17
Alda correteaba alrededor de
la tienda. Su madre no la perdía de vista un solo instante. La niña
había cumplido ya cinco años y era el orgullo de sus padres. Tanto
Elba como Medulio se desvivían por educarla y protegerla.
—No te alejes de mi lado,
Alda. Ya sabes que no quiero perderte de vista.
—¿Por qué no quieres que
me separe de ti, madre? —le preguntó la niña mientras se acercaba
haciendo pucheros.
—Porque puede venir alguien
y hacerte daño o llevarte para siempre de mi lado. ¿Quieres eso?
—No, madre.
La niña se abrazó al cuello
de su madre y le hacía carantoñas y arrumacos con su carita. La
madre le correspondió con besos y caricias. Mientras tanto, en el
campo de instrucción Medulio pasaba revista y supervisaba los
ejercicios de los soldados.
—A ver, esa compañía lleva
el paso muy lento. Más deprisa. —La compañía comenzó a caminar
a paso ligero—. Eso está mejor. Que continúen así.
Más adelante otra compañía
realizaba ejercicios para salvar una serie de obstáculos. Algunos de
sus componentes no lo hacían todo lo bien que Medulio desearía.
—Ése que acaba de trepar
por el muro, que lo repita otra vez. Lo ha hecho muy despacio.
—¡A la orden, mi general!
—contestó el instructor.
El soldado trepó el muro más
deprisa que la vez anterior.
—Eso ya está mejor —comentó
Medulio—. Quiero que todo el mundo ponga lo mejor de sí en la
instrucción. En ello nos va la vida a todos.
—¡Sí, señor! —respondió
la compañía a coro.
Medulio llegó a donde se
realizaban simulacros de lucha real. Los soldados utilizaban armas de
madera, sin filos ni puntas, para evitar al máximo herir a sus
propios compañeros. Pero la lucha entre ellos era lo más real
posible, evitando los impactos que pudieran causar lesiones a sus
oponentes. Al final de los entrenamientos casi siempre resultaba
alguno contusionado o con alguna herida leve. A pesar de ello,
aquellos ejercicios eran absolutamente necesarios para preparar a los
futuros guerreros convenientemente para la lucha.
—¡Quiero
ver más decisión en vuestros ataques! —gritó Medulio a los que
combatían en aquel momento—. ¡Parecéis señoritas!
—¡Sí, mi general!
—contestó el instructor—. Ya lo habéis oído, tenéis que
combatir con más energía.
Un centinela se acercó a
Medulio a toda carrera.
—Señor, ha llegado un
emisario de Brigaecium. Su padre reclama su presencia con premura.
Medulio no se demoró un
instante. Tiró de las riendas de Pegaso y puso rumbo a la tienda de
su padre, que lo esperaba con gran impaciencia. El joven descabalgó
de un salto dejando el caballo a cargo de uno de los centinelas y se
precipitó en la tienda de su padre.
—¿Qué pasa, padre?
—preguntó nada más entrar—. ¿A qué vienen tantas prisas?
—Pasa, hijo —Elaeso le
pasó el brazo por la espalda y con la mano apoyada en el hombro lo
condujo junto al emisario—. Este hombre dice que un gran ejército
romano ha tomado Brigaecium
y que ahora se dirige por la margen derecha del Urbicus
hacia Bedunia.
No hay tiempo que
perder. Prepara todas las fuerzas disponibles para partir
inmediatamente. Yo personalmente dirigiré la operación.
—Pero, padre, ¿cómo vas a
ir tú? —protestó Medulio—. Tú te quedarás aquí para proteger
y defender el campamento.
—Aquí no se quedará nadie
que pueda luchar. Todos los hombres útiles deberán partir
inmediatamente al encuentro del ejército romano. ¿Queda bien
entendido?
—Sí, padre. Pero, ¿no
vamos a dejar a nadie aquí? —insinuó Medulio con cierta
perplejidad.
—No vamos a dejar a nadie,
hijo.
—¿Tantos son los invasores?
—se atrevió a preguntar Medulio.
—Según el emisario, se
calculan en más de tres mil.
—Padre, déjame a mí
dirigir la operación y quédate aquí para cuidar de los nuestros y
de la población civil.
—No, hijo. ¿Qué ejemplo
daría a mis soldados y en qué concepto me tendría mi pueblo si me
quedara aquí? Lo siento, pero debo ir como lo que soy, como el jefe
supremo del ejército. Mi honor y mi orgullo así me lo exigen.
