8
Antes de finalizar el plazo
concedido por Ricote ya estaba de vuelta en Ruidera don Pedro
Gregorio. No le había sido difícil convencer a sus padres para
llevar a cabo sus planes. Los lucrativos beneficios que le había
prometido Ismael terminaron por romper todas las ligaduras con las
que pretendían sujetarlo a su lado.
—Veo que has vuelto. ¿Te ha
costado mucho convencer a tus padres?
—Algo sí me ha costado,
pero no demasiado.
—Bueno, pues ahora tenemos
que poner en marcha mi plan. He comprado dos caballos y dos mulas.
Una pareja para cada uno. Esta noche iremos a donde tengo escondido
el tesoro. Llenaremos con él las alforjas y partiremos camino de
Andalucía. ¿Te parece bien?
Ricote, después de haber oído
el relato de don Pedro y conocer a través de él dónde se hallaba
su familia, decidió pasar a África desde algún punto de la costa
andaluza.
—Tú mandas, Ismael. Estoy
dispuesto a hacer todo lo que me pidas. Lo que no entiendo por qué
tenemos que hacerlo de noche, como si fuéramos dos vulgares
ladrones.
—Porque así nos
considerarán si nos descubren. Ya sabes que en el decreto de
expulsión se dice taxativamente que no podemos llevarnos dinero ni
joyas y eso es precisamente lo que voy a llevar yo. Te recuerdo que,
si nos descubren, te aplicarán el mismo castigo que a mí por
ayudarme.
—Lo sé y estoy dispuesto a
correr ese riesgo.
—Pues entonces seguirás al
pie de la letra mis instrucciones. Como te decía, el tesoro lo
cargaremos durante la noche y también viajaremos de noche. Lo
haremos alejados del camino real, a través de senderos y rutas
apartadas que tan sólo transiten los pastores y los animales
salvajes. Durante el día descansaremos en lugares escondidos lejos
de las miradas curiosas. No podemos arriesgarnos a que alguien nos
delate.
—Acepto tus condiciones y
los riesgos que vaticinas.
Para no levantar sospechas, se
despidieron del mesonero después del almuerzo del mediodía.
Permanecieron escondidos en un bosquecillo próximo a las Lagunas
hasta bien entrada la noche. Cuando la oscuridad lo cubría todo,
Ricote tomó de la brida a su caballo y se encaminó hacia la
catarata donde había escondido su tesoro. Don Pedro lo siguió
fielmente.
—Ya hemos llegado. ¿Oyes el
ruido de esa catarata?
—Sí, pero no veo nada.
—Mejor. Así tampoco nos
verá nadie. Mira, tenemos que caminar veinte pasos por el agua.
Luego atravesaremos la pequeña cascada. Detrás de ella hay una
cueva en la que está escondido el tesoro. Vamos allá.
—Vamos.
El tesoro permanecía
escondido donde lo había dejado años atrás Ricote. Después de
varias horas de idas y venidas, entre los dos lograron llenar las
alforjas que portaban las mulas y los caballos, respectivamente. Unas
dos horas antes del amanecer abandonaron las Lagunas de Ruidera en
dirección a Andalucía. Les quedaba un largo camino por recorrer.
Poco después del alba hallaron un pequeño soto donde se refugiaron
para dormir unas horas y pasar ocultos allí el día. Un ruido
inoportuno vino a sacarlos de su sueño a eso del mediodía. Se
trataba de un labrador que regresaba con una yunta de mulas a su casa
después de una larga jornada. Nuestros amigos observaron en silencio
desde el bosquecillo cómo se alejaba poco a poco el hombre
canturreando tras la yunta.
—De momento ha pasado el
peligro. No es que ese pobre infeliz nos fuera a hacer nada, pero
podía dar la alarma y llegar a oídos de los cuadrilleros. Es mejor
que evitemos ser vistos siempre que podamos. Y ahora vamos a comer
algo, porque tendrás hambre, ¿no?
—¿A ti qué te parece?
Desde ayer no hemos probado bocado y nos hemos pasado toda la noche
trajinando en medio del agua.
—Supongo que habrás grabado
bien en tu mente el lugar donde estaba escondido el tesoro. Ya sabes
que allí queda casi otro tanto como lo que llevamos y todo eso será
para ti si salimos bien de este negocio.
—Lo sé, Ismael. Ahora más
que nunca me interesa que todo esto acabe bien. Te agradezco en el
alma tu generosidad para conmigo. No creo que me merezca esto.
—No me lo agradezcas tanto,
aunque, de no poder llevármelo yo, prefiero que todas esas joyas y
ese dinero pase a tus manos antes que a las de cualquier otro
afortunado que algún día pudiera toparse con él. Tuyo es y espero
que lo disfrutes con salud.
—Eso espero, Ricote, y te
doy las gracias de nuevo. Lo único que siento es no poder
disfrutarlo al lado de tu hija. Eso me hubiera hecho muy feliz.
