11
Mi
tedio era inmenso. Los días me parecían monótonos e iguales.
Apenas salía de casa. ¿Para qué iba a hacerlo? Sin Rosa del Mar
todo me parecía absurdo, hasta la vida misma. Todavía no podía
explicarme por qué se oponía su madre a nuestras relaciones. ¿Qué
motivos tendría? Momentos hubo en que llegué a dudar de la
sinceridad de Rosa. Pronto desechaba tales dudas por infundadas y
absurdas.
Cansado y aburrido de la larga
permanencia en mi cuarto, me acerqué un momento al comedor por
variar. Había allí un estante de libros que pocas veces me había
atrevido a ojear. No había gran surtido. Algunos volúmenes de
medicina y no más de media docena de obras literarias. El
Quijote, La Celestina, El lazarillo de Tormes
eran algunas de ellas. Se notaba cierto gusto y cierta formación
literaria en su dueño. A pesar de todo se echaba en falta la
ausencia total de obras poéticas.
Tomé El
Quijote en mis
manos y me senté en uno de los sofás. El calor era sofocante
aquella tarde bochornosa de finales de julio. Abrí el libro por el
capítulo VIII de la Primera Parte, en el que se describe la
descabellada aventura de los molinos de viento. Después de leer la
referida aventura pensé si no sería más sinrazón aún mi aventura
con Rosa del Mar. En estas reflexiones me hallaba cuando hizo su
aparición en el comedor la patrona. No sé si fue simple
coincidencia o adivinó mi presencia en el salón. El caso es que
allí estaba.
—Buenas tardes, señorito
Raúl —me dijo con voz algo afectada.
—Buenas tardes —le
contesté yo con cierta frialdad.
Seguí leyendo las aventuras
de Don Quijote. La patrona permaneció unos momentos en el comedor y
se retiró. Yo respiré tranquilo. Iba a incorporarme para abandonar
la estancia cuando volvió a aparecer. Me pareció observar que había
cambiado de indumentaria. Vestía una corta falda y una blusa
semitransparente. A través de ella se podían adivinar unos senos
turgentes. Una sonrisa maliciosa apareció en sus labios cuando mi
vista se clavó en ella. No cabía duda de que se proponía algo. Al
pensarlo cierta turbación se apoderó de mí. ¿Sería cierto lo que
decían de sus relaciones con Víctor? Pero ¿por qué se fijaría en
mí? ¿No le bastaba con un amante?
Bajé la vista a las páginas
del libro. No podía resistir su mirada. Mi cara despedía fuego. Un
frío sudor empapaba mi cuerpo. Leía sin enterarme de lo que leía.
A través de las líneas notaba su presencia. En cierta ocasión me
atreví a elevar la vista hacia ella. La muy pícara esperaba aquella
mirada. De espaldas a mí y sin dejar de mirarme, hizo como que
limpiaba la mesa. Poco a poco se fue inclinando sobre ella. A medida
que realizaba el movimiento se elevaba su falda. Quise retirar mi
visa de allí, pero una fuerza superior me lo impidió. Noté que mi
pulso se alteraba y que mi corazón latía con violencia. Mis sienes
parecía que me iban a estallar. Un fuerte impulso —hasta entonces
desconocido para mí— dominaba todo mi ser. Casi me era imposible
mantenerme en mi asiento.
Sus muslos, redondos y bien
torneados, se ofrecían tentadores a mi vista. Ella, advirtiendo mis
reacciones, se inclinó más aún. Una oleada de fuego inundó mi
cabeza. La patrona no llevaba nada debajo de su falda. Entonces perdí
por completo el dominio sobre mí mismo.
Encerrado en mi cuarto
recordaba horrorizado mi primera experiencia sexual. Acababa de ser
seducido por una mujer. Mi conciencia comenzó a atormentarme. Mil
escrúpulos me acosaban. ¿Cómo podría presentarme sin
remordimientos, sin una cierta vergüenza ante mi dulce adorada? Ante
los ojos de mi conciencia me había vuelto indigno de ella. Había
perdido mi pureza que con tanto esmero guardaba para mi cándido
amor.
Rehíce en mi mente todos y
cada uno de los pasos de la seducción. ¿Cómo era posible que
hubiera caído en ella? Pude haberla evitado si hubiera actuado a
tiempo. ¿No sería que en el fondo la deseaba? Era algo a lo que no
podía contestar con certeza.
Tendido en la cama intenté
relajarme. Todos mis esfuerzos eran vanos. Mi conciencia no cesaba de
atormentarme. Entonces comenzó a sonar la tranquilizadora música
del violín. Fue como un bálsamo para mi agitado espíritu. Di las
gracias a aquella mano maravillosa que tan oportunamente había
comenzado a tocar. Su música era deliciosa. Iba envolviendo mi alma
en una agradable y tenue niebla. Tuve la sensación de ser
transportado a un mundo de ensueño y fantasía. Un mundo en el que
todo era bello y bueno. En el que no existía la maldad ni la
impudicia. Los seres que lo habitaban eran completamente felices. La
felicidad era su insignia.
