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Hadi ibn Mohammad y Najla
seguían viviendo en Fez. Ya hacía algún tiempo que habían dejado
su primera tienda para establecerse en otra más espaciosa. El
negocio les iba bien. No vivían con la abundancia que lo hicieron en
España, pero su economía les permitía llevar una vida
relativamente desahogada. Al éxito de su negocio había contribuido
en gran medida la influencia que Fâdel Shafîq ejercía en la
ciudad. Ellos eran conscientes de su ayuda, por eso no se inmiscuían
en el matrimonio de Sahira Zaina Najla y Ahmed ibn Fâdel, el hijo de
su benefactor.
Sahira vivía encarcelada en
vida. Vivía en una casa que bien podía considerarse como un palacio
por su lujo y fastuosidad, pero al mismo tiempo constituía una
auténtica cárcel de la que era difícil escapar. Todas sus puertas
y ventanas estaban protegidas por fuertes barrotes de hierro en el
exterior y tupidas celosías interiores que velaban cualquier mirada
indiscreta. Vestía un burka que la ocultaba por completo a las
miradas ajenas. No podía salir de casa sin la compañía de su
marido o de alguna de las mujeres de la familia. Ni siquiera podía
pasear ella sola por el jardín interior de la casa. A todo ello
había que añadir las presiones psicológicas que Ahmed ejercía
sobre ella y las fuertes prohibiciones morales que le había
impuesto. El aislamiento al que la había sometido su marido era
total. El esplendoroso astro había dejado de brillar para el mundo.
Sahira había sido obligada a
casarse con un integrista islámico que le hacía la vida imposible,
pero se resignaba a su suerte. Sabía que su madre y sobre todo su
tío la habían entregado a aquel hombre en beneficio propio. Gracias
a su matrimonio ellos lograron establecerse en la ciudad. Gracias a
su suegro habían conseguido una relativa prosperidad que les
permitía vivir cómodamente. El precio que habían tenido que pagar
era muy alto, pues ni siquiera les permitían visitarla y las pocas
veces que ella iba a verlos siempre era en compañía de su marido.
Jamás se volvió a ver a solas con su madre y su tío. Jamás pudo
volver a hacer a su madre partícipe de su desgracia ni abrirle su
corazón. Su tristeza y su sufrimiento tenía que tragárselos ella
sola sin poder compartirlos con la que le había dado el ser.
¡Cuántas lágrimas derramadas de sus bellos ojos negros durante las
interminables horas que permanecía a solas! ¡Cuántos suspiros
caídos a un pozo sin fondo donde nadie se dignaba recogerlos!
Sahira, en sus horas de
interminable soledad y de supremo abatimiento, rememoraba los
momentos felices que había vivido en España al lado de Pedro
Gregorio. Revivía los dulces besos que se habían prodigado uno al
otro. Las promesas que ambos se habían hecho. La libertad que había
disfrutado en aquel país que tan lejano le quedaba ya. En sus
recuerdos más remotos evocaba los años de su infancia. Aquellos
años en los que el Cura del lugar sembraba en su corazón la semilla
del cristianismo, su amor a Isà y Maryam. Recordaba asimismo las
reconvenciones que le hacían sus padres sobre aquellas enseñanzas,
el exquisito cuidado que debía tener para no dejar traslucir su
verdadera fe y la doble moral en la que debía vivir. Aquel doble
juego le parecía absurdo, pero no tenía más remedio que aceptarlo.
Ahora se daba cuenta que hubiera sido mejor haber seguido un solo
camino a pesar de sus riesgos, el de la cristiandad. En él hubiera
tenido una vida más feliz. Al lado de Pedro no habría tenido que
vivir en una cárcel como aquélla que la estaba consumiendo en vida.
Habría gozado de la libertad que tanto anhelaba. Pero todo aquello
se había esfumado como el humo, se había desvanecido como un sueño
desde el momento en que decidió obedecer a su madre y a su tío y
seguirlos adondequiera que fueran. Debería haberle hecho caso a
Pedro y haberse quedado con él en España. Pero ya era tarde para
rectificar. Ahora sólo le quedaba resignarse y sufrir en silencio.
