15
Tarde
dorada de septiembre. El sol, mortecino, apenas calentaba. Algunas
nubes blanquecinas lo ocultaban de cuando en cuando. Las gaviotas
revoloteaban entre el Igueldo y la isla de Santa Clara. Un barco
pesquero maniobraba para salir del puerto. Yo esperaba a Rosa del Mar
en el lugar de costumbre.
—Hola, Raúl.
—Hola, cariño —nuestros
labios se rozaron ligeramente—. ¿Quieres caminar un rato?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque mientras te esperaba
se me ha ocurrido que podíamos ir a la montaña.
—Me parece una idea
estupenda.
—Pues en marcha.
Tomamos la carretera que
conduce a la pequeña ensenada rocosa. Al llegar a la cima del monte,
seguimos la carretera que se internaba en la montaña. A nuestra
derecha se extendía la superficie plateada del mar. A la izquierda,
las verdes ondulaciones de las montañas.
—¿Sabes, Rosa? Todo esto es
maravilloso.
—Ya lo sé. Pero no me
habrás traído aquí para decirme eso.
—Por supuesto que no.
Caminábamos asidos de la
mano. El sol de cuando en cuando se ocultaba entre las nubes.
—¿No lloverá hoy?
Elevé la vista al cielo antes
de responder.
—No creo. Estas nubes no
amenazan lluvia.
—Éstas no. Pero detrás de
éstas pueden venir otras.
—Y detrás de ésas, otras y
otras.
—No te burles de mí.
—No me burlo. Sólo trato de
constatar un hecho meteorológico.
Nos detuvimos un momento.
Habíamos caminado bastante. La ciudad quedaba ya lejos, a nuestra
espalda. Rosa se sentó un momento en la hierba.
—¿Hasta dónde quieres
llegar?
—No
lo sé. Me gustaría subir hasta lo más alto de esa montaña que hay
ahí.
—¡Estás loco!
—¿Por qué?
—Porque no estamos ni a
mitad de camino.
Me senté a su lado.
—¿Estás cansada? —le
susurré al oído.
—Un poco.
—Si lo prefieres damos la
vuelta desde aquí.
—No, no. Podemos continuar
un poco más.
Estaba realmente hermosa. Su
rostro, encendido como las brasas. Su largo y sedoso cabello le caía
como una cascada por la espalda. Sus ojos, serenos como dos mares
tranquilos. Sus rojos labios, deliciosos y provocativos.
—¡Estás encantadora!
Quiso decirme algo, pero se lo
impedí. Mis labios se apresuraron a sellar los suyos. Nuestros
pechos, unidos, se comunicaban lo que no podía expresar nuestra voz.
Reanudamos la marcha. La tarde
era joven aún. No tardamos en llegar a la base del Mendizorrotz, que
era la cima más alta de aquellos contornos.
—¿Subimos? —insinué yo.
—No creas que me apetece.
Pero, ya que estamos aquí, vamos a subir.
La pendiente era pronunciada.
No nos fue nada fácil llegar a la cima, pues a Rosa del Mar le
flaqueaban las fuerzas. A medida que ascendíamos, la ciudad, los
valles, las otras montañas se quedaban abajo y se ofrecían cada vez
más pequeñas a nuestros ojos. Una sensación de grandeza y de
dominio parecía apoderarse de mí. El mar, allá abajo, se mostraba
menos fiero, menos amenazador. El rumor de sus olas ya no llegaba a
nuestros oídos.
—Al fin lo hemos conseguido.
Ya estamos en la cima.
—¡Uf, menos mal!
—¿Estás cansada?
—¿Cansada? Estoy que no
puedo dar un paso más.
—Pero merecía la pena.
—¡Ay! No lo sé todavía.
Déjame repirar.
Sentados junto a las ruinas
del fuerte, una bella panorámica se extendía en nuestro derredor.
El mar, las montañas, la ciudad en lontananza. ¡Qué maravilla!
Rosa del Mar se había tendido
sobre la hierba. Estaba encantadora. Sus ojos reflejaban el verde del
mar y del paisaje que nos rodeaba. Sus mejillas eran como la púrpura.
Sus labios, como dos corales. Sus dientes parecían perlas engastadas
en su seductora boca.
—Estás
preciosa.
—Lo que estoy es que no
puedo más con mi alma. Si llego a saber esto... —Apagué sus
palabras con un apasionado y prolongado beso en sus labios.—Si lo
llego a saber no vengo —dijo cuando logró desasirse de mis brazos.
