7
Luego de haber dado buena
cuenta al ágape que les había servido la hija de los mesoneros y de
haber trasegado a sus estómagos algunos vasos del tinto de la zona,
Ricote tornó a rogar a su invitado que le contara los pormenores de
la huida de su familia. Hacía tiempo que deseaba conocer de primera
mano todas las andanzas por las que habían tenido que pasar y el
lugar exacto donde se hallaban en la actualidad. Pedro Gregorio apuró
el contenido de su vaso, como si quisiera aclarar su voz, antes de
dar comienzo a su narración.
—Tu hija salió del pueblo
radiante y hermosa como una diosa del Olimpo. Lucía sus mejores
joyas y galas. Se iba despidiendo de todas sus amigas y de todos
cuantos a ella se acercaban. Las lágrimas corrían a raudales entre
todas aquellas gentes, que no cesaban de pedir a gritos que no se
marchara. Nadie entendía por qué tenía que hacerlo, pues lo mismo
ella que tu mujer siempre dieron muestras de ser buenas cristianas.
—¿Es cierto que rogaba a
todo el mundo que la encomendasen a la Virgen María?
—Así es. Y al hacerlo a más
de uno le saltaron las lágrimas y estoy seguro que alguno de ellos
la hubiera escondido en su casa si no hubiera temido las represalias
por hacerlo. Yo mismo lo hubiera hecho y así se lo propuse la
víspera de su marcha, pero ella no quiso aceptar. Me dijo que tenía
que seguir a su familia adonde ésta fuera. No entiendo por qué,
pues aquí tenía su casa y su negocio con el que podía haber vivido
tan ricamente toda su vida y, además, me tenía a mí, que lo
hubiera dado todo por estar con ella para siempre jamás.
—Supongo que todo debió de
ser obra de mi cuñado, que, a pesar de sus apariencias de cristiano,
es un islamista convencido.
—No hace falta que me lo
asegures. Lo he podido comprobar por mí mismo, como lo podrás
colegir a lo largo de mi relato. Como digo, tu hija abandonó el
pueblo entre llantos y lágrimas y yo, que no podía vivir sin ella,
seguí sus pasos a cierta distancia. La caravana de carretas y
acémilas que transportaba parte de sus enseres avanzaba muy despacio
por las llanuras manchegas. No creo que alcanzáramos a recorrer más
de cuatro leguas por día, que luego, en las montañas de Sierra
Morena, aún fueron menos. Yo trataba de no dejarme ver, pues temía
la reacción de tu cuñado si llegaba a percatarse de mi presencia.
Esto me obligaba a seguirlos desde muy lejos y a dar grandes rodeos
con mi cabalgadura para que no me descubrieran. Los días me parecían
interminables, pues en muchas ocasiones tenía que permanecer oculto
durante horas en un pequeño matorral o en algún bosquecillo, hasta
que la caravana no era más que un pequeño borrón para mí en la
lejanía. Cuando se internaron en Sierra Morena, me pude aproximar un
poco más a ellos amparado por la abundante vegetación y riscos que
por allí hay. Una noche me arriesgué a acercarme a la tienda de tu
hija, para que su hermosura iluminara mi oscuridad como la luna
llena. Permanecimos juntos un instante eterno que yo deseé no
tuviera fin, pero ella me obligó a retirarme inmediatamente so pena
de ser descubiertos por su tío, en cuyo caso ninguno de los dos
hubiera salido bien parado. Transcurrieron muchas jornadas antes de
abandonar aquellos precipicios y desfiladeros para darnos paso a la
extensa planicie que conduce hasta Bailén. De nuevo tuve que
alejarme de la caravana para no ser descubierto, aunque la mayor
abundancia de vegetación me permitía seguir más de cerca a la niña
de mis ojos. En Jaén se detuvieron un día para descansar y hacer
acopio de provisiones. Desde esta ciudad se trasladaron a Granada y
desde allí a Málaga. En total les costó aún más de quince días
llegar al punto de destino, que no era otro que el puerto de Málaga.
