lunes, 1 de abril de 2019

Capítulo 7 de La familia de Ismael Ricote



                                                                   7



Luego de haber dado buena cuenta al ágape que les había servido la hija de los mesoneros y de haber trasegado a sus estómagos algunos vasos del tinto de la zona, Ricote tornó a rogar a su invitado que le contara los pormenores de la huida de su familia. Hacía tiempo que deseaba conocer de primera mano todas las andanzas por las que habían tenido que pasar y el lugar exacto donde se hallaban en la actualidad. Pedro Gregorio apuró el contenido de su vaso, como si quisiera aclarar su voz, antes de dar comienzo a su narración.
Tu hija salió del pueblo radiante y hermosa como una diosa del Olimpo. Lucía sus mejores joyas y galas. Se iba despidiendo de todas sus amigas y de todos cuantos a ella se acercaban. Las lágrimas corrían a raudales entre todas aquellas gentes, que no cesaban de pedir a gritos que no se marchara. Nadie entendía por qué tenía que hacerlo, pues lo mismo ella que tu mujer siempre dieron muestras de ser buenas cristianas.
¿Es cierto que rogaba a todo el mundo que la encomendasen a la Virgen María?
Así es. Y al hacerlo a más de uno le saltaron las lágrimas y estoy seguro que alguno de ellos la hubiera escondido en su casa si no hubiera temido las represalias por hacerlo. Yo mismo lo hubiera hecho y así se lo propuse la víspera de su marcha, pero ella no quiso aceptar. Me dijo que tenía que seguir a su familia adonde ésta fuera. No entiendo por qué, pues aquí tenía su casa y su negocio con el que podía haber vivido tan ricamente toda su vida y, además, me tenía a mí, que lo hubiera dado todo por estar con ella para siempre jamás.
Supongo que todo debió de ser obra de mi cuñado, que, a pesar de sus apariencias de cristiano, es un islamista convencido.
No hace falta que me lo asegures. Lo he podido comprobar por mí mismo, como lo podrás colegir a lo largo de mi relato. Como digo, tu hija abandonó el pueblo entre llantos y lágrimas y yo, que no podía vivir sin ella, seguí sus pasos a cierta distancia. La caravana de carretas y acémilas que transportaba parte de sus enseres avanzaba muy despacio por las llanuras manchegas. No creo que alcanzáramos a recorrer más de cuatro leguas por día, que luego, en las montañas de Sierra Morena, aún fueron menos. Yo trataba de no dejarme ver, pues temía la reacción de tu cuñado si llegaba a percatarse de mi presencia. Esto me obligaba a seguirlos desde muy lejos y a dar grandes rodeos con mi cabalgadura para que no me descubrieran. Los días me parecían interminables, pues en muchas ocasiones tenía que permanecer oculto durante horas en un pequeño matorral o en algún bosquecillo, hasta que la caravana no era más que un pequeño borrón para mí en la lejanía. Cuando se internaron en Sierra Morena, me pude aproximar un poco más a ellos amparado por la abundante vegetación y riscos que por allí hay. Una noche me arriesgué a acercarme a la tienda de tu hija, para que su hermosura iluminara mi oscuridad como la luna llena. Permanecimos juntos un instante eterno que yo deseé no tuviera fin, pero ella me obligó a retirarme inmediatamente so pena de ser descubiertos por su tío, en cuyo caso ninguno de los dos hubiera salido bien parado. Transcurrieron muchas jornadas antes de abandonar aquellos precipicios y desfiladeros para darnos paso a la extensa planicie que conduce hasta Bailén. De nuevo tuve que alejarme de la caravana para no ser descubierto, aunque la mayor abundancia de vegetación me permitía seguir más de cerca a la niña de mis ojos. En Jaén se detuvieron un día para descansar y hacer acopio de provisiones. Desde esta ciudad se trasladaron a Granada y desde allí a Málaga. En total les costó aún más de quince días llegar al punto de destino, que no era otro que el puerto de Málaga.
