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Me
hospedaba en una vieja pensión enclavada en el barrio antiguo de la
ciudad. La entrada, lúgubre, producía escalofríos. Una
semiderruida escalera conducía hasta la primera planta, donde se
hallaba la pensión. El primer escalón era de granito. Los demás de
madera vieja y carcomida. Al pisar en ellos, se quejaban
lastimeramente. De madera apolillada era también la balaustrada que
protegía el hueco interior, húmedo y lóbrego. Faltaba el tercer
balaustre. Los demás estaban completamente carcomidos por la
polilla. De un ángulo superior pendía una telaraña. La humedad era
patente por todas partes. Grandes manchones cubrían las paredes
produciendo figuras fantásticas, como la quimera que se podía ver
en el rellano de la posada.
El aspecto interior de la
hospedería no era tan tétrico como el de la escalera, pero no
derrochaba lujo. Mi aposento era muy sencillo. No había más que un
decrépito armario, una cama y una silla. Ni una simple mesa para
leer o escribir.
Los huéspedes solían
reunirse en el salón, que, al mismo tiempo, hacía las veces de
comedor. Única dependencia algo mejor decorada. El centro de la sala
lo ocupaban una mesa alargada y media docena de sillas. Como la
estancia era amplia, en los lados había algunos sofás y butacas. En
ellos se acomodaban los huéspedes para compartir sus ratos de ocio
en amena camaradería.
La pensión era de tipo
familiar. No tenía capacidad más que para media docena de personas.
La hospedera era una mujer joven, casada con un bala perdida. Tenían
cuatro hijos, todos pequeños. El menor de dos años. La madre de la
hospedera vivía con ellos. Una mujer ya entrada en años y en
carnes. Ayudaba a su hija en los quehaceres de la casa.
La familia hacía vida aparte.
Tenían dependencias independientes y nunca comían con nosotros. En
realidad yo aún no conocía a todos sus miembros. Al marido no lo
había visto nunca. Entre los huéspedes se comentaba que no hacían
buen maridaje. Se decía que él pasaba casi todas las noches fuera
de casa y que ella tenía por amante a uno de los pensionistas. No
quiero hacerme eco de la maledicencia, aunque sí era cierto que uno
de los huéspedes tenía acceso a sus dependencias y solía comer con
la familia. Era un individuo de unos treinta años, con el que tan
sólo me había cruzado un par de veces.
El
resto de los huéspedes estaba formado por dos asturianos, un navarro
y un andaluz. No parecían malas personas, aunque era muy pronto para
hacer un juicio certero de ellos. Tan sólo llevaba una semana
hospedado allí, por lo que apenas había tenido tiempo para
relacionarme con los demás. Mis preferencias parecían inclinarse
hacia los asturianos. Eran dos fornidos mozos del mismo pueblo,
parientes, aunque con un parentesco algo lejano. El navarro era un
hombre serio. Parecía muy asentado. Trabajaba en el puerto pesquero.
El andaluz era un individuo de una edad indeterminada. Podría frisar
los cuarenta. Alegre y más amigo de la juerga que del trabajo. Era
peón de la construcción.
Había llegado temprano a la
pensión. Como todavía faltaba bastante para la hora de cenar, me
encerré en mi cuarto. Allí, tendido sobre la cama, podía pensar
sin que nadie me lo estorbara y dar rienda suelta a mi imaginación.
Por el vano de la ventana
apenas entraba ya luz. Aquella ventana se abría a un patio interior,
que de por sí era ya bastante oscuro, y a aquella hora avanzada de
la tarde lo era más aún. El aposento estaba envuelto en sombras.
Poco después se encendió una luz en la ventana de enfrente y un
débil resplandor penetró a través de los frágiles cristales. La
bombilla que pendía del techo proyectó su sombra alargada sobre la
pared. Lo mismo ocurría con los demás objetos de la habitación.
Tendido en la cama, con la
nuca apoyada en mis manos entrelazadas, contemplaba el techo y las
sombras de la habitación. El silencio reinante y la penumbra que me
rodeaba eran propicios para dar rienda suelta a mi loca imaginación.
Vino a sacarme de mis pensamientos un sonido melodioso y dulce que
producía un violín. Imaginé la diestra mano que lo tañía. No
podía pertenecer más que a una bella mujer. Aquella delicadeza con
que lo tocaba parecía indicarlo así. Sus tonos agudos penetraban en
mis oídos y me producían un cosquilleo agradable que hacía vibrar
todo mi ser. Corrí a la ventana y la abrí de par en par para
percibir mejor tan deleitosa melodía. Mis ojos recorrieron una por
una todas las ventanas del patio, tratando de descubrir de dónde
procedía aquel delicioso son. Salvo la que tenía enfrente, todas
las demás permanecían con la luz apagada. En la cuarta planta
descubrí una con las hojas entornadas. Presté atención y deduje
que de allí salía aquel dulce son. Apoyé los antebrazos en el
alféizar con la esperanza de ver quién tañía tan maravillosamente
el violín. Mi espera fue vana. Al cabo de un rato dejó de oírse
sin que pudiera ver al dueño de aquella mano que hacía vibrar con
tanta destreza sus cuerdas. Durante unos segundos siguieron sonando
en mis oídos sus dulces notas. Luego, golpearon mis tímpanos ruidos
disonantes. Eché una ojeada al patio y vi que de casi todas las
ventanas surgía luz. Miré hacia arriba. Un velo negro cubría la
bóveda celeste. Desde allí no se podía ver ninguna estrella por
impedirlo el resplandor de las luces que iluminaban el patio. Junté
los batientes de mi ventana y ajusté la falleba. Después encendí
la luz y cerré los postigos. Por mi mente discurrían mil
interrogantes. ¿Quién sería la persona que tan diestramente tocaba
aquel violín? ¿Sería una joven y bella mujer? ¿Una doncella? Sin
duda se trataba de un alma delicada y un espíritu sensible a la
belleza.