»En
Málaga tu cuñado Juan Tiopieyo estuvo negociando con las guardas de
costas varios días para que le permitieran sacar del país todas las
pertenencias que llevaban consigo. Los acuerdos y arreglos que llevó
a cabo con las autoridades portuarias fueron muchos, pero al final
todo fue en vano. El máximo responsable de la aduana le quitó de la
cabeza cualquier intento de soborno y le hizo saber que sólo se
llevaría lo que pudiera portear en mano cada miembro de la familia.
En cuanto a joyas, sólo podrían sacar del país las que se
consideran de uso normal y cien ducados por persona en metálico.
Para ese final no era menester que hubieran acarreado tantos bienes
como portaron y que tanto les obligó a demorar su viaje.
»Ante aquellas condiciones
tan estrictas, a Juana se le ocurrió descubrir a su tío mi
presencia allí. Le sugirió que yo me podía unir al grupo y así
podían pasar a las costas africanas un cupo más. A tu cuñado no le
pareció mala la idea, máxime cuando yo solo podía transportar
tanto equipaje como tu mujer y tu hija juntas.
»Llegado el día fijado para
el embarque, tu cuñado y yo portábamos cada uno un fardo enorme
atado a la espalda y dos más en cada mano, en tanto que tu mujer y
tu hija portaban uno en cada mano y otro más pequeño sobre la
cabeza. Al llegar al barco y deshacernos de nuestra carga, Juan me
estrechó la mano y me dio las gracias por haber conseguido pasar
cinco fardos que ya daba por perdidos. El buque partió con destino a
Melilla, aunque antes hizo una escala en Alhucemas, lugar donde
desembarcamos nosotros.
»Alhucemas es un lugar
pequeñito donde todos sus habitantes nos recibieron con gran recelo
y nos miraban de reojo. Nadie se dignó ofrecernos su casa ni
siquiera un establo donde refugiarnos, antes al contrario, todo el
mundo evitaba nuestro encuentro y cerraba a cal y canto las puertas
de sus humildes moradas, mientras observaban nuestro paso a través
de sus celosías. En vista de tal hostilidad, Juan decidió dejar
atrás el pequeño poblado para dirigir nuestros pasos hacia la gran
cordillera que se yergue por el sur. Tras dos largos y agotadores
días de arrastrar nuestro equipaje por aquellos descampados, tu
cuñado pudo mercar dos pollinos que nos ayudaron a portear parte de
nuestra carga. Así anduvimos durante más de una semana medio
perdidos por entre las agrestes montañas del Rif, hambrientos las
más de las veces y cansados de acarrear todavía una buena parte de
la carga, hasta que un buen día pudimos hacernos con una mula que
nos liberó de nuestro oneroso trabajo. Gracias a ella y a los dos
borriquillos pudimos dejar atrás la cordillera del Rif y llegar
finalmente a la ciudad de Fez.
»Nuestra entrada en Fez no
tuvo nada de triunfal. Aunque no fuimos tan mal recibidos como en
Alhucemas, tampoco se nos abrieron fácilmente las puertas. Después
de varios intentos infructuosos, alguien nos permitió pasar al patio
de su casa. Era un individuo entrado ya en los cuarenta. Hablaba un
castellano todavía muy correcto con el que pudimos entendernos
perfectamente. No tardó en decirnos que era descendiente de unos
moriscos expulsados de España durante la conquista de Granada.
Habían llegado a Fez donde se habían establecido y fijado su
residencia. En aquella ciudad tenía más de dos docenas de
parientes. Los comienzos de sus antepasados allí habían sido
difíciles y dolorosos. La mayor parte de sus habitantes les habían
cerrado las puertas y dado la espalda, como acababan de hacer con
nosotros. A pesar de que eran de su misma raza y religión, no eran
bien recibidos en aquella tierra. En los primeros momentos fueron
considerados como unos intrusos. Poco a poco, con paciencia y tesón,
se fueron ganando algunos amigos que con el tiempo terminaron por
abrirles los brazos y las puertas.
