lunes, 1 de abril de 2019

Capítulo 8 de La familia de Ismael Ricote


                                                                        8



Antes de finalizar el plazo concedido por Ricote ya estaba de vuelta en Ruidera don Pedro Gregorio. No le había sido difícil convencer a sus padres para llevar a cabo sus planes. Los lucrativos beneficios que le había prometido Ismael terminaron por romper todas las ligaduras con las que pretendían sujetarlo a su lado.
Veo que has vuelto. ¿Te ha costado mucho convencer a tus padres?
Algo sí me ha costado, pero no demasiado.
Bueno, pues ahora tenemos que poner en marcha mi plan. He comprado dos caballos y dos mulas. Una pareja para cada uno. Esta noche iremos a donde tengo escondido el tesoro. Llenaremos con él las alforjas y partiremos camino de Andalucía. ¿Te parece bien?
Ricote, después de haber oído el relato de don Pedro y conocer a través de él dónde se hallaba su familia, decidió pasar a África desde algún punto de la costa andaluza.
Tú mandas, Ismael. Estoy dispuesto a hacer todo lo que me pidas. Lo que no entiendo por qué tenemos que hacerlo de noche, como si fuéramos dos vulgares ladrones.
Porque así nos considerarán si nos descubren. Ya sabes que en el decreto de expulsión se dice taxativamente que no podemos llevarnos dinero ni joyas y eso es precisamente lo que voy a llevar yo. Te recuerdo que, si nos descubren, te aplicarán el mismo castigo que a mí por ayudarme.
Lo sé y estoy dispuesto a correr ese riesgo.
Pues entonces seguirás al pie de la letra mis instrucciones. Como te decía, el tesoro lo cargaremos durante la noche y también viajaremos de noche. Lo haremos alejados del camino real, a través de senderos y rutas apartadas que tan sólo transiten los pastores y los animales salvajes. Durante el día descansaremos en lugares escondidos lejos de las miradas curiosas. No podemos arriesgarnos a que alguien nos delate.
Acepto tus condiciones y los riesgos que vaticinas.
Para no levantar sospechas, se despidieron del mesonero después del almuerzo del mediodía. Permanecieron escondidos en un bosquecillo próximo a las Lagunas hasta bien entrada la noche. Cuando la oscuridad lo cubría todo, Ricote tomó de la brida a su caballo y se encaminó hacia la catarata donde había escondido su tesoro. Don Pedro lo siguió fielmente.
Ya hemos llegado. ¿Oyes el ruido de esa catarata?
Sí, pero no veo nada.
Mejor. Así tampoco nos verá nadie. Mira, tenemos que caminar veinte pasos por el agua. Luego atravesaremos la pequeña cascada. Detrás de ella hay una cueva en la que está escondido el tesoro. Vamos allá.
Vamos.
El tesoro permanecía escondido donde lo había dejado años atrás Ricote. Después de varias horas de idas y venidas, entre los dos lograron llenar las alforjas que portaban las mulas y los caballos, respectivamente. Unas dos horas antes del amanecer abandonaron las Lagunas de Ruidera en dirección a Andalucía. Les quedaba un largo camino por recorrer. Poco después del alba hallaron un pequeño soto donde se refugiaron para dormir unas horas y pasar ocultos allí el día. Un ruido inoportuno vino a sacarlos de su sueño a eso del mediodía. Se trataba de un labrador que regresaba con una yunta de mulas a su casa después de una larga jornada. Nuestros amigos observaron en silencio desde el bosquecillo cómo se alejaba poco a poco el hombre canturreando tras la yunta.
De momento ha pasado el peligro. No es que ese pobre infeliz nos fuera a hacer nada, pero podía dar la alarma y llegar a oídos de los cuadrilleros. Es mejor que evitemos ser vistos siempre que podamos. Y ahora vamos a comer algo, porque tendrás hambre, ¿no?
¿A ti qué te parece? Desde ayer no hemos probado bocado y nos hemos pasado toda la noche trajinando en medio del agua.
Supongo que habrás grabado bien en tu mente el lugar donde estaba escondido el tesoro. Ya sabes que allí queda casi otro tanto como lo que llevamos y todo eso será para ti si salimos bien de este negocio.
Lo sé, Ismael. Ahora más que nunca me interesa que todo esto acabe bien. Te agradezco en el alma tu generosidad para conmigo. No creo que me merezca esto.
No me lo agradezcas tanto, aunque, de no poder llevármelo yo, prefiero que todas esas joyas y ese dinero pase a tus manos antes que a las de cualquier otro afortunado que algún día pudiera toparse con él. Tuyo es y espero que lo disfrutes con salud.
Eso espero, Ricote, y te doy las gracias de nuevo. Lo único que siento es no poder disfrutarlo al lado de tu hija. Eso me hubiera hecho muy feliz.
