jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 17





                                                                      17



Alda correteaba alrededor de la tienda. Su madre no la perdía de vista un solo instante. La niña había cumplido ya cinco años y era el orgullo de sus padres. Tanto Elba como Medulio se desvivían por educarla y protegerla.
No te alejes de mi lado, Alda. Ya sabes que no quiero perderte de vista.
¿Por qué no quieres que me separe de ti, madre? —le preguntó la niña mientras se acercaba haciendo pucheros.
Porque puede venir alguien y hacerte daño o llevarte para siempre de mi lado. ¿Quieres eso?
No, madre.
La niña se abrazó al cuello de su madre y le hacía carantoñas y arrumacos con su carita. La madre le correspondió con besos y caricias. Mientras tanto, en el campo de instrucción Medulio pasaba revista y supervisaba los ejercicios de los soldados.
A ver, esa compañía lleva el paso muy lento. Más deprisa. —La compañía comenzó a caminar a paso ligero—. Eso está mejor. Que continúen así.
Más adelante otra compañía realizaba ejercicios para salvar una serie de obstáculos. Algunos de sus componentes no lo hacían todo lo bien que Medulio desearía.
Ése que acaba de trepar por el muro, que lo repita otra vez. Lo ha hecho muy despacio.
¡A la orden, mi general! —contestó el instructor.
El soldado trepó el muro más deprisa que la vez anterior.
Eso ya está mejor —comentó Medulio—. Quiero que todo el mundo ponga lo mejor de sí en la instrucción. En ello nos va la vida a todos.
¡Sí, señor! —respondió la compañía a coro.
Medulio llegó a donde se realizaban simulacros de lucha real. Los soldados utilizaban armas de madera, sin filos ni puntas, para evitar al máximo herir a sus propios compañeros. Pero la lucha entre ellos era lo más real posible, evitando los impactos que pudieran causar lesiones a sus oponentes. Al final de los entrenamientos casi siempre resultaba alguno contusionado o con alguna herida leve. A pesar de ello, aquellos ejercicios eran absolutamente necesarios para preparar a los futuros guerreros convenientemente para la lucha.
—¡Quiero ver más decisión en vuestros ataques! —gritó Medulio a los que combatían en aquel momento—. ¡Parecéis señoritas!
¡Sí, mi general! —contestó el instructor—. Ya lo habéis oído, tenéis que combatir con más energía.
Un centinela se acercó a Medulio a toda carrera.
Señor, ha llegado un emisario de Brigaecium. Su padre reclama su presencia con premura.
Medulio no se demoró un instante. Tiró de las riendas de Pegaso y puso rumbo a la tienda de su padre, que lo esperaba con gran impaciencia. El joven descabalgó de un salto dejando el caballo a cargo de uno de los centinelas y se precipitó en la tienda de su padre.
¿Qué pasa, padre? —preguntó nada más entrar—. ¿A qué vienen tantas prisas?
Pasa, hijo —Elaeso le pasó el brazo por la espalda y con la mano apoyada en el hombro lo condujo junto al emisario—. Este hombre dice que un gran ejército romano ha tomado Brigaecium y que ahora se dirige por la margen derecha del Urbicus hacia Bedunia. No hay tiempo que perder. Prepara todas las fuerzas disponibles para partir inmediatamente. Yo personalmente dirigiré la operación.
Pero, padre, ¿cómo vas a ir tú? —protestó Medulio—. Tú te quedarás aquí para proteger y defender el campamento.
Aquí no se quedará nadie que pueda luchar. Todos los hombres útiles deberán partir inmediatamente al encuentro del ejército romano. ¿Queda bien entendido?
Sí, padre. Pero, ¿no vamos a dejar a nadie aquí? —insinuó Medulio con cierta perplejidad.
No vamos a dejar a nadie, hijo.
¿Tantos son los invasores? —se atrevió a preguntar Medulio.
Según el emisario, se calculan en más de tres mil.
Padre, déjame a mí dirigir la operación y quédate aquí para cuidar de los nuestros y de la población civil.
No, hijo. ¿Qué ejemplo daría a mis soldados y en qué concepto me tendría mi pueblo si me quedara aquí? Lo siento, pero debo ir como lo que soy, como el jefe supremo del ejército. Mi honor y mi orgullo así me lo exigen.