»En Málaga tu cuñado Juan Tiopieyo estuvo negociando con las guardas de costas varios días para que le permitieran sacar del país todas las pertenencias que llevaban consigo. Los acuerdos y arreglos que llevó a cabo con las autoridades portuarias fueron muchos, pero al final todo fue en vano. El máximo responsable de la aduana le quitó de la cabeza cualquier intento de soborno y le hizo saber que sólo se llevaría lo que pudiera portear en mano cada miembro de la familia. En cuanto a joyas, sólo podrían sacar del país las que se consideran de uso normal y cien ducados por persona en metálico. Para ese final no era menester que hubieran acarreado tantos bienes como portaron y que tanto les obligó a demorar su viaje.
»Ante aquellas condiciones tan estrictas, a Juana se le ocurrió descubrir a su tío mi presencia allí. Le sugirió que yo me podía unir al grupo y así podían pasar a las costas africanas un cupo más. A tu cuñado no le pareció mala la idea, máxime cuando yo solo podía transportar tanto equipaje como tu mujer y tu hija juntas.
»Llegado el día fijado para el embarque, tu cuñado y yo portábamos cada uno un fardo enorme atado a la espalda y dos más en cada mano, en tanto que tu mujer y tu hija portaban uno en cada mano y otro más pequeño sobre la cabeza. Al llegar al barco y deshacernos de nuestra carga, Juan me estrechó la mano y me dio las gracias por haber conseguido pasar cinco fardos que ya daba por perdidos. El buque partió con destino a Melilla, aunque antes hizo una escala en Alhucemas, lugar donde desembarcamos nosotros.
»Alhucemas es un lugar pequeñito donde todos sus habitantes nos recibieron con gran recelo y nos miraban de reojo. Nadie se dignó ofrecernos su casa ni siquiera un establo donde refugiarnos, antes al contrario, todo el mundo evitaba nuestro encuentro y cerraba a cal y canto las puertas de sus humildes moradas, mientras observaban nuestro paso a través de sus celosías. En vista de tal hostilidad, Juan decidió dejar atrás el pequeño poblado para dirigir nuestros pasos hacia la gran cordillera que se yergue por el sur. Tras dos largos y agotadores días de arrastrar nuestro equipaje por aquellos descampados, tu cuñado pudo mercar dos pollinos que nos ayudaron a portear parte de nuestra carga. Así anduvimos durante más de una semana medio perdidos por entre las agrestes montañas del Rif, hambrientos las más de las veces y cansados de acarrear todavía una buena parte de la carga, hasta que un buen día pudimos hacernos con una mula que nos liberó de nuestro oneroso trabajo. Gracias a ella y a los dos borriquillos pudimos dejar atrás la cordillera del Rif y llegar finalmente a la ciudad de Fez.
»Nuestra entrada en Fez no tuvo nada de triunfal. Aunque no fuimos tan mal recibidos como en Alhucemas, tampoco se nos abrieron fácilmente las puertas. Después de varios intentos infructuosos, alguien nos permitió pasar al patio de su casa. Era un individuo entrado ya en los cuarenta. Hablaba un castellano todavía muy correcto con el que pudimos entendernos perfectamente. No tardó en decirnos que era descendiente de unos moriscos expulsados de España durante la conquista de Granada. Habían llegado a Fez donde se habían establecido y fijado su residencia. En aquella ciudad tenía más de dos docenas de parientes. Los comienzos de sus antepasados allí habían sido difíciles y dolorosos. La mayor parte de sus habitantes les habían cerrado las puertas y dado la espalda, como acababan de hacer con nosotros. A pesar de que eran de su misma raza y religión, no eran bien recibidos en aquella tierra. En los primeros momentos fueron considerados como unos intrusos. Poco a poco, con paciencia y tesón, se fueron ganando algunos amigos que con el tiempo terminaron por abrirles los brazos y las puertas.
»Fâdel Shafîq, que ése era el nombre de nuestro anfitrión, nos invitó a pasar al interior de su casa, donde nos agasajó con suculentos platos y nos brindó hospedaje hasta que halláramos un lugar donde albergarnos. Mientras saciábamos nuestro apetito, continuó relatándonos las dificultades por las que habían tenido que pasar sus antepasados antes de poder establecerse en aquella ciudad. Él tenía la suerte de pertenecer a la sexta generación y de haber heredado una gran fortuna que le permitía vivir desahogadamente. Cuando nos sirvieron el té, quiso conocer nuestra vida y las circunstancias que nos habían llevado hasta allí, aunque ya sabía que era como consecuencia del decreto de expulsión de los moriscos de España. Tu cuñado le contó toda vuestra vida y lo puso al corriente de los pormenores de la huida con todo tipo de detalle. Aquél fue el fin de mi dicha y el principio de mi desgracia.