A mi hija debes olvidarla para siempre. Si hubiéramos seguido en el pueblo, tal vez yo te hubiera concedido su mano, pues no eras un mal partido para ella, aunque ya sabes que opino que los de mi religión no se deben mezclar con los de la tuya. Pero mi hija se ha casado con un musulmán y eso ha cerrado para siempre las puertas a cualquier otro hombre, ya sea musulmán o cristiano. Mi hija ya tiene dueño para el resto de sus días y ni siquiera yo puedo quitársela a su marido según nuestras tradiciones. Ahora es él quien tiene dominio total sobre ella.
Bueno, en eso aquí tampoco nos diferenciamos mucho. Cuando una mujer se casa, también pasa a pertenecer a su marido, por regla general. Lo que ocurre que aquí no queda encerrada en una cárcel como en vuestro país. Aquí goza de más libertad y eso lo sabes tú muy bien, porque lo has vivido con tu mujer.
Lo sé. Ahora lo que debes hacer, cuando termines este trabajo, es buscarte una buena chica de tu raza y casarte con ella. Con la fortuna de tus padres y lo que te dejo yo podéis vivir muy felices.
Seguiré tu consejo, Ismael, y no te olvidaré nunca ni tampoco a los tuyos.
Lo sé, Pedro. Para mí serás siempre como el hijo que no tuve y así te llevaré en mi recuerdo. Ahora vamos a dormir la siesta para estar bien despejados. Tenemos que aprovechar la noche para avanzar.
Tres noches les llevó atravesar la Mancha hasta que pudieron poner los pies en Sierra Morena. Fueron tres días de angustia en los que tuvieron que recurrir a todo tipo de artimañas para no delatarse. No siempre la extensa llanura de la Mancha ofrecía un lugar idóneo donde ocultarse. Un día tuvieron que hacerlo en un viejo molino abandonado, donde estuvieron a punto de ser descubiertos por un pastor de ovejas. Suerte que las que se dirigían hacia el molino se espantaron y obligaron a todo el rebaño a cambiar de dirección.
Llegaron a Despeñaperros al amanecer del cuarto día de su salida de las Lagunas de Ruidera. Se ocultaron en un bosque que había a una media legua del camino real. Aprovecharon para descansar del largo viaje y dormir unas horas antes de reemprender la marcha. A media mañana Ismael Ricote se despertó sobresaltado a causa del resoplido que su caballo produjo al lado de su cara. Se había acercado a él para mordisquear unas hierbas en las que había apoyado su cabeza a modo de almohada.
Pedro, despierta.
¿Qué pasa? ¿Nos han descubierto?
No, pero tenemos que seguir adelante. Por aquí no podemos caminar de noche, pues podríamos despeñarnos en cualquier precipicio. Tenemos que hacerlo de día y siempre alejados del camino real y de las vías más frecuentadas. Debemos atravesar Sierra Morena en dirección suroeste. No deberíamos abandonarla hasta cerca de Córdoba. Una vez allí, descenderemos casi verticalmente hasta Gibraltar. Ése es nuestro punto de destino. Mira, aquí tengo un mapa por el que nos guiaremos.
Ricote le mostró a Pedro el mapa que le servía de guía. Luego lo volvió a guardar en una bolsa que puso a buen recaudo.
En marcha. Tenemos que avanzar todo lo que podamos mientras nos lo permita la luz del día.
Pero ¡si esto es peor que un camino de cabras! Por aquí se van a despeñar las caballerías y nosotros con ellas.
Deja de quejarte y avanza. Ah, y no te preocupes por las caballerías, que saben mejor que tú dónde pisan. Lo único que debes hacer es desmontar y llevarlas por el ramal.
Como tú digas, Ismael. Vete tú delante y yo te seguiré aunque sea hasta el fin del mundo.
Aquella tarde aún les dio tiempo para recorrer alrededor de un par de leguas entre vericuetos y escarpados senderos. Al anochecer decidieron acampar en un bosquecillo de pinos, al abrigo de un roquedal que allí había. Después de asegurar bien las caballerías, se sentaron en la suave hierba para dar buena cuenta del queso y los embutidos que portaban. Entre bocado y bocado no dejaban de visitar las botas bien surtidas de tinto de la Mancha, especialmente Ricote, que a veces se quedaba con los brazos empinados y los ojos clavados en las primeras estrellas de la noche sin acordarse de volver a mirar al suelo de tanto gusto como recibía.
Una cosa te quiero confesar, Pedro, y es que, cuando abandone definitivamente España, echaré muy en falta este néctar tan sabroso de la Mancha. He probado vinos de otras tierras y por esos mundos de Dios los hay tan buenos o mejores que éste, como puede ser en Francia e Italia. Pero allí donde me he asentado, en Baviera, allí no hay estos caldos tan sabrosos, que tanto alegran nuestro corazón y endulzan nuestras penas.