—¿Tanto te decepciono?
—No es eso, Raúl. Es por la
caminata tan grande que nos hemos dado. ¡Y pensar que aún tenemos
que desandar lo que hemos andado!
—Bueno, pero ahora iremos
cuesta abajo y eso nos hará más liviano el regreso.
Un trueno lejano nos sacó de
nuestro idilio. No nos habíamos percatado de la tormenta que se
avecinaba. El sol se había ocultado tras unos nubarrones que se
acercaban por el poniente. La oscuridad del mar hacia aquel lado era
impresionante. De cuando en cuando se iluminaba por el fulgor del
algún relámpago.
Descendimos precipitadamente
la montaña. La aprensión a la tormenta parecía ponernos alas en
los pies. Pronto nos alcanzaron las primeras gotas. Caían
espaciadas. No lejos de nosotros descubrimos un cobertizo. Corrimos a
guarecernos en él. Era una especie de hórreo en medio del campo.
—¡Menos mal que hemos
encontrado este refugio!
—Desde luego. Ha sido casi
providencial.
No habíamos hecho más que
entrar cuando arreció la lluvia. La temperatura había descendido
bastante. Rosa del Mar tiritaba a mi lado como un pajarillo. La
verdad que yo tampoco sentía nada de calor.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—musitó Rosa del Mar con lágrimas en los ojos.
—No lo sé. Espera un
momento que voy a registrar este chamizo a ver si encuentro algo.
Tuve suerte. En un rincón
había un trozo de manta raída. El dueño o algún pastor la habrían
abandonado allí. Rosa del Mar se alegró al verla.
—Toma, cariño. Cúbrete con
ella.
—Y tú, ¿qué vas a hacer?
—No te preocupes por mí.
Se abrigó con el viejo
harapo. Sus dientes castañeteaban a causa del frío.
—¿Te
encuentras mejor?
—Bastante mejor, pero aún
siento frío en las piernas y en los pies.
—Pues acércate a aquel
rincón y envuélvelos entre la hierba.
En
un rincón del cobertizo había un montón de heno seco. Rosa del Mar
se acurrucó en él. Yo permanecí un poco más en la entrada
contemplando la lluvia. La tormenta estaba en pleno fragor. La
oscuridad lo envolvía todo. Fuertes truenos se dejaban oír a cortos
intervalos de tiempo. Los relámpagos eran impresionantes. El agua
caía a mares.
—¿Por qué no vienes? —me
gritó Rosa del Mar desde el rincón del fondo.
Me acerqué a ella. Estaba
acurrucada con los pies entre el heno. Dos lágrimas como dos perlas
rodaban por sus macilentas mejillas.
—¿Qué te pasa? —le
pregunté mientras enjugaba sus lágrimas.
—Tengo miedo.
—¿Miedo a qué?
—A la tormenta.
—¿A la tormenta?
—Sí. Me dan miedo las
tormentas. Sobre todo en el campo. Me infunden pavor esos truenos.
Parece que se quiere venir el cielo abajo con ellos.
—¡Pobrecita! —me senté a
su lado—. No te preocupes. Me quedaré junto a ti hasta que pase.
Fijó en mí su tierna mirada
en señal de agradecimiento. Rodeé su cuello con mi brazo y atraje
su cabeza hacia mi pecho. Cuando retumbaba un trueno, una fuerte
conmoción estremecía su frágil cuerpo.
—¿Tanto miedo les tienes a
los truenos?
—Me aterran.
—Pues deberías alegrarte de
oírlos.
—¿Por qué? —me preguntó
con asombro al mismo tiempo que erguía su cabeza.
—Porque los truenos no
matan.
—¡Tonto! —dijo espaciando
las sílabas mientras apoyaba su mejilla de nuevo en mi pecho.
Todavía se oían la lluvia y
los truenos, pero cada vez más lejanos. La tormenta empezaba a
amainar.
—¿Ves? Ya pasa.
—¡Buen susto me ha dado!
—Ahora no tardará en salir
el sol. ¡Ya verás qué bonito queda el campo!
—Puede quedar todo lo bonito
que quiera. Después de este mal rato no tengo humor para nada.
—Bueno, tampoco es para
ponerse así. Nadie tiene la culpa de que haya habido tormenta.
—Ya lo sé. Pero me pone de
mal humor.
Guardamos
silencio. Los truenos se oían cada vez más lejanos. Yo acariciaba
el pelo y la cara de mi adorada.
—Rosa —le dije, adoptando
un tono de voz más grave—, tenemos que comunicar formalmente lo
nuestro a tus padres.
—¡Estás loco! —gritó
separándose bruscamente de mí—. ¡Buena se pondría mamá si lo
hiciéramos!
—Pues tenemos que terminar
con esta situación tan enojosa. No podemos seguir así
indefinidamente. Al menos deberías presentarme a ellos.
—¡Ni lo sueñes!
Nuevo silencio.
—¿Sabes, Rosa? A veces
pienso que la que realmente se opone a lo nuestro no es tu madre sino
tú.
—Si es eso lo que piensas,
puedes marcharte ahora mismo y olvidarte de que existo.
Se había girado de espaldas a
mí. Traté de coger una de sus manos, pero ella la retiró con un
brusco movimiento.
—¡No me toques!
Perdona, Rosa. No sé lo que
me digo.
—No sabes lo que te dices,
pero ya es la segunda vez que insinúas lo mismo. Si tan poca fe
tienes en mí, márchate y déjame en paz.
—Lo siento, Rosa. De veras
que lo siento.
Nuestras bocas enmudecieron.
Permanecimos largo rato así. Ella me daba la espalda. Yo, nervioso,
troceaba hierbas en mil pedazos entre mis dedos. La tormenta ya se
había desvanecido. Fuera sólo se oía el ruido de las goteras. Una
incipiente claridad iba iluminando nuestro refugio. Era el sol que
volvía a brillar.
—Perdona. A veces me dejo
llevar por mis impulsos y no sé lo que me digo. Si te he dicho eso
es porque te quiero, porque estoy locamente enamorado de ti.
No despegó los labios. Tomé
una de sus manos entre las mías. No hizo nada por evitarlo. Poco a
poco fui acercando mi cara a la suya. Nuestra respiración era
entrecortada. Los latidos de nuestros corazones, violentos. El
silencio, total. Mis labios buscaron los suyos para unirse en un
ósculo de amor. Rosa del Mar no hizo nada por separarlos.
Abandonamos el cobertizo. El
sol, próximo al ocaso, ponía una nota de oro a la campiña. Con la
lluvia la atmósfera se había hecho más transparente. Y el verdor
del campo más intenso.
—¡Qué bonito está todo
ahora! —exclamé al contemplar aquel bello panorama.
Rosa del Mar guardó silencio.
Se diría que aún no me había perdonado del todo. De regreso a la
ciudad se fue ablandando su postura.
—Te
he dado la tarde, ¿verdad?
—No, pero me la vas a dar si
sigues por ese camino.
Me mordí los labios. No debí
haber insistido en el tema.
—¿Qué quieres que hagamos
mañana? —le pregunté para cambiar de conversación.
—No he pensado en nada
—avanzamos unos pasos en silencio—. Ahora que recuerdo, mañana
por la tarde tengo que ir de compras con mamá. Me lo anunció hoy
mientras comíamos y ya me había olvidado de ello.
—¿Y no podría ser por la
mañana? —me atreví a insinuar yo.
—No, porque para mamá el ir
de compras es como una fiesta. Por eso lo guarda siempre para la
tarde.
—¡Vaya gracia!
En aquel momento llegábamos a
la cima del Igueldo. Por el oriente ya se vislumbraban las primeras
sombras de la noche. El parque de atracciones se veía bastante
concurrido.
—¿Vamos un momento hasta
los autos de choque?
—No, que ya es muy tarde. Ya
está oscureciendo. Además tengo los pies un poco mojados y quiero
llegar a casa para cambiarme de calzado.
—Como quieras.
Comenzamos el descenso
siguiendo la carretera. Los coches pasaban a nuestro lado con gran
estrépito. Cuando llegamos frente a su casa, la noche ya se había
adueñado de todo.
—¿Te veré mañana por la
mañana?
—Supongo que sí.
—¿Sólo lo supones?
—Sólo.
Un nudo se formó en mi
garganta. No me gustaba nada aquella indiferencia.
—¿Me has perdonado? —osé
preguntarle. Silencio. —Rosa, cariño, necesito oírtelo de tu
propia voz.
—¡Te he perdonado, sí! —me
dijo con cierta indiferencia y no muy buen humor—. Y ahora es mejor
que nos despidamos. Se me están quedando los pies helados.
Sin decir más comenzó a
subir la pequeña escalera del jardín. Yo la vi desaparecer con el
corazón dolorido.
© Julio Noel
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