9
El invierno se había vuelto a
adueñar de las montañas y del
valle de Osimara. Un extenso manto blanco cubría prados, huertas,
árboles, arbustos, caminos, sendas. Lo uniformaba todo. Blancura sin
fin. Los pobladores se habían encerrado en sus chozas. Hombres y
bestias se cobijaban bajo los humildes techados y nadie osaba hollar
los campos. Era el momento de acercarse al hogar para desentumecer
los miembros ateridos por el intenso frío. La noche se cernía sobre
el poblado astur. Sus habitantes se preparaban para pasar una de
aquellas largas veladas. En casa de Elaeso todo estaba dispuesto para
recibir a los contertulios. Sólo éstos faltaban. El fuego crepitaba
en el hogar y los rostros de los padres y el hijo resplandecían a la
luz de las llamas. Los aguzos
iluminaban ya el resto de la habitación para vencer las tinieblas.
Allí dentro reinaba la calma.
—Parece que hoy se retrasa
un poco la gente —murmuró casi para sí Elaeso mientras echaba más
leña al fuego para reavivarlo.
—Será por culpa de la nieve
—le respondió Genoveva.
—Es posible —observó el
marido—, aunque hemos abierto huelgas
para que pueda
caminar todo el mundo por ellas. Hablando de los contertulios, aquí
llegan los primeros.
Evelina y su familia acaban de
entrar.
—¡Vaya frío que hace esta
noche! No se para por esas calles —comentó Evelina mientras se
descalzaba las madreñas—. Por cierto, buenas noches.
—Buenas noches —le
contestaron su hermana y su cuñado.
—Por lo que veo, somos los
primeros en llegar. Parece que hoy la gente no tiene prisa.
—Es lo que estábamos
comentando nosotros —le respondió Genoveva—. Esta noche con la
nevada es posible que no quieran salir de casa.
—Esperemos que se anime a
venir alguien más. Mientras tanto yo voy a sacar el fuso
y la rueca para hilar toda esta lana.
—Haces bien. Yo estoy
tejiendo estas medias, pues sólo tengo dos pares y uno ya se me está
empezando a romper.
Mientras las dos hermanas
conversaban, llegaron algunos contertulios más. Poco a poco se fue
animando el filandón. Los hombres comentaban la nevada, que era la
noticia del día. Los niños correteaban sin descanso por un lado y
por otro de la estancia. El ambiente se caldeaba. Pero nadie se
animaba aún a contar alguna historia o algún cuento. Parecía como
si aquella noche alguien les amordazara la lengua.
—¡Qué sumicio
habrá llevado el otro juego de agujas! —exclamó Genoveva—. Si
me parecía que las tenía aquí hace un momento y ahora no las
encuentro. ¿Las has visto tú por algún sitio, Medulio?
—No, madre. Yo no las he
visto.
—¡Será posible…!
—El sumicio que te las habrá
cambiado de sitio —comentó con guasa Budecio, que era muy
socarrón.
—Sí que parece obra del
sumicio, sí —aseveró Genoveva, que seguía buscando las agujas—,
porque mira que las he buscado por todas partes y no las encuentro.
—Pues ya puedes andar con
cuidado —reiteró Budecio entre risas y chanzas—. Como se te haya
metido el sumicio en casa, más de una cosa vas a echar en falta —y
terminó el comentario con una estrepitosa carcajada.
Los niños escuchaban con gran
atención el diálogo entre Genoveva y Budecio sin entender nada.
—¿Qué es el sumicio ?
—preguntó inocentemente Mabel.
—El sumicio —le aclaró su
tío— es un ser diminuto, tan pequeño que no se puede ver. Entra
en las casas y hace desaparecer las cosas. Las esconde tan bien, que
por mucho que las busques, no las encuentras. Por eso, cuando
desaparece algo y no lo encontramos, decimos que parece obra del
sumicio.
—¡Pues, vaya! —exclamó
Mabel—. ¿Y cómo las puede esconder si es tan pequeño?
—Porque tiene poderes
mágicos. Esos poderes le dan una fuerza descomunal para el tamaño
que tiene.