»Fâdel Shafîq, que ése era
el nombre de nuestro anfitrión, nos invitó a pasar al interior de
su casa, donde nos agasajó con suculentos platos y nos brindó
hospedaje hasta que halláramos un lugar donde albergarnos. Mientras
saciábamos nuestro apetito, continuó relatándonos las dificultades
por las que habían tenido que pasar sus antepasados antes de poder
establecerse en aquella ciudad. Él tenía la suerte de pertenecer a
la sexta generación y de haber heredado una gran fortuna que le
permitía vivir desahogadamente. Cuando nos sirvieron el té, quiso
conocer nuestra vida y las circunstancias que nos habían llevado
hasta allí, aunque ya sabía que era como consecuencia del decreto
de expulsión de los moriscos de España. Tu cuñado le contó toda
vuestra vida y lo puso al corriente de los pormenores de la huida con
todo tipo de detalle. Aquél fue el fin de mi dicha y el principio de
mi desgracia.
»Fâdel Shafîq tenía un
hijo de poco más o menos la edad de tu hija. Desde el primer momento
que conoció a Juana quedó prendado de su hermosura. Nada más había
que ver cómo la miraba y cómo se desvivía por complacerla. Yo
ardía en celos en mi interior. Cada vez que me cruzaba con él
sentía ganas de estrangularlo, pero me detenía el amor que sentía
por tu hija y el agradecimiento que debía a Fâdel por su
hospitalidad. No podía asesinar al hijo de nuestro benefactor. Los
días en aquella casa se me hacían aborrecibles. No podía soportar
vivir bajo el mismo techo que mi rival. Por eso a los pocos días
decidí abandonar la morada de nuestro anfitrión con una excusa que
no convenció a nadie, pero que alegró a todo el mundo, en especial
a tu cuñado, pues ya comenzaba a entrever la animadversión que me
volvía a manifestar, sobre todo cuando advirtió el interés que el
hijo de Fâdel mostraba por Juana.
»Yo sé que Juan Tiopieyo
siempre se hizo pasar por un fingido converso, que nunca abandonó la
práctica de vuestra religión y que cumplió siempre con los
decretos del Corán. Jamás aceptó mis relaciones con tu hija por su
intransigencia religiosa. Me admitió en su familia por su propio
interés. Con mi ayuda logró pasar más pertenencias de las que le
correspondían a Berbería y transportarlas hasta el lugar donde
quería establecerse. Pero una vez allí yo ya no era más que un
estorbo para él. Jamás había admitido en su fuero interno que
Juana se casara conmigo. Antes la habría encerrado entre rejas que
concederme su mano. Pero yo, iluso de mí, llegué a creer que me
había aceptado en el seno de su familia, que algún día me casaría
con tu hija. La venda que cubría mis ojos no me dejó ver que tu
cuñado me utilizaba en beneficio propio.
»Tu propia mujer respiró
más tranquila cuando se enteró de mi marcha. Si bien es cierto que
nunca me mostró tanto odio ni rencor como su hermano, también lo es
que jamás me abrió sus brazos y menos aún su corazón. El día que
anuncié mi salida de aquella casa vi cómo brillaron sus ojos con un
fulgor especial. Fue como si a través de ellos me dijera: «al fin
nos dejas tranquilos».
»También observé cómo se
relajaba el hijo de nuestro anfitrión. En cuanto hice pública mi
decisión, su cara se descongestionó por completo. A partir de aquel
momento su semblante se hizo más risueño y parecía que la alegría
le rezumaba por todos los poros de su piel. Fue como si lo hubieran
liberado de un enorme peso.