»Fâdel Shafîq tenía un hijo de poco más o menos la edad de tu hija. Desde el primer momento que conoció a Juana quedó prendado de su hermosura. Nada más había que ver cómo la miraba y cómo se desvivía por complacerla. Yo ardía en celos en mi interior. Cada vez que me cruzaba con él sentía ganas de estrangularlo, pero me detenía el amor que sentía por tu hija y el agradecimiento que debía a Fâdel por su hospitalidad. No podía asesinar al hijo de nuestro benefactor. Los días en aquella casa se me hacían aborrecibles. No podía soportar vivir bajo el mismo techo que mi rival. Por eso a los pocos días decidí abandonar la morada de nuestro anfitrión con una excusa que no convenció a nadie, pero que alegró a todo el mundo, en especial a tu cuñado, pues ya comenzaba a entrever la animadversión que me volvía a manifestar, sobre todo cuando advirtió el interés que el hijo de Fâdel mostraba por Juana.
»Yo sé que Juan Tiopieyo siempre se hizo pasar por un fingido converso, que nunca abandonó la práctica de vuestra religión y que cumplió siempre con los decretos del Corán. Jamás aceptó mis relaciones con tu hija por su intransigencia religiosa. Me admitió en su familia por su propio interés. Con mi ayuda logró pasar más pertenencias de las que le correspondían a Berbería y transportarlas hasta el lugar donde quería establecerse. Pero una vez allí yo ya no era más que un estorbo para él. Jamás había admitido en su fuero interno que Juana se casara conmigo. Antes la habría encerrado entre rejas que concederme su mano. Pero yo, iluso de mí, llegué a creer que me había aceptado en el seno de su familia, que algún día me casaría con tu hija. La venda que cubría mis ojos no me dejó ver que tu cuñado me utilizaba en beneficio propio.
»Tu propia mujer respiró más tranquila cuando se enteró de mi marcha. Si bien es cierto que nunca me mostró tanto odio ni rencor como su hermano, también lo es que jamás me abrió sus brazos y menos aún su corazón. El día que anuncié mi salida de aquella casa vi cómo brillaron sus ojos con un fulgor especial. Fue como si a través de ellos me dijera: «al fin nos dejas tranquilos».
»También observé cómo se relajaba el hijo de nuestro anfitrión. En cuanto hice pública mi decisión, su cara se descongestionó por completo. A partir de aquel momento su semblante se hizo más risueño y parecía que la alegría le rezumaba por todos los poros de su piel. Fue como si lo hubieran liberado de un enorme peso.
»La única que no dio muestras de alegrarse por mi partida fue tu hija. Su semblante no se inmutó al oír la noticia. Lo que me inquietó bastante más que si le hubiera afectado. No sabía cómo interpretar su indiferencia. Cuando pude hallar un pequeño resquicio para hablarle a solas, todavía llenó de más dudas y sombras mi corazón. Me confirmó que me amaba, pero que nuestro matrimonio jamás podría llevarse a cabo. Ella se debía a su familia y tenía que obedecerla hasta la muerte. Tendría que seguir a su madre y a su tío adonde quisieran llevarla sin oponer resistencia, pues así se lo mandaba su religión y su cultura. No se sentía con fuerzas suficientes para desobedecerlos y mucho menos para alejarse y romper con ellos. Así había sido siempre y así seguiría siendo.
»Comprendí que había llegado al punto final de mi locura de amor, aunque no por ello decidí en aquel momento renunciar a mi amada. Dejé la casa por no seguir encontrándome a cada instante con mi rival y me instalé en una mísera pensión situada en los barrios bajos de la ciudad, próxima a una curtiduría cuyo desagradable olor lo impregnaba todo. Te aseguro que las náuseas que me provocaba aquel olor tan desagradable me hicieron vomitar más de una vez. Procuraba pasar el día en los aledaños de la casa de Fâdel Shafîq para huir de aquel hedor tan desagradable y al mismo tiempo poder estar cerca de mi amor. Pero mi amada no se dejaba ver. En alguna ocasión me pareció observar su rostro detrás de las celosías de una de las ventanas de la casa, aunque bien pudo tratarse de una falsa ilusión. Jamás pude constatar de quién se trataba. Al que sí vi entrar y salir más de una vez de la casa fue a mi rival, cuyo encuentro evité siempre para no incurrir en una pelea con consecuencias tal vez dramáticas. Aunque hubiera resultado vencedor, nunca hubiera podido salir impune de la ciudad. Allí todo estaba en mi contra.