—A mi hija debes olvidarla
para siempre. Si hubiéramos seguido en el pueblo, tal vez yo te
hubiera concedido su mano, pues no eras un mal partido para ella,
aunque ya sabes que opino que los de mi religión no se deben mezclar
con los de la tuya. Pero mi hija se ha casado con un musulmán y eso
ha cerrado para siempre las puertas a cualquier otro hombre, ya sea
musulmán o cristiano. Mi hija ya tiene dueño para el resto de sus
días y ni siquiera yo puedo quitársela a su marido según nuestras
tradiciones. Ahora es él quien tiene dominio total sobre ella.
—Bueno, en eso aquí tampoco
nos diferenciamos mucho. Cuando una mujer se casa, también pasa a
pertenecer a su marido, por regla general. Lo que ocurre que aquí no
queda encerrada en una cárcel como en vuestro país. Aquí goza de
más libertad y eso lo sabes tú muy bien, porque lo has vivido con
tu mujer.
—Lo sé. Ahora lo que debes
hacer, cuando termines este trabajo, es buscarte una buena chica de
tu raza y casarte con ella. Con la fortuna de tus padres y lo que te
dejo yo podéis vivir muy felices.
—Seguiré tu consejo,
Ismael, y no te olvidaré nunca ni tampoco a los tuyos.
—Lo sé, Pedro. Para mí
serás siempre como el hijo que no tuve y así te llevaré en mi
recuerdo. Ahora vamos a dormir la siesta para estar bien despejados.
Tenemos que aprovechar la noche para avanzar.
Tres noches les llevó
atravesar la Mancha hasta que pudieron poner los pies en Sierra
Morena. Fueron tres días de angustia en los que tuvieron que
recurrir a todo tipo de artimañas para no delatarse. No siempre la
extensa llanura de la Mancha ofrecía un lugar idóneo donde
ocultarse. Un día tuvieron que hacerlo en un viejo molino
abandonado, donde estuvieron a punto de ser descubiertos por un
pastor de ovejas. Suerte que las que se dirigían hacia el molino se
espantaron y obligaron a todo el rebaño a cambiar de dirección.
Llegaron a Despeñaperros al
amanecer del cuarto día de su salida de las Lagunas de Ruidera. Se
ocultaron en un bosque que había a una media legua del camino real.
Aprovecharon para descansar del largo viaje y dormir unas horas antes
de reemprender la marcha. A media mañana Ismael Ricote se despertó
sobresaltado a causa del resoplido que su caballo produjo al lado de
su cara. Se había acercado a él para mordisquear unas hierbas en
las que había apoyado su cabeza a modo de almohada.
—Pedro, despierta.
—¿Qué pasa? ¿Nos han
descubierto?
—No, pero tenemos que seguir
adelante. Por aquí no podemos caminar de noche, pues podríamos
despeñarnos en cualquier precipicio. Tenemos que hacerlo de día y
siempre alejados del camino real y de las vías más frecuentadas.
Debemos atravesar Sierra Morena en dirección suroeste. No deberíamos
abandonarla hasta cerca de Córdoba. Una vez allí, descenderemos
casi verticalmente hasta Gibraltar. Ése es nuestro punto de destino.
Mira, aquí tengo un mapa por el que nos guiaremos.
Ricote le mostró a Pedro el
mapa que le servía de guía. Luego lo volvió a guardar en una bolsa
que puso a buen recaudo.
—En marcha. Tenemos que
avanzar todo lo que podamos mientras nos lo permita la luz del día.
—Pero ¡si esto es peor que
un camino de cabras! Por aquí se van a despeñar las caballerías y
nosotros con ellas.
—Deja de quejarte y avanza.
Ah, y no te preocupes por las caballerías, que saben mejor que tú
dónde pisan. Lo único que debes hacer es desmontar y llevarlas por
el ramal.
—Como tú digas, Ismael.
Vete tú delante y yo te seguiré aunque sea hasta el fin del mundo.
Aquella tarde aún les dio
tiempo para recorrer alrededor de un par de leguas entre vericuetos y
escarpados senderos. Al anochecer decidieron acampar en un
bosquecillo de pinos, al abrigo de un roquedal que allí había.
Después de asegurar bien las caballerías, se sentaron en la suave
hierba para dar buena cuenta del queso y los embutidos que portaban.
Entre bocado y bocado no dejaban de visitar las botas bien surtidas
de tinto de la Mancha, especialmente Ricote, que a veces se quedaba
con los brazos empinados y los ojos clavados en las primeras
estrellas de la noche sin acordarse de volver a mirar al suelo de
tanto gusto como recibía.
—Una cosa te quiero
confesar, Pedro, y es que, cuando abandone definitivamente España,
echaré muy en falta este néctar tan sabroso de la Mancha. He
probado vinos de otras tierras y por esos mundos de Dios los hay tan
buenos o mejores que éste, como puede ser en Francia e Italia. Pero
allí donde me he asentado, en Baviera, allí no hay estos caldos tan
sabrosos, que tanto alegran nuestro corazón y endulzan nuestras
penas.
