martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 11



                                                                     11



           Mi tedio era inmenso. Los días me parecían monótonos e iguales. Apenas salía de casa. ¿Para qué iba a hacerlo? Sin Rosa del Mar todo me parecía absurdo, hasta la vida misma. Todavía no podía explicarme por qué se oponía su madre a nuestras relaciones. ¿Qué motivos tendría? Momentos hubo en que llegué a dudar de la sinceridad de Rosa. Pronto desechaba tales dudas por infundadas y absurdas.
Cansado y aburrido de la larga permanencia en mi cuarto, me acerqué un momento al comedor por variar. Había allí un estante de libros que pocas veces me había atrevido a ojear. No había gran surtido. Algunos volúmenes de medicina y no más de media docena de obras literarias. El Quijote, La Celestina, El lazarillo de Tormes eran algunas de ellas. Se notaba cierto gusto y cierta formación literaria en su dueño. A pesar de todo se echaba en falta la ausencia total de obras poéticas.
Tomé El Quijote en mis manos y me senté en uno de los sofás. El calor era sofocante aquella tarde bochornosa de finales de julio. Abrí el libro por el capítulo VIII de la Primera Parte, en el que se describe la descabellada aventura de los molinos de viento. Después de leer la referida aventura pensé si no sería más sinrazón aún mi aventura con Rosa del Mar. En estas reflexiones me hallaba cuando hizo su aparición en el comedor la patrona. No sé si fue simple coincidencia o adivinó mi presencia en el salón. El caso es que allí estaba.
Buenas tardes, señorito Raúl —me dijo con voz algo afectada.
Buenas tardes —le contesté yo con cierta frialdad.
Seguí leyendo las aventuras de Don Quijote. La patrona permaneció unos momentos en el comedor y se retiró. Yo respiré tranquilo. Iba a incorporarme para abandonar la estancia cuando volvió a aparecer. Me pareció observar que había cambiado de indumentaria. Vestía una corta falda y una blusa semitransparente. A través de ella se podían adivinar unos senos turgentes. Una sonrisa maliciosa apareció en sus labios cuando mi vista se clavó en ella. No cabía duda de que se proponía algo. Al pensarlo cierta turbación se apoderó de mí. ¿Sería cierto lo que decían de sus relaciones con Víctor? Pero ¿por qué se fijaría en mí? ¿No le bastaba con un amante?
Bajé la vista a las páginas del libro. No podía resistir su mirada. Mi cara despedía fuego. Un frío sudor empapaba mi cuerpo. Leía sin enterarme de lo que leía. A través de las líneas notaba su presencia. En cierta ocasión me atreví a elevar la vista hacia ella. La muy pícara esperaba aquella mirada. De espaldas a mí y sin dejar de mirarme, hizo como que limpiaba la mesa. Poco a poco se fue inclinando sobre ella. A medida que realizaba el movimiento se elevaba su falda. Quise retirar mi visa de allí, pero una fuerza superior me lo impidió. Noté que mi pulso se alteraba y que mi corazón latía con violencia. Mis sienes parecía que me iban a estallar. Un fuerte impulso —hasta entonces desconocido para mí— dominaba todo mi ser. Casi me era imposible mantenerme en mi asiento.
Sus muslos, redondos y bien torneados, se ofrecían tentadores a mi vista. Ella, advirtiendo mis reacciones, se inclinó más aún. Una oleada de fuego inundó mi cabeza. La patrona no llevaba nada debajo de su falda. Entonces perdí por completo el dominio sobre mí mismo.
Encerrado en mi cuarto recordaba horrorizado mi primera experiencia sexual. Acababa de ser seducido por una mujer. Mi conciencia comenzó a atormentarme. Mil escrúpulos me acosaban. ¿Cómo podría presentarme sin remordimientos, sin una cierta vergüenza ante mi dulce adorada? Ante los ojos de mi conciencia me había vuelto indigno de ella. Había perdido mi pureza que con tanto esmero guardaba para mi cándido amor.
Rehíce en mi mente todos y cada uno de los pasos de la seducción. ¿Cómo era posible que hubiera caído en ella? Pude haberla evitado si hubiera actuado a tiempo. ¿No sería que en el fondo la deseaba? Era algo a lo que no podía contestar con certeza.
Tendido en la cama intenté relajarme. Todos mis esfuerzos eran vanos. Mi conciencia no cesaba de atormentarme. Entonces comenzó a sonar la tranquilizadora música del violín. Fue como un bálsamo para mi agitado espíritu. Di las gracias a aquella mano maravillosa que tan oportunamente había comenzado a tocar. Su música era deliciosa. Iba envolviendo mi alma en una agradable y tenue niebla. Tuve la sensación de ser transportado a un mundo de ensueño y fantasía. Un mundo en el que todo era bello y bueno. En el que no existía la maldad ni la impudicia. Los seres que lo habitaban eran completamente felices. La felicidad era su insignia.