»Quince días más tarde que yo también dejaron la casa tu cuñado, tu mujer y tu hija. Juan Tiopieyo había encontrado por fin una casita que se avenía en todo a sus necesidades más inmediatas. A pesar de que en casa de Fâdel no les faltaba de nada, él quería tener su propia casa, su propio hogar. Lo comenzó a buscar desde el primer día que puso los pies en la ciudad, pero no era nada fácil encontrar en ella la morada que se ajustara a las necesidades de uno. Tu cuñado visitó muchas casas hasta dar con la que le satisfizo plenamente. Fue entonces cuando se trasladó allí con tu familia. Yo me alegré por no tener que encontrarme con mi rival, al menos con tanta frecuencia, y por albergar la esperanza de volver a ver a mi adorada. Aprovecharía las ausencias de tu cuñado y de tu mujer para encontrarme a solas con ella. Todo fue inútil. Jamás dejaron sola en casa a tu hija. En cambio, sí pude comprobar que mi rival tenía acceso a su morada siempre que lo deseaba. Aquello llenó aún más de celos y rencor mi corazón hasta el punto de hacerme perder la razón. Tu familia lo había preferido a él en vez de a mí.
»Una noche, después de que mi rival abandonara la casa de tu familia, lo seguí a cierta distancia por entre las callejuelas de Fez el-Bali hasta cortarle el paso en una esquina, donde sostuvimos una fuerte pelea dejándolo yo por muerto y de la que salí malherido. Corrí a curarme y a guarecerme en la pensión. En ella permanecí escondido hasta que se restañaron mis heridas. Durante mi convalecencia nadie preguntó por mí ni nadie fue a molestarme. Tampoco supe nada más de mi rival durante todo aquel tiempo. Cuando de nuevo pude salir a la calle, lo primero que hice fue acercarme a la casita de mi amada. Parecía que todo seguía con absoluta normalidad, como si nada hubiera ocurrido, lo que me desconcertaba por completo. Juraría que mi rival había perecido en nuestro encuentro. Nada más lejos de la verdad. Aún no llevaba media hora observando la casa, cuando lo vi salir de ella con más salud que antes de nuestra desafortunada pelea. Parece que el único malparado fui yo. Éstas son algunas de las jugarretas que nos puede gastar la vida.
»Con la ayuda de Fâdel Shafîq tu cuñado logró establecerse en la ciudad. Consiguió abrir una tiendecita no lejos del zoco después de superar una serie de obstáculos y dificultades. Los comienzos fueron difíciles, pero poco a poco comenzó a ganar clientela incrementando considerablemente sus ventas. Se le veía feliz. Su cara pasó de la amargura y la tristeza a la alegría y la jovialidad. Felicidad que aumentaba cada vez que veía a mi rival el hijo de Fâdel. Esto suscitaba en mí grandes recelos y gran pesar, pues sin duda algo tramaban entre los dos. El tiempo me vino a dar la razón. Aún no haría el año de nuestra llegada a Fez, cuando anunciaron los esponsales entre tu hija y mi rival. Intenté entrevistarme con tu hija antes del fatal acontecimiento. Intenté evitar el aciago desenlace. Todo en vano. Fuera de mí, me personé un día en la tienda de tu cuñado para tratar de detener lo que sin duda acabaría con mi vida. Juan Tiopieyo no sólo no aceptó escuchar mis razonamientos, sino que me amenazó con llevarme ante la justicia si no dejaba en paz a su sobrina y si me volvía a ver merodear por los alrededores de su casa. Me llamó perro cristiano y me conminó a abandonar la ciudad y toda Berbería. Llegó a hacerme cómplice de los perros cristianos que lo habían obligado a huir de su patria. Me vituperó y me humilló de tal modo, que me daba vergüenza que me vieran sus parroquianos. Al fin, cabizbajo y alicaído abandoné su tienda para perderme entre las callejuelas de la ciudad donde nadie me conociera. A partir de ese momento perdí toda esperanza de recuperar a mi amada.