Pues lo siento de veras, Ismael, pero en eso me parece que no te voy a poder ayudar. Deberías haberlo pensado mejor y haberte convertido al cristianismo. Así tú y tu familia no tendríais que haber huido de España y tal vez yo me hubiera podido casar con tu hija.
Lo sé, pero la fe es superior a nuestras fuerzas.
A lo lejos comenzó a oírse el son de una tonada. Parecía la voz de una mujer que se lamentaba de su desgracia. Los dos hombres prestaron atención por si podían entender algo de lo que la voz decía, pero era tanta la distancia que a ellos tan sólo llegaba una tonada ininteligible. Poco después enmudeció la voz y retornó el silencio.
Esto me recuerda ese libro que anda por ahí de boca en boca sobre unos paisanos nuestros.
¿A qué libro te refieres, Pedro?
A uno que trata de un caballero andante medio loco y su escudero, que no está tan loco como él pero que no le va a la zaga.
No sé a quiénes te refieres.
Sí, hombre. ¿Recuerdas a aquel hidalgo pobretón de nuestro lugar, que le dicen Quijada, o Quesada(5)?
—No me suena.
Claro, porque él apenas salía de casa. Dicen que se pasaba los días y las noches leyendo novelas de caballerías. Por eso se volvió medio loco. Seguro que al ama, si la vieras, sí que la reconocerías.
—Tal vez, pero en este momento no puedo saber de quién se trata. ¿Y quién más sale en ese libro?
El escudero es Sancho Panza.
¿Cómo dices?
Sancho Panza.
Pero si a éste me lo encontré yo cerca de Zaragoza cuando venía para acá. Le propuse el puesto que te he dado a ti y no lo quiso aceptar, eso a pesar de saber yo que vive con gran necesidad. Ya me pareció a mí que no estaba muy bien de la cabeza aquel día cuando rechazó mi oferta y me habló del gobierno de una ínsula y no sé qué otras zarandajas. Así que ése es el otro personaje del libro. ¡Vaya, vaya!
—Bueno, no son ellos solos. Hay muchos más. De nuestro pueblo dicen que también salen el Cura y el Barbero y un Licenciado que estudió en Salamanca.
—A saber si no salimos nosotros también.
En la parte que hay publicada hasta ahora no, pero su autor ha prometido una segunda parte y quién sabe si no saldremos en ella, sobre todo tú, que dices que has tenido un encuentro con Sancho.
¡Hasta ahí podíamos llegar, que yo saliera en un libro! Pero a todo esto, ¿por qué dices que lo nuestro te recuerda ese libro?
Porque el tal hidalgo, que en el libro se llama Don Quijote, en su afán de búsqueda de aventuras y hazañas vino a dar con sus huesos a estos apartados riscos de Sierra Morena y aquí se pasó varios días haciendo penitencia por su señora Dulcinea del Toboso. Estando aquí oyó cantar por las noches a una pastora desdeñada.
¿Qué me dices? Ahora sí que creo que está rematadamente loco. Me gustaría leer ese libro.
No es fácil hacerse con él. Han hecho varias ediciones y todas ellas están agotadas. El éxito que ha tenido es tan grande, que dicen que acaban de publicar una segunda parte apócrifa, escrita, según parece, por alguno de los enemigos del autor para robarle la gloria que ha obtenido con la primera.
¿Y quién me has dicho que es su autor?
No te lo he dicho aún. Es Miguel de Cervantes Saavedra.
No lo había oído mencionar nunca. No debe de ser muy conocido.
Hasta ahora no, pero desde que publicó la primera parte del Quijote, su fama se ha extendido como la pólvora. Dicen que su libro se ha traducido ya a varias lenguas y los más audaces vaticinan que su éxito será mundial.
¡Vaya, vaya! Y yo sin saberlo. Tendré que hacerme con un ejemplar. ¿Y dices que es una novela de caballerías?
No exactamente. Se trata de una parodia de las novelas de caballerías. En realidad, viene a ridiculizar ese género tan en boga hasta nuestros días.
Pues tendré que leerlo, sobre todo cuando publiquen la segunda parte por ver si salgo en él.
Los dos celebraron la ocurrencia con una carcajada. Luego decidieron dar por terminada la conversación. El tiempo no se detenía y al día siguiente había que partir con las primeras luces. Se levantaron con el alba. Había que aprovechar al máximo la luz del día. Los escabrosos riscos y las empinadas pendientes hacían impracticable el camino en las horas nocturnas. Caminaron durante toda la mañana por caminos solitarios y tortuosos senderos con el fin de evitar toparse con cualquier persona viviente que pudiera delatarlos. Al mediodía no pudieron soslayar el encuentro con un pastor de ovejas, cuyo rebaño sesteaba a la sombra de un pinar donde se amodorraron para aliviar los rigores de aquellas horas centrales del día.
