jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES, Capítulo 3


                                                                       3



El niño se soltó de los brazos de su madre para ir entre traspiés y tambaleos al encuentro de su padre, que, presuroso, se acercó a cogerlo para que no se diera de bruces en el suelo. Acababa de cumplir once meses y aquellos eran los primeros pasos de su vida. Los padres lo estrecharon entre sus brazos y se sintieron felices por aquel nuevo avance de su retoño. Luego entraron en su morada.
¿Qué hay para comer?
¿Qué va a haber? Lo de siempre. Un poco de carne ahumada y pan de bellotas. Ya sabes que hace tiempo que se nos acabaron las provisiones. Hace meses que no queda nada de centeno. El trigo y la cebada que trajiste el año pasado ya hace más de medio año que se acabaron. No sé a qué esperas para ir en busca de más.
Tendré que organizar una incursión por tierra de los vacceos. Ya me lo ha demandado más de un vecino. De todas maneras deberías cultivar algo más en la huerta y en los bancales que tenemos. No podemos vivir sólo a expensas de los saqueos.
¿Y qué quieres que cultive si apenas tenemos nada para sembrar? No estaría de más que en la próxima incursión trajeras nuevos productos para cultivar, además del trigo y de la cebada.
Lo intentaré. Me han dicho que los vacceos siembran varias clases de legumbres y sus huertas están llenas de hortalizas que nosotros desconocemos. Te prometo que la próxima vez te traeré semillas y plantas nuevas para que las siembres y las plantes en nuestras huertas.
Los dioses te oigan y hagan que no te olvides de cumplir tu promesa.
Los astures no se caracterizaban precisamente por ser buenos agricultores. Se dedicaban más a la caza y, en menor escala, a la ganadería. Su agricultura, en cambio, era bastante rudimentaria, apenas sembraban algo de centeno y algunas alubias, que combinaban con la recolección de otros frutos que les daba la naturaleza, como nueces, castañas, bellotas, avellanas, cerezas y algunas hierbas y raíces silvestres que consumían condimentadas. Muchas de éstas tenían una función diurética o medicinal. La base de su alimentación era la carne y los peces, truchas y salmones principalmente, que capturaban en los ríos que tanto abundaban en su territorio.

