5
Francisca Ricota siguió a su
marido hasta las afueras del pueblo. Allí permaneció por un largo
espacio de tiempo con la vista perdida en el lejano horizonte
contemplando cómo desaparecía su silueta. Sus negros ojos eran como
dos fuentes. Por sus mejillas corrían dos riachuelos de lágrimas.
La infeliz mujer había perdido la noción del tiempo. Un vecino la
volvió a la realidad cuando le cruzó el saludo. El sol ya se había
elevado un trecho sobre la línea del horizonte. Francisca con pasos
lentos e indecisos inició el regreso hacia su casa. La vida debía
continuar.
—Hija, ¿aún duermes?
—¿Qué hora es, madre? ¿Por
qué me despiertas tan temprano?
—Vamos, hija, levántate,
que tenemos mucho que hacer. Ya debería estar abriendo la tienda y
ni siquiera he desayunado.
—¿Y padre? ¿No está bien?
—Tu padre se ha marchado,
hija. Ahora debemos arreglárnoslas nosotras solas.
—¿A dónde se ha marchado?
—No lo sé. Se ha ido por
ese mundo adelante a buscar un nuevo hogar.
—¿Y cómo se ha atrevido a
dejarnos aquí solas? —Juana se echó en brazos de su madre entre
sollozos y suspiros. No entendía cómo podía haberlas abandonado su
padre—. ¿Por qué no nos ha llevado con él?
—Porque no hubiéramos sido
más que un estorbo. Vamos, hija, vístete y arregla un poco esto. Yo
voy a abrir la tienda. Ya hablaremos más tarde.
Al cabo de unos días,
Francisca comprendió que le sería muy difícil compaginar el
negocio con las tareas del hogar. No podía estar en dos sitios a la
vez. Tampoco quería gravar a su hija con la pesada carga de llevar
la tienda o hacerse cargo del hogar. Era todavía una niña para
tanta responsabilidad.
—Hija, no sé qué hacer. Yo
sola no puedo hacerme cargo de la tienda y la casa a la vez.
—No te preocupes, madre. Yo
te ayudaré.
—No, hija. Te lo agradezco,
pero tú eres todavía demasiado joven para esto. Había pensado que
podía echarnos una mano tu tío Juan. En casa de mis padres no tiene
nada que hacer, así que podría ocuparse del negocio. Eso me
permitiría a mí seguir cuidando de la casa y de todos nosotros.
—¿Por qué no se lo
propones a ver si acepta?
—Claro que aceptará, hija.
Lo está deseando. Hoy mismo le mandaré aviso para que venga.
Necesitamos normalizar nuestra vida cuanto antes.
Francisca le ofreció a su
hermano Juan la gestión de la tienda. Así, pocos días más tarde
de la marcha de Ricote, su mujer y su hija seguían haciendo una vida
casi tan normal como si él permaneciera presente en el hogar. Tan
sólo se diferenciaba por la ausencia de relaciones maritales. Juan
había venido a ocupar el lugar del cabeza de familia, pues entre los
musulmanes no es normal que las mujeres vivan solas y desamparadas.
Por eso no sólo se ocupó de la tienda, sino también de todos los
problemas del hogar. Un día llegó a sus oídos que el hijo de los
Gregorio rondaba a su sobrina. Un desliz de una cliente le desveló
el secreto. Ocurrió mientras había ido a la trastienda a buscar
unos salazones que alguien le había demandado. Dos parroquianas
aprovecharon su ausencia para comentar las relaciones que había
entre Juana Ricota y Pedro Gregorio y los requiebros que éste le
hacía. Juan Tiopieyo no pudo evitar enterarse de todo. Cuando se
reunió toda la familia para el almuerzo, le faltó tiempo para
interrogar a su sobrina.
—Sahira, ¿me puedes decir
qué hay entre tú y ese Pedro Gregorio?
—¿Por qué me lo preguntas,
tío?
—No te hagas la ingenua,
sobrina. Sé que os estáis viendo y que eso contraviene nuestras
creencias. Tú no puedes casarte con un cristiano.
—Pero ¿por qué? ¿Acaso yo
no soy cristiana también?
—No es lo mismo, Sahira. Tú,
igual que nosotros, eres cristiana por conveniencia, pero no por
convicción. Nuestra verdadera fe es el islam y ésa es la única que
debemos seguir. De acuerdo con su doctrina, no debemos mezclar
nuestra sangre con la de los cristianos, pues son impuros y
politeístas. A partir de hoy quiero que dejes de verte con ese
descreído.
—Pues no pienso hacerlo.
Pedro me gusta y yo a él también.
