7
Los niños corrían
alegremente por el verde prado, que destilaba aromas de primavera.
Los dorados rayos del sol comenzaban a calentar. Los gritos de los
niños y los gorjeos de los pajarillos lo llenaban todo de candor y
alegría. En el horizonte se divisaba un jinete que avanzaba en su
montura en dirección al poblado. Lo seguía un potrillo que portaba
del ramal. Tendría poco más o menos un año. Un niño detuvo su
juego cuando el caballero se acercaba a ellos. Era Medulio que
reconoció a su padre en el jinete que montaba a caballo. Pronto
padre e hijo se fundieron en un caluroso abrazo. Los demás niños
detuvieron sus juegos para contemplarlos.
—Hola, hijo. ¿Te gusta el
potrillo?
—Mucho, padre. Es precioso.
—Pues tómalo por el ronzal.
Es para ti.
—¿Para mí? —exclamó con
sorpresa Medulio.
—Sí, para ti. Para que
aprendas a montar. Hoy mismo comenzaremos las primeras lecciones.
Medulio no cabía en sí de
gozo. Los demás niños lo miraban con envidia. A ellos también les
gustaría recibir un regalo como aquél. Pero sus padres no podían
permitirse el lujo de regalarles un caballo, ni un pollino siquiera.
El niño, que ya iba a cumplir diez años, tomó el potrillo por el
ronzal y lleno de satisfacción y de júbilo se despidió de sus
amiguitos para acompañar a su padre a casa. Cuando se acercaban a la
choza, les salió al encuentro Genoveva.
—Pero ¿qué es esto?
—interrogó sorprendida.
—Ya lo ves —contestó
Elaeso—, un potro para nuestro hijo.
—¿Y qué va a hacer Medulio
con un potro? —preguntó de nuevo Genoveva estupefacta.
—Pues aprender a montar.
—Pero ¿no es demasiado
pequeño para eso?
—No es tan pequeño. Va a
cumplir diez años y ya va siendo hora de que se inicie en los
ejercicios y en las obligaciones de los adultos. Yo de su tiempo ya
montaba a caballo.
—Bueno, bueno. A mí me
parece que es demasiado pronto. No es más que un niño.
—Así se irá haciendo
mayor. Vamos a comer y después empezaremos los primeros
entrenamientos.
Genoveva no estaba muy
conforme con la decisión de su marido, pero no tenía otra
alternativa que aceptarla. A ella le gustaría retener a su hijo
mucho más tiempo a su lado, pero sabía que más pronto o más tarde
su marido se lo llevaría. Los hombres tenían que aprender el oficio
de la guerra y prepararse para ella. En casa no tenían nada que
hacer. Por otra parte, Medulio ya iba creciendo. Aunque era todavía
un niño, su desarrollo físico lo hacía algo mayor de lo que era.
Si seguía así, llegaría a ser un hombre alto y robusto. Ninguno de
los niños de su edad le hacía competencia.
Después del almuerzo padre e
hijo se encaminaron con el potrillo a los prados que circundaban el
castro. El niño llevaba el potro por el ronzal. Al llegar al prado,
comenzó a acariciarle la cabeza, la frente y la crin. El animalillo
correspondía con pequeños resoplidos y de cuando en cuando rozaba
con sus belfos las manos del zagal. Poco a poco se iban compenetrando
uno con el otro, lo que era un buen principio. Con el tiempo tendrían
que formar un todo entre ambos.
—¡Mira, padre, cómo me
lame la mano!
—Eso significa que te está
tomando confianza. Debes tratarlo bien para que se haga a ti. Así
con el tiempo seréis inseparables.
—De acuerdo, padre. Así lo
haré.
—Ahora tómalo por la mitad
del ronzal y haz que vaya dando vueltas alrededor de ti siempre a esa
distancia.
El niño hizo lo que su padre
le decía. Empezaron a caminar en círculo por el prado. A medida que
caminaban el potrillo tomaba más velocidad.
—¡Padre, el potro cada vez
va más de prisa! Casi no puede sujetarlo.
—Debes dominarlo, aunque es
bueno que acelere el paso.