Se acercaba la hora de cenar.
Como no sabía qué hacer, me fui al comedor. Allí me encontré con
el navarro y el andaluz. Después de saludarlos me senté en el
butacón más próximo a la puerta. Ellos contestaron a mi saludo y
prosiguieron con su charla. Hablaban de nimiedades. De cosas sin
importancia que les habían ocurrido durante el día. Poco después
el andaluz se dirigió a mí.
—¡Oye, compare! ¿No te
habrá comío la lengua er gato?
Lo miré entre enojado y
avergonzado. Me parecía demasiado prematuro por su parte para que
pudiera tomarse esa libertad conmigo.
—No, no, en absoluto
—contesté yo.
—No te ponga nerviosiyo,
hombre, que no e pa tanto —comentó él con su característico
acento andaluz, suprimiendo las eses finales o aspirándolas y
abriendo las vocales correspondientes.
En la comisura de los labios
del navarro se dibujó una leve sonrisa, que podía ser de lástima o
de complicidad. Yo me sentía un poco incómodo. Una desazón
recorría todo mi cuerpo.
—¿Cómo te yama, que
todavía no no lo ha disho? —insistió el andaluz con su peculiar
pronunciación de la che a la francesa.
—Raúl. Me llamo Raúl para
servirles a ustedes —contesté con cierta timidez.
—¿Hah oío, Carmelo? Dise
que pa servirnoh a nosotro —comentó con chanza el andaluz,
explotando en una estridente carcajada—. Eso ya se verá, mushasho.
—Nueva carcajada.
En medio de aquella situación
tan embarazosa me hizo gracia la pronunciación de la palabra
muchacho
por el andaluz. ¡Sonaba tan distinta a como la había oído yo
siempre…!
—Bueno, jovensito, bueno.
Pue yo me yamo Antonio pa lo que guhte. ¡Choca eso sinco! Aquí
tiene un amigo.
El andaluz se había acercado
a mí y me tendía la mano. Yo me sentí un poco remiso en ofrecerle
la mía.
—¡Vamo, hombre, no te lo
tome asín! No me haga caso, que a mí me guhta reírme hahta de mi
sombra —añadió aspirando las eses implosivas.
Vencido mi recelo, le ofrecí
mi mano también.
—¡Asín me gustan lo
hombre! —exclamó apretando mi mano hasta hacerme daño. Mira —me
dijo señalando hacia el navarro y sin soltarme—. Ése e Carmelo.
Un navarro noble. De pura sepa. Puede confiar en ér como si se
tratara de tu propio padre.
—No
exageres, Antonio —comentó el navarro con cierto aire de modestia.
—No exahero. E la pura
verdá. Eh er hombre de mejor corasón que hay en er mundo. Cuando te
encuentre en argún apuro, no tenga reparo en acudir a ér.
—Eso, sí, pues. Aquí
tienes un amigo pa lo que gustes —corroboró el navarro.
Después de estas palabras, el
andaluz soltó mi mano y tornó a sentarse en el asiento que había
dejado momentos antes. Poco después entraron los dos asturianos.
Después de darnos las buenas noches se sentaron en sendos sillones
hasta que nos sirvieran la cena. La verdad que no eran muy caseros.
Se pasaban el día en el trabajo y el tiempo libre en los bares. A la
pensión no iban más que a las horas de comer y a dormir.
Mis compañeros continuaban
charlando amigablemente. Yo seguía someramente su conversación. En
más de una ocasión me dejaba guiar por mis propios pensamientos y
perdía por completo el hilo de su charla.
—¿No te parese, Raúl?
Me sobresalté un poco y quedé
confundido. No sabía a qué podía aludir el andaluz con aquella
insinuación.
—Ehtá un poco dehpitaíyo.
Todos rieron su gracia. Hasta
la madre de la hospedera, que era quien nos servía la cena y acababa
de entrar en aquel momento.
—¿No le parese a uhté,
señá María?
—Claro que me lo parece
—asintió ella moviendo convulsivamente su enorme papada por efecto
de la risa.
Mientras reían yo permanecía
con el semblante serio. Se habían propuesto pasar una noche
divertida a mis expensas y lo estaban consiguiendo. Había que
dejarlos. Ya se cansarían.
© Julio Noel
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