Padre e hijo se abrazaron mutuamente. Sabían que había llegado el momento de poner a prueba a su ejército. También presentían que la batalla iba a ser ardua y difícil. El número de combatientes del enemigo era muy superior al de ellos, pero no podían quedarse de brazos cruzados. Tenían que hacerles frente. No había tiempo que perder. Por eso Elaeso, después de separar de sí con suavidad a su hijo, le ordenó nuevamente que preparara las tropas. Había que partir enseguida.
Medulio dejó a toda prisa la tienda de su padre, montó de un salto en su caballo y partió a toda carrera para reunirse con los distintos mandos, en especial con Clouto. Cuando los tuvo a todos reunidos, les comunicó la situación de peligro en que se encontraban y la inminencia de la partida. En menos de una hora todos los soldados deberían haber abandonado el campamento en traje de batalla. Lo que significaba que todos ellos irían armados hasta los dientes. Nadie que pudiera empuñar un arma debería quedarse en el campamento, bajo pena de
muerte para quien lo hiciera. Desde aquel mismo instante estaban en estado de guerra. Cualquiera que desobedeciera una orden o intentara huir sería ejecutado en el acto. El general dio orden a sus subordinados para que lo transmitieran a la tropa inmediatamente.
Clouto, tú serás mi lugarteniente desde este momento. Tu puesto lo ocupará Toreno, ¿entendido?
¡Entendido, mi general!
Pues ya puedes ir a comunicárselo y a supervisar la operación de salida.
¡A sus órdenes, mi general!
Como había exigido Medulio, antes de una hora habían dejado atrás el campamento militar. El ejército se desplazaba por la margen derecha del Tortus en dirección a Bedunia. Allí harían frente a los invasores. Los hombres recorrieron las doce millas que los separaban de su destino en menos de cuatro horas. Cuando llegaron a divisar su objetivo, la calma parecía reinar por todas partes. No se veía rastro de ningún ejército por todos aquellos contornos. Elaeso dio orden de acampar. La noche ya se les echaba encima. Tanto los hombres como las caballerías que portaban hicieron un alto en el camino para pasar la noche. El sueño reparador les devolvería las fuerzas perdidas para estar listos al amanecer.
Cuando las primeras luces del alba comenzaron a disipar la neblina que había pegada a las márgenes del río, uno de los centinelas dio la voz de alarma. En lontananza se divisaba una gran polvareda que se mezclaba con la neblina del amanecer. No cabía duda. Era el ejército invasor que avanzaba lentamente siguiendo el curso del río. Elaeso puso de inmediato en guardia a todos sus soldados. Luego, dio instrucciones a su hijo para organizar la resistencia. Lo más prudente era dividir el ejército en tres partes. Así, podrían caer sobre sus enemigos en forma de pinza. Él se quedaría con una parte al lado del río, donde se enfrentaría directamente con los romanos. Su hijo se situaría con otra parte en el altozano que había hacia poniente. Desde allí atacarían por sorpresa el costado del ejército enemigo. Finalmente, una tercera parte, que estaría al mando de Clouto, se situaría detrás de una pequeña colina que se elevaba hacia el mediodía. Desde allí atacaría a la retaguardia de los romanos. Tanto Medulio como Clouto debían partir ya en dirección poniente, para dar un rodeo por detrás de la loma que había por aquella parte y que se dirigía hacia el Sur. Así, los invasores no podrían descubrir la maniobra. Medulio puso reparos a su padre por la decisión que tomaba de quedarse al frente del ala que debía parar el choque del ejército romano. Hubiera preferido ser él quien ocupara aquel lugar. Pero su padre fue tajante. Allí se quedaría él. Así que Medulio no tuvo más alternativa que obedecer las órdenes de su padre. La estrategia se puso en marcha inmediatamente.