»La única que no dio muestras de alegrarse por mi partida fue tu
hija. Su semblante no se inmutó al oír la noticia. Lo que me
inquietó bastante más que si le hubiera afectado. No sabía cómo
interpretar su indiferencia. Cuando pude hallar un pequeño resquicio
para hablarle a solas, todavía llenó de más dudas y sombras mi
corazón. Me confirmó que me amaba, pero que nuestro matrimonio
jamás podría llevarse a cabo. Ella se debía a su familia y tenía
que obedecerla hasta la muerte. Tendría que seguir a su madre y a su
tío adonde quisieran llevarla sin oponer resistencia, pues así se
lo mandaba su religión y su cultura. No se sentía con fuerzas
suficientes para desobedecerlos y mucho menos para alejarse y romper
con ellos. Así había sido siempre y así seguiría siendo.
»Comprendí que había
llegado al punto final de mi locura de amor, aunque no por ello
decidí en aquel momento renunciar a mi amada. Dejé la casa por no
seguir encontrándome a cada instante con mi rival y me instalé en
una mísera pensión situada en los barrios bajos de la ciudad,
próxima a una curtiduría cuyo desagradable olor lo impregnaba todo.
Te aseguro que las náuseas que me provocaba aquel olor tan
desagradable me hicieron vomitar más de una vez. Procuraba pasar el
día en los aledaños de la casa de Fâdel Shafîq para huir de aquel
hedor tan desagradable y al mismo tiempo poder estar cerca de mi
amor. Pero mi amada no se dejaba ver. En alguna ocasión me pareció
observar su rostro detrás de las celosías de una de las ventanas de
la casa, aunque bien pudo tratarse de una falsa ilusión. Jamás pude
constatar de quién se trataba. Al que sí vi entrar y salir más de
una vez de la casa fue a mi rival, cuyo encuentro evité siempre para
no incurrir en una pelea con consecuencias tal vez dramáticas.
Aunque hubiera resultado vencedor, nunca hubiera podido salir impune
de la ciudad. Allí todo estaba en mi contra.
»Quince días más tarde que
yo también dejaron la casa tu cuñado, tu mujer y tu hija. Juan
Tiopieyo había encontrado por fin una casita que se avenía en todo
a sus necesidades más inmediatas. A pesar de que en casa de Fâdel
no les faltaba de nada, él quería tener su propia casa, su propio
hogar. Lo comenzó a buscar desde el primer día que puso los pies en
la ciudad, pero no era nada fácil encontrar en ella la morada que se
ajustara a las necesidades de uno. Tu cuñado visitó muchas casas
hasta dar con la que le satisfizo plenamente. Fue entonces cuando se
trasladó allí con tu familia. Yo me alegré por no tener que
encontrarme con mi rival, al menos con tanta frecuencia, y por
albergar la esperanza de volver a ver a mi adorada. Aprovecharía las
ausencias de tu cuñado y de tu mujer para encontrarme a solas con
ella. Todo fue inútil. Jamás dejaron sola en casa a tu hija. En
cambio, sí pude comprobar que mi rival tenía acceso a su morada
siempre que lo deseaba. Aquello llenó aún más de celos y rencor mi
corazón hasta el punto de hacerme perder la razón. Tu familia lo
había preferido a él en vez de a mí.
»Una noche, después de que
mi rival abandonara la casa de tu familia, lo seguí a cierta
distancia por entre las callejuelas de Fez el-Bali hasta cortarle el
paso en una esquina, donde sostuvimos una fuerte pelea dejándolo yo
por muerto y de la que salí malherido. Corrí a curarme y a
guarecerme en la pensión. En ella permanecí escondido hasta que se
restañaron mis heridas. Durante mi convalecencia nadie preguntó por
mí ni nadie fue a molestarme. Tampoco supe nada más de mi rival
durante todo aquel tiempo. Cuando de nuevo pude salir a la calle, lo
primero que hice fue acercarme a la casita de mi amada. Parecía que
todo seguía con absoluta normalidad, como si nada hubiera ocurrido,
lo que me desconcertaba por completo. Juraría que mi rival había
perecido en nuestro encuentro. Nada más lejos de la verdad. Aún no
llevaba media hora observando la casa, cuando lo vi salir de ella con
más salud que antes de nuestra desafortunada pelea. Parece que el
único malparado fui yo. Éstas son algunas de las jugarretas que nos
puede gastar la vida.