Padre e hijo se abrazaron
mutuamente. Sabían que había llegado el momento de poner a prueba a
su ejército. También presentían que la batalla iba a ser ardua y
difícil. El número de combatientes del enemigo era muy superior al
de ellos, pero no podían quedarse de brazos cruzados. Tenían que
hacerles frente. No había tiempo que perder. Por eso Elaeso, después
de separar de sí con suavidad a su hijo, le ordenó nuevamente que
preparara las tropas. Había que partir enseguida.
Medulio dejó a toda prisa la
tienda de su padre, montó de un salto en su caballo y partió a toda
carrera para reunirse con los distintos mandos, en especial con
Clouto. Cuando los tuvo a todos reunidos, les comunicó la situación
de peligro en que se encontraban y la inminencia de la partida. En
menos de una hora todos los soldados deberían haber abandonado el
campamento en traje de batalla. Lo que significaba que todos ellos
irían armados hasta los dientes. Nadie que pudiera empuñar un arma
debería quedarse en el campamento, bajo pena de
muerte
para quien lo hiciera. Desde aquel mismo instante estaban en estado
de guerra. Cualquiera que desobedeciera una orden o intentara huir
sería ejecutado en el acto. El general dio orden a sus subordinados
para que lo transmitieran a la tropa inmediatamente.
—Clouto, tú serás mi
lugarteniente desde este momento. Tu puesto lo ocupará Toreno,
¿entendido?
—¡Entendido, mi general!
—Pues ya puedes ir a
comunicárselo y a supervisar la operación de salida.
—¡A sus órdenes, mi
general!
Como había exigido Medulio,
antes de una hora habían dejado atrás el campamento militar. El
ejército se desplazaba por la margen derecha del Tortus
en dirección a
Bedunia.
Allí harían
frente a los invasores. Los hombres recorrieron las doce millas que
los separaban de su destino en menos de cuatro horas. Cuando llegaron
a divisar su objetivo, la calma parecía reinar por todas partes. No
se veía rastro de ningún ejército por todos aquellos contornos.
Elaeso dio orden de acampar. La noche ya se les echaba encima. Tanto
los hombres como las caballerías que portaban hicieron un alto en el
camino para pasar la noche. El sueño reparador les devolvería las
fuerzas perdidas para estar listos al amanecer.
Cuando las primeras luces del
alba comenzaron a disipar la neblina que había pegada a las márgenes
del río, uno de los centinelas dio la voz de alarma. En lontananza
se divisaba una gran polvareda que se mezclaba con la neblina del
amanecer. No cabía duda. Era el ejército invasor que avanzaba
lentamente siguiendo el curso del río. Elaeso puso de inmediato en
guardia a todos sus soldados. Luego, dio instrucciones a su hijo para
organizar la resistencia. Lo más prudente era dividir el ejército
en tres partes. Así, podrían caer sobre sus enemigos en forma de
pinza. Él se quedaría con una parte al lado del río, donde se
enfrentaría directamente con los romanos. Su hijo se situaría con
otra parte en el altozano que había hacia poniente. Desde allí
atacarían por sorpresa el costado del ejército enemigo. Finalmente,
una tercera parte, que estaría al mando de Clouto, se situaría
detrás de una pequeña colina que se elevaba hacia el mediodía.
Desde allí atacaría a la retaguardia de los romanos. Tanto Medulio
como Clouto debían partir ya en dirección poniente, para dar un
rodeo por detrás de la loma que había por aquella parte y que se
dirigía hacia el Sur. Así, los invasores no podrían descubrir la
maniobra. Medulio puso reparos a su padre por la decisión que tomaba
de quedarse al frente del ala que debía parar el choque del ejército
romano. Hubiera preferido ser él quien ocupara aquel lugar. Pero su
padre fue tajante. Allí se quedaría él. Así que Medulio no tuvo
más alternativa que obedecer las órdenes de su padre. La estrategia
se puso en marcha inmediatamente.
En
breves instantes en las márgenes del río no quedó más que un
tercio del ejército astur. Los demás se fueron a ocupar las
posiciones señaladas. Los invasores avanzaban lentamente. Su pesada
maquinaria de guerra les impedía moverse con rapidez. El sol
iniciaba su recorrido en el lejano horizonte. Cielo completamente
despejado y de un azul intenso, preludio de un caluroso día. La
neblina se iba desvaneciendo. Ya sólo consistía en una leve gasa
azulada a media altura en la frondosa alameda. La polvareda que
levantaba la pesada marcha de los invasores se hacía más y más
densa. Tan sólo permitía ver la primera línea, que paulatinamente
se acercaba a donde ellos estaban. Los toques de tambor y de las
cornetas ya llegaban a los oídos de los astures. El combate se
avecinaba. La paciencia de los que esperaban se agotaba. El silencio
lo llenaba todo, tan sólo se oía de cuando en cuando el resoplar de
las caballerías, que aguardaban con impaciencia. Elaeso, con nervios
de acero, mantenía a sus tropas firmes en actitud de espera. El sol
ya había recorrido su primer tramo. Las huestes romanas detuvieron
su paso. Desde aquel punto contemplaban el ejército enemigo, como si
quisieran medir sus fuerzas. De nuevo sonaron los tambores y las
cornetas. Una lluvia de flechas inundó el cielo de la mañana, que
los astures repelieron con sus escudos o caetras.