Ricote y su acompañante ataron las caballerías bajo la sombra de un monumental pino y comenzaron a extender sus viandas sobre el mantel de hierba que allí mismo había. El pastor, que los llevaba observando desde que los vio aparecer por el otro extremo del bosque, se acercó a ellos con cierta curiosidad. No era habitual ver gente por aquel lugar y menos aún con bestias de carga.
Hola, amigos. ¿Qué os trae por estos andurriales?
Nada en concreto —contestó Ricote—. Vamos hacia Córdoba y me parece que hemos extraviado el camino.
¡Y tan extraviado! Por aquí os costará más del doble de tiempo. Debisteis haber seguido el camino real que va más al sur.
Tienes razón, amigo, pero ahora ya estamos aquí, así que seguiremos a través de estos parajes. Vamos a comer algo, si te apetece puedes acompañarnos.
Os lo agradezco, pero acabo de comer ahora mismo.
Pues entonces puedes compartir la bota con nosotros.
Eso sí que lo haré de buen grado y también vosotros podéis compartir la mía.
El pastor se sentó al lado de Ismael y Pedro y no tardó en saborear el caldo de la Mancha.
¡Buen vino, vive Dios! ¿De dónde lo traéis?
De la Mancha —dijo Ricote.
No está mal, pero el mío es mejor. Podéis catarlo si queréis.
Ricote tomó en sus manos la bota del pastor, acercó la boca de ésta a la suya propia, empinó los brazos, puso la mirada en el azul del cielo que se divisaba a través de la copa de los pinos y durante un largo espacio de tiempo se olvidó de tornarla al suelo.
¡Buen cuerpo, sí señor! ¿De dónde es?
De Montilla.
El próximo que compre ya sé de dónde va a ser. Pero come un bocado con nosotros —le sugirió acercándole algunas de las viandas que habían sacado de las alforjas.
El pastor, por no desairarlos, tomó un poco de jamón y queso. Los dos viajeros aprovecharon para reponer las fuerzas que habían gastado durante el largo viaje de la mañana. Entre bocado y bocado hablaron de mil cosas relativas a aquellas montañas y a los habitantes que por allí moraban.
Anoche oímos cantar a una mujer por estos contornos —insinuó Pedro—. Su voz se oía muy lejana, pero daba la sensación que se trataba de una voz lastimera, como si saliera de la boca de una mujer enamorada. ¿No será alguna de esas mujeres desdeñadas que se convierten en pastoras y pasan la vida por entre las montañas para olvidar sus penas?
No lo creo —comentó el pastor— ni sé de ninguna mujer enamorada que se haya echado al monte, al menos por estas montañas que conozco muy bien desde hace más de cuarenta años. Nunca he oído hablar de esas pastoras a las que te refieres y que no deben de existir más que en alguna mente calenturienta. La vida de pastor es muy dura y no la suele tomar ninguna mujer desdeñada. La voz que oísteis anoche es de una pobre infeliz que no está en sus cabales y que muchos atardeceres sale a caminar por el bosque para dar rienda suelta a su locura. Cuando comienza a oscurecer, suele cantar alguna canción que aprendió de muy niña. La infeliz nunca ha tenido nadie que la enamore ni nadie ha parado atención en ella si no es para compadecerla.
Así, ¿no crees que haya pastores enamorados que se retiran a las montañas para llorar y enterrar allí sus penas?
No sé de dónde habrás sacado esa idea, joven, pero ya te he dicho que la vida de pastor no tiene nada de bucólico. Hay que bregar todo el día detrás del ganado por entre estas montañas, conduciéndolo a los mejores pastos y protegiéndolo de las alimañas. Cuando llega la noche, no tienes ganas más que de descansar. No todo el mundo se siente atraído por ella y desde luego los que lo hacemos no es porque nos sintamos desdeñados por nadie, sino por necesidad.
La breve colación de nuestros amigos tocaba a su fin. Antes de retirar el imaginario mantel de la no menos imaginaria mesa, decidieron hacer una última visita a sus botas. No querían despedirse sin antes trasegar parte del aterciopelado néctar del vientre de sus odres al suyo propio. Especialmente se regodearon en ello Ricote y el pastor, que ambos a una parecían haberse puesto de acuerdo a ver quién de los dos aguantaba más tiempo con los codos empinados y la vista en lo alto del cielo, moviendo acompasadamente de un lado a otro sus cabezas.
Bueno, amigo, nosotros vamos a seguir nuestro viaje —dijo Ricote después de haber guardado su bota en las alforjas—. Tenemos muchas leguas aún por delante.