»Con la ayuda de Fâdel
Shafîq tu cuñado logró establecerse en la ciudad. Consiguió abrir
una tiendecita no lejos del zoco después de superar una serie de
obstáculos y dificultades. Los comienzos fueron difíciles, pero
poco a poco comenzó a ganar clientela incrementando
considerablemente sus ventas. Se le veía feliz. Su cara pasó de la
amargura y la tristeza a la alegría y la jovialidad. Felicidad que
aumentaba cada vez que veía a mi rival el hijo de Fâdel. Esto
suscitaba en mí grandes recelos y gran pesar, pues sin duda algo
tramaban entre los dos. El tiempo me vino a dar la razón. Aún no
haría el año de nuestra llegada a Fez, cuando anunciaron los
esponsales entre tu hija y mi rival. Intenté entrevistarme con tu
hija antes del fatal acontecimiento. Intenté evitar el aciago
desenlace. Todo en vano. Fuera de mí, me personé un día en la
tienda de tu cuñado para tratar de detener lo que sin duda acabaría
con mi vida. Juan Tiopieyo no sólo no aceptó escuchar mis
razonamientos, sino que me amenazó con llevarme ante la justicia si
no dejaba en paz a su sobrina y si me volvía a ver merodear por los
alrededores de su casa. Me llamó perro cristiano y me conminó a
abandonar la ciudad y toda Berbería. Llegó a hacerme cómplice de
los perros cristianos que lo habían obligado a huir de su patria. Me
vituperó y me humilló de tal modo, que me daba vergüenza que me
vieran sus parroquianos. Al fin, cabizbajo y alicaído abandoné su
tienda para perderme entre las callejuelas de la ciudad donde nadie
me conociera. A partir de ese momento perdí toda esperanza de
recuperar a mi amada.
»El día que se celebró el
enlace matrimonial de tu hija creí perder la razón. Aquél fue el
día más aciago de mi vida. Seguí la ceremonia desde lejos, desde
donde nadie me pudiera ver. Cada paso que daban tu hija y su
prometido era una espina que se clavaba en mi corazón. Cuando ambos
se dieron el sí y se intercambiaron sus alianzas, creí perder el
sentido. Al volver en mí me encontré totalmente solo. Todos los
asistentes al acto habían desaparecido. Era como si todo hubiera
sido una falsa ilusión de mi mente. Pero no, no era una ilusión.
Era absolutamente cierto. Mi adorada se había desposado con otro y
ya nunca jamás podría ser mía. En aquel instante creí enloquecer.
»Después de los
desposorios, tu hija se fue a vivir con su marido a casa de los
padres de éste. Yo volví a rondar durante algún tiempo la morada
de Fâdel Shafîq tan sólo con la esperanza de ver alguna vez a mi
amada. Pero todo fue en vano. Su marido la encerró en su casa a cal
y canto y nunca más volvió a salir a la calle ella sola. Las pocas
veces que salía, que solía ser para llevar a cabo la oración en la
mezquita, lo hacía acompañada por la familia de su marido y
embozada en el burka desde los pies a la cabeza. Desde el día de su
boda nunca jamás pude volver a verle la cara ni conseguí cruzar una
sola palabra más con ella. Era como si hubiera muerto para mí.