»El día que se celebró el enlace matrimonial de tu hija creí perder la razón. Aquél fue el día más aciago de mi vida. Seguí la ceremonia desde lejos, desde donde nadie me pudiera ver. Cada paso que daban tu hija y su prometido era una espina que se clavaba en mi corazón. Cuando ambos se dieron el sí y se intercambiaron sus alianzas, creí perder el sentido. Al volver en mí me encontré totalmente solo. Todos los asistentes al acto habían desaparecido. Era como si todo hubiera sido una falsa ilusión de mi mente. Pero no, no era una ilusión. Era absolutamente cierto. Mi adorada se había desposado con otro y ya nunca jamás podría ser mía. En aquel instante creí enloquecer.
»Después de los desposorios, tu hija se fue a vivir con su marido a casa de los padres de éste. Yo volví a rondar durante algún tiempo la morada de Fâdel Shafîq tan sólo con la esperanza de ver alguna vez a mi amada. Pero todo fue en vano. Su marido la encerró en su casa a cal y canto y nunca más volvió a salir a la calle ella sola. Las pocas veces que salía, que solía ser para llevar a cabo la oración en la mezquita, lo hacía acompañada por la familia de su marido y embozada en el burka desde los pies a la cabeza. Desde el día de su boda nunca jamás pude volver a verle la cara ni conseguí cruzar una sola palabra más con ella. Era como si hubiera muerto para mí.
»Abatido por el dolor, exhausto de fuerzas físicas y morales, solo en una tierra extraña, carente de recursos, perdida toda esperanza, ¿qué podía hacer allí? Un buen día decidí partir de Fez para regresar a mi patria y reencontrarme con los míos. Con gran dolor de mi corazón dejé atrás la ciudad en la que quedaba enterrada parte de mi alma. Deambulé de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo sin rumbo fijo durante meses. Cuando ya me hallaba en las proximidades de Tetuán, me atacaron unos bandoleros y me quitaron lo poco de valor que aún llevaba encima. Hambriento, desharrapado, sin un ochavo encima, no me quedó más remedio que mendigar por las calles de Tetuán lo que las gentes de buen corazón me quisieran dar. En tal situación sufrí muchas vejaciones y desprecios por parte de los desalmados. Muchos musulmanes me vilipendiaban mientras me decían que fuera a pedir a mi tierra, pero aún era mayor el rencor que mostraban los descendientes de los moriscos expulsados durante la conquista de Granada. Tampoco me libré de la aversión y los ataques de otros mendigos que defendían su territorio con uñas y dientes.
»Casi había perdido toda esperanza de regresar a España, cuando un buen día me topé con unos marineros que, después de haberse mofado de mí, les inspiré lástima, principalmente al que parecía ir al mando de ellos. Me preguntó de dónde era y cuál era el motivo por el que me encontraba allí. Después de contarle a grandes rasgos mi historia y mi desgracia, se compadeció de mí y me admitió en el grupo en calidad de grumete. En aquel momento me pareció que se me abrían las puertas del cielo. Aquellos marineros me condujeron a su barco donde me dieron de comer y algunas ropas con las que cubrir mis desnudos miembros. El capitán del bajel, que era el que se había interesado especialmente por mí, era de origen francés, como la mayoría de los marineros. Su nombre era Jacques. Pronto descubrí que su barco no era un barco normal y que ellos tampoco eran marineros normales. Eran corsarios que se dedicaban al pillaje de todas las embarcaciones que se ponían a su alcance.
