jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 9




                                                                       9



El invierno se había vuelto a adueñar de las montañas y del valle de Osimara. Un extenso manto blanco cubría prados, huertas, árboles, arbustos, caminos, sendas. Lo uniformaba todo. Blancura sin fin. Los pobladores se habían encerrado en sus chozas. Hombres y bestias se cobijaban bajo los humildes techados y nadie osaba hollar los campos. Era el momento de acercarse al hogar para desentumecer los miembros ateridos por el intenso frío. La noche se cernía sobre el poblado astur. Sus habitantes se preparaban para pasar una de aquellas largas veladas. En casa de Elaeso todo estaba dispuesto para recibir a los contertulios. Sólo éstos faltaban. El fuego crepitaba en el hogar y los rostros de los padres y el hijo resplandecían a la luz de las llamas. Los aguzos iluminaban ya el resto de la habitación para vencer las tinieblas. Allí dentro reinaba la calma.
Parece que hoy se retrasa un poco la gente —murmuró casi para sí Elaeso mientras echaba más leña al fuego para reavivarlo.
Será por culpa de la nieve —le respondió Genoveva.
Es posible —observó el marido—, aunque hemos abierto huelgas para que pueda caminar todo el mundo por ellas. Hablando de los contertulios, aquí llegan los primeros.
Evelina y su familia acaban de entrar.
¡Vaya frío que hace esta noche! No se para por esas calles —comentó Evelina mientras se descalzaba las madreñas—. Por cierto, buenas noches.
Buenas noches —le contestaron su hermana y su cuñado.
Por lo que veo, somos los primeros en llegar. Parece que hoy la gente no tiene prisa.
Es lo que estábamos comentando nosotros —le respondió Genoveva—. Esta noche con la nevada es posible que no quieran salir de casa.
Esperemos que se anime a venir alguien más. Mientras tanto yo voy a sacar el fuso y la rueca para hilar toda esta lana.
Haces bien. Yo estoy tejiendo estas medias, pues sólo tengo dos pares y uno ya se me está empezando a romper.
Mientras las dos hermanas conversaban, llegaron algunos contertulios más. Poco a poco se fue animando el filandón. Los hombres comentaban la nevada, que era la noticia del día. Los niños correteaban sin descanso por un lado y por otro de la estancia. El ambiente se caldeaba. Pero nadie se animaba aún a contar alguna historia o algún cuento. Parecía como si aquella noche alguien les amordazara la lengua.
¡Qué sumicio habrá llevado el otro juego de agujas! —exclamó Genoveva—. Si me parecía que las tenía aquí hace un momento y ahora no las encuentro. ¿Las has visto tú por algún sitio, Medulio?
No, madre. Yo no las he visto.
¡Será posible…!
El sumicio que te las habrá cambiado de sitio —comentó con guasa Budecio, que era muy socarrón.
Sí que parece obra del sumicio, sí —aseveró Genoveva, que seguía buscando las agujas—, porque mira que las he buscado por todas partes y no las encuentro.
Pues ya puedes andar con cuidado —reiteró Budecio entre risas y chanzas—. Como se te haya metido el sumicio en casa, más de una cosa vas a echar en falta —y terminó el comentario con una estrepitosa carcajada.
Los niños escuchaban con gran atención el diálogo entre Genoveva y Budecio sin entender nada.
¿Qué es el sumicio ? —preguntó inocentemente Mabel.
El sumicio —le aclaró su tío— es un ser diminuto, tan pequeño que no se puede ver. Entra en las casas y hace desaparecer las cosas. Las esconde tan bien, que por mucho que las busques, no las encuentras. Por eso, cuando desaparece algo y no lo encontramos, decimos que parece obra del sumicio.
¡Pues, vaya! —exclamó Mabel—. ¿Y cómo las puede esconder si es tan pequeño?
Porque tiene poderes mágicos. Esos poderes le dan una fuerza descomunal para el tamaño que tiene.
