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El niño se soltó de los
brazos de su madre para ir entre traspiés y tambaleos al encuentro
de su padre, que, presuroso, se acercó a cogerlo para que no se
diera de bruces en el suelo. Acababa de cumplir once meses y aquellos
eran los primeros pasos de su vida. Los padres lo estrecharon entre
sus brazos y se sintieron felices por aquel nuevo avance de su
retoño. Luego entraron en su morada.
—¿Qué hay para comer?
—¿Qué va a haber? Lo de
siempre. Un poco de carne ahumada y pan de bellotas. Ya sabes que
hace tiempo que se nos acabaron las provisiones. Hace meses que no
queda nada de centeno. El trigo y la cebada que trajiste el año
pasado ya hace más de medio año que se acabaron. No sé a qué
esperas para ir en busca de más.
—Tendré que organizar una
incursión por tierra de los vacceos. Ya me lo ha demandado más de
un vecino. De todas maneras deberías cultivar algo más en la huerta
y en los bancales que tenemos. No podemos vivir sólo a expensas de
los saqueos.
—¿Y qué quieres que
cultive si apenas tenemos nada para sembrar? No estaría de más que
en la próxima incursión trajeras nuevos productos para cultivar,
además del trigo y de la cebada.
—Lo intentaré. Me han dicho
que los vacceos siembran varias clases de legumbres y sus huertas
están llenas de hortalizas que nosotros desconocemos. Te prometo que
la próxima vez te traeré semillas y plantas nuevas para que las
siembres y las plantes en nuestras huertas.
—Los dioses te oigan y hagan
que no te olvides de cumplir tu promesa.
Los
astures no se caracterizaban precisamente por ser buenos
agricultores. Se dedicaban más a la caza y, en menor escala, a la
ganadería. Su agricultura, en cambio, era bastante rudimentaria,
apenas sembraban algo de centeno y algunas alubias, que combinaban
con la recolección de otros frutos que les daba la naturaleza, como
nueces, castañas, bellotas, avellanas, cerezas y algunas hierbas y
raíces silvestres que consumían condimentadas. Muchas de éstas
tenían una función diurética o medicinal. La base de su
alimentación era la carne y los peces, truchas y salmones
principalmente, que capturaban en los ríos que tanto abundaban en su
territorio.
Elaeso y Genoveva vivían en
el valle de Osimara. Era un valle encajonado entre dos montañas, que
se extendían más o menos paralelas de Oeste a Este. Lo atravesaba
un pequeño río que discurría por el centro del valle, al cual iban
a parar las aguas de los arroyos y riachuelos que descendían por los
vallecillos transversales que surcaban ambas montañas. El valle era
estrecho en su cabecera y se ensanchaba más en la base, donde se
abría una amplia vega. En las montañas predominaba la vegetación
arbustiva, principalmente urces
y escobas. Los pequeños valles estaban cubiertos por bosques de
frondosos robles. El bosque de ribera, en cambio, estaba compuesto
por chopos, alisos, álamos, salgueros,
fresnos, paleras.
En las tierras de labor había cerezos, frondosos nogales y algún
que otro castaño que habían introducido recientemente. El valle
prometía ser fértil en productos hortícolas, pero estaba
infrautilizado. Elaeso pensó que tal vez había llegado el momento
de su explotación agrícola.
Después del frugal almuerzo,
Elaeso mandó reunir en el centro del castro a todos los hombres del
poblado. Había que tomar una decisión sobre la situación en que se
encontraban. Aunque él era el jefe de su tribu, los astures
adoptaban las resoluciones de forma democrática. Para ello se
reunían en la plaza del pueblo y allí deliberaban todos juntos
sobre los problemas que tenían y las soluciones más adecuadas que
convenía tomar. Era una costumbre ancestral que todos respetaban sin
cuestionarla.
—Por lo que veo, escasean
los alimentos, así que es necesario organizar una expedición a
tierra de los vacceos para aprovisionarnos de lo necesario. Pido
voluntarios para ir en busca de los víveres que necesitamos.
Todos los hombres se
ofrecieron unánimemente. Sabían que esas misiones conllevaban
riesgos. A veces alguno perdía la vida. Pero era uno de sus
trabajos, por lo que a ninguno de ellos se le ocurrió rechazarlo.
—Tenemos que ir a tierras
del Pisoraca, que,
como sabéis, quedan bastante lejos de aquí, pero no hay otra
alternativa. Esta vez tenemos que proveernos de algo más que de
trigo y cebada. Hay que hacerse con semillas de otros productos y
para ello debemos acercarnos a las riberas del Pisoraca,
pues en las zonas
de secano, donde se produce el cereal, no las encontraremos.