»Abatido por el dolor,
exhausto de fuerzas físicas y morales, solo en una tierra extraña,
carente de recursos, perdida toda esperanza, ¿qué podía hacer
allí? Un buen día decidí partir de Fez para regresar a mi patria y
reencontrarme con los míos. Con gran dolor de mi corazón dejé
atrás la ciudad en la que quedaba enterrada parte de mi alma.
Deambulé de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo sin rumbo fijo
durante meses. Cuando ya me hallaba en las proximidades de Tetuán,
me atacaron unos bandoleros y me quitaron lo poco de valor que aún
llevaba encima. Hambriento, desharrapado, sin un ochavo encima, no me
quedó más remedio que mendigar por las calles de Tetuán lo que las
gentes de buen corazón me quisieran dar. En tal situación sufrí
muchas vejaciones y desprecios por parte de los desalmados. Muchos
musulmanes me vilipendiaban mientras me decían que fuera a pedir a
mi tierra, pero aún era mayor el rencor que mostraban los
descendientes de los moriscos expulsados durante la conquista de
Granada. Tampoco me libré de la aversión y los ataques de otros
mendigos que defendían su territorio con uñas y dientes.
»Casi había perdido toda
esperanza de regresar a España, cuando un buen día me topé con
unos marineros que, después de haberse mofado de mí, les inspiré
lástima, principalmente al que parecía ir al mando de ellos. Me
preguntó de dónde era y cuál era el motivo por el que me
encontraba allí. Después de contarle a grandes rasgos mi historia y
mi desgracia, se compadeció de mí y me admitió en el grupo en
calidad de grumete. En aquel momento me pareció que se me abrían
las puertas del cielo. Aquellos marineros me condujeron a su barco
donde me dieron de comer y algunas ropas con las que cubrir mis
desnudos miembros. El capitán del bajel, que era el que se había
interesado especialmente por mí, era de origen francés, como la
mayoría de los marineros. Su nombre era Jacques. Pronto descubrí
que su barco no era un barco normal y que ellos tampoco eran
marineros normales. Eran corsarios que se dedicaban al pillaje de
todas las embarcaciones que se ponían a su alcance.
»Partimos de la costa de
Tetuán rumbo a Orán. El capitán dio orden de desplegar la mitad de
las velas del bajel. Bogábamos a unas diez millas por hora. No
tardamos en perder de vista las costas de Tetuán. Llevaríamos
recorridas unas ochenta millas, cuando el vigía advirtió la
presencia de un barco a babor, que se dirigía desde la Península a
algún puerto de la costa africana, probablemente a Melilla. Jacques
el Terrible,
como así era llamado el capitán de nuestro bajel por su ferocidad
en los ataques, ordenó desplegar todas las velas para dar alcance y
abordar a la nave avistada. Antes de que ésta pudiera darse a la
fuga ya nos habíamos echado encima de ella. El capitán ordenó
lanzar una salva para atemorizar a sus ocupantes, que apenas
opusieron resistencia ante el ataque de los corsarios. Jacques y sus
hombres se apoderaron de todo el dinero y objetos de valor que
portaban tanto la tripulación como los pasajeros de la nave
asaltada. Luego regresaron jubilosos a su bajel con el botín
obtenido por procedimientos tan recriminables. Unas horas más tarde
atracábamos en el puerto de Orán, donde se disponían a dar buena
cuenta del botín conseguido. Durante una semana se emborracharon y
recorrieron todos los prostíbulos de la ciudad. Cuando quedaron
ahítos de vino y mujeres y sus bolsas vacías, decidieron echarse de
nuevo a la mar para repetir sus fechorías.