Pues yo no me lo creo —dijo Medulio.
¡No te lo creas, no! —le reconvino Brian—. Y lo malo no es que haga desaparecer las cosas, lo malo es que cuando se le mete a uno en el cuerpo, no para hasta que lo consume del todo.
¡Anda ya! —exclamó el niño incrédulo—. Cuando alguien se consume es porque está enfermo.
Sí, sí. Tú no te lo creas y que te entre —insistió Brian—, ya verás lo que te pasa.
En medio de bromas y veras transcurría la velada. Entre aquellas gentes habían circulado desde tiempos inmemoriales las leyendas sobre los sumicios. Siempre había gentes crédulas y sencillas que creían en tales historias, aunque la mayoría las usaban más como pasatiempo o para asustar a los niños. De alguna manera tenían que justificar las desapariciones inexplicables y repentinas.
—¿A ver si en vez del sumicio ha sido algún trasgo? —insinuó Budecio para seguir con la chanza.
Si era poco el sumicio, ahora mete tú también por el medio al trasgo para terminar de enredarlo bien todo —comentó Genoveva.
¿Tú lo has mirado todo bien? —le preguntó mientras prorrumpió en una estrepitosa carcajada—. ¡Mira que si te las ha cambiado de sitio…!
¡Calla, calla, que contigo no se puede hablar! Te burlas hasta de tu sombra.
Sí, sí. Yo no estaría muy seguro. Hace días que andan por ahí varios sueltos haciendo mil diabluras. Alguno se te habrá colado en casa por alguna rendija —volvió a reír.
Los niños seguían con atención el diálogo entre Genoveva y el bromista y no sabían con qué carta quedarse, pero ninguno de ellos se atrevía a formular la pregunta que tanto los inquietaba. ¿Sería o no cierto que existían los trasgos? Finalmente uno de ellos se atrevió a levantar su débil voz.
¿Existen los trasgos?
Pues claro que existen —le contestó Evelina—. Son unos seres algo más grandes que los sumicios, pero muy pequeños también. Cuando entran en una casa, lo revuelven y lo cambian todo de sitio. Suelen actuar durante la noche. Por la mañana, cuando se levantan los que viven allí, se encuentran con todas las cosas revueltas y fuera de su sitio. Así que no les queda más remedio que ordenarlo todo otra vez.
¡Pues vaya gracia! —exclamó el niño de la débil voz.
Pero si te portas bien con ellos —continuó Evelina—, en vez de desordenártelo todo, te hacen muchas labores del hogar, como hilar, fregar, lavar la ropa, barrer. Todo depende de cómo los trates. Lo malo que tienen es que cuando entran en casa, es muy difícil echarlos fuera. Sólo lo conseguirás si les mandas hacer algo que ellos no pueden llevar a cabo. Como son tan orgullosos y creen que no hay nada que se les resita, cuando descubren que hay cosas que no pueden hacer, se marchan avergonzados y corridos.
¿Qué cosas son las que no pueden hacer, madre? —preguntó tímidamente Mabel.
Pues, por ejemplo, coger agua con una cesta —respondió Evelina.
O coger la luna con la mano —comentó entre carcajadas Budecio.
Sí, tú ríete y que te entren en casa —le recriminó Evelina—, ya verás el trabajo que tienes después para echarlos.
La noche seguía su curso mientras los contertulios hablaban, reían y se entretenían. Elaeso arrojó más leña al fuego y sustituyó alguno de los aguzos por otros nuevos para iluminar mejor la estancia. A continuación tomó la palabra Brian.