Najla, por su parte, tragaba
en silencio las amargas lágrimas que le causaban el dolor y la
tristeza que veía en su hija. Hubiera dado su vida por volver atrás,
por borrar aquel último tramo de su existencia, por recuperar el
tiempo perdido y que nada de su vida actual fuera verdad. Se
recriminaba todos los errores que había cometido, la obediencia
ciega a su hermano, su aquiescencia y beneplácito a todas las
decisiones que habían cambiado su vida y habían perjudicado tanto a
la de su hija. Pero no siempre pudo evitarlo. Ella no era culpable
del decreto de expulsión de los moriscos de España. Ella no era
culpable del integrismo de su hermano. Ella no era culpable de que su
marido la hubiera abandonado con la excusa de buscar un lugar mejor
donde vivir. ¿Qué podía hacer ella sola con su hija y a merced de
un fanático como su hermano, que la subyugó en cuanto se hizo cargo
de su patrimonio y su hogar?
—Deberíamos hacer algo por
Sahira, ¿no crees, Hadi?
—¿Como qué?
—No sé, algo que la ayudara
a llevar una vida mejor. ¡La veo tan triste!
—Eres demasiado blanda,
Najla. Tu hija está donde debe estar, con su marido, y nosotros no
tenemos ningún derecho a entrometernos en su vida. Además, piensa
en las consecuencias si lo hiciéramos.
—Pero, es que está
sufriendo tanto…
—Es su deber. Una mujer debe
someterse a las órdenes de su marido y si su marido quiere que lleve
una vida austera es su problema, no el nuestro.
—¿No crees que eres
demasiado severo?
—En absoluto. La mujer debe
estar siempre bajo el dominio del hombre. Así lo ordena nuestra
religión. Y no sé cómo te estoy aguantando tanto.
Najla guardó silencio por
miedo a que se desatara la ira de su hermano. Sabía que siempre la
había respetado, pero también era cierto que nunca se había
atrevido a oponerse a sus decisiones ni lo había contradicho en
nada.
—¡Si mi marido estuviera
aquí! —se atrevió a murmurar.
—Si tu marido estuviera
aquí, haría lo mismo que hago yo. Ya sabes que la mujer muere para
los padres en cuanto se casa. Tu marido, como nosotros, ya no tiene
ningún derecho sobre Sahira. Así que es mejor que te olvides de
ella para siempre.
—No puedo. Lleva nuestra
sangre y jamás podré olvidarla. Si nos hubiéramos quedado en
España, habría sido feliz.
—Tú sabes muy bien que no
tuvimos elección. Nos obligaron a marcharnos.
—Nos obligaron porque no
quisimos aceptar plenamente su religión ni seguir sus costumbres. Si
lo hubiéramos hecho, podíamos haber seguido allí.
—¿Y cuánto tiempo hubieran
tardado en descubrirnos?
—Supongo que mucho si
hubiéramos seguido fingiendo como siempre.
Hadi hizo un gesto despectivo.
—¿Crees que hubiéramos
podido fingir durante mucho tiempo?
—¿Por qué no? Tanto Sahira
como yo pasábamos por ser católicas convencidas. ¡Hasta Ismaîl se
lo creía!
—Ismaîl porque es un
cretino. Mira como a mí no me engañaste. Te aseguro que, si
hubiéramos seguido allí, tarde o temprano nos hubieran descubierto
y entonces, ¿qué?
—Nos hubieran descubierto
por tu culpa, porque tú jamás has cedido ni has querido disimular.
—Naturalmente. Soy un
islamista convencido y no tengo por qué vivir una doble vida. Esos
perros cristianos son unos infieles y unos politeístas. La única
religión verdadera es la nuestra.
—Si tú lo dices…
Hadi se volvió hacia su
hermana con los ojos inyectados en ira.
—Si no fuera porque eres mi
hermana, ahora mismo te denunciaría. No vuelvas a repetir eso ni a
poner en duda la autenticidad de nuestra religión, porque no
respondo de mí. Y deja este tema. Cada vez que hablamos de él me
sacas de quicio. Sigamos como hasta ahora, que no nos ha ido mal del
todo. ¿O es que quieres acabar con nuestra buena suerte?
—Sabes muy bien a qué se
debe esa buena suerte y el precio que tenemos que pagar por ella. ¿No
te remuerde la conciencia?