—Pues lo siento de veras,
Ismael, pero en eso me parece que no te voy a poder ayudar. Deberías
haberlo pensado mejor y haberte convertido al cristianismo. Así tú
y tu familia no tendríais que haber huido de España y tal vez yo me
hubiera podido casar con tu hija.
—Lo sé, pero la fe es
superior a nuestras fuerzas.
A lo lejos comenzó a oírse
el son de una tonada. Parecía la voz de una mujer que se lamentaba
de su desgracia. Los dos hombres prestaron atención por si podían
entender algo de lo que la voz decía, pero era tanta la distancia
que a ellos tan sólo llegaba una tonada ininteligible. Poco después
enmudeció la voz y retornó el silencio.
—Esto me recuerda ese libro
que anda por ahí de boca en boca sobre unos paisanos nuestros.
—¿A qué libro te refieres,
Pedro?
—A uno que trata de un
caballero andante medio loco y su escudero, que no está tan loco
como él pero que no le va a la zaga.
—No sé a quiénes te
refieres.
—Sí, hombre. ¿Recuerdas a
aquel hidalgo pobretón de nuestro lugar, que le dicen Quijada,
o Quesada(5)?
—No
me suena.
—Claro, porque él apenas
salía de casa. Dicen que se pasaba los días y las noches leyendo
novelas de caballerías. Por eso se volvió medio loco. Seguro que al
ama, si la vieras, sí que la reconocerías.
—Tal
vez, pero en este momento no puedo saber de quién se trata. ¿Y
quién más sale en ese libro?
—El escudero es Sancho
Panza.
—¿Cómo dices?
—Sancho Panza.
—Pero si a éste me lo
encontré yo cerca de Zaragoza cuando venía para acá. Le propuse el
puesto que te he dado a ti y no lo quiso aceptar, eso a pesar de
saber yo que vive con gran necesidad. Ya me pareció a mí que no
estaba muy bien de la cabeza aquel día cuando rechazó mi oferta y
me habló del gobierno de una ínsula y no sé qué otras zarandajas.
Así que ése es el otro personaje del libro. ¡Vaya, vaya!
—Bueno,
no son ellos solos. Hay muchos más. De nuestro pueblo dicen que
también salen el Cura y el Barbero y un Licenciado que estudió en
Salamanca.
—A
saber si no salimos nosotros también.
—En la parte que hay
publicada hasta ahora no, pero su autor ha prometido una segunda
parte y quién sabe si no saldremos en ella, sobre todo tú, que
dices que has tenido un encuentro con Sancho.
—¡Hasta ahí podíamos
llegar, que yo saliera en un libro! Pero a todo esto, ¿por qué
dices que lo nuestro te recuerda ese libro?
—Porque el tal hidalgo, que
en el libro se llama Don Quijote, en su afán de búsqueda de
aventuras y hazañas vino a dar con sus huesos a estos apartados
riscos de Sierra Morena y aquí se pasó varios días haciendo
penitencia por su señora Dulcinea del Toboso. Estando aquí oyó
cantar por las noches a una pastora desdeñada.
—¿Qué me dices? Ahora sí
que creo que está rematadamente loco. Me gustaría leer ese libro.
—No es fácil hacerse con
él. Han hecho varias ediciones y todas ellas están agotadas. El
éxito que ha tenido es tan grande, que dicen que acaban de publicar
una segunda parte apócrifa, escrita, según parece, por alguno de
los enemigos del autor para robarle la gloria que ha obtenido con la
primera.
—¿Y quién me has dicho que
es su autor?
—No te lo he dicho aún. Es
Miguel de Cervantes Saavedra.
—No lo había oído
mencionar nunca. No debe de ser muy conocido.
—Hasta ahora no, pero desde
que publicó la primera parte del Quijote,
su fama se ha extendido como la pólvora. Dicen que su libro se ha
traducido ya a varias lenguas y los más audaces vaticinan que su
éxito será mundial.
—¡Vaya, vaya! Y yo sin
saberlo. Tendré que hacerme con un ejemplar. ¿Y dices que es una
novela de caballerías?
—No exactamente. Se trata de
una parodia de las novelas de caballerías. En realidad, viene a
ridiculizar ese género tan en boga hasta nuestros días.
—Pues tendré que leerlo,
sobre todo cuando publiquen la segunda parte por ver si salgo en él.
Los dos celebraron la
ocurrencia con una carcajada. Luego decidieron dar por terminada la
conversación. El tiempo no se detenía y al día siguiente había
que partir con las primeras luces. Se levantaron con el alba. Había
que aprovechar al máximo la luz del día. Los escabrosos riscos y
las empinadas pendientes hacían impracticable el camino en las horas
nocturnas. Caminaron durante toda la mañana por caminos solitarios y
tortuosos senderos con el fin de evitar toparse con cualquier persona
viviente que pudiera delatarlos. Al mediodía no pudieron soslayar el
encuentro con un pastor de ovejas, cuyo rebaño sesteaba a la sombra
de un pinar donde se amodorraron para aliviar los rigores de aquellas
horas centrales del día.
