martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 7



                                                                      7



            Al día siguiente me presenté en el lugar de la cita. A fuer de sincero, llegué unos minutos antes de la hora convenida. Mi corazón latía con violencia. Con el ánimo agitado comencé a pasear para que no se me hiciera tan larga la espera. El mar estaba casi en calma. Las olas rompían monótonamente sobre los escollos de la orilla. Su rumor era como un sedante para mi estado de ánimo.
Ya pasaban unos minutos de las seis y Rosa del Mar no acudía a la cita. Mil interrogantes revoloteaban por mi mente. A todos trataba de darles respuesta, pero ninguna me satisfacía. El implacable reloj no se detenía. Los minutos transcurrían sin descanso. Y mi adorada Rosa no aparecía. Mis pasos eran cada vez más agigantados. Las expresiones y el color de mi rostro cambiaban por momentos. No veía ni distinguía nada en mi derredor. Y mis oídos se habían hecho sordos al suave murmullo de las olas.
Poco antes de las siete llegó Rosa del Mar. Yo casi había perdido toda esperanza.
¿Al fin has llegado?
¡Y gracias que lo he conseguido!
Sus mejillas semejaban amapolas.
Temí que no vinieras.
Pues a punto he estado de ello.
Y eso ¿por qué?
¿Por qué? Porque mamá no me deja ni a sol ni a sombra. Desde el otro día sigue todos mis pasos. Vuelta que doy yo, vuelta que da ella. Salgo al jardín, al jardín sale ella. Entro en casa, mamá detrás. Doy un paseo, mamá a mi lado. Parece mi sombra. Esta tarde me he visto en prisas para poder despistarla. Menos mal que apareció una visita inesperada. Gracias a ella pude burlar la vigilancia de mamá.
¡Pues sí que estamos bien!
Rosa del Mar se había apoyado en el muro de la carretera. Me acerqué a ella. Su rostro seguía teñido de carmesí. Sus labios hacían juego con su rostro, como dos corales en él engarzados. Sus ojos, como dos esmeraldas, jugaban inquietos. En su semblante aún se dibujaban las huellas del pasado malhumor.
¿Estás enfadada?
Antes de contestarme se giró hacia el mar.
Pero no contigo.