Elaeso y Genoveva vivían en el valle de Osimara. Era un valle encajonado entre dos montañas, que se extendían más o menos paralelas de Oeste a Este. Lo atravesaba un pequeño río que discurría por el centro del valle, al cual iban a parar las aguas de los arroyos y riachuelos que descendían por los vallecillos transversales que surcaban ambas montañas. El valle era estrecho en su cabecera y se ensanchaba más en la base, donde se abría una amplia vega. En las montañas predominaba la vegetación arbustiva, principalmente urces y escobas. Los pequeños valles estaban cubiertos por bosques de frondosos robles. El bosque de ribera, en cambio, estaba compuesto por chopos, alisos, álamos, salgueros, fresnos, paleras. En las tierras de labor había cerezos, frondosos nogales y algún que otro castaño que habían introducido recientemente. El valle prometía ser fértil en productos hortícolas, pero estaba infrautilizado. Elaeso pensó que tal vez había llegado el momento de su explotación agrícola.
Después del frugal almuerzo, Elaeso mandó reunir en el centro del castro a todos los hombres del poblado. Había que tomar una decisión sobre la situación en que se encontraban. Aunque él era el jefe de su tribu, los astures adoptaban las resoluciones de forma democrática. Para ello se reunían en la plaza del pueblo y allí deliberaban todos juntos sobre los problemas que tenían y las soluciones más adecuadas que convenía tomar. Era una costumbre ancestral que todos respetaban sin cuestionarla.
Por lo que veo, escasean los alimentos, así que es necesario organizar una expedición a tierra de los vacceos para aprovisionarnos de lo necesario. Pido voluntarios para ir en busca de los víveres que necesitamos.
Todos los hombres se ofrecieron unánimemente. Sabían que esas misiones conllevaban riesgos. A veces alguno perdía la vida. Pero era uno de sus trabajos, por lo que a ninguno de ellos se le ocurrió rechazarlo.
Tenemos que ir a tierras del Pisoraca, que, como sabéis, quedan bastante lejos de aquí, pero no hay otra alternativa. Esta vez tenemos que proveernos de algo más que de trigo y cebada. Hay que hacerse con semillas de otros productos y para ello debemos acercarnos a las riberas del Pisoraca, pues en las zonas de secano, donde se produce el cereal, no las encontraremos.
No importa. Yo voy al fin del mundo si es necesario —contestó un joven de unos veinte años, fuerte y aguerrido.
A continuación se oyó un coro que lo secundaba. Elaeso decidió entonces que irían veinte hombres en total, a ser posible solteros y bien adiestrados en las armas. Él capitanearía el grupo. Partirían inmediatamente. A media noche se pusieron en marcha. Cuando rayaban las primeras luces del alba, Elaeso y sus acompañantes cabalgaban a orillas del río Tortus. Unas cuantas millas más abajo vadearon el Urbicus para ir luego al encuentro del Ástura. Dejado atrás el río que daba nombre a su pueblo, se adentraron en la inmensa llanura de los vacceos. Aquello era un mar de tierra, sin apenas vegetación ni montañas en las que refugiarse. Los astures, acostumbrados a sus montañas, se encontraban allí como si estuvieran desnudos y a la intemperie. Aquel paraje resultaba inhóspito para ellos.
Por nada del mundo viviría yo aquí —comentó Blegino, el joven de veinte años al que nada arredraba.
—Yo tampoco —aseveró Kelvín, otro joven de unos veinticinco años con una larga melena negra que le caía desparramada por sus anchas espaldas.
Si no tuvierais más remedio, claro que viviríais aquí como lo hacen los vacceos —les reconvino Elaeso, que estaba atento a todo lo que sucedía o se hablaba en el grupo—. Y hablando de vivir aquí, allá a lo lejos se divisa el humo de una aldea. Daremos un rodeo para que no nos vean. No conviene que den la alarma, aunque ya sabemos por experiencia que los vacceos no son de temer. No obstante, es mejor que evitemos pasar por sus poblados por precaución. A la vuelta ya les haremos una visita para que nos proporcionen trigo y cebada. Ahora es mejor ir hasta las vegas del Pisoraca, donde nos proveeremos de nuevas simientes y plantas.
Bien dicho —comentaron varios de los acompañantes.
El grupo de jinetes astures rodeó la aldea que se divisaba en lontananza y evitó pasar por el resto de poblados vacceos que encontraron en su recorrido. Apenas se diferenciaban unos de otros. Todos ellos estaban formados por chozas de adobes y barro con cubierta del mismo material. Desde la lejanía se confundían con el entorno que los rodeaba. Al término del segundo día de su viaje llegaron a su destino. Delante de sus ojos se extendía la vasta vega del Pisoraca. Los veinte hombres montaron un pequeño campamento para descansar y pasar la noche. Al día siguiente les esperaba una larga jornada.
Aún no se había evaporado la neblina del amanecer, cuando Elaeso y sus hombres se comenzaron a saquear el primer poblado que toparon en la vasta vega. Los habitantes del mismo, ante aquel inesperado ataque, salieron despavoridos a refugiarse en el campo sin límites que los rodeaba. Era la primera vez que sufrían la agresión de los astures, pues éstos nunca habían llegado tan lejos en sus incursiones, por lo que no sabían cómo reaccionar. Muchos de ellos salieron corriendo hacia el campo para ocultarse donde podían.
—Corren como conejos asustados —comentó Blegino en medio de una estrepitosa carcajada.
Se esconden entre la maleza como ratas —añadió Kelvín, mientras señalaba a dos o tres que se ocultaban tras unas zarzas.
Vamos a darles una lección —sugirió Blegino, que tenía la sangre caliente y muy poca experiencia y sentido común.