»Así recorrimos los puertos
de Argel, Túnez, Palermo, Nápoles, Cagliari, Palma de Mallorca e
Ibiza. En todos ellos se repetía la misma historia. Asaltaban
cuantas naves encontraban en el mar para luego derretir el botín
obtenido en el puerto más cercano. Era una vida muy monótona y
arriesgada al mismo tiempo. Yo tan sólo deseaba llegar a un puerto
español para poder poner fin a aquella vida sin sentido y fuera de
la ley. La suerte vino a llamar a mi puerta cuando desde Ibiza
decidieron recorrer la costa española. El primer puerto en el que
recalamos fue el de Gandía. No muy bien puse los pies en tierra, me
perdí por sus calles y me oculté donde jamás pudieran dar conmigo
aquellos bárbaros. Al llegar la noche, al amparo de la oscuridad,
abandoné la ciudad y campo a través me alejé de ella cuanto me
permitieron mis fuerzas. Cuando aparecieron las primeras luces del
alba, me encontraba en un lugar completamente deshabitado sin saber
qué rumbo tomar. Decidí seguir hacia poniente por saber que en esa
dirección me acercaría a ésta nuestra tierra. Después de todo un
día de fatigosa marcha llegué a las puertas de Játiva, donde
decidí pasar la noche para reponer mis fuerzas que ya me
abandonaban. En los días siguientes recorrí Mogente, Almansa,
Chinchilla hasta recalar en Albacete. La esperanza de llegar pronto a
mi casa ponía alas a mis pies. Tres días me ha costado venir desde
Albacete aquí y en estos momentos me desvivo en deseos de llegar a
casa de mis padres por ver el recibimiento que me dispensan después
de tan larga ausencia. No merezco su perdón por haberlos abandonado
durante todos estos años, pero el amor a tu hija me impelió a
hacerlo. Ahora sólo me queda conocer su veredicto.
—Seguro que tus padres te
perdonarán, porque me imagino que ellos alguna vez también tuvieron
que estar enamorados y saben que el amor nos obliga a hacer locuras.
Por mi parte quedas exonerado de toda culpa, pues sé que tu amor por
mi hija ha sido puro y casto. Tal vez si te hubieras casado con ella
no te lo hubiera perdonado nunca, porque nuestra religión nos
prohíbe mezclar nuestra sangre con la de otras religiones y
culturas. Son contados los matrimonios mixtos entre moriscos y
cristianos. El problema más grave que surge entre ellos es el de los
hijos, porque cada uno de los cónyuges quiere educarlos según su
religión. Son muy pocos los moriscos convertidos al cristianismo que
se sientan verdaderamente cristianos. Todos sus actos ante la
sociedad serán de auténticos cristianos, pero en lo más recóndito
de su corazón jamás abandonarán el islamismo. Por eso los
matrimonios mixtos están abocados al fracaso. Y no quisiera yo que
mis futuros nietos, si me los hubierais dado, hubieran tenido que
enfrentarse a esa dualidad. Mi conciencia se queda más tranquila
así. Ahora sé que mis nietos, si los llego a tener, se educarán en
la religión de sus antepasados.
—Quizás tengas razón en
todo eso, Ismael, pero tu hija no creo que sea feliz con el hombre
con el que se ha desposado.
—¿Por qué dices eso,
Pedro?
—Porque la vida que lleva
como casada es completamente anodina. En realidad ya lo era desde que
abandonó el pueblo, pero desde que se desposó es como si hubiera
muerto para el mundo. Ahora apenas sale de casa y, cuando lo hace, es
como si lo hiciera a través de rejas. Aquí hubiera sido libre y me
imagino que mucho más feliz.
—Tú mismo lo acabas de
decir, Pedro. Te lo imaginas. Piensa que la mujer en nuestra religión
se educa para ser esclava del hombre. Primero lo es de su padre o de
sus hermanos. Luego lo es de su marido. La mujer en nuestra religión
es propiedad del hombre y éste puede hacer con ella lo que quiera,
entre otras cosas, ocultarla a la vista del resto de los hombres. Por
eso se les impone el burka, para que así no suscite la lascivia de
los demás hombres. La mujer es propiedad exclusiva del marido y sólo
de él. Si una mujer deshonra a su marido, éste, junto con el resto
de varones de su familia, tiene el derecho a lapidarla hasta la
muerte. Ésa es nuestra ley. Y la mujer está educada para acatarla y
se siente feliz acatándola.