Tenía los brazos apoyados en el muro y la mirada perdida en el mar. Yo me situé a su lado. Tan cerca que casi sentía el calor de su cuerpo.
¡Estás encantadora!
Giró su rostro hacia mí con una dulce sonrisa en sus labios. Me hubiera gustado apagársela con un beso. Mi natural timidez me lo impidió. Temía que con ello pudiera perder lo hasta allí conseguido. Su vista se perdió de nuevo en el mar. En aquel mar que ella tanto adoraba.
Estás enamorada del mar, ¿verdad?
Sí que lo estoy. El mar es mi consuelo. Cuando tengo alguna pena se la cuento a él. Él siempre me escucha y me comprende.
Pero, ¿acaso tienes penas tú?
¿Y por qué no? ¿No soy mortal como los demás?
Por desgracia sí.
¿Por qué por desgracia?
Porque yo quisiera que no lo fueras. Quisiera que fueras una ninfa. Más aún. Quisiera que fueras una diosa inmortal. Así podría contemplarte siempre cual ahora eres.
Una sonrisa pagó mi exaltación. Luego el silencio se interpuso entre ambos. Sólo el rumor de las olas dejaba oír su monótona voz, como un continuo canto a la naturaleza.
Si hubieras nacido lejos del mar, ¿lo amarías tanto?
No lo sé. Nunca me he parado a pensar en ello.
¿Y si te pararas a pensar?
¡Quién sabe! Quizás no lo amara. Dicen que sólo se ama lo que se conoce.
Podrías amar un mar imaginario. Un mar quizá mucho más bonito que el real. Un mar de ilusión y de fantasía.
Rosa del Mar no me contestó. En aquel momento miraba al mar sin verlo.
¿Te gusta soñar?
Cuando estoy dormida.
¿Y cuando estás despierta?
A veces.
¿A veces sólo?
Bueno, realmente me gusta soñar con bastante frecuencia. Es como un pasatiempo para mí. Cuando me siento triste o deprimida me suelo refugiar en los sueños. ¡Te puedes imaginar mundos tan bonitos!
Las sombras ya se habían apoderado de la playa, de la ciudad, de la isla de Santa Clara, de gran parte del Urgull.
Se está haciendo tarde. ¿Quieres que nos vayamos?
Por mí no. Mamá me estará buscando, pero ahora es igual.
Si quieres podemos dar un paseo.
Comenzamos a caminar. Íbamos muy próximos. Nuestros cuerpos casi se rozaban. Yo sentía algo inefable en mi interior. Una dicha sin fin embargaba todo mi ser.
Nuestro paseo no fue muy largo. Fuimos bordeando La Ondarreta hasta el límite de la misma. Al llegar allí un cierto escalofrío recorrió mi cuerpo. No me atrevía a cruzar el túnel que nos separaba del paseo de La Concha. Fue como si una fuerza invisible me impidiera avanzar. Cruzar el túnel en aquel momento era como abandonar nuestro reducto propio, como entrar en campo abierto y enemigo.
¿Nos detenemos aquí?
Sí, Raúl. Me da miedo seguir adelante.
Nos apoyamos en el antepecho de la balaustrada del paseo. A nuestras espaldas los coches pasaban rugiendo como fieras. De frente teníamos la playa. Estaba desierta. Las olas barrían a intervalos regulares la arena. Rosa del Mar contemplaba ensimismada sus movimientos.
Es bonito ver desde aquí cómo rompen las olas.
Yo estaría horas enteras contemplándolas. ¡Es un espectáculo tan bonito! Parece que siempre es igual y, sin embargo, siempre es distinto. Cada ola realiza movimientos peculiares. Nunca se repiten dos exactamente iguales.
¿Y cómo sabes eso?
Por las muchas horas que he pasado observándolas. Recuerda que desde niña he vivido al lado del mar.
Las olas proseguían con su movimiento. Unas se acercaban más, otras, menos. Pero siempre aquel continuo batir. Poco más abajo los acantilados que separan La Concha de La Ondarreta se iban cubriendo.
Parece que está subiendo la marea. Fíjate cómo se van cubriendo los acantilados.
Hace rato que me he dado cuenta de ello.
¿Nos vamos?
Sí. Hoy mamá me va a echar una buena bronca.
Las sombras de la noche ya se extendían sobre la ciudad cuando llegábamos a la villa de Rosa del Mar. Al lado de la verja del jardín nos despedimos con sinceras promesas.
¿Cuándo nos volvemos a ver?
Mañana en el mismo sitio y a la misma hora.
¿Serás puntual?
Espero que sí, aunque tengo que contar con la vigilancia de mamá.
En aquel momento se oyó el ruido de una puerta.
¡Márchate ya! Ésa seguro que es mamá que sale a buscarme.
Me alejé de allí con el corazón arrepentido. No debí haberme arriesgado tanto. Si la madre de Rosa del Mar nos había descubierto, podía costarnos caro nuestro atrevimiento.
Al llegar a la posada me encerré unos minutos en mi cuarto antes de reunirme con mis compañeros. Quería descansar un poco para sosegar mi ánimo.
Buenas noches —saludé al entrar en el salón.
Buenas noches —me contestaron los demás.
Era el último en llegar. Me hundí en un butacón con intención de pasar desapercibido. Pero el andaluz no parecía estar de acuerdo con mis propósitos.
No te ehconda, jovensito, que no te va a morder nadie.
Carcajada general. Por mi rostro cruzó una oleada de fuego.
¿De dónde vendrá ehte lebrel? Seguro que de ver a la novia. Vamo a tener que vigilarlo un poco.
El fuego de mi rostro se cambió en ira. No estaba de humor para soportar las burlas de aquel petimetre. La entrada de la hospedera en el comedor vino a poner fin a los incisivos comentarios del andaluz. Era la segunda o tercera vez que la veía. Disponía la mesa con donaire. Su figura era gallarda. A pesar de tener cuatro hijos, se mostraba aún joven y esbelta.