En breves instantes en las márgenes del río no quedó más que un tercio del ejército astur. Los demás se fueron a ocupar las posiciones señaladas. Los invasores avanzaban lentamente. Su pesada maquinaria de guerra les impedía moverse con rapidez. El sol iniciaba su recorrido en el lejano horizonte. Cielo completamente despejado y de un azul intenso, preludio de un caluroso día. La neblina se iba desvaneciendo. Ya sólo consistía en una leve gasa azulada a media altura en la frondosa alameda. La polvareda que levantaba la pesada marcha de los invasores se hacía más y más densa. Tan sólo permitía ver la primera línea, que paulatinamente se acercaba a donde ellos estaban. Los toques de tambor y de las cornetas ya llegaban a los oídos de los astures. El combate se avecinaba. La paciencia de los que esperaban se agotaba. El silencio lo llenaba todo, tan sólo se oía de cuando en cuando el resoplar de las caballerías, que aguardaban con impaciencia. Elaeso, con nervios de acero, mantenía a sus tropas firmes en actitud de espera. El sol ya había recorrido su primer tramo. Las huestes romanas detuvieron su paso. Desde aquel punto contemplaban el ejército enemigo, como si quisieran medir sus fuerzas. De nuevo sonaron los tambores y las cornetas. Una lluvia de flechas inundó el cielo de la mañana, que los astures repelieron con sus escudos o caetras. A ésta siguieron algunas más que produjeron varias bajas en las filas de Elaeso. Entonces fue cuando dio la orden de ataque. Los astures se lanzaron contra los romanos como fieras salvajes. Sus golpes eran certeros y mortales. Las bajas en el ejército enemigo aumentaban por momentos. Pero los romanos eran muy superiores en número y eso hacía que apenas se notaran las pérdidas. Poco a poco repelieron el embate de Elaeso, que mal le hubiera ido a su pequeño ejército si en aquel momento no hubiera lanzado una repentina embestida su hijo desde el otero donde se había refugiado. Los romanos sufrieron un buen número de bajas por la inesperada arremetida. Hubo un momento de duda por su parte en el que intentaron la retirada, pero Clouto se adelantó a su maniobra. El ejército invasor quedó atrapado entre tres fuegos. El desorden y el caos se apoderaron de ellos. Muchos pretendían huir, pero hallaban la muerte en su intento. Por fin, se rehicieron de la triple embestida y obligaron a retroceder a los astures. Éstos se refugiaron detrás de la colina para reorganizarse. Habían sufrido algunas bajas, pero eran muy inferiores a las sufridas por los romanos. El combate se encontraba en su punto álgido, sin embargo la batalla aún no estaba decidida. Los romanos eran muy superiores en número y aquella pequeña tregua les iba a servir para reorganizarse. Elaeso tomó la decisión de atacar de nuevo, ahora todos juntos, para no darles tregua. Descendió la colina a veloz carrera seguido por todos los suyos. El choque fue impresionante. Los romanos que no caían por los golpes fueron retrocediendo ante aquella furia imparable. Los astures lanzaban golpes a diestro y siniestro. Los invasores intentaban rechazarlos, pero su poderío era imparable. Poco a poco las fuerzas de Elaeso se fueron disgregando sin percatarse de ello. Cuando quisieron darse cuenta, su jefe con unos pocos de los suyos había quedado rodeado por un gran número de romanos. Elaeso y sus compañeros se defendían con ardor. Sus energías parecían multiplicarse. Mas el número de sus enemigos era muy superior. La balanza se inclinaba a favor de ellos. Elaeso comprendió que había llegado su hora. No obstante, juró que vendería cara su vida. Lucharía mientras le quedara un hálito de aliento. Sus enemigos lo rodearon. Él se defendía como un león. Aguantó los embates de unos cuantos romanos. A muchos de ellos les costó la vida. Pero al final no pudo más. Un soldado romano le atravesó el pecho con su espada. Elaeso, antes de expirar, aún tuvo tiempo de ver que su hijo le segaba el cuello a su asesino. Luego cayó al suelo inerte.
Medulio recogió el cuerpo de su padre que yacía en el suelo y ordenó la retirada. Los astures se replegaron detrás de la colina. Medulio encargó a Clouto que llevara el cuerpo exánime de su padre al campamento base y ordenó a todos los demás que lo siguieran. Su propósito era dirigirse a las montañas y, más concretamente, a un desfiladero que él conocía, donde les tenderían una emboscada a los romanos para vencerlos, por lo que sin pérdida de tiempo se pusieron en marcha. Los romanos cayeron en la trampa. Creyeron que al matar a su jefe huían despavoridos. Así que decidieron seguir tras ellos para aniquilarlos a todos y apoderarse de sus tierras. Medulio con su ejército caminó todo el día en dirección a las montañas. Llegada la noche, alcanzó el paso deseado. Ordenó a todos los suyos apostarse a lo largo de ambas vertientes del desfiladero y que permanecieran allí hasta el nuevo día. Él se quedó con poco más de un centenar apostado al inicio del desfiladero. Harían de señuelo para atraer a los romanos. Por la mañana, con las primeras luces del alba, Medulio se dejó ver por los romanos a la entrada del paso. Éstos creyeron que se hallaba allí con todas sus tropas y empezaron a perseguirlo. Medulio comenzó a avanzar por el fondo del desfiladero con su reducido número de acompañantes. Poco a poco el grueso del ejército romano fue penetrando en él. Ya sólo faltaban unos pocos de la retaguardia por entrar. Medulio y sus acompañantes avanzaron media milla más. Luego, se giraron sobre sus pies para cerrar el paso a sus perseguidores. En aquel momento comenzó la batalla. Los romanos se vieron encerrados en el estrecho paso sin margen de maniobra. Recibían ataques de todas partes. El reducido espacio no les permitía defenderse. Los astures los diezmaron a placer. A eso del mediodía pudieron abandonar aquel infierno poco más de un centenar de romanos rotos, desfigurados, polvorientos y malheridos. El resto yacía en el fondo del desfiladero. La victoria de Medulio había sido un éxito total.