Yo también tengo que ponerme en marcha —comentó el pastor—. Las ovejas ya comienzan a removerse. No puedo entretenerme más. Una cosa sí quería deciros antes de separarnos y es que vayáis por aquí más hacia el sur en dirección al camino real, aunque no lleguéis a él. Por este lado las montañas son más suaves con cumbres más redondeadas y el suelo cubierto por un manto de hierba. Se os hará más fácil el camino que si seguís de frente. Ya veo que vais huyendo, aunque no se me alcanza el motivo ni quiero saberlo. Allá cada cual con sus problemas.
—Gracias, amigo —Ismael le tendió la mano—. Te estaremos eternamente agradecidos.
Por mí podéis ir tranquilos. No pienso decir nada a nadie. Pero id con mucho cuidado, que no todo el mundo es de fiar.
Gracias de nuevo, amigo.
Los tres se despidieron con sendos apretones de manos, luego cada cual siguió su camino. Ismael y Pedro giraron un poco hacia el mediodía, tal como les había indicado el pastor. Pronto descubrieron que éste tenía razón. Las agrestes montañas dejaron paso a suaves lomas y redondeadas colinas cubiertas por un verde manto de hierba, que hacía mucho más fácil la marcha de las caballerías. Unas leguas más adelante las montañas desaparecieron por completo, dejando al descubierto un paraje de suaves ondulaciones que parecían no tener fin.
Es mejor que nos refugiemos otra vez entre las lomas y colinas. Aquí somos un blanco visible desde muy lejos.
Tienes razón, Pedro. Vamos a rodear esa colina por su cara norte antes de que nos descubran los habitantes de aquel cortijo que se ve allá a lo lejos.
Detrás de la colina vadearon un pequeño riachuelo que por allí discurría, donde saciaron su sed tanto ellos como las caballerías. A continuación ascendieron una suave loma desde cuya cumbre podían divisar el paraje que los rodeaba. A su izquierda se extendía la campiña en la que pastaban un gran número de corzos y ciervos. A su derecha se hallaban las montañas exuberantes de vegetación y arboleda. Los dos hombres decidieron internarse de nuevo en ellas donde se sentían más seguros. El anochecer los sorprendió en medio de un bosque de robles y encinas. Buscaron un pequeño claro en el que se acomodaron para pasar la noche, mientras los caballos y las mulas pastaban a sus anchas la suave hierba que en él crecía.
Con el alba reanudaron su marcha. A media mañana llegaron a la margen izquierda del río Jándula. Determinaron seguir su curso ora por una orilla, ora por la otra, mientras éste se lo permitiera. Cuando el río giró hacia el sur, lo abandonaron para continuar rumbo suroeste. Las montañas seguían ofreciéndoles protección y la suave alfombra verde hacía más llevadero el paso de las caballerías. Desde las altas cumbres se divisaba una sucesión interminable de montañas y valles, algunos de ellos surcados por ríos que avenaban sus riberas. En lontananza la línea del horizonte se perdía entre altas montañas. La exuberante vegetación era todo un placer para la vista. Aquí y allá aparecía un corzo, un venado, un conejo, una libre o cualquier otro animalejo que, asustado ante la presencia de los viajeros, desaparecía velozmente entre la espesura.
Súbitamente nuestros amigos detuvieron su marcha. No muy lejos de ellos avanzaba lentamente una gran muchedumbre acompañada de carretas bellamente engalanadas. Transitaban por un camino carretero que ascendía por la ladera de la montaña.
Detente, Pedro. Mira qué cantidad de gente sube por aquel camino.
El joven se detuvo mientras observaba el enorme gentío que ascendía ya a media montaña.
Debe de tratarse de una romería, Ismael, por las trazas que llevan.
Vamos a ocultarnos detrás de estos rebollos hasta que se alejen. Es mejor que no nos vean.
No creo que esa buena gente tenga intenciones de hacernos nada, pero es mejor que sigamos tu consejo, por si acaso.
Puede que no nos quieran hacer nada, pero yo no me fío ni de mi sombra. Es mejor prevenir que curar.
En eso tienes razón, Ismael. Es mejor ser precavidos. De todas maneras, toda esa gente que ves ahí abajo en estos momentos va más preocupada por la devoción que por lo que tienen a su alrededor. Seguramente por aquí cerca habrá alguna ermita o santuario dedicado a la Virgen o a algún santo patrón al que irán a rendir culto.
No me fiaría yo tanto de la gente devota. Precisamente esa devoción es una de las causas por las que han expulsado a los de mi raza. Prefiero pasar desapercibido a que me vean.
Los dos hombres y las cabalgaduras se habían apostado detrás de unos rebollos y varias encinas que los ocultaban a la vista de los romeros. Éstos pasaron a unos cien metros de distancia de donde ellos estaban ocupados en sus cantos y rezos.