—¡Pero es que no puedo con
él! ¡Se me va a escapar!
Elaeso acudió a sujetar el
potro, que cada vez avanzaba más deprisa.
—Mira, hijo. Debes sujetarlo
con fuerza. Así —el padre le demostraba cómo hacerlo—. El potro
nunca te tiene que dominar, porque entonces estarás perdido. Siempre
debes ser tú el dominante y él el dominado. ¿Entendido?
—Sí, pero es que yo no
tengo la fuerza que tienes tú para sujetarlo. A mí se me escapa.
—Bueno, además de fuerza
también hay que tener maña. No te preocupes, poco a poco lo
conseguirás. Ahora déjamelo un momento. Voy a obligarle a trotar un
poco por aquí.
Elaeso tomó el ronzal del
potro por la mitad, como lo tenía asido su hijo, y lo obligó a
caminar en círculo durante varios minutos. Cuando el animal quería
caminar más de prisa, le daba un tirón al ronzal para que aflojara
el paso o incluso para que se detuviera. Así iba acostumbrando al
potrillo a obedecer sus órdenes. Luego le dejó todo el ramal para
que pudiera moverse a más distancia de él y lo hostigó para que
caminara más deprisa, hasta que logró que avanzara al trote. Lo
mantuvo así durante un buen espacio de tiempo para que sudara y se
cansara un poco. De cuando en cuando le obligaba a detenerse para
reiniciar nuevamente la marcha. Así poco a poco iba logrando que el
potrillo lo obedeciera y que se acostumbrara a las voces de mando.
Finalmente, le pasó el ronzal a Medulio para que hiciera lo mismo.
El niño al principio tenía un poco de miedo, pero pronto descubrió
que el potrillo trotaba alrededor de él y obedecía sus órdenes, lo
que lo llenó de satisfacción y alegría.
—Bueno, por hoy ya es
suficiente, hijo. Mañana volveremos a entrenarlo más para que
pronto puedas montarlo. Ahora volvamos a casa. Hay que darle de comer
y dejarlo descansar.
—¿Podré montarlo mañana?
—No creo. Es demasiado
pronto. Hay que conseguir que se vaya acostumbrando más a nosotros y
que vaya adquiriendo más confianza. Ya llegará el día que lo
puedas montar. Ahora no es más que un potrillo salvaje. Podría
tirarte y hacerte daño.
El niño no estaba del todo
conforme con los comentarios de su padre, pero no le quedaba otra
alternativa que aceptarlos. Tenía que moderar su impaciencia y
esperar el momento idóneo para montar el potro. El día siguiente y
el otro y así durante una semana estuvieron domando y amansando el
indómito potrillo, hasta que llegó a obedecer todas las órdenes
que le daban. El animalillo a una sola voz o a un solo movimiento del
ronzal hacía lo que sus dueños le indicaban. Medulio estaba muy
contento y muy sorprendido de los cambios que había sufrido el potro
en su comportamiento en tan pocos días. Ahora comprendía por qué
su padre no le había permitido montarlo inmediatamente. El potrillo
hubiera dado inexorablemente con sus huesos en tierra si lo hubiera
intentado entonces. Al fin había llegado el momento de probar.
—¿Puedo montar ya el potro?
—Sí, hijo. Hoy vas a
intentarlo. Toma el ronzal y acarícialo un poco.
El niño tomó las riendas del
animal mientras le acariciaba la cara. El potro le correspondía a su
vez con pequeños resoplidos y movimientos de los belfos, como si
quisiera mordisquearlo pero sin hacerle daño. Día a día la
compenetración entre ambos iba en aumento. Era como si estuvieran
hechos uno para el otro. Ahora sólo faltaba que el potrillo
admitiera a su amigo como su carga. Pero antes de montar, a Medulio
se le ocurrió que deberían ponerle un nombre.
—¿Cómo le llamaremos?
—No lo he pensado. Elige tú
el nombre, hijo.
—Le llamaremos Pegaso.
—Me parece muy bien, hijo.
Pues le llamaremos Pegaso. Ahora ven aquí que te ayudaré a montar.
—No hace falta, padre. Puedo
hacerlo yo de un salto.