¡Ni se os ocurra! —gritó Elaeso con voz grave e imperiosa—. Los astures nunca nos hemos caracterizado por atacar a personas indefensas y menos aún a los vacceos, a no ser que opongan resistencia. Sólo pretendemos de ellos unos cuantos productos de los que carecemos. Una vez conseguidos, nos marcharemos y los dejaremos en paz. Así que vamos a registrar choza por choza para ver qué es lo que tienen. Cogeremos lo que nos interesa llevarnos y nada más.
Los hombres obedecieron las órdenes de su jefe sin objeciones. No tardaron en recoger los productos que necesitaban y dejar atrás el poblado vacceo y las riberas del Pisoraca. De regreso a su tierra, se hicieron con trigo y cebada en uno de los poblados cerealistas de la llanura. Luego pusieron rumbo hacia su
morada. Cuando atravesaban las riberas del Cigia, les salió al paso un grupo de soldados romanos que los habían seguido desde las orillas del Pisoraca.
Las tierras de los vacceos hacía más de un siglo que habían sido conquistadas por Roma. Los astures lo sabían, pero no por eso dejaban de realizar incursiones a los poblados agrícolas de sus vecinos. La necesidad era más fuerte que el temor al encuentro con un destacamento de soldados romanos. Además, éstos no solían patrullar por los límites con los astures. Pero esta vez los montañeses se habían adentrado demasiado en tierra de los vacceos, por eso fueron descubiertos por los soldados romanos que patrullaban por aquella zona. Éstos no quisieron atacarles en campo abierto. Prefirieron seguirlos para sorprenderlos mediante una emboscada. Así tenían más probabilidades de acabar con ellos. El momento se ofreció cuando los astures atravesaban una estrecha cañada a orillas del Cigia.
De pronto se vieron rodeados por un grupo de soldados romanos, que les cortaban el camino por delante y por la retaguardia. Elaeso y sus compañeros se dividieron en dos grupos para atacar ambos flancos. La lucha fue dura y cruenta. En la refriega murieron dos astures y varios soldados romanos, aparte de un gran número de heridos por ambos bandos. Los romanos, al ver que no podían acabar con ellos y que ya tenían más bajas de las deseadas, optaron por la retirada. Los astures, por su parte, recogieron lo que pudieron del botín que habían sustraído a los vacceos y siguieron su camino sin los muertos en la refriega y con varios heridos. El más grave parecía ser Blegino, que no pudo evitar que un romano le clavara la lanza en el muslo derecho a cambio de su vida. Los astures desaparecieron con premura para buscar un lugar donde ocultarse y curar a Blegino la herida. No tardaron en encontrar un pequeño claro cubierto de verde hierba, oculto entre la espesura de un bosque de alisos, salgueros y paleras. Allí, mientras Elaeso lavaba la herida de Blegino, los demás se dedicaron a buscar hierbas y plantas medicinales para restañarle la herida y curársela. Poco después regresaron con cantueso, bálsamo y genciana, con los que Elaeso preparó un emplasto que aplicó rápidamente sobre la herida de Blegino. A continucación lo recubrió con una tira de tela de una de las capas de los romanos que había arrancado en el lugar de la refriega y la ató fuertemente al muslo del herido para que surtiera mejor su efecto. Los astures conocían las propiedades medicinales de las plantas, pero, además, Elaeso era un experto que había aprendido su uso gracias a los conocimientos y lecciones que su madre le había dado. Era algo por lo que le estaba eternamente agradecido.
Curada la herida de Blegino, lo acostaron lo mejor que pudieron sobre la capa del romano y se dispusieron a descansar y a pasar allí la noche, pues el herido no se encontraba con fuerzas suficientes para seguir el viaje. Durante las horas dedicadas al sueño el herido no hizo más que delirar y dar vueltas. Los demás compañeros se turnaban para velarlo y refrescarle la frente con un paño mojado en la fresca agua del río, pero la fiebre del convaleciente no descendía. Le ardía todo el cuerpo, por lo que los compañeros le acercaban de cuando en cuando agua a los labios para que bebiera. Él apenas logró tomar unos sorbos. Poco después del alba Elaeso fue en busca de vellosilla, una planta con un gran poder diurético y antibiótico. A continuación le preparó una infusión que le obligó a ingerir hasta la última gota. Blegino no tardó en dormirse profundamente con una respiración regular y acompasada. Poco a poco dejó de transpirar y la temperatura de su cuerpo comenzó a normalizarse. Los compañeros lo dejaron descansar durante horas para que se repusiera totalmente. Al mediodía se despertó con gran apetito, lo que celebraron todos juntos dándose un pequeño banquete con las viandas que portaban. Después continuaron su viaje hacia las montañas.
A la caída de la tarde llegaron a otro valle de verdes prados y abundante arboleda. Chopos, salgueros, álamos y frondosos nogales lo rodeaban. Altas montañas pobladas de robles y escobas lo circundaban. Predominaban los verdes, ocres y amarillos. Las cumbres del fondo se ocultaban tras una tenue gasa de neblina. Los hombres decidieron descansar y pasar la noche allí, dada la tranquilidad que reinaba en aquel lugar. Ayudaron a descabalgar a Blegino, al que Elaeso no tardó en cambiar el emplasto y el vendaje por otro nuevo. La herida, dentro de la gravedad, parecía evolucionar favorablemente. Era obvio que la pócima actuaba con rapidez y eficacia. Con las primeras luces del alba, dejaron atrás el apacible valle para sumergirse entre las brumosas montañas y continuar su viaje hasta el valle de Osimara.


© Julio Noel



No hay comentarios:

Publicar un comentario