martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 3




 3


        Me hospedaba en una vieja pensión enclavada en el barrio antiguo de la ciudad. La entrada, lúgubre, producía escalofríos. Una semiderruida escalera conducía hasta la primera planta, donde se hallaba la pensión. El primer escalón era de granito. Los demás de madera vieja y carcomida. Al pisar en ellos, se quejaban lastimeramente. De madera apolillada era también la balaustrada que protegía el hueco interior, húmedo y lóbrego. Faltaba el tercer balaustre. Los demás estaban completamente carcomidos por la polilla. De un ángulo superior pendía una telaraña. La humedad era patente por todas partes. Grandes manchones cubrían las paredes produciendo figuras fantásticas, como la quimera que se podía ver en el rellano de la posada.
El aspecto interior de la hospedería no era tan tétrico como el de la escalera, pero no derrochaba lujo. Mi aposento era muy sencillo. No había más que un decrépito armario, una cama y una silla. Ni una simple mesa para leer o escribir.
Los huéspedes solían reunirse en el salón, que, al mismo tiempo, hacía las veces de comedor. Única dependencia algo mejor decorada. El centro de la sala lo ocupaban una mesa alargada y media docena de sillas. Como la estancia era amplia, en los lados había algunos sofás y butacas. En ellos se acomodaban los huéspedes para compartir sus ratos de ocio en amena camaradería.
La pensión era de tipo familiar. No tenía capacidad más que para media docena de personas. La hospedera era una mujer joven, casada con un bala perdida. Tenían cuatro hijos, todos pequeños. El menor de dos años. La madre de la hospedera vivía con ellos. Una mujer ya entrada en años y en carnes. Ayudaba a su hija en los quehaceres de la casa.
La familia hacía vida aparte. Tenían dependencias independientes y nunca comían con nosotros. En realidad yo aún no conocía a todos sus miembros. Al marido no lo había visto nunca. Entre los huéspedes se comentaba que no hacían buen maridaje. Se decía que él pasaba casi todas las noches fuera de casa y que ella tenía por amante a uno de los pensionistas. No quiero hacerme eco de la maledicencia, aunque sí era cierto que uno de los huéspedes tenía acceso a sus dependencias y solía comer con la familia. Era un individuo de unos treinta años, con el que tan sólo me había cruzado un par de veces.
El resto de los huéspedes estaba formado por dos asturianos, un navarro y un andaluz. No parecían malas personas, aunque era muy pronto para hacer un juicio certero de ellos. Tan sólo llevaba una semana hospedado allí, por lo que apenas había tenido tiempo para relacionarme con los demás. Mis preferencias parecían inclinarse hacia los asturianos. Eran dos fornidos mozos del mismo pueblo, parientes, aunque con un parentesco algo lejano. El navarro era un hombre serio. Parecía muy asentado. Trabajaba en el puerto pesquero. El andaluz era un individuo de una edad indeterminada. Podría frisar los cuarenta. Alegre y más amigo de la juerga que del trabajo. Era peón de la construcción.
Había llegado temprano a la pensión. Como todavía faltaba bastante para la hora de cenar, me encerré en mi cuarto. Allí, tendido sobre la cama, podía pensar sin que nadie me lo estorbara y dar rienda suelta a mi imaginación.
Por el vano de la ventana apenas entraba ya luz. Aquella ventana se abría a un patio interior, que de por sí era ya bastante oscuro, y a aquella hora avanzada de la tarde lo era más aún. El aposento estaba envuelto en sombras. Poco después se encendió una luz en la ventana de enfrente y un débil resplandor penetró a través de los frágiles cristales. La bombilla que pendía del techo proyectó su sombra alargada sobre la pared. Lo mismo ocurría con los demás objetos de la habitación.
Tendido en la cama, con la nuca apoyada en mis manos entrelazadas, contemplaba el techo y las sombras de la habitación. El silencio reinante y la penumbra que me rodeaba eran propicios para dar rienda suelta a mi loca imaginación. Vino a sacarme de mis pensamientos un sonido melodioso y dulce que producía un violín. Imaginé la diestra mano que lo tañía. No podía pertenecer más que a una bella mujer. Aquella delicadeza con que lo tocaba parecía indicarlo así. Sus tonos agudos penetraban en mis oídos y me producían un cosquilleo agradable que hacía vibrar todo mi ser. Corrí a la ventana y la abrí de par en par para percibir mejor tan deleitosa melodía. Mis ojos recorrieron una por una todas las ventanas del patio, tratando de descubrir de dónde procedía aquel delicioso son. Salvo la que tenía enfrente, todas las demás permanecían con la luz apagada. En la cuarta planta descubrí una con las hojas entornadas. Presté atención