En cierta ocasión —comenzó— alguien me contó que en la noche del solsticio de verano se le había aparecido un mouro. Bueno, más que aparecer, se topó con él. Había luna llena. Iba caminando por medio de un bosque, cuando de repente surgió ante él una especie de ser humano, pero muy pequeño. No levantaba más de un palmo del suelo. Iba elegantemente vestido todo de verde. Él al verlo, de pronto se asustó, pero luego le hizo gracia ver aquella figura tan pequeña y se agachó para recogerla del suelo. El hombrecillo le dio un picotazo en la mano con un pincho que llevaba. Él sintió un dolor como si le hubiera clavado el aguijón una abeja, por lo que la retiró inmediatamente. El mouro aprovechó el momento para alejarse rápidamente de allí e introducirse en un agujero que había debajo de una roca. El hombre lo llamó a voces para que saliera. Le juraba y perjuraba que no le iba a hacer nada, pero el hombrecillo no le respondió ni se volvió a dejar ver.
Eso es un cuento —dijo Medulio.
No sé si será un cuento o no. El que me lo contó aseguró haberlo visto de verdad.
Pero ¿cómo iba a haber un hombrecillo así en el bosque y que además se refugiara en una cueva?
Porque esos hombrecillos, los mouros, viven en cuevas dentro de la Tierra —le aclaró Brian—. Allí explotan los metales, sobre todo el oro, y hacen grandes trabajos de orfebrería. Se dice que en esas cuevas guardan grandes tesoros, que son los que custodian los cuélebres. Apenas salen a la superficie, si no es por la noche o en el solsticio de verano. Hay mucha gente que asegura haberlos visto.
No me lo puedo creer —respondió Medulio, que cada vez recelaba más de aquellos cuentos que los mayores les referían.
El niño ya empieza a dejar de ser niño —comentó Budecio— y ya no lo engañáis con esos cuentos y patrañas.
Los tertulianos seguían pasando la velada alegremente entre cuentos y chanzas. El fuego del hogar caldeaba la estancia invitando al grupo a seguir la tertulia.
Medulio, ¿si no crees en los mouros, tampoco creerás en el ñuberu? —le insinuó su tía.
¿Qué es el ñuberu? —preguntó él.
¿Qué es no? ¿Quién es? —le aclaró la tía—. El ñuberu es el conductor de las nubes. Es un hombre vestido con pieles y con un gran sombrero.
¡Anda ya! —contestó Medulio—. Las nubes no necesitan a nadie que las guíe.
Eso es lo que tú crees. El ñuberu es muy vengativo y si no lo tratas bien, él tampoco te tratará bien a ti, haciendo que las tormentas de agua se conviertan en granizo y te lo arrasen todo. En cambio, si lo tratas bien, nunca producirá daños en tus cultivos ni a los tuyos o a tu vivienda.
Bueno, bueno. Eso son patrañas, tía. Las nubes descargan donde quieren sin que nadie las controle.
Pues mejor sería que creyeras en el ñuberu y te portaras bien con él, por si acaso.
Y también que cogiera la luna con la mano.
No te burles ni blasfemes, Medulio, que un día alguien te castigará.
Bueno, bueno. Si no lo hacéis vosotros, no sé quién me va a castigar.
Ya os dije antes que el niño no es tan niño —insistió Budelio—. Ya no lo asustáis tan fácilmente.
La tertulia se había prolongado demasiado aquella noche. Fue Evelina la que le puso el punto final. Había terminado de hilar el copo de lana que llevaba y ya le costaba un gran esfuerzo mantener los párpados abiertos. Así que determinó marcharse con los suyos a descansar. Los demás siguieron su ejemplo. En unos instantes se quedaron solos Elaeso y su familia. Habían disfrutado de una interesante y alegre velada.
La noche siguiente de nuevo se hallaban todos juntos alrededor del fuego. Un día más la nieve lo cubría todo y el frío penetraba por todas las rendijas. El único lugar donde se encontraba uno bien era junto al hogar.
¡Vaya nochecita que tenemos hoy otra vez! —exclamó Brian al entrar y saludar a todos los presentes.
Como la de ayer por no cambiar —le contestó Elaeso—. Siéntate aquí que ya te echábamos en falta.