—No importa. Yo voy al fin
del mundo si es necesario —contestó un joven de unos veinte años,
fuerte y aguerrido.
A continuación se oyó un
coro que lo secundaba. Elaeso decidió entonces que irían veinte
hombres en total, a ser posible solteros y bien adiestrados en las
armas. Él capitanearía el grupo. Partirían inmediatamente. A
media noche se pusieron en marcha. Cuando rayaban las
primeras luces del alba, Elaeso y sus acompañantes cabalgaban a
orillas del río Tortus.
Unas cuantas
millas más abajo vadearon el Urbicus
para ir luego al
encuentro del Ástura.
Dejado atrás el
río que daba nombre a su pueblo, se adentraron en la inmensa llanura
de los vacceos. Aquello era un mar de tierra, sin apenas vegetación
ni montañas en las que refugiarse. Los astures, acostumbrados a sus
montañas, se encontraban allí como si estuvieran desnudos y a la
intemperie. Aquel paraje resultaba inhóspito para ellos.
—Por nada del mundo viviría
yo aquí —comentó Blegino, el joven de veinte años al que nada
arredraba.
—Yo
tampoco —aseveró Kelvín, otro joven de unos veinticinco años con
una larga melena negra que le caía desparramada por sus anchas
espaldas.
—Si no tuvierais más
remedio, claro que viviríais aquí como lo hacen los vacceos —les
reconvino Elaeso, que estaba atento a todo lo que sucedía o se
hablaba en el grupo—. Y hablando de vivir aquí, allá a lo lejos
se divisa el humo de una aldea. Daremos un rodeo para que no nos
vean. No conviene que den la alarma, aunque ya sabemos por
experiencia que los vacceos no son de temer. No obstante, es mejor
que evitemos pasar por sus poblados por precaución. A la vuelta ya
les haremos una visita para que nos proporcionen trigo y cebada.
Ahora es mejor ir hasta las vegas del Pisoraca,
donde nos
proveeremos de nuevas simientes y plantas.
—Bien dicho —comentaron
varios de los acompañantes.
El grupo de jinetes astures
rodeó la aldea que se divisaba en lontananza y evitó pasar por el
resto de poblados vacceos que encontraron en su recorrido. Apenas se
diferenciaban unos de otros. Todos ellos estaban formados por chozas
de adobes y barro con cubierta del mismo material. Desde la lejanía
se confundían con el entorno que los rodeaba. Al término del
segundo día de su viaje llegaron a su destino. Delante de sus ojos
se extendía la vasta vega del Pisoraca.
Los veinte hombres
montaron un pequeño campamento para descansar y pasar la noche. Al
día siguiente les esperaba una larga jornada.
Aún no se había evaporado la
neblina del amanecer, cuando Elaeso y sus hombres se comenzaron a
saquear el primer poblado que toparon en la vasta vega. Los
habitantes del mismo, ante aquel inesperado ataque, salieron
despavoridos a refugiarse en el campo sin límites que los rodeaba.
Era la primera vez que sufrían la agresión de los astures, pues
éstos nunca habían llegado tan lejos en sus incursiones, por lo que
no sabían cómo reaccionar. Muchos de ellos salieron corriendo hacia
el campo para ocultarse donde podían.
—Corren
como conejos asustados —comentó Blegino en medio de una
estrepitosa carcajada.
—Se esconden entre la maleza
como ratas —añadió Kelvín, mientras señalaba a dos o tres que
se ocultaban tras unas zarzas.
—Vamos a darles una lección
—sugirió Blegino, que tenía la sangre caliente y muy poca
experiencia y sentido común.
—¡Ni se os ocurra! —gritó
Elaeso con voz grave e imperiosa—. Los astures nunca nos hemos
caracterizado por atacar a personas indefensas y menos aún a los
vacceos, a no ser que opongan resistencia. Sólo pretendemos de ellos
unos cuantos productos de los que carecemos. Una vez conseguidos, nos
marcharemos y los dejaremos en paz. Así que vamos a registrar choza
por choza para ver qué es lo que tienen. Cogeremos lo que nos
interesa llevarnos y nada más.
Los hombres obedecieron las
órdenes de su jefe sin objeciones. No tardaron en recoger los
productos que necesitaban y dejar atrás el poblado vacceo y las
riberas del Pisoraca.
De regreso a su
tierra, se hicieron con trigo y cebada en uno de los poblados
cerealistas de la llanura. Luego pusieron rumbo hacia su
morada.
Cuando atravesaban las riberas del Cigia,
les salió al paso
un grupo de soldados romanos que los habían seguido desde las
orillas del Pisoraca.