—¡Niña, no debes hablar
así! Ese lenguaje no es propio de una musulmana. ¿Quién te ha
enseñado ese libertinaje? Seguirás las órdenes que te dé tu tío
como si te las diera tu propio padre.
Juana arrojó lejos de sí los
cubiertos y el plato que tenía delante. No estaba dispuesta a
aceptar aquellas imposiciones y menos aún renunciar a verse con su
prometido.
—Pedro es bueno y me quiere.
—Todos son buenos mientras
dura el enamoramiento. Después, cuando se enfrían las relaciones,
las cosas cambian. Es entonces cuando uno se da cuenta del acierto o
el error que cometió en la elección de su pareja. Mira, hija, lo
más importante a la hora de elegir el compañero de tu vida es que
congenie totalmente su carácter con el tuyo y eso es más fácil que
ocurra si ambos tenéis las mismas ideas y las mismas creencias. Yo
personalmente creo que ese chico no te conviene.
—No entiendo por qué,
madre. Además, es el mejor partido del pueblo.
—Eso sí. Ya lo dijo tu
padre. Pero también dijo que ese chico no te conviene por sus
creencias religiosas. Mira, hija, haz caso de lo que te decimos y
procura olvidarlo. Tus relaciones con él no nos traerían más que
problemas y más en la situación que estamos. Y ahora come, que se
te está enfriando el cocido.
—No tengo ganas.
Juana dejó con la palabra en
la boca a su madre y su tío para ir a refugiarse en su habitación
donde dio rienda suelta a sus emociones. Allí desahogó su corazón
entre lágrimas y suspiros con la cabeza hundida en la almohada. No
podía entender que utilizaran argumentos religiosos para prohibirle
relacionarse con su prometido cuando ella era más cristiana que
mahometana. ¿Cuándo iban a aceptar los de su sangre la realidad de
los tiempos? ¿Hasta cuándo iban a seguir viviendo obcecados en su
pasado? Ya iba siendo hora de que se olvidaran de sus orígenes y
aceptaran de una vez por todas las creencias cristianas de su nueva
patria.
El tiempo transcurría con
normalidad, aunque de cuando en cuando surgía alguna noticia que
llevaba el desasosiego al corazón de los moriscos que vivían en la
localidad. Ya hacía más de año y medio que el monarca había
decretado su expulsión de todo el reino. Los residentes en los
reinos de Valencia y Aragón ya habían abandonado España hacía
tiempo. También los de Cataluña la estaban abandonando. Tan sólo
quedaban los de las coronas de León y Castilla, menos numerosos que
en las otras partes del reino, por lo que allí no se hacía tan
urgente su expulsión. Pero no por ello se había derogado la orden.
La espada de Damocles seguía pendiendo sobre sus cabezas.
—¿Te has enterado de la
noticia, Najla?
—Algo he oído.
—Parece ser que quieren
empezar a expulsar a los nuestros de estas tierras también.
—Eso dicen, pero ya ha
ocurrido otras veces y no han sido más que habladurías.
—Alguna vez serán ciertas,
hermana. Recuerda que la orden de expulsión que dictó el rey fue
para todos.
—Ya lo sé, Hadi. Por eso se
marchó Ismaîl. Pero no creo que haya llegado aún el momento.
—No lo sé, Najla. No
obstante, no estaría de más que nos fuéramos preparando por si
acaso.
—Yo no pienso irme de aquí,
Hadi. Ante los ojos de todo el pueblo soy tan cristiana como los
demás. ¿Por qué he de abandonar entonces mi casa y mi negocio? Eso
sería tanto como admitir que estoy mintiendo.
—¿Y acaso no lo estás
haciendo?
—Sí, pero eso ellos no lo
saben. Es un secreto que debe permanecer bien encerrado en nuestros
corazones.
Juan se rio con cierto
sarcasmo.
—No digas tonterías. Si nos
quedáramos aquí, seríamos el centro de sus miradas y tarde o
temprano descubrirían nuestro engaño. Entonces, ¿qué ocurriría?
¿Estás segura de poder aguantar los suplicios de la Inquisición? Y
si tú y yo los aguantamos, ¿será capaz de aguantarlos también
Sahira? No, querida hermana, no. No podemos arriesgarnos a eso. Es
mejor que lo tengamos todo preparado para cuando llegue la hora.
—Entonces, ¿qué piensas
hacer?
—De momento, reunir todas
las joyas y objetos de valor y todo el dinero en metálico posible.
Para ello desabasteceremos la tienda o lo que es lo mismo, no
repondremos las mercancías a medida que se vayan agotando.
—Pero ya sabes que no nos
dejarán sacar apenas nada del país.