Tus correligionarios no realizan este tipo de actos, ¿no?
No me consta que lo hagan. Se limitan a rezar en las mezquitas y practicar el ayuno en el ramadán. Eso sí, Mahoma ordenó que todos los musulmanes deberíamos peregrinar al menos una vez en la vida a la Meca. Es uno de los deberes sagrados que nos impuso el Profeta.
Pues ya ves, nosotros, en vez de peregrinar a Roma o Santiago, que muchos lo hacen, hacemos romerías. Es una práctica muy extendida por toda España, especialmente por las zonas rurales tan proclives a los milagros y tan entusiastas de mitos y leyendas.
Mira, Pedro, parece que ésos ya son los últimos. Vamos a continuar nuestro viaje lejos de ese camino. No quiero ninguna sorpresa.
Anduvieron todo el día sin detenerse más que un momento al mediodía para tomar un bocado con el que recuperar parte de las energías perdidas. Al atardecer llegaron a una vieja casa, semiderruida, en la que decidieron pasar la noche. Allí si acaso tan sólo serían molestados por alguna alimaña. Antes de que desaparecieran las últimas luces del día, Ismael extendió el mapa sobre el suelo para estudiarlo. Después de llevar a cabo una serie de observaciones y comprobaciones, creyó que había llegado el momento de tomar un nuevo rumbo. A partir de aquel momento deberían girar hacia el sur para ir al encuentro de la costa.
¡Qué! ¿Nos hemos perdido de nuevo?
Bueno, perdidos me parece que andamos desde el día que nos aventuramos por entre todas estas montañas. Los caminos y senderos que encontramos no nos llevan a ninguna parte y las más de las veces caminamos campo a través. Eso no es lo que me preocupa. Lo que me preocupa es que, si seguimos la dirección que llevamos, nos desviaremos demasiado hacia el poniente y eso nos obligará a andar muchas más leguas de las deseadas. Por eso, a partir de este punto vamos a caminar hacia el sur.
Como ya te he dicho en alguna otra ocasión, tú mandas, Ismael. Yo te seguiré hasta el fin del mundo si es necesario. La recompensa lo merece.
No te falta razón. En el escondite de Ruidera queda casi otro tanto como lo que llevamos aquí. Con eso podrás vivir desahogadamente el resto de tus días.
Lo sé, Ricote. Por eso me he ofrecido a acompañarte hasta donde quieras. Lo único que siento es haber perdido a tu hija. La hubiera cambiado por todo el oro del mundo, pero ella prefirió a otro.
No le des más vueltas al tema, Pedro, que sólo servirá para hacerte más daño. Y volviendo a nuestra ruta, mira, he trazado un itinerario en el mapa que nos servirá de guía. Nuestro próximo destino será Lucena. Desde allí nos dirigiremos a Antequera. Una vez en esta población, en vez de ir a Málaga, que sería lo más normal, nos desviaremos hacia Ronda, pues encuentro que esa ruta nos permitirá pasar más desapercibidos. Si logramos llegar a Ronda, a través de sus serranías y el resto de cadenas montañosas que por allí hay llegaremos hasta Tarifa, punto en el que quiero embarcarme. ¿Ves cómo salen reflejadas todas esas montañas en el mapa?
Ismael mostró el mapa a Pedro para indicarle la ruta y los accidentes montañosos.
Tienes razón.
Lo que me preocupa es cómo atravesar toda la zona que hay desde Montoro hasta Antequera, donde apenas se ve rastro de montañas. Tendremos que volver a ocultarnos de día y caminar de noche para evitar encuentros no deseados.
Haremos lo que más convenga, Ismael.
Pues ahora vamos a comer algo y a descansar. Mañana haremos la última jornada de día hasta que dejemos atrás todas las llanuras que tenemos por delante.
Una semana tardaron en cruzar las extensas llanuras y parameras que separan a Montoro de Antequera. El día lo dedicaban a dormir escondidos donde les deparaba el azar. Durante la noche caminaban por donde los caballos los querían llevar, siempre con la estrella polar a sus espaldas. Al llegar a Antequera tomaron rumbo otra vez hacia el suroeste. A partir de aquí el paisaje les permitió viajar de nuevo a la luz del día, protegidos por las agrestes montañas y la abundante vegetación. Una semana más tarde llegaban a dar vista a la ciudad de Ronda, pero Ismael prefirió desviarse antes de llegar a ella para internarse en su serranía. Se dirigieron hacia Montejaque y se internaron entre sus montañas. Desde ese lugar la dirección ya sería hacia el sur hasta el término de su viaje con alguna pequeña inclinación hacia el suroeste en contadas ocasiones.
¿Ves lo que yo veo, Pedro?
Me temo que sí.