—Pues yo no me lo creo —dijo
Medulio.
—¡No te lo creas, no! —le
reconvino Brian—. Y lo malo no es que haga desaparecer las cosas,
lo malo es que cuando se le mete a uno en el cuerpo, no para hasta
que lo consume del todo.
—¡Anda ya! —exclamó el
niño incrédulo—. Cuando alguien se consume es porque está
enfermo.
—Sí, sí. Tú no te lo
creas y que te entre —insistió Brian—, ya verás lo que te pasa.
En medio de bromas y veras
transcurría la velada. Entre aquellas gentes habían circulado desde
tiempos inmemoriales las leyendas sobre los sumicios. Siempre había
gentes crédulas y sencillas que creían en tales historias, aunque
la mayoría las usaban más como pasatiempo o para asustar a los
niños. De alguna manera tenían que justificar las desapariciones
inexplicables y repentinas.
—¿A
ver si en vez del sumicio ha sido algún trasgo? —insinuó Budecio
para seguir con la chanza.
—Si era poco el sumicio,
ahora mete tú también por el medio al trasgo para terminar de
enredarlo bien todo —comentó Genoveva.
—¿Tú lo has mirado todo
bien? —le preguntó mientras prorrumpió en una estrepitosa
carcajada—. ¡Mira que si te las ha cambiado de sitio…!
—¡Calla, calla, que contigo
no se puede hablar! Te burlas hasta de tu sombra.
—Sí, sí. Yo no estaría
muy seguro. Hace días que andan por ahí varios sueltos haciendo mil
diabluras. Alguno se te habrá colado en casa por alguna rendija
—volvió a reír.
Los niños seguían con
atención el diálogo entre Genoveva y el bromista y no sabían con
qué carta quedarse, pero ninguno de ellos se atrevía a formular la
pregunta que tanto los inquietaba. ¿Sería o no cierto que existían
los trasgos? Finalmente uno de ellos se atrevió a levantar su débil
voz.
—¿Existen los trasgos?
—Pues claro que existen —le
contestó Evelina—. Son unos seres algo más grandes que los
sumicios, pero muy pequeños también. Cuando entran en una casa, lo
revuelven y lo cambian todo de sitio. Suelen actuar durante la noche.
Por la mañana, cuando se levantan los que viven allí, se encuentran
con todas las cosas revueltas y fuera de su sitio. Así que no les
queda más remedio que ordenarlo todo otra vez.
—¡Pues vaya gracia!
—exclamó el niño de la débil voz.
—Pero si te portas bien con
ellos —continuó Evelina—, en vez de desordenártelo todo, te
hacen muchas labores del hogar, como hilar, fregar, lavar la ropa,
barrer. Todo depende de cómo los trates. Lo malo que tienen es que
cuando entran en casa, es muy difícil echarlos fuera. Sólo lo
conseguirás si les mandas hacer algo que ellos no pueden llevar a
cabo. Como son tan orgullosos y creen que no hay nada que se les
resita, cuando descubren que hay cosas que no pueden hacer, se
marchan avergonzados y corridos.
—¿Qué cosas son las que no
pueden hacer, madre? —preguntó tímidamente Mabel.
—Pues, por ejemplo, coger
agua con una cesta —respondió Evelina.
—O coger la luna con la mano
—comentó entre carcajadas Budecio.
—Sí, tú ríete y que te
entren en casa —le recriminó Evelina—, ya verás el trabajo que
tienes después para echarlos.
La noche seguía su curso
mientras los contertulios hablaban, reían y se entretenían. Elaeso
arrojó más leña al fuego y sustituyó alguno de los aguzos
por otros nuevos para iluminar mejor la estancia. A continuación
tomó la palabra Brian.