—No me remuerde, Najla, y
aunque así fuera, no cambiaría un ápice mi comportamiento. Si
intentáramos hacer algo por aliviar la situación de Sahira, ya
podrías ir cerrando la tienda y buscándote otro medio de vida.
Sabes igual que yo que todos nuestros clientes vienen a comprar a
nuestro negocio por el miedo que le tienen a Fâdel. Una sola palabra
suya y todo el mundo huirá de nuestra tienda como de un lugar
apestado. Lo siento, hermana. Tu hija seguirá como hasta ahora y
nosotros también. No hay nada que cambiar.
Najla tragó sus lágrimas
junto con su rabia. Sabía que nada podía hacer ante la negativa de
su hermano, así que era mejor callar. Hadi era un hombre muy
testarudo, de ideas fijas, que nada le hacía cambiar. Por su culpa
habían tenido que abandonar España y habían regresado a Berbería.
Ni siquiera pudo ir a Francia como le había pedido su marido antes
de partir. Si hubieran esperado en España o hubieran emigrado a
Francia, tal vez ahora podrían estar viviendo en un país más
abierto y más transigente. Ella no dejaba de creer en las enseñanzas
de Mahoma, pero encontraba demasiado intransigente el islam o, al
menos, la severidad con que lo practicaban muchos de sus seguidores.
El catolicismo tampoco era demasiado tolerante, prueba de ello era la
existencia de la Inquisición. Pero los que se confesaban católicos
convencidos vivían con más libertad que los islamistas. Su moral y
sus costumbres no eran tan severas. Si se hubieran quedado en España,
Sahira podía haberse casado con aquel mancebo ricachón del pueblo,
que estaba loco por ella, y podían haber vivido felices. Pero su
hermano no transigió, ni siquiera cuando Pedro les ayudó a pasar
parte de la mercancía y acarrearla hasta Fez. Su hermano era
demasiado intolerante para ceder.
—¡Si se hubiera casado con
aquel Pedro! —murmuró casi para sí Najla.
—¿Qué dices?
—Que si Sahira se hubiera
casado con don Pedro Gregorio, tal vez hubiera sido feliz.
—Pero ¿qué tonterías
estás diciendo? Sabes muy bien que tu hija jamás se podría haber
casado con un cristiano. Si hubiéramos seguido en aquel pueblo,
habría tenido que casarse con uno de nuestra religión o haberse
quedado soltera. No había ninguna otra alternativa.
—Eso lo dices tú. Sabes muy
bien que hay más de un matrimonio mixto entre musulmanes y
cristianos. ¿Por qué no podría haber sido el de mi hija uno de
ellos?
—Porque no. Yo jamás lo
hubiera permitido y tu marido tampoco.
—Eso es lo que tú no sabes.
Puede que Ismaîl lo hubiera permitido antes que yo.
—¡Vaya! Me sorprendes. De
todas maneras, sabes muy bien que esos matrimonios no funcionan.
Todos o casi todos terminan mal.
—Mientes. Hay alguno que ha
fracasado, pero yo sé que hay muchos más que han funcionado
perfectamente. Tan sólo consiste en que los de nuestra religión
cedan y renuncien a sus creencias.
—Claro, siempre tenemos que
ser nosotros los que tenemos que renunciar. ¿Por qué no renuncian
los cristianos?
—Porque están en tierra de
cristianos y lo lógico es que se imponga su fe sobre la nuestra. Si
fuera al revés, sería la nuestra la que se impondría.
—No me convences, hermana.
Te repito que esos matrimonios son un fracaso y que los hijos son los
que lo pagan. Cuando los cónyuges no se entienden, sus retoños son
los que se llevan la peor parte, pues no saben a qué carta atenerse.
Créeme, nosotros debemos casarnos entre nosotros y los cristianos
que se casen entre ellos. No me gustaría tener un miembro cristiano
en mi familia.
Najla sabía que no iba a
convencer a su hermano, así que dio por zanjada la conversación con
la excusa de que tenía muchas cosas que hacer. Dejó a Hadi en el
saloncito mientras ella se retiró a su alcoba. Allí, después de
cerrar la puerta, se arrojó de bruces sobre la cama donde dio rienda
suelta a sus lágrimas y desahogó el dolor que oprimía su pecho. Si
Alá no lo remediaba, su hija se vería abocada a vivir una vida
completamente desgraciada.
© Julio Noel
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