—Bueno, habrá que
ingeniárselas para hacerlo. Al menos habrá que intentarlo.
Francisca emitió un profundo
suspiro. ¡Tanto luchar para que a la hora de la verdad se lo
quitaran todo!
—¡Y Ismaîl sin regresar ni
dar noticias de su vida! ¿Qué habrá sido de él? ¿No sería mejor
que esperáramos su regreso?
—Eso no está en nuestras
manos, Najla. Cuando llegue el momento, tendremos que partir sin
esperar a nadie ni volver la vista atrás.
—Al menos seguiremos su
consejo. Me hizo prometer que, si teníamos que huir, fuéramos a
Francia. Allí estaríamos más seguros.
—¿Y te dijo a dónde en
concreto?
—No.
—Entonces, ¿a qué vamos a
ir a Francia? Mejor será dirigirnos a la tierra de nuestros
antepasados. Al menos allí nos entenderemos con nuestros hermanos.
—Ay, no sé, Hadi. ¡Que Alá
nos proteja!
—Esperemos que así sea,
Najla.
Un mes más tarde se
precipitaron los acontecimientos. Numerosos miembros de la Santa
Hermandad comenzaron a registrar pueblo a pueblo y a requisar los
bienes de todos los moriscos que aún no se hubieran ido. El pánico
cundió por todas partes. Caravanas de hombres, mujeres, ancianos y
niños llenaban los caminos y calzadas de Castilla en dirección a
Levante o Andalucía. El día antes de la partida de la familia
Ricote, Pedro Gregorio trató de retener a su lado a Juana Ricota. No
podía hacerse a la idea de perderla para siempre.
—Mañana nos vamos, cariño.
Mi tío ya lo ha dispuesto todo. Quiere adelantarse a la orden
oficial.
—Tú no te irás, amor mío.
Te quedarás aquí a mi lado.
—Sabes que eso no es
posible, aunque es lo que más deseo en la vida.
Un beso apasionado de su
prometido selló su boca. Permanecieron así largo rato. Al final él
rompió el silencio.
—Te juro por mi vida que no
te irás o, si lo haces, te seguiré hasta el fin del mundo.
—No lo intentes, cariño. Mi
tío no te aceptará nunca y no te permitirá acercarte a mí.
—Pues entonces rompe con
ellos y quédate aquí conmigo. Eres cristiana como yo. Nada te
obliga a marcharte.
—Me obliga mi familia. Ellos
no aceptarían esta decisión y de grado o por fuerza me obligarían
a seguirlos.
—Entonces huyamos nosotros
ahora y escondámonos hasta que se hayan ido. Luego regresaremos y
viviremos aquí los dos juntos el resto de nuestra vida.
—No puedo hacerlo. Los míos
me maldecirían y no podría vivir en paz nunca. Debo ir adonde ellos
me lleven.
—Si es así, te seguiré a
donde vayas.
A la mañana siguiente la
familia Ricote se dispuso a partir rumbo a Málaga, desde donde
esperaban embarcar hacia algún puerto de la costa africana. Habían
cargado seis carretas y doce acémilas con parte de sus pertenencias.
El resto se veían obligados a abandonarlo en el lugar. Cuando se
disponían a partir, una patrulla de la Santa Hermandad les requisó
muchas de las joyas y monedas de oro que portaban escondidas entre el
equipaje. Juan Tiopieyo opuso resistencia a aquella requisa, que tan
sólo le sirvió para recibir varios golpes y amenazas de los
cuadrilleros. Las gentes del lugar salieron en masa a despedir a sus
convecinos. Algunos lo hicieron por curiosidad e incluso con cierta
alegría al ver que al fin se marchaba del pueblo aquella familia que
tanto se había enriquecido a su costa. Pero los más se despidieron
de ellos con auténtico dolor y con lágrimas en los ojos. Muchos no
olvidaban lo que había hecho por ellos Isamel Ricote en épocas
difíciles. Los momentos más emotivos se produjeron cada vez que
Juana Ricota se despedía de una de sus amigas. Las lágrimas corrían
a raudales. Ella iba hermosa como una diosa. Se había adornado con
sus mejores galas y lucía varias joyas que los cuadrilleros de la
Santa Hermandad no se atrevieron a arrebatarle. A su paso el pueblo
entero la aclamaba como la
bella luna de hermosos ojos negros.
No hubo joven que no quedara prendado de su hermosura. Muchos
desearon ocultarla en su hogar, pero desistieron por miedo a las
represalias. Pero hubo uno, don Pedro Gregorio, que no se resignó a
perderla. Partió en pos de la comitiva con intención de nunca más
dejarse ver por el lugar.
© Julio Noel
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