A ésta siguieron
algunas más que produjeron varias bajas en las filas de Elaeso.
Entonces fue cuando dio la orden de ataque. Los astures se lanzaron
contra los romanos como fieras salvajes. Sus golpes eran certeros y
mortales. Las bajas en el ejército enemigo aumentaban por momentos.
Pero los romanos eran muy superiores en número y eso hacía que
apenas se notaran las pérdidas. Poco a poco repelieron el embate de
Elaeso, que mal le hubiera ido a su pequeño ejército si en aquel
momento no hubiera lanzado una repentina embestida su hijo desde el
otero donde se había refugiado. Los romanos sufrieron un buen número
de bajas por la inesperada arremetida. Hubo un momento de duda por su
parte en el que intentaron la retirada, pero Clouto se adelantó a su
maniobra. El ejército invasor quedó atrapado entre tres fuegos. El
desorden y el caos se apoderaron de ellos. Muchos pretendían huir,
pero hallaban la muerte en su intento. Por fin, se rehicieron de la
triple embestida y obligaron a retroceder a los astures. Éstos se
refugiaron detrás de la colina para reorganizarse. Habían sufrido
algunas bajas, pero eran muy inferiores a las sufridas por los
romanos. El combate se encontraba en su punto álgido, sin embargo la
batalla aún no estaba decidida. Los romanos eran muy superiores en
número y aquella pequeña tregua les iba a servir para
reorganizarse. Elaeso tomó la decisión de atacar de nuevo, ahora
todos juntos, para no darles tregua. Descendió la colina a veloz
carrera seguido por todos los suyos. El choque fue impresionante. Los
romanos que no caían por los golpes fueron retrocediendo ante
aquella furia imparable. Los astures lanzaban golpes a diestro y
siniestro. Los invasores intentaban rechazarlos, pero su poderío era
imparable. Poco a poco las fuerzas de Elaeso se fueron disgregando
sin percatarse de ello. Cuando quisieron darse cuenta, su jefe con
unos pocos de los suyos había quedado rodeado por un gran número de
romanos. Elaeso y sus compañeros se defendían con ardor. Sus
energías parecían multiplicarse. Mas el número de sus enemigos era
muy superior. La balanza se inclinaba a favor de ellos. Elaeso
comprendió que había llegado su hora. No obstante, juró que
vendería cara su vida. Lucharía mientras le quedara un hálito de
aliento. Sus enemigos lo rodearon. Él se defendía como un león.
Aguantó los embates de unos cuantos romanos. A muchos de ellos les
costó la vida. Pero al final no pudo más. Un soldado romano le
atravesó el pecho con su espada. Elaeso, antes de expirar, aún tuvo
tiempo de ver que su hijo le segaba el cuello a su asesino. Luego
cayó al suelo inerte.
Medulio recogió el cuerpo de
su padre que yacía en el suelo y ordenó la retirada. Los astures se
replegaron detrás de la colina. Medulio encargó a Clouto que
llevara el cuerpo exánime de su padre al campamento base y ordenó a
todos los demás que lo siguieran. Su propósito era dirigirse a las
montañas y, más concretamente, a un desfiladero que él conocía,
donde les tenderían una emboscada a los romanos para vencerlos, por
lo que sin pérdida de tiempo se pusieron en marcha. Los romanos
cayeron en la trampa. Creyeron que al matar a su jefe huían
despavoridos. Así que decidieron seguir tras ellos para aniquilarlos
a todos y apoderarse de sus tierras. Medulio con su ejército caminó
todo el día en dirección a las montañas. Llegada la noche, alcanzó
el paso deseado. Ordenó a todos los suyos apostarse a lo largo de
ambas vertientes del desfiladero y que permanecieran allí hasta el
nuevo día. Él se quedó con poco más de un centenar apostado al
inicio del desfiladero. Harían de señuelo para atraer a los
romanos. Por la mañana, con las primeras luces del alba, Medulio se
dejó ver por los romanos a la entrada del paso. Éstos creyeron que
se hallaba allí con todas sus tropas y empezaron a perseguirlo.