»Partimos de la costa de Tetuán rumbo a Orán. El capitán dio orden de desplegar la mitad de las velas del bajel. Bogábamos a unas diez millas por hora. No tardamos en perder de vista las costas de Tetuán. Llevaríamos recorridas unas ochenta millas, cuando el vigía advirtió la presencia de un barco a babor, que se dirigía desde la Península a algún puerto de la costa africana, probablemente a Melilla. Jacques el Terrible, como así era llamado el capitán de nuestro bajel por su ferocidad en los ataques, ordenó desplegar todas las velas para dar alcance y abordar a la nave avistada. Antes de que ésta pudiera darse a la fuga ya nos habíamos echado encima de ella. El capitán ordenó lanzar una salva para atemorizar a sus ocupantes, que apenas opusieron resistencia ante el ataque de los corsarios. Jacques y sus hombres se apoderaron de todo el dinero y objetos de valor que portaban tanto la tripulación como los pasajeros de la nave asaltada. Luego regresaron jubilosos a su bajel con el botín obtenido por procedimientos tan recriminables. Unas horas más tarde atracábamos en el puerto de Orán, donde se disponían a dar buena cuenta del botín conseguido. Durante una semana se emborracharon y recorrieron todos los prostíbulos de la ciudad. Cuando quedaron ahítos de vino y mujeres y sus bolsas vacías, decidieron echarse de nuevo a la mar para repetir sus fechorías.
»Así recorrimos los puertos de Argel, Túnez, Palermo, Nápoles, Cagliari, Palma de Mallorca e Ibiza. En todos ellos se repetía la misma historia. Asaltaban cuantas naves encontraban en el mar para luego derretir el botín obtenido en el puerto más cercano. Era una vida muy monótona y arriesgada al mismo tiempo. Yo tan sólo deseaba llegar a un puerto español para poder poner fin a aquella vida sin sentido y fuera de la ley. La suerte vino a llamar a mi puerta cuando desde Ibiza decidieron recorrer la costa española. El primer puerto en el que recalamos fue el de Gandía. No muy bien puse los pies en tierra, me perdí por sus calles y me oculté donde jamás pudieran dar conmigo aquellos bárbaros. Al llegar la noche, al amparo de la oscuridad, abandoné la ciudad y campo a través me alejé de ella cuanto me permitieron mis fuerzas. Cuando aparecieron las primeras luces del alba, me encontraba en un lugar completamente deshabitado sin saber qué rumbo tomar. Decidí seguir hacia poniente por saber que en esa dirección me acercaría a ésta nuestra tierra. Después de todo un día de fatigosa marcha llegué a las puertas de Játiva, donde decidí pasar la noche para reponer mis fuerzas que ya me abandonaban. En los días siguientes recorrí Mogente, Almansa, Chinchilla hasta recalar en Albacete. La esperanza de llegar pronto a mi casa ponía alas a mis pies. Tres días me ha costado venir desde Albacete aquí y en estos momentos me desvivo en deseos de llegar a casa de mis padres por ver el recibimiento que me dispensan después de tan larga ausencia. No merezco su perdón por haberlos abandonado durante todos estos años, pero el amor a tu hija me impelió a hacerlo. Ahora sólo me queda conocer su veredicto.
Seguro que tus padres te perdonarán, porque me imagino que ellos alguna vez también tuvieron que estar enamorados y saben que el amor nos obliga a hacer locuras. Por mi parte quedas exonerado de toda culpa, pues sé que tu amor por mi hija ha sido puro y casto. Tal vez si te hubieras casado con ella no te lo hubiera perdonado nunca, porque nuestra religión nos prohíbe mezclar nuestra sangre con la de otras religiones y culturas. Son contados los matrimonios mixtos entre moriscos y cristianos. El problema más grave que surge entre ellos es el de los hijos, porque cada uno de los cónyuges quiere educarlos según su religión. Son muy pocos los moriscos convertidos al cristianismo que se sientan verdaderamente cristianos. Todos sus actos ante la sociedad serán de auténticos cristianos, pero en lo más recóndito de su corazón jamás abandonarán el islamismo. Por eso los matrimonios mixtos están abocados al fracaso. Y no quisiera yo que mis futuros nietos, si me los hubierais dado, hubieran tenido que enfrentarse a esa dualidad. Mi conciencia se queda más tranquila así. Ahora sé que mis nietos, si los llego a tener, se educarán en la religión de sus antepasados.
Quizás tengas razón en todo eso, Ismael, pero tu hija no creo que sea feliz con el hombre con el que se ha desposado.
¿Por qué dices eso, Pedro?
Porque la vida que lleva como casada es completamente anodina. En realidad ya lo era desde que abandonó el pueblo, pero desde que se desposó es como si hubiera muerto para el mundo. Ahora apenas sale de casa y, cuando lo hace, es como si lo hiciera a través de rejas. Aquí hubiera sido libre y me imagino que mucho más feliz.