—En cierta ocasión
—comenzó— alguien me contó que en la noche del solsticio de
verano se le había aparecido un mouro. Bueno, más que aparecer, se
topó con él. Había luna llena. Iba caminando por medio de un
bosque, cuando de repente surgió ante él una especie de ser humano,
pero muy pequeño. No levantaba más de un palmo del suelo. Iba
elegantemente vestido todo de verde. Él al verlo, de pronto se
asustó, pero luego le hizo gracia ver aquella figura tan pequeña y
se agachó para recogerla del suelo. El hombrecillo le dio un
picotazo en la mano con un pincho que llevaba. Él sintió un dolor
como si le hubiera clavado el aguijón una abeja, por lo que la
retiró inmediatamente. El mouro aprovechó el momento para alejarse
rápidamente de allí e introducirse en un agujero que había debajo
de una roca. El hombre lo llamó a voces para que saliera. Le juraba
y perjuraba que no le iba a hacer nada, pero el hombrecillo no le
respondió ni se volvió a dejar ver.
—Eso es un cuento —dijo
Medulio.
—No sé si será un cuento o
no. El que me lo contó aseguró haberlo visto de verdad.
—Pero ¿cómo iba a haber un
hombrecillo así en el bosque y que además se refugiara en una
cueva?
—Porque esos hombrecillos,
los mouros, viven en cuevas dentro de la Tierra —le aclaró Brian—.
Allí explotan los metales, sobre todo el oro, y hacen grandes
trabajos de orfebrería. Se dice que en esas cuevas guardan grandes
tesoros, que son los que custodian los cuélebres. Apenas salen a la
superficie, si no es por la noche o en el solsticio de verano. Hay
mucha gente que asegura haberlos visto.
—No me lo puedo creer
—respondió Medulio, que cada vez recelaba más de aquellos cuentos
que los mayores les referían.
—El niño ya empieza a dejar
de ser niño —comentó Budecio— y ya no lo engañáis con esos
cuentos y patrañas.
Los tertulianos seguían
pasando la velada alegremente entre cuentos y chanzas. El fuego del
hogar caldeaba la estancia invitando al grupo a seguir la tertulia.
—Medulio, ¿si no crees en
los mouros, tampoco creerás en el ñuberu? —le insinuó su
tía.
—¿Qué es el ñuberu?
—preguntó él.
—¿Qué es no? ¿Quién es?
—le aclaró la tía—. El ñuberu es el conductor de las nubes. Es
un hombre vestido con pieles y con un gran sombrero.
—¡Anda ya! —contestó
Medulio—. Las nubes no necesitan a nadie que las guíe.
—Eso es lo que tú crees. El
ñuberu es muy vengativo y si no lo tratas bien, él tampoco te
tratará bien a ti, haciendo que las tormentas de agua se conviertan
en granizo y te lo arrasen todo. En cambio, si lo tratas bien, nunca
producirá daños en tus cultivos ni a los tuyos o a tu vivienda.
—Bueno, bueno. Eso son
patrañas, tía. Las nubes descargan donde quieren sin que nadie las
controle.
—Pues mejor sería que
creyeras en el ñuberu y te portaras bien con él, por si acaso.
—Y también que cogiera la
luna con la mano.
—No te burles ni blasfemes,
Medulio, que un día alguien te castigará.
—Bueno, bueno. Si no lo
hacéis vosotros, no sé quién me va a castigar.
—Ya os dije antes que el
niño no es tan niño —insistió Budelio—. Ya no lo asustáis tan
fácilmente.
La tertulia se había
prolongado demasiado aquella noche. Fue Evelina la que le puso el
punto final. Había terminado de hilar el copo de lana que llevaba y
ya le costaba un gran esfuerzo mantener los párpados abiertos. Así
que determinó marcharse con los suyos a descansar. Los demás
siguieron su ejemplo. En unos instantes se quedaron solos Elaeso y su
familia. Habían disfrutado de una interesante y alegre velada.
La noche siguiente de nuevo se
hallaban todos juntos alrededor del fuego. Un día más la nieve lo
cubría todo y el frío penetraba por todas las rendijas. El único
lugar donde se encontraba uno bien era junto al hogar.
—¡Vaya nochecita que
tenemos hoy otra vez! —exclamó Brian al entrar y saludar a todos
los presentes.
—Como la de ayer por no
cambiar —le contestó Elaeso—. Siéntate aquí que ya te
echábamos en falta.