Medulio regresó con sus tropas al campamento base. Allí lo esperaban su madre, su mujer, su hija y sus suegros que acompañaban el cadáver de Elaeso. Se alegraron por la victoria obtenida, pero aquella victoria les sabía muy amarga, ya que les había costado la pérdida de muchos hombres, sobre todo la de Elaeso. Todo el mundo sentía dolor y rabia.
Aquel mismo día Medulio ordenó celebrar los funerales militares en honor de su padre. Era lo primero que había que hacer. Con todo el dolor de su corazón, ordenó que lo amortajaran con el mejor uniforme que tenía. Luego, entre cuatro hombres lo depositaron en un pedestal que al efecto habían preparado. Allí, custodiado por cuatro soldados, uno en cada esquina, y con Medulio a su cabecera, fueron desfilando uno a uno todos los componentes del ejército para rendirle honores. Cada uno de ellos se cuadró ante el féretro de su jefe y le rindió el saludo militar. Terminado el acto, desfilaron ante él todas las tropas para rendirle el último homenaje. Después Medulio ordenó romper filas.
Al día siguiente del funeral militar, Medulio nombró un pequeño destacamento para que trasladaran los restos de su padre al valle de Osimara, donde recibiría sepultura. La comitiva, formada por los familiares más allegados y por los convecinos de Osimara, se puso en marcha. Medulio dejó a Clouto a cargo del campamento con orden expresa de que lo mantuviera en calma. El viaje hasta la tierra de los gigurros duró dos largos y penosos días. Por fin, llegaron a dar vista al valle. Genoveva no pudo contener las lágrimas.
Cuando llegaron al poblado, Medulio ordenó levantar un túmulo en donde enterrarían a su padre. Reunido todo el poblado que, entre lágrimas y suspiros, lloraban la muerte de Elaeso, el druida, íntimo amigo del difunto, dio comienzo a la ceremonia. Después de asperjar el féretro, como hacía en todos sus actos, elevó varias oraciones en su lengua arcana. Acto seguido levantó la voz para que lo oyeran bien los dioses:
¡Oh, Belenos! Acoge en tu morada a este tu siervo, que dio su vida por defender a su pueblo.
¡Que así sea! —contestaron los presentes.
¡Oh, Belenos! Muéstrate clemente con tu siervo Elaeso como él lo fue con sus hermanos.
¡Que así sea! —respondieron.
¡Oh, Belenos! No juzgues con severidad a tu siervo Elaeso, pues él fue clemente con los suyos.
¡Que así sea! —se oyó en un murmullo.
¡Oh, Tilenus! No desampares a tu siervo Elaeso, que dio su vida y luchó en tu nombre.
¡Que así sea! —repetían los presentes.
¡Oh, Tilenus! Te pido que aceptes la muerte de Elaeso como un sacrificio y que a cambio protejas a nuestro ejército.
¡Que así sea! —contestaron todos al unísono.
Terminadas las plegarias, se procedió a dar sepultura a los restos del finado. Genoveva no pudo contener su llanto y tuvo que ser asistida y consolada por su hijo, que la acompañó hasta su morada. La desconsolada viuda no se sentía con fuerzas para presenciar el entierro de quien había compartido media vida con ella. La comitiva permaneció en el poblado de Osimara un día más para descansar y rendir el último homenaje al que fuera su jefe. Luego, emprenderían el regreso al campamento del Tortus.


© Julio Noel

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