Tú mismo lo acabas de decir, Pedro. Te lo imaginas. Piensa que la mujer en nuestra religión se educa para ser esclava del hombre. Primero lo es de su padre o de sus hermanos. Luego lo es de su marido. La mujer en nuestra religión es propiedad del hombre y éste puede hacer con ella lo que quiera, entre otras cosas, ocultarla a la vista del resto de los hombres. Por eso se les impone el burka, para que así no suscite la lascivia de los demás hombres. La mujer es propiedad exclusiva del marido y sólo de él. Si una mujer deshonra a su marido, éste, junto con el resto de varones de su familia, tiene el derecho a lapidarla hasta la muerte. Ésa es nuestra ley. Y la mujer está educada para acatarla y se siente feliz acatándola.
Si tú lo dices así será, pero me resisto a creerlo. Una mujer que vive bajo un yugo tan rígido como ése no puede ser feliz. Tal vez se resigne y aparente serlo, porque no encuentra otra salida, pero me extraña que pueda ser feliz. En fin, ¡allá vosotros con vuestras creencias!
Se les había hecho tarde y ya casi era la hora de cenar. Ismael Ricote invitó a su huésped a pasar la noche en el mesón. Así tendría tiempo para exponerle sus planes. Don Pedro Gregorio aceptó de buen grado, pues ya era demasiado tarde para presentarse aquella noche en casa de sus padres.
Mira, Pedro, si me prometes que no se lo dirás a nadie, te haré confidente de un secreto.
Tú dirás.
Vuelvo a repetirte que me debes prometer guardarlo en absoluto secreto, pues en ello me va la vida.
Te lo prometo, Ismael. Mi boca será una tumba.
Así lo espero, pues, como te digo, de ello depende mi vida. Tal vez te estés preguntando por qué he regresado aquí y no te falta razón. Si todo lo que más quería hace tiempo que se marchó de este lugar, ¿qué hago yo en estas tierras en donde corro el riesgo de ser descubierto y no salir nunca más de ellas con vida?
La verdad que no me había parado a pensarlo.
Antes de marcharme del pueblo escondí la mayor parte de mi fortuna aquí, para venir a buscarla algún día cuando ya estuviera establecido en otras tierras. Y ese día ha llegado. Por eso he vuelto.
Entiendo.
Ricote, antes de continuar, pidió que les sirvieran allí mismo la cena. Después le expuso su plan a su invitado.
Me vendría bien la ayuda de alguien para trasladar todo ese tesoro hasta algún lugar de la costa desde el que poder embarcarme rumbo a África. Y ese alguien he pensado que puedes ser tú. Si me ayudas, te recompensaré con parte del tesoro. ¿Qué opinas?
No sé qué decirte. La oferta es tentadora, pero de momento no puedo aceptarla. Antes tengo que llegar a casa de mis padres. Una vez allí, no sé si podré abandonarlos de nuevo sin darles una explicación. Si lo hiciera, sería como traicionarlos por segunda vez y entonces estoy seguro que ya no me perdonarían jamás. Y decirles la verdad sería faltar a tu promesa.
Puedes contarles una mentira piadosa.
No se me ocurre ninguna.
Diles que te ha surgido un negocio muy importante que te puede reportar pingües beneficios y que necesitas llevarlo a cabo inmediatamente.
Pero querrán saber de qué se trata.
En ese caso, les cuentas lo que se te ocurra sin descubrirles la verdad. Ya verás como al final quedan engañados y convencidos.
Lo intentaré, pero no te prometo nada.
Bien, inténtalo. Te esperaré aquí una semana. Transcurrido ese plazo me iré. Pero te advierto que, si he de hacerlo yo solo, una buena parte del tesoro se quedará aquí y nadie lo descubrirá jamás. Me gustaría que esa parte que no puedo llevar conmigo te la quedaras tú.
La cena había llegado a su final. Era el momento de retirarse a descansar. Al día siguiente don Pedro Gregorio quería madrugar para llegar pronto a casa de sus padres. Hacía años que se había marchado sin decirles adiós y sentía un gran remordimiento por ello. No quería dilatar por más tiempo su separación. Se despidió de su anfitrión deseándole las buenas noches y con la promesa de volver a verse muy pronto.


© Julio Noel 

















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