Las tierras de los vacceos
hacía más de un siglo que habían sido conquistadas por Roma. Los
astures lo sabían, pero no por eso dejaban de realizar incursiones a
los poblados agrícolas de sus vecinos. La necesidad era más fuerte
que el temor al encuentro con un destacamento de soldados romanos.
Además, éstos no solían patrullar por los límites con los
astures. Pero esta vez los montañeses se habían adentrado demasiado
en tierra de los vacceos, por eso fueron descubiertos por los
soldados romanos que patrullaban por aquella zona. Éstos no
quisieron atacarles en campo abierto. Prefirieron seguirlos para
sorprenderlos mediante una emboscada. Así tenían más
probabilidades de acabar con ellos. El momento se ofreció cuando los
astures atravesaban una estrecha cañada a orillas del Cigia.
De pronto se vieron rodeados
por un grupo de soldados romanos, que les cortaban el camino por
delante y por la retaguardia. Elaeso y sus compañeros se dividieron
en dos grupos para atacar ambos flancos. La lucha fue dura y cruenta.
En la refriega murieron dos astures y varios soldados romanos, aparte
de un gran número de heridos por ambos bandos. Los romanos, al ver
que no podían acabar con ellos y que ya tenían más bajas de las
deseadas, optaron por la retirada. Los astures, por su parte,
recogieron lo que pudieron del botín que habían sustraído a los
vacceos y siguieron su camino sin los muertos en la refriega y con
varios heridos. El más grave parecía ser Blegino, que no pudo
evitar que un romano le clavara la lanza en el muslo derecho a
cambio de su vida. Los astures desaparecieron con premura para
buscar un lugar donde ocultarse y curar a Blegino la herida. No
tardaron en encontrar un pequeño claro cubierto de verde hierba,
oculto entre la espesura de un bosque de alisos, salgueros
y
paleras.
Allí, mientras Elaeso lavaba la herida de Blegino, los demás se
dedicaron a buscar hierbas y plantas medicinales para restañarle la
herida y curársela. Poco después regresaron con cantueso, bálsamo
y genciana, con los que Elaeso preparó un emplasto que aplicó
rápidamente sobre la herida de Blegino. A continucación lo recubrió
con una tira de tela de una de las capas de los romanos que había
arrancado en el lugar de la refriega y la ató fuertemente al muslo
del herido para que surtiera mejor su efecto. Los astures conocían
las propiedades medicinales de las plantas, pero, además, Elaeso era
un experto que había aprendido su uso gracias a los conocimientos y
lecciones que su madre le había dado. Era algo por lo que le estaba
eternamente agradecido.
Curada la herida de Blegino,
lo acostaron lo mejor que pudieron sobre la capa del romano y se
dispusieron a descansar y a pasar allí la noche, pues el herido no
se encontraba con fuerzas suficientes para seguir el viaje. Durante
las horas dedicadas al sueño el herido no hizo más que delirar y
dar vueltas. Los demás compañeros se turnaban para velarlo y
refrescarle la frente con un paño mojado en la fresca agua del río,
pero la fiebre del convaleciente no descendía. Le ardía todo el
cuerpo, por lo que los compañeros le acercaban de cuando en cuando
agua a los labios para que bebiera. Él apenas logró tomar unos
sorbos. Poco después del alba Elaeso fue en busca de vellosilla, una
planta con un gran poder diurético y antibiótico. A
continuación le preparó una infusión que le obligó a ingerir
hasta la última gota. Blegino no tardó en dormirse profundamente
con una respiración regular y acompasada. Poco a poco dejó de
transpirar y la temperatura de su cuerpo comenzó a normalizarse. Los
compañeros lo dejaron descansar durante horas para que se repusiera
totalmente. Al mediodía se despertó con gran apetito, lo que
celebraron todos juntos dándose un pequeño banquete con las viandas
que portaban. Después continuaron su viaje hacia las montañas.
A la caída de la tarde
llegaron a otro valle de verdes prados y abundante arboleda. Chopos,
salgueros,
álamos y frondosos nogales lo rodeaban. Altas montañas pobladas de
robles y escobas lo circundaban. Predominaban los verdes, ocres y
amarillos. Las cumbres del fondo se ocultaban tras una tenue gasa de
neblina. Los hombres decidieron descansar y pasar la noche allí,
dada la tranquilidad que reinaba en aquel lugar. Ayudaron a
descabalgar a Blegino, al que Elaeso no tardó en cambiar el emplasto
y el vendaje por otro nuevo. La herida, dentro de la gravedad,
parecía evolucionar favorablemente. Era obvio que la pócima actuaba
con rapidez y eficacia. Con las primeras luces del alba, dejaron
atrás el apacible valle para sumergirse entre las brumosas montañas
y continuar su viaje hasta el valle de Osimara.
© Julio Noel
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