Mi mundo de ensueño se desvaneció como por encanto. Había cesado la música. La amarga realidad volvió a presentarse cruda ante mis ojos. De nuevo el gusanillo del remordimiento comenzó a atormentar mi conciencia.
Después de cenar decidí dar un paseo. Necesitaba respirar aire puro. La noche era calurosa. De cuando en cuando sentía en mi piel la suave caricia de la brisa del mar.
El monte Urgull, el Igueldo y la isla de Santa Clara ofrecían un maravilloso espectáculo. Los tres aparecían completamente iluminados. El verdor de su vegetación destacaba en el fondo negro de la noche. El Urgull descollaba por el monumento al Sagrado Corazón que lo coronaba como áurea cúpula.
Me acerqué al paseo de La Concha para contemplar mejor aquel bello panorama. Apoyado en el antepecho de la barandilla, dejé vagar los ojos de mi imaginación a su capricho. No tardaron en trasladarme a Zarauz. Entonces reviví las dulces horas que había pasado allí con mi adorada Rosa del Mar. Unas palabras groseras e incoherentes vinieron a sacarme de mi delicioso sueño. A mi lado un borracho profería blasfemias e imprecaciones. Ora se dirigía a los vehículos que pasaban por la carretera; ora se encaraba con la playa o el Urgull; ora se dirigía a mí. Un sentimiento de compasión y de lástima me suscitó aquella desdichada figura. ¿Cómo sería posible que la persona humana se degradara hasta tal extremo? No podía explicármelo. Tal vez sea porque nunca me he sentido atraído por la bebida. No lo sé.
La esquelética figura se alejaba dando traspiés. Los pantalones caídos y la camisa a medio vestir. Inspiraba lástima de veras. Las voces de aquel infeliz se iban perdiendo en el silencio de la noche. Lo seguí con la mirada hasta que se perdió de vista. Después, sin saber cómo, me olvidé de él.
El paseo de La Concha estaba semidesierto. Consulté el reloj y observé que era muy tarde. Con pasos lentos me encaminé hacia la pensión. Iba ensimismado en mí mismo y no advertía lo que pasaba a mi alrededor. Una idea fija atraía mi atención. Hacía cuatro días que había escrito a Rosa y aún no había recibido respuesta, lo que no era normal, pues sus cartas solían tardar un par de días desde que cursaba las mías. Su demora me inquietaba. ¿Le ocurriría algo? ¿Habría interceptado su madre alguna de nuestras misivas de amor? Inmerso en estos pensamientos llegué a la pensión. Aún tendrían que transcurrir varias horas antes de que me quedara rendido en los brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente me levanté un poco tarde. Dos círculos amoratados rodeaban mis párpados. No había pasado la noche muy bien. Varias pesadillas me habían despertado sobresaltado en más de una ocasión. En una de ellas soñé que Rosa del Mar se alejaba vertiginosamente de mí. Corríamos uno al encuentro del otro por un prado sembrado de narcisos y margaritas. Ella vestía toda de blanco. Próximos a nuestro encuentro advirtió algo en mí. Entonces dio media vuelta y en carrera desenfrenada se alejaba cada vez más. Yo hacía esfuerzos sobrehumanos por alcanzarla, pero ella se distanciaba más y más. De pronto vi cómo se precipitaba en un abismo sin fondo. En ese preciso instante me desperté. Un fuerte nudo atenazaba mi garganta. Y mi frente estaba cubierta por un frío sudor.
Poco antes de comer me entregaron una carta. Era de Rosa del Mar. En ella me decía que llegaría muy pronto, al día siguiente.
Por la tarde no pude resistir la tentación de acercarme hasta el Igueldo. Sabía que hasta la tarde siguiente no vería a Rosa del Mar, pero era igual. Quería recordar aquel viejo y entrañable lugar. Las puertas y ventanas de la villa permanecían cerradas. Los postigos entornados. Al verlo un cierto estremecimiento recorrió todo mi cuerpo.
Cobijado bajo la sombra de los pinos dejé pasar la tarde. Con las primeras sombras de la noche inicié el retorno. Al pasar frente a la villa de Rosa del Mar descubrí luz en su interior. Quedé perplejo. ¿Se habrían adelantado a la fecha indicada? Posiblemente. Amparado por la oscuridad de un seto, me dispuse a descubrir lo que ocurría. No bien habían transcurrido cinco minutos cando vislumbré tras los visillos la figura de una mujer. Debía de ser la madre de Rosa. Con el corazón lleno de felicidad abandoné el lugar. Rosa del Mar ya estaba en San Sebastián.


© Julio Noel




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