7
Al
día siguiente me presenté en el lugar de la cita. A fuer de
sincero, llegué unos minutos antes de la hora convenida. Mi corazón
latía con violencia. Con el ánimo agitado comencé a pasear para
que no se me hiciera tan larga la espera. El mar estaba casi en
calma. Las olas rompían monótonamente sobre los escollos de la
orilla. Su rumor era como un sedante para mi estado de ánimo.
Ya pasaban unos minutos de las
seis y Rosa del Mar no acudía a la cita. Mil interrogantes
revoloteaban por mi mente. A todos trataba de darles respuesta, pero
ninguna me satisfacía. El implacable reloj no se detenía. Los
minutos transcurrían sin descanso. Y mi adorada Rosa no aparecía.
Mis pasos eran cada vez más agigantados. Las expresiones y el color
de mi rostro cambiaban por momentos. No veía ni distinguía nada en
mi derredor. Y mis oídos se habían hecho sordos al suave murmullo
de las olas.
Poco antes de las siete llegó
Rosa del Mar. Yo casi había perdido toda esperanza.
—¿Al fin has llegado?
—¡Y gracias que lo he
conseguido!
Sus mejillas semejaban
amapolas.
—Temí que no vinieras.
—Pues a punto he estado de
ello.
—Y eso ¿por qué?
—¿Por qué? Porque mamá no
me deja ni a sol ni a sombra. Desde el otro día sigue todos mis
pasos. Vuelta que doy yo, vuelta que da ella. Salgo al jardín, al
jardín sale ella. Entro en casa, mamá detrás. Doy un paseo, mamá
a mi lado. Parece mi sombra. Esta tarde me he visto en prisas para
poder despistarla. Menos mal que apareció una visita inesperada.
Gracias a ella pude burlar la vigilancia de mamá.
—¡Pues sí que estamos
bien!
Rosa del Mar se había apoyado
en el muro de la carretera. Me acerqué a ella. Su rostro seguía
teñido de carmesí. Sus labios hacían juego con su rostro, como dos
corales en él engarzados. Sus ojos, como dos esmeraldas, jugaban
inquietos. En su semblante aún se dibujaban las huellas del pasado
malhumor.
—¿Estás enfadada?
Antes de contestarme se giró
hacia el mar.
—Pero no contigo.
Tenía
los brazos apoyados en el muro y la mirada perdida en el mar. Yo me
situé a su lado. Tan cerca que casi sentía el calor de su cuerpo.
—¡Estás encantadora!
Giró su rostro hacia mí con
una dulce sonrisa en sus labios. Me hubiera gustado apagársela con
un beso. Mi natural timidez me lo impidió. Temía que con ello
pudiera perder lo hasta allí conseguido. Su vista se perdió de
nuevo en el mar. En aquel mar que ella tanto adoraba.
—Estás enamorada del mar,
¿verdad?
—Sí que lo estoy. El mar es
mi consuelo. Cuando tengo alguna pena se la cuento a él. Él
siempre me escucha y me comprende.
—Pero, ¿acaso tienes penas
tú?
—¿Y por qué no? ¿No soy
mortal como los demás?
—Por desgracia sí.
—¿Por qué por desgracia?
—Porque yo quisiera que no
lo fueras. Quisiera que fueras una ninfa. Más aún. Quisiera que
fueras una diosa inmortal. Así podría contemplarte siempre cual
ahora eres.
Una sonrisa pagó mi
exaltación. Luego el silencio se interpuso entre ambos. Sólo el
rumor de las olas dejaba oír su monótona voz, como un continuo
canto a la naturaleza.
—Si hubieras nacido lejos
del mar, ¿lo amarías tanto?
—No lo sé. Nunca me he
parado a pensar en ello.
—¿Y si te pararas a pensar?
—¡Quién sabe! Quizás no
lo amara. Dicen que sólo se ama lo que se conoce.
—Podrías amar un mar
imaginario. Un mar quizá mucho más bonito que el real. Un mar de
ilusión y de fantasía.
Rosa del Mar no me contestó.
En aquel momento miraba al mar sin verlo.
—¿Te gusta soñar?
—Cuando estoy dormida.
—¿Y cuando estás
despierta?
—A veces.
—¿A veces sólo?
—Bueno, realmente me gusta
soñar con bastante frecuencia. Es como un pasatiempo para mí.
Cuando me siento triste o deprimida me suelo refugiar en los sueños.
¡Te puedes imaginar mundos tan bonitos!
Las sombras ya se habían
apoderado de la playa, de la ciudad, de la isla de Santa Clara, de
gran parte del Urgull.
—Se está haciendo tarde.
¿Quieres que nos vayamos?