y deduje que de allí salía aquel dulce son. Apoyé los antebrazos en el alféizar con la esperanza de ver quién tañía tan maravillosamente el violín. Mi espera fue vana. Al cabo de un rato dejó de oírse sin que pudiera ver al dueño de aquella mano que hacía vibrar con tanta destreza sus cuerdas. Durante unos segundos siguieron sonando en mis oídos sus dulces notas. Luego, golpearon mis tímpanos ruidos disonantes. Eché una ojeada al patio y vi que de casi todas las ventanas surgía luz. Miré hacia arriba. Un velo negro cubría la bóveda celeste. Desde allí no se podía ver ninguna estrella por impedirlo el resplandor de las luces que iluminaban el patio. Junté los batientes de mi ventana y ajusté la falleba. Después encendí la luz y cerré los postigos. Por mi mente discurrían mil interrogantes. ¿Quién sería la persona que tan diestramente tocaba aquel violín? ¿Sería una joven y bella mujer? ¿Una doncella? Sin duda se trataba de un alma delicada y un espíritu sensible a la belleza.
Se acercaba la hora de cenar. Como no sabía qué hacer, me fui al comedor. Allí me encontré con el navarro y el andaluz. Después de saludarlos me senté en el butacón más próximo a la puerta. Ellos contestaron a mi saludo y prosiguieron con su charla. Hablaban de nimiedades. De cosas sin importancia que les habían ocurrido durante el día. Poco después el andaluz se dirigió a mí.
¡Oye, compare! ¿No te habrá comío la lengua er gato?
Lo miré entre enojado y avergonzado. Me parecía demasiado prematuro por su parte para que pudiera tomarse esa libertad conmigo.
No, no, en absoluto —contesté yo.
No te ponga nerviosiyo, hombre, que no e pa tanto —comentó él con su característico acento andaluz, suprimiendo las eses finales o aspirándolas y abriendo las vocales correspondientes.
En la comisura de los labios del navarro se dibujó una leve sonrisa, que podía ser de lástima o de complicidad. Yo me sentía un poco incómodo. Una desazón recorría todo mi cuerpo.
¿Cómo te yama, que todavía no no lo ha disho? —insistió el andaluz con su peculiar pronunciación de la che a la francesa.
Raúl. Me llamo Raúl para servirles a ustedes —contesté con cierta timidez.
¿Hah oío, Carmelo? Dise que pa servirnoh a nosotro —comentó con chanza el andaluz, explotando en una estridente carcajada—. Eso ya se verá, mushasho. —Nueva carcajada.
En medio de aquella situación tan embarazosa me hizo gracia la pronunciación de la palabra muchacho por el andaluz. ¡Sonaba tan distinta a como la había oído yo siempre…!
Bueno, jovensito, bueno. Pue yo me yamo Antonio pa lo que guhte. ¡Choca eso sinco! Aquí tiene un amigo.
El andaluz se había acercado a mí y me tendía la mano. Yo me sentí un poco remiso en ofrecerle la mía.
¡Vamo, hombre, no te lo tome asín! No me haga caso, que a mí me guhta reírme hahta de mi sombra —añadió aspirando las eses implosivas.
Vencido mi recelo, le ofrecí mi mano también.
¡Asín me gustan lo hombre! —exclamó apretando mi mano hasta hacerme daño. Mira —me dijo señalando hacia el navarro y sin soltarme—. Ése e Carmelo. Un navarro noble. De pura sepa. Puede confiar en ér como si se tratara de tu propio padre.
—No exageres, Antonio —comentó el navarro con cierto aire de modestia.
No exahero. E la pura verdá. Eh er hombre de mejor corasón que hay en er mundo. Cuando te encuentre en argún apuro, no tenga reparo en acudir a ér.
Eso, sí, pues. Aquí tienes un amigo pa lo que gustes —corroboró el navarro.
Después de estas palabras, el andaluz soltó mi mano y tornó a sentarse en el asiento que había dejado momentos antes. Poco después entraron los dos asturianos. Después de darnos las buenas noches se sentaron en sendos sillones hasta que nos sirvieran la cena. La verdad que no eran muy caseros. Se pasaban el día en el trabajo y el tiempo libre en los bares. A la pensión no iban más que a las horas de comer y a dormir.
Mis compañeros continuaban charlando amigablemente. Yo seguía someramente su conversación. En más de una ocasión me dejaba guiar por mis propios pensamientos y perdía por completo el hilo de su charla.
¿No te parese, Raúl?
Me sobresalté un poco y quedé confundido. No sabía a qué podía aludir el andaluz con aquella insinuación.
Ehtá un poco dehpitaíyo.
Todos rieron su gracia. Hasta la madre de la hospedera, que era quien nos servía la cena y acababa de entrar en aquel momento.
¿No le parese a uhté, señá María?
Claro que me lo parece —asintió ella moviendo convulsivamente su enorme papada por efecto de la risa.
Mientras reían yo permanecía con el semblante serio. Se habían propuesto pasar una noche divertida a mis expensas y lo estaban consiguiendo. Había que dejarlos. Ya se cansarían.


© Julio Noel  


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