—Si tú lo dices así será,
pero me resisto a creerlo. Una mujer que vive bajo un yugo tan rígido
como ése no puede ser feliz. Tal vez se resigne y aparente serlo,
porque no encuentra otra salida, pero me extraña que pueda ser
feliz. En fin, ¡allá vosotros con vuestras creencias!
Se les había hecho tarde y ya
casi era la hora de cenar. Ismael Ricote invitó a su huésped a
pasar la noche en el mesón. Así tendría tiempo para exponerle sus
planes. Don Pedro Gregorio aceptó de buen grado, pues ya era
demasiado tarde para presentarse aquella noche en casa de sus padres.
—Mira, Pedro, si me prometes
que no se lo dirás a nadie, te haré confidente de un secreto.
—Tú dirás.
—Vuelvo a repetirte que me
debes prometer guardarlo en absoluto secreto, pues en ello me va la
vida.
—Te lo prometo, Ismael. Mi
boca será una tumba.
—Así lo espero, pues, como
te digo, de ello depende mi vida. Tal vez te estés preguntando por
qué he regresado aquí y no te falta razón. Si todo lo que más
quería hace tiempo que se marchó de este lugar, ¿qué hago yo en
estas tierras en donde corro el riesgo de ser descubierto y no salir
nunca más de ellas con vida?
—La verdad que no me había
parado a pensarlo.
—Antes de marcharme del
pueblo escondí la mayor parte de mi fortuna aquí, para venir a
buscarla algún día cuando ya estuviera establecido en otras
tierras. Y ese día ha llegado. Por eso he vuelto.
—Entiendo.
Ricote, antes de continuar,
pidió que les sirvieran allí mismo la cena. Después le expuso su
plan a su invitado.
—Me vendría bien la ayuda
de alguien para trasladar todo ese tesoro hasta algún lugar de la
costa desde el que poder embarcarme rumbo a África. Y ese alguien he
pensado que puedes ser tú. Si me ayudas, te recompensaré con parte
del tesoro. ¿Qué opinas?
—No sé qué decirte. La
oferta es tentadora, pero de momento no puedo aceptarla. Antes tengo
que llegar a casa de mis padres. Una vez allí, no sé si podré
abandonarlos de nuevo sin darles una explicación. Si lo hiciera,
sería como traicionarlos por segunda vez y entonces estoy seguro que
ya no me perdonarían jamás. Y decirles la verdad sería faltar a tu
promesa.
—Puedes contarles una
mentira piadosa.
—No se me ocurre ninguna.
—Diles que te ha surgido un
negocio muy importante que te puede reportar pingües beneficios y
que necesitas llevarlo a cabo inmediatamente.
—Pero querrán saber de qué
se trata.
—En ese caso, les cuentas lo
que se te ocurra sin descubrirles la verdad. Ya verás como al final
quedan engañados y convencidos.
—Lo intentaré, pero no te
prometo nada.
—Bien, inténtalo. Te
esperaré aquí una semana. Transcurrido ese plazo me iré. Pero te
advierto que, si he de hacerlo yo solo, una buena parte del tesoro se
quedará aquí y nadie lo descubrirá jamás. Me gustaría que esa
parte que no puedo llevar conmigo te la quedaras tú.
La cena había llegado a su
final. Era el momento de retirarse a descansar. Al día siguiente don
Pedro Gregorio quería madrugar para llegar pronto a casa de sus
padres. Hacía años que se había marchado sin decirles adiós y
sentía un gran remordimiento por ello. No quería dilatar por más
tiempo su separación. Se despidió de su anfitrión deseándole las
buenas noches y con la promesa de volver a verse muy pronto.
© Julio Noel
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