—Por mí no. Mamá me estará
buscando, pero ahora es igual.
—Si quieres podemos dar un
paseo.
Comenzamos
a caminar. Íbamos muy próximos. Nuestros cuerpos casi se rozaban.
Yo sentía algo inefable en mi interior. Una dicha sin fin embargaba
todo mi ser.
Nuestro paseo no fue muy
largo. Fuimos bordeando La Ondarreta hasta el límite de la misma. Al
llegar allí un cierto escalofrío recorrió mi cuerpo. No me atrevía
a cruzar el túnel que nos separaba del paseo de La Concha. Fue como
si una fuerza invisible me impidiera avanzar. Cruzar el túnel en
aquel momento era como abandonar nuestro reducto propio, como entrar
en campo abierto y enemigo.
—¿Nos detenemos aquí?
—Sí, Raúl. Me da miedo
seguir adelante.
Nos apoyamos en el antepecho
de la balaustrada del paseo. A nuestras espaldas los coches pasaban
rugiendo como fieras. De frente teníamos la playa. Estaba desierta.
Las olas barrían a intervalos regulares la arena. Rosa del Mar
contemplaba ensimismada sus movimientos.
—Es bonito ver desde aquí
cómo rompen las olas.
—Yo estaría horas enteras
contemplándolas. ¡Es un espectáculo tan bonito! Parece que siempre
es igual y, sin embargo, siempre es distinto. Cada ola realiza
movimientos peculiares. Nunca se repiten dos exactamente iguales.
—¿Y cómo sabes eso?
—Por las muchas horas que he
pasado observándolas. Recuerda que desde niña he vivido al lado del
mar.
Las olas proseguían con su
movimiento. Unas se acercaban más, otras, menos. Pero siempre aquel
continuo batir. Poco más abajo los acantilados que separan La Concha
de La Ondarreta se iban cubriendo.
—Parece que está subiendo
la marea. Fíjate cómo se van cubriendo los acantilados.
—Hace rato que me he dado
cuenta de ello.
—¿Nos vamos?
—Sí. Hoy mamá me va a
echar una buena bronca.
Las sombras de la noche ya se
extendían sobre la ciudad cuando llegábamos a la villa de Rosa del
Mar. Al lado de la verja del jardín nos despedimos con sinceras
promesas.
—¿Cuándo nos volvemos a
ver?
—Mañana en el mismo sitio y
a la misma hora.
—¿Serás puntual?
—Espero que sí, aunque
tengo que contar con la vigilancia de mamá.
En aquel momento se oyó el
ruido de una puerta.
—¡Márchate ya! Ésa seguro
que es mamá que sale a buscarme.
Me
alejé de allí con el corazón arrepentido. No debí haberme
arriesgado tanto. Si la madre de Rosa del Mar nos había descubierto,
podía costarnos caro nuestro atrevimiento.
Al llegar a la posada me
encerré unos minutos en mi cuarto antes de reunirme con mis
compañeros. Quería descansar un poco para sosegar mi ánimo.
—Buenas noches —saludé al
entrar en el salón.
—Buenas noches —me
contestaron los demás.
Era el último en llegar. Me
hundí en un butacón con intención de pasar desapercibido. Pero el
andaluz no parecía estar de acuerdo con mis propósitos.
—No te ehconda, jovensito,
que no te va a morder nadie.
Carcajada general. Por mi
rostro cruzó una oleada de fuego.
—¿De dónde vendrá ehte
lebrel? Seguro que de ver a la novia. Vamo a tener que vigilarlo un
poco.
El fuego de mi rostro se
cambió en ira. No estaba de humor para soportar las burlas de aquel
petimetre. La entrada de la hospedera en el comedor vino a poner fin
a los incisivos comentarios del andaluz. Era la segunda o tercera vez
que la veía. Disponía la mesa con donaire. Su figura era gallarda.
A pesar de tener cuatro hijos, se mostraba aún joven y esbelta.
La cena transcurrió sin
mayores incidentes. Al terminar me despedí de todos y me encerré en
mi habitación. Deseaba estar a solas conmigo mismo. Necesitaba
pensar y reflexionar.
A la mañana siguiente me
levanté temprano. Mi estado de ánimo me obligó a abandonar pronto
el lecho. Salí a pasear por los alrededores de la pensión. Poco más
tarde me hallaba en plena montaña, respirando el aire puro de la
mañana. Como no tenía prisa, prolongué el paseo hasta bien entrada
la mañana.
Por la tarde, a la hora
convenida, me presenté en el lugar de la cita. La tarde era
desapacible. El sol apenas brillaba. Espesos nubarrones se lo
impedían. La mar estaba picada. El oleaje era fuerte y continuo. Su
constante batir sobre las rocas producía un ruido ensordecedor. A
los lejos, hacia el poniente, el cielo estaba encapotado. En
cualquier momento podía desencadenarse una tormenta.