Mi mundo de ensueño se
desvaneció como por encanto. Había cesado la música. La amarga
realidad volvió a presentarse cruda ante mis ojos. De nuevo el
gusanillo del remordimiento comenzó a atormentar mi conciencia.
Después de cenar decidí dar
un paseo. Necesitaba respirar aire puro. La noche era calurosa. De
cuando en cuando sentía en mi piel la suave caricia de la brisa del
mar.
El monte Urgull, el Igueldo y
la isla de Santa Clara ofrecían un maravilloso espectáculo. Los
tres aparecían completamente iluminados. El verdor de su vegetación
destacaba en el fondo negro de la noche. El Urgull descollaba por el
monumento al Sagrado Corazón que lo coronaba como áurea cúpula.
Me acerqué al paseo de La
Concha para contemplar mejor aquel bello panorama. Apoyado en el
antepecho de la barandilla, dejé vagar los ojos de mi imaginación a
su capricho. No tardaron en trasladarme a Zarauz. Entonces reviví
las dulces horas que había pasado allí con mi adorada Rosa del Mar.
Unas palabras groseras e incoherentes vinieron a sacarme de mi
delicioso sueño. A mi lado un borracho profería blasfemias e
imprecaciones. Ora se dirigía a los vehículos que pasaban por la
carretera; ora se encaraba con la playa o el Urgull; ora se dirigía
a mí. Un sentimiento de compasión y de lástima me suscitó aquella
desdichada figura. ¿Cómo sería posible que la persona humana se
degradara hasta tal extremo? No podía explicármelo. Tal vez sea
porque nunca me he sentido atraído por la bebida. No lo sé.
La esquelética figura se
alejaba dando traspiés. Los pantalones caídos y la camisa a medio
vestir. Inspiraba lástima de veras. Las voces de aquel infeliz se
iban perdiendo en el silencio de la noche. Lo seguí con la mirada
hasta que se perdió de vista. Después, sin saber cómo, me olvidé
de él.
El paseo de La Concha estaba
semidesierto. Consulté el reloj y observé que era muy tarde. Con
pasos lentos me encaminé hacia la pensión. Iba ensimismado en mí
mismo y no advertía lo que pasaba a mi alrededor. Una idea fija
atraía mi atención. Hacía cuatro días que había escrito a Rosa y
aún no había recibido respuesta, lo que no era normal, pues sus
cartas solían tardar un par de días desde que cursaba las mías. Su
demora me inquietaba. ¿Le ocurriría algo? ¿Habría interceptado su
madre alguna de nuestras misivas de amor? Inmerso en estos
pensamientos llegué a la pensión. Aún tendrían que transcurrir
varias horas antes de que me quedara rendido en los brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente me
levanté un poco tarde. Dos círculos amoratados rodeaban mis
párpados. No había pasado la noche muy bien. Varias pesadillas me
habían despertado sobresaltado en más de una ocasión. En una de
ellas soñé que Rosa del Mar se alejaba vertiginosamente de mí.
Corríamos uno al encuentro del otro por un prado sembrado de
narcisos y margaritas. Ella vestía toda de blanco. Próximos a
nuestro encuentro advirtió algo en mí. Entonces dio media vuelta y
en carrera desenfrenada se alejaba cada vez más. Yo hacía esfuerzos
sobrehumanos por alcanzarla, pero ella se distanciaba más y más. De
pronto vi cómo se precipitaba en un abismo sin fondo. En ese preciso
instante me desperté. Un fuerte nudo atenazaba mi garganta. Y mi
frente estaba cubierta por un frío sudor.
Poco antes de comer me
entregaron una carta. Era de Rosa del Mar. En ella me decía que
llegaría muy pronto, al día siguiente.
Por
la tarde no pude resistir la tentación de acercarme hasta el
Igueldo. Sabía que hasta la tarde siguiente no vería a Rosa del
Mar, pero era igual. Quería recordar aquel viejo y entrañable
lugar. Las puertas y ventanas de la villa permanecían cerradas. Los
postigos entornados. Al verlo un cierto estremecimiento recorrió
todo mi cuerpo.
Cobijado bajo la sombra de los
pinos dejé pasar la tarde. Con las primeras sombras de la noche
inicié el retorno. Al pasar frente a la villa de Rosa del Mar
descubrí luz en su interior. Quedé perplejo. ¿Se habrían
adelantado a la fecha indicada? Posiblemente. Amparado por la
oscuridad de un seto, me dispuse a descubrir lo que ocurría. No bien
habían transcurrido cinco minutos cando vislumbré tras los visillos
la figura de una mujer. Debía de ser la madre de Rosa. Con el
corazón lleno de felicidad abandoné el lugar. Rosa del Mar ya
estaba en San Sebastián.
© Julio Noel
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