Medulio comenzó a avanzar por el fondo del desfiladero con su
reducido número de acompañantes. Poco a poco el grueso del ejército
romano fue penetrando en él. Ya sólo faltaban unos pocos de la
retaguardia por entrar. Medulio y sus acompañantes avanzaron media
milla más. Luego, se giraron sobre sus pies para cerrar el paso a
sus perseguidores. En aquel momento comenzó la batalla. Los romanos
se vieron encerrados en el estrecho paso sin margen de maniobra.
Recibían ataques de todas partes. El reducido espacio no les
permitía defenderse. Los astures los diezmaron a placer. A eso del
mediodía pudieron abandonar aquel infierno poco más de un centenar
de romanos rotos, desfigurados, polvorientos y malheridos. El resto
yacía en el fondo del desfiladero. La victoria de Medulio había
sido un éxito total.
Medulio regresó con sus
tropas al campamento base. Allí lo esperaban su madre, su mujer, su
hija y sus suegros que acompañaban el cadáver de Elaeso. Se
alegraron por la victoria obtenida, pero aquella victoria les sabía
muy amarga, ya que les había costado la pérdida de muchos hombres,
sobre todo la de Elaeso. Todo el mundo sentía dolor y rabia.
Aquel mismo día Medulio
ordenó celebrar los funerales militares en honor de su padre. Era lo
primero que había que hacer. Con todo el dolor de su corazón,
ordenó que lo amortajaran con el mejor uniforme que tenía. Luego,
entre cuatro hombres lo depositaron en un pedestal que al efecto
habían preparado. Allí, custodiado por cuatro soldados, uno en cada
esquina, y con Medulio a su cabecera, fueron desfilando uno a uno
todos los componentes del ejército para rendirle honores. Cada uno
de ellos se cuadró ante el féretro de su jefe y le rindió el
saludo militar. Terminado el acto, desfilaron ante él todas las
tropas para rendirle el último homenaje. Después Medulio ordenó
romper filas.
Al día siguiente del funeral
militar, Medulio nombró un pequeño destacamento para que
trasladaran los restos de su padre al valle de Osimara, donde
recibiría sepultura. La comitiva, formada por los familiares más
allegados y por los convecinos de Osimara, se puso en marcha. Medulio
dejó a Clouto a cargo del campamento con orden expresa de que lo
mantuviera en calma. El viaje hasta la tierra de los gigurros duró
dos largos y penosos días. Por fin, llegaron a dar vista al valle.
Genoveva no pudo contener las lágrimas.
Cuando llegaron al poblado,
Medulio ordenó levantar un túmulo en donde enterrarían a su padre.
Reunido todo el poblado que, entre lágrimas y suspiros, lloraban la
muerte de Elaeso, el druida, íntimo amigo del difunto, dio comienzo
a la ceremonia. Después de asperjar el féretro, como hacía en
todos sus actos, elevó varias oraciones en su lengua arcana. Acto
seguido levantó la voz para que lo oyeran bien los dioses:
—¡Oh, Belenos! Acoge en tu
morada a este tu siervo, que dio su vida por defender a su pueblo.
—¡Que así sea!
—contestaron los presentes.
—¡Oh, Belenos! Muéstrate
clemente con tu siervo Elaeso como él lo fue con sus hermanos.
—¡Que así sea!
—respondieron.
—¡Oh, Belenos! No juzgues
con severidad a tu siervo Elaeso, pues él fue clemente con los
suyos.
—¡Que así sea! —se oyó
en un murmullo.
—¡Oh, Tilenus! No
desampares a tu siervo Elaeso, que dio su vida y luchó en tu nombre.
—¡Que así sea! —repetían
los presentes.
—¡Oh, Tilenus! Te pido que
aceptes la muerte de Elaeso como un sacrificio y que a cambio
protejas a nuestro ejército.
—¡Que así sea!
—contestaron todos al unísono.
Terminadas las plegarias, se
procedió a dar sepultura a los restos del finado. Genoveva no pudo
contener su llanto y tuvo que ser asistida y consolada por su hijo,
que la acompañó hasta su morada. La desconsolada viuda no se sentía
con fuerzas para presenciar el entierro de quien había compartido
media vida con ella. La comitiva permaneció en el poblado de Osimara
un día más para descansar y rendir el último homenaje al que fuera
su jefe. Luego, emprenderían el regreso al campamento del Tortus.
© Julio Noel
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