. Tomé una de sus manos entre las mías. No hizo nada por evitarlo. Poco a poco fui acercando mi cara a la suya. Nuestra respiración era entrecortada. Los latidos de nuestros corazones, violentos. El silencio, total. Mis labios buscaron los suyos para unirse en un ósculo de amor. Rosa del Mar no hizo nada por separarlos.
Abandonamos el cobertizo. El sol, próximo al ocaso, ponía una nota de oro a la campiña. Con la lluvia la atmósfera se había hecho más transparente. Y el verdor del campo más intenso.
¡Qué bonito está todo ahora! —exclamé al contemplar aquel bello panorama.
Rosa del Mar guardó silencio. Se diría que aún no me había perdonado del todo. De regreso a la ciudad se fue ablandando su postura.
—Te he dado la tarde, ¿verdad?
No, pero me la vas a dar si sigues por ese camino.
Me mordí los labios. No debí haber insistido en el tema.
¿Qué quieres que hagamos mañana? —le pregunté para cambiar de conversación.
No he pensado en nada —avanzamos unos pasos en silencio—. Ahora que recuerdo, mañana por la tarde tengo que ir de compras con mamá. Me lo anunció hoy mientras comíamos y ya me había olvidado de ello.
¿Y no podría ser por la mañana? —me atreví a insinuar yo.
No, porque para mamá el ir de compras es como una fiesta. Por eso lo guarda siempre para la tarde.
¡Vaya gracia!
En aquel momento llegábamos a la cima del Igueldo. Por el oriente ya se vislumbraban las primeras sombras de la noche. El parque de atracciones se veía bastante concurrido.
¿Vamos un momento hasta los autos de choque?
No, que ya es muy tarde. Ya está oscureciendo. Además tengo los pies un poco mojados y quiero llegar a casa para cambiarme de calzado.
Como quieras.
Comenzamos el descenso siguiendo la carretera. Los coches pasaban a nuestro lado con gran estrépito. Cuando llegamos frente a su casa, la noche ya se había adueñado de todo.
¿Te veré mañana por la mañana?
Supongo que sí.
¿Sólo lo supones?
Sólo.
Un nudo se formó en mi garganta. No me gustaba nada aquella indiferencia.
¿Me has perdonado? —osé preguntarle. Silencio. —Rosa, cariño, necesito oírtelo de tu propia voz.
¡Te he perdonado, sí! —me dijo con cierta indiferencia y no muy buen humor—. Y ahora es mejor que nos despidamos. Se me están quedando los pies helados.
Sin decir más comenzó a subir la pequeña escalera del jardín. Yo la vi desaparecer con el corazón dolorido.


© Julio Noel


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