Ricote y su acompañante
ataron las caballerías bajo la sombra de un monumental pino y
comenzaron a extender sus viandas sobre el mantel de hierba que allí
mismo había. El pastor, que los llevaba observando desde que los vio
aparecer por el otro extremo del bosque, se acercó a ellos con
cierta curiosidad. No era habitual ver gente por aquel lugar y menos
aún con bestias de carga.
—Hola, amigos. ¿Qué os
trae por estos andurriales?
—Nada en concreto —contestó
Ricote—. Vamos hacia Córdoba y me parece que hemos extraviado el
camino.
—¡Y tan extraviado! Por
aquí os costará más del doble de tiempo. Debisteis haber seguido
el camino real que va más al sur.
—Tienes razón, amigo, pero
ahora ya estamos aquí, así que seguiremos a través de estos
parajes. Vamos a comer algo, si te apetece puedes acompañarnos.
—Os lo agradezco, pero acabo
de comer ahora mismo.
—Pues entonces puedes
compartir la bota con nosotros.
—Eso sí que lo haré de
buen grado y también vosotros podéis compartir la mía.
El pastor se sentó al lado de
Ismael y Pedro y no tardó en saborear el caldo de la Mancha.
—¡Buen vino, vive Dios! ¿De
dónde lo traéis?
—De la Mancha —dijo
Ricote.
—No está mal, pero el mío
es mejor. Podéis catarlo si queréis.
Ricote tomó en sus manos la
bota del pastor, acercó la boca de ésta a la suya propia, empinó
los brazos, puso la mirada en el azul del cielo que se divisaba a
través de la copa de los pinos y durante un largo espacio de tiempo
se olvidó de tornarla al suelo.
—¡Buen cuerpo, sí señor!
¿De dónde es?
—De Montilla.
—El próximo que compre ya
sé de dónde va a ser. Pero come un bocado con nosotros —le
sugirió acercándole algunas de las viandas que habían sacado de
las alforjas.
El pastor, por no desairarlos,
tomó un poco de jamón y queso. Los dos viajeros aprovecharon para
reponer las fuerzas que habían gastado durante el largo viaje de la
mañana. Entre bocado y bocado hablaron de mil cosas relativas a
aquellas montañas y a los habitantes que por allí moraban.
—Anoche oímos cantar a una
mujer por estos contornos —insinuó Pedro—. Su voz se oía muy
lejana, pero daba la sensación que se trataba de una voz lastimera,
como si saliera de la boca de una mujer enamorada. ¿No será alguna
de esas mujeres desdeñadas que se convierten en pastoras y pasan la
vida por entre las montañas para olvidar sus penas?
—No lo creo —comentó el
pastor— ni sé de ninguna mujer enamorada que se haya echado al
monte, al menos por estas montañas que conozco muy bien desde hace
más de cuarenta años. Nunca he oído hablar de esas pastoras a las
que te refieres y que no deben de existir más que en alguna mente
calenturienta. La vida de pastor es muy dura y no la suele tomar
ninguna mujer desdeñada. La voz que oísteis anoche es de una pobre
infeliz que no está en sus cabales y que muchos atardeceres sale a
caminar por el bosque para dar rienda suelta a su locura. Cuando
comienza a oscurecer, suele cantar alguna canción que aprendió de
muy niña. La infeliz nunca ha tenido nadie que la enamore ni nadie
ha parado atención en ella si no es para compadecerla.
—Así, ¿no crees que haya
pastores enamorados que se retiran a las montañas para llorar y
enterrar allí sus penas?
—No sé de dónde habrás
sacado esa idea, joven, pero ya te he dicho que la vida de pastor no
tiene nada de bucólico. Hay que bregar todo el día detrás del
ganado por entre estas montañas, conduciéndolo a los mejores pastos
y protegiéndolo de las alimañas. Cuando llega la noche, no tienes
ganas más que de descansar. No todo el mundo se siente atraído por
ella y desde luego los que lo hacemos no es porque nos sintamos
desdeñados por nadie, sino por necesidad.
La breve colación de nuestros
amigos tocaba a su fin. Antes de retirar el imaginario mantel de la
no menos imaginaria mesa, decidieron hacer una última visita a sus
botas. No querían despedirse sin antes trasegar parte del
aterciopelado néctar del vientre de sus odres al suyo propio.
Especialmente se regodearon en ello Ricote y el pastor, que ambos a
una parecían haberse puesto de acuerdo a ver quién de los dos
aguantaba más tiempo con los codos empinados y la vista en lo alto
del cielo, moviendo acompasadamente de un lado a otro sus cabezas.
—Bueno, amigo, nosotros
vamos a seguir nuestro viaje —dijo Ricote después de haber
guardado su bota en las alforjas—. Tenemos muchas leguas aún por
delante.