—Eso ya lo harás más
adelante. Ahora es mejor que te ayude yo a subir, de lo contrario el
potro podría asustarse y todo lo que hemos conseguido hasta hoy se
habría perdido. Al principio es mejor que te subas suavemente sobre
él para que no extrañe nada. Así que, ¡arriba!
Elaeso ayudó a subir a su
hijo sobre el potrillo y ambos comenzaron a caminar libres por la
pradera. Niño y potro avanzaban armoniosamente y constituían una
bella estampa en aquella mañana primaveraral. Algunos amiguitos los
contemplaban con cierta envida no del todo contenida. Habían seguido
su entrenamiento día tras día. A ellos también les hubiera gustado
tener un potrillo como aquél para correr por la pradera. Pero sus
padres eran demasiado pobres para permitírselo. Así que no les
quedaba más remedio que contemplar con envidia a su amigo Medulio.
Éste había comenzado a trotar con su potrillo.
—¡Sujétalo, hijo! Es
demasiado pronto para empezar a correr. Te puede tirar. Además,
llevas muy separadas las piernas de la barriga del potro. Debes
ajustarlas más a él.
—De acuerdo, padre, pero él
quiere ir más deprisa.
—Pues intenta dominarlo.
Recuerda que el potro debe hacer siempre lo que tú quieras y no lo
que quiera él.
—¡So, Pegaso! —gritó el
niño al mismo tiempo que tiraba fuertemente de las riendas. El
potrillo se detuvo.
—Eso, es —le dijo el
padre—. Siempre debes ser tú el que mande. No lo olvides.
—No lo olvidaré, padre.
—Bueno, ahora volvamos a
casa. Por hoy ya hay bastante.
—¡Pero yo quiero montar más
a Pegaso! —gimoteó el niño.
—Mañana lo montarás más.
Hoy ya es suficiente.
Al llegar a casa, Medulio
comunicó la buena nueva a su madre. Ella lo felicitó por el paso
que había dado, pero, por otro lado, sabía que aquello era el
principio de una nueva vida para su hijo. A partir de aquel momento
su hijo comenzaría a dejar de ser niño para convertirse poco a poco
en un adulto. A pesar de que todavía seguiría jugando como un niño,
sus deberes de adulto acababan de empezar. Ya no habría descanso
para él. Sin prisas pero sin pausas iría avanzando su instrucción
para convertirse en un guerrero. Aquel día había iniciado la cuenta
atrás.
Ya de buena mañana Medulio
comenzó a montar a Pegaso. Su padre le pedía moderación y
prudencia, pero tanto el niño como el potrillo querían dar rienda
suelta a la impaciencia que los devoraba a ambos. En un descuido del
padre, salieron en veloz carrera por todos aquellos prados. Elaeso
llamaba a su hijo y le pedía que detuviera el potro, pero el niño
cada vez se sentía más seguro y más libre encima de la montura. A
medida que avanzaban, ganaba confianza y dominaba mejor a Pegaso.
Después de recorrer toda la pradera, regresaron a donde se
encontraba su padre. Éste lo amonestó por lo que acaba de hacer.
—No debiste hacer eso,
hijo. Te podía haber tirado y haberte hecho mucho daño, incluso
podía haberte matado.
—Ya lo sé, padre. Pero los
dos teníamos ganas de correr y lo hemos pasado muy bien.
—Algún día esa impaciencia
te puede costar muy cara. Deberías hacer más caso de lo que se te
dice.
—Lo siento, padre, pero no
he podido contenerme.
Elaeso lo reprendía, pero en
el fondo estaba orgulloso de él. Aún no tenía los diez años y ya
demostraba habilidades y aptitudes que a otros les costaba trabajo
tenerlas a los trece o catorce. Su hijo podría llegar a ser un gran
guerrero. Había que proporcionarle pronto un instructor para que no
se desperdiciara su talento. De momento lo entrenaría él como
jinete por aquellas praderas. Luego le proporcionaría una
instrucción más profunda. A partir de aquel momento cada día padre
e hijo salían a trotar por los prados y veredas del valle de
Osimara.
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