Pues no perdamos el tiempo y vamos a refugiarnos entre aquellos roquedales.
¿Quiénes pueden ser esos jinetes?
O mis ojos ven visiones, o ésos que cabalgan a galope tendido son bandoleros que van a hacer una de las suyas. Esperemos que pasen de largo y no se percaten de nuestra presencia. Hostiga a esas bestias y date prisa, que se nos van a echar encima.
Entre las rocas había una especie de cueva oculta por algunos arbustos y maleza. Ismael y Pedro llegaron a ella justo a tiempo de esconderse antes de que los descubrieran. Alrededor de una docena de forajidos pasaron cerca de ellos con gran estruendo y griterío.
¡Qué poco ha faltado para que nos descubran!
¡Y tan poco! A partir de ahora debemos ir con los ojos bien abiertos. Me consta que por estas montañas abundan los salteadores de caminos.
Pues podías haber elegido otra ruta, Ismael, si tanto peligro hay por aquí. Aún estamos a tiempo de rectificar.
Claro que sí, pero no lo haremos. Evitaremos las pistas más transitadas y los caminos carreteros, que son los que frecuentan los bandidos. Así podremos esquivarlos.
Dios te oiga, Ismael, porque yo no las tengo todas conmigo.
Y Alá nos proteja, Pedro. Mira, vamos a seguir por entre todas esas montañas que se ven ahí delante. Por ahí no es fácil que nos descubran, pues no parece una zona muy transitada. Piensa que a los bandoleros les interesan los lugares que frecuenta la gente y no los parajes inhóspitos. El bandolerismo es una forma de vida que eligen aquellos que quieren vivir al margen de la ley. Tiene siglos de existencia sobre todo entre estas montañas, en donde encuentran fácil refugio para evadirse de la autoridad y huir de la ley. Lo practican hombres sin escrúpulos ni conciencia que matan por cuatro ochavos. Nuestra vida para ellos vale menos que un maravedí.
No quiero ni pensar qué harían con nosotros si nos descubrieran.
Ni yo tampoco. Por eso a partir de ahora tenemos que viajar expectantes y con ojo avizor. No debemos bajar la guardia ni un solo momento y debemos elegir bien nuestra ruta.
En días sucesivos avanzaron siempre por valles escondidos y lugares escarpados, más propios de cérvidos y cabras monteses que de personas y caballerías. Por aquellos vericuetos no se descubría ni un alma ni había rastro de forajidos. Así pudieron llegar a las inmediaciones de Jimena de la Frontera, población que dejaron a su izquierda para internarse en los alcornocales que tanto abundan por aquella zona. De esta manera, entre bosques de alcornoques y de pinos, entre montañas y valles, entre vegas y dehesas, entre barrancos y precipicios pudieron llegar al fin, sorteando toda serie de peligros, a la altura de Tarifa, punto final de su recorrido.
Por fin, hemos llegado a Tarifa, Pedro. Lo hemos conseguido. Ahora sólo me falta convencer a un barquero para que me lleve a la otra orilla. Una vez allí, creo que ya estaré a salvo.
¿Tú crees, Ismael? De todas maneras, ¿no hubiera sido más fácil ir a las costas de Granada o Málaga que quedan más cerca?
No, Pedro. Allí el mar es muy amplio y no hubiera encontrado ningún barquero que se atreviera a cruzarlo. Aquí es la parte más estrecha y eso es una baza que juega a mi favor. No tardaré en convencer a alguien para que me traslade a la otra orilla por unos escudos.
Pero allí podías haberte embarcado en alguno de los bajeles que hacen la ruta entre España y el norte de África.
Eso es lo que trato de evitar, Pedro. ¿Cómo podía haber pasado entonces mi tesoro sin ser descubierto?
Tienes razón, Ismael. No había pensado en ello.
Ricote dejó a Pedro al cuidado del tesoro y de las caballerías mientras él se fue en busca de algún medio para cruzar el estrecho. Recorrió el pequeño embarcadero hablando con los pescadores y con todo aquél que daba muestras de ser propietario de una embarcación. Tanteó a unos y otros, pero nadie le inspiró confianza. Era muy arriesgado confiar el traslado de tantas joyas y dinero a un desconocido, que lo podía traicionar a la primera de cambio. Podía ofrecerle más dinero a Pedro para que lo acompañara hasta las costas de África, pero estaba seguro que no iba a aceptar. Ya había arriesgado bastante hasta allí como para aceptar un nuevo peligro. De todas maneras, nada perdía con proponérselo, así que regresó a donde lo había dejado.
¿Ya has contratado a alguien?
No, Pedro. No he encontrado a nadie que me inspire confianza. He pensado que podías acompañarme tú hasta el otro lado del estrecho, así entre los dos nos sería más fácil reducir cualquier intento de ataque por parte del barquero. ¿Qué te parece?