—Yo también tengo que
ponerme en marcha —comentó el pastor—. Las ovejas ya comienzan a
removerse. No puedo entretenerme más. Una cosa sí quería deciros
antes de separarnos y es que vayáis por aquí más hacia el sur en
dirección al camino real, aunque no lleguéis a él. Por este lado
las montañas son más suaves con cumbres más redondeadas y el suelo
cubierto por un manto de hierba. Se os hará más fácil el camino
que si seguís de frente. Ya veo que vais huyendo, aunque no se me
alcanza el motivo ni quiero saberlo. Allá cada cual con sus
problemas.
—Gracias,
amigo —Ismael le tendió la mano—. Te estaremos eternamente
agradecidos.
—Por mí podéis ir
tranquilos. No pienso decir nada a nadie. Pero id con mucho cuidado,
que no todo el mundo es de fiar.
—Gracias de nuevo, amigo.
Los tres se despidieron con
sendos apretones de manos, luego cada cual siguió su camino. Ismael
y Pedro giraron un poco hacia el mediodía, tal como les había
indicado el pastor. Pronto descubrieron que éste tenía razón. Las
agrestes montañas dejaron paso a suaves lomas y redondeadas colinas
cubiertas por un verde manto de hierba, que hacía mucho más fácil
la marcha de las caballerías. Unas leguas más adelante las montañas
desaparecieron por completo, dejando al descubierto un paraje de
suaves ondulaciones que parecían no tener fin.
—Es mejor que nos refugiemos
otra vez entre las lomas y colinas. Aquí somos un blanco visible
desde muy lejos.
—Tienes razón, Pedro. Vamos
a rodear esa colina por su cara norte antes de que nos descubran los
habitantes de aquel cortijo que se ve allá a lo lejos.
Detrás de la colina vadearon
un pequeño riachuelo que por allí discurría, donde saciaron su sed
tanto ellos como las caballerías. A continuación ascendieron una
suave loma desde cuya cumbre podían divisar el paraje que los
rodeaba. A su izquierda se extendía la campiña en la que pastaban
un gran número de corzos y ciervos. A su derecha se hallaban las
montañas exuberantes de vegetación y arboleda. Los dos hombres
decidieron internarse de nuevo en ellas donde se sentían más
seguros. El anochecer los sorprendió en medio de un bosque de robles
y encinas. Buscaron un pequeño claro en el que se acomodaron para
pasar la noche, mientras los caballos y las mulas pastaban a sus
anchas la suave hierba que en él crecía.
Con el alba reanudaron su
marcha. A media mañana llegaron a la margen izquierda del río
Jándula. Determinaron seguir su curso ora por una orilla, ora por la
otra, mientras éste se lo permitiera. Cuando el río giró hacia el
sur, lo abandonaron para continuar rumbo suroeste. Las montañas
seguían ofreciéndoles protección y la suave alfombra verde hacía
más llevadero el paso de las caballerías. Desde las altas cumbres
se divisaba una sucesión interminable de montañas y valles, algunos
de ellos surcados por ríos que avenaban sus riberas. En lontananza
la línea del horizonte se perdía entre altas montañas. La
exuberante vegetación era todo un placer para la vista. Aquí y allá
aparecía un corzo, un venado, un conejo, una libre o cualquier otro
animalejo que, asustado ante la presencia de los viajeros,
desaparecía velozmente entre la espesura.
Súbitamente nuestros amigos
detuvieron su marcha. No muy lejos de ellos avanzaba lentamente una
gran muchedumbre acompañada de carretas bellamente engalanadas.
Transitaban por un camino carretero que ascendía por la ladera de la
montaña.
—Detente, Pedro. Mira qué
cantidad de gente sube por aquel camino.
El joven se detuvo mientras
observaba el enorme gentío que ascendía ya a media montaña.
—Debe de tratarse de una
romería, Ismael, por las trazas que llevan.
—Vamos a ocultarnos detrás
de estos rebollos hasta que se alejen. Es mejor que no nos vean.
—No creo que esa buena gente
tenga intenciones de hacernos nada, pero es mejor que sigamos tu
consejo, por si acaso.
—Puede que no nos quieran
hacer nada, pero yo no me fío ni de mi sombra. Es mejor prevenir que
curar.
—En eso tienes razón,
Ismael. Es mejor ser precavidos. De todas maneras, toda esa gente que
ves ahí abajo en estos momentos va más preocupada por la devoción
que por lo que tienen a su alrededor. Seguramente por aquí cerca
habrá alguna ermita o santuario dedicado a la Virgen o a algún
santo patrón al que irán a rendir culto.
—No me fiaría yo tanto de
la gente devota. Precisamente esa devoción es una de las causas por
las que han expulsado a los de mi raza. Prefiero pasar desapercibido
a que me vean.
Los dos hombres y las
cabalgaduras se habían apostado detrás de unos rebollos y varias
encinas que los ocultaban a la vista de los romeros. Éstos pasaron a
unos cien metros de distancia de donde ellos estaban ocupados en sus
cantos y rezos.
