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La
había visto durante un paseo. Me había quedado algo rezagado
atándome el cordón de un zapato. Cuando elevé mis ojos para
incorporarme, la vi frente a mí apoyada en la verja de su jardín.
La mirada perdida en el mar, su larga y sedosa cabellera esparcida
por la espalda, su rostro marfileño tintado de un rosa suave, su
figura esbelta, como la de una ninfa mitológica. Aquel éxtasis duró
breves instantes. De repente se desvaneció como sutil aparición.
Tuve la impresión de haber vivido un hermoso sueño.
Mi amor crecía de día en
día. Era un amor extraño, pues mi amada ni siquiera conocía mi
existencia. Yo, en cambio, no la podía olvidar. Mientras los demás
estudiaban o rezaban, mi loca imaginación revivía los dulces
instantes en que la conocí. Poco a poco me fui forjando un mundo de
ensueño en nuestro derredor. En derredor mío y de mi dulce amada,
de la que no conocía su nombre. ¿Cómo había de saberlo? Por eso
tuve que inventarme uno. La llamé Rosa del Mar.
© Julio Noel
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