Mira, Ismael, ya he cruzado este mar dos veces y no pienso volver a hacerlo una vez más si no es por un motivo que merezca la pena. Es demasiado peligroso y no quiero arriesgar de nuevo mi vida.
Te daré la mitad del dinero que llevo y alguna de las joyas más valiosas.
No se trata de dinero ni de joyas, Ismael. Con lo que queda escondido en Ruidera tengo suficiente para vivir.
Entonces, ¿de qué se trata?
Se trataría de recuperar a tu hija para mí y eso me parece que es una tarea imposible, a no ser que tú consigas quitársela a su actual marido.
Ya te he dicho, Pedro, que eso no nos lo permite ni nuestra religión ni nuestras costumbres. Mi hija desde que se casó ya no me pertenece. Ahora es de su marido. Si intentara quitársela, caería sobre mí todo el peso de la ley islámica y ésa no se anda con contemplaciones.
¿Qué te podría pasar?
Sencillamente me costaría la vida. El marido y su familia me perseguirían hasta el fin del mundo y no se detendrían hasta haberme dado muerte. Lo siento, Pedro, pero en eso no te puedo complacer. Pídeme, si quieres, la mitad de lo que llevamos aquí. Te regalo todo lo que carga tu mula. Pero no me pidas imposibles, porque no te los puedo conceder.
Pues entonces no hay nada más que hablar. Yo de aquí no paso.
Bien, tendré que ingeniarme el medio de hacerlo yo solo. Voy de nuevo hasta el muelle a ver si lo resuelvo.
Justo al lado del pequeño puerto había una casa con barcas. Ricote no había reparado en ella la vez anterior, porque iba con la idea fija de contratar a alguien. Se acercó a la tienda mientras recapacitaba. Podía comprar una barca y aventurarse él solo a través del estrecho. Era arriesgado, pero era más seguro que confiar en un desconocido que en medio del trayecto podía asestarle una puñalada y arrojarlo al fondo del mar. ¿Cómo no lo había pensado antes? Compraría una barca y se echaría a la mar en medio de la oscuridad de la noche cuando nadie lo viera. No sabía nada de bogar, pero con un par de remos y una vela podría alcanzar la otra orilla por sus propios medios.
Ismael se alegró por haber encontrado la solución y se preparó para partir aquella misma noche. Después de haber adquirido la barca, regresó a buscar a Pedro, que lo aguardaba con cierto desasosiego e impaciencia. Por un instante creyó que lo habían descubierto y que lo desvalijarían de todo cuanto llevaba, pero no fue más que una falsa alarma. A pesar de ello no se quedó tranquilo hasta que vio aparecer a su amigo. Pasaron juntos las últimas horas esperando que llegara la oscuridad de la noche para cargar el tesoro en la barca. Cuando por fin lo consiguieron, se estrecharon entre sus brazos fuertemente antes de partir cada uno para su destino.
Te deseo suerte, Ismael.
Lo mismo digo, Pedro. Vende las mulas y mi caballo y regresa a casa de tus padres lo antes posible. No puedo concederte la mano de mi hija por ser propiedad ya de otro hombre, pero te recompenso con la parte del tesoro que ha quedado en la cueva. Con eso y con lo que poseen tus padres podrás pasar una buena vida. Ahora vete con mi bendición y con la de Alá.
Gracias, Ismael. Ha sido un placer haberte podido ayudar. Te deseo una favorable travesía del estrecho y un feliz reencuentro con tu familia. ¡Que Dios te bendiga!
Pedro permaneció largo espacio de tiempo contemplando la superficie del mar por donde había desaparecido Ismael con su barca. Era como si lo siguiera viendo con los ojos de su imaginación. Durante unos momentos pudo ver cómo accionaba torpemente los remos. Luego la oscuridad de la noche lo devoró. Era posible que nunca más se volvieran a ver. El joven sentía un nuevo vacío en su corazón. Había llegado a apreciar al hombre que estuvo a punto de ser su suegro. Ahora, con su partida, sentía que había perdido algo. Aquel hombre se había convertido casi en su segundo padre, sobre todo a lo largo de aquellas últimas semanas que habían pasado juntos, en las que habían vivido aventuras de todo tipo. Lo echaría en falta.
Haría más de una hora que Ismael Ricote había desaparecido en las aguas del estrecho, cuando Pedro Gregorio decidió abandonar la orilla del mar. Con paso lento y las caballerías por los ronzales se fue alejando poco a poco de aquel lugar. Debía descansar unas horas. A la mañana siguiente vendería las mulas y el caballo sobrante para regresar presto a su hogar. Una etapa de su vida estaba a punto de finalizar en aquel instante.


© Julio Noel 

(5) Ibíd. pág. 198.

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