—Tus correligionarios no
realizan este tipo de actos, ¿no?
—No me consta que lo hagan.
Se limitan a rezar en las mezquitas y practicar el ayuno en el
ramadán. Eso sí, Mahoma ordenó que todos los musulmanes deberíamos
peregrinar al menos una vez en la vida a la Meca. Es uno de los
deberes sagrados que nos impuso el Profeta.
—Pues ya ves, nosotros, en
vez de peregrinar a Roma o Santiago, que muchos lo hacen, hacemos
romerías. Es una práctica muy extendida por toda España,
especialmente por las zonas rurales tan proclives a los milagros y
tan entusiastas de mitos y leyendas.
—Mira, Pedro, parece que
ésos ya son los últimos. Vamos a continuar nuestro viaje lejos de
ese camino. No quiero ninguna sorpresa.
Anduvieron todo el día sin
detenerse más que un momento al mediodía para tomar un bocado con
el que recuperar parte de las energías perdidas. Al atardecer
llegaron a una vieja casa, semiderruida, en la que decidieron pasar
la noche. Allí si acaso tan sólo serían molestados por alguna
alimaña. Antes de que desaparecieran las últimas luces del día,
Ismael extendió el mapa sobre el suelo para estudiarlo. Después de
llevar a cabo una serie de observaciones y comprobaciones, creyó que
había llegado el momento de tomar un nuevo rumbo. A partir de aquel
momento deberían girar hacia el sur para ir al encuentro de la
costa.
—¡Qué! ¿Nos hemos perdido
de nuevo?
—Bueno, perdidos me parece
que andamos desde el día que nos aventuramos por entre todas estas
montañas. Los caminos y senderos que encontramos no nos llevan a
ninguna parte y las más de las veces caminamos campo a través. Eso
no es lo que me preocupa. Lo que me preocupa es que, si seguimos la
dirección que llevamos, nos desviaremos demasiado hacia el poniente
y eso nos obligará a andar muchas más leguas de las deseadas. Por
eso, a partir de este punto vamos a caminar hacia el sur.
—Como ya te he dicho en
alguna otra ocasión, tú mandas, Ismael. Yo te seguiré hasta el fin
del mundo si es necesario. La recompensa lo merece.
—No te falta razón. En el
escondite de Ruidera queda casi otro tanto como lo que llevamos aquí.
Con eso podrás vivir desahogadamente el resto de tus días.
—Lo sé, Ricote. Por eso me
he ofrecido a acompañarte hasta donde quieras. Lo único que siento
es haber perdido a tu hija. La hubiera cambiado por todo el oro del
mundo, pero ella prefirió a otro.
—No le des más vueltas al
tema, Pedro, que sólo servirá para hacerte más daño. Y volviendo
a nuestra ruta, mira, he trazado un itinerario en el mapa que nos
servirá de guía. Nuestro próximo destino será Lucena. Desde allí
nos dirigiremos a Antequera. Una vez en esta población, en vez de ir
a Málaga, que sería lo más normal, nos desviaremos hacia Ronda,
pues encuentro que esa ruta nos permitirá pasar más desapercibidos.
Si logramos llegar a Ronda, a través de sus serranías y el resto de
cadenas montañosas que por allí hay llegaremos hasta Tarifa, punto
en el que quiero embarcarme. ¿Ves cómo salen reflejadas todas esas
montañas en el mapa?
Ismael mostró el mapa a Pedro
para indicarle la ruta y los accidentes montañosos.
—Tienes razón.
—Lo que me preocupa es cómo
atravesar toda la zona que hay desde Montoro hasta Antequera, donde
apenas se ve rastro de montañas. Tendremos que volver a ocultarnos
de día y caminar de noche para evitar encuentros no deseados.
—Haremos lo que más
convenga, Ismael.
—Pues ahora vamos a comer
algo y a descansar. Mañana haremos la última jornada de día hasta
que dejemos atrás todas las llanuras que tenemos por delante.
Una semana tardaron en cruzar
las extensas llanuras y parameras que separan a Montoro de Antequera.
El día lo dedicaban a dormir escondidos donde les deparaba el azar.
Durante la noche caminaban por donde los caballos los querían
llevar, siempre con la estrella polar a sus espaldas. Al llegar a
Antequera tomaron rumbo otra vez hacia el suroeste. A partir de aquí
el paisaje les permitió viajar de nuevo a la luz del día,
protegidos por las agrestes montañas y la abundante vegetación. Una
semana más tarde llegaban a dar vista a la ciudad de Ronda, pero
Ismael prefirió desviarse antes de llegar a ella para internarse en
su serranía. Se dirigieron hacia Montejaque y se internaron entre
sus montañas. Desde ese lugar la dirección ya sería hacia el sur
hasta el término de su viaje con alguna pequeña inclinación hacia
el suroeste en contadas ocasiones.
—¿Ves lo que yo veo, Pedro?
—Me temo que sí.