Pues aquí estoy. Yo no me pierdo estas veladas por nada del mundo. Forman parte de los momentos más agradables de mi vida.
Pues anímate y cuéntanos algo, que tú sabes un montón de historias y cuentos.
No tantos, Elaeso, aunque alguno sí que sé.
Brian carraspeó y se removió un poco en su asiento antes de dar comienzo al relato.
Cuentan que en la fuente del Robledal vivía una hermosa Xana que enamoraba a todos los que osaban acercarse por sus alrededores. Sus cabellos eran de oro y le llegaban hasta la cintura. Su tez, como la nieve. Sus ojos, como esmeraldas. Sus labios, rojos como cerezas y tan dulces como la miel. No había nadie que pudiera resistirse a sus encantos. La noche del solsticio de verano acertó a pasar por allí un apuesto cazador que se había perdido mientras perseguía un ciervo. Al verla, en el acto se quedó prendado de ella. La Xana lo sedujo con engaños. Le mostró un ovillo de oro y le dijo que si lo deshacía sin que se rompiera el hilo se casaría con él, pero cuando llevaba un rato deshaciéndolo, el hilo se rompió. Entonces el joven cayó como fulminado por un rayo. Se dice que en las noches del solsticio si se pasa al lado de la fuente se oyen los suspiros de la Xana por la muerte de su amado.
Interesante —comentó Medulio.
¿Has oído hablar del Papón? —le preguntó Brian.
Alguna vez me han amenazado con él, sobre todo mi madre.
¡Calla, calla, no digas tonterías! ¿Cuándo te he amenazado yo con el Papón?
Cuando era pequeño —contestó Medulio.
Hace tanto tiempo que ya no me acuerdo.
Pues el Papóncontiniuó Brian— u Hombre del unto se dedica a robar niños para sacarles las mantecas. Luego los tira al fondo de un pozo.
¡Uy, qué miedo! —exclamó con sorna el niño.
La noche transcurría entre la calidez de la lumbre y la de la amena charla. Los contertulios disfrutaban de aquel momento. Genoveva dejó a un lado las agujas y la media que estaba tejiendo para contar el último relato del filandón.
No quisiera acabar la velada sin contaros la historia de una guaxa. Las guaxas son esas viejas feas y encorvadas, todas llenas de arrugas y con un diente solo en su boca, con el que chupan la sangre de sus víctimas. Pues érase que se era que había un niño muy llorón y que cada día estaba más flaco. Sus padres no sabían qué le podía pasar, pues a pesar de que mamaba, el niño cada día estaba más escuálido y más pachucho. Parecía un esmirriado. Los padres, desesperados, ya no sabían qué hacer. Un día la madre descubrió que el niño tenía un agujero casi imperceptible en el cuello. Entonces comprendió que le estaba chupando la sangre una guaxa. Los padres rociaron al niño con agua y polvos de asta de ciervo. La guaxa lo dejó en paz y no volvió nunca más por aquella casa.
Por esta noche me parece que ya está bien —comentó Brian mientras se levantaba del banco—. Yo me voy ya para casa.
Y yo también —contestó otro.
Pues entonces nos iremos todos —sentenció un tercero.
Poco a poco los contertulios fueron abandonando el hogar de Elaeso y dieron por finalizada la velada. Se calzaban las madreñas mientras se despedían de sus anfitriones.
¡Hasta mañana, familia!
¡Hasta mañana! —contestó Elaeso—. Abrigaos bien, que hace mucho frío.
Elaeso cerró la puerta de su choza mientras observaba cómo se alejaban los últimos contertulios. La noche era fría. La luna brillaba en lo alto del cielo. La nieve crujía bajo sus pies. A lo lejos se oía el ulular del lobo. Un caballo relinchó en una cuadra. Los tertulianos se arroparon bien y sin pérdida de tiempo se encaminaron hacia sus casas para guarecerse del intenso frío.


© Julio Noel 


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