—Pues aquí estoy. Yo no me
pierdo estas veladas por nada del mundo. Forman parte de los momentos
más agradables de mi vida.
—Pues anímate y cuéntanos
algo, que tú sabes un montón de historias y cuentos.
—No tantos, Elaeso, aunque
alguno sí que sé.
Brian carraspeó y se removió
un poco en su asiento antes de dar comienzo al relato.
—Cuentan que en la fuente
del Robledal vivía una hermosa Xana que enamoraba a todos los que
osaban acercarse por sus alrededores. Sus cabellos eran de oro y le
llegaban hasta la cintura. Su tez, como la nieve. Sus ojos, como
esmeraldas. Sus labios, rojos como cerezas y tan dulces como la miel.
No había nadie que pudiera resistirse a sus encantos. La noche del
solsticio de verano acertó a pasar por allí un apuesto cazador que
se había perdido mientras perseguía un ciervo. Al verla, en el acto
se quedó prendado de ella. La Xana lo sedujo con engaños. Le mostró
un ovillo de oro y le dijo que si lo deshacía sin que se rompiera el
hilo se casaría con él, pero cuando llevaba un rato deshaciéndolo,
el hilo se rompió. Entonces el joven cayó como fulminado por un
rayo. Se dice que en las noches del solsticio si se pasa al lado de
la fuente se oyen los suspiros de la Xana por la muerte de su amado.
—Interesante —comentó
Medulio.
—¿Has oído hablar del
Papón? —le
preguntó Brian.
—Alguna vez me han amenazado
con él, sobre todo mi madre.
—¡Calla, calla, no digas
tonterías! ¿Cuándo te he amenazado yo con el Papón?
—Cuando era pequeño
—contestó Medulio.
—Hace tanto tiempo que ya no
me acuerdo.
—Pues el Papón
—continiuó
Brian— u Hombre del unto se dedica a robar niños para sacarles las
mantecas. Luego los tira al fondo de un pozo.
—¡Uy, qué miedo! —exclamó
con sorna el niño.
La noche transcurría entre la
calidez de la lumbre y la de la amena charla. Los contertulios
disfrutaban de aquel momento. Genoveva dejó a un lado las agujas y
la media que estaba tejiendo para contar el último relato del
filandón.
—No quisiera acabar la
velada sin contaros la historia de una guaxa. Las guaxas son esas
viejas feas y encorvadas, todas llenas de arrugas y con un diente
solo en su boca, con el que chupan la sangre de sus víctimas. Pues
érase que se era que había un niño muy llorón y que cada día
estaba más flaco. Sus padres no sabían qué le podía pasar, pues a
pesar de que mamaba, el niño cada día estaba más escuálido y más
pachucho. Parecía un esmirriado. Los padres, desesperados, ya no
sabían qué hacer. Un día la madre descubrió que el niño tenía
un agujero casi imperceptible en el cuello. Entonces comprendió que
le estaba chupando la sangre una guaxa. Los padres rociaron al niño
con agua y polvos de asta de ciervo. La guaxa lo dejó en paz y no
volvió nunca más por aquella casa.
—Por esta noche me parece
que ya está bien —comentó Brian mientras se levantaba del banco—.
Yo me voy ya para casa.
—Y yo también —contestó
otro.
—Pues entonces nos iremos
todos —sentenció un tercero.
Poco a poco los contertulios
fueron abandonando el hogar de Elaeso y dieron por finalizada la
velada. Se calzaban las madreñas mientras se despedían de sus
anfitriones.
—¡Hasta mañana, familia!
—¡Hasta mañana! —contestó
Elaeso—. Abrigaos bien, que hace mucho frío.
Elaeso cerró la puerta de su
choza mientras observaba cómo se alejaban los últimos contertulios.
La noche era fría. La luna brillaba en lo alto del cielo. La nieve
crujía bajo sus pies. A lo lejos se oía el ulular del lobo. Un
caballo relinchó en una cuadra. Los tertulianos se arroparon bien y
sin pérdida de tiempo se encaminaron hacia sus casas para guarecerse
del intenso frío.
© Julio Noel
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