—Pues no perdamos el tiempo
y vamos a refugiarnos entre aquellos roquedales.
—¿Quiénes pueden ser esos
jinetes?
—O mis ojos ven visiones, o
ésos que cabalgan a galope tendido son bandoleros que van a hacer
una de las suyas. Esperemos que pasen de largo y no se percaten de
nuestra presencia. Hostiga a esas bestias y date prisa, que se nos
van a echar encima.
Entre las rocas había una
especie de cueva oculta por algunos arbustos y maleza. Ismael y Pedro
llegaron a ella justo a tiempo de esconderse antes de que los
descubrieran. Alrededor de una docena de forajidos pasaron cerca de
ellos con gran estruendo y griterío.
—¡Qué poco ha faltado para
que nos descubran!
—¡Y tan poco! A partir de
ahora debemos ir con los ojos bien abiertos. Me consta que por estas
montañas abundan los salteadores de caminos.
—Pues podías haber elegido
otra ruta, Ismael, si tanto peligro hay por aquí. Aún estamos a
tiempo de rectificar.
—Claro que sí, pero no lo
haremos. Evitaremos las pistas más transitadas y los caminos
carreteros, que son los que frecuentan los bandidos. Así podremos
esquivarlos.
—Dios te oiga, Ismael,
porque yo no las tengo todas conmigo.
—Y Alá nos proteja, Pedro.
Mira, vamos a seguir por entre todas esas montañas que se ven ahí
delante. Por ahí no es fácil que nos descubran, pues no parece una
zona muy transitada. Piensa que a los bandoleros les interesan los
lugares que frecuenta la gente y no los parajes inhóspitos. El
bandolerismo es una forma de vida que eligen aquellos que quieren
vivir al margen de la ley. Tiene siglos de existencia sobre todo
entre estas montañas, en donde encuentran fácil refugio para
evadirse de la autoridad y huir de la ley. Lo practican hombres sin
escrúpulos ni conciencia que matan por cuatro ochavos. Nuestra vida
para ellos vale menos que un maravedí.
—No quiero ni pensar qué
harían con nosotros si nos descubrieran.
—Ni yo tampoco. Por eso a
partir de ahora tenemos que viajar expectantes y con ojo avizor. No
debemos bajar la guardia ni un solo momento y debemos elegir bien
nuestra ruta.
En días sucesivos avanzaron
siempre por valles escondidos y lugares escarpados, más propios de
cérvidos y cabras monteses que de personas y caballerías. Por
aquellos vericuetos no se descubría ni un alma ni había rastro de
forajidos. Así pudieron llegar a las inmediaciones de Jimena de la
Frontera, población que dejaron a su izquierda para internarse en
los alcornocales que tanto abundan por aquella zona. De esta manera,
entre bosques de alcornoques y de pinos, entre montañas y valles,
entre vegas y dehesas, entre barrancos y precipicios pudieron llegar
al fin, sorteando toda serie de peligros, a la altura de Tarifa,
punto final de su recorrido.
—Por fin, hemos llegado a
Tarifa, Pedro. Lo hemos conseguido. Ahora sólo me falta convencer a
un barquero para que me lleve a la otra orilla. Una vez allí, creo
que ya estaré a salvo.
—¿Tú crees, Ismael? De
todas maneras, ¿no hubiera sido más fácil ir a las costas de
Granada o Málaga que quedan más cerca?
—No, Pedro. Allí el mar es
muy amplio y no hubiera encontrado ningún barquero que se atreviera
a cruzarlo. Aquí es la parte más estrecha y eso es una baza que
juega a mi favor. No tardaré en convencer a alguien para que me
traslade a la otra orilla por unos escudos.
—Pero allí podías haberte
embarcado en alguno de los bajeles que hacen la ruta entre España y
el norte de África.
—Eso es lo que trato de
evitar, Pedro. ¿Cómo podía haber pasado entonces mi tesoro sin ser
descubierto?
—Tienes razón, Ismael. No
había pensado en ello.
Ricote dejó a Pedro al
cuidado del tesoro y de las caballerías mientras él se fue en busca
de algún medio para cruzar el estrecho. Recorrió el pequeño
embarcadero hablando con los pescadores y con todo aquél que daba
muestras de ser propietario de una embarcación. Tanteó a unos y
otros, pero nadie le inspiró confianza. Era muy arriesgado confiar
el traslado de tantas joyas y dinero a un desconocido, que lo podía
traicionar a la primera de cambio. Podía ofrecerle más dinero a
Pedro para que lo acompañara hasta las costas de África, pero
estaba seguro que no iba a aceptar. Ya había arriesgado bastante
hasta allí como para aceptar un nuevo peligro. De todas maneras,
nada perdía con proponérselo, así que regresó a donde lo había
dejado.
—¿Ya has contratado a
alguien?
—No, Pedro. No he encontrado
a nadie que me inspire confianza. He pensado que podías acompañarme
tú hasta el otro lado del estrecho, así entre los dos nos sería
más fácil reducir cualquier intento de ataque por parte del
barquero. ¿Qué te parece?