La cena transcurrió sin mayores incidentes. Al terminar me despedí de todos y me encerré en mi habitación. Deseaba estar a solas conmigo mismo. Necesitaba pensar y reflexionar.
A la mañana siguiente me levanté temprano. Mi estado de ánimo me obligó a abandonar pronto el lecho. Salí a pasear por los alrededores de la pensión. Poco más tarde me hallaba en plena montaña, respirando el aire puro de la mañana. Como no tenía prisa, prolongué el paseo hasta bien entrada la mañana.
Por la tarde, a la hora convenida, me presenté en el lugar de la cita. La tarde era desapacible. El sol apenas brillaba. Espesos nubarrones se lo impedían. La mar estaba picada. El oleaje era fuerte y continuo. Su constante batir sobre las rocas producía un ruido ensordecedor. A los lejos, hacia el poniente, el cielo estaba encapotado. En cualquier momento podía desencadenarse una tormenta.
Me separé del muro que contornea la carretera. Una lluvia fina procedente de las olas y arrastrada por el viento iba empapando el muro y la acera. El viento arreciaba por momentos. Tuve que abandonar el lugar y buscar un refugio que me protegiera del fuerte temporal. Me cobijé al amparo de unas rocas, pero me vi obligado a abandonar el refugio porque la tormenta estaba a punto de estallar.
Amainada la borrasca volví a merodear por el lugar de la cita, aunque estaba convencido que no hallaría allí a mi dulce amada. Con pasos lentos e indecisos fui dejando atrás los acantilados y La Ondarreta. Por mi mente fueron desfilando mil maquinaciones. Me hubiera gustado acercarme a la morada de Rosa del Mar y llamar a su puerta. Pero eso hubiera dado al traste con todos nuestros planes.
Tres días habían transcurrido desde el último encuentro con Rosa del Mar. Tres inacabables y angustiosos días. Día a día había asistido al punto indicado de nuestra cita y día a día había visto desvanecerse todas mis esperanzas. Cuando al fin nos encontramos, yo ya estaba casi al borde de la desesperación.
¿Qué ha pasado? —pregunté con impaciencia cuando Rosa del Mar se acercó a mí.
¿Qué quieres que pase? Que mamá no me deja ni un momento. Parece mi lazarillo.
¿Te dijo algo el otro día?
Me echó una buena regañina por haberme escapado y llegar tan tarde a casa.
¿Descubrió nuestro encuentro?
No, pero sospecha que nos hemos visto. Está muy enfadada. Ayer me amenazó con decírselo a papá. Dice que soy muy niña para salir con chicos. Y eso que ya voy a cumplir los dieciséis.
En efecto. Rosa era una niña. Una niña encantadora con amagos de mujer. Estaba preciosa aquella tarde.
No sé qué podremos hacer para seguir viéndonos. Tu madre no nos facilita mucho el camino.
Me había acercado tanto a ella, que nuestros alientos se mezclaban.
No te preocupes. Ya verás cómo se arregla todo.
Fijó sus ojos en los míos. Nuestras pupilas se encontraron. Sus labios deliciosos y provocativos estaban tan próximos a los míos, que me aventuré a depositar un beso en ellos. Fue un beso fugaz, casi furtivo. Nos separamos unos instantes para volver a juntar nuestros labios en un beso prolongado, intenso. Fue nuestro primer beso de amor. A él siguieron otros y un sinnúmero de caricias y promesas. Después volvimos a la realidad. Por primera vez pudimos darnos cuenta de que no estábamos solos. Un par de ancianos nos contemplaban a corta distancia. Posiblemente estuvieran recordando sus primeros amoríos. Al mirar hacia ellos se alejaron poco a poco dejándonos solos.
El mar estaba algo agitado. Las olas rompían con cierta violencia en las rocas, levantando chorros de agua y espuma. Un barco pesquero se acercaba lentamente a la bahía. Nuestras miradas confluían en él.
¿Te gustaría hacer un viaje por mar?
Es mi mayor ilusión. Me gustaría hacer un crucero por el Mediterráneo.
¿Por qué por el Mediterráneo?
—No lo sé. Tal vez porque es un mar más tranquilo que éste.
¿Lo has visto?
No. Nunca he salido de aquí. El viaje más largo que he hecho ha sido a Zarauz. Fue hace dos años. Fui a la primera comunión de una prima que tengo allí.
Zarauz es una población encantadora. Su playa es una de las más bonitas del Cantábrico.
Mis tíos están enamorados de tan maravilloso lugar. Dicen que por nada del mundo vendrían a vivir a San Sebastián.
Una ola rompió con tanta fuerza, que nos salpicó un poco. Nos retiramos del muro y comenzamos a pasear por la carretera. El sol ya estaba a punto de ocultarse.
Me voy para casa. No quiero llegar tan tarde como el otro día, si no mamá me volverá a reñir.
Te acompaño.
Bueno. Pero un poco antes de llegar a casa nos separamos. Mamá podría vernos y lo estropearíamos todo.
Un dulce beso fue nuestra despedida. Yo permanecí en el lugar hasta que la vi desaparecer en un recodo de la carretera. Después, con el corazón rebosante de felicidad, me alejé de allí. La quería y ella me quería a mí. ¿Qué más podía pedir?


© Julio Noel 


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