Me separé del muro que
contornea la carretera. Una lluvia fina procedente de las olas y
arrastrada por el viento iba empapando el muro y la acera. El viento
arreciaba por momentos. Tuve que abandonar el lugar y buscar un
refugio que me protegiera del fuerte temporal. Me cobijé al amparo
de unas rocas, pero me vi obligado a abandonar el refugio porque la
tormenta estaba a punto de estallar.
Amainada la borrasca volví a
merodear por el lugar de la cita, aunque estaba convencido que no
hallaría allí a mi dulce amada. Con pasos lentos e indecisos fui
dejando atrás los acantilados y La Ondarreta. Por mi mente fueron
desfilando mil maquinaciones. Me hubiera gustado acercarme a la
morada de Rosa del Mar y llamar a su puerta. Pero eso hubiera dado al
traste con todos nuestros planes.
Tres días habían
transcurrido desde el último encuentro con Rosa del Mar. Tres
inacabables y angustiosos días. Día a día había asistido al punto
indicado de nuestra cita y día a día había visto desvanecerse
todas mis esperanzas. Cuando al fin nos encontramos, yo ya estaba
casi al borde de la desesperación.
—¿Qué ha pasado? —pregunté
con impaciencia cuando Rosa del Mar se acercó a mí.
—¿Qué quieres que pase?
Que mamá no me deja ni un momento. Parece mi lazarillo.
—¿Te dijo algo el otro día?
—Me echó una buena regañina
por haberme escapado y llegar tan tarde a casa.
—¿Descubrió nuestro
encuentro?
—No, pero sospecha que nos
hemos visto. Está muy enfadada. Ayer me amenazó con decírselo a
papá. Dice que soy muy niña para salir con chicos. Y eso que ya voy
a cumplir los dieciséis.
En efecto. Rosa era una niña.
Una niña encantadora con amagos de mujer. Estaba preciosa aquella
tarde.
—No sé qué podremos hacer
para seguir viéndonos. Tu madre no nos facilita mucho el camino.
Me había acercado tanto a
ella, que nuestros alientos se mezclaban.
—No te preocupes. Ya verás
cómo se arregla todo.
Fijó sus ojos en los míos.
Nuestras pupilas se encontraron. Sus labios deliciosos y provocativos
estaban tan próximos a los míos, que me aventuré a depositar un
beso en ellos. Fue un beso fugaz, casi furtivo. Nos separamos unos
instantes para volver a juntar nuestros labios en un beso prolongado,
intenso. Fue nuestro primer beso de amor. A él siguieron otros y un
sinnúmero de caricias y promesas. Después volvimos a la realidad.
Por primera vez pudimos darnos cuenta de que no estábamos solos. Un
par de ancianos nos contemplaban a corta distancia. Posiblemente
estuvieran recordando sus primeros amoríos. Al mirar hacia ellos se
alejaron poco a poco dejándonos solos.
El mar estaba algo agitado.
Las olas rompían con cierta violencia en las rocas, levantando
chorros de agua y espuma. Un barco pesquero se acercaba lentamente a
la bahía. Nuestras miradas confluían en él.
—¿Te gustaría hacer un
viaje por mar?
—Es mi mayor ilusión. Me
gustaría hacer un crucero por el Mediterráneo.
—¿Por qué por el
Mediterráneo?
—No
lo sé. Tal vez porque es un mar más tranquilo que éste.
—¿Lo has visto?
—No. Nunca he salido de
aquí. El viaje más largo que he hecho ha sido a Zarauz. Fue hace
dos años. Fui a la primera comunión de una prima que tengo allí.
—Zarauz es una población
encantadora. Su playa es una de las más bonitas del Cantábrico.
—Mis tíos están enamorados
de tan maravilloso lugar. Dicen que por nada del mundo vendrían a
vivir a San Sebastián.
Una ola rompió con tanta
fuerza, que nos salpicó un poco. Nos retiramos del muro y comenzamos
a pasear por la carretera. El sol ya estaba a punto de ocultarse.
—Me voy para casa. No quiero
llegar tan tarde como el otro día, si no mamá me volverá a reñir.
—Te acompaño.
—Bueno. Pero un poco antes
de llegar a casa nos separamos. Mamá podría vernos y lo
estropearíamos todo.
Un dulce beso fue nuestra
despedida. Yo permanecí en el lugar hasta que la vi desaparecer en
un recodo de la carretera. Después, con el corazón rebosante de
felicidad, me alejé de allí. La quería y ella me quería a mí.
¿Qué más podía pedir?
© Julio Noel
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