—Mira, Ismael, ya he cruzado
este mar dos veces y no pienso volver a hacerlo una vez más si no es
por un motivo que merezca la pena. Es demasiado peligroso y no quiero
arriesgar de nuevo mi vida.
—Te daré la mitad del
dinero que llevo y alguna de las joyas más valiosas.
—No se trata de dinero ni de
joyas, Ismael. Con lo que queda escondido en Ruidera tengo suficiente
para vivir.
—Entonces, ¿de qué se
trata?
—Se trataría de recuperar a
tu hija para mí y eso me parece que es una tarea imposible, a no ser
que tú consigas quitársela a su actual marido.
—Ya te he dicho, Pedro, que
eso no nos lo permite ni nuestra religión ni nuestras costumbres. Mi
hija desde que se casó ya no me pertenece. Ahora es de su marido. Si
intentara quitársela, caería sobre mí todo el peso de la ley
islámica y ésa no se anda con contemplaciones.
—¿Qué te podría pasar?
—Sencillamente me costaría
la vida. El marido y su familia me perseguirían hasta el fin del
mundo y no se detendrían hasta haberme dado muerte. Lo siento,
Pedro, pero en eso no te puedo complacer. Pídeme, si quieres, la
mitad de lo que llevamos aquí. Te regalo todo lo que carga tu mula.
Pero no me pidas imposibles, porque no te los puedo conceder.
—Pues entonces no hay nada
más que hablar. Yo de aquí no paso.
—Bien, tendré que
ingeniarme el medio de hacerlo yo solo. Voy de nuevo hasta el muelle
a ver si lo resuelvo.
Justo al lado del pequeño
puerto había una casa con barcas. Ricote no había reparado en ella
la vez anterior, porque iba con la idea fija de contratar a alguien.
Se acercó a la tienda mientras recapacitaba. Podía comprar una
barca y aventurarse él solo a través del estrecho. Era arriesgado,
pero era más seguro que confiar en un desconocido que en medio del
trayecto podía asestarle una puñalada y arrojarlo al fondo del mar.
¿Cómo no lo había pensado antes? Compraría una barca y se echaría
a la mar en medio de la oscuridad de la noche cuando nadie lo viera.
No sabía nada de bogar, pero con un par de remos y una vela podría
alcanzar la otra orilla por sus propios medios.
Ismael se alegró por haber
encontrado la solución y se preparó para partir aquella misma
noche. Después de haber adquirido la barca, regresó a buscar a
Pedro, que lo aguardaba con cierto desasosiego e impaciencia. Por un
instante creyó que lo habían descubierto y que lo desvalijarían de
todo cuanto llevaba, pero no fue más que una falsa alarma. A pesar
de ello no se quedó tranquilo hasta que vio aparecer a su amigo.
Pasaron juntos las últimas horas esperando que llegara la oscuridad
de la noche para cargar el tesoro en la barca. Cuando por fin lo
consiguieron, se estrecharon entre sus brazos fuertemente antes de
partir cada uno para su destino.
—Te deseo suerte, Ismael.
—Lo mismo digo, Pedro. Vende
las mulas y mi caballo y regresa a casa de tus padres lo antes
posible. No puedo concederte la mano de mi hija por ser propiedad ya
de otro hombre, pero te recompenso con la parte del tesoro que ha
quedado en la cueva. Con eso y con lo que poseen tus padres podrás
pasar una buena vida. Ahora vete con mi bendición y con la de Alá.
—Gracias, Ismael. Ha sido un
placer haberte podido ayudar. Te deseo una favorable travesía del
estrecho y un feliz reencuentro con tu familia. ¡Que Dios te
bendiga!
Pedro permaneció largo
espacio de tiempo contemplando la superficie del mar por donde había
desaparecido Ismael con su barca. Era como si lo siguiera viendo con
los ojos de su imaginación. Durante unos momentos pudo ver cómo
accionaba torpemente los remos. Luego la oscuridad de la noche lo
devoró. Era posible que nunca más se volvieran a ver. El joven
sentía un nuevo vacío en su corazón. Había llegado a apreciar al
hombre que estuvo a punto de ser su suegro. Ahora, con su partida,
sentía que había perdido algo. Aquel hombre se había convertido
casi en su segundo padre, sobre todo a lo largo de aquellas últimas
semanas que habían pasado juntos, en las que habían vivido
aventuras de todo tipo. Lo echaría en falta.
Haría más de una hora que
Ismael Ricote había desaparecido en las aguas del estrecho, cuando
Pedro Gregorio decidió abandonar la orilla del mar. Con paso lento y
las caballerías por los ronzales se fue alejando poco a poco de
aquel lugar. Debía descansar unas horas. A la mañana siguiente
vendería las mulas y el caballo sobrante para regresar presto a su
hogar. Una etapa de su vida estaba a punto de finalizar en aquel
instante.
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario