Doña Jimena Muñiz, amante de Alfonso VI
Julio Noel
1
Mayo se despedía esplendoroso de la ribera del Bernesga y de León, y doña Jimena estaba a punto de seguir su ejemplo. El agua discurría parsimoniosa y cristalina por el remanso en el que se reflejaba la casita que la había hospedado los últimos meses de su estancia en la capital, después de abandonar el palacio real a instancias de don Alfonso. Aún le quemaba en los labios el último beso que le dio la víspera de su partida a tierras de Toledo para frenar el avance de las taifas mahometanas, pero le quemaba aún más su corazón herido por el puñal del despecho y de los celos. Un mes escaso hacía de eso y apenas quince días que había nacido su segunda hija a la que no quiso conocer por anteponer sus obligaciones de estado a su amor. Dos gruesas lágrimas como dos gotas de rocío rodaron por las mejillas de doña Jimena. Cruel. Me has dejado sola en medio del fango con el fruto de nuestro amor entre mis brazos. Pero no me volverás a ver ni a mí ni a nuestras hijas. Ésa será mi venganza y tu castigo. Mañana mismo saldré para el Bierzo y no volveré a pisar nunca más estas tierras de León.
El día era primoroso. Los aromas que exhalaban los rosales floridos impregnaban el aura que se mecía en el remanso del río y acariciaba suavemente la delicada piel de doña Jimena que en esos momentos amamantaba a su retoño recién nacido. A la salida de León una litera avanzaba hacia ellas. A la afrentada madre le dio un vuelco el corazón, pues, como bien imaginó, alguien se acercaba a visitarla aunque sólo fuera para cubrir apariencias. La litera se detuvo ante la puerta de la casa y, como había presentido, de ella se apeó doña Urraca. ¿Era casualidad o alguien la había informado de su inminente partida?
—Pero ¡qué preciosidad! —exclamó nada más poner los pies en tierra—. Tiene los mismos ojos y nariz que su padre. —Doña Urraca arrancó la recién nacida de los brazos de su madre y la apretujó contra su pecho. Luego, sin soltar el bebé, ambas mujeres se abrazaron y besaron. Acto seguido doña Urraca comenzó a hacerle fiestas a su nueva sobrina hasta que ésta prorrumpió en frenético llanto—. ¡Ay no, no llores, por Dios! ¡Ya te dejo! ¡No vayamos a estropear la fiesta antes de empezar!
Doña Jimena invitó a su cuñada a entrar en casa para tener más intimidad. Justo en ese preciso instante salía corriendo Elvira asustada por los lloros de su hermanita. Su tía doña Urraca la detuvo cariñosamente y la tomó en brazos al tiempo que la inundaba de besos.
—Pero ¡qué bonita está, madre mía! Me la comería a besos. ¿No te acuerdas de mí, Elvirina? —la niña la contemplaba con cara de asombro haciendo grandes esfuerzos para aguantar el llanto—. Soy tu tía Urraca. Mira, toma un dulce, verás qué rico está.
Entraron en una salita decorada primorosamente. Doña Urraca pidió al mozo que llevara hasta allí el pequeño baúl que portaba. Luego tomó asiento en un cómodo diván frente a su cuñada.
—Mira, cariño, he traído un regalo para ti —le decía a la niña mientras la dejaba en el suelo y abría el baúl—. ¿Te gusta?
La niña tomó en sus manos la muñeca que le ofrecía su tía y le faltó tiempo para sentarse en el suelo y comenzar a jugar con ella.
—¿Qué se dice, Elvira?
La niña miró desconcertada a su madre con la muñeca en alto.
—Se dice gracias.
La niña balbuceó algo parecido a lo que le había dicho su madre y continuó jugando con la muñeca.
—¡Parece que le gusta! —exclamó doña Urraca—. Y tú, picarona, ¿qué me cuentas? ¿Cómo se te ocurre marcharte ahora con estas dos criaturas? Ya me advirtió Alfonso que estuviera ojo avizor y no te dejara marchar y a eso vengo, a cumplir el encargo que tan encarecidamente me pidió mi hermano.
Las mejillas de doña Jimena se encendieron como brasas al oír estas palabras.
—Lo siento, Urraca, pero mi decisión es firme. Ya le dije a Alfonso que cuando naciera la pequeña regresaría al Bierzo de donde nunca debí salir.
—No digas eso, por Dios. Nadie te recrimina lo que ha pasado ni te está echando de aquí. Tú nos has dado estos dos vástagos y eso no lo olvidaremos jamás. Quédate con nosotros y nunca os faltará nada ni a ti ni a tus hijas.
Doña Jimena se removió en su diván con evidentes muestras de desaprobación.
—¿Te parece bien eso, Urraca? Vivir aquí como una querida, como una concubina, oculta a los ojos de todo el mundo aunque todo el mundo lo sepa, yo que vine aquí para ser reina, para estar siempre al lado de Alfonso, para ser su báculo, su apoyo, su confidente, para estar siempre con él en lo bueno y en lo malo, para compartir con él sus triunfos y sus fracasos hasta que la muerte nos separase.
—Eres injusta, Jimena. Ya sabes que eso no es así. Sabes que es la Iglesia la que se ha opuesto a vuestro matrimonio. Sabes muy bien que si hubierais seguido para adelante, Gregorio VII os hubiera excomulgado a los dos. Dime, si eso hubiera ocurrido, ¿qué hubiera sido de vosotros dos y de vuestros hijos? ¿Qué hubiera sido del reino de León? ¿En qué manos habría caído? ¿En las de García? ¡Aviados hubiéramos estado!
Doña Jimena se levantó para ofrecerle a su cuñada unas pastas y una copa de licor, y no resignada del todo le contestó:
—Sabes que Alfonso y yo estábamos enamorados y que el amor es ciego. Lo único que nos importaba por encima de todo era nuestro amor. Todo lo demás era secundario. Hasta Roberto nos propuso romper con el papa y unirnos en santo matrimonio. .
—¿Y qué hubiera pasado cuando hubierais despertado de aquel sueño, cuando se hubiera caído la venda de vuestros ojos? Sin reino, sin palacios, sin dinero, sin vasallos, solos y olvidados en un oscuro rincón. ¿Habríais sido felices así? Despierta, Jimena, y acepta la realidad. Lo tuyo con Alfonso no pudo ser y tienes que olvidarlo por mucho que te duela. La vida no se acaba ahí. La vida es muy bonita y hay que vivirla. Vuelvo a reiterarte que te quedes aquí, que no os faltará nada y tendréis una vida feliz.
—No, Urraca, no. Mañana mismo me vuelvo para el Bierzo. Allí también puedo ser feliz.
—Mira qué dormidina está la pequeña y qué entretenida está Elvirina con la muñeca —comentó Urraca tratando de distender un poco la tensión que había entre ambas—. Por cierto, ¿qué nombre le vas a poner a este pimpollo?
—Teresa.
—Es un nombre muy bonito aunque podías ponerle el mío.
—No, Urraca. Teresa es un nombre que me gusta y no pienso cambiarlo.
El aura que poco antes acariciaba la piel del agua y de doña Jimena se había trocado en breve brisa que mecía el follaje de ribera, especialmente álamos y chopos. Por entre sus verdes celosías se colaban los rayos del sol que dibujaban un tamiz de luces y sombras en el espejo del remanso. Pero los días de finales de mayo eran muy largos y aún quedaba mucha tarde por delante.
—Podías quedarte aquí hasta que la bautizaras. Yo sería su madrina y le pondríamos mi nombre.
—No te molestes, Urraca. Ya tengo los padrinos que están esperando en el Bierzo a que lleguemos para llevarla a la pila bautismal. Además para qué voy a esperar más si aquí no está quien yo más estimo y más me gustaría que estuviera. No insistas que no voy a cambiar de idea.
—Bueno, hija mía, no voy a insistir más. Ya veo que no lograré convencerte y como ya me temía esto, aquí te dejo este pequeño baúl con unos obsequios. —Se acercó al baúl y extrajo un vestidito de seda lleno de encajes y bordados—. Éste le irá bien a Elvirina. Se lo puedes probar ahora a ver cómo le queda. Lo he confeccionado yo misma con todo el esmero y el cariño, igual que el resto. También hay varios pares de zapatos para las niñas y por supuesto un traje completo para ti.
—No tenías por qué molestarte, Urraca. Yo no puedo corresponderte con nada y no sé cómo pagártelo.
Doña Urraca frunció el ceño.
—Faltaría más. Esto es un regalo que te hago yo desinteresadamente y aún me parece poco. Tú nos has dado dos sobrinas que, aunque ahora se ausenten, yo las llevaré siempre en mi corazón y las tendré presentes en mis oraciones. Sabes que Alfonso las acepta y les concede el título de infantas. Y para que veas que esto no se queda sólo en palabras, en el baúl hay un cofre lleno de monedas de oro que te da mi hermano como anticipo de lo que te dará en el futuro. Con esto podrás hacer frente durante los próximos años a tus gastos más perentorios para sacar adelante a tus hijas. Recíbelo todo como un obsequio desinteresado de nuestra parte.
—Me abrumas, Urraca. No puedo aceptarlo.
—Claro que lo aceptarás. Es lo menos que podemos hacer por ti en estos momentos y es lo que me recomendó Alfonso que hiciera cuando llegara la hora que él hubiera deseado que no llegara nunca. No te olvides que puedes pedirnos cuanto necesites tanto para ti como para tus hijas. ¡Ojalá algún día lleguen a lo más alto!
—Dios te oiga, Urraca.
Ambas mujeres se abrazaron efusivamente antes de separarse posiblemente para siempre. Doña Urraca estrujó entre sus brazos a Elvira, que entonces contaba con unos dos años, y luego le dio un beso de despedida a la recién nacida que dormía plácidamente en su cuna.
La tarde ya declinaba cuando doña Urraca montaba en la litera para regresar a León. Los rayos del sol poniente se reflejaban como diamantes sobre las pequeñas olas que la brisa formaba en el remanso del río.
2
Un sol radiante se derramaba sobre la ribera del Sil aquel último día de mayo del año 1080. Doña Jimena paseaba por la orilla del río con su pequeño retoño en brazos. A su alrededor Elvira correteaba por la hierba del prado persiguiendo saltamontes y cogiendo florecillas con sus manitas de nieve.
—Mira, mamá, son fores.
—Sí, hija mía. Son margaritas que adornan la hierba y alegran nuestros sentidos.
La niña volvió a corretear por el prado mientras su madre contemplaba el río sin verlo. Su pensamiento estaba puesto en el día siguiente. Era domingo. Fue el día elegido para bautizar a aquel primor que llevaba entre brazos. Un tío por parte de su madre y una sobrina por parte de su padre serían los padrinos. La ceremonia se celebraría al finalizar la misa mayor en la iglesia parroquial. Ella hubiera preferido bautizarla el día de Pentecostés, que había sido el domingo anterior, pero entonces aún se encontraba en León y no pudo ser. Por eso tuvo que resignarse a celebrarlo el uno de junio.
A la ceremonia asistirían sus padres y hermanos, así como familiares y gentes de alta alcurnia venidos de todos los rincones de la comarca. El banquete se celebraría allí mismo, en el castillo mansión de sus padres, pues no en vano su padre era el conde del Bierzo.
Doña Jimena estaba nerviosa e inquieta pensando en los acontecimientos del día siguiente. No dejaba de darle vueltas la cabeza con todos los detalles y pormenores del acto. En vez de estar paseando a la orilla del río debería estar dirigiendo todos los preparativos de la fiesta, pero su madre no se lo había permitido. Ya se había encargado ella de organizarlo todo con el servicio de la mansión.
La fuerza del sol ya se dejaba sentir, por lo que doña Jimena buscó refugio bajo la espesa fronda que allí había. Una de las sirvientas le acercó una silla para que pudiera tomar asiento y proteger así mejor a la pequeña infanta de los ardientes rayos solares. Ya le había protegido la cabeza con uno de los gorros regalados por doña Urraca y tejidos con primor por ella misma, pero aún así tenía que protegerla mejor de aquel fuego abrasador antes de que a la pequeña le afectara una insolación.
—Elvira, ven aquí a la sombra que te va a hacer daño este sol tan fuerte.
La niña, que también portaba un gorro de su tía Urraca, seguía correteando por el prado y se resistía a cobijarse bajo la frondosa sombra desde donde la llamaba su madre.
—¡Elvira, ven aquí enseguida! ¡No me hagas enfadar!
La niña se acercó a su madre y hermana de mala gana haciendo pucheros.
—Yo quero seguir jugando por el prado.
—No puede ser, que te va a hacer daño en la cabeza este sol tan fuerte. Puedes jugar aquí en la sombra junto a nosotras.
—Pero aquí no es lo mismo —contestó la niña sentándose en el suelo con resignación.
El frescor del río unido al de la fronda hacía de aquél un lugar delicioso para los sentidos que, por un momento, hizo que doña Jimena se olvidara por completo de sus preocupaciones por el inminente bautizo. El sonido melodioso y cantarín de la corriente, junto con el canto de los pájaros, consiguió que la despechada joven se ensimismara en sus recuerdos. ¿Dónde estará ahora Alfonso? Seguro que estará luchando contra los sarracenos montado en la grupa de su caballo galopando por las riberas del Tajo. No conoce a su nueva hija y Dios sabe si la llegará a conocer algún día por sus ansias de poder y su elevado espíritu del deber. Pero seguro que ya tendrá noticias de su nacimiento —o estará a punto de tenerlas— y se habrá llevado una nueva decepción. No piensa más que en tener un hijo y hasta ahora sólo ha tenido hijas. ¡Qué desilusión!
Jimena Muñiz era hija del conde don Munio Muñiz y de su esposa Velasquita. Tenía cuatro hermanos: Marina, García, Pelayo y Pedro Muñiz. Todos ellos residían en el Bierzo o en alguna zona aledaña al mismo.
Cuando Jimena contaba con unos diecisiete años sus padres, como parientes del rey, fueron invitados a una audiencia con Alfonso VI en el palacio real de León. El rey quería agradecer a Munio los servicios prestados a la corte hasta entonces y ofrecerle algunos nuevos. Con lo que no contaba don Alfonso era con ver allí aquel dechado de perfección. A los condes los acompañaba su hija Jimena que estaba en la plenitud de su belleza. Los ojos del rey se clavaron en la joven y no se apartaron de ella en todo el tiempo que duró la visita. Pero ¡qué belleza! —exclamó para sí don Alfonso—. ¡Cómo podrá haber mujeres tan bellas, Dios mío!
A don Alfonso no se le borró de la mente la belleza de Jimena y su recuerdo le producía gran zozobra y le robó muchas horas de sueño. Por aquellas fechas ya se había propuesto desahuciar a su esposa, doña Inés, pues había perdido toda esperanza de tener descendencia con ella. Así, pues, mandó llamar a Jimena a palacio. Quería atraérsela hacia sí antes de que otro se le anticipara.
La noticia causó un gran revuelo en la mansión de los Muñiz. Velasquita no cabía en sí de gozo, pero don Munio recelaba de las intenciones del rey.
—¡Qué honor tan alto para nuestra casa que nuestra hija haya sido reclamada por la corte de León! Debemos apresurarnos a enviarla, Munio, para no desairar al rey.
—Yo no me precipitaría tanto, Velasquita. ¡Sabe Dios qué intenciones tendrá don Alfonso!
—¡Qué intenciones va a tener! Casarse con Jimena.
—Yo no estaría tan seguro.
Velasquita dejó el bordado que estaba haciendo y con los ojos fijos en los de su esposo le refrescó la memoria.
—¿No recuerdas cómo la miraba durante la audiencia? No apartó la vista de Jimena mientras estuvimos en su presencia y qué despedida tan calurosa le hizo cuando partimos.
—Eso no garantiza nada, Velasquita. No olvides que es el rey y que puede hacer lo que quiera. Precisamente por ser el rey nuestra hija no está a su altura. A don Alfonso le sobran princesas con las que casarse. No va a elegir como reina a nuestra hija.
—¿Y por qué no? Nuestra hija tampoco lo desmerece. Es hija de alta alcurnia. Sabes muy bien que lleva sangre de Vermudo II.
—El tiempo lo dirá, Velasquita.
Velasquita hizo oídos sordos a las objeciones de su marido y lo dispuso todo para que su hija menor se desplazara sin demora a la corte de León. Los hados y la fortuna habían llamado a la puerta de su casa. ¡Qué ilusión, qué alegría, ver a su hija convertida en reina del reino más importante de la cristiandad hispana! Y todo había dado comienzo en aquella bienhadada audiencia. Ya se percató ella de que don Alfonso se había prendado de la belleza de Jimena. ¡Bendita la hora en que fueron llamados a su presencia!
Pero los sueños de doña Velasquita se hicieron añicos cuando su hija se presentó en su casa acompañada por las dos niñas, una de dos años y la otra recién nacida. Era finales de mayo del año 1080. Hacía casi tres años que Jimena había realizado el trayecto inverso, del Bierzo a León, cargada con un sinfín de esperanzas e ilusiones. En aquel viaje se le abrían el cielo y la tierra y ya veía coronada su testa, pero ahora la realidad era muy distinta. Ahora se daba de bruces contra el muro de la realidad. No había boda real, no había trono, no había corona, sólo dos hijas que tenía que criar y el baldón que mancharía para siempre el nombre de su familia. Su madre derramó lágrimas y a su padre se le partió el corazón.
—Hija, ¿cómo te presentas así en casa?
—Madre, no es lo que piensa.
Ambas se abrazaron y derramaron copiosas lágrimas.
—¿Cómo no va a ser lo que pensamos, hija? —le reprochó su padre.
—No lo es —respondió con firmeza Jimena—. Alfonso no me ha abandonado ni me ha repudiado. Ha sido la Iglesia la que se ha metido por medio y ha desbaratado con saña nuestro matrimonio, en especial el papa Gregorio VII.
—¿Cómo te atreves a decir eso, hija? Si alguien te oyera te podría salir muy caro.
—No más de lo que me ha salido, madre. ¿O le parece poco coste perder mi matrimonio? Y todo por ese lejano parentesco que tenemos con Alfonso. El papa nos ha amenazado con la excomunión si seguimos adelante. Así que la única salida ha sido la separación. Yo quería haber regresado mucho antes aquí, pero Alfonso me ha retenido a su lado porque está locamente enamorado de mí. Se ha casado con Constanza para cubrir las apariencias, pero es a mí a quien ama. Quería tenerme a su lado en la sombra para siempre y eso no se lo pude aceptar.
—¡Bonito hubiera estado eso! —exclamó Velasquita.
—El papa Gregorio VII se opuso radicalmente a nuestro matrimonio y a mí me llamó mala mujer, en parte por nuestro parentesco con Pedro, el obispo de Astorga, y en parte por oponerme rotundamente al rito romano que quiere imponer. Pero Alfonso es a mí a quien quiere. Mis hijas son tan hijas suyas como lo serán los hijos que le dé Constanza. Por eso les ha concedido el título de infantas.
Al oír esto don Munio cambió de semblante.
—Eso ya es distinto. No venís deshonradas sino con mucha honra. Hija mía, esto lo tenemos que celebrar. Todo el Bierzo se tiene que enterar que mis nietas son infantas y que por sus venas corre sangre real.
—Así es, padre, y así será siempre.
El sol ya declinaba por el poniente y los brazos de la sombra cada vez eran más alargados.
3
Era mediados de junio. El calor estival ya se dejaba sentir con casi toda su fuerza en la zona central del Bierzo, al lado del río Sil, aunque todavía no había llegado a su apogeo. Doña Jimena descansaba bajo la frondosa sombra junto al río. Sus hijas dormían la siesta en la mansión bajo la atenta mirada de su abuela. Con el susurro del agua y el canto monótono de las chicharras la joven se dejó llevar por sus pensamientos y recuerdos. Unos recuerdos maravillosos que la trasladaron a sus primeros escarceos con don Alfonso. Fue un tira y afloja entre ambos. Ella quiso ponérselo un poco difícil a él aunque no demasiado. Sabía que el rey estaba enamorado de ella y ella también estaba enamorada de él desde el primer momento en que lo vio. Sus miradas se cruzaron el día de la audiencia con sus padres y desde entonces, sin palabras, ambos se dijeron que estaban hechos el uno para el otro.
El río seguía murmurando su canción de amor al son de las chicharras y doña Jimena seguía perdiéndose por los entresijos del palacio real. Don Alfonso llegó a tomarla por la mano antes de que desapareciera por un pasillo oscuro y tortuoso. Te vas a perder si sigues por ahí, le susurró quedamente al oído. El contacto de sus manos hizo que toda la sangre de la joven afluyera a sus mejillas, que semejaban las dos rosas más frescas de los jardines de palacio. Después de este breve encuentro cuerpo a cuerpo el rey se demoró en soltar su mano y, cuando lo hizo, depositó un beso ardoroso en ella. ¿No era eso un signo evidente de su verdadero amor y de su desenfrenada pasión?
Doña Jimena acariciaba en sus manos una margarita que había recogido de entre la hierba. Pensó arrancarle los pétalos uno a uno siguiendo el juego del sí y el no para confirmar si su pretendiente la amaba. Luego se preguntó que para qué quería hacerle daño a la flor si lo que acababa de pensar ya pertenecía al pasado. ¿O es que ahora no estaba plenamente convencida del amor de Alfonso? Pero ¿lo estaba? Si era así, ¿por qué la había abandonado y se había ido a luchar a tierra de infieles? De nuevo le venían a su mente sus desavenencias con su prometido y las razones eclesiásticas y de estado que éste aducía para convencerla. Todo era falso. Cuando alguien ama a otra persona de veras no hay obstáculos que los separen. La historia y las leyendas están llenas de ejemplos.
Un pájaro de colores la sacó de sus pensamientos. Se posó en una rama de abedul a pocos pasos de donde ella se encontraba y comenzó a mirar a todos lados. Debía de ser un jilguero, aunque eran bastante escurridizos y no solían dejarse ver. Más bien se escondían entre la fronda y desde allí te regalaban su maravilloso canto. Su amante también era bastante escurridizo y se alejaba de ella cada poco. ¿Qué estaría haciendo en ese momento por tierras de Toledo? Pero qué le importaba a ella eso si había jurado no volver a verlo en la vida. ¡Qué contradicciones! Tan pronto quería tenerlo a su lado como olvidarlo para siempre. Esto era un sinvivir con su mente torturándola sin cesar. Además, aunque regresara de la guerra, no volvería con ella sino con Constanza. ¿O es que ya se había olvidado que se había casado de nuevo? ¿Es que no se había marchado de León por eso? Pero ¿en qué estaré pensando yo? Estoy confundiendo los sueños con la realidad. Si sigo por este camino pronto me volveré loca. Tengo que superarlo y pensar en mis hijas, que ahora soy su único sustento. Y hablando de mis hijas, ¿qué estará haciendo ese pedacito de mi corazón que lo tengo abandonado? ¡Pobre amorcín mío! Estará muerta de hambre y yo aquí pensando en las musarañas.
Pero su madre se le había adelantado en sus deseos. Cuando cruzó el umbral de la mansión de sus padres, Velasquita ya tenía el bebé en sus brazos y trataba de calmarlo. Ven aquí mi corazón. Tienes hambre, ¿verdad? No te preocupes que mamá te dará de comer. La niña se tranquilizó nada más oír la voz de su madre. Luego comenzó a succionar ávidamente su pecho. ¡Pobrecina mía, qué hambre tenías! Entretanto la abuela le daba la merienda a Elvira, que contemplaba cómo succionaba su hermanita el pecho de su madre. Velasquita puso al corriente a su hija del éxito que había tenido el bautizo de la niña. Ahora todo el mundo sabía que las niñas eran hijas del rey y doña Jimena había adquirido una gran aureola ante los ojos de aquellas humildes gentes. Para ellos se había convertido en una gran señora merecedora de los máximos respetos.
—Me alegra saber eso, pues así no se me hará tan penoso el resto de mi vida.
La madre frunció un poco el ceño al oír el comentario de su hija.
—No sé por qué vas a tener que pasar aquí toda tu vida. Eres todavía muy joven y puedes buscarte un buen partido.
—No diga eso, madre. Yo no me casaré nunca.
Aunque nunca más vuelva a ver a Alfonso, yo le permaneceré fiel toda la vida. Criaré a mis hijas aquí en el hogar de mis padres si me dejan y si no buscaré otro hogar para las tres, pero yo nunca jamás seré de otro hombre. Pude haber sido reina y la Iglesia se cruzó en mi camino. Ahora ya no puedo aceptar a otro hombre por muy encumbrado que esté. Nunca llegará a ser rey, por lo que nunca me convertirá en reina, así que permaneceré soltera toda mi vida y así podré expiar mis pecados. Ya sólo me queda la esperanza de que mis hijas puedan llegar algún día a ser lo que no pude ser yo. A ellas les dedicaré todo mi tiempo.
La madre al verla tan abstraída se alejó de su lado sin hacer apenas ruido llevándose consigo a la pequeña Elvira. Doña Jimena dejó con gran dulzura a su retoño en la cuna y luego se sentó en un cómodo diván que había al lado para dar rienda suelta a su imaginación y a sus recuerdos, recuerdos que siempre volvían al palacio real de León. Aquel día se cruzó con doña Inés donde menos lo esperaba y a pesar de haber evitado siempre su encuentro. ¡Qué desgracia, tener que cruzarme con ella! Sus mejillas se encendieron como dos amapolas en primavera. Al pasar a su lado le hizo una breve reverencia que la reina ultrajada le correspondió casi imperceptiblemente y con dos brasas por mejillas también. Doña Inés ya sabía de los amoríos entre Alfonso y Jimena, y siempre había preferido no creer en ellos y mirar para otro lado, pero en ese encuentro fortuito no pudo evitar la rabia, la vergüenza y el ataque de celos que le produjo ver allí a su rival. Hubiera deseado que el cielo se le viniera encima antes que cruzarse con ella, pero no pudo evitarlo. ¿Qué hará ésta por aquí? También doña Jimena sufrió. ¡Qué trago más amargo he pasado! Si me había jurado Alfonso que ella nunca venía por esta zona del palacio. No lo entiendo. Procuraré ser más precavida en el futuro.
Teresa se removió en la cuna y devolvió algo. Ella se apresuró a tomarla en brazos y ponerla boca abajo para que expulsara los gases ingeridos cuando tomó el pecho. Luego la volvió a acostar en la cunita. Se sentó de nuevo en el diván y retornó a sus recuerdos. Más tarde cuando se encontrara con Alfonso evitaría hablarle del incidente, pero juró en su fuero interno que nunca más volvería a cruzarse con su rival en las dependencias de palacio. ¡Había sido tan humillante! Y pensándolo bien, ¿qué culpa tenía ella? Ella se encontraba allí porque había sido llamada por don Alfonso. Si el rey no la hubiera llamado, jamás se le habría ocurrido volver a León y mucho menos poner los pies en el palacio real. Entonces, ¿por qué tenía que sentir vergüenza y mucho menos remordimiento por algo que no había hecho? En todo caso quien tiene que dar explicaciones es Alfonso y no yo. Si les sienta mal, ¿para qué me ha traído aquí? Yo estaba muy bien en el Bierzo, en casa de mis padres. Es como Urraca, la hermana de Alfonso. También me pone mala cara siempre que me ve. Que se la ponga a su hermano, que es quien me ha traído aquí. Ahora resulta que yo soy la mala del cuento. El tiempo transcurría impertérrito. Doña Jimena se había quedado un poco traspuesta entre el calor de la estación y los recuerdos que la atormentaban. La repentina entrada de Elvira la devolvió a la realidad. La niña entró como un torbellino y desapareció con la misma rapidez. ¡Uy!, ¿dónde había quedado? Ah, sí, con Urraca. Un día me dijo que tenía que desaparecer de la vida de su hermano porque podía acarrearle muchos problemas. ¿Yo causarle problemas? No tenía más que repudiar a Inés y casarse conmigo, y así se lo dije. Desde entonces no hace más que rehuirme y poner mala cara cada vez que me ve. Tiene doble trabajo, enfadarse y desenfadarse.
Doña Jimena se incorporó para acercarse a la ventana de la estancia donde se hallaba. Ya se está poniendo el sol. Iré en busca de mi madre por si me necesita. Voy a ver si está en la cocina.
—Madre, ¿me necesita para algo?
—No, hija. Para eso está Gertrudis. Tú ocúpate de tus hijas, sobre todo de Teresa, que es la que más te necesita ahora. ¡Ah!, no tardaremos en cenar.
—De acuerdo, madre. Vuelvo con la pequeña.
Después de la cena doña Jimena acostó a las hijas y, cuando ya estaban dormidas, se acostó ella también aunque no logró conciliar el sueño. En su desvelo volvió a dar rienda suelta a su imaginación y a sus recuerdos. Aquí en casa de mis padres estoy bien. Mientras vivan ellos no me faltará de nada, ni a mí ni a mis hijas, pero cuando mueran no sé qué será de mí. Debería haber aceptado la oferta de Urraca, que me prometió una vida sin sobresaltos ni preocupaciones. Quizá hubiera sido lo mejor para mis hijas, pero ¿lo habría sido para mí? No, yo no hubiera podido aguantar el papel de amante del rey. Antes muerta que con tamaña afrenta. Tal vez alguien piense que mi situación actual ya es deshonrosa, pero yo no opino lo mismo. Yo conviví con Alfonso estos dos años como si fuéramos un matrimonio, que es muy distinto a cómo sería nuestra convivencia a partir de ahora. Una cosa es ser esposa o esperar serlo y otra ser amante. Prefiero vivir pobre y con honra que rodeada de todo tipo de lujos y deshonrada. Pero, ahora que lo pienso, recuerdo que Urraca me prometió algo más cuando me entregó el cofre con el dinero. Sí, dijo algo así como que esto era un anticipo para que criara a mis hijas, que luego habría más. No sé a qué se referiría ni qué podrá ser. Sea lo que sea, si es honesto lo aceptaré de buen grado, aunque me conformaría con que nuestras hijas consiguieran un buen partido. El tiempo dirá y Dios dispondrá.
El tiempo no se detenía y la noche seguía avanzando sin que la joven consiguiera conciliar el sueño. ¡Si al menos la noche o la luna me pudieran inspirar algo! Pero yo no soy poeta para que vengan a visitarme las musas. Ni siquiera soy capaz de retener en mi memoria cuatro versos de otros. Volviendo a mi situación futura, supongo que Pedro se irá algún día de casa de mis padres como lo han hecho el resto de mis hermanos y yo misma ya lo hice, aunque he tenido que regresar muy a mi pesar. Si Pedro se casa algún día y forma su propia familia, aquí nos quedaremos mis padres, mis hijas y yo. Con las rentas que tiene mi padre supongo que tendremos suficiente. Si a eso le añadimos lo que me prometió Urraca, podremos vivir holgadamente, aunque no puedo olvidar la educación de mis hijas que no escatimaré lo que sea necesario. Mis hijas tendrán los mejores instructores y las mejores institutrices que haya en el Bierzo. ¡Faltaría más! Por algo son las hijas del rey.
Teresa se removió en la cuna y emitió algunos gemidos. Su madre la calmó con unos arrullos que no se demoraron en surtir sus efectos. Sí, mis hijas recibirán una educación esmerada para que puedan estar a la altura que les corresponde, pues además de ser las hijas del rey, son las nietas del conde del Bierzo. En aquella época sólo recibían educación los hijos de los ricos y de la nobleza. No existía la instrucción pública para todos. Eso era un privilegio que estaba al alcance de muy pocos. Debe de ser muy tarde. Debería intentar conciliar el sueño. Se dio media vuelta y por fin logró dormir lo que restaba de la noche.
El nuevo día trajo tanto o más calor que el pasado. A la hora de la siesta doña Jimena optó por cobijarse bajo la frondosa sombra a la orilla del río. El Sil ya acusaba los efectos del estiaje. Su caudal aún no había alcanzado el punto más bajo, que se produciría en agosto, pero ya había descendido mucho con respecto a los máximos del invierno y la primavera. Sus aguas discurrían cristalinas hacia el poniente, en busca del Miño, y luego los dos juntos hacia el Atlántico. Me tenderé en esta hamaca. Aquí bajo la espesa sombra del follaje y con el frescor del agua estaré bien. Sólo se oía la música del agua y el monótono chirrido de las chicharras. No tardó en ensimismarse como siempre que se quedaba sola. A su mente acudió el primer beso que le dio don Alfonso. ¡Qué emoción tan fuerte! Sintió como si una corriente eléctrica hubiera atravesado todo su cuerpo, sobre todo su espalda. Él quería continuar pero ella no se lo permitió. Aquel día ya era suficiente. Luego vinieron más besos y más abrazos. Todos muy emocionantes pero ninguno como el primero. La impresión de aquél se quedó grabada para siempre en sus labios y en su corazón. Después de romper el hielo sus relaciones se fueron haciendo cada vez más apasionadas y más comprometidas. Si quieres seguir adelante tendrás que romper con Inés. Yo no puedo convertirme en tu concubina. Y no te convertirás. Repudiaré a Inés y me casaré contigo. Mira que nuestras relaciones ya empiezan a ser pasto de las habladurías. Además tu hermana lo sabe y también Inés. Hace unos días me crucé con ella de sopetón. Lo pasé muy mal y creo que ella no lo pasó mejor que yo. Esta situación debe terminar. Y terminará, amor mío. Estoy decidido a repudiarla, pues llevamos más de cuatro años casados y aún no me ha dado un solo hijo. Estoy seguro de que es estéril. Un rey no puede casarse con una mujer que no le dé descendencia. Tiene que engendrar una prole para asegurar su reino.
Un silencio repentino la arrancó de sus pensamientos y fue que las chicharras dejaron de cantar instantáneamente. Se incorporó un poco para ver qué pasaba. Era su hermano Pedro que se había acercado hasta allí.
—Hola, hermanita. Te estaba buscando.
—Pues ya me has encontrado. ¿Qué quieres?
—Nada en particular. Es que llevas aquí unos cuantos días y casi no hemos tenido oportunidad de hablar. Sólo quiero eso, hablar un poco contigo.
Pedro contemplaba distraídamente cómo fluía la corriente del río bajo la sombra de la espesa vegetación. ¡Cuántas truchas había pescado por allí y cuántas pescaría aún!
—Bien, ¿qué piensas hacer?
—De momento, criar a mis hijas.
—¿Sólo eso? ¿No piensas casarte algún día?
—Nunca. Mi prometido fue el rey y nadie ocupará su lugar.
Pedro hizo un gesto un poco ambiguo con cara de incrédulo.
—¿No me digas que piensas quedarte soltera para siempre? Tienes sólo dos años más que yo y toda una vida por delante.
—Cierto. Esa vida la emplearé en criar y educar a mis hijas para que consigan lo mejor posible para ellas. Después me dedicaré a hacer obras de caridad en expiación de mis pecados. Y tú, ¿qué piensas hacer? Porque ya has cumplido los dieciocho y tendrás que ir pensando en algo.
—Aún tengo mucho tiempo por delante. De momento disfrutaré de la vida dedicándome a la caza y a la pesca. Luego Dios dirá. —Hizo una breve pausa—. Aquí se está muy bien, pero tengo que irme. Te dejo que sigas disfrutando de esta deliciosa sombra. Yo voy a dar una vuelta con el caballo.
El sol había recorrido un trozo de la esfera celeste, pero aún estaba muy alto y el calor seguía siendo agobiante. Doña Jimena siguió con la vista a su hermano y luego volvió a sus reflexiones. Si Inés es estéril, repúdiala y cásate conmigo, recuerdo que le dije a Alfonso. No prolonguemos más esta situación tan enojosa para todos. No me demoraré en hacerlo. El ocho de septiembre, día de la Natividad de Nuestra Señora, fue el día elegido para llevarlo a cabo. Durante la celebración de la Sagrada Eucaristía Alfonso VI repudió a Inés de Aquitania en presencia del obispo y de los fieles que llenaban la catedral de León para asistir a la ceremonia y dar fe con su presencia de aquel momento histórico. Desde ese instante Alfonso no ocultó sus relaciones conmigo. Comencé a asistir a los actos oficiales en compañía de su regia persona y allí donde él iba, iba yo también, excepto, claro está, al campo de batalla. En todas partes me presentaba como su futura esposa y todos me rendían respeto y pleitesía. ¡Cómo quiere ahora mi familia que me case con otro! Dios mío, perdóname si estoy pecando de orgullo, pero jamás admitiré otro varón en mi vida. Finalizada la ceremonia del repudio, asistimos a un gran ágape que Alfonso había mandado preparar para celebrarlo. Inés ya no estuvo presente y yo ocupé su lugar. Fue el primer acto oficial en el que ya no tuve que esconderme. Todas las miradas se clavaban en nosotros, especialmente en mí, que lucía las mejores galas que poseía. Hubo miradas de sorpresa, de incredulidad, de envidia, de asombro. Hubo miradas de todos los colores, pero yo las aguanté todas y con la firmeza de la mía detuve todos los dardos que me lanzaron, incluso la de Urraca, que intentó horadar mi cerebro y traspasar mi corazón al mismo tiempo. Cuando ya nos hallábamos en las dependencias privadas de palacio, se acercó a nosotros con la excusa de felicitarnos, pero en realidad lo que quería era recriminar a su hermano el paso tan innoble que había dado presentándome en público. Algún día te arrepentirás de haber hecho esto y la Historia no te lo perdonará. Recuerda lo que te he venido advirtiendo todos estos últimos meses. Y tú, mujerzuela, ¡debería caérsete la cara de vergüenza! ¡Urraca, te prohíbo que le hables así a mi futura esposa! ¿Tu futura esposa? Sí, mi futura esposa y próxima reina consorte. ¡Ojalá me ciegue Dios para no verla!
Una lundre se deslizó bajo la sombra y se sumergió con gran rapidez en el cristal del agua. Poco después apareció con una trucha en la boca. Doña Jimena retornó a su monólogo. Todo eso era lo que me quería mi futura cuñada y el grado de estima en que me tenía. Pero ¿acaso no podía ser yo digna esposa de su hermano? ¿Es que no corre la sangre de Vermudo II por mis venas? Entonces, ¿por qué tanto aspaviento y tanto remilgo? Precisamente por eso no nos ha permitido casarnos la Iglesia. Lo que quería Urraca para su hermano lo sé yo muy bien, una esposa hija de un rey. Una princesa o una infanta, vamos, como así fue. Desde ese punto de vista yo estaba muy lejos de merecerlo. Luego, con el tiempo, se fue ablandando y al final me aceptó de grado, pero entonces fue la Iglesia la que se opuso. Ya habrá tiempo de ocuparnos de eso. ¡Qué mal rato me hizo pasar Urraca después del festín que nos habíamos dado! Tu hermana no me dejará vivir en paz a tu lado. No hace más que lanzarme pullas y dardos. No le hagas caso, ya se cansará. No le hagas caso pero no hace más que zaherirme y ya me estoy cansando. Si en tan poca estima me tiene, me vuelvo para casa de mis padres. Ni se te ocurra, Jimena. tú eres lo que más quiero en este mundo. Sí, sí. Yo era lo que más quería, pero al final se casó con Constanza, que vino como la otra, de allende los Pirineos. Claro que es sobrina del abad de Cluny y lo que habrá por medio. Pero, bueno, ésas son razones de estado en las que yo no puedo ni debo entrar. Allá Alfonso y su conciencia. Después del incidente con Urraca aún se prolongó durante horas la fiesta en los salones privados de palacio. Allí sólo asistieron los invitados más egregios. Hubo baile de salón y mucho cotilleo por los butacones y reservados. La fiesta finalizó bien entrada la noche. Pero ¡en qué estaré pensando! Yo aquí rememorando fiestas y mis hijas abandonadas. ¡Qué despropósito!
—¿Cómo está mi tesorín? Ven aquí, amor mío, trocito de mi corazón. —doña Jimena tomó a Teresa en brazos de los brazos de su madre.
—Acaba de despertarse. Hasta ahora no había dicho nada.
—¡Ven aquí, mi tesoro! Tendrás hambre, vida mía, —le decía mientras le acercaba el pecho. El bebé se apresuró a introducirlo en su boquita mientras oía como música celestial las palabras de su madre y de su abuela.
—¿No te aburres de pasar tantas horas tú sola en ese rincón a la orilla del río?
—No madre, no me aburro. A la sombra al lado del río se está fresquito y además les doy rienda suelta a mis recuerdos.
—Deberías distraerte un poco, hija. —La madre lavó la carita y las manos de Elvira que había acabado de merendar—. Recuerda que la semana que viene es San Juan y que en Villalibre se hace una gran fiesta. Puedes asistir a ella y distraerte un rato. Por las niñas no te preocupes, yo me hago cargo de ellas.
—No me apetece ir, madre. Prefiero quedarme en casa.
—Bueno, hija, bueno, haz lo que quieras. Te lo decía porque me da grima verte todo el día así.
—Pues no se preocupe tanto por mí, que mis penas sólo yo las tengo que sufrir.
Poco después un leve sopor se apoderó de doña Jimena, que se había quedado sola con sus hijas en la salita de la mansión. La dejaremos ahí que descanse tranquila con sus retoños a su lado.
4
Había transcurrido algo más de un mes. Elvira corría por el prado y Teresa dormía en un moisés bajo la amorosa mirada de su madre. El sol estival era abrasador. La madre tomó de la manita a Elvira y la acercó a la orilla del río para darle un pequeño baño en él. La niña se resistió al principio con lloros y un pequeño pataleo, pero después de la primera impresión le apeteció el baño y no quería salir del agua. La madre la enjugó con una toalla. Después las llevó a las dos a la mansión para que el sol no les hiciera daño.
El sol estaba llegando al cénit. La joven rompió el cristal del agua en un remanso del río como lo hiciera una náyade de la antigua Grecia. Las gotas del agua resbalaban por su piel como gotas de rocío por los pétalos de una rosa o por el candor de un lirio. El río se turbó ante tanta belleza. La joven regresó a la orilla para refugiarse en su sombra preferida. El calor era agobiante. No tardó en volver a su pasado, que le absorbía todas sus horas de soledad y muchas de sueño. Y es que aún no se había hecho del todo a la idea de vivir el resto de su vida lejos de don Alfonso. ¿Cómo voy a superar esto, Dios mío, si hace poco más de dos meses que nos hemos separado y a mí me parece toda una vida? Me alejé de él por despecho, pero ahora en la distancia creo que no voy a poder sobrellevar esta carga tan pesada ni beber este cáliz tan amargo. Mi destino era vivir con él y darle muchos hijos. Ahora me encuentro truncada y vacía, aunque sigo teniendo conmigo a mis vástagos, a mis dos hijas, que serán las niñas de mis ojos. Son el único báculo en el que me apoyo y en el que apoyaré toda mi vida. Sin ellas no podría seguir viviendo.
¿Qué estará haciendo ahora Alfonso? ¡Qué pregunta más tonta! Si no está luchando, estará al lado de su esposa, como es lógico. No me consta que espere un hijo, él que tanto desea tener un hijo varón. ¿Se lo dará algún día Constanza? ¡Pobre Alfonso! Toda la vida luchando por ampliar su reino y por tener hijos varones que le sucedan en el trono y hasta ahora no ha conseguido ni una cosa ni la otra. Bueno, sí ha logrado pírricas victorias contra los islamitas que ha ido sumando a sus conquistas, pero eso no es lo que él persigue. En su mente tiene la idea de conquistar toda la Península para añadirla a su reino y expulsar a todos los sarracenos de nuestras fronteras. ¿Lo logrará algún día? ¿Y el nuevo rito? Cuando desapareció de su vida Inés, que tanto influía en él sobre el nuevo rito, recuerdo que entre sus hermanas y yo logramos quitarle de la cabeza esa idea y que se olvidara para siempre del rito romano. ¡Qué tontería nos quería imponer ese papa loco e insaciable con lo del nuevo rito! Lo que pretende con esa artimaña es hacerse con todo el poder material y espiritual para la Iglesia, que es él. ¡Qué bien! Con esa estratagema quiere privarnos de nuestra influencia y nuestros beneficios en todo el ámbito eclesiástico. Desde los inicios de la cristiandad los nobles y poderosos han influido en los cargos y beneficios eclesiásticos. ¡Y es lo más natural! ¿A qué viene ahora el papa con esa pretensión de querer controlarlo él todo? ¿No es más lógico que lo hagamos los que estamos al pie de los fieles y vasallos, que los conocemos mejor que él y sabemos cómo van a responder? ¿Qué harán los nuevos obispos y abades, y todos los cargos aledaños a ellos, nombrados por el papa, que pueden ser nuestros enemigos más acérrimos cuando no nuestros adversarios más impertérritos? ¡Como cambiar el rito de la Eucaristía para hacerlo más corto y uniforme en todo el ámbito cristiano! ¿Es que no está bien como lo hacemos ahora? Hasta el propio San Isidoro lo dejó plasmado en sus Etimologías. No sé a qué viene tanto interés por modificarlo. Alfonso no lo va a tener fácil. Ya se lo dejamos claro en su día sus hermanas y yo. Recuerdo que la que llevó la voz cantante, como siempre, fue Urraca, que en todo lo demás ha estado siempre a su lado. ¡Eso no lo consentiré nunca en mi infantazgo!, recuerdo que le espetó en un arranque de ira. ¡Antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver! No pienso perder ni un ápice de lo que nos dejaron en herencia nuestros padres. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Ni que lo diga el papa ni que lo diga San Roque. Mi infantazgo es mío y en él haré lo que me plazca hasta el día de mi muerte. No es así, Urraca. No vas a perder ninguno de los derechos que tienes. Pues entonces, ¿para qué quiere cambiarlo Gregorio VII? Para uniformar toda la cristiandad. Para que vayamos donde vayamos nuestros ritos sean los mismos y se celebren de la misma manera. ¿No recuerdas cómo repitió Inés hasta la saciedad que, cuando asistía a los actos religiosos, se sentía como una extranjera? Decía que era como si se hallara ante una religión distinta siendo como es la misma. Pues eso es lo que trata de lograr el papa, que todos los cristianos sintamos lo mismo allí donde estemos. Quiere acabar, además, con la simonía y el nicolaísmo e imponer el celibato a todos los clérigos para dignificar su vida moral. ¡Sí y un cuerno! Lo que quiere Gregorio VII es tener bajo su única autoridad el poder material y espiritual de todo el orbe cristiano. El espiritual podrá tenerlo; el material, nunca, al menos en mi reino. Pues eso es lo que pretende, Alfonso, y ya va siendo hora de que vayas abriendo un poco los ojos. Ya te he dicho en muchas ocasiones que vas de bueno por la vida y eso te ha acarreado más de un problema muy serio. No sé cómo eres tan frágil de memoria. Procura hacerme caso una vez más si no quieres lamentarlo toda tu vida. Está bien, Urraca, está bien. Pero no olvides que tarde o temprano se impondrá el nuevo rito. ¡Eso está por ver! Elvira y yo también estábamos de acuerdo con Urraca. No podía venir ahora el papa a privarnos de todos nuestros derechos y de nuestra tradición. Eran muchos siglos los que la Iglesia de la Península Ibérica funcionaba como estaba funcionando. Eso no se podía borrar así sin más. Había mucha gente y muchos intereses involucrados.
El sol se dejaba sentir y mucho. Doña Jimena a pesar de hallarse bajo la sombra sintió la necesidad de darse otro baño. El excesivo calor por un lado y el frescor del agua por otro invitaban a hacerlo. Como sucediera antes, por su extraordinaria belleza y su esbelta figura parecía una náyade, un lirio inmaculado surgido del Edén. El río quedó epatado con su hermosura. De regreso en la hamaca, la joven volvió a ensimismarse en sus recuerdos. La escena de don Alfonso y sus hermanas regresó a su memoria. Me parece que el papa se está atribuyendo mucho poder a sí mismo y los príncipes y los reyes os habéis quedado cruzados de brazos ante tamaño desmán. No lo creas, Jimena, no es tan fácil como a ti te parece. El papa se ha arrogado el poder de destituirnos si así lo considera necesario. Así que no hay más remedio que obedecerlo y si no, mira lo que le está pasando a Enrique IV de Alemania por oponerse a su doctrina. ¿Qué le pasa? Que lo ha excomulgado, Jimena, y eso mismo va a hacer con nosotros cuando se entere de lo nuestro, que no tardará en hacerlo. Ya sabes que el obispo de León se opone a nuestro matrimonio por motivos de consanguinidad y mucho me temo que sea de la misma opinión el nuevo legado del papa que está a punto de caer. Cuando lo nuestro llegue a oídos de Gregorio VII verás la que se prepara. Sólo necesita esta gota para que rebose el vaso. Bueno, bueno, no será para tanto, Alfonso. Nuestro parentesco es bastante lejano como para constituir una traba para casarnos. Otros con parentescos más cercanos han conseguido la dispensa. Me gustaría que el papa lo viera así, Jimena, pero me parece muy difícil, máxime cuando ante sus ojos yo soy la rémora que se interpone entre el rito antiguo y el nuevo en nuestro reino. Pues casémonos. Entonces sí que nos excomulgaría ipso facto. No podemos tentar la suerte, amor mío, y mucho menos retar al papa. Con el Dictatus Papae se ha atribuido todo el poder de la cristiandad, tanto material como espiritual. Si algo —o alguien— le estorba, lo elimina y se acabó. Tendremos que esperar qué es lo que decide sobre nosotros y nuestro matrimonio, y actuar en consecuencia. Sí, sí. Ya he visto lo que ha sucedido y cómo hemos actuado. Mira dónde estás tú y dónde estoy yo. Siempre le toca la negra al más débil. Bueno, se acerca la hora de comer. Me daré otro baño para refrescarme. ¡Qué calor hace!
Y por la noche seguía haciendo calor, aunque en la mansión de sus progenitores era bastante llevadero. Los gruesos muros que la conformaban frenaban su efecto. A pesar de ello, y de sus preocupaciones, la joven no lograba conciliar el sueño. Si no podemos casarnos, Alfonso, sigamos así juntos hasta que la muerte nos separe. No estaría mal pero eso no lo podemos hacer. A un rey no se le permite vivir fuera de la norma establecida. Sería un escándalo que nos reportaría el mismo resultado, la excomunión. Puedo casarme con Constanza para acallar las voces y cubrir las apariencias, y convivir contigo. ¡Eso nunca, Alfonso! ¡O Constanza o yo, pero las dos, nunca! Esto sí que sería aberrante y merecedor del más duro de los castigos. Pero ¿para qué vuelvo yo a esto, Señor mío, si ya estoy viviendo en casa de mis padres y él en su palacio? Ya estamos separados y lo seguiremos estando para siempre. ¿Por qué vuelvo a lo mismo, Dios mío? Me estoy volviendo loca. La noche seguía avanzando y doña Jimena no hacía más que dar vueltas en la cama sin lograr conciliar el sueño. En ese momento Elvira se despertó y se acercó gimoteando a la cama de su madre. ¿Qué te pasa, cariño? ¡Que no puedo dormir! Ven aquí, acuéstate a mi lado, verás cómo aquí lo consigues. Pasados unos minutos la niña ya dormía profundamente. La madre la depositó con ternura en su camita y regresó a su lecho. No puedo seguir dándoles vueltas a mis recuerdos. Terminaré por trastornarme si no pongo remedio. Pero ¿qué puedo hacer? Estuve predestinada a ser la reina de León y ahora mira dónde me veo. ¡Qué mudable y qué cruel es la vida! Ayer tanto honor y gloria y hoy aquí abandonada y olvidada como un perro. Yo que vi a Inés caer para encumbrarme y ahora he caído tan bajo como ella, pero ella, pobrecita, no logró superarlo y murió de dolor y de despecho. Intentaré no seguir su ejemplo aunque sólo sea por mis hijas. Alfonso, Alfonso, ¡cómo me la has jugado! Si tú no me hubieras llamado, yo podría haber seguido aquí en casa de mis padres y algún día tal vez me podría haber casado con un buen partido y llegar a ser feliz. Sin embargo ahora me tendré que quedar soltera hasta que un día llegue la muerte a cerrar mis ojos a las veleidades de este mundo.
Ya debía de ser muy tarde. Doña Jimena seguía sin conciliar el sueño. ¡Dios mío, cómo me pesa la cabeza! Como un bombo y sigo sin pegar ojo. Seguro que Alfonso no sufre estos desvelos. Claro, él vive muy ricamente al lado de Constanza y lo que me pase a mí le importa un bledo. Dice que es a mí a quien quiere. Lo que quería es que viviéramos amancebados. Como eso parece ser que a la Iglesia no le importa…, o no le importaba, porque ahora Gregorio VII quiere cortarlo de raíz pero me temo que se va a quedar con las ganas. ¿Acabar con el amancebamiento de los curas? ¡Pues anda que no conozco yo hijos de clérigos! En esta comarca los hay a montones y si vas un poco más allá hacia el poniente, ¡no te digo nada! Arduo trabajo tiene el papa para conseguir encerrar a todo su rebaño en el redil. Siempre habrá algún morueco que se le escape, empezando por los pastores, que son los más rijosos. Con lo que sí acabará es con las prebendas que teníamos los nobles hasta ahora y si los reyes se descuidan un poco, hasta con sus reinos. A mí eso ya me da igual desde que truncó mi matrimonio y de paso mi vida. ¡Decir que tenemos un alto grado de parentesco Alfonso y yo, que somos bisnietos de Vermudo II, cuando yo conozco matrimonios entre primos hermanos! Ganas de ensañarse con nosotros. Que el rey tiene que dar ejemplo. ¡Y ellos no! ¡Fariseos! Se removió inquieta en la cama. ¡Esta cabeza me va a explotar! Ya comenzaba a clarear cuando consiguió conciliar el sueño.
Apenas había comenzado a moverse Helios en su carro por la bóveda celeste cuando doña Jimena se despertó sobresaltada por los gritos de Teresa. La criatura se deshacía en llanto en su cuna. ¡Ven aquí, pobrecina mía! ¿Qué te pasa? La joven madre se acercó a la cuna de su hija con los ojos medio cerrados y dando bostezos. Pero ¿cómo no vas a llorar si estás empapada de arriba abajo y, además, estarás muerta de hambre? Después de asearla la acercó al pecho para que saciara su apetito. Luego regresó a la cama con el propósito de dormir alguna hora más, pero no tardó Elvira en solicitar sus servicios también. ¡Lo que faltaba! Ahora tú. A este paso vais a acabar conmigo. Luego su pensamiento corrió hacia el padre de sus hijas. A ti no te pasa esto, ¿verdad, Alfonso? Tú seguro que estás durmiendo a pierna suelta. Lo que es por tus hijas no te desvelas. Deberías hacerte cargo de ellas aunque sólo fuera por un día para que vieras lo que cuesta criar un hijo. Pero, para eso estás tú. No le demos más vueltas. Doña Jimena terminó de atender a Elvira y a continuación se arregló ella. No merecía la pena volver a la cama. No la dejarían dormir. Desayunó y le pidió a Rosalía que se hiciera cargo de las niñas. Rosalía era la niñera. Yo me voy a la sombra del río a ver si allí puedo descansar un rato, pues esta noche no he podido pegar ojo. Váyase tranquila, señora. Ya me hago cargo yo de las niñas. De sobra sé lo que es pasar una noche en vela. A pesar de lo temprano de la hora ya se empezaba a notar el calor. La joven se dejó caer en la hamaca y al instante ya se sumergía en los vapores del sueño.
Unas tres horas transcurrieron para que doña Jimena se despertara y se despabilara del todo. Estaba empapada en sudor. ¡Qué calor hace! Voy a darme un baño. Al entrar en el río los árboles y arbustos parecían inclinarse ante su belleza. ¡Cómo apetece! La joven se demoró un largo espacio de tiempo disfrutando de las caricias del agua. Ya en la hamaca dio a su imaginación rienda suelta para que volara libre por donde quisiera. Desde luego éste es un paraje de ensueño. ¡Lástima que yo no tenga dotes de poeta! ¡Cómo me deleitaría componiendo versos para alabar y ensalzar el río, los árboles, las flores, el murmullo del agua, el susurro del viento, el zumbido de las abejas, el canto de los pájaros, el silencio, la paz, la tranquilidad y tantas y tantas cosas bellas como nos ofrece la naturaleza! Pero yo no soy capaz de enlazar dos palabras seguidas. Me conformaré con zambullirme en mis recuerdos. Es cuanto puedo hacer. ¡Qué sorpresa se llevó Alfonso cuando le dije que estaba embarazada! Hacía ya algún tiempo que había muerto Inés. Salimos a pasear a caballo por la ribera del Torío. El día era espléndido. Invitaba a demorarse a la sombra de los sauces. Él se apeó primero y yo seguí su ejemplo. Podemos sentarnos a descansar aquí un rato, me dijo, y tomándome de la mano me atrajo hacia sí. ¿Sabes que vamos a tener un hijo? ¡No, no puede ser! Me dio un largo beso. Pero ¿estás segura? Completamente. ¡Qué alegría me das! Tiene que ser un varón, Jimena, para que un día me suceda en el trono. Y si no lo fuera, ¿qué? Me desilusionaría pero lo aceptaría igual. Mira si lo he decepcionado que le he dado dos hijas. ¡Qué ironía! Él ya esperaba que el primer vástago fuera un hijo y resulta que tiene dos niñas. ¡Qué injusta es la vida a veces! Montemos de nuevo y vayamos hasta Villaquilambre. ¡Cuántos paseos a caballo por las riberas del Bernesga y del Torío! ¡Qué lugares y qué paisajes de ensueño! ¿O era la compañía la que los hacía agradables? Porque aquí también puedo darme paseos por lugares exóticos y no lo hago. Lo primero que hizo Alfonso al llegar a palacio fue contarle a su hermana predilecta que yo estaba esperando un hijo suyo. Ya verías qué alborozo y qué alegría se desbordaron por las facciones de Urraca. ¡Ven aquí, picarona! ¡Qué callado te lo tenías! Y se abrazó a ella y la besó y derramó algunas lágrimas de alegría. ¿Y para cuándo va a ser? ¡Uy!, aún faltan siete meses, ¡y pueden pasar tantas cosas en ese tiempo! No seas ave de mal agüero, niña. La ilusión y la esperanza llenarán nuestras vidas desde hoy. Ya me encargaré yo de elevar plegarias al Santísimo para que llegue todo felizmente a buen puerto. Y sí, sí, a buen puerto llegó. A todo esto, ya tiene que ser la hora de comer y yo aquí.
Llegó la noche y el calor no aflojaba. Doña Jimena se demoró varias horas en el jardín de la mansión. La noche era serena y cálida y el cielo estaba completamente estrellado. Era como si no cupiera una estrella más en él. ¡Qué inmenso es el firmamento! Los curas dicen que el cielo está más arriba aún. ¡Muy lejos tiene que ser eso! La joven no se cansaba de contemplar el tachonado firmamento. ¿Y si no fuera cierto lo que nos cuentan los curas? Pero no, por Dios, ¿cómo se me ocurre pensar eso? Si me oyeran ellos me quemarían en la hoguera por descreída, pero a veces uno llega a dudar de lo que nos dicen. Para pensar en esto hay que tener muchos estudios, que yo no tengo, así que es mejor dejar las cosas como están y creer en lo que nos dicen. Así evitaré muchos problemas y disgustos. Las ranas croaban a coro. Mejor contemplar la noche y la inmensidad del firmamento como lo hacen los poetas, admirando su belleza, pero es que yo tampoco sé hacer eso. La poesía no es algo que surja así sin más ni más. Para escribir poesía hay que estar inspirado, hay que sentir algo, y yo no siento nada. Los poetas de la Antigüedad decían que la poesía era el lenguaje de los dioses y el poeta, el instrumento del que se valían para hacer llegar ese lenguaje a los hombres. ¡Qué suerte tienen! Bueno, me voy a recoger a ver si puedo conciliar el sueño, que lo dudo mucho, pero ya es hora de acostarse.
Ya en la cama, y como había sospechado, no lograba conciliar el sueño. El recuerdo de don Alfonso le ofuscaba la mente. Habían transcurrido dos meses desde que le diera la grata noticia y él no paraba de prestarle mil agasajos y atenciones. No vayas por ahí que puedes caerte. No comas eso que te puede hacer daño. Montaríamos a caballo pero en tu estado no te conviene. No es para tanto, Alfonso, y menos en los primeros meses. Eso tal vez al final sea recomendable pero ahora no. ¡Y si por un accidente o una negligencia pierdes el niño! Siempre se refería al nonato como niño. No concebía la posibilidad de que pudiera ser una niña. No te preocupes, amor mío, que no va a pasar nada, ya lo verás. No sé, me da miedo que pueda ocurrirte algo ahora. ¿Y sus hermanas? Porque desde que se hizo pública la noticia Elvira prodigaba sus visitas a León, pero la que apenas nos dejaba solos era Urraca. Entre mi embarazo y el seguimiento de la reforma de San Isidoro casi no se ausentaba de la capital. Alfonso tiene razón. Debes cuidarte, Jimena, y no correr riesgos. En tu estado deberías hacer más bondad. ¿Te parece poca la que hago, Urraca? ¡Si no me dejáis dar un paso! Todo es poco para proteger a ese principín. ¡Vuelta otra vez a incidir en el mismo sexo! Todos esperaban que fuera un varón ¡y mira lo que salieron! ¿Cómo va la colegiata? ¡Cómo quieres que vaya, hija, si los albañiles y canteros apenas trabajan! Van a terminar con mis nervios. Yo que quería verla terminada en vida, pero ya he perdido toda esperanza. Al ritmo que van pasarán cien años antes que la terminen. Pero, mujer, esos trabajos son muy pesados y fatigosos. Necesitan mucho tiempo para ser llevados a cabo. Después también duran siglos una vez hechos. En eso tienes razón, Jimena. Para muestra los monumentos romanos. Un gemido de Teresa la sacó de sus cavilaciones. Debe de ser muy tarde. Intentaré dormir.
La noche se le hizo muy corta. Apenas se había puesto su vestido de rosa la aurora, Teresa ya reclamaba lo que era suyo. ¡Ay, hija, qué puntual eres! Ya voy. Angelito mío, estás empapada. Te cambio y te doy el pecho. Al terminar llamó a Rosalía para que se ocupara de las dos niñas. Luego volvió a acostarse. Le ardía la cabeza y las sienes parecía que le iban a estallar. Intentó dormir pero al final no pudo conciliar el sueño. Me quedaré un rato más en la cama a ver si se me pasa este dolor de cabeza. Las niñas ahora me dejarán tranquila. Al que dejan tranquilo es a Alfonso. Seguro que a él no le duele la cabeza por el insomnio, ni le dolerá aunque algún día Constanza le dé algún hijo, pues no lo tendrá en sus aposentos. Así también crío yo un montón de hijos. Elvira no me dio nada de trabajo. Se ocupó de ella el ama de cría desde el día que nació. Para eso es el rey y su esposa la reina. Pero ¡qué cosas estoy diciendo! Será mejor que deje este tema y piense en algo distinto. Recuerdo que un día Urraca me llevó a ver las obras de la colegiata de San Isidoro. Era media mañana cuando llegamos allí. Todos los obreros estaban almorzando. A mi cuñada se le encendió la cara como un ramo de rosas carmesíes. ¿No ves cómo trabajan? Así es imposible que la obra avance. Ya te puedes escornar haciendo números que las cuentas no salen. Al vernos llegar recogieron sus viandas y comenzaron a moverse a regañadientes. Ya ves, Jimena, tendría que pasarme todo el día aquí para que la obra avanzara. Vamos a dejarlos, nosotras a lo nuestro. Entraron en lo que iba a ser la nave principal, el cuerpo de la colegiata. Ésta será la nave más grande del templo y ahí irá el crucero, pero, como ves, ahora todavía no se aprecia nada. En la parte de atrás se ubicará el coro, del que en estos momentos no hay ni señales, y más allá se ubicará el panteón familiar, que será un verdadero tesoro del románico. Todo esto se puede decir que ahora sólo está en mi imaginación. Bueno, está plasmado en los planos, pero susceptible de modificaciones futuras, al menos el templo. Lo que no va a sufrir modificaciones es el panteón. Te gustará, Jimena. Tal vez me guste pero no sé si lo visitaré algún día. Es muy difícil que vuelva a poner los pies en León. Es tarde. La cabeza ya no me duele tanto. ¿Qué estarán haciendo las niñas? Voy a levantarme.
—¡Mamá, mamá! —gritó Elvira corriendo hacia su madre con los brazos abiertos cuando la vio entrar en el salón. La madre la tomó en brazos mientras le daba un par de besos —. ¿Y Teresa? —preguntó.
—Está durmiendo en su cunita —le comentó Rosalía.
—Quédate con ella.
—De acuerdo, señora.
—Yo me voy al jardín con Elvira. Ponte el gorrito que te regaló tu tía Urraca para que no te dé el sol en la cabeza.
Rosalía se apresuró a ponerle el gorro antes de que la niña lo intentara. Luego se la entregó a la madre.
—¿Ya está? Pues vamos.
Y salieron al jardín. El día era espléndido y tan caluroso como los precedentes. Doña Jimena y su hija no tardaron en cruzar el prado para cobijarse bajo la fronda el río.
—¡Qué fresquito se está aquí! —exclamó la madre nada más llegar—. Siéntate a mi lado, cariño, no te vayas a caer al río.
La niña se sentó al lado de su madre y comenzó a coger alguna florecilla que por allí había.
—Mía, mamá, una for.
—Sí, hija, pero no las arranques. Están más bonitas entre la hierba. Además, si las arrancas se mueren. ¿Quieres que se mueran?
La niña movió negativamente la cabeza con los ojos muy abiertos y clavados en los de su madre.
—Tenemos que dejar que vivan —le dijo con dulzura.
—Que vivan —repitió la niña.
Madre e hija se quedaron en silencio contemplando la corriente del río mientras de fondo se escuchaba el chirrido de las chicharras. Poco después se acercó a ellas la abuela.
—¡Qué bien se está aquí! —profirió a modo de saludo al llegar—. Es la zona más fresca de toda la casa. Y tú, ¿qué haces aquí, corazón mío? ¿Estás jugando con estas flores tan preciosas? —Tomó a la niña en brazos y le propinó sendos besos en sus rosadas mejillas. A continuación la volvió a dejar en el suelo para que siguiera jugando mientras ella tomaba asiento al lado de su hija.
El sol calentaba cada vez más. Apenas se oían los pájaros cantar, sólo el monótono chirriar de las cigarras.
—Hija, ¿no echas en falta a Alfonso?
—Claro que lo echo en falta, madre. El tiempo trata de cicatrizar la herida pero ésta es muy profunda y le costará curarse. No hago más que pensar en él y no puedo borrarlo de mi pensamiento.
Una lágrima furtiva rodó por su mejilla que se apresuró a enjugar.
—Pues debes hacerlo. Debes olvidarte de él y con el tiempo tomar marido. ¡Cómo vas a pasar soltera toda la vida! Cuando faltemos tu padre y yo, ¿de qué vais a vivir tú y tus hijas? Piensa en ellas también.
—¿Cree que no pienso en ellas, madre, y que no me preocupo por su presente y por su porvenir? —Hizo una pequeña pausa, como si quisiera ordenar sus pensamientos, y continuó—. Alfonso me dejó ese pequeño tesoro en monedas de oro que me permitirá criar las niñas durante su infancia. Sé que un día se acabará, pero recuerdo que Urraca dijo cuando me lo entregaba que era un anticipo, que Alfonso no se olvidaría nunca de sus hijas. Yo confío en su palabra.
—No sé, hija. Yo no estaría tan segura. Mientras vivamos tu padre y yo no os faltará nada. Ya sabes que económicamente estamos bien. Pero nosotros no vamos a durar toda la vida. Tanto tu padre como yo ya vamos siendo mayores y un día u otro faltaremos. Es entonces cuando te sobrevendrán los problemas y las penurias si no lo tienes todo atado y bien atado. Por eso insisto en que deberías tomar marido antes de que llegue ese momento.
Doña Jimena se removió en la hamaca.
—Ya le he dicho, madre, que eso no lo haré nunca. El único hombre en mi vida será Alfonso. A él le he jurado lealtad eterna y nadie vendrá a ocupar su vacío. Yo ya sólo viviré para criar a mis hijas y después para expiar mis pecados. En mi vida no volverá a haber otro hombre. Si Alfonso no se ocupa de mí, espero que al menos se preocupe de darles un buen porvenir a sus hijas. Después, si no tengo posibles, entraré en un monasterio.
—Bueno, hija, bueno. No insistiré más en lo del matrimonio, pero deberías cambiar de actitud. Te veo siempre sola y abstraída. Si sigues así vas a enfermar.
—Lo intentaré, madre, pero habrá que darle tiempo al tiempo.
La madre se alejó con la niña y con el alma sobrecogida, dejando a su hija sumida en la tristeza y en sus pensamientos.
Me aflige mi madre por estar tan preocupada por mí y por mis hijas. Ahora me va a hacer sentir culpable de su pesadumbre. Estoy segura que Alfonso no me va a dejar en la estacada. Hasta ahora yo soy su único amor y eso es muy difícil olvidarlo. Además le he dado dos hijas que lo atarán a mí para siempre, aunque haya una esposa de por medio. Sé muy bien hasta dónde cala el amor de un hijo. Para él Elvira y Teresa son tan hijas como lo puedan ser los hijos que le dé Constanza y no las va a dejar tiradas en el fango. De momento ya les ha dado el título de infantas y no creo que se quede sólo en eso. Algo más habrá para ellas. Espero que les dé un buen matrimonio y supongo que también habrá algo para mí. Dios dirá. El calor apretaba cada vez más. La joven decidió introducirse en el río que la recibió con los brazos abiertos. Luego volvió a hundirse en sus pensamientos bajo el espesor de la fronda. Ya se acercaba el momento tan esperado. Don Alfonso no sabía qué hacer para complacerla y doña Urraca lo tenía todo dispuesto para el parto. Físicos y comadronas no se apartaban de la alcoba real junto a un enjambre de sirvientas. El momento tan deseado llegó no sin dolor. En las manos de la comadrona principal apareció llorando a pulmón partido la recién nacida, una hermosa niña que vino a colmar de satisfacción a todos los presentes, si bien todos preferían que hubiera sido un niño. ¡Qué le vamos a hacer! El primero en felicitarme fue Alfonso. Contento aunque un poco contrariado. Ya sabemos por qué. A continuación entró Urraca que me dio un fuerte abrazo y me felicitó de todo corazón. Al fin había dejado a un lado todas las diferencias que había habido entre nosotras o, más bien, las diferencias que ella había tenido conmigo. ¡Enhorabuena, cuñada, que Dios te bendiga y bendiga también a esta hermosa criatura! ¡No sabes lo feliz que me has hecho! Todo eran lisonjas y parabienes a mi alrededor. La habitación me daba vueltas o era mi cabeza la que giraba en torno a todo y a todos. Me sentí feliz y dichosa. Ante mí se abría un nuevo y esperanzador futuro o eso creía yo al menos. Con mi hija creía que ya lo tenía todo atado. ¡Qué equivocada estaba! No había contado con la Iglesia. Pero de eso ya hemos hablado. Aquel día lo pasé entre los dolores del posparto y los parabienes de todo el mundo. Todos me deseaban felicidad y larga vida para criar a mi hija. Al día siguiente llegó mi cuñada Elvira, que corrió a abrazarse a mí y a felicitarme también por la buena nueva. ¿Cómo estás? ¿Y este capullín? ¡Ay, qué preciosidad! Y se inclinaba hacia el bebé para hacerle alguna monería. Pero ¡qué rica es! Me la comería a besos. Total que la llegada de mi primogénita fue una fiesta para el entorno familiar más cercano. Como dije antes, creí que se me había abierto un nuevo futuro y mira dónde estoy ahora. ¡Qué cambios da la vida y qué tragos tan amargos te hace beber a veces! Unos días más tarde se planteó el tema del bautizo y con él el nombre que le pondríamos. Mis dos cuñadas querían ponerle su nombre y no se ponían de acuerdo. Al final fue Elvira la que salió triunfadora y Elvira le pusimos por nombre a la niña. Urraca no quedó del todo convencida. Su transigencia fue con la promesa firme de que la próxima hija de Alfonso se llamaría Urraca, como ella. Y así se zanjó el litigio. ¡Qué calor más sofocante! Voy a darme otro baño.
Después del baño entró en la mansión de sus padres para darle el pecho a Teresa, que ya le tocaba. Luego se tendió en un diván rendida por el calor y el sueño. Cayó en un duermevela que sólo duró unos minutos. La más pequeña se había vuelto a dormir y Elvira se entretenía con Rosalía. Ella entretanto regresó a su monólogo. El bautizo fue una fiesta por todo lo alto. Alfonso no reparó en detalles. Por algo se trataba del bautizo de su primer vástago. En la catedral hubo un pequeño percance y fue que el obispo se negó a bautizar a mi hija por ser ilegítima. La ceremonia fue oficiada por el deán. Esto puso de malhumor a Alfonso, pero, cuando llegó a palacio, ya se le había pasado. Hubo muchos invitados, todos ellos de alto abolengo. Todos se acercaron a felicitarnos y a desearnos lo mejor, tanto para nosotros como para nuestra hija. Alfonso no cabía en sí, aunque hubiera preferido que la recién nacida fuera un varón. La fiesta se prolongó hasta bien entrada la noche. Todos se despidieron contentos y satisfechos. Cuando nos quedamos a solas Urraca se acercó a su hermano para recordarle el incidente en la catedral. Ya ves, Alfonso, cómo don Pelayo se ha negado a oficiar la ceremonia del bautizo. Ya te lo venía advirtiendo. No debes demorar la normalización de vuestras relaciones. Estoy insistiendo en ello pero el obispo no cede. Dice que el rey tiene que dar ejemplo. Vamos a esperar la llegada del nuevo legado del papa a ver qué propone, aunque me temo lo peor. Y lo peor fue lo que propuso, mayor intransigencia que la del obispo. Prueba de ello es que yo ahora estoy aquí. ¡Malhadados sean todos ellos!
—Hija, te estamos esperando para comer. Parece que te has quedado traspuesta.
—¿Y las niñas?
—Teresa está durmiendo y Elvira ya ha comido. —Velasquita hizo una pausa—. Deberías dormir más por las noches y hacer una vida normal. Vas a enfermar si sigues así.
—Lo conseguiré, madre, pero tiene que darme tiempo. En cuanto me quedo sola mi pensamiento vuelve a él. No puedo remediarlo. Es superior a mis fuerzas. ¿Sabe, madre, lo que es perder un reinado de la noche a la mañana? ¿Y perderlo por culpa de la Iglesia?
—Hija, no debes hablar así. Si alguien te oye te podría denunciar.
—¿Denunciar a quién?, si mi sentencia la ha pronunciado el papa. ¿Hay alguien más por encima de él en la Iglesia? Me ha privado de mi marido y me ha tratado de mala mujer. ¿Qué más me puede hacer?
Dos perlas rodaron por los lirios de la joven.
—No llores, hija mía. Contra las decisiones de los poderosos nada podemos hacer. Ya verás como con el tiempo te olvidas de todo esto.
—¡Eso nunca, madre! Jamás olvidaré que pude haber sido reina de León y que, por algo que yo no he cometido, fui despojada de tan alta dignidad.
—Quizá no estabas predestinada para eso.
—Lo estaba, madre, si no hubiera interferido la Iglesia. Alfonso sólo me ama a mí.
—¡Ay, hija, no digas eso! Alfonso es un hombre como los demás y tarde o temprano se olvidará de ti. No seas tan candorosa. Y ahora vamos a comer, que ya es tarde.
Fuera el calor seguía en su apogeo y las chicharras en el culmen de su concierto.
5
Un susurro de hojas mecidas por la brisa del amanecer acariciaba la blanda dermis del Sil mientras los sauces derramaban perlas de plata. Los botones de oro que engalanaban la noche se desvanecían en el rosicler del alba. Las avecillas elevaban trinos al nuevo día que extendía su diáfano tul por vegas y montañas. Delicados aromas y zumbidos de abejas endulzaban el despertar en aquel delicioso paraje del Bierzo. Dos lirios blancos rendían culto a Morfeo entre lenes y níveas sábanas.
—Vamos, amor mío, despierta ya, que hoy es la fiesta mayor y están a punto de llegar tus tíos.
La joven madre trataba de despertar a Elvira pero ésta se resistía.
—Quero dormir más, mamá.
—No, cariño, hoy no puedes. Tienes que estar limpia y aseada para recibir a tus tíos. ¡Qué dirán si te encuentran sucia y desaliñada!
—Pero teno sueño.
Doña Jimena abrazó tiernamente a la niña, que gimoteaba y se restregaba los ojos mientras la sacaba de la cama.
—Rosalía, ocúpate de ella, yo haré lo propio con Teresa.
La más pequeña dormía como un angelito. Ese día aún no se había despertado, lo que no era muy normal. Casi siempre era la primera en tocar a diana.
—Ven conmigo mi corazoncín. Hoy estabas dormidina como un lirón, pero tengo que arreglarte antes de que lleguen mi hermana y su marido, que no tardarán en hacerlo. No sé cómo no están ya aquí.
El bebé comenzó a llorar al haberle interrumpido bruscamente su sueño. La madre le acercó el pecho para calmarla.
A las ocho de la mañana Marina y Odoario llegaron a la mansión paterna. El sol ya se dejaba sentir. Cuando terminaban de cruzarse todos los saludos y parabienes, entró como una exhalación Elvira en el salón principal de la casa, decorado aquel día con el máximo esmero para recibir a los huéspedes.
—Pero ¡mira quién está aquí! Si es mi amorcín. ¡Hola, cariño! —Marina tomó en brazos a Elvira y la llenaba de besos—. Pero ¡qué guapa estás, mi vida! ¡Eres un sol! —y le hacía mil zalamerías a la sobrinita, que no cabía en sí de alegría. Odoario se acercó a ellas para darle un beso también a la sobrina —. Mira lo que te he traído —le decía la tía mientras le mostraba una muñeca—. Esto es para que juegues y esto otro para que endulces la boca. —La niña no sabía a dónde acudir, si a la muñeca o a los dulces, o a ambas cosas a la vez. Estaba loca de contenta.
En esos momentos entró doña Jimena en el salón con Teresa en brazos. Al verla, Marina no pudo reprimir su alegría.
—Pero ¡qué preciosidad! —exclamó mientras se acercaba a ellas con Elvira todavía en brazos. Allí mismo le hizo un montón de carantoñas a la más pequeña y se deshizo en elogios con ella antes de intercambiarse las niñas. Con el bebé en brazos la llenó de besos y se acercó con ella a Odoario para que la viera y le hiciera alguna zalamería. —Pero ¡no ves qué preciosa es! Me la comería a besos. —Y la arrullaba en brazos y la bamboleaba y no paraba de dar vueltas con ella por el salón.
—Para ya, Marina, que la vas a marear —le dijo Odoario
—Es que no puedo. ¡Qué cosa más linda! —y seguía meciéndola sin parar.
—A ver cuándo os animáis a tener alguna así vosotros —insinuó la madre—. Por falta de tiempo no será.
Ambos se miraron y enrojecieron un poco. Más ella que él.
—No podemos tener hijos, madre, —comentó Marina—. Hace mucho que lo estamos intentando y hasta hoy no ha dado fruto. Lo hemos consultado con los físicos y nos han dicho que no hay solución. Tenemos que resignarnos.
—¡Pues vaya mala suerte! —se lamentó Velasquita completamente decepcionada.
En todas las épocas los matrimonios han querido tener hijos para perpetuarse, pero en la Edad Media era fundamental. Los hijos no sólo eran la perpetuidad de los padres, sino también su apoyo y sustento. Primero trabajaban y ayudaban en casa, y después, cuando los padres ya no se valían por sí mismos, los cuidaban hasta el final de sus días. Un matrimonio sin hijos se veía condenado a una vida infeliz y a una vejez desalentadora.
Del salón toda la familia pasó al comedor donde ya Gertrudis les tenía preparado el desayuno. Había que reponer fuerzas para soportar todo lo que les iba a deparar aquel señalado día.
—¿Y tú qué piensas hacer? —le preguntó Marina a su hermana—. Pensarás casarte, ¿no?
—¡Jamás!
—Y eso, ¿por qué?
—Porque le he prometido amor eterno a Alfonso.
—¡Mira qué bien! ¿Crees que Alfonso se va a inmutar por eso o te lo va a agradecer algún día?
—No me importa. En mi vida no volverá a haber ningún otro hombre. Ahora mi cuidado está en criar a mis hijas y luego me dedicaré a expiar mis pecados. Si para ello fuere necesario, no dudaré en ingresar en un monasterio. Mi vida a partir de ahora ha de ser un camino de sacrificio y penitencia.
Marina hizo un gesto de perplejidad.
—¡Pues vaya! ¿No sé por qué te lo tienes que tomar así?
—Porque ésa es mi voluntad, Marina.
A las doce comenzó el repique de campanas de la fiesta mayor, que llamaba a los fieles a acudir al santo sacrificio de la misa. El repique de fiesta es el toque de campanas más bonito que hay por la variedad de ritmos que tiene. A través del mismo el campanero expresa de una manera personal y única la alegría que siente, alegría que, a su vez, intenta compartir con todo el pueblo que lo escucha.
Al oír el repique toda la gente del pueblo ataviada con sus mejores galas acudió a la iglesia parroquial para asistir a la Misa de la fiesta mayor. Lo mismo hizo la familia de don Munio, que como familia principal ocupó un lugar privilegiado en la iglesia. Asistieron todos sus miembros excepto las niñas y la niñera. Como eran tan pequeñas, se quedaron en casa para que no molestaran durante los actos religiosos.
La misa se celebró siguiendo el rito hispánico, como marcaba la tradición. Así, pues, el sacerdote dio comienzo a la primera parte, la liturgia de la palabra, con lecturas y cantos religiosos, seguida por la liturgia eucarística, con oraciones y ritos. Entre el hacinamiento de la gente, el calor y la excesiva duración del acto religioso, algunos, sobre todo mujeres de una cierta edad o de salud delicada, comenzaron a marearse y tuvieron que abandonar el recinto sagrado. Después de casi dos horas de oraciones, cantos y ritos, el sacerdote dio por finalizada la misa. Los feligreses fueron abandonando la iglesia poco a poco. Unos se reunían en corrillos para comentar la misa que acababan de celebrar o cómo se iban a desarrollar los diversos actos y espectáculos de la fiesta, otros entraban en las tascas y bodegones que había en el pueblo, otros, los más, regresaron a sus casas. Entre estos últimos se hallaba la familia de don Munio, que se reunió en el salón para charlar un rato y tomar un aperitivo antes del gran ágape que se iba a celebrar. El tema de su conversación fue la misa y su rito.
—¡Lo maravilloso y entrañable que es el rito hispánico y el papa quiere sustituirlo por el rito romano! —comentó doña Jimena.
—¿Y cómo es el rito romano? —preguntó Marina—, porque si no sabemos cómo es no podemos estar a favor o en contra de él.
—El rito romano —continuó doña Jimena— es más sencillo y mucho más corto que el nuestro. Además, en muchos casos, cambia el orden de las lecturas, las oraciones y los cantos. Es como si lo despojaran de todo el boato y ostentación que tiene el nuestro. No se divide en dos partes sino en un solo acto, como si lo hubieran comprimido.
—¡Pues no estaría mal! —replicó Odoario—. Así no tendríamos que aguantar casi dos horas como hoy con este calor y la iglesia abarrotada de gente. Ya ves, han tenido que sacar a varias personas mareadas.
—Di lo que quieras, Odoario. Yo he asistido a alguna misa por el rito romano y, la verdad, son bastante insulsas. Donde estén las nuestras y nuestros cantos, que se quiten las romanas.
—¡A comer! —gritó Gertrudis, que con la ayuda de otras sirvientas había preparado el banquete y ya tenía dispuesta la mesa.
La cocinera había preparado la mejor olla podrida del pueblo con tal abundancia, que bien podían saciar su apetito treinta o cuarenta comensales. Por si fuera poco, a este contundente plato se añadieron pollos, pavos, perdices y truchas del Sil recién pescadas. De postre se sirvieron frutas del tiempo, tarta de manzana con hojaldre y mantecados. Todo ello regado con vinos blancos y tintos del país.
A las cinco de la tarde se organizaron juegos y espectáculos variados que amenizarían la fiesta hasta que diera comienzo el baile cuando aflojara el sol. Era el momento que todos esperaban. La orquesta formada por un atabalero, un gaitero y un dulzainero hizo los honores y todo el pueblo se echó a danzar a la pista de baile, una era que habían acondicionado al efecto. Allí veríais bailar a las gentes hasta quedar extenuados. Bailaron jóvenes y mayores, casados y solteros, pero fueron los mozos y las mozas los que resistieron hasta el final. Era la fiesta mayor y había que aprovechar porque no se repetiría hasta el año siguiente. A las diez de la noche se hizo una pausa para cenar. Luego vendría la verbena, sobre todo para la gente joven, que se prolongaría hasta la una o las dos de la madrugada, hasta que los músicos quedaran agotados y los danzarines exhaustos.
Doña Jimena se retiró del baile poco después de comenzar. La fiesta popular le traía amargos recuerdos. Además no podía dejar abandonadas a sus hijas durante tantas horas, en especial a Teresa, que la necesitaba con frecuencia. El bebé sólo se alimentaba de su pecho. Cuando llegó a casa estaba llorando desesperadamente. Ven aquí mi vida. Tienes hambre, ¿verdad? Ven conmigo, pobrecina mía, que mamá te va a dar lo que reclamas. La pequeña succionaba el pecho de su madre con avidez. Mi tesoro, ¡qué hambre tenías! No debería haberme acercado al baile, pero ¡insistieron tanto! Sobre todo mi hermano Pelayo, que no me había vuelto a ver desde que me fui para León. Tenía tantas ganas de hablar conmigo, que insistió una y otra vez para que lo acompañara hasta el baile y para que le contara cómo había sido mi estancia en la capital y cuál había sido el desenlace final. Pero he sido una insensata. Por encima de esos deseos de Pelayo estaba mi obligación y mi amor maternales. Después de amamantar a su retoño, le cambió los pañales. Seca, limpia y ahíta se quedó dormida en la cuna como un angelito.
La fiesta se prolongó dos días más en casa de don Munio. Habían acudido todos los hijos, yerno y nueras. Allí estaba García, el mayor, con su esposa Fronilde y sus dos hijos, un niño y una niña de ocho y seis años respectivamente. Ya hemos hablado de Pelayo, que también fue acompañado de su esposa Auro. Pedro sabemos que aún vivía en casa de los padres, y Marina y su esposo Odoario ya se habían presentado al principio de la fiesta. Todos ellos pasaron tres días de regalo y alegría haciendo felices a don Munio y Velasquita, que no cabían en sí de dicha. Doña Jimena también disfrutó de aquellos días y compartió con sus hermanos momentos felices, pero prefería quedarse sola, sola con sus hijas, con su soledad y con la pena que llevaba en lo más hondo de su corazón. Veía a sus hermanos acompañados de sus cónyuges, excepto el soltero, y los veía felices, al menos en apariencia. Ella, en cambio, estaba sola aunque estuviera con sus hijas. Le faltaba el amparo y el sostén que los demás tenían. ¿Qué estaría haciendo en aquel momento Alfonso? Seguro que aún seguía por tierras de Toledo luchando contra los sarracenos. Él allí, con peligro de su vida, y ella sola en el Bierzo con sus hijas. Si se lo hubieran dicho tres o cuatro años antes no lo hubiera creído. ¿Por qué a mí si yo vivía feliz en casa de mis padres? ¿Por qué tuvieron que llevarme a León cuando fueron requeridos en audiencia? Si Alfonso no me hubiera conocido, nunca habría pasado esto. ¿Fue el destino? No lo sé. Lo que sí sé es que mi vida, que prometía ser dulce y dichosa, se ha vuelto triste y amarga. Y el resto de mis días lo tendré que pasar expiando mis culpas. ¿Por qué te has ido, Alfonso? ¡Ah si no te hubieras ido!
6
Ya había quedado atrás la fiesta mayor. Ya se habían ido todos los hermanos y cuñados. Tan sólo quedaban ella, Pedro y sus padres, junto con sus dos tesoros, sus preciosas niñas, que eran lo único que la confortaba. El día prometía ser caluroso aunque no tanto como los pasados. Las noches ya eran más largas y algo más frescas, lo que contribuía a que la insolación fuera menor. Por las mañanas la hierba de los prados estaba empapada por el rocío. Donde daba el sol la humedad se desvanecía con cierta rapidez, pero en las zonas de umbría perduraba hasta casi el mediodía.
Doña Jimena tenía a la pequeña a su lado en un cuenco de mimbre bajo la sombra de un negrillo. Desde allí no perdía de vista a Elvira que correteaba por el prado. ¡No te vayas a caer, cariño! La niña miró un instante hacia su madre y continuó jugando. Poco después llegó Rosalía para hacerse cargo de las niñas. Doña Jimena, tendida en una hamaca a la sombra del negrillo, dejó volar libremente su imaginación por su pasado en la capital. Recordó las negociaciones que su prometido tuvo con el obispo de León y con el legado del papa para que autorizaran la dispensa a su matrimonio, pero todo fue en vano, la Iglesia no cedía. Sabes que te quiero por encima de todas las cosas, que si por mí fuera ya hace tiempo que nos habríamos casado. Sí, lo sé, Alfonso, pero eso no me consuela ni me da seguridad para el futuro. Ahora ya tenemos una hija que necesita educación y cuidados. ¿Cómo se los podré dar yo si tú no estás a mi lado? Por eso no debes preocuparte, amor mío. A nuestra hija no le ha de faltar nada. De eso puedes estar bien segura. Hasta la fecha no les está faltando nada, pero ¡el futuro es tan incierto! Te repito que eso no me consuela. Yo lo que quiero es tenerte para siempre a mi lado, estar contigo hasta nuestro último suspiro. Lo sé, Jimena, pero nos lo están poniendo muy difícil el obispo y el legado papal. Y lo peor está por llegar, que es la respuesta del papa. El único que apoya nuestra postura es Roberto, el abad de Sahagún, pero ¡es tan poco lo que puede hacer él! Y tan poco como ha sido. Mira dónde me veo yo ahora. Por mucho que nos duela, por mucho que nos rompa el corazón, tenemos que tomar una decisión ya, amor mío. Esa decisión ya sé cuál es, que yo me haga a un lado, que renuncie a todo aquello que me prometiste. Me prometiste que me harías tu legítima esposa, que sería reina del reino más importante de la cristiandad hispana, y ahora me pides que lo abandone todo, que me olvide de todo, y, como unas migajas, me prometes que a nuestra hija no le faltará nada. ¿Y yo qué? A ti tampoco te faltará nunca nada. ¿Crees que eso es suficiente, que eso compensa todo lo que pierdo? Ya sé que no, amor mío, pero no me dejan otra salida. Tengo que aceptar mi matrimonio con Constanza para salvar las apariencias y para salvar el reino. Sabes muy bien que tendré que representar ese papel, pero mi corazón estará siempre contigo. ¡Sí, sí, estará conmigo siempre! De momento tú te has casado con Constanza y yo estoy viviendo en casa de mis padres aquí en el Bierzo. Ya sé que me he ido voluntariamente de León, pero ¿qué querías, que viviera toda la vida allí de concubina? ¡Eso nunca! Ya te lo dije entonces. ¡O Constanza o yo, pero las dos, jamás! Si ya fuimos comidilla de todas las tertulias durante mucho tiempo, sólo hubiera faltado que lo hubiéramos sido para toda la vida. ¡No, Alfonso, no! Yo no soy plato de segunda mesa.
El carro de Helios se aproximaba al cénit. El calor, aunque no agobiante, ya se dejaba sentir. La joven dejó la hamaca y se acercó a la orilla del agua cristalina. El río abrió sus brazos para recibir a la náyade en su seno. La joven ninfa hendía el translúcido cristal con manos de nívea plata mientras en el aire vibraba una dulce melodía. Cesó la melodía y todo el silencio del río se estrelló en el cristal del agua. Un gemido despertó a la joven madre de su sueño y rauda salió a la orilla del río donde Rosalía la esperaba. Portaba en sus brazos a la tierna infanta que con sus lamentos su yantar reclamaba. ¡Ven aquí mi cielo, amorcín mío! Tienes hambre, ¿verdad?, y yo aquí bañándome tan ricamente. Teresa succionaba con fruición el pecho de su madre. Ella la amamantó hasta que la niña quedó plenamente satisfecha. Luego la depositó con ternura en su cunita para que durmiera en ella plácidamente. En esos momentos era cuando más se solía acordar de su amante, era cuando más solía echarlo en falta. ¿No te gustaría ver ahora a tu tierna hija? ¿Cómo la vas a querer si ni siquiera la conoces y menos aún la has tenido en brazos? No sabes lo que te pierdes. Si algún día la llegas a conocer será una completa extraña para ti. ¡Qué corazón más duro! Sólo piensas en la guerra y en expandir tu reino. ¡Anda y que se te atragante!
Después de comer doña Jimena se acostó un rato para conciliar el sueño, pero no lo logró. Sus pensamientos y su despecho se lo impidieron. Que me quiere más que a nada ni a nadie de este mundo, que jamás se olvidará de mí. ¡Palabras y sólo palabras que se las lleva el viento! Que no podemos casarnos porque la Iglesia no lo consiente, que si por él fuera ya hace tiempo que estaríamos casados, que no me vaya de León y que vivamos amancebados. Pero ¿qué se habrá creído, que soy una fulana? Yo soy una mujer decente, muy decente. ¡Jamás volveré a yacer con hombre alguno! Tú has sido mi verdadero, mi único amor, y nuestras hijas son el fruto de ese amor. ¡No lo olvides! Ya veremos si algún día vuelves a tener algún hijo fruto de tu amor por muy legítimo que sea. Dos gruesas lágrimas como dos perlas resbalaron por sus inmaculadas mejillas. Si de verdad me quisieras te habrías casado conmigo con todas las consecuencias que eso hubiera conllevado, pero no lo has hecho. Dios mío, perdóname por mi soberbia y mi egoísmo. Pequé antes y sigo pecando ahora. Perdóname, Señor, porque no sé lo que digo. ¡Cómo se me ocurre tan siquiera pensar lo que estoy diciendo! Si te hubieras casado conmigo habríamos sido excomulgados y tú habrías perdido tu reino. Pero ¡qué ciega estoy! Son el despecho y los celos. Muchas veces te he reprochado y te sigo reprochando que me prometiste ser reina y no lo has cumplido, pero más que una promesa tuya ha sido una vana ilusión mía. ¡Nunca debí aspirar a tanto! Bien es cierto que por mi alcurnia podía llegar a serlo, pero jamás pensé en los lazos de sangre que nos unen. No sé cómo no paré mientes en ello y me negué a corresponder a tu deseo. No debí haber abandonado la casa de mis padres para acudir a tu llamada. No me lo perdonaré nunca y todos los sacrificios que haga para enmendarlo serán pocos. Perdón, Dios mío, por mi soberbia y mi egoísmo. Y tú, ¿no tienes nada de qué arrepentirte? ¿No fue culpa tuya también? Tú eres un lascivo y tu lascivia es la que nos ha llevado a la situación en la que nos encontramos. Pero ¡a ti qué más te da si lo tienes todo resuelto! Tienes tu esposa legítima, al menos ante Dios y los hombres, o ante el mundo y la Iglesia, y sigues teniendo tu reino. Lo que me pase a mí es de mi solo cuidado. Tú te lavas las manos como Pilatos y tan ricamente. Yo soy la que tiene que comerse este plato tan desagradable y purgar todos mis pecados. No me está mal por haberme envanecido tanto. ¡Ay Señor, Señor, me voy a volver loca! ¿Cuándo me dejarán en paz estos remordimientos?
La tarde avanzaba sin pausa. Se levantó con la cabeza embotada y se fue a ver qué hacían sus hijas. Elvira estaba entretenida como siempre con sus juegos y Teresa seguía durmiendo plácidamente en su cuna. Rosalía no les quitaba ojo.
Gracias a Rosalía puedo liberarme un poco de esta carga agridulce. Sería más dulce si la pudiera compartir contigo. Al menos podría sentir tu aliento a mi lado que me ayudaría a superar todas mis fatigas. Ya sé que tengo a la niñera y a mis padres para resolver cuantos problemas surjan, pero no es lo mismo. Tú sabes muy bien a qué me refiero. Comprendo tu postura hasta cierto punto. Sé que si nos hubiéramos casado nos habría excomulgado el papa y tal vez hubieras perdido el reino. Entonces, como dice tu hermana Urraca, ¿de qué nos hubiera servido? Y tiene razón. Sin el reino, sin el poder hubiéramos sido como los demás, pero tal vez hubiéramos sido felices. Nunca lo sabremos. Lo que sí sé es que así no lo seremos, yo al menos. Recuerdo el día que te pedí que rompieras con Constanza. Te amenacé con abandonar el palacio y abandonarte para siempre. ¡Ingenua! Mira si al final lo he abandonado o no y tú sigues casado felizmente con ella. ¡Qué estúpida he sido! ¡Cómo he podido dejarme engañar por ti dos veces! Debí haberte abandonado en aquel momento, así no te habrías aprovechado de mí como lo has hecho. Reconozco que no estoy exenta de culpa, pero entonces todavía albergaba la esperanza de que fueras mi esposo para siempre. ¡Qué ciega estaba! Sólo veía tu corona y tu báculo. Ahora sé lo que cuesta soñar tan alto. Mas, como dicen, a lo hecho pecho. Ya sólo me queda mirar para delante y criar a nuestras hijas, que ellas, pobrecinas, no tienen culpa de nada. A eso dedicaré mi vida y a expiar mis pecados, que también son los tuyos, ¿o es que tú estás libre de ellos? ¡Ay, cuántas vueltas le estoy dando a todo esto! Al final voy a terminar desquiciada. ¡Y qué le voy a hacer si forma parte de mi vida! Es tan real como nosotros mismos, así que, ¡qué extraño es que le dé vueltas y vueltas! ¿O tú crees que debería dejarlo? Para ti es muy fácil porque sólo me has perdido a mí, pero yo te he perdido a ti y a tu reino. No es tan fácil olvidar que he podido ser reina con todos los honores y la fastuosidad que eso conlleva y que ahora he sido relegada al olvido. ¡Señor, Señor, ya vuelvo a pecar de soberbia! Perdóname por tanto envanecimiento. Se removió en el diván. Se me está durmiendo esta pierna por estar de mala postura. No lo harás, Jimena, recuerdo que me dijiste cuando te propuse que rompieras con Constanza o si no yo te abandonaría. Me casaré con Constanza para cubrir las apariencias, pero te seguiré amando a ti, añadiste. ¡Ingenua de mí! Cuánta palabra sin valor alguno se dice en momentos como ésos. Tú me prometiste amor eterno y ya ves dónde estamos ahora. Tú haciendo la guerra y yo aquí sola y olvidada. Pero, bueno, así es el destino.
Teresa se acababa de despertar y la reclamaba. ¡Ya voy, mi vida! Ya sé que es la hora de otra toma. ¡Ven aquí, amor mío, ven aquí y sacia tu apetito! La pequeña ingería el suculento néctar que la nutría y que había logrado que en aquellos tres primeros meses de vida hubiera aumentado ostensiblemente su peso. ¿Ya te has saciado, cariño mío? Pues ahora ven con mamá a dar un paseo por el jardín. Salió fuera con ella en brazos para estirar un poco las piernas y contemplar cómo poco a poco iba muriendo la tarde. El sol ya declinaba hacia el ocaso aunque aún le faltaba un rato para ponerse. ¡Qué misterio aquél! Cada día salía por el levante y se ocultaba por el poniente. Le gustaría conocer algo del universo y de sus leyes, pero la Iglesia era muy reacia en todo aquello y en cualquier otra rama del saber. La gente llana del pueblo no tenía derecho a conocer sus secretos. Tan sólo lo que los curas les enseñaban desde el púlpito. ¿Cómo sería de grande el universo? ¿Qué habría de oculto en él? ¿Sería cierto que Dios lo creó el primer día de la creación? ¡Oh Dios, ya estoy divagando y pecando otra vez de soberbia! Perdóname por mi atrevimiento. Hija, vamos para dentro antes de que te enfríes. Parece que está refrescando un poco y tú estás muy ligera de ropa. La estrechó contra sí y le dio un amoroso beso. Ya dentro de casa la depositó con ternura en la cuna y la dejó allí bien arropada. Vigílala a ver si se duerme, Rosalía, yo voy a sentarme otra vez. Tú no sufres por ellas, ¿verdad? Las has engendrado pero que sea yo quien las críe. ¡Qué bonito! Constanza será mi esposa, pero sólo tú serás mi amor, recuerdo que añadiste más tarde. Fue el día que se presentó el legado del papa en palacio sin previo aviso y que nos exigió allí mismo la ruptura inmediata de nuestra ilícita relación. No se me olvidarán las razones que expuso y que casi me excomulga en aquel preciso instante. ¡Madre mía, qué a pecho se lo tomó! Pero yo también tenía mis razones para pararle los pies. En ello me iba la vida y el futuro. Reconozco que me excedí en demasía y que tú me obligaste a retractarme. Lo hice de mala gana y más por ti que por mí. Son unos farsantes. Sólo aplican las normas cuando les interesa. Cuando no, hacen la vista gorda y todo sigue tan ricamente. ¿Por qué unos tenemos que pasar por el aro y otros se lo saltan a la torera? Vamos a dejarlo porque con la Iglesia hemos topado. El legado se marchó y llegó tu hermana Urraca, que, como buena diplomática, siempre está a favor del viento. ¡Qué fácil es dar consejos cuando uno no tiene que cumplirlos! Lo siento por Jimena y por esa niña tan hermosa que acabáis de tener, pero tú tienes que mirar por tu reino y dejar tus intereses personales a un lado. Debes dejar a Jimena y casarte con Constanza y debes hacerlo cuanto antes. Ya sabes que está todo preparado y que nada más necesita una palabra tuya para venir a reunirse contigo. Anticípate al papa para que no te coja por sorpresa. ¡Y a mí que me parta un rayo! ¡Qué bonito! Como estorbaba para vuestros planes, había que quitarme de en medio como un trasto viejo, como un estorbo que sobra y molesta en todas partes. Y aquí estoy, en un rincón olvidado a más de veinte leguas de distancia. Tú insististe en que me amabas a mí y que por Constanza no sentías nada, pero al final se hizo lo que Urraca dijo, pues su palabra es sagrada para ti y siempre haces lo que ella quiere. Ahora ya estaréis los dos contentos, tú y Urraca me refiero. Yo ya me he quitado de en medio para siempre, ya no seré un estorbo para ti nunca más. Un profundo suspiro brotó de lo más hondo de su pecho. ¡A mis veinte años relegada al olvido! ¡Dios mío, ayúdame a sobrellevar este trago tan amargo! ¿Volverás, Alfonso? No, no volverás nunca más.
Aquel fue el principio de nuestro fin. Yo de buena gana me hubiera venido ya para casa de mis padres, pero tú insististe en que debíamos seguir juntos hasta el último momento. Y así fue. Seguí en palacio hasta bastante después de la llegada de Constanza, que apuro me daba de encontrarme con ella, como aquella vez que me crucé con Inés. A ti, en cambio, no te importaba que pudiéramos tener algún encuentro. Yo tenía que medir mis pasos y tomar todas las precauciones del mundo para salir y entrar en palacio y no tropezarme con tu futura esposa. Era un juego malabar el que tenía que hacer o, más bien, un juego de equilibrio para no caer en una emboscada, en un aprieto. Suerte que vivíamos en alas opuestas del palacio y eso me ayudaba a esquivar sus encuentros y a programar para mí rutas y horarios muy distintos a los que seguía ella. Así pude evitar más de un encuentro. Sabes muy bien que al final la situación se hacía insostenible y fue entonces cuando decidiste que me mudara a aquella casita al lado del Bernesga. Pero volvamos atrás en el tiempo porque para eso aún falta mucho. Volvamos al día en que Urraca sentenció mi vida. Tu hermana en un principio había sido mi más recalcitrante enemiga. Poco a poco se ablandó y me fue tomando cariño, y también se lo tomó a nuestra hija. Parecía que me había aceptado plenamente y así lo entendí yo. Mas fue sólo una apariencia, un viso de realidad. Bastó la primera ocasión para que volviera a esgrimir sus zarpas y con qué destreza y celeridad lo hizo. Ni siquiera se cortó ante mi presencia. Para ella yo sólo fui un mal sueño, un estorbo al que había que eliminar. Lo único que le importa es tu permanencia en el trono a cualquier precio y la continuidad de tu progenie en el mismo. ¡Qué egoísmo y qué falta de empatía! No sabe el daño que me hizo ni la herida que abrió en mi corazón, herida que no cicatrizará jamás. Aguanté con entereza y estoicismo la propuesta que te hizo de que te casaras con Constanza y que yo me hiciera a un lado. En aquel momento no quise dar señales de debilidad, pero si me hubieran cortado las venas no habría derramado una sola gota de sangre, pues se me quedó congelada en ellas. Si al menos te lo hubiera propuesto a solas, sin mi presencia, tal vez no me habría hecho sufrir tanto. Pero sufrí y mucho, Alfonso. Sufrí lo indecible. ¿O crees que no tengo sentimientos? Aquel día se me cayó el cielo encima y vi con clarividencia que mi vida ya no tenía sentido. ¡Tantas promesas, tantas ilusiones!, y todas se desvanecieron en un instante. Pensará Urraca que una está hecha de mármol y no es así. Yo también soy de carne y hueso, como los demás, y también corre sangre por mis venas, pero dejémoslo estar, porque, según ella, yo no te merezco. Recuerdo que tú me volviste a prometer amor eterno y que no me abandonarías nunca. Palabras. Son palabras nada más, palabras que se las lleva el viento y de las que ante nada ni ante nadie se ha de responder. Como mucho ante la propia conciencia, si es que se tiene. Es muy duro, Alfonso, haber probado las mieles y ahora tener que beber las hieles, y esto para toda la vida. Pero bueno, tú estás bien, o eso espero, y a estas alturas ya me habrás olvidado, así que no sé para qué te cuento todo esto.
Durante el día el sol aún calentaba de lo lindo, aunque las noches ya refrescaban, ya se notaba que agosto iba avanzando. Doña Jimena dormitaba a la sombra del negrillo. Había pasado casi toda la noche en vela. Los recuerdos de su pasado más reciente no la dejaban dormir. La corriente del río susurraba su eterna canción a su lado, como el fiel amante que nunca te abandona. Esto la trasladó a las orillas de aquel otro río, el Cea, en Sahagún, donde el agua también se deslizaba rauda y cristalina. Habían ido a pasar la Semana Santa y a hacerle una visita de cortesía a Roberto, abad del monasterio. Fueron unos días de silencio y paz maravillosos. Sus horas transcurrían entre el sosiego del monasterio y la tranquilidad del río. Podríamos quedarnos aquí para siempre, sentir el silencio del cenobio, aspirar los aromas del campo, escuchar el susurro del agua, contemplar el paso del tiempo a través de la corriente del río. Sería maravilloso pero sabes que no puedo. Podría ser nuestra última oportunidad para pasar juntos toda nuestra vida. Podría ser, amor mío, pero mis obligaciones no me lo permiten. Sabes muy bien que mi obligación es estar en la Corte, que debo llevar las riendas del reino, que mi deber es hacer la guerra a los musulmanes hasta desterrarlos de España. No puedo refugiarme en la paz de un monasterio y dejar abandonado a mi pueblo. Y nuestra felicidad, ¿no te dice nada? Nuestra felicidad se debe posponer a la de mis súbditos. Mi egoísmo, siempre mi egoísmo, pero ¡es tan duro perder al hombre que amas y a todo lo que conlleva! Ya sabía que si regresábamos a León mis días como amante y futura esposa estaban contados. Estaba hecha un lío. No sabía lo que decía. Por un lado quería quedarme en Sahagún, lo que conllevaba la pérdida de la corona y del reino. Por otro, quería casarme con Alfonso para no perderlos. ¡Qué locura, Dios mío! El río susurraba a su lado y la joven se adormecía bajo la sombra del negrillo.
Recuerdo que Roberto nos esperaba en la sala capitular y biblioteca del monasterio. Nos peguntó por nuestra situación particular y por su solución. Tú le dijiste que ya habías decidido casarte con Constanza por el bien del reino. Mi corazón le pertenece a Jimena, pero mi cabeza está con Constanza. Fue una nueva puñalada para mí a pesar de que ya había asumido tu decisión. Oír de tu propia boca una vez más que me dejabas me partió el corazón y el alma. No te puedes imaginar el filo tan agudo que tiene esa sentencia y lo que duele su afilado acero. Supongo que a ti también te dolería, pero tú tenías, y tienes, un sucedáneo. Yo en cambio me he quedado sola, bueno, sola del todo no, me he quedado con nuestras hijas. No sé si recordarás el consejo de Roberto. A mí no se me olvidará nunca. Te dijo que no te casaras con ella si no estabas enamorado. Hasta te propuso que rompieras con el papa si no te concedía la dispensa y se ofreció a casarnos él allí mismo. Yo creo que fue un ataque de rabia y de locura por su parte, pues lo que nos propuso era motivo seguro de excomunión. Sea lo que fuere, Roberto fue el único que estuvo de nuestro lado, sobre todo del mío, que me defendió a capa y espada. Todos los demás se han puesto de uñas contra nosotros. ¡Cómo nos habrán puesto en los corrillos por los salones de palacio, especialmente a mí que nunca me han tragado! Como si fueran más que yo. ¡Qué se habrán creído! Perdóname, Señor. Perdóname este orgullo que asoma sus colmillos por todos los poros de mi cuerpo. No puedo evitarlo, Señor, pues muchas de las que me critican no me llegan ni al talón del zapato. Aunque sea de pueblo, soy hija de conde y bisnieta de rey. No todas pueden decir lo mismo. Pero, claro, mi parentesco real me viene por vía ilegítima y por la misma vía se lo transmitiré a mis descendientes. Hijas mías, yo haré que os sintáis orgullosas de vuestro linaje. Nadie se mofará de vuestro origen. Antes al contrario, haré que os respeten en todas partes por vuestro origen precisamente. ¿Qué culpa tienen los hijos de los errores de sus padres? Una leve brisa meció el follaje y acarició los brazos desnudos de la joven. ¿Qué hora será? Tengo que darle el pecho a Teresa. ¡Pobrecina, estará llorando! Se fue corriendo hacia el interior de la mansión. El bebé aún dormía. ¡Ven aquí, trocito de mi corazón! ¡Ven aquí, que mamá te dará el pecho! La pequeña se agarró al pezón aún semidormida.
Era la hora de la siesta. Doña Jimena volvió a cobijarse bajo la sombra del negrillo para conciliar el sueño si es que podía. Allí aún se sobrellevaba bastante bien el calor. Un leve sopor la embargó y se hundió de nuevo en sus pensamientos. Habíamos ido a Sahagún no para hablar de nuestro imposible matrimonio, sino para conocer de primera mano qué estaba pasando en aquel monasterio. Roberto había ido allí para imponer el nuevo rito, pero se vio obligado a volver al rito hispánico para mantener el orden y la paz entre los pocos monjes que aún le quedaban. Éstos, al igual que la mayor parte de los clérigos, preferían seguir la tradición al nuevo orden que el papa trataba de imponer. Y es que no sé a qué viene romper con esa tradición. Gregorio VII se ha empeñado en llevarla a cabo, pero aquí le va a costar, y si no, tiempo al tiempo. Lo que es por toda esta comarca y más hacia el poniente lo tiene bastante difícil. ¡Con lo arraigado que está aquí todo lo que el papa quiere arrancar de raíz! En fin, Alfonso, va a ser el patito feo con el que vas a tener que bailar mucho tiempo, a no ser que se produzca un milagro y es que el nuevo abad de Sahagún logre que prevalezcan los nuevos designios del papa. Por mi parte estaré atenta a ver qué nuevos vientos corren en el futuro inmediato. Ahora bien, lo que no pienso hacer, como dejó bien establecido tu hermana Urraca, es renunciar a mis derechos. ¡Eso nunca!, por mucho que se empeñe Gregorio VII. ¡Ay Señor, Señor! Me estoy desviando del tema y me estoy adelantando a los hechos.
Durante unos instantes la joven se quedó traspuesta. Un sobresalto le hizo volver al presente y fue que se le apareció la imagen de doña Urraca en sueños. Ya veo que ni aquí me puedes dejar en paz. ¡No te basta con el daño que me has hecho! Ya me he ido de León y le he dejado el camino expedito a tu hermano predilecto. ¿Qué quieres ahora? No sé por qué me lo pregunto si ya ha conseguido lo que quería. Meses después de la visita a Roberto en la abadía de Sahagún me contaste que habías tenido una larga conversación con tu hermana sobre nuestra situación. Era por el otoño y ya hacía algún tiempo que Constanza había llegado al palacio. Nosotros seguíamos viéndonos sin ocultarlo y ante ese comportamiento nuestro Urraca estaba que se la llevaban los demonios. Me contaste que tu hermana te lo echó en cara, que éramos la comidilla de todo el mundo y que incluso Constanza sabía lo nuestro. ¡Toma ya! ¿Cómo no lo iba a saber si nosotros mismos le presentamos a Elvira de la que se quedó prendada por su hermosura? El caso es que te recriminó tu comportamiento y te exigió que pusieras punto final a nuestra relación. No puedo dejar a Jimena, le dijiste. Es superior a mis fuerzas. Pues tendrás que hacerlo porque en esto estáis solos. Nos apoyáis tú y Roberto. En eso te equivocas, Alfonso. Yo no te apoyo en esto y la ayuda de Roberto de nada te va a servir. ¡Bastante tiene él con lo que se le viene encima! Tienes que casarte con Constanza que te abrirá las puertas del futuro. No olvides que es sobrina del abad Hugo y que en él tienes puestas todas tus esperanzas. Aprovecha la oportunidad que se te ofrece y no la desperdicies por un amor ilícito. Estas palabras te hicieron reflexionar. Como siempre, tu hermana es tu conciencia y ante ella sucumbes como un corderito. Y ante ella sucumbiste. A partir de ese día se puso en marcha toda la maquinaria para celebrar vuestra boda lo antes posible. Fue a finales de año. Cuando me lo comunicaste me clavaste de nuevo un puñal en el corazón. Fue entonces cuando acondicionaste la casita al lado del Bernesga y me pediste que me trasladara a ella. Sabes que me opuse rotundamente y que mi propósito era regresar al Bierzo en aquel preciso instante, pero tú me suplicaste una y mil veces que me quedara junto a ti, que no podías vivir sin mí. Fueron esos ruegos los que me perdieron por segunda vez. Al final es en casa de mis padres donde estoy. No tardé en trasladarme al lado del Bernesga. Los últimos días que pasé en palacio no oía más que hablar de la boda. Todo el mundo hablaba de ella. Todo eran preparativos para la misma y para mí no eran más que puñaladas en el corazón. Ya sabes lo que dicen de mentar la soga en casa del ahorcado. Eso mismo era para mí todo lo que estaba ocurriendo en palacio. Así que estaba deseando alejarme de él lo antes posible. No sabes cuánto sufrí aquellos días. Y también después en la casita que me preparaste. Llevaba dos años esperando aquel momento para mí. El momento máximo de mi gloria: nuestra boda. Y ese momento se deshizo como un hilván, se evaporó como una nube en el desierto. ¡Tantas ilusiones como me había hecho! ¡Tantos sueños como se esfumaron! ¿Tú eres consciente de lo que supone eso para una mujer? ¿Tú sabes lo que es tocar la gloria, el cielo con la mano y de la noche a la mañana que se te vaya todo al garete? No creo que lo sepas y, si lo sabes, te importa un bledo, porque a ti eso nunca te va a ocurrir. A la boda no quise asistir ni en broma. ¡Bonito hubiera sido! Yo, la amante desdeñada, asistiendo al enlace matrimonial de mi rival y rodeada de mis adversarias más acérrimas. Antes la muerte que asistir a vuestra boda. Pero no creas que no lo pasé mal sola en la casa del Bernesga. ¡Cuántas lágrimas derramé aquel día! Yo creo que llegó a aumentar el caudal del río. ¡Cuántos improperios y maldiciones salieron de mi boca, de mi boca tan amarga! Dios mío, perdóname por lo que estoy diciendo. Supongo que fui el centro de muchas conversaciones, la comidilla de muchas lenguas viperinas. Es natural. Estuve predestinada a ocupar el puesto de Constanza y fui desplazada por ésta del mismo. ¡Cómo no iban a disfrutar todas aquellas que me atravesaron con sus miradas y sus lenguas el día que repudiaste a Inés! Más de una se frotaría las manos de gozo. No, no digas eso. Es consustancial a la condición humana. Lo importante es que yo no estuve presente y ya sabes, ojos que no ven corazón que no siente, aunque sabes que yo sentí no las habladurías de todas esas envidiosas, sino tu pérdida para siempre. No te puedes imaginar lo que me supuso eso y lo que me sigue suponiendo. Pero, bueno, de ti además de tu amor y tu recuerdo tengo a nuestras dos hijas, que no las cambio por nada de este mundo. Y hablando de hijas, me voy volando, que Teresa seguro que ya me está echando en falta.
—¡Ven aquí, vida mía! Seguro que ya tienes hambre, ¿verdad? Ven —decía mientras tomaba a la niña en brazos—, yo te daré lo que necesitas. Cada día estás más hermosa, cariño mío —y la besó en su carita. Después de amamantarla se la entregó a Rosalía para que la cambiara y se quedara a su cargo.
Ya en la hamaca bajo la sombra del negrillo retornó a sus recuerdos. ¡No sabes lo que te estás perdiendo por no conocer a tu hija! Cada día es más hermosa. Es como un angelito del cielo. ¡Si vieras qué ojos tiene! Cuando los miro veo los tuyos. Pero, bueno, no quisiste conocerla y mucho me temo que no la vas a conocer nunca. Es lo que tiene ser rey y estar supeditado a tan altos menesteres. No sé cómo te irá en la guerra. Yo sufro pensando que en cualquier momento puedes caer muerto o malherido. ¡Son tantos los peligros que corres en el fragor de la batalla! En cualquier instante puedes ser herido por una flecha perdida o caer atravesado por una lanza enemiga. Dios no lo quiera, pero ese riesgo siempre está latente en el campo de batalla. Le pido a Dios que no te abandone.
Doña Jimena se tendió en la hamaca en la oscuridad de una noche templada de agosto que invitaba a contemplar las estrellas. En noches así le gustaba observar aquel cielo todo tachonado de ellas. Parecía que no cabía ni una más. ¿Cuántas habrá? Si te fijas bien, detrás de las más brillantes hay muchísimas más que las vas descubriendo cuando fijas la vista atentamente en ellas. ¡Dios mío! Parece que no tienen fin. ¡Lo que daría yo por saber lo que hay en el universo! Pero es un tema del que nadie quiere hablar. La Iglesia lo considera tabú y cuando habla de él se remite a las Sagradas Escrituras. Yo no sé si lo que nos enseñan sobre él será cierto o no, pues, cuando miras como hoy para arriba, sientes que la Iglesia nos oculta algo, o tal vez mucho, porque o las estrellas son muy pequeñas o el universo muy grande. Por muy omnipotente que sea Dios, a mí me parece que no pudo crear el cielo y la tierra en un solo día. Además, no creo que la tierra pueda ser tan importante como para contraponerla al resto del universo. Eso sería como pensar que todas las estrellas que vemos son infinitamente pequeñas y que todas ellas están a la misma distancia, lo que no parece lógico. ¡Dios mío, perdóname una vez más por mi atrevimiento! Si alguien conociera mis pensamientos, entonces sí que estoy segura que me llevarían a la hoguera. ¡No sé cómo se me ocurre pensar estas cosas! Esto es para los sabios. Pero tengo que admitir que es apasionante y que a poco que se indague, se hace evidente que la Iglesia nos está engañando. El universo es mucho más que lo que nos cuentan los curas. ¿Cuántas estrellas habrá? ¿Cómo serán de grandes? ¿A qué distancia estarán? ¿Las veremos todas desde aquí? Miro para el cielo y me parece que es inabarcable y lo que veo, ¿será todo lo que hay? Porque parece interminable. ¡Dios mío, confúndeme y no me dejes pensar más en todo esto! Pero, por otra parte, ¿qué mal hago admirando la obra de Dios? Mis sueños me trasladan en la noche a regiones donde habita la nada, a esos espacios infinitos donde sólo puede vivir el alma. Debe de ser muy tarde ya. Tengo que retirarme a descansar.
Agosto se iba despidiendo con una temperatura más moderada. Los días ya eran más cortos y templados, y las noches más largas y refrescantes. Doña Jimena seguía pasando muchas horas a la orilla del Sil, pero ya no se cobijaba tanto bajo su tupida fronda o a la sombra de los negrillos o de los demás árboles que poblaban el jardín y el prado de la mansión de sus progenitores. Rosalía y las niñas la acompañaban con más frecuencia, pues el calor ya no era tan agobiante aunque no por eso menos peligroso. Las niñas aún debían protegerse del sol para que no les hiciera daño, sobre todo en la cabeza, que la llevaban siempre protegida con los gorritos que les había regalado su tía Urraca. Teresa permanecía a la sombra en el cuenco de mimbre bajo la atenta mirada de Rosalía. Elvira, en cambio, correteaba por el prado persiguiendo mariposas y saltamontes, unas veces, o sentada en la hierba buscando florecillas, otras. Doña Jimena contemplaba la orilla del río y el lento discurrir de sus aguas. Sus bellos ojos bebían el plateado hilo que parsimonioso se alejaba hacia el lejano oeste, mientras que los ojos del alma la trasladaban a la orilla de aquel otro río que no ha mucho dejara. A su orilla con su plateado hilo teñido de oro su amado se despedía de ella con un prolongado beso de amor. El sol está a punto de ponerse, amor mío. Me tengo que ir. Como siempre, yo para ti no soy más que un segundo plato. Vienes a mí como un forajido. Siempre huyendo y siempre a escondidas. No digas eso que me haces mucho daño. Sabes que no es cierto, que es a ti a quien amo. No seas tan cruel conmigo. Sí, sí, la única a quien amas. ¡Mira dónde estoy yo ahora! Si fuera la única a la que amas estaría para siempre a tu lado y no aquí donde me encuentro. Tú siempre con tus excusas. ¿Sabes que estoy otra vez embarazada? Nuestro próximo hijo nacerá en mayo, entonces abandonaré este lugar para nunca más volver. ¿Aún quieres acrecentar más mi dolor? ¿Por qué te tienes que ir? Quédate aquí conmigo y no os faltará nada ni a ti ni a nuestros hijos. Lo he decidido y no me voy a volver atrás. Ya debería haberme marchado cuando nació Elvira, pero me doblegué a tus súplicas y ruegos. Ahora no ocurrirá lo mismo. Cuando nazca el hijo de mis entrañas le diré adiós a León para siempre. No puedo seguir soportando por más tiempo esta situación tan afrentosa. Estoy viviendo aquí escondida, como si fuera una mujer apestada o una mujer de la vida. No, Alfonso, no. No pienso seguir jugando este papel que me has asignado para complacer tu lujuria y tu ego. ¡Tú apestada! ¡Tú mejer de la vida! Amor mío, no me arranques el corazón. Tus hijos serán para mí tan hijos como los que pueda tener con Constanza y tú siempre serás mi amor eterno. ¡Ya lo veo! Por eso ahora estoy contemplando las aguas del Sil. La joven derramó dos lágrimas como dos perlas que rodaron por sus mejillas y fueron a perderse en el cristal del río. Rosalía observó de reojo cómo se enjugaba otras dos lágrimas. Más de una vez la había contemplado en ese estado, pero respetaba su dolor y sus recuerdos. Ella sólo estaba allí para cuidar de las niñas. ¿Qué derecho tenía a inmiscuirse en la vida de su señora? Se acercaba el mediodía, hora para darle el pecho a la pequeña Teresa. Abandonaron el prado y entraron en la mansión paterna.
Después de darle el pecho a la pequeña, doña Jimena salió de nuevo al jardín. Se acomodó en la hamaca bajo la sombra de un aliso, pues se acercaba el mediodía y el calor ya se dejaba sentir. Recuerdo el día que te despediste de mí para marcharte a luchar contra los sarracenos en tierras de Toledo. Te supliqué que te quedaras al menos hasta que naciera nuestro hijo. Tan sólo faltaban quince días y me contestaste que no, que tu deber estaba por encima de todo, estaba por encima incluso de nuestro hijo. ¡Cómo puedes ser tan cínico y tan cruel! Si era poco lo que había sufrido hasta entonces, ésa fue la gota que colmó el vaso. ¿Cómo crees que se tiene que sentir una madre que se ve abandonada por el padre de su hijo justo cuando éste está a punto de nacer? Ingrato. Me quedé sola y sin amparo, y me las tuve que arreglar como pude cuando llegó la hora del parto. Nuestra segunda hija nació sin la presencia de su padre. ¿Dónde estabas tú? ¡Y aún querías que me quedara allí esperándote a que regresaras de la guerra! No, Alfonso, no. A tanto no puede llegar tu engreimiento y tu egoísmo. Pero tú te lo pierdes. Nuestra segunda hija tiene ya tres meses y medio y tú aún no la conoces y puede que no la llegues a conocer nunca. Es una preciosidad. Un ramillete de rosas y lirios. Aquella tarde de finales de abril te supliqué con lágrimas en los ojos que no me dejaras sola en aquel trance y tú no me hiciste caso. Sólo te pedí eso, que te quedaras hasta que naciera nuestra hija, hasta que la pudieras tener en tus brazos y la estrecharas contra ti para darle el calor de tu pecho. Todo fue inútil. Antepusiste tus obligaciones y la guerra al amor de tu hija. ¿Cómo quieres que te perdone y me olvide de tamaño oprobio? No puedo. Fuiste demasiado displicente con nuestra hija y conmigo. En fin, espero que no las olvides, a ninguna de las dos, como me has prometido. Espero que algún día ellas puedan alcanzar lo que yo nunca logré y que sean felices aunque tengan que vivir lejos de su padre. Tú ya tendrás otros hijos que te den su calor y su cariño de los que te puedas sentir orgulloso. En cuanto a mí, después de haber perdido el trono me conformo con poco. Lo dejo a tu libre albedrío. Lo que hagas conmigo lo aceptaré de buen grado. Para mí estar con los míos es ya un tesoro y pienso estar con ellos hasta el fin de mis días. Así que me siento afortunada. Lo que venga añadido, eso me llevo. Ahora te dejo porque es la hora de comer. Ya veo que viene a llamarme Rosalía. Adiós, Alfonso. Habrá otras ocasiones para seguir hablando de lo nuestro.
7
Un verano más que prometía ser tan caluroso como el anterior. Era principios de julio y ya desde primera hora de la mañana se dejaba sentir el calor. Doña Jimena desayunaba en compañía de sus padres.
—¿Sabéis que los reyes han tenido su primer retoño? —comentó don Munio mientras se servía un trozo de tarta.
—¡No me digas! —exclamó sorprendida Velasquita—. ¿Y qué ha sido, niño o niña?
—Una niña. Nació el día de San Juan y le han puesto Urraca, como a su tía.
—Era de esperar —aseveró Velasquita mientras tomaba un sorbo de achicoria con leche—. ¡Con las ganas que tenía de ponerle su nombre a una sobrina! Ya se lo quiso poner a Elvirina primero y a Teresina después.
—Manías de una solterona.
—¡Padre, no diga eso! Urraca no se ha quedado soltera por su gusto ni tampoco por falta de pretendientes, que los ha tenido y muchos. Se ha quedado soltera porque ha sido la condición necesaria para recibir el infantazgo que le donaron sus padres, al igual que Elvira.
En ese momento entró corriendo en el comedor Elvira y a continuación Rosalía con Teresa en brazos. La pequeña ya daba los primeros pasos pero aún no se defendía sola para caminar por sí misma.
—¿Qué hacen aquí mis tesoros? —doña Jimena le dio sendos besos a Elvira y luego tomó en sus brazos a la más pequeña que se desvivía por abrazarse a su cuello—. ¡Ven aquí mi chiquitina!, ¡ven aquí conmigo! —le decía mientras le daba varios besos—. Tienes hambre, ¿verdad? No te preocupes, que yo te daré el desayuno.
La pequeña ya hacía algún tiempo que tomaba líquidos y purés, y ya intentaba roer algunos sólidos con los primeros dientes de leche que le habían salido.
—¿Sabéis que tenéis una nueva hermanita? —les comentó cariñosamente.
—¿Y dónde está? —preguntó Elvira.
—Está en León, cariño.
—¿Y por qué no está aquí con nosotras?
—Porque su casa está en León, mi vida.
—¡Pues vaya! ¿Y no podemos ir a verla?
—No, cariño. León está muy lejos.
—¡Pues yo quiero ir a verla!
La niña se enfurruñó y pataleó un poco porque quería ir a ver a su nueva hermanita en aquel mismo momento. Dejó a medias el desayuno y salió enrabietada y corriendo al jardín a donde la siguió Rosalía para consolarla. Entretanto Teresa contempló la escena algo desconcertada sin saber qué era lo que pasaba para que su hermana se fuera llorando. Poco después salió también doña Jimena al jardín con la pequeña en brazos. Elvira ya sólo gimoteaba pero se negaba a hablar, ni siquiera lo hizo con su madre.
Rosalía entró en casa en busca de los gorros de las niñas. No tardó en regresar con ellos y ponérselos en sus cabecitas para que no les hiciera daño el sol. Poco después las dos niñas jugaban a la sombra de los árboles. Doña Jimena se tendió en la hamaca bajo la fronda del río y entrecerró los ojos para dar rienda suelta a su imaginación. Así que has tenido otra niña. ¡Estarás contento! Tú que por encima de todo querías un varón, ahora resulta que tienes tres hijas. No está mal. ¡Esperemos que Constanza te dé algún hijo en el futuro! A mis hijas las aceptaste porque eran las primeras. A Teresa ya no lo hiciste de tan buen grado, pero bueno, al final cediste. Dime, ¿cómo has aceptado ahora a tu tercera hija y primera en el orden dinástico? Porque ahora no puedes negar que es hija de tu legítima esposa aunque no de tu amor verdadero. Tienes mala suerte con tu descendencia, Alfonso. ¿Qué habrás hecho para que Dios te castigue así? O tal vez no sea castigo de Dios sino obra de la naturaleza. Tú hasta la fecha sólo has engendrado hijas, otros, en cambio, como mi hermana y mi cuñado no pueden engendrarlos. No creo que esto sea un castigo de Dios, pero el caso es que los hechos están ahí. Hasta ahora sólo has tenido niñas. ¿Qué será de tu reino si no llegas a tener como descendiente un varón, tanto como has luchado y estás luchando por tenerlo? Debes de estar dando saltos de alegría en este momento. No quisiera encontrarme ahora mismo a tu lado, pues tienes que estar de un humor de mil demonios. Pero bueno, todavía tienes mucho tiempo por delante, aunque no debes descuidarte. El tiempo no se detiene. El calor iba en ascenso y el río invitaba a un baño. La joven, transformada en náyade, se abrazó a él. El agua estaba algo fresca todavía, pero, una vez vencida la primera impresión, sus caricias eran dulcemente placenteras. ¡Qué delicia! Si pudieras disfrutar de este placer, seguro que te olvidarías de todos los contratiempos y de todas tus preocupaciones. Podías acercarte al Bernesga, o mejor al Torío, para darte un baño y endulzar todos tus sinsabores. Seguro que te sentaría bien. En este momento no te envidio, Alfonso. Tendrás todo el poder que quieras. Podrás ser el emperador de toda España, pero ahora eres el hombre más desgraciado de la tierra, eres el hombre más infeliz. Ya son tres hijas y ningún varón, ¿cuándo llegará el hijo tan deseado? No pierdas la esperanza.
El sol se acercaba cada vez más al ocaso y doña Jimena seguía con su pensamiento perdido en la corte de León. Las que no cabrán en sí de gozo con esta nueva serán Urraca y Elvira, sobre todo aquélla. Para ella habrá sido un placer agridulce. Agrio por un lado, pues todos esperaban un heredero, como siempre, pero dulce por otro, ya que ahora sí había llegado el momento de poner su nombre a una sobrina suya, momento tan deseado por ella. Sentía que no hubiera sido un varón por lo que esto representaba para ellos, en especial para la pervivencia del reino. No era buen augurio aunque se podía subsanar con la llegada de más hijos. El lado positivo era que al fin una sobrina suya iba a llevar su nombre y, además, esta sobrina era legítima. ¡Qué alegría! ¿Hasta dónde llegaría esa sobrinita que acababa de nacer y que de momento era la heredera directa al trono? Nadie podía saberlo porque nadie conoce el futuro. El tiempo y la Historia dirían hasta dónde iba a llegar. No cabe duda que el acontecimiento supuso una gran satisfacción para ella. Le regalaré lo mejor en su bautizo, se decía. Será bautizada en la catedral por el señor obispo como le corresponde por su alcurnia. En esta ocasión don Pelayo no se negará, antes al contrario, será un gran honor para él —y para todos nosotros— tomarla en sus brazos y abrirle las puertas de la casa de Dios. Estará arropada por toda la familia para que no se sienta sola cuando llegue al regazo de la Santa Madre Iglesia. No, no se habrá sentido sola, de eso puedo estar bien segura. Te bastas y te sobras tú para que eso no suceda. Seguro que hubo fiesta y regalos, y un buen banquete para celebrar la llegada del primer vástago legítimo a la casa real. Todo el mundo lo celebraría por todo lo alto y nadie osaría hacer la más mínima alusión a estos dos angelitos míos. ¡Qué injusta es la vida! Mis padres no tienen el poder del abad dom Hugo para doblegar la voluntad del papa, así que tendremos que conformarnos con lo que tenemos.
Había llegado la hora del sueño pero a doña Jimena le era imposible conciliarlo. Su imaginación corría desbocada por la corte de León y por la vida de sus regios personajes. Ahora sabrás lo que es criar un hijo y las horas de sueño que te quita. Cuando Urraca empiece a llorar a media noche y no haya nada en el mundo que la consuele, verás qué bien lo vas a pasar. Cuando cansados de oírla tengáis que levantaros para pasearla en brazos, para tratar de calmarla, y no lo logréis, verás qué agradable es. Cuando faltos de sueño la niña no cese de llorar y no podáis pegar ojo, verás qué placer más infinito. No sé qué me digo, estoy delirando. Debe de ser este insomnio que me invade, que obnubila mi pensamiento. ¿Cómo se me ocurre esta sarta de tonterías? ¡Si tú no vas a tener a tu hija a tu lado ni una sola noche y ni Constanza ni tú vais a perder una sola hora de sueño por ella! ¿Dónde se ha visto nunca que los reyes se hayan ocupado de la crianza de su descendencia? Ya se ocupan de ella las nodrizas y las damas de cría en un primer momento y luego toda la cohorte de instructores e institutrices de que se rodean los reyes y príncipes. A mis hijas tampoco les faltarán buenos instructores e institutrices que les enseñen todo lo que necesiten saber. Se lo he prometido. Supongo que eso no te molestará. Es más, me imagino que es lo que tú deseas. Aunque ahora ya tienes una hija legítima espero que no olvides tus promesas. La joven se cansaba de estar de todas las posturas y daba vueltas y vueltas sin lograr conciliar el sueño. Me va a explotar la cabeza si no logro dormir. Debería relajarme y no pensar tanto pero no puedo. Hay momentos en que quisiera odiarte, Alfonso, en que quisiera que sufrieras lo que yo estoy sufriendo. Son momentos de rabia y desesperación que se desvanecen como el humo y su hueco se llena con sentimientos de perdón e indulgencia, de cierta añoranza a todo aquel tiempo pasado que vivimos juntos, a aquel tiempo que llenó de amor nuestros corazones. A veces me pregunto: ¿volverás? No, no volverás nunca, no volverás jamás. ¡Qué duro es admitir esto, amor mío! ¡Qué duro es admitir que nos hemos separado para siempre, que nunca más nos volveremos a ver! El paso del tiempo sofoca el fuego más vivo y esparce sus cenizas hasta el punto de no dejar huella del mismo. Eso es lo que pasará con nuestro amor. Tú seguro que ya me estás olvidando, que ya apenas piensas en mí. Con el tiempo no seré más que un vago recuerdo para ti. Además de Constanza, surgirán otras mujeres en tu vida que vendrán a llenar el vacío de nuestro amor, y de este amor no quedará ni una evocación en tu corazón. Yo, en cambio, no te olvidaré nunca y mi amor permanecerá inmaculado para ti mientras viva. Éste será mi castigo por haberme enamorado de ti. La joven divagando con su amor se quedó dormida.
Tendida en su hamaca doña Jimena contemplaba el fluir del agua desde el frescor de la espesa fronda, cuando se acercó Rosalía con un mensaje en sus manos.
—Señora, ha venido un heraldo del rey y ha dejado esto para vos.
La joven recogió el envoltorio y procedió a romper no sin emoción el sello real que velaba su contenido. En el documento don Alfonso le hacía saber que la nombraba condesa de Astorga y del Bierzo. Su cara se iluminó como una rosa recién eclosionada.
—¿Son buenas noticias, señora?
—Sí, son buenas noticias, Rosalía, pero ¿qué haces aquí todavía?
—Esperaba por si quería decirle algo al emisario.
—No, no hace falta decirle nada. Bueno, sí, dile que le dé las gracias al rey de mi parte.
—¿Sólo eso?
—Sólo eso. Y ahora ve a decírselo y a atender las niñas.
—Sí, señora. Con su permiso, me voy.
Rosalía hizo una reverencia y se fue a cumplir el mandado. Doña Jimena no cabía en sí de gozo. Veo que no te has olvidado de mí, Alfonso, ni de nuestras hijas. Gracias, gracias por todo. ¿Esto era lo que me tenías reservado y a lo que aludió Urraca cuando se despidió de mí en la casita del Bernesga? No es poco y te vuelvo a dar las gracias por ello, pero recuerda todo lo que he perdido. Dos condados no son para despreciarlos y, además, uno de ellos, el de Astorga, quizá sea el más apetecido de todo el reino. Pero, por más apetecibles y apetecidos que sean, nunca podrán igualarse a un reino. Y ya sabes que eso es lo que he perdido yo, y lo que tú me habías prometido. Desde hoy dejaré de pensar para siempre en ese reino perdido, dejaré de soñar con él, de envanecerme con él, puesto que ya nunca será mío, y me conformaré con lo que me has dado, que no es poco. Gracias de nuevo, amor mío.
Mañana mismo comenzaré a prepararlo todo para trasladarme al palacio de Astorga donde fijaré mi residencia oficial. Será un gran honor para mí. Dejaré atrás con cierto dolor esta mansión de mis padres, donde nací y me he criado, y donde han empezado a criarse nuestras hijas. La echaré mucho de menos, porque aquí también dejaré parte de mi corazón. Todo sea por el bien de nuestras hijas. Ya las veo a las dos convertidas en princesas o, incluso, en reinas. Habrá que esperar qué les depara el destino. Dos lágrimas me resbalan por mis mejillas. No son lágrimas de pena, no, son de alegría, de la alegría que rebosa mi corazón. Hoy has despejado para mí parte de mi futuro y me has devuelto de nuevo a la vida. Sabes que después de ti lo que más amo en este mundo son nuestras hijas. Sabiendo que están bien yo también lo estaré y ahora, con esta concesión que me has hecho, sé que estarán bien mientras estén a mi lado. Eso me conforta y me da ánimos para seguir adelante. ¡No sabes cómo te lo agradezco! Quisiera explayarme más, pero no sé qué más puedo decirte, porque siempre te estoy diciendo lo mismo y siempre vuelvo al mismo punto de partida. Es como si estuviera dando vueltas en una noria. Sólo me resta decirte que te cuides y que seas feliz con tu esposa y con tu nueva hija. Yo por mi parte intentaré serlo con las nuestras. Te mando un trocito de mi corazón como si fuera un pétalo de una flor. Adiós, Alfonso.
8
El monasterio de San Pedro de Montes fue fundado en la primera mitad del siglo VI por San Fructuoso. San Valerio, discípulo de aquél, describió su ubicación como un lugar paradisíaco, idóneo para el recogimiento, la oración y el disfrute de la naturaleza. Rodeado de montañas de un verdor permanente, los sentidos gozan de la diversidad de colores y aromas, de flores y frutos, de la frondosidad de sus árboles, del frescor de su sombra, del silencio que lo rodea roto solamente por el canto de los pájaros y el susurro de las aguas de los arroyos que serpean por sus valles. Más parece un trozo del Edén que un lugar perdido entre los montes Aquilianos. Pero ese cenobio sucumbió a los ataques de las razias musulmanas que invadieron el Bierzo a principios del siglo VIII. Dos siglos y medio después de su fundación fue erigido de sus propias cenizas por San Genadio ayudado por un grupo de monjes que lo acompañaba. Llegó allí huyendo de la vida relajada y disipada que llevaban en el monasterio de Ageo. Quería llevar una vida más ascética, llena de privaciones y sacrificios, como la que llevaron San Fructuoso y San Valerio, por eso siguió sus pasos hasta dar con las ruinas del monasterio que habían fundado en aquel lugar remoto de los montes Aquilianos, en el Valle del Silencio. Llegó allí un plácido día de primavera y quedó extasiado ante la exuberancia del paisaje y el silencio que lo embargaba. Era, sin duda, el lugar idóneo que buscaba para poner en práctica una vida de pobreza y privaciones, de silencio y soledad, de oración y ascetismo que lo conduciría tanto a él como a sus compañeros por el camino de la virtud y de la salvación eterna.
El grupo de monjes, capitaneado por Genadio, con tesón y esfuerzo, con sacrificio y trabajo, logró reconstruir el monasterio que ha perdurado hasta nosotros. Seis años después de su llegada inauguraron la parte reconstruida del monasterio que ya les permitía vivir en él. El obispo de Astorga nombró a Genadio abad del mismo. Éste implantó inmediatamente la regla de San Benito con toda su austeridad o aún más si cabe. Habían ido allí para hacer una vida de penitencia y sacrificio. Su lema, como el de San Benito, era ora et labora, reza y trabaja, y eso fue lo que hicieron desde entonces para alcanzar la salvación de sus almas. Fue a partir de ese momento cuando el monasterio comenzó a prosperar logrando su plenitud en los siglos XI y XII, momento éste que coincide, entre otros, con el reinado de Alfonso VI, que se verá afectado, por tanto, por el cambio de rito y hasta qué punto.
Don Pedro Núñez, obispo de Astorga, cuando fue depuesto por el rey Alfonso VI de su cargo por su tenaz oposición a la implantación del rito romano, fue a refugiarse al monasterio de San Pedro de Montes. Su influencia fue posiblemente la causa que originó el cisma abacial en el citado cenobio entre los años 1081 y 1097. Don Pedro fue recibido por el abad Pelayo en su celda. ¿A qué debo este honor, Pedro? ¿Cómo llegas sin anunciarte? No vengo a hacerte una visita, Pelayo, vengo a suplicar tu hospitalidad en el monasterio. ¿Y cómo es eso? El rey don Alfonso me ha depuesto de mi cargo por oponerme a aceptar el nuevo rito litúrgico. Fui el único que se enfrentó a él en el concilio de Burgos, aunque había algunos más que tampoco estaban de acuerdo con el cambio pero se callaron. Allí mismo el rey y el legado del papa firmaron mi sentencia, sentencia que ahora ha sido ejecutada. No tengo más alternativa que acudir a ti para que me des asilo. ¡Sé bienvenido, Pedro! Pero, dime, ¿en qué consiste el nuevo rito? Se trata de la nueva liturgia emanada de la Cátedra de San Pedro, que consiste en simplificar y unificar los actos litúrgicos, en especial la Misa, para que en todo el orbe cristiano se celebre de la misma manera. Pero bajo esta cortina de humo hay un cambio más profundo. Lo que realmente persigue Gregorio VII es tener el poder absoluto, tanto material como espiritual, de toda la Iglesia. También quiere acabar con la simonía y el nicolaísmo. Entonces, ¿el cambio también afectará a los monasterios? En efecto. Pues si es así, yo estoy de tu lado, Pedro. ¿Qué les ocurrirá a todos mis deudos si pierdo la potestad que ahora tengo? Si estás decidido a no acatar el nuevo rito tendrás todo mi apoyo. Ya sé que el rey y el papa están decididos a implantar la reforma cluniacense, pero entre los aristócratas y magnates son muchos los que disienten abiertamente, incluidas las dos infantas. Y también está en contra doña Jimena, que, como sabrás, ha sido nombrada por el rey condesa de Astorga y del Bierzo. ¡Ah, pues no, no lo sabía! Ya sabes que tiene dos hijas con don Alfonso. Sí, eso ya lo sabía. Pues como el papa le ha obligado a dejarla so pena de excomunión, la ha recompensado con los dos condados. ¿Y dices que doña Jimena también se opone al nuevo rito? Rotundamente. Bien, así seremos más. Naturalmente no depende de mí solo aceptar o rechazar el nuevo rito. Tendré que someterlo a votación en el Capítulo. También habrá que contar con la posición que adopte Oramio en Santiago de Peñalba. Me parece muy bien, haz lo que tengas que hacer, yo estaré a tu lado siempre que me necesites. Te quedaré eternamente agradecido, Pedro.
El monasterio de San Pedro de Montes estaba compuesto por dos abadías, la propia de San Pedro y la de Santiago de Peñalba, regida por el abad Oramio. Ambos abades lograron en sendos capítulos que sus abadías se opusieran a la reforma cluniacense, lo que provocó la ira de don Alfonso. El rey, al conocer la noticia, no dudó en destituir a los dos abades rebeldes y sustituirlos por uno solo, el abad Vicente, fiel seguidor del nuevo rito promulgado por el papa. Y así dio comienzo el cisma abacial de San Pedro de Montes.
Doña Jimena se veía agobiada por los problemas que le ocasionaba la regencia de sus condados. Por suerte su padre, que la había precedido en el cargo, la sacaba de todos sus apuros por ser conocedor de muchos de aquellos problemas y de sus soluciones. Sin su ayuda y la de sus colaboradores no sé si habría podido seguir adelante con las obligaciones que le imponía su cargo. Era más duro de lo que pensaba, aunque también le proporcionaba muchas satisfacciones. No todo eran espinas en su camino, también había rosas aromáticas. Una tarde después de comer doña Jimena dormitaba en el salón de su palacio meditando acerca de los problemas que ocasionaba el nuevo rito en el obispado de Astorga y en sus dos condados. El nuevo obispo de Astorga, don Bernardo, que había sustituido temporalmente a su pariente —pariente de doña Jimena— don Pedro Muñiz, no lo veía muy claro tampoco. Su postura era demasiado lasa. Muchas iglesias y monasterios de su diócesis seguían practicando el rito hispano sin aparente intención de erradicarlo. Entre ellos se encontraba el monasterio de San Pedro de Montes. La joven condesa sabía que allí se hallaba hospedado su pariente Pedro y que posiblemente fuera el instigador del rechazo al nuevo rito en aquella casa. Era lógico. Se había opuesto abiertamente a la reforma cluniacense en el concilio de Burgos ante el rey y el legado pontificio. Había sido depuesto de su cargo por ello. ¿Por qué no iba a liderar la oposición al mismo en el cenobio donde vivía actualmente? Le pedí a Alfonso que lo perdonara y no quiso. No me extraña que se haya convertido en su más acérrimo adversario. Yo misma sigo oponiéndome al rito romano. ¿No podrías ser un poco más indulgente con él, Alfonso? Imposible, amor mío, me contestó. Pedro Muñiz se ha opuesto radicalmente a la reforma, a mí y al papa, así que tiene lo que se merece. No me pidas que sea indulgente con él porque no puedo. Pero son muchos los que se oponen, los que nos oponemos, al nuevo rito, entre ellos tus propias hermanas y yo misma. No es lo mismo, Jimena. Vosotras sólo os representáis a vosotras mismas, no a la colectividad. Lo que hagáis vosotras repercute muy poco o nada en los demás. En cambio, Pedro ocupaba un puesto con demasiada relevancia para el rebaño de la Iglesia. Su ejemplo es crucial para que los fieles se adhieran a las decisiones que él tome. Si de mí dependiera no sólo lo habría depuesto de su cargo, sino también de su condición sacerdotal. Es indigno del hábito que lleva. No puedo seguir dándole vueltas en mi cabeza eternamente a la reforma cluniacense. Voy a terminar por volverme loca. Pero ¿qué hacer? La reforma será crucial para nosotros y para nuestros hijos. Si nos privan de los derechos y prerrogativas que tenemos ahora, ¿qué será de nosotros? ¿Con qué viviremos? No quiero ni pensarlo. Podría hacerle una visita a Pedro en su monasterio. Tal vez él pudiera aclararme todas las dudas y las inquietudes que tengo. Mejor desisto porque sería como echar leña al fuego. Crearía más confusión en mi cerebro que no me conduciría a nada positivo. Será mejor dejar pasar el tiempo y ver cómo acaba todo esto. Puede que el futuro no sea tan negro como yo lo veo ahora.
Las campanas de la catedral de Astorga redoblaban el repique de fiesta mayor. Su música se expandía a los cuatro vientos y no había alma en toda la ciudad que no recibiera con exaltación y alegría el grato son. Don Osmundo, el nuevo obispo de Astorga, tomaba posesión de su cátedra. Llegado a León con el séquito de doña Constanza, segunda esposa de Alfonso VI, éste lo nombró obispo de Astorga a la muerte de su predecesor, don Pedro Núñez, ocurrida el año 1082 en el monasterio de San Pedro de Montes donde se había refugiado después de su destitución. Don Osmundo venía imbuido en el espíritu del nuevo rito y dispuesto a ponerlo en práctica en todo el ámbito de su diócesis. No quedaría ni una sola iglesia ni un monasterio donde no se implantara la reforma cluniacense. Así lo constató en la homilía que pronunció en la misa de su consagración. Los fieles, que llenaban la catedral y parte de su plaza, quedaron consternados al oír la noticia. En Astorga nunca se había seguido el rito romano, ni siquiera con el obispo provisional don Bernardo, que tan sólo lo puso en práctica dos o tres veces en los dos años que permaneció allí. La noticia fue el centro de todas las conversaciones aquel día, incluso entre los invitados al banquete de bienvenida que ofreció el nuevo obispo a lo más granado de la ciudad y comarcas vecinas con doña Jimena y su familia al frente.
El puesto de honor en el salón del palacio episcopal lo ocupaba, naturalmente, el obispo don Osmundo. A su derecha tomó asiento doña Jimena, como condesa de Astorga, y a su izquierda don Munio y su esposa doña Velasquita, que habían ostentado el cargo anteriormente. El número de asistentes entre clérigos y seglares fue incontable pero el tema de conversación fue único. Sólo se oía hablar de la reforma cluniacense.
—Ilustrísima, ¿cree que logrará imponer el rito romano en toda la diócesis?
—Lo lograremos, señora condesa, sin lugar a dudas.
—No estaría yo tan segura. Piense que esta diócesis ha sido una de las más reacias, por no decir la más reacia, a su implantación. Ya sabe que su predecesor, don Pedro Núñez, fue depuesto de su cargo precisamente por su oposición al cambio.
—Lo sé, doña Jimena, y también sé que vos no sois muy partidaria del mismo.
—Aquí encontrará muy pocos partidarios del nuevo rito, ilustrísima. Más bien se topará con una gran oposición a su implantación. Son muchos siglos de tradición como para cambiarlos en un abrir y cerrar de ojos.
—Lo sé, señora. Sé que no me voy a encontrar con un camino lleno de rosas, pero todo se andará. El rito romano es más sencillo que el hispano y con el tiempo los fieles lo aceptarán de buen grado. Ya sé que la tradición pesa mucho y que cuesta desprenderse de ella. No obstante, cuando los fieles vean, y sopesen, las virtudes de la reforma, terminarán por preferirla al rito antiguo.
—Esperemos que así sea. Pero su ilustrísima sabe que el cambio no sólo se refiere a los actos litúrgicos, sino también a los usos y costumbres del clero y la nobleza. ¿Cómo cree que lo aceptarán estos estamentos? Porque hay muchos intereses por medio.
Al obispo le acababan de servir una suculenta chuleta de ternera que se disponía a atacar de inmediato.
—Con fe y perseverancia, hija mía, lograremos que ambos estamentos se vayan impregnando de la nueva doctrina de su santidad Gregorio VII. El clero, por supuesto, lo hará con presteza. Para eso estamos nosotros. En cuanto al estamento nobiliario, esperemos que se vayan empapando de ella poco a poco, como se empapa de humedad con la lluvia la tierra.
—De momento, ilustrísima, os encontráis con el cisma abacial del monasterio de San Pedro de Montes. Ya sabéis que en estos momentos hay tres abades: el oficial y unificador de ambas abadías, dom Vicente, y los dos díscolos, el abad dom Pelayo del propio San Pedro de Montes y el abad dom Oramio de Santiago de Peñalba. En cuanto a la nobleza, no lo va a tener nada fácil.
—El cisma de San Pedro de Montes está sobre la mesa de mi despacho ocupando el primer lugar de todos los problemas urgentes que debo acometer. Sé que no es un problema baladí ni de fácil solución. Hay tres abades enfrentados entre sí y cada uno de ellos pretende tener la razón. Estudiaremos el problema y, con la ayuda de Dios, le daremos una pronta y adecuada solución.
—¡Que Dios le ayude, ilustrísima! ¿Y la nobleza?
—Ahí estáis vos, señora, ocupando el primer lugar en las dos primeras comarcas de este obispado. Algo tendréis que decir.
Sobre la mesa dejaron una fuente con perdices en salsa de vino y mostaza que los comensales, empezando por el obispo, dieron buena cuenta de ellas, todo regado con buenos caldos del Bierzo.
—Ya conocéis mi opinión y mi postura al respecto, ilustrísima. No la he ocultado nunca y hasta el papa es sabedor de ella. Puede que haya sido la principal causa por la que ha anulado mi matrimonio con Alfonso VI, aunque siempre han alegado que ha sido por el parentesco que tenemos. Señor obispo, vos sabéis que los nobles tienen un gran poder y una inmensa influencia sobre la Iglesia en el territorio español y que este derecho les viene de tiempos inmemoriales. Tan remotos que nos podemos remontar a los siglos IV y V de nuestra era. ¿Cree su ilustrísima que de la noche a la mañana vamos a ceder nuestros derechos y declinar nuestra influencia sobre las cuestiones eclesiásticas que durante todos estos siglos han formado parte de nuestro patrimonio y de nuestras prerrogativas? No lo espere, señor.
—Como ya he dicho anteriormente, habrá que hacerlo sin prisa pero sin pausa, como el agua que avanza en un terreno desértico y desolado.
—Me temo que su ilustrísima no va a recoger los frutos de esta siembra.
Las mesas se llenaron de múltiples y variados postres que ponían el colofón al ágape ofrecido por el nuevo obispo a lo más selecto de la nobleza y el clero de su obispado. Como era presumible, no habría baile de fin de fiesta por tratarse de un acto de índole religiosa. Así, pues, al finalizar el banquete cada uno de los asistentes regresó a su residencia.
Doña Jimena, don Munio y doña Velasquita se trasladaron en sendas literas al palacio condal donde los esperaban las dos hijas de la condesa y todo el servicio. Ya en el salón de palacio, doña Velasquita se encaró con su hija:
—Hija, no deberías haberle hablado de esa manera al obispo. Puede cogerte antipatía.
—¿Acaso le he faltado al respeto, madre?
—No, eso no, hija. No le has faltado al respeto, pero has dicho cosas que no deberías haber dicho y eso puede que no te lo perdone nunca.
Doña Jimena tomó asiento en un cómodo diván en tanto que su madre hacía lo propio en otro frente al suyo. Ambas, madre e hija, se disponían a mantener una conversación relajada, aunque no exenta de alguna que otra discrepancia, sobre los acontecimientos del día, en especial sobre la conversación que habían mantenido doña Jimena y el obispo durante el banquete.
—No acierto a ver qué ha podido molestar al obispo, madre.
—Sobre todo tu postura escéptica y a la defensiva ante la implantación del nuevo rito.
—¿Y cree que he exagerado? Juzgue por usted misma. ¿Está dispuesta a aceptar el cambio sin oposición alguna? ¿A oír misa y asistir a los demás actos religiosos sin ese calor y ese colorido que hasta ahora han tenido y que nos ha sido legado por nuestros antepasados desde tiempos inmemoriales? Madre, yo no estoy dispuesta a eso, a que se nos impongan unos ritos fríos, maquillados, sin enjundia.
—Si ésa es la voluntad del rey y del papa habrá que aceptarla. ¿Y qué me dices de tu ironía ante la solución del problema de San Pedro de Montes?
En el rostro de doña Jimena se vislumbró una imperceptible mueca de escepticismo.
—¿Usted cree, madre, que el cisma de San Pedro de Montes se va a solucionar en un santiamén? No lo creo. El tiempo será el mejor testigo, pero yo estoy segura que el cisma va a ir para largo. Ninguno de los tres abades quiere renunciar a sus derechos. Mientras eso no se solucione el problema está servido. El obispo se muestra muy optimista, está convencido de que lo va a resolver en cuatro días. No tardará en quitarse la venda de delante de los ojos y aceptar la realidad tal como es. Como buen francés cree que todo el monte es orégano. No se da cuenta que España es muy distinta a Francia y aún más lo es el Bierzo. Ya se dará de bruces contra los montes Aquilianos.
—No sé, hija, si tienes razón o no. No soy adivina y no puedo conocer el futuro. Lo que no me pareció muy prudente por tu parte es que te sinceraras tanto con tu propia postura ante este cambio. Deberías haber sido un poco más discreta. Esto te puede traer con el tiempo desagradables consecuencias.
—Madre, se olvida que ya me las ha traído. Una vez más le repito que el papa conoce mi opinión al respecto y que es la causa por la que no ha autorizado mi enlace con Alfonso. En su carta me llamó mala mujer y con ese calificativo sólo se refería a mi oposición rotunda al nuevo rito. ¿Cree que el obispo Osmundo no conoce estos hechos? Siendo así, ¿de qué sirve ocultarlo? Mejor mostrarse una tal como es que ir fingiendo. Eso sería mucho peor. Además, ¿qué daño mayor que el que me ha hecho el papa me puede hacer el obispo? Por otra parte, el cambio de rito pretende acabar con la influencia que los nobles han tenido en la Iglesia, algo que ha favorecido y mucho a este estamento. ¡No creerá, madre, que si se impone esto vamos a salir beneficiados! Establecido este nuevo orden de cosas, Dios sabe qué pasará con nuestros privilegios en el futuro. ¿No es para estar preocupados?
Madre e hija continuaron departiendo entre ellas los pormenores de la misa y del banquete hasta bien entrada la tarde. Doña Velasquita dejó sola a su hija en el salón con la excusa de ir a ver a las niñas. Al día siguiente ella y su esposo regresarían a su mansión del Bierzo. Doña Jimena se quedó reflexionando sobre lo que acababa de hablar con su madre y la conversación con el obispo durante el ágape. ¿Cuándo terminará mi madre con sus miedos? Siempre pensando en lo que nos puede ocurrir o lo que nos pueden hacer. ¡Qué obsesión, Dios mío! Además, a mí ya me lo han hecho. Después de impedir que me casara con Alfonso, ¿qué más me pueden hacer? ¿O es que el haber perdido el título de reina es una bagatela? Sí que Alfonso me lo ha querido compensar otorgándome los condados de Astorga y del Bierzo, pero ¿acaso esto se puede comparar con haber sido la reina de León? ¡Qué alto pude llegar y qué corto se ha quedado mi vuelo! ¡Dios mío, no me tengas en cuenta estos alardes de orgullo! Pronunció para sí esta frase de arrepentimiento y se quedó plácidamente dormida en el diván de sus sueños.
9
Fronilde se desvivía por hacerle aprender una canción infantil a Elvira. La niña, que a la sazón contaba con cinco años, estaba más por los juegos al aire libre que por las enseñanzas que su institutriz trataba de inculcarle, recluida en una pequeña estancia que a modo de aula habían habilitado al efecto en una de las alas más apartadas del palacio.
Fronilde, una joven apuesta y bien formada, más o menos de la misma edad que doña Jimena, había sido elegida por ésta como institutriz de sus hijas. Teresa aún era demasiado pequeña para asistir a sus enseñanzas, pero Elvira ya tenía edad suficiente para empezar a adquirir los modales que distinguían a las damas de la nobleza del resto de las mujeres y para iniciar la formación correspondiente a su estatus social. La joven institutriz se encargaría de fomentar en sus hijas los hábitos de educación y buenos modales inherentes a la alta sociedad, para que en el futuro pudieran relacionarse con las élites del reino. Por algo sus hijas eran infantas de León, hijas de Alfonso VI. La instrucción más académica, relativa a las artes y a las ciencias, se la impartiría más adelante don Diego, un clérigo de la escuela catedralicia de Astorga.
—A ver, Elvira, tienes que poner más atención a lo que te estoy diciendo, si no se lo tendré que decir a tu mamá.
—Quiero ir a jugar al patio —contestó la niña haciendo pucheros.
—Ahora no puedes ir a jugar al patio. Eso ya lo harás cuando llegue el momento.
—Pues yo estoy cansada de estar aquí. Además, no me gusta esa canción.
—Muy bien, pues vamos a jugar a otra cosa. Mira, las niñas educadas hacen lo que los mayores les dicen, sobre todo si esos mayores son sus papás o sus maestros.
—¡Yo no tengo papá! —exclamó la niña con cierto sentimiento de aflicción.
—Sí que lo tienes, pero no vive aquí.
—¿Dónde vive?
—En León.
—¿Y por qué no viene aquí?
—Porque no puede. Tiene muchas obligaciones y no tiene tiempo para venir a veros. Tú lo que tienes que hacer ahora es aprender todo lo que yo te voy a enseñar para que un día puedas ir a ver a tu papá y él quede encantado de lo educada que eres. ¿Lo harás?
—¡Bueno! —contestó la niña con cierta desgana y resignación.
—Ahora voy a enseñarte cómo debes sentarte en la mesa a la hora de comer. Luego te iré enseñando más cosas y también nuevas canciones. Verás qué bien lo vamos a pasar. Antes de sentarte a la mesa debes lavarte muy bien las manos, pues con las manos lo vamos tocando todo y se llenan de suciedad que no se debe mezclar con los alimentos que vamos a tomar. ¿Te gustaría comerte un dulce con las manos llenas de tierra?
—No.
—Pues ya lo sabes, ni dulces ni ningún otro alimento. En la mesa debes sentarte con la espalda bien recta en la silla o en el escaño y permanecer formalita durante todo el tiempo que dure la comida. No debes moverte inquietamente ni jugar ni mover los brazos o las piernas. Tampoco debes apoyar los codos en ella.
—¡Pues vaya! ¿Y si me aburro?
—Si te aburres debes aguantarte por respeto a los demás. ¿Nunca has pensado que los demás puede que también se aburran? Y no se levantan ni se mueven.
—Tampoco debes empezar a comer antes que los demás. Es un acto muy feo.
—Pues Teresina siempre empieza a comer la primera.
—Bueno, tu hermanita es muy pequeña y aún no se da cuenta de las cosas. Cuando sea como tú ya las irá aprendiendo. No debes masticar con la boca abierta ni hablar o beber con ella llena. Antes de hablar debes ingerir lo que tengas en la boca. Y antes de beber debes limpiarte los labios con el paño destinado a tal efecto. Es de mala educación dejar la huella de los labios impresa en el borde del vaso o limpiárselos con las mangas.
—Pero muchas veces me cuesta tragar lo que tengo en la boca si no bebo un poco de agua.
—Debes intentarlo hasta que consigas hacerlo correctamente. Tampoco debes reírte a carcajadas en la mesa, ni en general, ni gritar. Es muy feo dar gritos. Si te ofrecen algo, respondes “sí, por favor” si te apetece, o “no, gracias” si no lo quieres.
—¡Pues vaya fastidio!
—No será ningún fastidio cuando te hayas habituado a hacerlo
—¿Qué quiere decir habituado?
—Quiere decir que cuando lleves mucho tiempo haciéndolo lo harás sin darte cuenta, como nos ocurre a los mayores. Para terminar quiero decirte también que si hay algo en el plato que no te gusta no juguetees con él, lo apartas a un lado con el cubierto y lo dejas ahí. Y tampoco debes tocar con los dedos nada de lo que hay en el plato, salvo las carnes y otros alimentos difíciles de tomar con la cuchara, que se hará con el pulgar, el índice y el corazón de la mano. Todo lo demás se ha de hacer con los cubiertos. Por hoy hemos terminado la lección. Ahora ya puedes salir a jugar al patio.
—¡Qué bien! —gritó la niña y comenzó a correr.
— Ven aquí, Elvira. ¿No te he dicho que no se debe gritar? ¡Hala! Sal despacito y sin dar gritos.
La niña dejó el aula un poco confundida y con pausados pasos. Su primera lección de buenos modales y etiqueta en la mesa la había desconcertado.
Doña Jimena regresaba de un largo paseo a caballo por las inmediaciones de Astorga. Desde que se había hecho cargo del condado acostumbraba a dar largos paseos a caballo por el campo. Quería rememorar aquellos paseos que antaño diera en compañía de don Alfonso por las riberas del Torío y del Bernesga. En Astorga carecía de aquellas riberas sombreadas y frescas, pero disponía de grandes llanuras que le permitían correr libremente con el caballo a los cuatro vientos. Eran los momentos más felices de su vida, en los que se evadía de todos sus problemas y sólo vivía para su caballo y el viento. El caballerizo la seguía a cierta distancia por si necesitaba algo o le ocurría algún percance. A la condesa le gustaba cabalgar a solas por aquellas tierras, yermas unas, cultivadas otras, pero todas ellas libres y llenas de encanto. A lo lejos, hacia el suroeste, siempre vigilante, se alzaba majestuoso el Teleno, como si de un dios de la guerra se tratase. Con nieves casi perpetuas se yergue imponente en los Montes de León para vigilar desde su cima las tierras del Páramo, la Maragatería, la Valduerna, la Cepeda y la Ribera del Órbigo. Ante su imponente mole, doña Jimena se extasiaba y viajaba en el tiempo no ya hasta la época de los romanos, sino hasta la de los astures que habitaron aquellas tierras durante siglos. Fue el pueblo más indómito a la conquista de Roma y el último en ser doblegado por ésta. Prefirieron inmolarse en el monte Medulio antes que rendirse al invasor.
La bella condesa no conocía estos hechos históricos, pero se quedaba extasiada ante la majestuosidad del Teleno que se imponía como la montaña preeminente en el territorio de sus dominios. El aire descendía inmaculado y cristalino de aquella montaña y lo purificaba todo a su paso. La joven lo aspiraba con fruición como si no quisiera perder un solo átomo de su pureza para henchir con ella su cuerpo y su espíritu. Sentía con fuerza el poder que exhalaba aquella montaña, que tanto debió de influir en el corazón y en el alma de aquellos pueblos primitivos que la adoraron e idolatraron.
La joven condesa cabalgaba por los aledaños de Astorga. Ante sus ojos la inmensa llanura se extendía a los cuatro vientos por donde podía cabalgar libremente sin que nada ni nadie se lo estorbase. A lo lejos su caballerizo vigilaba atentamente sus pasos pronto a acudir en su auxilio si lo necesitaba. La joven no tardó en dar rienda suelta a su imaginación y a su pensamiento. ¿Qué estará haciendo ahora Alfonso? Seguro que ya me habrá olvidado. Yo jamás me olvidaré de ti, amor mío. Mi corazón no volverá a pertenecer a ningún otro hombre. Tú y sólo tú serás mi único amor. Recuerdo cuando cabalgábamos por las riberas del Bernesga y del Torío. Nos deteníamos bajo aquellas frondas sombreadas y ocultos en los sotos nos besábamos y con palabras amorosas nos jurábamos amor eterno en aquel silencio sublime, sólo interrumpido por el canto de los pájaros y el rumor del agua. Pero todo eso se acabó, amor mío. Tú ahora vives con Constanza y seguro que le susurras al oído las mismas palabras de amor que me musitabas a mí. Yo, en cambio, estoy sola y no tengo a nadie en quien descargar las penas de mi corazón. Tengo a nuestras hijas pero ya sabes que eso no es lo mismo. A mí sólo me resta criarlas y hacer penitencia para que Dios nuestro Señor me perdone mis pecados. ¡Qué ingenua fui al creer que tú y yo podíamos formar un matrimonio normal y vivir juntos hasta que la muerte nos separase! ¡Vana ilusión que nunca debí darle crédito! Pero ¡tú me hiciste soñar tanto, me prometiste tantas cosas, que yo creí que ya lo tenía todo en mis manos, que ya eras mío para siempre! Y mira ahora dónde estoy, aquí, sola, sobre mi montura bajo este azul tan intenso del cielo esperando que pase sencillamente el tiempo. Cuando estaba en León me decías que Constanza era tu esposa oficial, pero que sólo a mí me amabas. Dime, ¿sigues pensando ahora lo mismo? No me lo creo. ¡Cómo nos hace cambiar el tiempo! Y la distancia. Por eso querías que yo hubiera seguido ahí. ¡Insensato! ¿Cómo creías que me iba a prestar a ese juego? Ya duró bastante como para que tenga que expiar este pecado el resto de mis días. Un movimiento del caballerizo hizo comprender a doña Jimena que había llegado el momento de regresar a palacio.
Doña Jimena entró triunfal en el patio del palacio montada en su cabalgadura. Las niñas jugaban distraídamente bajo la atenta mirada de Rosalía. Al ver llegar a su madre, corrieron alegres a su encuentro.
—¡Mamá, mamá! —gritaban.
La madre se apeó y con los brazos abiertos recibió a sus hijas abrazándolas contra su pecho y propinándoles varios besos.
—Mis ojitos derechos, ¡venid con mamá! —y las seguía acariciando y besando.
—Mamá, Fronilde me ha enseñado cómo debo comportarme en la mesa.
—Me parece muy bien, hija.
—Y también me ha enseñado una canción, pero ya no me acuerdo cómo era —la niña hacía esfuerzos por recordar la letra y la música sin conseguirlo.
—Bueno, hija, no te preocupes, ya la irás aprendiendo poco a poco. Ahora vamos dentro que ya es la hora de comer.
Madre e hijas entraron en palacio como quien entra en el reino de la felicidad.
Doña Jimena y sus hijas se habían trasladado a la mansión de sus padres en el Bierzo para pasar allí los meses de julio y agosto al lado de las refrescantes aguas del Sil. La joven quería rememorar los placenteros baños que había disfrutado en las cristalinas aguas, como una náyade de la mitología griega, y al mismo tiempo dulcificar los agobios estivales que padecía en su residencia asturicense. Era el 25 de julio, festividad de Santiago Apóstol. En casa de don Munio se esperaba la visita del obispo don Osmundo, que se había desplazado hasta allí para inaugurar el puente de hierro que facilitaría el paso del Sil a los peregrinos que se dirigían a Santiago de Compostela. La construcción del puente fue un pacto que firmaron Alfonso VI y el obispo de Astorga para hacer más fácil el acceso a la tumba del apóstol eliminando obstáculos y suavizando el recorrido. Alfonso VI se propuso mejorar el llamado “Camino francés” durante su reinado para facilitar el acceso a la ruta y aumentar de esa manera el número de peregrinos, pero la condesa estaba un poco disgustada porque se había hecho sin contar con ella en lo que era el territorio de sus dominios. Sí que las obras fueron íntegramente costeadas por el rey y el obispo, por lo que su implicación quedaba totalmente al margen de dicha obra. No obstante le hubiera gustado que hubieran contado con su criterio. Ahora venía el obispo un poco a enmendar ese desagravio que ella llevaba con resignación. Era uno de tantos desprecios que recibiría a lo largo de su mandato como consecuencia de ser mujer. No toda la nobleza y el clero de Astorga y el Bierzo habían visto con buenos ojos su nombramiento.
Durante el convite don Osmundo trató de explicar las excelencias del nuevo puente y lo que éste significaba en la mejora del acceso a Galicia para los peregrinos y para todo el comercio que se desarrollaría entre el oeste gallego y el centro del reino. Constituía un nexo de unión que hacía años que venían reivindicando las gentes que vivían en la otra margen del Sil y en menor medida las de este lado. El rey don Alfonso pretendía revitalizar y mejorar el camino de Santiago como la vía más importante de enriquecimiento material y espiritual del reino. A través de él no sólo recibiremos un fuerte impulso económico, sino también un aporte de nuevos conocimientos e ideas que nos ayudarán a incrementar nuestro patrimonio cultural e intelectual y a mejorar nuestra forma de vida. Por él correrán nuevos aires estimuladores y nuevas aguas que purificarán y renovarán nuestro viejo saber. Ya hay muchas iglesias y catedrales a lo largo de su recorrido, pero se erigirán muchas más y muchas de las actuales serán reemplazadas por otras más modernas y más acordes con los nuevos tiempos. Este puente es un hito más a lo largo del camino, un hito muy importante para nosotros, pues vendrá a estrechar muchos lazos de unión en nuestro territorio. Todo avance es positivo para el progreso. Con eso es con lo que os debéis quedar, sobre todo vos, señora, puesto que este puente será un gran impulso para vuestros condados. Quizá algún día este puente sea un gran hito en las comunicaciones de este país.
Después de la recepción doña Jimena se retiró a su aposento para descansar un poco y reflexionar sobre lo acaecido. Era cierto que el principal instigador de la obra había sido el obispo don Osmundo y, claro, éste no iba a rebajarse a contar con la opinión de una mujer, por muy condesa que fuera. El clero siempre había considerado que el hombre estaba por encima de la mujer en todos los aspectos de la vida, sobre todo en el intelectual, y que ésta estaba subordinada a él. Ya lo constata la Biblia: “Dios creó a Eva de una costilla de Adán”. Así, pues, don Osmundo no contó para nada con doña Jimena porque no estaba en su ideario político ni ideológico. El clero siempre con su prepotencia. El puente está ubicado en mi territorio y, aunque yo sea una mujer, soy la máxima autoridad en él. Mal, muy mal por el obispo, pero ¿y Alfonso? ¿Alfonso tuvo la desfachatez de humillarme de esa manera? No me lo puedo creer. Tal vez no fuera ésa su intención. Tal vez pensaría que don Osmundo se pondría en contacto conmigo aunque sólo fuera para solicitar el permiso de obra. Sea como fuere, ni el obispo ni Alfonso, ni Alfonso ni el obispo se pusieron en contacto conmigo y me obviaron bonitamente. Si es así, ¿para qué me nombró condesa de estas tierras? Y si me nombró, ¿por qué no lo hizo con todas sus consecuencias? Piensan que porque una sea mujer no está capacitada para llevar el mando. Pues se equivocan. Como prueba de ello, ahí está tu propia madre, Alfonso, que fue la que reinó realmente en la sombra, y tu hermana Urraca, que decide más que tú en los asuntos de gobierno. ¡No me vengas ahora con ésas, que yo también sé gobernar y llevar las riendas por mis manos! Un pequeño susurro y unas risas entrecortadas la sacaron de su ensimismamiento. Eran sus hijas que se habían acercado hasta la poltrona en la que descansaba. Cuando observaron que entreabría los ojos, se abrazaron a ella entre risas y arrumacos.
—¡Venid aquí! —les decía al tiempo que les hacía cosquillas y carantoñas, y las apretujaba contra su pecho—. Debe de ser muy tarde. Me he quedado algo traspuesta y se me ha pasado el tiempo sin darme cuenta. Vamos a sentarnos a la sombra de los árboles del jardín. Le diré a Rosalía que os dé la merienda allí.
Ya en el jardín doña Jimena se interesó por los avances en la educación de Elvira. La niña le comentó que Fronilde le había enseñado los saludos que había que hacer cuando se alternaba en la alta sociedad, los saludos y reverencias en los bailes de gala y cómo debía comportarse una dama en esas circunstancias. También cómo debía bailar, los pasos que había que dar y la compostura que debía guardar si no quería ser la diana de todas las miradas y el centro de todos los comentarios.
—Así es, hijas mías. Quiero que aprendáis todas las enseñanzas y sigáis todos los consejos que os dé Fronilde. Así con el tiempo llegaréis a ser grandes señoras de la alta sociedad.
—¿Y qué es la alta sociedad, mamá? —preguntó Teresa.
—Hija mía, todavía eres muy pequeña para comprenderlo. Por ahora te basta saber que es la que está formada por las reinas, princesas, infantas y señoras de la alta nobleza. Con el tiempo ya la irás descubriendo.
En aquel momento llegó Rosalía con la merienda de las niñas que la tomaron en sus manos y empezaron a mordisquearla. Después se fueron con la niñera a corretear por el jardín y el prado. La condesa entrecerró los ojos y se dejó llevar en las alas de los sueños. Don Osmundo tiene razón, el nuevo puente traerá más vida a la comarca y gracias a él se incrementará el comercio entre Galicia y la Meseta. Pueden estar de enhorabuena los arrieros maragatos. Esta mejora les dará pingües beneficios. Los arrieros maragatos llevaban más de dos siglos trajinando con los productos que transportaban, fundamentalmente pescado en salazón desde las costas gallegas al interior de la Meseta y cereales, embutidos y otros productos de la matanza desde ésta a Galicia. Con el tiempo llegarán a transportar todo tipo de mercancías.
Rosalía y las niñas seguían jugando en el idílico paraje. Doña Jimena, agobiada por el calor, se acercó a la orilla del río para tomar un baño. El agua, transparente y cristalina, parecía abrirle sus brazos para acariciarla entre ellos. La joven se demoró en su abrazo para deleitarse mejor en su frescor y dulzura. El silencio, roto tan sólo por el murmullo del agua y el estridor de las chicharras, la embargaba. De cuando en cuando los gritos y las risas lejanas de las niñas la devolvían al presente, aunque pronto volvía a hundirse en aquel silencio atronador. ¡Qué delicia! No sé si existirá la felicidad en este mundo, pero esto se le parece bastante. El sol iba avanzando en la tarde y las sombras de la frondosa arboleda ya se confundían con el argentino espejo. La náyade aprovechó el ínterin para escabullirse de los brazos del agua. Las niñas seguían sumergidas en los juegos de la niñera, entretanto la joven volvió a refugiarse en el mar de sus sueños, que no era otro que el de su perdido amor. ¿Qué hará en estos momentos? Me consta que sigue luchando por tierras de Toledo o por sus cercanías. No se cansa de luchar y de conquistar nuevas plazas para su reino. Ahora sí que parece que va en serio después de haber arrebatado a las taifas islamitas tantas plazas a lo largo y ancho de toda la cuenca del Tajo, como Madrid y el castillo de Zorita entre otras. Ha avanzado él más en estos últimos años que todo lo que se había logrado a lo largo del último siglo. Ahora ya entiendo por qué prefieres el campo de batalla a la vida familiar. Tu ambición y tu afán imperialista no tienen límites. ¡Estarán contentas Constanza y tu hija Urraca con la cantidad de horas que les dedicas y que pasas a su lado! Si ésta era la vida que me tenías reservada, casi prefiero la que tengo. Al menos no tengo que vivir con la zozobra ni pasar las noches en vela esperando recibir la fatídica noticia de tu muerte. ¡Qué tonterías digo! ¡Como si me pudiera engañar a mí misma, que no hago más que pensar en ti! Sufro permanentemente por los peligros que corres día a día y no quiero pensar lo que sufriré si algún día recibo la noticia de tu muerte. Eres un egoísta y un insensato que sólo piensas en tu loor y en tu gloria. Pero ¿para qué tengo que meterme contigo si yo ya no formo parate de tu vida, o tal vez sí? ¡Dios mío, qué lío me estoy haciendo! Terminaré por volverme loca si no dejo de pensar en ti.
La tarde ya declinaba cuando se recogieron en el interior de la mansión.
10
Firmadas las capitulaciones con al-Qádir, Alfonso VI hizo su entrada triunfal en la ciudad imperial de Toledo el 25 de mayo del año 1085 por la Puerta Antigua de Bisagra. Se cumplía así uno de sus más grandes sueños. Aunque en aquella época las noticias no se divulgaban con la celeridad que lo hacen en la actualidad, no tardó en extenderse la feliz nueva por todos los rincones de su reino.
Doña Jimena se disponía a desayunar en compañía de sus padres. Don Munio y su esposa Velasquita se habían acercado a Astorga para pasar unos días con su hija y sus nietas. Ya se iban haciendo mayores y los días se les hacían demasiado largos para pasarlos ellos solos en su mansión del Bierzo. Preferían buscar el calor y la compañía de sus seres queridos.
—¿Sabes que hoy hace cinco años que bautizamos a Teresina?
—¡Cómo no lo voy a saber, madre! Esas fechas no se olvidan.
—Pues mira, hija, como no pudimos estar a la fiesta de su cumpleaños, podíamos hacer hoy una comida especial para celebrarlo. ¿Qué te parece?
—Me parece bien. Se lo diré a la cocinera para que lo disponga todo.
En ese momento entraron en el comedor Rosalía y las niñas ya aseadas y arregladas. Las dos niñas saludaron cortésmente a su madre y a sus abuelos y les dieron sendos besos que éstos agradecieron. Rosalía saludó respetuosamente a los señores y se retiró a la cocina donde comía el personal de servicio. Aún no habían comenzado a servirse el desayuno cuando entró Fronilde que, como institutriz de las niñas, estaba autorizada a acompañar a la señora y a sus hijas a las horas de comer. No sólo era un privilegio que la elevaba por encima del resto del servicio, también estaba allí para inculcarles a las niñas en la práctica lo que les enseñaba en teoría y para corregirlas si no se comportaban correctamente.
—Buenos días, señor y señoras. Perdonen que me haya retrasado un poco, pero me acaban de dar una noticia que espero sea de su agrado.
—¡Habla, Fronilde, no nos tengas en ascuas! ¿Qué noticia es ésa?
—Señora, don Alfonso ha conquistado Toledo.
—¡Loado sea el Señor! Por fin ha realizado sus sueños después de tantos años. Tienes razón, Fronilde, es una gran noticia. Ahora tenemos doble motivo para celebrar este día. Madre, después de desayunar puede pasarse por la cocina para impartir a la cocinera y al resto del servicio las instrucciones pertinentes acerca del banquete que vamos a celebrar. Aunque sea con retraso, hoy ensalzaremos como se merece la gran gesta de Alfonso.
—Me parece que es lo más idóneo que puedes hacer, hija —comentó don Munio—. Este hecho se merece los más elevados elogios que se le puedan tributar. Hace dos siglos que los reyes asturleoneses llevan en su ideario político la conquista de Toledo, la ciudad imperial de los visigodos y símbolo de la unidad de España. Ya promovió esta idea Alfonso III, idea que se ha venido transmitiendo hasta nuestros días de unos reyes a otros y que ahora acaba de dar sus frutos. Esta conquista constituye un hito que quedará grabado en la Historia con letras de fuego. Así, pues, ensalcémoslo, hija, como se merece.
—Con motivo de estos acontecimientos las niñas hoy tendrán fiesta. Podéis salir a jugar al patio.
—Gracias, mamá.
Las niñas se acercaron a su madre y a sus abuelos para darles un beso de despedida. A continuación salieron al patio con circunspección acompañadas por Fronilde. Teresa ya hacía algún tiempo que asistía a las enseñanzas de la institutriz. Los modales de urbanidad y buena conducta no estaban reñidos con su edad. Elvira, por su parte, seguía avanzando en el aprendizaje de la cortesía y el buen comportamiento ante los demás, sobre todo ante la alta sociedad. Toda su vida iba a girar en torno a esa sociedad, por eso tenían que prepararse para estar a su altura. Pero su educación no terminaba ahí, también tenían que ir adquiriendo nuevos conocimientos. En estos dos años Elvira ya había aprendido a leer y escribir y ya se iba internando poco a poco en el terreno del cálculo. Tenía que estar en posesión de las herramientas básicas cuando llegara el preceptor que no tardaría en hacerlo. Hoy las niñas disfrutarían de un día de asueto, pero sus lecciones continuarían hasta final de mes, luego ya llegaría el período vacacional, que se extendería a los dos meses más calurosos del año.
Después del opíparo banquete en honor principalmente de la conquista de Toledo, doña Jimena se retiró a sus aposentos para descansar y reflexionar un poco sobre los últimos acontecimientos. Por fin, Alfonso, ya has logrado uno de tus máximos objetivos. ¡Mi más sincera enhorabuena! Te la doy de todo corazón. Hoy no te voy a echar en cara nada de nuestro pasado porque hoy tienes que ser feliz, bueno, hoy no, el día 25 de mayo, que fue el día que entraste triunfal en la mítica ciudad imperial. ¡Qué gran emoción sentirías al volver a pisar Toledo, pero esta vez como dueño y señor de la ciudad y de todo su reino! Debió de ser algo indescriptible, algo apoteósico, digno de quedar grabado para siempre en tu corazón a sangre y fuego. ¡Cómo me hubiera gustado estar a tu lado para celebrar juntos esta gran gesta histórica! Al fin, como dijo esta mañana mi padre, has podido cerrar este ciclo que se inició con tu homónimo Alfonso III. ¡Cuánta sangre derramada, cuánto dolor sufrido para llegar hasta aquí! Dos siglos de contiendas constantes contra los sarracenos, doscientos años de penas y alegrías, de luchas y treguas, de avances y retrocesos, de sacrificios heroicos por parte de nuestras huestes. ¡Cuántas madres han perdido a sus hijos, cuántas mujeres han enviudado, cuántos hijos han quedado huérfanos y desamparados, cuánta sangre, cuántos cuerpos mutilados en los campos de batalla, cuántos gritos afligidos de tantas madres y esposas, de tantos hijos abandonados, cuánto dolor, cuánta angustia, cuántas lágrimas, cuánto llanto! Y lo que queda aún. ¿Crees que ha merecido la pena todo este sacrificio humano? Desde tu punto de vista sí, ¿verdad? Desde el mío no estoy tan segura. Pero bueno, si queremos recuperar el territorio perdido por la invasión árabe, tendremos que asumir todo este coste. Pronto hará cuatro siglos de la batalla de Guadalete en la que los visigodos perdieron su reino ante el ataque de Táriq ibn Ziyad. Ahora acabas de plantar tus reales en la ciudad de Toledo a la orilla del Tajo, poco más o menos en lo que es el centro de la Península. ¿Cuánto tiempo y cuánto sacrificio nos queda para recuperar el resto? Pero estoy convencida de que a ti eso no te arredra. Seguro que ya estás pensando en nuevas batallas y en nuevas conquistas. Te deseo larga vida y toda la suerte del mundo para que tengas éxito. Unos sigilosos pasos interrumpieron su pensamiento. Era Elvira.
—Mamá, Fronilde quiere saber si podemos dar un paseo. Ella nos acompañará y cuidará de nosotras.
—Está bien, hija, pero id con mucho cuidado. Ah, le dices a Fronilde que antes de la puesta del sol quiero veros en casa.
—Se lo diré, mamá —la niña le dio un beso y se fue corriendo.
Criaturas, no pueden estar quietas un instante. Pero ¡qué harán que no hayamos hecho! Por cierto, Alfonso, ¿sabes que Elvira ya lee y escribe y que Teresa ya ha empezado a asistir a las enseñanzas de la institutriz para que se vaya familiarizando con ellas? Cuando pase el verano se incorporará el preceptor que irá introduciendo a Elvira en el mundo de las letras y de las ciencias. Nuestras hijas tendrán la educación que se merecen, puedes estar bien seguro de ello. Podría enviarlas al colegio catedralicio pero no me convence. No creo que sea el lugar más idóneo, no tanto por el profesorado sino por los alumnos que allí asisten. No son la compañía más apropiada ni más recomendable. Aquí en casa recibirán toda la instrucción que necesiten y se verán libres de las malas compañías. No olvides que son niñas y que el contacto con niños del otro sexo podría acarrearles problemas no deseados. Nuestras hijas han de llegar sanas física y moralmente al matrimonio. Supongo que estarás de acuerdo conmigo en eso. ¡Ah, que no te importa! Pues para mí es lo más sagrado. Nuestras hijas han de llegar al matrimonio como dos rosas níveas o, mejor, como dos lirios inmaculados. ¿Cómo que no has querido decir eso? Ah, que te referías a que es muy pronto para hablar de ese tema, que para el matrimonio aún falta mucho. No lo creas, Alfonso. El tiempo pasa sin darse cuenta y, para que lleguen como yo quiero, hay que llevarlas ya desde ahora por el camino recto. No, no me vas a convencer, Alfonso. En este tema yo sé más que tú por ser mujer y sé que no se puede perder ni un solo día. Bueno, tú déjalo de mi cuenta que yo sé cómo las tengo que educar. Pero te repito, nuestras hijas llegarán inmaculadas al matrimonio. Por cierto, no hace mucho me enteré que ha fallecido la segunda hija que te ha dado Constanza. Lo siento de veras. Siempre he deseado que tengas tanto éxito en tu familia como en las lides de la guerra. Espero que en el futuro tu esposa te dé muchos frutos que puedan llegar a madurar. No es bueno que la consolidación de tu reino penda sólo de un hilo tan delicado como el de ahora. Sería terrible. Bueno, no quiero ser agorera, así que cambiaré de tema.
Ya sé, ya sé que ahora estarás rebosante de júbilo por tu última victoria. Lo habrás celebrado espléndidamente con toda tu cohorte. Habrás tenido a tu lado lo más granado de tus huestes y toda la corte de consejeros y ayudantes que te acompaña. Todo Toledo se habrá vestido de gala para celebrar tanto festejo. ¿Y cómo se lo han tomado los islamitas?, porque para ellos habrá sido un gran trauma, ¿no? ¡Ah, que todavía no has parado mientes en ellos y que ese problema se resolverá solo con el tiempo! No estaría yo tan segura. Deberías tener muy en cuenta a esa población, que será probablemente la mayoría en la ciudad, y no olvidar su credo y sus costumbres o, de lo contrario, tendrás problemas en el futuro. ¿No lo crees? El tiempo lo dirá. Yo te recomiendo que seas transigente con ellos, al menos al principio. No deberías entrar a saco e imponer tu sola voluntad. Intenta tenerlos de tu parte, como amigos, y no en contra, como enemigos. ¡Que se debe implantar desde un principio la religión cristiana en toda la ciudad y prohibir las prácticas mahometanas! No sé. Yo me lo miraría muy bien antes de tomar esta decisión, no sea que te tengas que arrepentir en el futuro. ¡Que no tienes tiempo para esas cosas! No sé, no sé. Me parece que te has precipitado y lo vas a lamentar en un mañana no muy lejano. ¡Qué voy a estar de su parte ni me voy a haber convertido al islamismo! Te lo digo porque estas decisiones tan drásticas te pueden acarrear muchos problemas y desasosiego en el futuro y no querrás eso, ¿no? Bueno, bueno, pues no insistiré más. Allá tú. ¡Ah, que mañana mismo sales de nuevo al campo de batalla para conquistar nuevas tierras, que no puedes seguir más tiempo ahí en Toledo! Siempre tu sed insaciable de conquista. Algún día lo pagarás y muy caro. Si no, tiempo al tiempo. Lo más lógico sería que ahora te quedaras en la ciudad todo el tiempo necesario para organizarla y pacificarla, para que todos vieran en ti al héroe y al ídolo a quien seguir, para que impartieras justicia por igual para todos y para que nadie se viera privado de sus derechos ni ninguneado. Sería conveniente tu presencia ahí para crear un orden social y una paz duradera que garantizara para siempre su adhesión a tu persona. ¡Que ésa es la misión de quienes van a quedar ahí en tu lugar, que a ellos compete a partir de ahora regir los designios de la ciudad, que tú tienes que dedicarte sola y exclusivamente a la guerra! No sé, Alfonso, me parece que te equivocas, pero, bueno, tuya es la decisión. Ahora te dejo porque ya oigo los gritos de las niñas que han regresado de su paseo. Seguiremos hablando en otra ocasión. No, no, yo no necesito nada de momento. Económicamente estoy muy bien. Seguiremos hablando.
El día de San Juan la condesa quiso celebrar por todo lo alto el nuevo avance de la Reconquista. La entrada de Alfonso VI en Toledo representaba uno de los hitos más grandes logrados hasta ahora a lo largo de los casi cuatro siglos de recuperación de la tierra patria a los invasores. Toledo fijaba, además, la línea fronteriza en el Tajo, que antes había estado en el Duero durante varios siglos. Esto no podía pasar por alto, por eso doña Jimena propuso celebrar un gran ágape en su palacio para honrar y conmemorar tan extraordinaria gesta.
—Hoy hace exactamente un mes que Alfonso VI entró con sus huestes en Toledo y sentó allí sus reales para agrandar nuestro reino y expandir más allá de nuestras fronteras la fe cristiana. Ese día quedará marcado para siempre en la Historia con letras de oro, pues representa la recuperación de la capital visigoda y la unidad, en un futuro no muy lejano, de toda España. A partir de ahora Alfonso VI ya puede intitularse con pleno derecho emperador de León y Toledo. Todavía quedan muchas tierras por conquistar, todavía quedan muchos territorios cristianos en manos de otros monarcas, pero con el tiempo todo el territorio será uno bajo una sola corona, bajo un solo poder. Amigos míos, brindo por este gran avance, por este logro del rey más grande que León ha tenido hasta ahora. ¡Levantemos, pues, nuestras copas por León, por Toledo, por Alfonso!
—Encomiástico discurso, señora condesa. Yo también levanto mi copa por esta gran gesta de nuestro soberano don Alfonso. Reyes como él son los que necesita este país para erradicar de una vez para siempre a nuestro enemigo invasor y devolver todas estas tierras a la fe cristiana. Con la ayuda de Dios y con la unión de todos los reinos cristianos bajo el cetro de nuestro emperador, veremos más pronto que tarde totalmente unida esta gran nación. Brindemos, pues, por este gran triunfo.
—Brindemos, ilustrísima —coreó la condesa.
Todos los presente brindaron al unísono por la gran gesta llevada a cabo por el rey y por lo que esto significaba. A continuación dio comienzo el banquete.
—¿Cómo va vuestra aceptación del nuevo rito, señora?
—Pues la verdad, ilustrísima, si he de ser sincera, no muy bien. Su ilustrísina sabe que en la catedral de Astorga todos los actos religiosos se celebran bajo la estricta norma del rito romano. Así que todos los feligreses que asistimos a estos actos tenemos que aceptar de grado o por fuerza el nuevo rito. Con el tiempo se va uno adaptando y olvidando del antiguo rito, pero eso no quiere decir que hayamos aceptado el nuevo plenamente. Quedan reminiscencias, al menos en mí, y cierta añoranza por el que fue nuestro rito desde los inicios de la fe cristiana en España. Esa huella no se puede borrar así como así de la noche a la mañana.
—Lo sé, señora condesa, pero, como vos misma decís, el tiempo lo borra todo. Yo creo que, en general, el pueblo lo ha aceptado bien y que la gran mayoría hoy se siente gratamente complacida con el nuevo rito.
—¿Y qué me dice de los privilegios que ha perdido la nobleza?
—No exageréis, señora. Hasta hoy la nobleza no ha perdido ni uno solo de sus privilegios ni creo que vos veáis perderlos. Es algo que, en todo caso, se irá inoculando muy despacio en ese estamento. Será totalmente imperceptible.
—No estoy tan segura de ello. Por cierto, ¿cómo va el cisma abacial de San Pedro de Montes? Parece que su solución se ha estancado.
—Sí, en efecto. El problema hoy por hoy tiene difícil solución. Habrá que tener paciencia y resignarse a los designios del Señor.
El banquete se desarrollaba satisfactoriamente a gusto de la señora condesa.
—Recordará su ilustrísima que cuando den comienzo las clases el próximo otoño don Diego iniciará su periplo como preceptor de mis hijas, de momento sólo de Elvira, pues Teresa es demasiado pequeña todavía para zambullirla ya en el océano del saber. Espero que no haya ningún obstáculo para llevarlo a cabo.
—Ninguno, señora. Todo está acordado y convenido. Además, la elección de don Diego ha sido muy acertada, pues es un gran humanista.
—Gracias, ilustrísima. Espero que así sea.
El banquete finalizó con un baile de gala en el gran salón del palacio condal. Doña Jimena presidió el espectáculo pero se abstuvo de tomar parte en la ceremonia. Se había prometido a sí misma no volver a participar nunca más en esas ceremonias de solaz y diversión por fidelidad al único amor de su vida. Para ella los placeres de la vida se habían quedado enterrados para siempre en el palacio real de León.
Octubre iba sembrando de hojas los parques y jardines de la ciudad y los árboles se desnudaban para pasar los rigores del invierno. Allá en lontananza la cúspide del Teleno ya se teñía de blanco con las primeras nieves de la temporada. Pronto se dejarían ver también por las calles y plazas de la ciudad. Era el momento de recogerse en el interior de las casas y de los hogares para guarecerse de los fríos invernales al amor de la lumbre. Las clases de las niñas habían dado ya comienzo con la incorporación del preceptor. Elvira ya estaba dispuesta para recibir sus primeras lecciones humanistas.
Don Diego era un clérigo adscrito al cabildo catedralicio y profesor de humanidades en la escuela de la catedral de Astorga. Sería el instructor de las niñas, de momento sólo de Elvira. Era un hombre de unos cuarenta años, de constitución más bien atlética y de alrededor de un metro setenta de estatura. Era perfecto conocedor del trivium (gramática, retórica y dialéctica) y del quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía) y muy exigente con sus alumnos, pero, en este caso, tendría que suavizar algo su rigor, al menos en lo concerniente a los castigos. En aquella época el lema que regía para los preceptores era: la letra con sangre entra. No obstante, en el palacio condal habría que prescindir de él, pues no estaba bien que las hijas de aquella dama tan ilustre y del propio monarca recibieran severos castigos por no saber la lección. Eso quedaba para los hijos de las clases más bajas. Pero algún que otro torniscón de vez en cuando puede que sí se rifara.
Las niñas asistían a las clases de Fronilde simultáneamente. Los conocimientos y aptitudes adquiridos por Elvira hasta la fecha servirían de ejemplo y acicate para la pequeña Teresa, que, por el afán de aprender y el espíritu de superación, harían que se esforzase por hacerlo tan bien o mejor que su hermana mayor. En cambio, las lecciones del preceptor se demorarían para ella al menos dos años. La pequeña tenía que aprender a leer y escribir, y adquirir algún conocimiento elemental de cálculo, antes de zambullirse en los estudios más graves y profundos del trivium y quadrivium.
—Mamá, hoy don Diego me ha enseñado la primera declinación latina —le comentó cierto día Elvira a su madre mientras comían.
—Me parece muy bien. ¿Y te ha gustado? ¿Te gusta la gramática?
—No lo sé, mamá, no la entiendo. Es muy difícil.
—Poco a poco la irás aprendiendo, cariño. Con el tiempo la irás comprendiendo mejor y no te costará tanto esfuerzo aprenderla.
—Sí, mamá, pero es que yo no entiendo para qué sirve.
—Sirve para que aprendas a escribir correctamente el latín. Por ejemplo, en el caso de las declinaciones, el nominativo es el caso del sujeto, el acusativo el del complemento directo, el dativo el del complemento indirecto, el genitivo el complemento del nombre y el ablativo el complemento circunstancial.
—Pero es que yo no sé qué es el sujeto ni qué son los complementos. Todo eso me resulta muy difícil.
—Ya lo aprenderás, cariño. Ya verás como con el tiempo lo entenderás todo y no te resultará tan difícil. Además, para eso está aquí don Diego, que te lo explicará todo muy bien.
La niña no estaba muy convencida. Acababa de entrar en un mundo cavernoso y oscuro en el que no veía la luz por ningún lado. A su alrededor todo eran tinieblas y si en algún momento llegaba a vislumbrar un débil rayo de luz, que era don Diego, se difuminaba súbitamente y volvía a quedar completamente envuelta en la oscuridad. De repente el mundo de su infancia se había desmoronado como un castillo de naipes. Aquel candor, aquella inocencia, aquella felicidad se habían esfumado como por encanto y ahora sólo veía un mundo oscuro ante sí lleno de obstáculos insalvables. Dos lágrimas como dos perlas resbalaron por sus inmaculadas mejillas.
—No llores, hija mía. Debes ser fuerte para arrostrar los cambios a los que te tienes que ir enfrentando en la vida. Esto forma parte de tu educación, que no va a ser un camino de rosas, también hallarás muchas espinas, pero tienes que asumirlo como algo inevitable y necesario. Cuando llegues al final del camino te darás cuenta que ha merecido la pena.
—¡Pero va a ser tan difícil recorrerlo!
—No, cariño. Para eso estamos aquí don Diego y yo, para echarte una mano siempre que lo necesites. Ten confianza en ti misma y en nosotros, verás cómo superas todos los obstáculos.
Elvira no lo tenía tan claro. La gramática latina, que era lo primero que había empezado a estudiar, se le hacía una montaña y no había hecho más que estudiar la primera declinación del sustantivo. Había aún cuatro declinaciones más. Luego vendría el estudio del adjetivo, el pronombre y la conjugación del verbo. No quería pensar en ello. Sólo de verlo en el libro que le había entregado don Diego le entraba pánico. Aquel galimatías de modos y tiempos no había por dónde cogerlo. Quizá cuando se lo explicara el preceptor no fuera tan enrevesado, pero visto así sin ninguna explicación daba vértigo. ¿Cómo iba a entender y a memorizar todos esos conceptos totalmente novedosos ella que hasta entonces sólo se había ocupado de jugar con su hermana y con las muñecas que ambas tenían o, a lo sumo, aprender a comportarse, a leer y a escribir y cuatro canciones con Fronilde? Su madre y don Diego no debían de estar en sus cabales cuando le exigían a una niña de siete años un esfuerzo tan sobrehumano. Y eso no era todo. ¿Qué pasaría cuando tuviera que estudiar la gramática griega, que, además de ser tan difícil o más que la latina, empleaba un alfabeto y unos signos de escritura distintos a los de latín? Otra vez el mismo proceso de declinaciones y conjugaciones y ahora con el agravante de ser una lengua distinta con una escritura diferente. Doble ración para mi atormentada cabeza. ¡Y esto no es más que el comienzo! Porque después vienen la retórica y la dialéctica, que no sé qué quieren decir esas palabras. Eso sería el plan de estudios del primer año, que se irían profundizando en años sucesivos, aparte de completarlos con el estudio de la aritmética, la geometría, la música y la astronomía. ¿Para qué necesito yo todos esos conocimientos? ¿No me basta con lo que ya sé? ¡Mira que les gusta complicarse bien la vida a los adultos! Dos gruesas lágrimas como dos perlas volvieron a rodar por las gráciles mejillas de Elvira y un ahogado suspiro, como exhalado desde la profundidad de una caverna, surgió de lo más hondo de su trémulo pecho.
—¡No llores, hija! Con la ayuda de don Diego vencerás todas las dificultades y resolverás todas las dudas que ahora tienes. Es natural, cariño. Todo lo desconocido nos produce desazón y hasta miedo, pero cuando lo conocemos se alivia nuestro espíritu y una sensación de alegría y bienestar inunda nuestra alma.
—¡Ojalá ocurra así, mamá, pero yo no lo veo tan claro! Todo me resulta desconocido, hasta la lengua que, aunque la escuchamos a diario en los ritos religiosos, no es la lengua que hablamos y con la que nos entendemos. Resulta que ahora la tengo que aprender para estudiar todas esas nociones y conocimientos que tengo que adquirir. Mamá, no lo entiendo.
—Ya lo entenderás, hija mía.
Doña Jimena estrechó contra su pecho a su hija que derramó abundantes lágrimas para aliviar su profunda angustia. Luego, entre sollozos, la niña añadió:
—Es que, como te dije antes, ni siquiera sé qué es el sujeto ni los complementos ni el verbo, ni a qué hace referencia todo eso.
—Cariño, ya te lo explicará a su debido tiempo don Diego, pero, para que te hagas una pequeña idea, te voy a poner un ejemplo: Pedro comió un pastel después de la comida. Pedro es el sujeto, comió es el verbo, un pastel es el complemento directo y después de la comida es un complemento circunstancial de tiempo. El preceptor puede que te pida que analices la oración en más profundidad, pero esto que te acabo de explicar ya es un análisis bastante completo. ¿Lo entiendes ahora?
—Sí, mamá, ahora ya lo entiendo y hasta me resulta divertido.
—Si no divertido, ameno te tiene que resultar todo lo que estudies, así no se te hará tan pesado. No te olvides nunca, hija mía, que para moverte en los círculos en los que te vas a mover más adelante, tienes que adquirir una cultura muy amplia y un bagaje eminente de conocimientos. Alternarás con gentes de la nobleza y Dios quiera que algún día te puedas casar con alguien de título. Para llegar a esa meta ahora tienes que esforzarte por recorrer este camino arduo y escabroso que tienes ante ti.
—Lo haré, mamá.
—Así lo espero, hija mía —y la estrechó fuertemente contra su pecho.
11
La Navidad era uno de los momentos más destacados de la vida medieval para todos los habitantes de la época, tanto nobles como siervos y campesinos. Todo el mundo se tomaba un descanso de doce días en la actividad laboral para vivir la alegría de las fechas en las que se conmemoraba el nacimiento de Cristo. En las catedrales, iglesias, palacios y muchas casas particulares se erigían pesebres para representar el momento de su llegada a la Tierra.
Doña Jimena era temerosa de Dios y fiel creyente, respetuosa de cumplir siempre con los mandamientos de Dios y de la Santa Madre Iglesia, por lo que no dudó en inculcarles a sus hijas los mismos principios. El período navideño era el momento entrañable para asistir a los actos religiosos que se celebraban en la catedral donde ella y sus hijas tenían reservado un lugar preferente. Ya desde bien pequeñas las había habituado a estar presentes en aquellos actos. Era uno de los pocos lugares donde el pueblo podía contemplar a su antojo y admirar la fastuosidad y el boato de la condesa y sus hijas. Durante la misa del 25 de diciembre se cantaron villancicos alusivos a temas navideños. Al final de la misma se representó un auto sacramental sobre el nacimiento del Niño y la adoración de los pastores y de los Reyes Magos.
Terminada la función religiosa, todo el mundo se fue a sus casas previamente engalanadas con coronas y ramos de acebo y muérdago, que para muchos era símbolo de fertilidad y buena suerte. La Navidad la celebraban tanto ricos como pobres, señores como siervos. Todos distinguían la mesa según sus posibilidades y se comía y se bebía hasta saciarse, se cantaba y se jugaba hasta la extenuación porque eran días de asueto y regocijo, de holganza y de alegría. También en el palacio de la condesa se celebraron las fiestas de la Navidad con gran fasto y solemnidad. También se engalanaron los salones y dependencias con guirnaldas y coronas de acebo y muérdago y en la mesa hubo abundancia de viandas y platos, de guisos y asados, de gran variedad de pescados y mariscos, de bebidas y licores espiritosos, de frutas y postres para todos los gustos. Hubo también abundancia de platos para el servicio y con las sobras de sus opíparos banquetes comieron muchos pobres y mendigos de la ciudad. Se intercambiaron muchos regalos sobre todo entre la condesa y sus familiares más allegados, hubo representaciones de cómicos y juglares que recitaron poemas de sus repertorios.
Después del descanso y la alegría navideños la rutina volvió por sus fueros. Las niñas tuvieron que reemprender sus estudios no sin cierta desgana, en especial Elvira, que aún no había superado del todo el trauma padecido anteriormente, motivo por el que doña Jimena se vio obligada a hablar con el preceptor. Don Diego, al igual que Fronilde, comía en la mesa de la señora condesa. Como ya sabemos, era un privilegio reservado tan sólo a los familiares más allegados y a los altos cargos de palacio. Al finalizar la comida doña Jimena le pidió a don Diego que la acompañara al salón, pues tenía que hablar con él de un asunto imperioso.
—Vos diréis, señora.
—Póngase cómodo, don Diego, tenemos que hablar largo y tendido. Se trata de mi hija. Lleva días con una gran depresión que ya no sé cómo afrontarla para que la niña vuelva a su estado normal.
—Bien, señora, ¿decidme de qué se trata y en qué puedo ayudaros?
—Mi hija les ha tomado verdadera aversión y pánico a los estudios a los que acaba de enfrentarse. Necesita toda la ayuda que su merced y yo misma le podamos prestar. La niña está totalmente desorientada e inmersa en medio de un laberinto cuya salida no alcanza a ver. Necesita una mano amiga que le inspire absoluta confianza para superar todos los obstáculos que se interponen en su camino. Por favor, le suplico que ante cualquier tropiezo que tenga no la reprenda ni se lo recrimine, antes al contrario, ayúdela a salvarlo con las palabras más amables que encuentre y con la máxima benevolencia que sea posible. Procure allanarle el camino siempre que pueda, pues se encuentra en un momento tan delicado, que una palabra inconveniente o un gesto inadecuado podrían arruinar toda su educación y todo su futuro. Ya sé que ustedes suelen aplicar el rigor en la enseñanza, pero en este caso estoy convencida de que sería totalmente contraproducente. Le pido una vez más que sea amable y comprensivo con ella. Es una niña muy sensible.
—Lo tendré muy presente, señora, podéis quedar tranquila.
—Si así lo hace le estaré eternamente agradecida. La niña está desconcertada por tener que estudiar lenguas distintas a la que habla. Primero el latín, ahora también el griego. Ya sé que usted se debe regir por el programa de estudios establecido, pero ¿no le parece que es una incongruencia que hablemos una lengua y tengamos que estudiar en otra distinta? Es cierto que en la iglesia y en todos los documentos escritos se utiliza sólo el latín, pero ¿no es igualmente cierto que la lengua que hablamos no tiene nada que ver con el latín de los ritos religiosos ni con el de los tumbos y registros?
—Cierto, señora, pero la lengua que usamos para comunicarnos es una lengua vulgar, basta, sin el prestigio necesario para poder contener nuestros pensamientos y expresar la belleza. Es una lengua para incultos, la gente de cultura y de bien decir debe expresarse con la elegancia y el prestigio del latín.
—Lo sé, pero si se cultivara la lengua que hablamos, tal vez con el tiempo podría llegar a ser tan hermosa y tan culta como lo son el latín y el griego, ¿no le parece?
—¡Eso nunca, señora! La lengua vulgar que utiliza el pueblo llano jamás podrá alcanzar la elegancia de las lenguas clásicas. ¿Qué hubieran sido de la Ilíada y la Odisea si se hubieran escrito en lengua vulgar? La Ilíada, compuesta por Homero en hermosos hexámetros dactílicos, narra los acontecimientos ocurridos durante los últimos días de la guerra de Troya en donde se ensalza la cólera de Aquiles. ¿Creéis, señora, que tal explosión de belleza, que tal plenitud se podría haber logrado en lengua vulgar? ¡Por Dios, ni lo soñéis! ¿Y qué me decís de la Odisea? Escrita también por Homero, nos cuenta en 24 cantos el regreso de Ulises a Ítaca después de haber participado en la guerra de Troya. Un periplo que dura diez años antes de que Odiseo vuelva a abrazar a su esposa Penélope y a su hijo Telémaco.
—No tengo nada que objetar de ninguna de las dos.
—¿Y la Eneida, esa epopeya latina escrita por Virgilio para ensalzar y glorificar el imperio de Augusto? Narra la leyenda de Eneas, un troyano que huyó de la guerra de Troya y se refugió en Roma, convirtiéndose así en ancestro de los romanos. ¿Pensáis, señora, que estas tres extraordinarias obras brillarían como lo hacen si hubieran sido escritas en lengua vulgar? En absoluto. Son las lenguas en las que están escritas las que les otorgan el prestigio que tienen.
—Para nosotros son lenguas excelsas, en cambio para ellos eran las lenguas normales en las que hablaban y expresaban sus pensamientos y sentimientos. Tal vez un poco más cultivadas que la lengua común, lo mismo que ocurriría si deseáramos expresarnos en la nuestra. Aun así no dejaban de ser las lenguas que utilizaban para entenderse, ¿o no? En cambio, nosotros utilizamos una lengua para comunicarnos y otra para estudiar y para dejar reflejados por escrito nuestros pensamientos y sentimientos. Ya sé que vuestra merced no puede cambiar la programación de los estudios, pero ¿no cree que se debería empezar a dar más importancia a la lengua que hablamos? Si así fuera con el tiempo podría alcanzar tanto prestigio como las lenguas clásicas.
—¡Nunca, señora! Nuestra lengua es producto del habla de los soldados y de las clases más humildes de nuestra sociedad. Aquellas que carecen de los más elementales principios de educación y cortesía. No saben comunicarse más que con palabras burdas y expresiones groseras y soeces. Con un lenguaje así jamás podrá crearse belleza ni expresar ideas sublimes y abstractas. Sería pedir lo imposible.
—No estaría yo tan segura de eso. Con el tiempo podría mejorar su vocabulario y perfeccionarse, como lo hicieron el latín y el griego en su día. Dejemos que evolucione sin trabas ni cortapisas. ¿Quién sabe si en el futuro no se convertirá en una lengua de prestigio y dé grandes obras para la humanidad de tiempos venideros?
—Lo dudo mucho, señora, pero todo puede ocurrir.
—Retornando al problema que nos ha traído aquí, ¿cumplirá las recomendaciones que le he dado sobre mi hija?
—Desde luego, señora condesa. Su señoría manda. Sólo quiero decirle que quizá se ha alarmado precipitadamente. Su hija es muy sensible y se toma muy a pecho todo lo que le concierne. Hasta ahora he observado que tiene una inteligencia por encima de lo normal y se lo digo con conocimiento de causa. Tengo ya unos cuantos años de experiencia en la docencia y le puedo asegurar que su hija está por encima de la mayoría de los alumnos que he tenido la suerte o la desgracia de conducir por la senda del saber. No debe preocuparse, señora, tan pronto. Yo vigilaré a su hija en todo momento y la ayudaré a levantarse cuando caiga ante la dificultad de un obstáculo. Estoy seguro que con la ayuda de Dios y la mía su hija logrará superarlo satisfactoriamente.
—Sus palabras me tranquilizan, don Diego. Le quedo eternamente agradecida.
—A mandar, señora, que para eso estamos. Si no me necesita para nada más, con su venia me retiro.
—Puede retirarse, don Diego, y muchas gracias por todo. Me ha quitado un gran peso de encima.
—Señora, quedad con Dios.
Don Diego dejó inmersa a la señora condesa en una nube de paz y felicidad que la abstrajo de todo lo que la rodeaba. Había sufrido mucho los últimos días con los problemas y las aprehensiones de Elvira. La charla que acababa de mantener con el preceptor la había tranquilizado por completo. Es como si hubiera recibido el mejor regalo que la Navidad le podía haber concedido. Una lluvia de felicidad caída del cielo que vino a purificar cualquier mácula que pudiera mancillar la quietud de su espíritu. No te puedes imaginar, Alfonso, lo feliz que me siento en estos momentos. Antes de la entrevista con don Diego tenía el alma compungida. No sabes lo que he sufrido. Era como si el cielo se hubiera venido abajo y me hubiera aplastado con él. Todo giraba a mi alrededor y me envolvía en su vorágine. La vida para mí había perdido todo su encanto, toda su ilusión, y me sentía vagar por zonas inhóspitas y desiertos inconmensurables. Pensar que nuestra hija era incapaz de enfrentarse al esfuerzo, al estudio que la ha de preparar para la vida, me exasperaba y me volvía loca. ¿Qué hubiera pasado de haber sido así? Nuestra hija incapaz de estudiar, incapaz de aprender, incapaz de superarse y realizarse. ¡Antes la muerte que vivir con esa angustia y con ese dolor! Afortunadamente todo han sido aprehensiones de la niña. Don Diego me ha dicho que es muy inteligente, que está por encima del nivel intelectual de la mayoría y que no debo preocuparme en absoluto. También me ha asegurado que él estará siempre a su lado, y al mío, para superar y vencer cualquier obstáculo que se cruce en su camino. ¡No sabes el efecto que me han producido sus palabras! Han sido como un bálsamo de aceite que ha venido a lubricar las asperezas que laceraban mi alma.
¿Y tú cómo estás? ¿Sigues incansable recorriendo las cuencas del Tajo y del Henares para incrementar tus dominios o te has tomado algún descanso? ¡Contenta debes de tener a Constanza con tus largas ausencias! ¡Y pensar que las mujeres nos desvivimos por ser esposas de un hombre como tú! ¡Qué ironía! Tantos desvelos, tanta abnegación para vivir después siempre solas, con tanto dolor, tanta angustia, tanta ansiedad, tanta incertidumbre. ¡Que todo eso queda compensado con la placidez de la vida de palacio, con sus dulzuras y bondades! ¿Cómo se te ocurre pensar eso siquiera? Yo en su lugar no te perdonaría tanta ausencia y tanta soledad. Que la mujer que se casa con un rey sabe de antemano, o debe saberlo, que su vida va a ser así; que un rey se debe a su reino y a sus súbditos, que siempre estarán por encima de su familia; que la razón de estado se ha de anteponer a los caprichos o las veleidades familiares. Egoísta. Lo que ocurre es que tú disfrutas en la guerra y con la guerra. Si desapareciera la guerra desaparecería tu razón de ser, porque tú sólo vives por y para la guerra. Dedícales algo de tiempo a tu esposa y a tu hija, que falta les hará, como también les haría a las nuestras para que pudieran conocer a su padre y recibir alguna muestra de cariño de él. ¿O acaso crees que no te echan en falta? Más de una vez te han llamado y han preguntado por ti. No creas que el dinero y los honores lo cubren todo. El amor de un padre también es necesario y ellas, pobrecillas, nunca lo han tenido, al menos nunca lo han sentido. Sí, ya sé que hay que guardar las apariencias, ya sé que no puedes venir a verlas porque eso podría abrir un cisma no sólo matrimonial sino institucional. Pero todo eso no quita su sufrimiento. ¡Cuánto agradecería Elvira ahora tu presencia, tu amor de padre, tu consejo! Que las quieres mucho, que estás loco por ellas, que son las hijas de tu verdadero amor. Todo eso es muy bonito, Alfonso, y queda muy bien, pero no basta. Piensa que no han recibido ni una sola caricia tuya, sobre todo Teresa, y eso marca de por vida. No, no puedes justificarlo todo por tu condición de rey, tu condición de padre también debería obligarte a algo. Bueno, dejémoslo así.
¿Sabes que están edificando una iglesia dedicada a San Pedro junto al puente de hierro que construyó el obispo don Osmundo con tu ayuda para facilitar el acceso a Galicia por el Camino de Santiago? Sí, ya está bastante avanzada. Don Osmundo piensa que este mismo año podrá consagrarla. Bueno las obras van a buen ritmo y parece que ya sólo le falta la cubierta. Sí, sí, la están haciendo toda de piedra al estilo de las demás iglesias que hay por aquí. Sí, como todas ésas de muros muy gruesos y ventanas muy pequeñas. Eso es. Ah, también parece que están empezando a construir algunas casas a su alrededor. Exacto, con el tiempo darán origen a un nuevo pueblo. Claro que es bueno que el Camino se vaya repoblando con nuevos enclaves humanos. Sí, también es positivo para el Bierzo.
Doña Jimena regresó de su periplo con la entrada repentina de la niñas en el salón. Las dos se precipitaron sobre ella corriendo para abrazarla y darle un beso.
—Bueno, ya está bien, hijas, yo también os quiero mucho. Ahora sentaos aquí a mi lado que quiero hablaros. Mira, Elvira, he estado hablando con don Diego y me ha dicho que no debes preocuparte por los estudios, que él estará siempre a tu lado para ayudarte en todo lo que necesites. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, mamá, pero sigo teniendo miedo a no poder estar a la altura de lo que se me exige. Todo eso del latín y el griego es muy enrevesado. El griego más aún que el latín, con esos signos tan raros que tiene para representar las letras, aunque ya me las sé casi todas: alfa, beta, gamma, delta, épsilon, dseda, eta, zeta, iota, kappa, lambda…
—Para, para, hija, ya veo que te las sabes. ¡Y me decías que te daba miedo estudiar latín y griego! Como sigas así te vas a convertir en una docta en estas lenguas.
—Lo difícil no es aprender estas letras, mamá, lo difícil es aprender las lenguas y sigo pensando que me va a costar mucho.
—Ya verás como no. Con la ayuda de don Diego y tu esfuerzo lo lograrás. No te olvides que acabas de empezar y que el ciclo de estudio dura varios años. Cuando avances en los estudios verás cómo te resultan más fáciles y con el tiempo verás que todo esto es sólo fruto de tu aprehensión y de tus miedos infundados. Estudiaréis las dos con ahínco y provecho para convertiros en mujeres cultas y de una educación muy refinada. Tengo puestas muchas esperanzas en las dos. Espero que podáis llegar muy alto. Sí, hijas mías, vosotras tenéis que llegar a ser lo que yo no he sido.
— ¿Qué es lo que querías llegar a ser tú y no has sido, mamá? —preguntó con toda su inocencia Teresa.
—Algún día lo sabréis, hijas mías —contestó ella mientras dos lágrimas rodaban por sus tersas mejillas.
—¿Por qué lloras, mamá?
—Por nada, hijas mías —susurró al tiempo que se enjugaba sus lágrimas—. Os voy a contar una especie de cuento. Hubo un tiempo no hace mucho que una jovencita soñó que se convertía en princesa. Sus padres la enviaron al lado del rey para que ambos se enamoraran. Aconteció que se enamoraron y vivieron unos años dichosos y de ese amor nacieron dos preciosas niñas, pero el rey tuvo que casarse con otra princesa porque había un hombre muy poderoso que le impidió casarse con la joven que amaba. Y así ambos fueron muy infelices.
Doña Jimena tuvo que ausentarse por haber sido reclamada urgentemente por el mayordomo de palacio. Las dos niñas se quedaron solas en el salón.
—¿Qué habrá querido decirnos mamá con esa historia que nos ha contado?
—No lo sé, Teresina. A lo mejor tiene algo que ver con ella y con nosotras, pues dijo que habían tenido dos hijas.
—¡A lo mejor! Pero yo no quiero que mamá llore ni esté triste. Cuando está así a mí también me dan ganas de llorar.
—Yo tampoco quiero verla llorar.
Habían transcurrido ya los días de descanso navideño y habían vuelto a reanudar las clases. Fronilde entró en el salón con cara de preocupación.
—¡Así que estabais aquí! Os he estado buscando por todo el palacio y no os encontraba. Me teníais muy preocupada.
—Estábamos jugando —se excusó Elvira.
—Bueno, no pasa nada. Os he encontrado y ya está todo solucionado. Ahora vamos al aula que os tengo que enseñar algunas cosas y ya es muy tarde.
Las niñas se fueron con la institutriz a la dependencia que hacía las funciones de aula para continuar con sus clases. Tocaba lecciones de canto. Fronilde les recordó la última canción del día anterior. Era un villancico que habían cantado en las fiestas de la Navidad.
—Fronilde, ¿qué diferencia hay entre estas clases de canto y la clase de música que me dará don Diego?
—Bueno, no sé si sabré explicártelo, Elvira. Todo al final viene a ser lo mismo, pero esto se trata de una música más ligera. Son canciones folclóricas y populares. En cambio, la música que te enseñará don Diego es mucho más seria. Se trata de la música clásica. Para empezar te enseñará solfeo y más adelante puede que también te enseñe a tocar algún instrumento.
—¿Y qué es el solfeo?
—El solfeo consiste en leer y entonar las notas musicales. Normalmente no se canta, sirve principalmente para tocar los distintos instrumentos musicales, aunque todas las canciones se basan en el solfeo. Pero eso ya te lo enseñará don Diego. Ahora, niñas, lo vamos a dejar porque ha llegado la hora de finalizar la clase. Mañana os enseñaré más cosas.
12
Era un día lluvioso del mes de octubre, uno más de aquellos días grises y otoñales en que la lluvia no cesaba de caer. Aquella lluvia persistente que lo calaba todo y que duraba días y días sin que se pudiera vislumbrar su final. Jirones de niebla parecían posarse en las laderas de las montañas como gigantescos mechones de lana prestos para ser hilados por la Viella´l Monte. A lo lejos la cúspide del Teleno se ocultaba a la vista bajo la densa cortina de agua y la espesa niebla. Doña Jimena lo contemplaba todo desde las ventanas de sus aposentos con parsimoniosa resignación. Llevaba varios días sin poder salir de palacio y no parecía verse el final de aquel temporal.
No sé cuándo se van a acabar estas lluvias. Como siga así hasta las piedras van a criar ranas. Lo bueno de este tiempo es que las niñas se aplican más y aprovechan mejor sus estudios, pues con la lluvia no les apetece salir al patio ni a la calle. ¿Sabes, Alfonso, que Teresina ya ha comenzado los estudios del Trivium? De momento los está aceptando con mejor disposición que Elvira, al menos hasta la fecha no se ha quejado de ellos. Parece que el ejemplo de su hermana le da ánimos y se esfuerza por seguir sus pasos. Es como si caminara por una senda ya trillada, en tanto que Elvira tuvo que ir abriendo por sí misma el camino. Lo importante es que las dos se aplican en sus estudios y por ahora los llevan bastante bien. ¿Que eso te satisface? ¡Toma, y a mí también! Ya sabes que lo único que me interesa en este mundo es el bienestar de nuestras hijas. Por ellas lo daré todo. Por ellas y por mi alma. Todos mis esfuerzos están encaminados hacia esos dos fines y no descansaré hasta verlas convertidas en grandes señoras. ¿Que tú piensas lo mismo? Pues entre los dos debemos labrar su futuro. Yo ya lo estoy haciendo encauzándolas por el camino recto. Espero que tú hagas lo mismo cuando llegue la hora. Ya sabes a qué me refiero o ¿acaso has olvidado las promesas que me has hecho? Porque yo no las olvido. ¡Ya, ya, que aún falta mucho para eso! No creas que falta tanto, el tiempo pasa volando. Ya ves, Elvira ya tiene nueve años y Teresa siete. ¡Sí, sí, parece que fue ayer! El tiempo pasa, Alfonso, y no espera a nadie. Tú te estás ya acercando a los cincuenta y aún no tienes descendencia masculina. De hecho sólo te vive Urraca. Parece que tienes mala suerte con tu descendencia. No, no, te equivocas. Yo no me alegro en absoluto de tu mala suerte, antes al contrario, rezo cada día por tu bienestar y tu felicidad, y para que tu progenie te suceda en el trono. ¿Acaso crees que estoy deseando tu caída? ¡Qué mal pensado eres!
Una ráfaga de viento y lluvia azotó los vidrios de las ventanas. Luego volvió a imponerse aquella lluvia moderada y monótona que cubría cielo y tierra, aunque la tierra parecía no poder absorber ya tanto exceso de agua. ¿Recuerdas que te comenté lo de la iglesia de San Pedro que construyeron junto al puente de hierro? Ya hace tiempo que la consagró el obispo Osmundo y a su alrededor ya ha nacido un nuevo pueblo que llaman Puebla de San Pedro. ¿Que te parece acertado el nombre? A mí también, pero ya sabes que los nombres de los pueblos pueden cambiar. De hecho a mí me han llegado rumores de que algunos de los habitantes que allí se han establecido no están muy conformes con este nombre y que les gustaría cambiarlo por otro. Ya hay muchos topónimos dedicados a santos. ¡Ah, que no viene de uno más! Ellos sabrán qué nombre quieren para su pueblo. Se llame como se llame, lo importante es que sea un lugar próspero donde vivir y eso sólo el futuro lo deparará.
Ya me he enterado que propusiste al abad de Sahagún, Bernardo de Sedirac, como arzobispo de Toledo y primado de España, y que ha sido aceptado por el nuevo papa y consagrado ya en sus funciones. ¡Enhorabuena! Tú siempre sabes elegir el mejor para tus intereses. No, no lo digo por eso, lo digo porque siempre has estado a favor del rito romano y don Bernardo es el más idóneo para lograr ese fin. Tal vez tengas razón , en cuanto se hizo cargo de la sede primada extendió el rito romano a todas las iglesias de la ciudad en contra de mi voluntad y tomó la sinagoga mayor para convertirla en la catedral primada de España. ¿No pudo dejársela a ellos para mantener la armonía entre ambas religiones? ¡Ah, que no quiso saber nada del islamismo y prohibió su práctica en la ciudad contraviniendo así el acuerdo que habías firmado con al-Qádir cuando renunció al trono toledano. ¿Y no has hecho nada para impedirlo? No me extraña que los reinos taifas se hayan indispuesto contra ti y hayan solicitado la ayuda de Yusuf ibn Tasufín. No has tenido buen tacto con la ocupación de Toledo, Alfonso. Tal vez has sido un gran estratega para conquistarla, pero no has sido un buen estadista para ocuparla y sembrar la paz y la armonía entre sus ciudadanos. No me extraña que te hayan declarado la guerra y que las tropas de Tasufín hayan entrado en la Península con tanto ímpetu y te hayan humillado como lo han hecho en vuestro primer enfrentamiento. Creo que la euforia de la conquista de Toledo te ha cegado por completo y no te ha dejado ver la realidad. Pensaste que conquistado Toledo todo el monte iba a ser oréganos y no ha sido así. ¡Ves cómo debías haber sido más condescendiente con los islamitas y no haber impuesto arbitrariamente tu entera voluntad! Deberías haber frenado un poco a don Bernardo en sus pretensiones y haber escuchado las peticiones de los sarracenos. Tal vez así éstos no hubieran llamado a Yusuf ibn Tasufín y tú no habrías sufrido los contratiempos que has sufrido. ¡Ah, que no te importa! ¡Que los errores se pagan y ya está! Me parece, Alfonso, que no sabes dónde te has metido. Me parece que éste no va a ser un error más sino una vuelta sin retorno, va a ser el principio del fin de tus gestas heroicas. ¿No lo crees? El tiempo lo dirá. Yo creo que has puesto la primera piedra para que el conflicto secular entre moros y cristianos se alargue por unos cuantos siglos más. ¿Que no? Nosotros no lo veremos, ni nuestros hijos y nietos, pero me temo que la Reconquista va a ir para largo y todo por tu improvisación y precipitación, por tus ansias de conquistar todas las tierras de los sarracenos. Deberías haber tenido calma y paciencia y haber ido más despacio. Tal vez así habrías atado mejor lo que ya tenías conquistado. Vamos a esperar qué nos depara el tiempo. ¡Que Dios nos ampare y tenga piedad de nosotros! No soy catastrofista, soy realista y veo las cosas como son, sencillamente. Me parece bien que sigas luchando, pero tu momento de gloria ya pasó. Lo tuviste en tus manos y lo dejaste escapar, así que ahora no pierdas el tiempo recuperándolo. La suerte sólo llama una vez.
La lluvia no cesaba y ya se estaba haciendo de noche. Los aposentos de doña Jimena se habían sumergido en una oscuridad casi absoluta por lo que decidió trasladarse al salón donde ya estarían ardiendo las velas del alumbrado. Allí se encontró con las niñas y Fronilde que se entretenía en enseñarles juegos y adivinanzas. Al verla entrar corrieron a darle un beso en señal de cariño y respeto.
—¿A qué estáis jugando?
—A las adivinanzas —le contestaron a coro las niñas.
—Me parecer muy bien. ¿Y habéis estudiado mucho hoy?
—Sí, mamá.
La madre se preocupaba constantemente por la educación de sus hijas. Eran su bien más preciado y por nada del mundo dejaría que se malograran. Le interesaba mucho que dominaran todo el saber de la época, pero estimaba aún más que se empaparan por completo de los buenos modales y costumbres de la nobleza. Una dama de la alta sociedad debía saber estar en todo momento en su lugar y debía guardar siempre las formas correspondientes. De nada serviría que supiera mucho de lengua, cálculo, astronomía o música si sus modales eran los de una mujer vulgar. Sería denigrada y despreciada por la alta sociedad y eso era lo último que deseaba para sus hijas. De ahí el papel tan importante que representaba la institutriz en su formación.
—¿Cómo las ves, Fronilde? ¿Progresan adecuadamente en su educación?
—Por lo que a mí respecta, sí señora. Para su edad están ya preparadas para codearse con lo más granado de la alta sociedad. Sus modales son tan refinados como lo pueden ser los de una princesa.
—Celebro saberlo y espero que las sigas educando en esa línea.
—Así lo haré, señora.
—Ahora podéis retiraros a vuestras habitaciones. Tengo que recibir aquí al mayordomo del palacio y al ama de llaves. Tenemos asuntos importantes que tratar.
La lluvia seguía cayendo insistentemente como solía hacerlo en aquella época del año. Era habitual que los otoños fueran lluviosos como preludio a las copiosas nevadas que no tardarían en llegar.
Don Munio y su esposa se habían trasladado a Astorga para estar con su hija y sus nietas y pasar el invierno todos juntos. De paso don Munio podía ayudar a su hija a resolver algún problema o algún conflicto de su condado. Conflictos a veces suscitados por su condición de mujer. No todos estaban conformes con su nombramiento y los más insubordinados solían rebelarse contra ella y resistirse a acatar sus órdenes. Si la respetaban era sólo por saber quién estaba detrás de su nombramiento y por temor a las represalias. No eran momentos fáciles para el gobierno de una mujer. Se vivía en una sociedad completamente machista que le costaba acatar órdenes emanadas del sexo femenino. Por eso don Munio actuaba a veces en nombre de su hija.
—¿Sabes que Alfonso fue herido en una pierna en la batalla de Sagrajas?
—¿Qué me dice, padre, es la primera noticia que tengo. ¿Y cómo está ahora?
—Ahora está ya bien, aunque cojea un poco, pero lo ha pasado mal durante unos cuantos meses. Los físicos estuvieron a punto de amputarle la pierna porque no terminaba de supurarle.
El almuerzo familiar transcurría con normalidad pero doña Jimena se mostraba nerviosa. La inesperada noticia se le había clavado como un aguijón en el corazón.
—¿Se sabe cómo ocurrió?
—Sí, hija. Parece ser que el ataque furibundo de Tafusín hizo que las fuerzas cristianas se disgregaran dejando a Alfonso muy comprometido ante los enemigos auxiliado tan sólo por sus más fieles seguidores. En ese momento fue herido en un muslo y logró salvarse gracias a la ayuda de sus vasallos más fieles, que consiguieron arrastrarlo lejos del fragor de la batalla. Yusuf se alzó con la victoria mientras Alfonso fue derrotado física y moralmente. Dicen que el campo de batalla quedó sembrado de cadáveres.
La condesa no pudo soportar por más tiempo el dolor que le producían las palabras de su padre, retirándose a sus aposentos para llorar a solas la desgracia que había sufrido su ser más querido. Cada palabra de mi padre ha sido una flecha envenenada que se ha clavado en mi corazón. ¡Dios mío, ten piedad de nosotros y perdona nuestros pecados! Y tú, amor mío, ¿no me lo podías haber dicho? Sabes que sufro por ti puede que más que tu propia esposa y no has tenido la delicadeza de comunicarme este aciago suceso. ¡Cuánto habrás sufrido, amor mío, y yo sin saberlo! Ya sé que no hubiera podido ir a visitarte, que eso hubiera estado muy mal visto, pero podía haberte consolado desde aquí, podía haber elevado oraciones al Señor para que tuviera piedad de ti y podía haber consolado mi alma que también lo necesita o ¿acaso crees que no sufro por ti? Deberías dejar de luchar ya en primera línea. Te has preguntado qué habría pasado si hubieras muerto en esta batalla, qué habría pasado con tu descendencia y con el trono. Urraca aún es una niña. Si hubieras muerto, ¿quién habría reinado? ¿Constanza? ¿Crees que tu esposa está preparada para asumir las riendas del poder? ¡Mira en qué cuerda tan floja bailas! Estás jugando con fuego. Pero para qué decirte nada si al final vas a hacer lo que tu corazón te dicte. Tú no dejarás la guerra mientras el cuerpo te aguante. Lo llevas en la sangre. Disfrutas cabalgando con la lanza en ristre en campo enemigo. No te preocupa lo que puedan sufrir los demás, lo que puedan sufrir tus seres queridos, lo que pueda sufrir yo lo que estoy sufriendo. ¡Ah, que no debo preocuparme por ti, que no debo sufrir! ¿Y por quién voy a sufrir si no es por ti y por nuestras hijas? Aunque no estés a mi lado, aunque no volvamos a vernos, tú serás siempre mi único esposo, mi único amor. Te lo he dicho muchas veces y no me cansaré de decírtelo, en mi vida no habrá ningún otro hombre. Mi corazón sólo ha sido y será compartido por ti y por las hijas de nuestro amor. Por nadie más. ¿Que no me obsesione con esto y que me busque otro hombre? No, Alfonso, no. Tú y sólo tú. Después de ti el cenobio o la muerte. Nada más. ¡Que soy muy obstinada! Más obstinado eres tú con la guerra y no renuncias a ella. Sé muy bien lo que me digo.
Alguien tocó suavemente con los nudillos en la puerta, como si quisiera llamar sin perturbar el silencio que reinaba en el interior del aposento. Era su madre que estaba preocupada por el estado de ánimo de su hija.
—¿Te encuentras bien, hija? —le preguntó con la puerta entornada como si temiera seguir hacia delante.
—Estoy bien, madre, no se preocupe.
—¿Puedo pasar?
—Pase, pase, usted nunca molesta.
—Como te fuiste tan de prisa y nos dejaste a medio comer, estaba preocupada por si te había ocurrido algo.
—No me pasa nada, madre, sólo que me ha pillado de sorpresa la noticia de la herida de Alfonso y he venido a mi habitación para desahogarme un poco. ¡Mire que si lo hubieran matado!
—Es lo que tiene la guerra, hija. El que acude a ella sabe que se expone a morir, pero tú no deberías preocuparte ya tanto por él. Deberías rehacer tu vida y encauzarla por otro lado. Sabes muy bien que Alfonso ya nunca más va a volver contigo. No debes obsesionarte con él de esta manera hasta el punto de sufrir lo que sufres como si fueras su esposa. Debes olvidarlo.
—No puedo, madre. Es superior a mis fuerzas. Además, he prometido que en mi vida no habrá ningún otro hombre más que él y cumpliré mi promesa hasta la muerte.
—Bueno, hija, no voy a insistir más aunque creo que te equivocas. Eres todavía joven y tienes toda una vida por delante. No deberías desperdiciarla así.
Velasquita se alejó de su hija con el alma en un puño. La determinación de ésta le estaba abriendo una herida cada vez más profunda en su corazón. De todos sus hijos era la que gozaba de mejor posición, pero se había obstinado en encerrarse en sí misma y en expiar culpas que no eran sólo de ella. Se estaba atormentando a sí misma y afligiendo la vida de los demás.
A solas otra vez doña Jimena volvió a su monólogo. Me preocupa mi madre con sus desvelos por mí. Debería admitir de una vez para siempre mi decisión irrevocable y no preocuparse más. No sé para qué insiste tanto si no me va a hacer cambiar de propósito. Yo he elegido unilateralmente esta vida y yo sola la tengo que vivir. ¡Cómo se lo podría hacer comprender! Ya ves, Alfonso, ahora también tengo que preocuparme por mi madre, pero no, no creas que te vas a escabullir porque mi madre se haya inmiscuido momentáneamente entre nosotros. Eso no va a suceder. Volviendo a lo nuestro, te repito una vez más que todo por lo que estás pasando en la actualidad no te habría sucedido si hubieras usado la cabeza y no el corazón en la toma de Toledo. No deberías haberle permitido a don Bernardo las libertades que le permitiste, entre otras que no respetara el pacto que habías firmado con al-Qádir. Quizá ése haya sido tu mayor error. Deberías haber seguido los consejos de Sisnando Davídiz, una política de cordial entendimiento entre cristianos y musulmanes. Te equivocas, no habría sido igual. Todo el malestar de los reinos taifas surgió por los acontecimientos que ocurrieron en Toledo, sobre todo por la mano dura que aplicó don Bernardo desde el primer momento. Si hubiera sido más flexible, si no hubiera impuesto su exclusiva ley no se habría levantado al-Mutamid ni otros reyes taifas que lo secundaron. Se rebelaron precisamente por el pavor que suscitó en ellos la toma de Toledo. Fue entonces cuando decidieron llamar en su auxilio a Yusuf ben Tafusín, que ha traído de nuevo el terror a la Península Ibérica. No, no habría sido igual. Quieres acallar tu conciencia y darle la razón a don Bernardo, pero tú sabes muy bien que la chispa que causó este incendio se originó en la toma de posesión de la ciudad imperial. No quisiste hacer caso de los prudentes, de los que conocían mejor que nadie la actitud y la idiosincrasia de los islamitas y ahora estás pagando las consecuencias en tu propia carne. Le has dado un giro de ciento ochenta grados a la Reconquista y Dios sabe por cuánto tiempo la habrás demorado. Tu ambición y tus ganas de complacer a los pudientes y menospreciar a los vencidos te han traicionado. ¡Que no ha sido por eso! Pues entonces dime tú por qué ha sido.
La tarde avanzaba, el sol se iba acercando al ocaso. Desde los aposentos de doña Jimena se divisaba la nívea blancura del Teleno, que deslumbraba más si cabe por los rayos del sol poniente. No tardaría en llegar hasta sus pies el manto blanco del crudo invierno. Se está poniendo el sol y yo no he salido hoy de casa. Bueno, tampoco es que me apetezca mucho. A pesar de que haga sol el frío es de puro invierno y no hay quien pare por las calles. Es mejor permanecer en casa al lado del fuego. A todo esto, la chimenea está apagada y siento mucho frío. Llamaré a la sirvienta para que encienda el fuego.
—Perdone la señora, no sabía que estaba aquí. No se preocupe, ahora mismo le enciendo el fuego. ¡Qué torpeza la mía! Hace horas que debería estar ardiendo esto, pero, si lo desea, puede bajar al salón con el resto de la familia. Allí se está muy calentito.
La chimenea comenzó a chisporrotear no tardando en acariciar el calor de sus llamas los ateridos miembros de la joven. Me estaba quedando congelada sin darme cuenta pensando en ti. Me han dicho que ahora pasas más tiempo en Toledo que en León. ¿Ya te has olvidado del origen de tu reino? ¡Ah, que no es eso! Que lo haces para estar más cerca del frente y de la frontera con los musulmanes, que si vivieras en León no llegarías a tiempo si se suscitara algún conflicto bélico. Excusas y sólo excusas. ¿No te he dicho que debes olvidarte ya de la primera línea del fuego? Debes dar paso a tus adalides para que sean ellos quienes conduzcan la guerra. Tú debes permanecer en palacio dando desde allí las órdenes pertinentes y más convaleciente de esa pierna como estás. Deja ya el frente de batalla para las generaciones más jóvenes y tú contempla y dirige la guerra desde la retaguardia. ¡Ah, que no puedes hacerlo, que tienes que vivir la guerra in situ! Eso ya lo sé yo. Lo he sabido siempre. Tú no puedes vivir sin la guerra y la antepones ante todo y ante todos. Vuelvo a repetirte que yo no te permitiría eso. ¡Tener abandonadas a tu mujer y a tu hija! ¿Es que no sientes nada por ellas? ¡Ah, que conmigo no sería igual! Que si en vez de Constanza fuera yo estarías más a mi lado. Gracias por ese detalle, pero no sé si creérmelo. ¿Acaso no me dejaste sola quince días antes de nacer nuestra segunda hija? Me parece que eres un poco corto de memoria. Bueno, ¿y esa pierna cómo sigue? Mejorando, pero aún te resientes de ella. Ya, ya, que todavía no puedes montar a caballo, pero caminar sí que puedes hacerlo, ¿no? Ya, con la ayuda de un bastón. Que ya puedes dar paseos por los jardines de palacio y que en muchas ocasiones te sirve de báculo el brazo de don Bernardo. ¡Ah!, que así puedes mantener muchas pláticas con él sobre los asuntos de la Iglesia y del estado, que es un hombre muy sabio y muy prudente y que con su saber y su bondad puedes tomar mejores decisiones. ¡A la vista están! Bueno, mi consejo es que deberías platicar más con Constanza y menos con el arzobispo. Tal vez así fuera mejor el reino. Recibe todo mi cariño.
Ha transcurrido un año desde que mantuvimos nuestro último monólogo y parece como si no hubiera pasado el tiempo, pero ¡vaya si ha pasado! Las niñas van avanzando en su plan de estudios con éxitos continuos y resultados muy prometedores sobre todo Elvira, como era de esperar, aunque Teresa tampoco se queda atrás y sigue muy de cerca los pasos de su hermana. Elvira ya domina perfectamente el trivium. Éste será el último año que estudie sus materias para dedicar en años sucesivos todos sus esfuerzos al quadrivium. No es que hasta ahora haya pasado de soslayo sobre él, pues ya tiene nociones de aritmética y geometría, pero será a partir del próximo año cuando se dedicará de lleno a esas disciplinas. Ahora tiene que dedicar más tiempo y esfuerzos al primer ciclo. ¿Sabes que no se le da nada mal la retórica? Ya ha hecho algún pinito en poesía, pero no, no creo que su futuro vaya por ahí. Son pequeños pasos que se ajustan muy bien al formalismo retórico pero carentes totalmente de inspiración. Son como un bonito florero sin flores, muy hermoso el continente pero sin contenido. No, no lo sueñes, no tenemos una gran poetisa en ciernes. Le falta la inspiración. Para lo que sí tiene muy buena predisposición es para recitar poemas y fragmentos de otros. Recita fragmentos enteros de la Ilíada y de la Odisea. Creo que tiene dotes para la declamación pero ya sabes que ése no va a ser su camino. Naturalmente, nuestra hija tiene reservado un futuro más elevado. No, Teresa todavía no ha estudiado retórica, está empezando este año. De momento no parece tener las aptitudes de su hermana, parece inclinarse más bien por la música, al menos por las canciones que les enseña la institutriz. Sí, se lo pasa mejor con Fronilde que con don Diego. Bueno, cada una tiene sus preferencias, como pasa con todo el mundo.
El otoño avanzaba y la nieve ya cubría buena parte del Teleno. Doña Jimena había salido a dar una vuelta con su caballo pero no tardó en regresar a palacio. El frío calaba hasta los huesos. Por ahí fuera no se para de frío. ¡Cómo apetece estar al lado de la chimenea bien provista de rachas y cepos! Ya me he enterado que has vuelto a desterrar a Rodrigo Díaz de Vivar, lo que no entiendo es cómo le perdonaste todos los agravios que te había hecho anteriormente. ¡Mira que es díscolo! Sí, ya sé que es uno de tus mejores caballeros, si no el mejor, pero todo tiene su límite. Por muy valiente que sea, no debe estar desafiándote continuamente. ¡Qué soberbia y qué descaro! Ya, ya sé que es muy ambicioso y que todo lo supedita a su codicia y a sus ansias de poder. ¿Y no hubiera sido mejor que lo hubieras encerrado en una mazmorra por el resto de sus días? Porque mira que te ha causado problemas y los que te puede causar aún. ¡Ah, que no quieres castigarlo más, que ya se encargará el Señor de hacerlo en la otra vida si se lo merece! Me parece que eres demasiado bueno, Alfonso. Espero que no tengas que arrepentirte nunca por esto. Y dices que ha vuelto para Valencia con los moros. ¿Y qué piensa hacer allí? Que aquello es como si fuera su propio reino. ¡Me río yo de ese reino! ¡Veremos cuánto dura!
Un criado entró en el salón para remover las ascuas de la chimenea y echar más cepos y rachas al fuego. Desde el diván donde reposaba la condesa se oía el chisporroteo y crepitar de la lumbre. Fuera el día se estaba volviendo cada vez más desapacible y frío. Unos nubarrones aparecían por el poniente que dejarían nieve en los picos más altos y agua en el resto. Era el otoño con cara de invierno. Al fin a la Puebla de San Pedro ya le han dado el nombre definitivo. Ahora se llama Pontem Ferratum. Sí, es lo que han decidido por mayoría sus vecinos. Ya te dije que el anterior nombre no convencía a casi nadie y que estaban pensando cambiárselo. Esperemos que éste sea el definitivo y que le sea propicio. Al menos éste hace honor al material del que está hecho el puente. Sí, sí, va creciendo. Ya hay un buen número de casas a su alrededor. Sí, por ambos lados del puente. ¿Quién sabe? Con el tiempo puede que se convierta en una ciudad. Ojalá sea así y que llegue a ser próspera. Desde luego, el lugar elegido es el idóneo. Eso lo verán los siglos venideros, nosotros no lo veremos. Sí, los peregrinos de Santiago van en aumento. Sí, cada vez hay más y cada vez son más los extranjeros que se dirigen a visitar la tumba del apóstol. Muchos llegan con los pies deshechos pero, como hay tanta devoción, no hay obstáculo que no superen ni sacrificio que no puedan sobrellevar. Sí, cada día hay más posadas que les dan albergue para que puedan descansar y reponerse de las largas jornadas que realizan. ¡Pobres gentes! Hay muchos que vienen enfermos y a algunos hasta los trasladan en andas porque están tullidos. Vienen a que el santo apóstol haga un milagro y los cure de sus males y padecimientos. No sé. Dicen que algunos sí se han curado. No, no, yo no he visto a nadie que le haya sucedido, pero se cuentan casos de haberlo hecho. ¿Que si tendrá éxito en el futuro el camino? Ya lo creo. La devoción de la gente no decaerá por mucho que cambien los siglos.
Las primeras gotas de lluvia hacían acto de presencia. Un cielo de color plomizo se cernía sobre la ciudad y apenas se podían distinguir las montañas en la distancia. El criado volvió a reavivar el fuego en la chimenea. No, no se ha resuelto el cisma de San Pedro de Montes ni creo que se resuelva en muchos años. Los tres abades siguen con las espadas en alto dispuestos a batirse entre ellos. Que yo sepa, no ha habido cesión por ninguna de las partes. Los tres creen tener la razón y los tres se mantienen firmes en su postura. Puede que sólo uno la tenga pero es muy duro perder los privilegios y prerrogativas adquiridos. Como ves, el responsable de todo esto no fue don Pedro, aunque no estuviera exento de culpa. Hace ya muchos años que murió y el cisma sigue ahí, lo que demuestra que sus raíces eran mucho más profundas. Que pudo influir, desde luego, pero no fue él quien sembró la semilla de la discordia. Quizá la regara un poco para que germinara más de prisa, pero no fue él quien la depositó ahí. No, no quiero exculparlo, lo que quiero demostrarte con esto es que tanto en el Bierzo como en todo el occidente peninsular el rito hispano estaba y está muy arraigado. Mucho más de lo que tú te piensas. No es sólo el cisma de San Pedro de Montes. Ése es la punta del iceberg. Todo el Bierzo, Galicia y Portugal siguen anclados en el pasado y costará mucho tiempo y esfuerzo para que renuncien a sus costumbres. Eso es lo que te hacen creer a ti. Aparentemente han aceptado el rito romano pero nadie prescinde de sus privilegios y menos aún los clérigos. No creo que ni tú ni yo lo veamos. Pasarán siglos antes de que estas tierras se abran a los nuevos tiempos. Aquí el pueblo es muy supersticioso e ignorante y los poderosos lo saben, así que sólo tienen que obrar en consonancia con ello. El miedo es la clave que lo controla todo. El pueblo llano no habla por miedo al castigo tanto temporal como eterno. Prefiere callar y sufrir a rebelarse. A cambio, los poderosos y el clero siguen disfrutando de sus privilegios. Así es y así seguirá siendo por los siglos de los siglos. Ahora te tengo que dejar porque requiere mi presencia el merino para que le ayude a resolver un litigio que tiene abierto contra uno de nuestros arrendatarios.
13
Mayo vestía con toda su ampulosidad los campos que circundaban la ciudad de Astorga. Doña Jimena cabalgaba con su caballo por aquellas planicies libre como el viento disfrutando del sol y de la gama de colores con que se engalanaba la naturaleza. A lo lejos, hacia el poniente, se alzaban los Montes de León destacándose majestuosamente entre ellos el Teleno con su inmaculado penacho coronando su cúspide. El caballo a veces trotaba a veces galopaba obedeciendo las órdenes de su ilustre amazona que cabalgaba con su sedosa cabellera esparcida al viento. Me he enterado que ha fallecido tu hermano García en las mazmorras del castillo de Luna y que tus hermanas le han dado cristiana sepultura en el panteón familiar de San Isidoro de León. También sé que no has querido asistir a su funeral, en parte por hallarte en Toledo y en parte porque para ti ya había muerto el mismo día que lo encerraste en la prisión. Descanse en paz ahora ya que no lo pudo hacer en vida. No te recrimino que lo hayas encerrado de por vida, pues se lo merecía, te recrimino más bien que le hayas hecho insoportable su prisión. Podías haber tenido un poco más de compasión con él, al fin y al cabo era de tu propia sangre. Ya sé que se quiso sublevar contra ti, que se merecía un castigo ejemplar, pero no hasta ese punto. Tal vez hubiera sido suficiente el encierro de por vida pero en unas condiciones más humanas, no con esa crueldad. ¡Que diste orden de encerrarlo en el castillo y que nunca más te preocupaste de él! ¿No crees que esa postura es bastante inhumana? Dicen que murió como consecuencia de todas las miserias y privaciones que padeció. Murió maldiciendo haber nacido. ¡Tiene que ser muy triste eso! Ya sé que hiciste lo que tenías que hacer. También sé que si Sancho hubiera logrado triunfar en el cerco de Zamora es posible que tú también hubieras pasado el resto de tu vida en prisión o asesinado por una mano alevosa. Es lo que tiene el poder pero es injusto. Todo eso no quita para que le hubieras facilitado una prisión más humana. Ya sabes que los gallegos no te perdonan esto. Sabes que no te perdonan que lo encarcelaras y menos aún que le hicieras padecer una prisión tan cruel. Esto también te va a traer más de un dolor de cabeza. ¿Que no? Ya veremos. De momento ya has tenido algún conato de insurrección. Quizá no hubiera estado mal que hubieras asistido a su entierro. Sí, ya sé que para ti suponía un gran sacrificio desplazarte desde Toledo, pero puede que hubiera valido la pena. Ahora ya está hecho. Urraca y Elvira se ocuparon de todo. Sus restos descansan en paz al lado de los de tus padres. ¡Que la eternidad le sea leve!
Ayer aterrizamos en la mansión de mis padres. Quería pasar un verano más aquí en compañía de nuestras hijas ahora que todavía están conmigo. Sabes que Elvira ya tiene doce años y Teresa diez. Sin darnos cuenta se van haciendo unas mujercitas. Elvira ya está muy adelantada en el segundo ciclo de estudios. Domina a la perfección la aritmética y la geometría y ya tiene unos conocimientos básicos de astronomía y música. Como bien sabes, en nuestro tiempo son muy pocos los que reciben educación, por regla general los hijos de nobles y aristócratas, un número muy reducido de privilegiados, que tienen la oportunidad de acceder al mundo de los conocimientos que, en general, son impartidos por los clérigos, bien monásticos bien seculares. Así, pues, se puede afirmar que la enseñanza está auspiciada casi en su totalidad por la Iglesia, que a su vez sigue la tradición aristotélica. Te digo esto porque yo creo que la ciencia no debería estar encorsetada a unos clichés tan rígidos como los que marca la Iglesia. Debería desarrollarse libremente sujeta tan sólo a los arbitrios del saber. No, no, no quiero poner en tela de juicio la autoridad de la Iglesia, sólo que me parece que la ciencia debería discurrir por otros cauces. Sí, eso es lo que pienso. Ya vuelvo a desvariar, Dios mío, perdóname este orgullo y esta vanidad que se me escapa de mis manos. Como te decía, Elvira ya posee unos conocimientos básicos de astronomía y música. Sí, ya sabe solfear e incluso ya se atreve a tocar un poco la flauta y el rabel. No, no, tampoco yo creo que se vaya a dedicar a este menester, pero bien está que vaya adquiriendo nuevos conocimientos y destrezas. Si tuviera que tocar algún instrumento yo me inclinaría por el arpa o la lira, que son más propios de una dama distinguida. Teresa ya va incursionando en la aritmética y geometría. Sí, cada día libra grandes batallas con las figuras geométricas y los números.
En los primeros días de julio el sol ya se dejaba sentir con fuerza. Doña Jimena volvió a refugiarse bajo la espesa fronda del prado a la orilla del Sil como hiciera tantas veces en el pasado. Más tarde se reunieron con ella las niñas. También querían disfrutar del frescor de la sombra y del susurro del agua. La condesa aprovechó para hablar con sus hijas.
—Me ha dicho Fronilde que bailáis muy bien los bailes de salón.
—Es cierto —contestó Elvira.
—Eso me complace, pues ya vais entrando en la edad de buscar pretendientes, sobre todo tú, Elvira, que ya has cumplido los doce años. Debes estar preparada para asistir a los bailes de salón donde conocerás a jóvenes nobles y aristocráticos con los que podrás mantener relaciones sociales. Como muy tarde, el año que viene iniciarás esa nueva vida. Y dos años más tarde te tocará a ti, Teresa, así que tampoco debes descuidarte.
—¿Qué es un pretendiente, mamá —preguntó cándidamente Teresa.
—Un pretendiente es un chico que se prendará de ti por algo que posees y que lo conmueve, como puede ser tu hermosura, tu ternura, tu educación, tu simpatía o cualquier otra cualidad que haya visto en ti y que lo haya impresionado. Debéis tener en cuenta que no siempre el primero es el mejor ni el definitivo. Debéis ser muy estrictas a la hora de aceptar la mano de un joven. Éstos, por regla general, lo primero que pretenden es aprovecharse de vosotras para divertirse. Por eso antes de dar vuestro consentimiento a uno de ellos, debéis ser muy cautas y estar plenamente convencidas de que es el hombre que os conviene. Y antes de dar el paso definitivo me lo debéis consultar a mí. Bueno, es probable que sea yo quien os designe el hombre con el que os tendréis que casar, pero que sirvan estos consejos para que no os entreguéis en manos del primero que solicite vuestros encantos, que no tardarán en hacerlo.
—Sí, mamá —contestaron las dos al unísono.
—Lo importante ahora es que os vayáis impregnando de la etiqueta que rige entre las doncellas y damas de la alta sociedad. Para ello debéis seguir todas las lecciones y consejos que os dé Fronilde, ¿de acuerdo?
—Sí, mamá —repitieron las niñas.
El calor seguía en aumento mientras el frescor del agua invitaba a un baño.
—¿Queréis bañaros?
—Sí —gritaron.
—Vamos a entrar, pero con cuidado.
Madre e hijas recibieron las caricias del agua con gran deleite. El río pareció quedarse atónito al abrazar en su seno a las tres beldades que lo honraban con su presencia. Hasta las ramas de los árboles se inclinaron ante su hermosura y es que una ligerísima brisa acertó a mecerlas en aquel preciso momento.
De nuevo en el frescor de la fronda doña Jimena quiso sondear los últimos conocimientos que había adquirido Elvira.
—¿Qué te ha explicado don Diego acerca del universo, hija? ¿Ha profundizado mucho en el tema?
—No mucho, mamá. Me ha dicho que eso lo deja para el curso que viene.
—¿Qué te ha enseñado entonces?
—Pues que la Tierra es redonda, bueno que es como una manzana y que es el centro del Universo. Me ha dicho que está fija y que alrededor de ella giran el Sol y todos los planetas, según Aristóteles.
—Me lo temía.
—¿Qué quieres decir con eso, mamá?
—Nada, hija, nada. Son cosas mías.
—¿Quién fue Aristóteles, mamá?
—Un sabio griego que vivió en el siglo IV antes de Cristo. Comprobó que la Tierra es esférica por la posición variable de las estrellas a lo largo del año y por la sombra proyectada por ésta sobre la Luna en los eclipses lunares. También sostuvo la teoría del geocentrismo, es decir, que la Tierra se mantiene fija en el centro mientras el Sol y los demás planetas giran en torno a ella. De esto hace ya quince siglos y nadie ha revocado su teoría. Bueno, hijas, los abuelos nos estarán esperando para comer, así que nos vamos.
Después de comer doña Jimena se retiró a sus aposentos. Quería descansar y refugiarse del calor agobiante. ¿Cómo es posible que en quince siglos no haya habido nadie que haya refutado la tesis de Aristóteles y se haya planteado nuevos horizontes en el estudio del espacio? Me resisto a creer esa teoría pero yo no tengo argumentos ni pruebas para contradecirla, sólo el sentido común, que es muy poca cosa ante la solidez de sus principios. Cuando por las noches miro hacia el cielo y veo tal cantidad de estrellas, me parece aberrante pensar que la Tierra sea el centro de todo. No sé explicarlo pero me parece que el Universo es inmenso y que la Tierra es insignificante, es como un grano de arena en esa inmensidad. Si esto fuera cierto, ¿cómo va a tener entonces el protagonismo que Aristóteles le da? ¡Dios mío, perdóname este atrevimiento! Pero ¿por qué me lo tiene que perdonar? Si, como nos enseñan, el Universo es obra de Él, ¿qué pecado cometo por querer conocer mejor su obra? ¿No es más bien la Iglesia y su oscurantismo quien se opone a que ampliemos nuestros conocimientos? Y si esto es así, ¿por qué lo hace? ¿No será porque no quiere que nos deshagamos de la venda que ha puesto delante de nuestros ojos? No me extraña que lleve a la hoguera a quienes osan plantear estos temas o a quienes se oponen a su doctrina. Cuanto menos sepamos mejor para ellos. Esto debo callármelo porque si llegara a sus oídos, entonces sí que me vería bien comprometida. Mi boca será una tumba.
El sol todavía estaba muy alto y en el exterior de la mansión el calor era un auténtico suplicio. La joven condesa optó por continuar en sus aposentos donde las gruesas paredes de piedra y mortero hacían de barrera infranqueable contra el calor. Aquí aún se pueden sufrir los rigores del verano. Me pregunto que tu hermana Urraca estará satisfecha de los avances conseguidos en la colegiata de San Isidoro. ¡Ah, que las obras apenas han avanzado! No, lo decía porque como han inhumado allí a García, pensaba que el edificio estaría ya casi terminado. Así que lo más adelantado es el panteón familiar y aún le falta mucho para estar terminado. El resto está casi como estaba por la escasez de mano de obra. Pues sí que va despacio. A ese ritmo no creo que Urraca lo pueda ver acabado, como era su propósito. Bueno, ¿y de ti qué me cuentas? ¡Que ya has comprometido en matrimonio a la princesa Urraca! ¿Qué me dices? ¿Y quién es el afortunado? ¿Raimundo de Borgoña, el sobrino de Constanza? Vaya, no me lo esperaba, así todo queda en casa. ¡Que sea enhorabuena! ¿Y para cuándo serán los esponsales? ¡Ah, ya!, cuando Urraca cumpla la mayoría de edad. Así todavía faltan unos años, lo mismo que te pasó a ti con Inés. Bueno, todo se andará. Los años pasan muy deprisa. Cuando quieras darte cuenta ya habrá llegado el día. Estará contenta Constanza, pues su linaje va en aumento en nuestro reino. No, no, a mí no me molesta en absoluto, antes al contrario, me hace muy feliz saber que vosotros también lo sois. Lo único que te pido es que no te olvides de nuestras hijas. A ver si les buscas también un buen partido. Que ya te ronda alguna idea por la cabeza. ¿Y no me puedes hacer un adelanto? Ah, que todavía no hay nada decidido y en ese caso no conviene levantar la liebre por adelantado, no sea que al final todo se vaya al garete. Bueno, dejémoslo de momento así, pero no lo eches en el saco del olvido, que son tan hijas tuyas como Urraca e infantas como ella. Ya sabes que son lo único que tengo en este mundo y por ellas lo daría todo, hasta mi vida si fuera necesario. Me gustaría que las vieras ahora. Son un primor y están ya totalmente preparadas para la vida en sociedad, sobre todo Elvira, que ya tiene doce años. Teresa aún es una niña pero no le va a la zaga. En dos años estará donde está ahora su hermana. Puedes estar seguro que las cuidaré como si fueran mi mayor tesoro, que lo son. Un fuerte abrazo y todo mi cariño.
Después de cenar doña Jimena salió al jardín de sus padres para tomar el fresco de la noche. Recostada en la hamaca no se cansaba de observar la Vía Láctea. La noche transparente y nítida ayudaba a contemplar mejor el cúmulo de estrellas que la conforman. La joven no se cansaba de mirar hacia el cielo. ¡Qué razón tuvieron los antiguos griegos al ponerle el nombre de Vía Láctea y es que realmente parece un camino de leche. Si todo eso son estrellas, ¿cuántas habrá? No quiero ni pensarlo. ¡Dios mío, qué insignificantes somos! ¡Y pensar que la Iglesia se empeña en darle todo el protagonismo del Universo a la Tierra! ¿Por qué no habrá hombres de ciencia que sigan el ejemplo de los antiguos griegos para avanzar en el conocimiento de algo tan maravilloso? Espero que algún día la Humanidad dé un gran salto en el estudio de este prodigio, porque ¿qué habrá más allá de todo lo que vemos? Cada vez que se fija la vista en una estrella cualquiera aparecen más puntitos luminosos alrededor de ella o incluso más allá de ella. Es como si no tuviera fin. ¿Cómo serán sus dimensiones y hasta dónde llegarán? Me gustaría estudiar esta ciencia más allá de lo que nos enseñan ahora y zambullirme en ella como me zambullo con mi imaginación en la inmensidad del Universo. ¡Hijas mías, vosotras tampoco llegaréis a conocer los misterios que encierra la astronomía!
14
Aún faltaban algo más de dos mes para la Navidad. Desde sus aposentos doña Jimena contemplaba el Teleno vestido de inmaculada blancura. ¡Cómo se pasa el tiempo sin darnos cuenta!, suspiró. Me he enterado de la muerte de tu esposa, Alfonso. Lo tienes que estar pasando muy mal, ¿no? Una muerte siempre duele y si ésta es del ser más querido, mucho más. Recibe mis más sentidas condolencias. ¿Cómo ha ocurrido? Que ha sido como consecuencia de una pulmonía. Ya había oído rumores de que no gastaba muy buena salud, pero nunca creí que pudiera llegar al desenlace fatal. Si es que no somos nada. Hoy estamos y mañana ya no estamos. Sí, la vida es muy breve, no es más que un suspiro. Si lo miras bien, no merece tantos desvelos y sacrificios. ¡Ah, que tampoco se tiene que ver desde ese punto de vista tan pesimista, que la vida es un don que recibimos y hay que apurarlo hasta la última gota, hasta el último suspiro, máxime cuando uno ha sido designado por la Historia para dejar su impronta en la época que le ha tocado vivir! Bueno, tal vez eso se pueda aplicar a los que habéis sido elegidos para llevar las riendas del poder, pero para el resto de los mortales la vida no es más que un sueño, una ilusión, un breve paréntesis, un mar de lágrimas. Tanto ricos como pobres, señores como vasallos, todos terminamos en el mismo sitio.
El día no era muy apacible. El Teleno nevado y las ráfagas de viento que bufaban por las calles de Astorga no invitaban precisamente a abandonar el calor del hogar. Doña Jimena prefería continuar cobijada en la comodidad de sus aposentos. Sé que te desplazaste hasta Sahagún para dar allí cristiana sepultura a los restos de Constanza. Me hubiera gustado asistir a los funerales para acompañarte en esos momentos de tanto dolor. ¡Qué mala suerte estás teniendo con tus esposas y con la exigua descendencia que te están dando! Alfonso, aún te amo. Por mis venas aún sigue corriendo el vivo fuego de nuestro amor. Si tú quieres aún podemos rehacer nuestras vidas. ¡Qué importa lo que diga la Iglesia! Si quiere excomulgarnos que nos excomulgue, aún podemos llegar a ser felices y puede que yo te dé el hijo que tanto deseas. Muchas veces me han pedido que te olvide y que me case con otro hombre, que rehaga mi vida, pero yo lo he rechazado tantas veces como me lo han pedido. Sólo a ti puedo amarte. Dos perlas se deslizaron por los lirios de su cara. Dios mío, castígame como te plazca porque sigo amando a ese hombre. No creo que sea ningún pecado el haberme enamorado de él y si lo es, hazme pagar mi culpa, pero que sea a su lado ahora que ha vuelto a quedarse solo. Ilumíname para convencerlo y dame fuerzas para que pueda volver con él hasta que te dignes llamarnos a tu gloria si ésa es tu voluntad, Señor. Otra vez estoy pecando de soberbia. Perdóname, porque no sé lo que me digo.
A la hora de comer se presentó un heraldo que decía portar un mensaje del propio rey. A la condesa le dio un vuelco el corazón. ¿Habrá sido escuchada mi plegaria, Señor? Rompió con manos trémulas el sello real y desplegó el pergamino. Sus ojos se abrieron tanto que parecían querer salirse de sus órbitas. “Sé que nuestras bienamadas hijas han completado con éxito el ciclo de su formación. A Elvira le concedo la mano del conde de Tolosa, Raimundo IV, y a Teresa la de Enrique de Borgoña, primo de Raimundo de Borgoña. A ti, mi amantísima amiga, te concedo la tenencia del castillo de Ulver”. No puedo dar crédito a lo que leo. El único inconveniente que veo en tu oferta es la avanzada edad de Raimundo. Es un anciano y nuestra hija una niña. La acepto aunque llevo una espina clavada en mi corazón por lo de Raimundo. Por lo que a mí concierne, no deberías haberte molestado, ya tengo suficiente con lo que me has otorgado hasta ahora, pero te lo agradezco en el alma y en el corazón. Eres muy generoso conmigo. También te agradezco infinitamente lo que has hecho por nuestras hijas. Ahora ya están introducidas en la nobleza, sólo cabe esperar que se lleven a cabo sus esponsales.
—Hijas mías, ya veis el regalo que os ha hecho vuestro padre, os ha convertido en condesas. A partir de ahora ya formáis parte de la nobleza, ¿qué os parece?
—Pero, mamá, no conocemos a nuestros prometidos, ¿cómo podemos saber que son los maridos más idóneos? —objetó Elvira.
—Hija mía, los matrimonios entre la nobleza se conciertan más por interés que por amor. Debes estar agradecida a tu padre que te conceda tan alto honor. Hasta ahora os habéis estado preparando para pertenecer a este estado. A partir de hoy ya formáis parte de él gracias a vuestros consortes.
—¿Y quiénes son esos señores?
—Raimundo es conde de Tolosa y marqués de Provenza. Es un poco mayor para ti, ya lo sé, pero gracias a él tú podrás ostentar también esos títulos. Formarás parte de la alta sociedad y podrás codearte con condes, duques y marqueses. Enrique de Borgoña, el prometido de Teresa, es asimismo conde. Su padre se llamaba también Enrique y era nieto del rey Roberto II de Francia. Hijas mías, debéis estar agradecidas y contentas con el regalo que os ha hecho vuestro padre.
—Mamá, ¿dónde están Tolosa y Provenza?
—Están en Francia. Tolosa es una ciudad y Provenza una región. En los estudios que os han dado deberíais haber estudiado también geografía e historia. Es una prueba más de su desfase. Para ir hasta allí hay que recorrer todo el norte de España y luego cruzar los Pirineos. Bueno, hay que hacer el Camino francés pero a la inversa, desde aquí hasta Francia. Cuando te cases con Raimundo ya lo harás.
Aquella noche doña Jimena no pudo conciliar el sueño pensando en las nuevas que había recibido. ¡Qué alegría! Mis hijas ya han alcanzado el título de condesas. ¡Tan jóvenes las dos!, Teresa con trece años y Elvira con quince. ¡Si sólo son unas niñas! ¡Soy tan feliz! Una sola espina hiere mi felicidad, la edad tan avanzada de Raimundo. Podría ser casi el abuelo de mi hija, pero así lo ha dispuesto Alfonso. Él sabrá por qué. Yo aquí no he tenido voz ni voto. Espero que todo salga bien y que mis hijas sean felices. Al fin y al cabo eso es lo único que cuenta. Ahora tengo que prepararlo todo para las bodas, que no se harán esperar, supongo yo, aunque todo dependerá de la disposición de los prometidos. Lo primero que tengo que hacer es preparar sus vestidos de novia. Serán de seda. Los colores dejaré que los elijan mis hijas, así podrán lucir el vestido que más les guste. Han de ser los más deslumbrantes que jamás se hayan visto en la catedral de Astorga, porque aquí es donde se van a casar. Luego también hay que enviar las invitaciones a todos los que vayan a asistir a las ceremonias. Será un trabajo arduo que nos llevará bastante tiempo. Y como no puede ser menos, hay que organizar los banquetes con sus oportunos actuaciones teatrales y el baile nupcial. Además, como las bodas no coincidirán, todo será por partida doble, así que no me puedo descuidar. Mañana mismo pongo manos a la obra. ¡Qué cometido me has encomendado, amor mío, tan agridulce!
A principios de diciembre la condesa recibió el plácet de don Enrique. La boda se celebraría en los primeros meses del próximo año, probablemente al comienzo de la primavera. Confirmaría la fecha exacta antes de Navidad. Bueno, esto me despeja un poco el camino para dar prioridad a la boda de Teresa sin descuidar, claro está, la de Elvira. Por lo pronto, comenzaremos a perfilar su vestido de novia y su ajuar. Doña Jimena convocó a las mejores modistas de la ciudad para que no demoraran por más tiempo la confección del vestido de novia de Teresa. El tiempo apremiaba y había mucha tarea por delante: medidas, pruebas, cortes, encajes, bordados en oro, engastes de piedras preciosas, tantas y tantas cosas, que no sabían si podrían llevarlas a cabo antes de la boda. Un ejército de bordadoras y costureras se puso en marcha para conseguirlo. Dios mío, estamos casi en Navidad y aún no han empezado a cortar la tela para el vestido. Hoy mismo le tomarán las medidas a Teresa. No podemos perder más tiempo. ¿Y las invitaciones? Hay que realizarlas todas a mano y las dirigidas a la nobleza y a la alta aristocracia deben llevar las mayúscula en letras capitulares. Le pediré a Fronilde que dirija estos trabajos tan arduos y delicados. Por todas estas minucias y estos trabajos tan delicados no tienes que pasar tú, Alfonso. Crees que lo único que importa es la guerra y luchar en el campo de batalla, pero hay muchas cosas que requieren una paciencia y una parsimonia inconmensurables. No creas que lo más grande es siempre lo más importante. Los detalles y las cosas más pequeñas son los hilos que unen todas las piezas, la sal y pimienta de una obra. Si nos olvidáramos de los detalles se perdería el encanto de todo lo que hacemos. ¿Qué sería del orden corintio sin las hojas de acanto? Además, para realizar estos pequeños trabajos hay que tener una destreza incuestionable y una sensibilidad exquisita. Hay que poseer un elevado gusto por la belleza, cualidad que no todo el mundo domina, sólo las almas más elevadas están en su posesión. Para conseguir todo esto se necesita mucho tiempo y es lo que yo no tengo. En nada y menos estaremos en Navidad, y ya se sabe, en Navidad nadie quiere trabajar. Perderemos dos semanas sin adelantar un ápice. Luego en un santiamén se nos echará la boda encima, así que hay que espabilarse y no perder el tiempo. Que me lo tome con más calma, que siempre me estoy quejando, que no hago otra cosa más que poner zancadillas a todo y por todo. ¿Qué quieres que te diga, Alfonso? Es mi manera de ser. Me gustan las cosas bien hechas y acabadas en el momento justo, y sí, pongo peros en todo porque, como te decía antes, me gusta que todo esté en orden, que los detalles sean perfectos, que casi nunca lo son, por eso me quejo. Me reclaman las modistas, voy a ver qué quieren.
En la sala de costura ya habían cortado e hilvanado el vestido de Teresa. Había llegado la hora de hacer la primera prueba, por eso requirieron la presencia de doña Jimena. El corte había sido perfecto y todo quedaba en su sitio. Algún pequeño retoque sin mayor importancia que la modista principal rectificó inmediatamente. Ahora a coser y bordar. Como ves, tengo que estar en todas partes para que todo salga bien. Yo no hago más que hablar de mí y de los míos y de ti y los tuyos no me acuerdo. ¿Cómo le va a Urraca en su nueva vida y en el recién estrenado condado de Galicia? Ah, que tú ya no te preocupas de ella, que la has dejado en manos de su marido y de uno de sus maestros, que tú tienes preocupaciones más importantes en las que ocuparte. Me parece demasiado egoísta por tu parte. Eres su padre y deberías velar un poco más por ella, que todavía es una niña y, además, huérfana de madre. Ya, que le has concedido un marido y el condado de Galicia y con eso ya has cumplido. ¿No habrá algo más que yo no sepa? No sé, no sé, esto no me huele muy bien. ¡Te acabas de quedar viudo y te alejas de tu hija! ¡Hum! Algo me dice que hay gato encerrado. Ya indagaré qué es lo que pasa pero tú me ocultas algo. Bueno, bueno, ¡cuando no quisiste que asistiera al entierro de Constanza! ¡Sí, sí, que hacía mal tiempo y era un viaje muy pesado para mí! Excusas. ¡Acabáramos!, ¡que has tenido otro hijo! ¿Y quién es la afortunada esta vez porque, que yo sepa, no te has vuelto a casar? Que yo no la conozco. Se trata de una princesa mora, viuda de uno de los reyes taifas del al-Ándalus. Que es muy guapa. Ya, a ti siempre te han tentado las mujeres guapas. Pero ¿en vida de Constanza te atreviste a tener otro romance? ¡Libertino! No tienes perdón de Dios. Tu esposa agonizando y tú amancebándote con otra, el Señor no tendrá piedad de ti. Ah, que lo hiciste para tener un hijo varón, que de las que te dio Constanza no ha sobrevivido más que Urraca, que te debes a tu dinastía y a tu reino. Son tus monsergas de siempre. Ahora ya entiendo por qué no querías verme. Tu corazón ya no estaba ni con Constanza ni conmigo. Estaba en otra parte. Tú querías enterrar a Constanza, que ya sólo era un estorbo para ti, y olvidarte de mí, pues ahora tienes otro amor en el que pensar y con quien consolarte. ¡Menudo viejo verde te estás hecho, sinvergüenza! ¿Y ahora qué, vas a casarte con ella? Ah, que todavía no lo sabes, aunque tú estás dispuesto a hacerlo pero ella no quiere. Que no quiere renunciar a su religión y tú para casarte con ella le exiges que se bautice. Pues anda que no te creas problemas. ¿Por qué te enamoraste de ella? ¡Que fue un flechazo, que te quedaste prendado de ella nada más verla! Tú no necesitas mucho para quedarte cautivado por una mujer guapa. Lo sé por experiencia.
¿Se enteró Constanza de tus relaciones ilícitas y de la existencia de tu nuevo hijo? Crees que sí. Si así fue puedes estar seguro que aceleraste su final. No se lo pusiste nada fácil. Al principio de vuestro matrimonio estabas enamorado de mí y al final de la bella mora. ¡Pobre Constanza! Por cierto, ¿como se llama? Zaida. Bonito nombre, no cabe duda que es árabe. Seguro que tiene los ojos grandes y castaños, el cabello negro como el azabache, la tez morena y la cara ovalada. ¿Y el niño, se parece a ella o a ti? ¿Lo has bautizado ya? ¡Ah, sí! ¿Y qué nombre le has puesto? ¿Sancho, en honor a tu madre supongo, porque por tu hermano no será? ¿No me dirás que aún sientes alguna reminiscencia por él? ¿Y quién se va a encargar de su educación, tú o Zaida? Ah, que lo harás tú. Entonces ya piensas en él como en tu heredero, ¿no? Estarás loco de contento. No me extraña que no quieras saber nada de Urraca, de tu hija me refiero, porque de tu hermana seguro que sí. ¿Que no lo acepta por considerarlo ilegítimo? Bueno, eso ya lo hizo con Elvira. Que para aceptarlo tienes que casarte con Zaida y Urraca no la acepta porque es infiel. Pues tendrás que convencerla, a una o a la otra, o a las dos a la vez. De momento Sancho queda bajo tu protección y se educará en la religión católica. Luego Dios dirá. En principio tienes declarado un nuevo cisma en tu familia, que confío no sea tan largo como el abacial del monasterio de San Pedro de Montes. Esperaremos acontecimientos.
—Mamá, ya han empezado a coser mi vestido de novia.
—Ya lo sé, hija, pero les llevará mucho tiempo, sobre todo los bordados, aunque a mí se me hará muy corto. Ven acá, hija, y déjame que te abrace. Eres la más pequeña y vas a ser la primera que te vas a ir de mi lado. Sólo eres una niña —la estrechó contra su pecho y de sus ojos se deslizaron dos gruesas lágrimas—. No he tenido tiempo de estar con vosotras y ya os arrancan de mí. ¡Qué corto se me ha hecho! —desde lo más profundo de su corazón exhaló un ahogado suspiro.
—¿Por qué lloras, mamá?
—Por la emoción que siento, hija. Algún día lo comprenderás.
—Pues yo no quiero que estés triste ni que llores.
La estrechó de nuevo con todas sus fuerzas contra su pecho.
—¡Pobrecita mía!, sigues siendo una niña y ya te arrancan de mi lado. ¿Qué será de ti, de vosotras, sin una madre que os ayude a superar esta fase de la vida tan difícil a la que os vais a enfrentar? Ahora que necesitaríais todo el calor y el cariño de vuestra madre os separan de mí y Dios sabe adónde os llevarán. Vuestros futuros maridos son extranjeros y tarde o temprano querrán regresar a su país. Entonces os iréis lejos de aquí y yo no podré ser vuestro sostén ni vuestro consuelo. Esta etapa tan difícil de la pubertad y la adolescencia deberíais pasarla a mi lado. Es ahora cuando más necesitáis mi ayuda y mi consejo, sobre todo tú, tu hermana ya lo está superando pero tú estás entrando ahora en él. Dios mío, ¿por qué tengo que pasar por este trance? ¡Déjamela un poco más a mi lado!
En aquel momento llegó Elvira.
—Mamá, ¿por qué lloras?
—No lo sé, hija.
—¿Es porque se va a casar Teresa?
—Por eso y por ti. Es una mezcla de sentimientos. Por un lado me siento feliz porque ya os han designado un marido a cada una. Por otro, me siento muy desgraciada porque os voy a perder muy pronto. No sois más que unas niñas y ya os separan de mí.
—Mamá, no llores. Yo vendré a verte cada poco.
—No digas eso, cariño. Tu marido te llevará inmediatamente a Tolosa, donde tiene su condado, y ya no podrás venir a verme. Una vez que te cases, tendrás que ir a donde te ordene tu marido. Eso es lo que nos manda la Santa Madre Iglesia.
—Pues entonces yo no me caso.
—Tienes que hacerlo, hija, por tu futuro y por tu bien. No debes desairar a tu padre, que ha sido quien te ha designado tu esposo. Si lo hicieras nunca más volvería a acordarse de ti y eso sería tu desgracia y tu ruina. Lo que ordena un padre se ha de obedecer y más aún si ese padre es además el rey. Cariño, no te opongas nunca a los designios de tu padre. Por otra parte, antes o más tarde yo tendré que quedarme sola para que vosotras podáis realizar vuestras vidas. Es ley de vida, hijas, y no podemos eludirla. Lo único que siento es que os apartan demasiado pronto de mí, pues ahora es cuando más me necesitáis. Por lo demás estoy muy contenta de que ya se haya esclarecido vuestro futuro. Además, espero que pronto me deis algún nieto que vendrá a alegrar mi vejez.
Las atrajo hacia sí y las estrechó contra su pecho antes de que se fueran a sus aposentos. No sé cómo puedo pensar en nietos si ellas son sólo unas niñas. ¿Y eras tú quien me decía que faltaba mucho tiempo cuando comencé su formación? Si me descuido un poco me las quitas de las manos casi antes de nacer. ¡Pobrecillas, son unas niñas y las echas en las manos de esos hombres ya maduros y magreados, sobre todo Raimundo, ellas que son dos flores inmaculadas y que están atravesando la edad más difícil de la vida, el período que más necesitan a su madre. ¿Qué voy a hacer en el tiempo que me queda de estar con ellas? ¿Cómo las voy a instruir en la que va a ser su nueva vida, su vida marital? Te agradezco que les hayas resuelto su futuro, pero no debería haber sido de esta manera tan precipitada, ¿o es que no sabes que una mujer necesita prepararse para el matrimonio, necesita los consejos que su madre le pueda dar, máxime estando en la pubertad y la adolescencia, antes de lanzarse a la vida matrimonial? Claro, tú sólo ves las cosas desde tu punto de vista y no te das cuenta que el punto de vista de la mujer es diferente. No, no, no me quejo, sólo que no hubiera estado mal haber retrasado dos o tres años sus bodas, sobre todo la de Teresa, y es la primera que se va a casar. Sí, ya veo que es tu costumbre, ya veo que has hecho lo mismo con Urraca. Te falta tiempo para ponerlas en manos de un marido.
El día había amanecido nublado y frío. Se acercaba el mediodía sin que hubiera visos de mejoría, al contrario, parecía que el cielo se encapotaba cada vez más. Casi con toda probabilidad comenzaría a nevar antes del anochecer para caer un bonito manto de nieve a lo largo de toda la noche. La condesa ordenó al servicio que no descuidaran la chimenea. Donde mejor se estaba era al amor de la lumbre. Después del almuerzo doña Jimena y sus padres se quedaron a solas en el salón.
—¡Qué frío hace! —exclamó don Munio acercándose un poco más a la chimenea para calentarse mejor—. Cuando el Teleno no se ve desde aquí, nieve segura.
—Nieve o agua, según la época —añadió Velasquita.
—Les tengo que dar las gracias por estar aquí conmigo. Su consejo y ayuda me vendrán muy bien con todo lo que se avecina. Ya sé que el servicio se ocupa de todo, pero yo tengo que hacer la supervisión y para eso me encantaría que me echaran una mano. Además, padre, si se presentara algún litigio me gustaría que lo resolviera vuestra merced.
—Descuida, hija, aquí estamos para ayudarte en lo que necesites.
—¿Saben que Alfonso ha tenido un hijo?
—¡Que dices, hija, si acaba de enterrar a su mujer! ¿Quién es la madre?
—Una mora, madre.
—¿Una mora?
Los padres de doña Jimena se quedaron perplejos. No daban crédito a lo que oían.
—Explícate mejor, hija, porque dicho así suena muy raro.
—Se llama Zaida y es una princesa o una reina mora. Es la viuda de uno de los reyes taifas. Por lo visto el marido murió en el ataque que Tasufín llevó a cabo hace poco en Córdoba. Antes del ataque la envió a refugiarse en el castillo de Palma del Río con un escuadrón de soldados, pero hasta allí llegaron las fuerzas de Tasufín. Suerte que se adelantaron las huestes de Alfonso y pudieron liberarla de sus garras. Así que la llevaron para Toledo y el rijoso se prendó de ella nada más verla.
—Hija, no hables así del rey.
—¿Y cómo quiere que hable de él después de lo que ha hecho, madre? Se enamoró y se amancebó con una concubina mientras su mujer se estaba muriendo. ¿Es eso ético?
—¿Quiénes somos nosotros para juzgarlo? Él sabrá lo que hace.
—Claro que sí. Él todo lo justifica en aras a su reino. Toda la vida ha estado obsesionado en tener un heredero y no ha parado hasta conseguirlo. Esperemos que todo le salga bien. De momento, Zaida es musulmana y no está dispuesta a renunciar a su religión, lo que ya supone un grave obstáculo para normalizar sus relaciones. Si no normaliza esas relaciones, es decir, si no hay boda no habrá heredero, porque su hijo será declarado a todos los efectos ilegítimo. Así que tiene abierto un problema en su casa, en su familia y en la herencia de su reino.
—Por cierto, ¿qué nombre le ha puesto a su hijo?
—Sancho, supongo que en honor a su madre.
—Así que ya tenemos heredero al trono. Esto no les habrá sentado nada bien a Urraca y Raimundo.
—Por supuesto. Para ellos habrá sido como una puñalada trapera. Alfonso nunca ha querido que Urraca herede el reino. Sostiene que las mujeres no estamos preparadas para llevar las riendas del poder. Por eso estoy segura que hará todo lo posible por legitimar a su nuevo hijo y ya sabemos que la única solución es que Zaida abrace el cristianismo.
—Pues no sé si lo conseguirá con lo recalcitrantes que son los musulmanes con su religión. Bueno, hija, nos vamos que se está haciendo tarde y hay cosas que hacer.
Don Munio y Velasquita se retiraron discretamente dejando a su hija sumida en sus pensamientos.
Estamos ya casi en Navidad y aún falta mucho para terminar el vestido de Teresa. Aún hay mucho que bordar. La modista principal cree que podrá estar terminado a finales de enero o principios de febrero. La boda ya se ha fijado para el veinte de marzo, el equinoccio de primavera. En principio parece que va a haber bastante margen, pero ya se sabe, una cosa son las previsiones y otra muy distinta la realidad. Por su parte, las felicitaciones ya están casi acabadas, aunque aún faltan las más importantes por ser las que más trabajo llevan. Me gustaría que todas ellas salieran para sus destinatarios antes del quince de enero. Si es preciso, Fronilde y su equipo tendrán que trabajar durante el descanso navideño. No puede demorarse ninguna, aunque las más lejanas ya han salido para sus destinos. No olvidemos que las hay que tienen que viajar hasta Francia. Quisiera contar con tu presencia aunque estoy segura de que vas a declinar tu asistencia por razones de estado. No importa. Para ti se está confeccionando la invitación más bonita. Será una verdadera obra de arte. Espero que la conserves en un lugar preferente de tu palacio, y si no en él, al menos en un rinconcito de tu corazón. Se casa Teresa, tu ojito derecho como me has dicho en más de una ocasión, y no vas a asistir a su boda. Será un desaire más. ¡Con la ilusión que le haría a ella!, y a mí también. Ahora ya no puedes poner como excusa a Constanza. Si no vienes es porque no quieres. Que te va a ser imposible asistir porque vas a contraer nuevas nupcias. Hijo, tú no dejas enfriar el tálamo conyugal. ¡Qué intemperancia! ¿Y quién es la afortunada esta vez? Berta. No, no sé quién es. Ah, que procede de la casa Saboya. Ahora te ha dado por cambiar para Italia, ya no te interesan las francesas. Bueno, te deseo que tengas más suerte que con las anteriores, pues hasta ahora no has tenido mucha. Supongo que quieres afianzar más la descendencia al trono. Ya, Sancho y Urraca no son suficientes. Bueno, pues, que te sea leve. Ah, sí, sí, Teresa se casará aquí en Astorga, en la catedral, igual que Elvira. Sí, las casará don Osmundo. Supongo que sí habrá muchos invitados, aunque por nuestra parte sólo habrá representación de mi familia, de la tuya no asistirá nadie. Tus hermanas, Urraca y Elvira, ya han declinado su asistencia. Tendrá menos boato la boda.
Se hacía tarde y la chimenea moría con la luz del día. Una sirvienta entró para encender los hachones y echar más leña al fuego. Justo en ese momento comenzaban a caer los primeros copos de nieve. ¡Va a ser una noche de perros! ¡Vaya, vaya con Alfonso, se nos vuelve a casar! Y no es con la bella mora. Seguro que ella no ha dado el brazo a torcer. Los musulmanes no renuncian así como así a su religión. La tienen muy arraigada. Mucho más que nosotros. Siento que el alma se me ha caído a los pies con la ausencia en la boda del padre de mi hija. ¡Cuánto hubiera dado por su presencia! Hubiera sido una boda casi real, un evento insólito para la ciudad, así será una boda de alta alcurnia pero no principesca. Todo el pueblo de Astorga se sentirá decepcionado. Como suelen decir, a mal tiempo buena cara. Tendremos que seguir adelante con o sin su asistencia. La vida sigue. Pero hubiera sido un gran espaldarazo para mí. Ya sé que la gente del pueblo llano me tiene en consideración y en gran estima y también muchos miembros de la aristocracia y de la nobleza. Sin embargo hay algunos de este último estamento que no me miran con buenos ojos y no aceptan de buen grado que yo desempeñe los cargos que ostento. Creen que no estoy capacitada para hacerlo, que ellos lo harían mucho mejor que yo, que un hombre, por mal que lo haga, siempre lo hará mejor que una mujer. Son esos que siempre han menospreciado a la mujer, que siempre han defendido que el cerebro de la mujer es inferior al del hombre, que ella obra más por impulsos que por la razón, que de lo único que se debe cuidar es de la crianza y educación de los hijos y del bienestar del hogar. Son seres engreídos y orgullosos. Por eso me hubiera venido muy bien la presencia de Alfonso en la boda de Teresa. No ha podido ser ni tampoco lo será en la de Elvira. ¡Qué le vamos a hacer!
15
Lucía el sol en todo su esplendor aquel primer día de la primavera. Toda la ciudad y en especial su catedral se habían vestido de gala para contemplar y obnubilarse ante el brillo de otro sol que epataba al astro rey. Teresa Alfónsez, vestida de un rojo fulgurante, cruzaba de la mano de su abuelo don Munio Muñiz el engalanado umbral de la catedral de Astorga para ser entregada a su futuro esposo don Enrique de Borgoña. En la iglesia catedral no cabía un alfiler y la plaza estaba completamente abarrotada de gente. Toda la ciudad y muchos de los residentes en los pueblos vecinos se acercaron allí para no perderse la boda del siglo. Lástima que la novia no fuera de la mano del rey. Entonces sí que hubiera sido un acontecimiento apoteósico digno de quedar inscrito en letras de oro en los anales de la ciudad. Pero esto último no pudo ser. El rey don Alfonso tenía otras prioridades.
Al lado del Evangelio en su estrado de honor esperaba solemnemente doña Jimena acompañada por su hija Elvira y su madre Velasquita. En el lado opuesto, el de la Epístola, se habían situado los parientes más allegados de don Enrique. En el centro del altar, en lo más alto de las gradas, revestido de capa pluvial con mitra y báculo, esperaba don Osmundo y su séquito. La novia avanzaba solemnemente por el pasillo central de la mano de su abuelo con un ramo de flores en sus manos. La capa que vestía con su larga cola iba bordada en oro y cubierta de múltiples joyas: rubíes, jades, topacios, zafiros, esmeraldas, todo lo que pudiera contribuir al ensalzamiento de su estatus. Aunque bastarda, era la hija del rey. Las gentes se quedaban boquiabiertas contemplando aquel derroche de riqueza. La inmensa mayoría jamás habían tenido en sus manos ni habían visto de cerca tan sólo una de aquellas joyas que enjaezaban el rico traje de la novia. Al pie del altar, de espaldas al mismo, don Enrique esperaba con emoción la llegada de su prometida que avanzaba majestuosamente hacia él con el peso de su vestido y el de todas las miradas sobre su persona. Ése era el momento tan deseado por ella y por su madre para fascinar a todo el pueblo de Astorga y a los visitantes que se hubieran acercado para asistir al regio enlace. Era el momento más dulce de toda la vida de doña Jimena que ella no había tenido el placer de vivir. ¡Cuánto hubiera dado por haber avanzado por el centro de la catedral de León, de la mano de su padre como ahora lo hacía su hija, para recibir a los pies del altar la de don Alfonso! Pero aquello no pudo ser, el papa se interpuso por medio, y al final tuvo que aceptar lo que la realidad y el destino le depararon. Por un instante sintió que retrocedía dieciséis años para ponerse en el lugar de su hija y recibir la mano de don Alfonso con el beneplácito y la bendición del obispo. Ahora sería la reina consorte del principal reino cristiano de Hispania. Sin darse cuenta volvió a la realidad. Su hija ya había llegado al altar y su padre, el padre de Jimena, se la entregaba a don Enrique. Un murmullo como una ola recorrió toda la catedral. Don Osmundo saludó a los contrayentes y a los asistentes antes de dar inicio a la liturgia de la palabra. La ceremonia comenzó con el Asperges me. El coro cantó el Kyrie Eleison, el Gloria in Excelsis y el Credo. Finalizadas las preces correspondientes y después de preguntar a los contrayentes si estaban allí libremente, el obispo se acercó a ellos:
—Don Enrique de Borgoña, ¿aceptáis a vuestra esposa aquí presente y juráis amarla y serle fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?
—Yo, Enrique, te acepto, Teresa, como mi esposa y juro amarte y serte fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
—Y vos, doña Teresa Alfónsez, ¿aceptáis a vuestro esposo aquí presente y juráis amarlo y serle fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?
—Yo, Teresa, te acepto, Enrique, como mi esposo y juro amarte y serte fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
—Poneos estos anillos en señal de vuestra unión —el obispo les entregó los anillos que ambos se colocaron mutuamente—. Yo os declaro marido y mujer, que lo que Dios ha unido no lo separe el hombre.
Los actos litúrgicos continuaron hasta dar por concluida la ceremonia. A la puerta de la catedral los contrayentes recibieron la aclamación de todos los asistentes a la ceremonia. Acto seguido se dejó oír el repique de campanas que los acompañaría hasta el palacio condal donde se celebraría el banquete de bodas.
El salón principal del palacio condal estaba dispuesto para recibir a los comensales, aunque se quedó pequeño y hubo que habilitar otros dos salones para dar cabida a todos los invitados. Los novios hicieron de anfitriones como no podía ser de otra manera. A la derecha del novio se sentó doña Jimena. A la izquierda de la novia hizo lo propio don Roberto, padre del novio. Los demás parientes, según el rango de parentesco, se fueron acomodando alternativamente a cada lado de los susodichos. La mesa presidencial cerraba en forma de U las dos filas de mesas que se extendían a los lados de aquélla por todo el salón. Los invitados ocupaban la parte exterior de las mesas dejando el interior para que el servicio, dirigido y coordinado por el mayordomo del palacio, pudiera moverse libremente por él, servir las bebidas y viandas y atender a todas las demandas que les hicieran los comensales.
Se abrió el banquete con un entrante a base de frutos secos de la zona: castañas, nueces y avellanas. Lo siguió un estofado de ternera. Como plato principal se sirvieron distintos asados de ciervo, jabalí, perdices, aves de corral, ternera y cordero, todo ello regado con los mejores vinos del Bierzo y acompañado de pan recién horneado. El festín se cerró con la tarta nupcial, que presentaron a los novios para que partieran las primeras raciones, y luego la ofrecieron al resto de invitados, seguida de frutas confitadas, hojaldres rellenos de frutas, mazapanes, pasteles de especias, vinos dulces, hidromiel y licores de hierbas aromáticas. Entre plato y plato los cómicos realizaban pequeñas representaciones teatrales muy aplaudidas y muy del gusto de la época y lecturas de poemas acompañadas por el arpa. Ya entrada la noche se dio paso al baile nupcial. Fue el momento en el que don Osmundo abandonó el banquete de bodas. La Iglesia no veía con buenos ojos los bailes de salón, donde, según ella, se cometían toda clase de abusos y pecados, sobre todo el de lascivia, aunque luego sus miembros la practicaran en su vida privada con absoluta normalidad. ¡Oh hipocresía!
La orquesta estaba formada por instrumentos de viento y cuerda: trompetas, trombones, laúdes, salterios, arpas, liras y violas de arco, que ejecutaron las piezas de baile hasta bien avanzada la noche entre el deleite y la alegría de los invitados. Hicieron los honores los novios que tuvieron para ellos solos toda la pista del baile en los primeros compases. Pronto se les sumaron otras parejas que dieron vida y colorido al gran salón. La música sonó hasta altas horas de la madrugada cuando músicos y danzantes extenuados abandonaron la fiesta para descansar unas horas, porque la celebración se prolongaría varios días más como era costumbre en las bodas de la nobleza.
Poco a poco fueron regresando a sus hogares los familiares más lejanos junto con los invitados que apenas tenían ya parentesco con los novios. Los últimos en abandonar el palacio condal fueron los parientes más cercanos, padres y hermanos de los recién casados. Teresa y Enrique, como no tenían adonde ir, se instalaron en un ala del palacio que ya había ordenado acondicionar doña Jimena ex profeso. Al fin ella pudo tomar para sí su propio tiempo.
¡Ya era hora! ¡Qué alivio! Por fin podré tomarme un descanso aunque no será por mucho tiempo, pues no debo descuidar la próxima boda que se celebrará en el otoño. Menos mal que la modista principal ya se está ocupando del vestido de Elvira. Será como el de Teresa sólo que en dorado. Espero que pueda confeccionarlo con toda la calma y el sosiego que requiere. Al menos el tiempo no la agobiará. ¡Qué días de nervios, de preocupaciones, de dolores de cabeza, de sinsabores he pasado! Siempre preocupada por que no faltara detalle, por que todo estuviera en su punto, por que todos los invitados se sintieran cómodos y a gusto en todo momento. Sí que el mayordomo y el ama de llaves estuvieron a la altura de las circunstancias y no me fallaron ni una sola vez. Suerte a eso porque, de lo contrario, me hubiera dado un infarto. Y suerte también a mi madre, que ha estado siempre a mi lado y no me ha abandonado un solo instante. Tampoco debo olvidar la ayuda de mi padre, que se ha ocupado de todo lo relativo a la administración del palacio. ¿Qué habría hecho yo sin él? Pero por encima de todos estos quehaceres, sinsabores, preocupaciones y responsabilidades ha estado tu ausencia, tu ausencia que la he echado en falta en todo momento, sobre todo en la catedral, que no estuviste allí para la entrega de manos de nuestra hija, en el banquete, que estuve completamente sola aunque totalmente rodeada de gente, y en el baile de nupcias, que no tuve pareja para bailar. ¿Te parece bien haberme dejado así sola en la boda de nuestra hija? ¡Que soy egoísta por pedirte esto, que lo nuestro hace muchos años que se acabó! Para ti tal vez, para mí no se acabará nunca. Tú eres el padre de mis hijas y yo eso no lo puedo olvidar. Bueno, bueno, que tienes otros compromisos, que yo ya sólo formo parte de tu pasado, que ya has hecho mucho por mí, que debo dejar que hagas tu vida. Para ti es muy fácil decir todo eso, para mí no. Yo no puedo olvidar que fui llamada por ti para ser tu consorte, para ser la reina de León, y todo eso se evaporó como un sueño. Ya sé que no ha sido por culpa tuya, ya lo sé. Pero yo soy la que ha pagado las consecuencias y eso me ha marcado para toda la vida. ¿Crees que lo puedo olvidar? ¿Crees que puedo asistir impasible a un acontecimiento de tanta trascendencia como la boda de nuestra hija sin el calor y la fuerza de tu presencia? Tú sí pero yo no. ¿Que cómo fue la boda? Muy bien. El balance final ha sido positivo. Tuvimos más de doscientos invitados. Hubo que habilitar varios salones del palacio para dar cabida a tanta gente. Se comió y se bebió hasta quedar completamente ahítos. Pecamos con creces contra el pecado de la gula. ¡Fíjate que la fiesta duró ocho días! Sí, el dispendio ha sido muy grande, pero una hija se casa sólo una vez en la vida, o eso espero, claro que a continuación viene la de Elvira. Entonces echaré la casa por la ventana, ¡qué le vamos a hacer! Una vez casadas, yo ya habré cumplido mi cometido en este mundo. ¿Que no?, ya lo veremos.
Bueno, como siempre mi egoísmo va por delante. ¿Tú cómo estás? ¿Piensas casarte pronto con Berta? Ah, que ya estáis preparando la boda. Será después de Pascua. Que no pensáis celebrarlo siquiera. Que habrá muy pocos invitados. Entonces, ¿por qué te casas? Que no quieres estar solo y, como Zaida no cede, quieres tener a Berta como compañera y al mismo tiempo esperas que te dé algún hijo. Te casarás en Toledo, ¿no? Claro, para ti León ya no cuenta. Has cumplido el sueño tuyo y de tus antepasados de reconquistar la ciudad imperial y ahora de ahí ya no te saca nadie, a no ser que la vuelvan a conquistar los moros. Ah, que lo haces porque está mejor situada que León para gobernar tus reinos y defenderlos en caso de un ataque. Que quieres estar cerca de la frontera con los sarracenos para frenar sus posibles razzias. Vigila bien dónde pone los pies y sus huestes Tasufín, que ahora mismo es tu mayor enemigo y al único que debes temer. Poco a poco se va a hacer dueño de todos los reinos taifas y si no le paran los pies, terminará por hacerse amo otra vez de toda la Península. Que eso no llegará a suceder. No lo sé. Nosotros tal vez no lo veamos, pero yo no estaría tan segura de que no lo consiga, si no él, sus sucesores. Lo que sí tengo bien claro es que la Reconquista de toda Hipania se ha demorado varios siglos, ¡y mira que la tuviste bien cerca!, como aquel que dice, al alcance de la mano. Bueno, los errores se pagan y hay que rectificarlos. Ya, ya, que no se puede acertar en todo. Pues ahora vigila bien lo que tienes, no sea que te lo quiten también. Que eso no sucederá. No estaría yo tan segura de ello. Tal vez en vida tuya no, pero ¿qué ocurrirá cuando tú ya no estés? Por eso quieres dejarlo todo atado y bien atado, y el ligamen es tu hijo, pues en tu hija Urraca no confías, ¿no? Espero que tengas suerte con Sancho o con otros futuros hijos que puedas llegar a tener. Sí, hasta ahora no has tenido muy buena suerte, pues tan sólo has tenido éste y, de momento, es ilegítimo. Bueno, a ver si te da alguno más Berta. ¡Feliz boda y feliz matrimonio!
Elvira se casará a principios de octubre. Es la decisión que ha tomado Raimundo. A mí me va bien porque así tengo tiempo para prepararla. De hecho ya he comenzado. Sí, ya están trabajando en el vestido de novia. Será como el de Teresa pero en dorado. Sí, será muy bonito. Claro que quiero impresionar por segunda vez a los habitantes de Astorga y a todos los invitados. Ya te lo dije antes, con esta boda terminaré de echar la casa por la ventana, luego se acabaron todas las pompas y todos los fastos. Como lo oyes, casadas nuestras hijas para mí se acabaron todas las vanidades y engreimientos. No lo digas dos veces, no me importaría recluirme en un monasterio para hacer penitencia por mis pecados. Que, ¿qué pecados tengo yo? Los que me has obligado a cometer tú. Bueno, ahora descansaré una temporada y luego comenzaré otra vez los preparativos para la boda de Elvira. Lo dicho, ¡feliz boda y feliz matrimonio!
16
Debo agradecer a mi padre que se haya ocupado tan gentil y diligentemente de la administración y regencia del castillo de Ulver desde la fecha de mi nombramiento como tenente hasta este momento. Durante estos meses mi prioridad han sido las bodas de nuestras hijas y la seguridad de su futuro. Ahora libre ya de estas preocupaciones puedo asumir plenamente las riendas de la tenencia que me has encomendado, aunque no sé si estaré preparada para desempeñar adecuadamente tan alto honor. Ante todo debo agradecerte, pues creo recordar que no lo he hecho todavía, tu bondad y tu magnanimidad en concederme tan alta dignidad. Sé que no es normal que una mujer ocupe un puesto tan elevado como éste y que para concedérmelo has tenido que romper los esquemas y moldes tradicionales, lo que, tal vez, te haya podido ocasionar algún enfrentamiento o disgusto con más de un noble dispuesto a ocupar el cargo con más méritos que yo. Gracias por haberte acordado de mí y por no olvidarme a pesar de los pesares. Ahora, una vez encauzado el futuro de nuestras hijas, mi mayor preocupación es la vida eterna y no tanto esta vida fútil y perecedera. Ya sé que hasta que llegue el día de la verdad hay que seguir viviendo y para eso se necesitan los medios y recursos que la vida nos exige. Gracias por proporcionármelos de esta manera tan pingüe. Dedicaré una buena parte de ellos a hacer donaciones y actos de caridad en enmienda de mis pecados.
Dejo el palacio condal de Astorga en manos de nuestra hija Teresa y de su marido y me encamino con mis precarias pertenencias al castillo de Ulver. Allí trataré de serte útil en todo lo que me concierna. No sé exactamente cuáles van a ser mis nuevas obligaciones, pero mi padre me pondrá al corriente de las mismas por la mucha experiencia que en ello tiene. Ah, que sólo tendré que supervisar las funciones del mayordomo e impartir justicia cuando proceda. Bueno, ya iré aprendiendo sobre la marcha. Como te he dicho antes, he dejado el palacio de Astorga a cargo de Teresa y Enrique. Ya sabes que no tienen a donde ir. Enrique llegó a la boda con lo puesto y poco más. Ya sabes que llegó al reino de León como respuesta a tu llamada a la guerra santa contra el islam, pero hasta el momento no ha tenido mucha suerte ni ha hecho fortuna. Como puedes comprender, no podía dejarlos recién casados y en la calle. Tuve que ofrecerles parte de mi palacio para que se instalaran en él y pudieran iniciar allí su nueva vida. ¡No querrías que los hubiera dejado tirados bajo el puente de hierro que construyó don Osmundo con tu ayuda! Pues eso, tuve que cederles parte de mi casa y ahora, con mi traslado al castillo del Ulver, se la cedo toda. Elvira en este sentido ha tenido más suerte que Teresa, pues nada más casarse, Raimundo se la ha llevado a Tolosa. Les deseo a ambas toda la suerte del mundo.
Ya estoy llegando a la cima del barranco de Rioferreiros, donde se halla ubicado el castillo del Ulver como si de un nido de águilas se tratase. Me acompañan mis padres y buena parte del servicio. En el castillo me está esperando Pelayo Cidiz, mi lugarteniente, con el resto de la servidumbre. Espero que lo tenga todo en orden como es su costumbre. Después de mi padre es la persona en la que más confío. Sí, él se hace cargo de toda la administración de mis bienes. Tengo absoluta confianza en él y mi padre también la ha tenido, pues has de saber que ha sido asimismo merino de mi padre durante muchos años.
Bueno, el castillo es muy diferente al palacio de Astorga. Lo encuentro algo extraño. Es como si hubiera sido desterrada a un lugar apartado y solitario. Me costará hacerme a él. Fuera del castillo no hay más que precipicios y barrancos. Ahora mismo estoy en lo más alto de la torre del homenaje y a mi alrededor sólo veo montañas y valles. Echo en falta las extensas llanuras y planicies que rodean Astorga. Me parece que he venido a parar a un lugar inhóspito. Ya desde ahora me propongo pasar más tiempo en la mansión de mis padres que en este nido de águilas. Desde esta altura me da vértigo mirar al fondo de los precipicios. Desde luego, es un lugar idóneo para vigilar la llegada de los enemigos, aunque ahora no hay miedo de que nos ataquen. En su momento seguro que tuvo un gran valor estratégico y sirvió de baluarte para expulsar de estas tierras a los sarracenos. Lo que sí puedo asegurar es que aquí se respira el aire puro y cristalino de la montaña y que se puede escuchar el silencio que todo lo llena. Se divisan varias pistas y sendas que serpentean por los valles y recovecos que pululan por toda la zona. Algún día me entretendré en recorrer y escudriñar todos estos rincones para conocer mis feudos. De lo que sí estoy segura es que aquí no me va a faltar la caza tanto de pelo como de pluma. No, no te burles de mí. Claro que no, yo nunca he cazado ni pienso hacerlo, pero ya habrá quien lo haga por mí, mi padre sin ir más lejos, aunque mi padre se está haciendo muy mayor y ya no puede dedicar las pocas energías que le quedan en esos menesteres, pero no faltará quien lo haga, Pelayo y su hermano Miguel son grandes cazadores y algunos de los sirvientes tampoco les van a la zaga. Aquí podrán poner en práctica sus habilidades cinegéticas siempre que quieran. Me voy a retirar al interior de la torre del homenaje porque aquí no se para de frío. Un nubarrón más negro que la boca de un lobo ha tapado el sol, al mismo tiempo se ha levantado un vientecillo gélido del sudeste que parece arrastrar consigo todo el helor del Teleno y de los montes Aquilianos. Menos mal que aquí también tenemos leña en abundancia, porque si no no habría quien aguantara el invierno. Cuando la nieve cubra todo lo que nos rodea sólo los lobos y demás alimañas camparán por estos andurriales.
Hoy día de Todos los Santos nos ha sorprendido un inmenso manto de nieve. A la puerta del castillo hay por lo menos ocho o diez palmos. Ayer cuando oscurecía ya había más de medio palmo y no ha parado de nevar a lo largo de toda la noche. Para los Santos queríamos haber bajado ya para la mansión de mis padres, pero una indisposición de mi madre nos obligó a permanecer aquí. Ahora tendremos que esperar a que se derrita toda esta nieve y se despejen los caminos porque así es imposible dar un paso. No quisiera tener que pasar el invierno aquí pero contra el tiempo nada podemos hacer. Desde las ventanas de mis aposentos se ven completamente nevadas todas las montañas que nos rodean. En los picos más altos habrá hasta quince o veinte palmos de nieve. Por las cumbres ya llevaba varios días nevando. Aquí cuando nieva así no se puede hacer nada fuera del recinto amurallado, por eso, cuando hace buen tiempo, se acopia el castillo de víveres y de todo lo necesario para pasar el invierno en él, tanto seres humanos como bestias. Durante el día cada cual se ocupa de sus menesteres, como en cualquier época del año, y por la noche nos reunimos al amor de la lumbre para jugar o contarnos cuentos, leyendas, anécdotas, cada cual lo que sabe o se le ocurre. Las mujeres mayores suelen dedicar este tiempo a hilar y tejer la lana de las ovejas para hacer las prendas de abrigo. Por eso estas veladas reciben el nombre de filandones, típicas en toda la montaña de León.
¿Sabes que tu hija y tu yerno se quieren rebelar contra ti? Sí, tu hija Urraca y tu yerno Raimundo. Parece ser que les ha sentado muy mal la llegada de Sancho a este mundo. Urraca ha dicho que no va a ceder sus derechos al trono, que ella es la única heredera. Ah, que eso no lo decide ella, que eso lo decides tú. De momento se ha subido por las paredes, al menos eso es lo que se cuenta, entre otros lugares, en los filandones. Sí, en esas veladas se dicen muchas cosas, las más de las veces sin causa ni fundamento, pero otras tienen toda la razón del mundo. Por aquí se dice que en Galicia te han suplantado por completo, que Raimundo firma los documentos como rey y emperador de toda Galicia, como dueño absoluto de ella, con el beneplácito total de todos los gallegos. Se dice que no te perdonan el maltrato que le diste a tu hermano y el encierro en las mazmorras del castillo de Luna al que lo sometiste de por vida. Raimundo se ve querido y apoyado por “sus” súbditos y mucho me temo que en cualquier momento se rebele contra ti. Que no me preocupe, que lo tienes todo bajo control. Me parece muy bien pero yo no me confiaría. Sí, ya sé que se trata de tu hija y de tu yerno, pero no serían los primeros que se rebelaran contra su propio padre. No te confíes tanto y ponte en guardia, que el día menos pensado puedes llevarte un gran disgusto. No, Teresa y Enrique de momento están en Astorga y no creo que hayan hecho ningún movimiento en favor de sus ‘hermanos’. Tampoco vendrán. Me han llegado rumores que se están preparando para participar en la primera cruzada a Tierra Santa. ¡Qué locura! ¿Te imaginas ir a luchar a Jerusalén? Alfonso, no les des la espalda a Urraca y Raimundo, que te puede costar un gran disgusto.
Hemos pasado todo el invierno en la mansión de mis padres. A mediados de noviembre la nieve dio una tregua que aprovechamos para desplazarnos hasta la ribera del Sil. Allí, aunque también nieva, el invierno es más llevadero. Ahora, pasada la Semana Santa, he regresado al castillo de Ulver para supervisar su funcionamiento. Sí, ahora todo esto es maravilloso gracias a la exuberancia de la naturaleza y aún lo será más cuando avance la primavera en las latitudes más altas. En los alrededores del castillo comienzan a brotar los árboles y arbustos. Claro, en los picos más altos todavía se conserva la nieve. En algunos, como el Teleno, no se irá hasta bien entrado junio. El castillo está todo en orden, como no podía ser de otra manera mientras su administración esté en manos de Pelayo Cidiz y de su equipo. Con hombres como él una puede estar completamente tranquila. Sí, sí, ahora permaneceré aquí una larga temporada, posiblemente hasta finales del verano o principios del otoño, hasta que se hayan recogido las cosechas, si no surge algún contratiempo. Nunca se sabe. ¿Y tú cómo estás? ¿Cómo te va con Berta? Ah, que aún no hay nada, que, aunque todavía es muy pronto, tienes el presentimiento de que Berta no te va a dar ningún hijo ahora que lo necesitas como el aire que respiras, pues eres consciente de la traición de Urraca y Raimundo y, por otra parte, Zaida no da su brazo a torcer. Ya te lo advertí yo. Ya te dije que no te fiaras de tu hija y de tu yerno, que parece que quieren tu trono antes de que fallezcas. ¡Que eso no ocurrirá nunca! Que Dios escuche tus deseos, pero yo no estaría tan segura. Por aquí se rumorea que la mayor parte de la nobleza gallega está con ellos. Desde luego, no está contigo, así que ándate con ojo. No, no, aquí en el Bierzo nadie ha levantado la voz contra ti, pero no se puede decir lo mismo en Galicia. Sí, son muchos los que no te perdonan lo que le hiciste a tu hermano García. ¡Que fue Sancho el que lo derrocó y desterró! Sí, pero tú fuiste el que lo encerró en las mazmorras del castillo de Luna, no lo olvides, y eso es lo que no te perdonan los gallegos. Fuera bueno o malo, para ellos era su rey legítimo y entre tú y Sancho se lo arrebatasteis y os quedasteis con su reino. Por eso se sienten traicionados y todo su rencor y su odio lo arrojan sobre ti. Ése ha sido tu otro gran error que tarde o temprano pagarás tú o tus descendientes. Que no lo crees así, el tiempo lo dirá. Total que te has casado con Berta para que te dé descendientes y parece que todo se va a ir al traste. ¡Qué mala suerte estás teniendo con tus esposas! No, no, no lo digo por eso, lo digo porque te tengo lástima. No creo en las maldiciones pero parece como si alguien te hubiera echado mal de ojo. De todas maneras, todavía es pronto para desconfiar de Berta. Ah, que ahora ya has tomado la decisión irrevocable de educar a tu hijo en nuestra religión y nuestra cultura, porque de momento es la única esperanza que te queda para que tu reino no caiga en manos de Urraca y Raimundo. ¡Que Dios nuestro Señor se apiade de ti!
¿Sabes que tenemos una nieta preciosa? Tu primera nieta. Sí, es hija de Teresa. Para que no se pierda la tradición le han puesto Urraca. Ya ves, tu ojito derecho no se ha olvidado de ti. Me avisaron unos días antes de su nacimiento y vine corriendo para Astorga para estar con nuestra hija en ese momento tan trascendete de su vida. Sí, hacía unos días que había bajado ya para la mansión de mis padres después de haberlo dejado todo atado y bien atado en Ulver. Sí, por allí los picos más altos ya estaban vestidos de blanco y en el castillo ya se dejaba sentir el frío, a pesar de que aún no habíamos llegado a mediados de octubre. ¿Que cómo es la niña? Es preciosa, yo me la comería a besos. Tiene un no sé qué de ti pero, ya sabes, los niños al nacer tienen rasgos de todos, luego, con el tiempo, van cambiando y al final cada uno es como es. No, la madre está bien y Enrique te lo puedes imaginar, loco de contento aunque hubiera preferido un niño, como todos, porque todos sois iguales. Yo estoy que no quepo en mí. ¡Te imaginas, abuela a los treinta y cinco años! Pero, por otra parte, creo que ha llegado demasiado pronto nuestra primera nieta. ¡Si Teresa no es más que una niña! Casi está ella más para que la críen que para criar una criatura. Tendré que hacer de madre y de abuela a la vez. No, no me apartaré de aquí en mucho tiempo. ¡Cómo voy a irme y dejar a nuestra hija sola con esta criatura! Estaré aquí todo el tiempo que haga falta. ¿Crees que el marido le va a dar los ánimos que le pueda dar yo? ¡Ni lo sueñes! Los hombres no sois sensibles ante esos acontecimientos ni sabéis prestar las atenciones que hay que prestar a una madre primeriza y a su recién nacido y si no juzga por ti mismo. ¿Qué hiciste cuando nació precisamente Teresa? Creéis que con engendrar un hijo ya está todo hecho y no sabéis los cuidados que necesitan tanto la madre como el hijo en los primeros momentos, y mucho después también. A un recién nacido hay que lavarlo, asearlo, vestirlo, amamantarlo, y todo ello con una delicadeza y un esmero exquisitos. Hay que estar por él las veinticuatro horas del día y siempre expresándole la mayor ternura, amor y cariño, pero los hombres sois demasiado rudos para revelar esos sentimientos.
Y ahora que te han dado una nieta, aunque sea por vía ilegítima, deberías tener algún detalle para con ellos. Ah, que no has parado mientes, pues deberías hacerlo. Piensa que no tienen nada más que el título y con él solo no se come. ¡Que ya lo pensarás! Espero que no lo eches en saco roto. Ahora ya son tres bocas y pronto serán más. No olvides que llevan tu sangre también. Yo ya les estoy dando todo lo que puedo. En primer lugar, les he cedido el palacio condal y también los estoy manteniendo. ¿De quién crees que comen? Hasta el momento están viviendo a mis expensas, cosa que no me preocupa, pues sigo considerando que Teresa no se debía haber casado tan pronto. Debería haber continuado bajo mi amparo unos años más y así es como me lo he tomado, sólo que ahora no está sola, se le han sumado su marido y su hija y no tardarán en venir otros, por lo que deberían tener sus propios ingresos. Mira a ver qué puedes encontrar por ahí para ellos. No, no es necesario que te precipites, yo tengo suficiente para darles de comer, pero creo que ellos no se sentirán cómodos si tienen que vivir toda la vida a expensas de mí. Supongo que querrán sentirse y ser independientes como todos lo hemos deseado en algún momento. Es ley de vida.
17
Doña Jimena regía los condados de Astorga y el Bierzo sin ningún otro poder por encima de ella salvo el del rey. Ningún otro territorio del reino de León estaba regido por una mujer, lo que era insólito para las gentes de aquella época. No todo el mundo vio con buenos ojos tal privilegio, pero el hecho es que gobernó aquellos territorios desde inicios de los años ochenta y llevó las riendas del castillo de Ulver desde el año 1093.
Después de haber realizado la donación de una finca rústica de su propiedad al monasterio de San Pedro de Montes, doña Jimena descansaba en el salón del castillo del Ulver. Había pedido al servicio que la dejaran sola pues el viaje había sido agotador y quería descansar. Llevaba años deseando hacer donaciones a la Iglesia para expiar sus pecados. Aquélla era la primera pero no sería la última. Su alma tenía que ser liberada de tanta pretensión y soberbia y de la vida libidinosa que había llevado en su juventud. No podía arrastrar esa carga si quería entrar en el reino del Señor. Dios mío, perdóname mis pecados.
Doña Jimena se quedó extasiada contemplando las montañas mientras su mente se sumergía en los últimos acontecimientos. Así que Urraca también te ha dado una nieta. ¡Qué callado lo tenías! Pero, ya ves, me he enterado aunque haya sido por conducto ajeno. ¡Enhorabuena! Ya era hora que tomaras alguna medida contra Raimundo. Ya hace años que lo deberías haber hecho para evitar que llegara tan lejos y te hiciera tanto daño. ¡Qué desagradecido y qué engreído! Así que firmaba documentos ninguneándote por completo, como único señor de Galicia. Hasta se atrevió a autodenominarse príncipe, conde reinante y emperador de Galicia, ¡qué desfachatez y qué desagradecimiento a quien se lo dio todo! No deberías mirarle a la cara. Ya, lo haces por tu hija. En parte, tienes tú la culpa por portarte como te has portado con los gallegos. Que ésa es una excusa que ponen ellos, que si no tuvieran ésa se inventarían otra, que los gallegos siempre han tenido sueños de grandeza y han querido estar por encima del resto de los pueblos que conforman tu reino. Nada más hay que echar una ojeada al pasado y ver que siempre han tenido un comportamiento díscolo y rebelde. Da igual la época que mires y el reinado que contemples, siempre han querido ser independientes. Sea como sea, lo de tu yerno no tiene perdón. Debería haberse puesto de tu lado y lo que ha hecho es todo lo contrario. Si de él hubiera dependido ya te habría quitado de en medio. Yo lo ataría mucho más corto. Que ya es suficiente con las medidas que has tomado, que le has quitado más de la mitad del territorio que tenía, que ahora se lo mirará dos veces antes de volverse contra ti y que has eliminado de la línea sucesoria a Urraca en favor de Sancho. Todo eso está muy bien pero sigue estando en el aire. Imagínate por un instante que le ocurre algo a Sancho, Dios no lo quiera, ¿qué pasaría entonces? Te verías obligado a reconocerla de nuevo como tu sucesora en la corona. Es tu única hija legítima, no lo olvides. Claro que yo siempre estaré aquí por si te pudiera echar una mano. Que no puede ser, que lo nuestro ya pasó y no podemos volver atrás el tiempo, que tienes que mirar hacia delante y por eso te has casado con Berta, pero Berta no te está dando ningún hijo. Que esperarás acontecimientos. De momento Sancho está ahí y, si Berta no te da descendencia, siempre tendrás el recurso de convencer a Zaida para que abrace la fe cristiana. Ésa es la puerta que dejas entreabierta a la esperanza. Pero el tiempo pasa y nadie tiene garantizado el futuro. ¿Te has parado a considerar que tú no eres eterno, que también te puede ocurrir algo en cualquier momento? En ese caso, la corona recaería en Urraca y por ende en Raimundo. Que recayera en Urraca no me importaría, pues tenemos el claro ejemplo de tu madre, que era la portadora de la corona y fue de hecho quien reinó. En el caso de tu hija estoy segura que también podría gobernar como lo hizo su abuela, pero Raimundo no es tu padre, Raimundo no se lo pondría tan fácil a Urraca, como puedes comprobar con lo que está haciendo ahora. Ése es el problema y no debes esconder la cabeza bajo el ala para no verlo. Ah, que todavía te ves con fuerzas para tener más hijos y que ésa es la solución que le vas a dar al problema de tu herencia. Me parece que ya chocheas un poco, que ya desconfías de tu valor, el otrora todopoderoso, tan valiente, el que no se arredraba ante obstáculo alguno. Sí, será mejor dejarlo porque no nos vamos a poner de acuerdo.
Quiero agradecerte lo que has hecho por nuestra hija Teresa y su marido. Gracias infinitas por haberles dado el condado Portucalense. Ya sé que lo has hecho para castigar a Raimundo y premiar al mismo tiempo a nuestra hija. Es un honor muy alto el que han recibido y por el que te estaré eternamente agradecida. Desde ahora ya puedo dedicar todos mis esfuerzos a dar gracias a Dios y a pedirle perdón por mis pecados. Iré haciendo donaciones de mi patrimonio a la Iglesia para que rece por la salvación de mi alma y me libere de las llamas eternas. Seguiré atendiendo los negocios de este mundo mientras tú me lo pidas, pero mi vida ya estará más enfocada hacia la oración y el sacrificio. Debo purgar en vida las faltas y desvaríos cometidos en mi juventud. Que aún tengo casi toda la vida por delante, que tengo que luchar por mi territorio y por mis vasallos mientras me queden fuerzas, que aún tengo que hacer grandes obras para mí y para el reino en los dominios que me has encomendado. Haré todo lo que esté en mi mano pero sin descuidar mi alma, que es lo único que llevaré para la otra vida. No olvides que nuestro paso por ésta es un sueño, un suspiro que debemos aprovechar para ganarnos la gloria eterna, que es lo único que nos debe importar.
¿Y qué me dices de Elvira? ¿Tú sabías que el enajenado de marido que le has dado ya tenía proyectado participar en la cruzada a Tierra Santa? Que no sabías nada, ya, pues deberías haberte informado antes de ofrecerle la mano de nuestra hija. ¡Mira que llevarla con él a la guerra! Eso sólo se le ocurre a un lunático. ¿Te imaginas los peligros por los que le va a hacer pasar a nuestra hija? La guerra no está bien ni siquiera para los hombres, menos aún para las mujeres. ¿Qué va a hacer nuestra pobre hija en el campo de batalla en medio de un montón de cadáveres desparramados por todas partes y de hombres enfurecidos y sedientos de sangre, que no piensan más que en matarse unos a otros como fieras salvajes? Que ella no irá nunca al campo de batalla, que se quedará en el campamento donde hayan fijado su residencia. Que no me debo preocupar porque estará siempre protegida y completamente a salvo de cualquier ataque. ¿Crees que eso me consuela, que eso es vida para una joven, casi una niña, que acaba de abandonar, como quien dice, el amparo de su madre? Que eso la hará más fuerte ante los avatares y vicisitudes que se le presenten en la vida, que son muchos, pues la vida no es un camino de rosas sino de espinas. Que no debo preocuparme tanto por ella, pues ahora le pertenece a Raimundo y es él quien debe preocuparse y ocuparse de su bienestar. Si ésa es su decisión debemos respetarla. Sí, tienes razón, pero yo no puedo dejar de pensar en ella y sufro sólo de imaginarme las penurias por las que estará pasando. Cada vez que lo pienso es como si me arrancaran un pedazo de mi corazón. Sí, de acuerdo, que no debo ser tan sensible, que no me debo afligir tanto, ya lo sé, pero es algo que no puedo evitar. Mi corazón me palpita con violencia cada vez que pienso en ella.
¿Y a ti cómo te va en la guerra contra los almorávides? Que mantenéis una larga tregua que sospechas que está llegando a su fin. Que conoces muy bien las tácticas militares de Yusuf ibn Tasufín por lo que piensas que no tardará en realizar un nuevo desembarco de tropas en cualquier puerto del al-Ándalus, que ahora más que luchar contra ti y contra los otros reinos cristianos, lucha contra los reinos taifas porque quiere apropiarse de todos ellos para rehacer un nuevo califato. Esperemos que no lo consiga. Ya te he comentado que la toma de Toledo ha sido el punto final de tu avance en la Reconquista y no vamos a incidir una vez más en los motivos que dieron lugar a este giro, pero a causa de aquello Tasufín puso sus pies en la Península y su presencia en ella no ha sido para bien. Acabará con los reinos taifas y mucho me temo que también lo haga con los cristianos. De momento aquel paseo militar por el al-Ándalus que bullía en tu cabeza debes olvidarlo. La Reconquista va para largo. Ni nosotros ni nuestros hijos ni nuestros nietos la verán terminada. Que soy muy catastrofista y agorera, yo diría que soy realista, no de la realeza sino de la realidad. Tú has hecho mucho en favor de la Reconquista, has avanzado más que todo lo que habían logrado tus antepasados en los últimos cien años. Puedes darte por satisfecho. Ahora lo que debes hacer es mantener lo conquistado y quedarte ya tranquilo en tu palacio. Ya te lo he dicho en otras ocasiones, da paso a tus lugartenientes y generales para que sean ellos los que dirijan la guerra y tú quédate tranquilamente en casa, pues ya has hecho todo lo que tenías que hacer. Que no puedes hacer eso, que tu deber es estar en el campo de batalla, en la primera línea, para dirigir la guerra y dar ánimo a tus huestes con tu presencia. Que tú no puedes quedarte de brazos cruzados en tu palacio como un cortesano rodeado de lujos y comodidades, que naciste para la guerra y sólo en ella te encuentras en tu salsa. Eso ya lo sé. Si te quedaras en la blandura de palacio, te morirías de aburrimiento y de pena, pero piensa que a tu edad es lo que debes hacer. Ya lo sé, ya lo sé. Tú morirás con la lanza en ristre montado en tu caballo y dispuesto a batirte con el más osado de tus enemigos. Genio y figura hasta la sepultura. Bueno, bueno, ya lo pagarás con el tiempo. Todos los excesos que has hecho hasta ahora te pasarán factura en la vejez, pero entonces ya no podrás ponerles remedio. Cuídate.
Me he enterado de la muerte de Diego Rodríguez en la batalla de Consuegra. Sólo te faltaba esto para que tus relaciones con Rodrigo se acerben aún más. Que no ha sido culpa tuya, de hecho no ha sido culpa de nadie más que de Diego, que se empeñó en seguir a un grupo de almorávides que huían a la desbandada y, sin darse cuenta, cayó en la trampa. Que los nuestros le gritaban que desistiera pero él no hizo caso y se obcecó en seguirlos hasta que ya fue demasiado tarde. Los sarracenos cayeron sobre él y lo acribillaron con sus lanzas. Que no se pudo hacer nada por salvarlo. ¿Y tú crees que Rodrigo va a aceptar esta explicación? Pues claro que no la aceptará y te culpará a ti de su desgracia, a ti que siempre lo has perdonado a pesar de todo lo que te ha hecho. Tú siempre tan magnánimo, tan noble, perdonándolo tantas veces como te ha traicionado y te ha sido infiel él. Seguro que él no te perdonará ahora a pesar de que no ha sido culpa tuya. Además, ¿por qué no acudió él personalmente con sus huestes en vez de mandar a su hijo en su lugar? Mira cómo él ya no quiere correr los riesgos de una batalla, que es lo que deberías hacer tú también como te vengo repitiendo. Él no arriesgó su vida. Mandó a su hijo con un ejército pírrico para que te echara una mano mientras él permanecía incólume en la seguridad de sus dominios. ¿Y qué has ganado con esta nueva batalla? Ah, que ahora ya no se trata de ganar nada, de conquistar nuevos territorios, sino sólo de defender los ya conseguidos. Que ahora el que ataca es Yusuf y que tú lo único que haces es defenderte. ¡Menudo papelón estás jugando! Has pasado de ser el adalid que llevaba la voz cantante a ser el derrotado al que sólo le queda como último recurso preservar lo ganado. Me parece que se te ha pasado el arroz. Te dejo, pues me reclama un suceso demasiado luctuoso.
Doña Jimena abandonó el castillo del Ulver casi con lo puesto tras recibir la triste noticia de la muerte de su padre. Acompañada por los hermanos Pelayo y Miguel Cidiz y algún otro servidor más de su plena confianza, se encaminó sin pérdida de tiempo hacia la mansión de sus padres. A su llegada se precipitó sobre el lecho mortuorio para depositar en la frente rígida de su progenitor su último beso. Lágrimas de dolor resbalaron por sus mejillas y un profundo suspiro se escapó de lo más hondo de su pecho. Luego abrazó a su madre que permanecía sentada, casi inmóvil, a la cabecera del finado. Lágrimas y sollozos de madre e hija, de hija y madre, se entremezclaron durante prolongados minutos de absoluto silencio que los presentes respetaron como señal de duelo. Allí se reunió casi toda la familia de Munio y Velasquita para darle el último adiós a su progenitor y patriarca. Sólo faltaron Elvira, que se hallaba en Tierra Santa, y Odoario,el marido de Marina ya fallecido.
Durante todo el día y su noche familiares y amigos velaron el cadáver de don Munio y recibieron el pésame de la mayor parte de sus convecinos. A la mañana siguiente celebraron el funeral. Todo el pueblo y muchos vecinos de los pueblos aledaños acudieron a la iglesia parroquial para asistir a la Misa de Réquiem por el eterno descanso de su alma. En el cementerio volvieron a repetirse las escenas de dolor entre los más allegados mientras le daban cristiana sepultura al cuerpo del finado. Luego las gentes fueron abandonando paulatinamente el camposanto respetando la intimidad de los familiares para que le dieran el último adiós a su ser querido. Después del almuerzo familiar todos los hermanos de doña Jimena se fueron despidiendo para regresar con sus familias a sus respectivos lugares de residencia. Sólo se quedaron a dormir en la casa paterna Marina y Teresa con su marido Enrique además de doña Jimena.
Marina hacía un par de años que había enviudado. Ahora vivía con su cuñado Ordoño, que era sacerdote. Viuda, sin hijos y ya entrada en años, fue la mejor opción que pudo encontrar para pasar los años de vida que le quedaban. Abuela, hijas y nieta compartieron durante horas sus últimas vivencias y lloraron largamente por la pérdida de su ser querido. A primera hora de la mañana siguiente Marina se despidió de su familia para regresar con su cuñado. Teresa y Enrique permanecieron con su madre y su abuela durante una temporada para hacerles compañía y al mismo tiempo para que pudieran disfrutar durante todo ese tiempo de sus retoños, las pequeñas Urraca y Sancha, esta última apenas de tres meses de vida, que hacían las delicias de la abuela y de la bisabuela. Doña Jimena ya no se separaría más de su madre en vida de ésta.
A principios de octubre los condes de Portugal regresaron con sus hijas al palacio de Astorga donde habían fijado su residencia, en tanto que doña Jimena y su madre decidieron permanecer algún tiempo más en la mansión berciana antes de ir a reunirse con ellos para pasar la Navidad y los rigores del invierno todos juntos. Decidieron dedicar aquellos días a hacer obras de caridad y ofrecer varias misas por el eterno descanso del alma de su padre y esposo. Don Munio había sido para ambas su báculo y sostén hasta su último suspiro. Ahora ya sólo se tendrían a sí mismas y tal vez no por mucho tiempo.
El día había amanecido de un color gris plúmbeo y a eso del mediodía comenzó a llover. Primero lo hizo con desgana, como si le costara trabajo empezar, pero no tardó en hacerlo en serio. La tarde se oscureció y las nubes se abrieron en un diluvio. Sólo apetecía estar al lado del fuego. Doña Jimena se acercó al hogar de la chimenea y allí se dejó llevar por los sueños y los recuerdos. ¿Sabes que ha muerto mi padre? Sí, hace algo más de un mes. Gracias. No, no, para su edad estaba bien. El último día hizo lo de costumbre, como los demás días, cenó, se acostó y ya no se levantó. Sí, mira, es la vida. Tarde o temprano nos tocará a los demás. Claro que se siente la pérdida de un ser querido y tú eso lo debes de saber muy bien por experiencia propia. Bueno, mira, yo me he quedado ahora con mi madre para hacerle compañía y ya no me separaré de ella mientras viva. Adonde yo vaya irá ella. A ver, no la voy a dejar sola aquí en esta mansión tan grande. Se moriría de pena y de aborrecimiento. Estaremos aquí una temporada y luego iremos a pasar la Navidad a Astorga con Teresa, Enrique y las niñas. Las niñas, sí. ¿No te has enterado que han tenido otra niña? Sí, ya tenemos dos nietas por parte de Teresa. Es tan guapa o más que Urraca. Sancha, le han puesto Sancha en honor a tu madre. Ya ves que todo queda en casa. ¿Cómo van a estar? Locos de contentos aunque un poco decepcionados. Ambos querían tener un hijo, sobre todo Enrique, que ya está haciendo lo mismo que tú. Ya ves cómo va aumentando tu familia por esta rama amputada del tronco principal y tú sin conocerla.
—Madre, si sigue nevando así, este año no podremos ir a pasar la Navidad a Astorga con Teresa y Enrique. Debimos haber ido cuando se fueron ellos.
—Claro que deberíamos habernos ido con ellos.
Noviembre se despedía con una extraordinaria nevada. Había comenzado a nevar durante la noche y todo el día lo siguió haciendo con ahínco. Los copos caían abundantes y parsimoniosos sobre un álgido manto como mariposas con sus blancas alas extendidas. Si mirabas hacia el cielo podías seguir la caída de esa infinidad de blancas mariposas que iban descendiendo lentamente hasta besar el lene manto que las estaba esperando. Y así, sin prisa pero sin pausa, durante horas y horas. Todo ese día y el siguiente con sus noches respectivas los pasó nevando. Cuando por fin se despejó había entre cinco y seis palmos de nieve en la zona baja, en la vega que regaba el Sil, porque en las zonas más altas y allá donde soplaba el viento podía haber hasta diez o doce palmos y más de veinte en las altas cumbres que rodeaban la hoya del Bierzo. Las gentes quedaron encerradas en sus casas y sólo podían salir de ellas espalando la nieve para abrir un angosto paso a través de ella.
—Con esta nevada ya va a ser muy difícil cruzar el puerto de Foncebadón y si de aquí a unos días cae otra será imposible.
—Este año tendremos que pasar la Navidad las dos solas aquí, hija. ¡Qué le vamos a hacer! Se nos ha echado el invierno encima antes de tiempo. Madre e hija contemplaban el espeso manto de nieve desde el salón de su casa. El día había amanecido despejado pero el sol era tan mortecino que sus rayos no lograban desentumecer los ateridos miembros de sus cuerpos. En la chimenea las rachas y cepos crepitaban a su placer haciendo más confortable la estancia de las señoras en el salón. Los días fueron transcurriendo sin que la nieve se levantara, si acaso un poco en las zonas más profundas del valle. Para terminar de complicarlo, a mediados de diciembre volvió a caer una nueva nevada que terminó por desvanecer las pocas esperanzas que aún albergaban en su corazón madre e hija.
—Ahora sí que ya podemos despedirnos por este año de ir a pasar la Navidad a Astorga con nuestros seres queridos, madre.
—¡Qué le vamos a hacer, hija! El tiempo manda. Otro año será.
—Sí, pero este año era muy significativo por la muerte reciente de padre. Yo hubiera preferido pasar estas fiestas todos juntos.
—También yo, hija, pero no ha podido ser. Las pasaremos aquí resignándonos a la voluntad del Señor.
—Pues que se haga su voluntad.
18
Cuando se derritieron las nieves, doña Jimena y su madre se trasladaron a Astorga para estar con su hija y sus nietas. Aquellos meses habían sido muy duros para la condesa, no tanto por el rigor invernal como por la separación de sus seres queridos. Fue la primera Navidad que doña Jimena no pudo pasar con su hija Teresa, lo que le resultó bastante traumático. Ya se había acostumbrado a prescindir de Elvira desde que ésta se casó con Raimundo, pero no se había hecho a la idea de no estar acompañada por su hija menor y por sus nietas, tan pequeñas ellas y tan inexperta todavía su hija, que precisaba aún de su presencia y de sus consejos. Si es que era tan sólo una niña cuando se casó y se la entregaste a Alfonso; bueno, con tu hija Urraca hiciste lo mismo. Te faltaba tiempo. Tanta prisa por casarla y ahora que te ha dado ya dos nietas no las conoces, ni a ellas ni a la madre.
—Por fin, ya hemos llegado, madre. ¡Qué largo y qué duro se me ha hecho el viaje!
—Sí, hija, en el puerto de Foncebadón había más nieve de la prevista.
Las dos señoras entraron en el palacio condal donde no las esperaban todavía dada la cantidad de nieve que aún se acumulaba en las cumbres del puerto. Suerte que los arrieros habían abierto un paso por entre ella por donde podían transitar las personas y las cabalgaduras, pero en las umbrías el camino estaba helado con el consiguiente riesgo de caídas tanto de las cabalgaduras como de los viandantes.
—¡Mamá! —exclamó Teresa al verlas entrar— y se echó en brazos de su madre con dos lágrimas de alegría que resbalaban por sus mejillas. Luego abrazó también a su abuela mostrándole su cariño.
—Y las niñas, ¿dónde están? —preguntó doña Jimena. Casi antes de terminar la frase salió corriendo la pequeña Urraca en busca de los brazos que le ofrecía su abuela—. ¡Ven aquí mi tesoro! —la tomó en brazos y la besó y estrechó contra su pecho. —Pero ¡qué guapa estás! —le decía mientras la llenaba de besos y le daba un dulce. Después se la pasó a la bisabuela que se desvivía por tenerla entre sus brazos.
Entraron en el salón y allí en su cunita dormía plácidamente la pequeña Sancha ajena a los acontecimientos.
—¡Mira qué angelito! —exclamó la abuela al verla conteniendo sus deseos de tomarla en brazos y estrujarla contra su pecho.
—¿Y Enrique?
—Ha salido a dar una vuelta por el campo a caballo.
—También a mí me gustaba salir a cabalgar por esas planicies y respirar el aire puro que descendía de las montañas, pero ahora prefiero acercarme a la chimenea. Traigo los pies y las manos congelados.
—Lo mismo me pasa a mí, hija. El frío de Foncebadón se me ha metido hasta la médula de los huesos.
Doña Jimena le dio unas muñecas y otros juguetes que llevaban a Urraca para que se entretuviera mientras comentaban las vivencias y anécdotas de los últimos meses.
—¡Me hubiera gustado tanto haber pasado la Navidad con vosotros! Pero no ha podido ser, la nieve tan tempranera y tenaz lo ha impedido.
— No te preocupes, mamá. A mí también me hubiera gustado pero el tiempo es el tiempo y nadie puede gobernarlo. Otro año será.
—Claro que sí, hija, pero este año me necesitabas más que nunca con estas dos criaturas a tu cargo.
—La verdad que no ha sido para tanto, mamá. Me ha ayudado mucho la niñera. Gracias a ella he podido sobrellevarlo bastante bien.
—A partir de ahora me tendrás siempre a tu lado, hija, mientras las niñas sean pequeñas. Por encima de todo estáis tú y tus hijas. Todo lo demás tiene espera.
Doña Jimena se propuso pasar todo el tiempo posible con su hija y sus nietas, sólo las abandonaría cuando algún acontecimiento perentorio la requiriera. A partir de ahora dedicaría su tiempo a sus seres queridos y éstos se hallaban casi todos allí, únicamente un trozo de su corazón se le había ido muy lejos y ese trozo que le faltaba le hacía derramar amargas lágrimas en momentos de angustia y soledad. ¡Cómo se le ha podido ocurrir al descerebrado de tu marido participar en la cruzada y arrastrarte a ella, Dios mío! ¡Cuánto estarás sufriendo, hija mía, tan lejos de mi protección y de mi amparo! Tu padre dice que no corres riesgos por asistir a la cruzada, pero yo no veo más que peligros por todas partes. En sueños te veo rodeada de una caterva de libidinosos sin escrúpulos que te arrastran a sus antros sólo para satisfacer sus apetitos y, por si eso fuera poco, muchas veces me despierto sobresaltada creyéndote víctima del ataque de esos hombres desalmados que no piensan más que en matarse unos a los otros. Hija mía, ¿para eso me esforcé yo en darte la educación que te di? Aun sin llegar a esos extremos llevarás una vida de privaciones y esfuerzos que no es la que yo soñé para ti. Yo soñé que vivirías en un rico palacio, entre sábanas de holanda y ropas de seda y terciopelo, rodeada de toda serie de comodidades y servida por un sinfín de lacayos. ¡Qué equivocada estaba! Estarás durmiendo en camastros viejos y desvencijados, entre ropas sucias y malolientes, llenas de inmundicias y parásitos, sin nadie que te sirva y comiendo sabe Dios qué, si es que encuentras todos los días algo que llevarte a la boca. ¡No sabes cuánto sufro por ti! A veces pienso que has caído enferma, que estás postrada en una litera sin que nadie se ocupe de ti ni le preocupe tu estado. Tu marido estará inmerso en el fragor de la batalla dejándote sudorosa y con fiebre, yacente en un camastro en una tienda de campaña destartalada, abandonada a tu suerte. O que en vez de ser tú el enfermo sea él, gravemente herido en una campaña por una lanza enemiga, y que tú tengas que hacerte cargo de todos sus cuidados, que tengas que sufrir largos desvelos atendiéndolo mientras él se debate entre la vida y la muerte. O que haya caído enfermo de fiebres palúdicas y no tengas un minuto de reposo por dedicárselos todos a él con tus cuidados. Hija mía, no sé nada de ti. Siento que tu marido te haya obligado a acompañarlo a esa guerra tan absurda. Todo sea por la mayor honra de Dios. Que Él te acompañe y te defienda de tantas penurias y sacrificios.
Urraca y Sancha correteaban por el patio del palacio bajo la atenta mirada de su abuela que no les quitaba el ojo de encima. Sancha, la menor, ya había cumplido los tres años y ya se desenvolvía libremente ella sola con plena soltura. Era víspera de San Juan. Su madre y su abuela se preparaban para trasladarse a la mansión del Bierzo. La abuela siempre que podía acudía a pasar los meses más calurosos del verano a la vera del Sil. Era su lugar predilecto.
—¿Ya está todo listo, hija?
—Todo, mamá.
—Pues nos vamos, que se nos hace tarde. Madre, colóquese a mi lado. Aquí irá más cómoda.
Toda la familia se puso en movimiento. Al atardecer llegaron sudorosos y exhaustos a la vetusta mansión. El ama de llaves, que permanecía siempre en ella en compañía de alguna sirvienta, salió presurosa a recibirlos. Era el momento de dar calor y vida a aquellas viejas paredes que encerraban el alma y los sentimientos de sus antepasados y de todos sus parientes. Al cruzar el umbral de la puerta ayudada por su hija, Velasquita derramó dos lágrimas que evocaban sus más profundos sentimientos. Los años pasaban y ya habían menguado sus energías. Ahora necesitaba un bastón para caminar o el brazo de alguien que la sostuviera para no caerse. Su vida se iba apagando lentamente como la llama de una vela que se va extinguiendo imperceptiblemente. Era ley de vida. Ella se extinguía para dar paso a las vidas pletóricas de sus bisnietas que reían y correteaban sin parar llenando de alegría las rancias dependencias de la vieja mansión. Un mes tardó en dejar este valle de lágrimas y reunirse en el más allá con el Creador, como nos enseña la Iglesia. Fue un día muy triste para toda la familia reunida allí para dar el último adiós a su ser querido.
Doña Jimena reposaba en la hamaca bajo la espesa fronda a la orilla del río. A pesar del calor que hacía, ya no le apetecía zambullirse en las cristalinas aguas del Sil. Eso quedaba ahora para su hija y sus nietas que no paraban de correr y danzar por el prado y el jardín de la mansión. Se repiten los mismos actos pero con distintos actores. Ahora son nuestra hija y nuestras nietas quienes ocupan mi lugar, a Enrique te lo has llevado tú para dirigir la defensa de Toledo. Las niñas están preciosas. Te haría gozo verlas, te lo aseguro. Ya sabes que ha muerto mi madre. Pobrecilla, se había hecho ya muy mayor. Además, echaba mucho en falta a mi padre. Casi mejor así. Rezaré mucho por el eterno descanso de su alma. ¡Fue siempre tan buena conmigo! Dos lágrimas resbalaron por sus aún tersas mejillas. ¡Cómo nos vamos haciendo viejos sin darnos cuenta! Ya ves, mis padres ya me han dejado sola y mis hermanos ya hacía mucho tiempo que lo habían hecho. Cada uno va por su lado y sólo nos juntamos en momentos luctuosos como éste. Así es la vida, como la de los pajarillos que, una vez criados, cada cual se la ha de ganar por su cuenta. Así ha sido y así seguirá siendo.
¡Que ha muerto Rodrigo Díaz de Vivar! No, no sabía nada. Que hace más de un año que murió. Pues no me había enterado. Por aquí no ha trascendido la noticia. Quizá sea por eso, porque se hallaba en tierra de moros. ¿Y dices que lo han enterrado en la catedral de Valenica? Ya, ya, como si estuviera en su propia casa, ya que consideraba a Valencia como su propio reino. Bueno, allá él. Así ahora Valencia ha quedado en manos de su viuda, doña Jimena. ¿Y crees que ella podrá resistir mucho la presión de los infieles? Ya, tú piensas que Valencia es mejor que vuelva a manos de los moros mientras no se haga una conquista ordenada con su correspondiente repoblación, bien sea por tu parte o por parte del conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, que así como lo ha hecho Rodrigo no se puede hacer, que es una pérdida de recursos y tiempo. Que lamentas su pérdida, la de Rodrigo, pues, a pesar de todo, fue un gran caballero, pero un caballero que te dio muchos dolores de cabeza, no lo olvides. No obstante, si no hubiera sido tan indócil, crees que podríais haber llegado a realizar grandes gestas juntos si hubiera seguido a tu lado. Eso son especulaciones, la realidad es como es. ¿Y ahora qué piensas hacer? Facilitar a su viuda y a sus hijas la vuelta a tus reinos, que Jimena es pariente tuya y que no la puedes dejar abandonada por nada del mundo en tierra de moros. Tú siempre tan magnánimo.
Por aquí nos han llegado noticias de los almorávides y sus nuevas conquistas por tierras de Toledo. Dicen que han ocupado varias plazas al sur de ese reino y que te han obligado a retroceder la línea defensiva al Tajo. Ya ves cómo se van cumpliendo mis predicciones al respecto. No quisiera acertar en todo lo que te he vaticinado, pero creo que por lo menos el avance de la Reconquista se ha detenido y que su finalización durará siglos. Que estoy equivocada, ojalá fuera cierto, pero estoy convencida de que ni tú ni yo veremos nuevas conquistas en tierra de moros. Hazme caso y retírate a tus feudos, que sean otros los que avancen en tal empeño. Ya, ya sé que tú no vas a arrojar la lanza, que morirás con ella en ristre y sobre la grupa de tu caballo. ¿Por qué serás tan obstinado? Bueno, ¿por qué seréis todos tan obstinados? Porque ya sabrás que Raimundo no ha parado hasta conquistar Jerusalén. ¡Qué despropósito! Pobre Elvira, que ha tenido que pasar por tantos trances bélicos. Mejor sería que su marido se hubiera quedado en su palacio de Tolosa o al menos que la hubiera dejado a ella allí. La guerra no es el lugar apropiado para una dama. ¡Qué falta de tacto! Imagínate que caen enfermos o heridos él o ella o los dos a la vez, ¡qué desgracia! Bueno, él ya ha estado enfermo en uno de los asedios a las ciudades que han ido conquistando. ¿Te imaginas cuántas horas de insomnio habrá tenido que pasar nuestra hija para cuidarlo? Para llevar la vida que está llevando, valdría más que se hubiera quedado soltera. Al menos a mi lado no pasaría tantos infortunios. Ah, que los títulos y los honores se consiguen luchando en el campo de batalla. Eso estará bien para un hombre pero no para una mujer y menos aún si ésta es una dama. Para llevar la vida que está llevando no era menester educarla de la manera que la he educado. Yo la eduqué para que pudiera vivir entre las comodidades de un palacio rodeada de todo tipo de dichas y no para que viva como una gacela salvaje poco menos que a salto de mata. No, no, no te recrimino que la hayas casado con Raimundo. No es mal partido. Pero ha resultado ser un loco. Sí, ya sabes que es el gran instigador de la cruzada y su organizador principal. Tiene un alma demasiado aventurera y nuestra hija ha caído en la red de sus ansias de conquista. Espero que esto no acabe con su vida, la de Elvira me refiero.
¡Que también han muerto tu hermana Elvira y Berta! No, no sabía nada. Pues sí que lo siento. ¡Que Dios nuestro Señor les dé el descanso eterno y se apiade de su alma! No tuve mucho roce con Elvira pero las veces que me encontré con ella me cayó bien. Era una mujer que no acostumbraba a inmiscuirse en la vida de los demás, muy suya, muy recatada y devota, muy cumplidora con su deber. Aunque giró más de una visita a León, se mantuvo más bien apartada en su feudo de Toro gestionando desde allí su infantazgo. Espero que Dios la tenga en su gloria. Y de Berta, ¡qué puedo decir si no la he llegado a conocer! Me parece que ha sido la esposa que menor huella ha dejado en tu vida. Llegó sin hacer ruido y sin hacer ruido se ha ido y ha pasado por tu vida sin pena ni gloria. Tan sólo ha servido para dar fe de la mala suerte que estás teniendo con tus esposas. Que te hizo feliz durante unos años, que ha sido tu leal compañera y ha cumplido fielmente con sus funciones de reina confirmando documentos y asistiendo a múltiples actos a tu lado, que ha recorrido contigo una etapa más de tu vida. Todo lo que quieras, pero no te ha dado ningún hijo, que fue el motivo principal por el que te casaste con ella. No me digas que estás orgulloso y satisfecho de su paso por tu vida, pues, junto con Inés, son las dos mujeres que no te han dado descendencia. Puedes pintarlo del color que quieras, pero el paso de esta mujer por tu vida ha sido un auténtico fracaso. Te ha herido en la fibra más sensible de tu orgullo aunque trates de negarlo. ¿Y cómo murió? ¿Estaba enferma o fue algo repentino? Ah, que durante el entierro de Elvira, en el panteón de San Isidoro, el frío se cobijó en su pecho y en pocos días acabó con ella. Los físicos, a pesar de que lo intentaron, no pudieron hacer nada por salvarle la vida. La pulmonía fue fulminante. ¡Qué mala suerte!
¿Y ahora qué? Ah, que ya te has casado con Zaida. ¡Bueno, bueno, bueno, eso ya lo veía venir yo hace mucho tiempo! Al fin la has convencido para que se convierta al cristianismo. No habrá sido una tarea fácil, ¿no? Que te ha costado lo tuyo, que Urraca se opuso desde el primer momento a este nuevo enlace, que Zaida no es más que una infiel que no es digna de sentarse a mi lado en el trono, que su hijo es tan ilegítimo o más que nuestras hijas, que lo deje ya estar todo como está. Tu hermana tiene más razón que un santo, Alfonso. ¡Cómo se te ha ocurrido casarte de nuevo! Pero bueno, para conseguirlo, Zaida se habrá convertido al catolicismo, ¿no? Desde luego, pero eso también ha costado lo suyo. En principio Zaida no cedía, decía que su fe era inquebrantable, que necesitaba más tiempo para pensarlo. Le parecía poco el tiempo que había transcurrido desde el nacimiento de Sancho, que aún necesitaba más. Fueron unos días de tira y afloja, de exigir y ceder, hasta que por fin decidió someterse a la conversión. La ceremonia del bautizo la celebramos el día de Pascua de Resurrección para darle el mayor boato posible. Eligió el nombre de Isabel y con él reinará a mi lado. Un mes más tarde celebramos nuestras nupcias. Te deseo mi más sincera enhorabuena y que seáis felices por muchos años. Ya veo que has vencido todos los obstáculos incluido el de tu hermana Urraca. Ahora sí que te puedes sentir feliz y puedes declarar ya oficialmente a Sancho como tu legítimo heredero al trono. Que ya lo has hecho, me lo imagino. Lo que no me quiero imaginar cómo estarán tu hija Urraca y su marido Raimundo. Seguro que están que se suben por las paredes. No quisiera estar en estos momentos a su lado. Que a estos dos ya les tienes reservado el papel que desempeñarán en el futuro en tu reino aparte del condado de Galicia, que estarán tan ocupados con su nueva misión que no les quedará tiempo para urdir complots ni maquinar conspiraciones contra ti. No estés tan seguro de eso. El mundo y la vida dan muchas vueltas. De lo que sí estoy bien segura es de que ahora tienes que ser el hombre más feliz del mundo, recién casado con la mujer que amas y tu hijo legitimado como futuro heredero del trono, ¿qué más puedes pedir? Sí, ya sé, tener más hijos para asegurar mejor tu sucesión. Ah, que Zaida, perdona, Isabel te ha dicho que está esperando un nuevo hijo tuyo. ¿Y para cuándo? Para finales de año. Bueno, espero que sea también un varón y que tengáis salud para criarlo. ¡Mi más sincera enhorabuena! ¡Señor, Señor, qué encadenamiento de buenas y malas noticias!
Doña Jimena no sabía cuánto tiempo había transcurrido mientras daba vueltas en su cabeza a sus monólogos sobre los últimos acontecimientos. Miró a su alrededor y se percató de que su hija y sus nietas ya no estaban allí. Deben de haberse recogido en la mansión. Luego observó por entre el entramado del follaje la altura del sol. Debe de ser la hora de comer. En ese momento vio cómo se acercaba una de las sirvientas. Ya me temía yo que se estaba haciendo algo tarde.
—¡Hola, tesorines míos! ¿Tenéis hambre?
Teresa había comenzado a darles de comer a las niñas. Urraca ya no necesitaba la ayuda de nadie mientras que Sancha se hacía de rogar y obligaba a su madre a dale la comida a la boca.
—Anda, hija, abre la boca. Una cucharada más.
—No quero.
—Pero si no has comido nada. ¡Venga, hija!
Como todos los niños, la pequeña se resistía a comer. A sus tres añitos todo eran excusas y remilgos para no comer.
—¡Ay, hija, come ya, que no has comido nada!
La madre se desesperaba y perdía la paciencia.
—¡Qué harán que no hayamos hecho! Cálmate, hija, y vete engañándola y dándosela poco a poco, ya verás cómo lo consigues.
—Es que me saca de quicio, mamá. En todas las comidas hace lo mismo.
—Lo sé, hija. Por eso debes cargarte de paciencia. Despacio y con calma lograrás que coma algo. —Doña Jimena hizo una breve pausa—. ¿Tienes alguna noticia de Enrique?
—Ninguna, mamá.
—Hace más de quince días que no recibimos noticias de él. Esperemos que no le haya ocurrido nada.
—Mamá, ¿no querrás que nos esté enviando mensajeros todos los días? Bastante tendrá con atender a la defensa de Toledo.
—¡Ay los hombres, siempre luchando!
—Y si no fuera así, mamá, ¿cómo podrían recuperar la tierra que nos han arrebatado los moros?
—Tienes razón, hija, a veces no sé lo que me digo. Pero es que una ya está harta de tanta lucha y tanta guerra. Llevamos cuatro siglos luchando contra ellos y no se ve el final. Es demasiado derramamiento de sangre y demasiado sacrificio. Cuando parece que se va inclinando a nuestro favor la balanza, los islamitas se reorganizan y se rearman como si resurgieran de sus cenizas. No sé cuándo se va a acabar este sinsentido, hija mía.
—Mamá, ¿irás este año por Ulver?
—Tendré que ir, hija, al menos a hacerles una visita. Ya sé que puedo fiarme totalmente de Pelayo, pero de vez en cuando debo aparecer por allí aunque sólo sea para infundirles ánimos con mi presencia. Antes de regresar a Astorga pasaré a hacerles una visita.
El almuerzo tocaba a su fin. Madre e hija siguieron hablando de sus problemas e inquietudes mientras las niñas rendidas por el calor y el cansancio dormían plácidamente la siesta.
19
La primavera ya se dejaba sentir en Astorga a pesar de que el Teleno y otros picos de los Montes de León permanecían aún con sus cumbres nevadas. Doña Jimena había salido a cabalgar por la planicie asturicense para romper la monotonía del palacio y dejarse llevar por viejos recuerdos. ¡Habían ocurrido tantas cosas y las que acaecerían aún! La jaca trotaba por una vereda a orillas del río Tuerto mientras que la amazona que la montaba dejaba volar su imaginación por donde libremente quería. Estarás contento con el nuevo hijo que esperabas de Isabel, ¿no Alfonso? Que ha sido otra niña, pues sí que tienes mala suerte con tu descendencia. ¿Y cómo le habéis puesto? ¡Vaya, así que tenemos otra Sancha en la familia! Estará loca de contenta tu madre allá donde esté con tanta nieta y bisnieta que lleva su nombre. No, no, por aquí estamos bien, no hay acontecimiento ninguno digno de resaltar. ¿Qué me dices, que ha muerto tu hermana Urraca? ¡No me lo puedo creer! Te envío mis más sentidas condolencias. ¿Y cuándo ha ocurrido? Ah, a principios de año. Que habéis asistido a los funerales. Bueno, eso era de esperar. Que estabais en Toledo y os habéis desplazado hasta León para darle el último adiós. Ya. Como es lógico, la habréis inhumado en el panteón familiar de San Isidoro, ¿no? ¡Tanto como se desvivió ella por ver acabada la basílica y no lo consiguió! Ah, que no murió en León ni en Zamora, que murió en Sahagún. Que se había trasladado allí después de la muerte de Elvira para expiar sus culpas y pasar allí los últimos años de su vida. No sabía nada de eso. Que en estos dos últimos años hizo donación de muchas de sus posesiones y trató de poner en orden su vida y su conciencia para morir en la paz del Señor y poder salvar así su alma de la condenación eterna. Me parece muy bien pero debería haberlo hecho mucho antes, aunque más vale tarde que nunca.
Doña Jimena tiró de las bridas de su montura y espoleó sus ijares para obligarla a saltar una acequia ante la que se resistía. Superado el obstáculo continuaron su trote por la margen derecha del Tuerto. Habrás sentido mucho su muerte, ¿no?, porque para ti fue más una madre que una hermana y, además, tu más fiel y mejor consejera. ¡Cuántas veces te has levantado gracias a su ayuda y cuántas has revocado tus decisiones por sus acertados y precisos consejos! Siempre estuvo a tu lado como tu sombra. Fue tu segunda conciencia o, más bien, tu conciencia. Tal vez de no haber sido por ella tú y yo nos hubiéramos casado y sabe Dios qué nos hubiera ocurrido. Para mí fue la puñalada más dolorosa que me han podido dar en la vida, pero, pasados los años, pienso que tal vez fue lo mejor que me pudo ocurrir. Si nos hubiéramos casado, Gregorio VII nos habría excomulgado y, en tal caso, yo habría sido la más malparada. No cabe duda que tú por tu rango pronto habrías sido absuelto, mientras que yo habría sido denigrada por todo el mundo. No quiero ni pensar qué habría sido de mí en tal estado. Así que, en el fondo, creo que debo estarle agradecida. ¡Qué locos éramos en aquel entonces! ¡Y pensar que estuvimos a punto de que nos casara el abad dom Roberto! Siempre recordaré a Urraca como la mujer más juiciosa y recta que he conocido, imposible de ser doblegada por la voluntad de nadie. Su único objetivo fue facilitarte el acceso al trono y perpetuar tu linaje, pues tú fuiste siempre para ella su amado hermano. No digas que no. Sabes muy bien que es así. Tu hermana sintió un odio visceral por Sancho y un desprecio sin límites por García. Seguro que cuando Bellido Dolfos acabó con la vida de Sancho ella elevó infinitas gracias al cielo. Por lo que concierne a García, fue instigadora necesaria de su encierro de por vida. Quería que el reino de tus padres recayera en unas solas manos y esas manos eran las tuyas y no las de tus hermanos. Si ésa era la voluntad de Dios que la tenga en su gloria. Me hubiera gustado haber vuelto a hablar alguna vez más con ella pero no ha podido ser. La última vez que hablamos fue en mi despedida en León. Fue una despedida cortés, incluso hubo una pizca de calor entre ambas. Tu hermana les hizo algunos regalos a las niñas y algunas zalamerías. Nos despedimos como hermanas y nos hicimos la promesa de volver a vernos alguna vez, pero yo creo que ninguna de las dos estaba decidida a cumplirla. Yo sabía que una vez que viniera para el Bierzo no volvería a poner los pies en León y así ha sido hasta la fecha. Sabes que habría sido muy criticada si hubiera vuelto alguna vez por ahí. Creo que lo que he hecho es lo mejor para todos.
El sol estaba ya bastante alto por lo que doña Jimena decidió regresar a palacio. Ahora tendría que galopar la mayor parte del camino para desandar lo andado. ¡Cómo se pasa el tiempo sin darse cuenta! Y tú qué, ¿habrás retornado ya a la corte de Toledo, porque es allí donde has fijado tu residencia, no? Ah, que aún sigues en Sahagún y que no piensas irte por lo menos hasta después de Pascua, que este año cae a finales de abril. Estarás con Isabel, ¿no? Ya. ¡Qué recuerdos tan adorables y lejanos me evoca todo eso! Doña Jimena exhaló un suspiro y dejó volar libremente su imaginación. ¡Quién pudiera volver a aquellos dorados años que pasamos en León y a aquellos días tan felices que vivimos en Sahagún! Casi te convencí para que aceptaras la propuesta de casarnos que nos hizo Roberto y de quedarnos a vivir para siempre en Sahagún, de renunciar a la corona y vivir para siempre nuestro idilio de amor, pero tú rompiste en añicos todos mis sueños y me obligaste a pisar en el suelo. Y tenías toda la razón. ¿Qué hubiéramos hecho los dos en Sahagún? ¿Qué objeto hubiera tenido nuestra vida? ¡Qué ilusa era! ¡Cómo nos ciega el amor y la pasión! Recuerdo que el motivo de viajar hasta Sahagún fue el de comunicar personalmente a Roberto su próxima destitución. ¡Pobrecillo! Fue superado por los hechos. Lo enviaste allí con motivo de imponer el rito romano en el monasterio y fue él el convertido al rito hispano. Era todo corazón pero le faltaba cerebro. A lo lejos ya se divisaba Astorga. La condesa puso la jaca al trote para que no llegara toda sudorosa a palacio. ¿Saldrás a cabalgar por las alamedas que bordean el Cea en compañía de Isabel? Que ya no te apetece tanto como en los años de juventud, que la vida pasa y el cuerpo va perdiendo sus energías, que uno cambia de gustos y preferencias a medida que se envejece. ¡Qué razón tienes! Yo misma lo estoy notando aunque soy mucho más joven que tú. Ahora mismo estoy cabalgando y ya noto que no estoy tan ágil como hace unos años, cada vez me va costando más subir a la silla. Pero ¿algún paseo sí que podrás dar por aquellas veredas a la orilla del río? Ya, que eso sí lo haces cada día en compañía de Isabel, aunque cada vez vas apreciando más la tranquilidad y el reposo que te proporciona el palacete de Constanza. ¡Qué buena idea tuvo! Doña Jimena llegaba a las caballerizas del palacio donde uno de los criados tomó las riendas de la caballería mientras la condesa se dirigía a sus aposentos para cambiarse de ropa antes de comer. Cuando entró en el comedor todo el mundo la esperaba.
—Buen provecho a todos. Siento haberme retrasado un poco, perdonadme.
—Buen provecho, madre, no tiene importancia —le contestó su yerno—. Ahora, con permiso de todos, comencemos a comer antes de que se enfríe la comida.
—Siento de veras el retraso. Sin darme cuenta me he alejado más que en otras ocasiones y eso me ha retrasado. No sé en qué estaría pensando.
—No le des más vueltas, mamá, que no ha sido para tanto. Tan sólo han sido unos minutos —la disculpó su hija.
—¿Cómo habéis pasado la mañana?
—Bien, mamá. Hemos estado dando un paseo por ahí con las niñas.
En ese momento Sancha abandonó la mesa para ir a jugar con una muñeca. Su abuela se la quedó mirando sin decir nada.
—No debéis demorar la instrucción de vuestras hijas, sobre todo la de Urraca, que ya va a cumplir los seis años. Tú y tu hermana a su edad ya teníais institutriz.
—Estamos en ello, mamá, pero no encontramos ninguna.
—Podéis llamar a Fronilde, la que os educó a vosotras.
—Fronilde ya no está aquí, mamá. Hace mucho tiempo que se fue para León.
—No sabía nada, lo siento. Pues tendréis que buscar otra sin pérdida de tiempo. Las niñas necesitan que alguien las eduque, no pueden subir como potrillos salvajes.
—Y no subirán —aseveró su yerno.
—Eso espero. ¿Y qué sabéis de la familia, bueno, de Raimundo y Urraca, porque de Raimundo y Elvira pocas noticias tenemos?
—Raimundo está en Ávila. Debes saber que el rey ha encomendado a mi primo la fortificación y repoblación de Ávila, Segovia y Salamanca para contener el avance de los almorávides. La sed de conquista de éstos no tiene límite y si no se hace algo por nuestra parte pronto se harán dueños de todo el territorio que les hemos arrebatado durante estos últimos años.
—¿Tan grave es la situación?
—Tan grave, madre.
Urraca terminó de comer lo que le habían servido y, cansada de escuchar lo que hablaban sus padres y su abuela, se fue a jugar con su hermanita. Urgía que alguien se ocupara de su falta de modales. Las niñas subían a su aire sin que nadie se preocupara de corregirlas. Esa relajación ponía muy nerviosa a la abuela que desaprobaba por completo el comportamiento de las niñas pero no dijo nada al respecto. Era a su hija y a su yerno a quienes les correspondía tomar medidas. Dirigiéndose a Enrique le preguntó:
—¿Y tú no piensas contribuir de alguna manera a la contención del avance de los sarracenos?
—Ya lo estoy haciendo. El año pasado estuve dirigiendo la defensa de Toledo y ahora estoy esperando que el rey me dé nuevas órdenes.
—¿No crees que deberías adelantarte a la llamada del rey yendo a ponerte sin más dilación a su entera disposición? Piensa que él está ya bastante mayor y necesita sangre joven que lo sustituya y que ocupe su lugar en la guerra contra los infieles.
—Lo pensaré, madre, pero don Alfonso no es muy amigo de que le pasen por delante. Siempre quiere llevar él la voz cantante.
—Lo sé, hijo, lo sé, pero una mano amiga siempre le vendrá bien.
La comida transcurrió en completa armonía. Al finalizar, doña Jimena se retiró a sus aposentos para descansar de la cabalgata de la mañana y reflexionar sobre las palabras de su yerno. ¿Era realmente grave la situación del reino ante el avance de los almorávides o más bien se trataba de alguna estratagema de Alfonso contra su yerno? Porque, a pesar de que era cierto que los islamitas ganaban terreno a los reyes cristianos, el hecho todavía no era tan alarmante como para proceder de esa manera. ¿No sería un ardid de Alfonso para distraer a Raimundo? Me temo más bien que sea esto último. Desde que Raimundo intentó proclamarse rey de toda Galicia y tramó derrocarlo, Alfonso no lo ha dejado en paz. Y hace bien, porque la ociosidad es la madre de todos los vicios. Pero mal se le presenta su vejez si no puede confiar en sus propios yernos y ya veo que no. ¿Qué estará tramando Urraca, su hija, que ve cómo va creciendo su rival y futuro rey de León si Dios no lo remedia? Ella que ya fue proclamada heredera y que perdió su derecho al trono con el nacimiento de Sancho, que ante las maquinaciones de su esposo ha visto considerablemente reducido su condado de Galicia, que ahora ve cómo su padre tiene ocupado a su marido en quehaceres que lo distraigan de sus maquinaciones perniciosas, debe de estar que se la llevan los demonios maquinando cualquier perfidia para desbaratar los planes de su padre. Y su padre no hace más que desbaratar los planes de ella. Mal avenencia puede haber ante esa rivalidad.
¿No me negarás que le has encomendado esos trabajos a Raimundo para que no hurgue más en el tema de la herencia, para que Urraca se olvide de la corona que tienes reservada sola y exclusivamente para Sancho? Ya, ya lo sé que en tu cabeza no cabe que una mujer pueda heredar tu corona, pero, como ya te he dicho otras veces, ¿y si le pasara algo a Sancho, Dios no lo quiera? ¿Y si no tienes más descendencia masculina? Todo podría ser, ¿no? Hasta la fecha sólo has engendrado un hijo, Sancho, y ya llevas unas cuantas hijas. ¿No podría seguir siendo así en el futuro? Podría ser pero que harás todo lo posible por que no ocurra así, que no puedes permitir que la corona pase a Urraca y, a través de ella, a Raimundo, como ya ocurriera con tus padres, porque no puedes dejar que la corona de León caiga en manos de un extranjero, de un francés. Eso deberías haberlo tenido en cuenta antes de casar a tu hija con Raimundo. Ya, que en esa decisión tuvieron mucho que ver Constanza y el abad de Cluny, dom Hugo. Vamos, que te tendieron una trampa y caíste en ella como un pardillo, eso está bien claro, y ahora tratas de enmendar ese oprobio a cualquier precio. Por eso tu empeño de casarte cada vez que te quedas viudo, lo haces con la esperanza de procrear nuevos hijos que perpetúen tu estirpe. Esperemos que Dios nuestro Señor satisfaga tus deseos.
*****
Dos años habían transcurrido desde el fallecimiento de doña Urraca Fernández cuando doña Jimena, que se encontraba en sus posesiones del Bierzo, recibió la noticia del nacimiento de su nieto Alfonso Jordán, hijo de Raimundo y Elvira. Por fin habéis tenido un hijo. Ya no lo esperaba, hija mía. Tu marido tan mayor y tan preocupado por la guerra y por la conquista de Jerusalén, de veras, hija, pensé que ya no tenía tiempo para procrear un hijo contigo. Aunque tarde me habéis dado una grata alegría, pero lo que más siento es no haber podido estar a tu lado en esos momentos tan difíciles. Me hubiera gustado haber sido la primera en recibir en mis manos a tu nuevo hijo, pero ya ves, ni la primera ni la última, Dios sabe cuándo lo podré ver. ¡Ay, hija mía, cuánta diferencia hay entre la realidad y los sueños! Aún recuerdo cuando me prometiste que siempre estarías a mi lado, que no me abandonarías nunca, y ya ves qué diferente es todo. Lo siento, hija. Siento no poder acompañarte y estar a tu lado y al lado de tu hijo para daros todo mi calor y mi cariño, y para cuidaros, que seguro que no lo estáis pasando nada bien en esa tierra extraña y en ese ambiente bélico. Mis ojos son dos fuentes que no paran de manar dos ríos de lágrimas agridulces, pues son lágrimas de alegría y de pena al mismo tiempo. De alegría por la llegada a este mundo de vuestro primer vástago y de pena por las circunstancias en que ha venido y por los problemas y carencias por los que estaréis pasando. Hija mía, ya que no he podido abrazaros físicamente como hubiera sido mi deseo, te mando mi más sincera felicitación y mil abrazos y mil besos para ti y para tu hijo. Espero que puedas vivir muchos años para que lo puedas ver crecer y hacerse un hombre de provecho. ¡Mi enhorabuena, cariño! Doña Jimena se enjugó las lágrimas que le rodaban por la tersura de sus lirios. Luego se acercó a la orilla del Sil. A su lado parecía revivir su cuerpo y su espíritu. Tengo que darte una grata noticia, Alfonso. Eres abuelo de tu primer nieto. Elvira ha tenido un hijo al que le han puesto Alfonso, como tú, Alfonso Jordán. Lo de Jordán es por haber sido bautizado en las aguas del río Jordán. Sí, como Jesucristo. Ya sabes que Elvira y Raimundo siguen en Tierra Santa. Allí nació su hijo y allí lo han bautizado. Que tú estás esperando otro hijo de Isabel, que nacerá el próximo mes de septiembre. Me alegro mucho y espero que sea otro varón. ¡Mi más cordial enhorabuena! A ver si por fin se cumplen tus tan anhelados deseos, porque mira que has tenido mala suerte hasta ahora. ¿Cuántos hijos has tenido ya? Que éste hará el número diez y entre todos ellos de momento sólo has tenido un varón. Es mala suerte. Ya te lo he dicho en alguna otra ocasión, es como si alguien te hubiera echado mal de ojo o que el destino se haya puesto totalmente en tu contra. Esperemos que éste que esperas rompa la mala racha que llevas.
Me han dicho que por fin enviaste tropas para defender Valencia, pero, al final, ésta ha caído en manos de los moros. Eso estaba escrito. ¿Qué podía hacer Jimena contra el empuje de los musulmanes? A Rodrigo lo respetaron pero no a ella. No tenían motivos para hacerlo y, como muy bien has dicho tú, una ciudad y un territorio no se conquistan con el corazón sino con la cabeza. Después de la conquista hay que repoblarla, de lo contrario no se consigue nada. Esta derrota te habrá supuesto un nuevo revés en tu afán de reconquista, ¿no? Ahora no sólo te has quedado sin Valencia sino que también te vas a quedar sin Zaragoza, pues el emir de Zaragoza se ha aliado con Tasufín y a ti te ha dado plantón. Si es que no puede ser, la sangre llama a la sangre, como es lógico, y prefieren darse la mano entre ellos. Como ya te he dicho en más de una ocasión, no quiero ser agorera pero el tiempo me está dando la razón. Estás perdiendo territorios y adhesiones a pasos agigantados y no le veo la solución a corto ni medio plazo. Ya ves, el tiempo pasa y tú cada día pierdes más territorio. La conquista de Toledo ha sido un hito pero no la solución para lograr el finiquito de la Reconquista. Hoy la veo mucho más lejana que hace unos años.
Doña Jimena pasó el verano en la mansión del Bierzo con su hija Teresa y sus nietas. Enrique había ido a Portugal a resolver algunos problemas que tenía allí. A finales de septiembre se hallaban otra vez todos reunidos en el palacio condal de Astorga para seguir con su vida normal. Urraca debía continuar con su instrucción mientras Sancha comenzaría a dar sus primeros pasos en la misma.
Un día de principios de octubre después del almuerzo doña Jimena que se había quedado a solas con su hija le comentó a ésta:
—¿Sabes que tu padre ha tenido una nueva hija?
—¡No me digas, mamá! No sabía nada.
—Sí, hija, sí. Además, le ha puesto Elvira como a tu hermana.
—¡Será posible! ¿Y ahora cómo nos vamos a entender cuando nos refiramos a ellas?
—No lo sé, hija. De alguna manera habrá que hacerlo. Podían haber elegido otro nombre para evitar este problema. ¿A quién se le habrá ocurrido? ¡Como si no hubiera más nombres en este mundo! A la hora de cenar les puedes dar la noticia a Enrique y las niñas. No hay por qué ocultárselo. Antes o más tarde han de saberlo.
—Lo haré, mamá.
Madre e hija guardaron silencio, como si quisieran meditar lo que se iban a decir.
—No creo que esté muy contento tu padre con este nuevo alumbramiento. Con ésta ya son diez hijos los que ha tenido y entre todos tan sólo un varón. Tiene que estar completamente deshecho. Si algún día le pasara algo a Sancho, se moriría de pena y no es para menos. ¡Señor, apiádate de él!
—Mamá, ¿papá no es ya muy mayor para seguir teniendo hijos?
—Lo es, hija, pero tu padre no se detendrá hasta que consiga un nuevo hijo varón. Quiere asegurar la vía sucesoria a toda costa, por eso se ha casado cada vez que se ha quedado viudo. Es una obsesión que no lo deja vivir.
—Mamá, ¿y qué pasaría si ninguno de los hijos legítimos que tiene llegara a sobrevivirlo?
—¡Por Dios, hija, no se te ocurra ni pensarlo!
—¿Por qué, mamá? ¿Es que no podría ocurrir?
—Claro que podría ocurrir, hija, pero eso no se dice ni se piensa.
—Bueno, supongamos que ocurriera, ¿qué pasaría entonces con la corona?
—No lo sé, hija, eso sería un tema de estado que debería resolver la alta nobleza. No creo que pase por sus mentes legitimaros a ti y a tu hermana, antes propondrían otra casa dinástica para que se hiciera cargo de la corona. No debes pensar en eso, hija mía. Tú ya tienes tu vida enfocada por el camino por donde debes seguir.
—Mamá, ¡pero tú pudiste haber sido la reina de León!
Doña Jimena exhaló un largo suspiro y dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—Lo sé, hija, pero el destino no lo quiso.
—¿Por qué, mamá? Nunca nos has contado nada de tu vida.
—Porque tu padre y yo somos primos segundos y la Iglesia no aceptó nuestro matrimonio. El papa amenazó con excomulgarnos si nos casábamos.
—Pues Urraca y Raimundo son primos hermanos y bien que se han casado.
—Lo sé, hija, lo sé, pero en nuestro caso el parentesco sólo fue la excusa. Para la Iglesia había otros motivos que no quisieron dar a la luz púbica.
—¿Qué otros motivos había, mamá?
—No importa, hija. Vamos a dejarlo así.
Doña Jimena dio por finalizada la conversación. No quería reabrir viejas heridas ya cicatrizadas.
20
Doña Jimena acababa de llegar a la mansión de sus padres después de haber pasado toda la primavera en el castillo de Ulver. Allí había puesto al día todos los asuntos pendientes y había dejado las riendas del castillo en manos de Pelayo Cidiz. Un año más deseaba pasar el rigor veraniego al lado de las refrescantes aguas del Sil, su lugar favorito. Contemplaba cómo se bañaban sus nietas bajo la atenta mirada de su institutriz. Aquel año Teresa y Enrique no la acompañarían porque tenían que ocuparse de los problemas de su condado. Las niñas y la institutriz, en cambio, estarían con ella todo el verano. Recostada sobre una hamaca, se deleitaba con los sonidos de la naturaleza y el chapoteo de las niñas en las cristalinas aguas del río.
Así que has tenido tu segundo nieto, que también se llama Alfonso. Me alegro mucho por ello y te doy mi más afectuosa y sincera enhorabuena. ¡Que lo puedas disfrutar muchos años! Tanto desear tener hijos sin lograrlo y ahora te van a llenar de nietos tus hijas.¡Qué contradicciones! Pero ¿no me dirás que no estás contento? Cómo que no te dicen nada, que lo que tú querías eran hijos, que aún no has perdido la esperanza de tener alguno más. No te entiendo, Alfonso. Piensa que este nieto que acabas de tener puede ser tu heredero legítimo, pues no sabes lo que va a ocurrir en el futuro. Tú tienes todas tus esperanzas puestas en Sancho, pero imagínate por un momento que a Sancho le pasara algo, ¿quién heredaría tu reino en ese caso? Que eso es algo impensable que no va a suceder nunca, que estás preparando a tu hijo para que sea el futuro rey de León, que además estás intentando tener más hijos con Isabel para garantizar la perpetuidad de tu estirpe. Pero ¿acaso no la garantizarías igualmente con tu hija Urraca en el caso de que le sucediera algo a Sancho?No, no estoy deseando que le ocurra alguna desgracia a tu hijo, sólo estoy planteando la hipótesis de que le ocurriera. En tal caso la corona debería pasar a manos de tu hija tal como está hoy la situación. Que no quieres ni pensarlo. Ya, ya lo sé, pero deberías.
El alegre canto de un pajarillo se mezclaba con el cristalino susurro de las aguas y con el ensordecedor estridor de las chicharras que no cesaban de cantar en los caniculosos días de julio. Las niñas seguían jugando con el agua. ¿Sabes que ha muerto Raimundo IV de Tolosa? Sí, en el incendio del castillo del Monte Peregrino de Trípoli recibió graves quemaduras que lo han llevado a la muerte tras una atroz agonía de cinco meses. Ha sufrido muchísimo durante todo este tiempo, pero aún ha sufrido mucho más nuestra hija. No ha descansado ni un momento. Siempre a su lado, las más de las veces curándole ella misma las sangrantes y pestilentes heridas y soportando sus inacabables lamentos. No ha tenido mucha suerte en su matrimonio. No, no, no te lo recrimino. ¿Cómo ibas a saber tú lo que iba a ocurrir? Son cosas que pasan y no queda más remedio que cargar con ellas, pero eso no es óbice para admitir que ha tenido muy mala suerte con su matrimonio. ¿O acaso no es cierto? Apenas finalizada su boda Raimundo se la llevó para Tolosa y poco después a Tierra Santa donde no ha tenido como aquel que dice un sólo día de reposo y de asueto. Sometida a los trajines de la guerra y a los continuos cambios de residencia, ha padecido todas las penalidades habidas y por haber de este mundo. En vez de solazarse entre comodidades y regalos y disfrutar de los placeres de la vida, ha tenido que vivir en tiendas de campaña bajo las inclemencias del tiempo, padeciendo fríos y calores, estrecheces, enfermedades, hambre, sed y toda clase de privaciones por esa vida nómada y sin sentido a la que ha sido sometida. No, no podemos decir que ha sido feliz en su matrimonio. Para colmo le ha tocado soportar esta larga y espantosa agonía de Raimundo. ¿Qué pecado ha cometido para tan triste destino? ¿Y ahora qué, qué va a ser de ella? Porque los títulos que ostentaba por ser consorte de Raimundo no creo que pueda seguir llevándolos. Así que se va a quedar con lo puesto y además con la carga de su hijo. ¡Pobre Elvira, qué mala suerte ha tenido! Que no me preocupe tanto, que con el tiempo todo se arreglará, que vendrán momentos mejores. Eres demasiado optimista y siempre ves el futuro con buenos ojos, yo, en cambio, soy realista y sólo me fijo en el presente, que es demasiado desolador para nuestra hija. Ya veremos cómo acaba todo esto.
A finales de agosto hicieron escala en la mansión del Bierzo Teresa y Enrique que regresaban de su condado de Portugal al palacio de Astorga. Se detuvieron en el Bierzo para recoger a sus hijas y a la institutriz de éstas. Ya sola, Doña Jimena aprovechó para trasladarse al castillo de Ulver a poner en orden sus cuentas y el gobierno del castillo. Quería dejarlo todo atado y bien atado antes de que llegaran las nieves. A comienzos del otoño regresó a la mansión del Bierzo para pasar allí los últimos días antes de desplazarse al palacio de Astorga donde, como cada año, pasaría el invierno en compañía de sus hijos y sus nietas, pero sin previo aviso llegó por sorpresa su hija Elvira. Doña Jimena leía un libro cómodamente sentada en un sillón del salón de su casa.
—¡Hola, mamá!
La condesa levantó la vista del libro y se quedó contemplando con asombro a la recién llegada. Casi le costaba trabajo reconocerla.
—¡Hija!, pero ¿eres tú? ¡Virgen Santísima, qué cambio has dado!
Ambas se abrazaron y derramaron abundantes lágrimas por sus mejillas. Después de las largas expresiones de afecto, doña Jimena logró deshacerse con ternura de los brazos de su hija para contemplarla más despacio.
—¡Pero, hija, si casi no pareces la misma! Mucho has cambiado en estos once años. Cuando saliste de aquí eras sólo una niña y has vuelto hecha toda una mujer. Hasta tus facciones no parecen las de antes. ¡Cuánto habrás sufrido todos estos años! No has tenido suerte con tu matrimonio. Pero cuéntame, ¿cómo es que vienes sola? ¿Y tu hijo? ¿Dónde está Alfonso Jordán? ¿Dónde has dejado a mi nieto que no lo veo por ninguna parte? ¿Qué le ha ocurrido, Dios mío?
Dos ríos de lágrimas manaron de sus ojos mientras le hacía este rosario de preguntas a su hija.
—Calma, mamá, ten calma. Siéntate y te lo contaré todo. Sentémonos aquí y con calma y despacio te contaré todo lo que me ha pasado.
Doña Jimena, casi sin aliento, pidió a la doncella que le trajera algo de comer y de beber a su hija y se dejó caer en el sillón que ocupaba cuando llegó Elvira.
—Habla, hija mía, que vivo en ascuas por conocer tu historia.
—Lo haré, mamá. Comenzaré por mi hijo que, por cierto, es muy guapo y que siento en lo más profundo de mi corazón que no lo puedas conocer. Como bien sabes, Raimundo vivió convaleciente durante cinco meses. Desde el primer momento fue muy consciente de que no iba a sobrevivir a las gravísimas quemaduras que sufrió en el incendio del castillo, por lo que durante estos meses concertó con su primo Guillermo Jordán, conde de Cerdaña, la tutoría de Alfonso. Yo me opuse rotundamente, pero todo fue inútil. La primera condición que me pusieron para que mi hijo continuara bajo mi tutela fue la de su sustento. ¿De dónde iba a obtener yo una renta vitalicia para dar de comer y educar a mi hijo si yo no poseía, ni poseo, nada? Mis títulos de condesa de Tolosa y de Trípoli son sólo eso, títulos, títulos completamente hueros, vacíos, sin un solo penique de dotación. Como puedes comprender, mamá, así sin nada yo no puedo hacerme cargo de mi hijo. La segunda condición fue que podía quedarme con él y con mis títulos, pero bajo el gobierno y la tutela del conde que ostentara realmente esos títulos, es decir, yo no sería más que un cero a la izquierda, nada, no podría disponer de nada, ni tan siquiera de la educación de Alfonso. No sería más que un monigote al que nadie le haría caso ni siquiera mi hijo. Así que no pude hacer otra cosa más que renunciar a su tutela y venirme para aquí.
Elvira tomó algo de lo que le llevó la sirvienta antes de proseguir con su relato. Su madre seguía derramando lágrimas y exhalando suspiros.
»Ahora que ya sabes por qué no ha venido mi hijo conmigo seguiré contándote mi historia desde el principio. Finalizada la boda partimos para Tolosa siguiendo el Camino Francés a la inversa, como me habías vaticinado tú misma. Todo aquel año y el siguiente los pasamos en el palacio condal en un ambiente relajado y distendido. Cuando en 1095 el papa Urbano II predicó la conquista de Tierra Santa, a Raimundo le faltó tiempo para organizar y reclutar un ejército que diera satisfacción a los deseos del papa. Ya sabes que Raimundo era muy católico y estaba obsesionado por morir en Tierra Santa. Yo me negué desde un principio a que llevara a cabo sus pretensiones y su proyecto. Todo fue en vano. Además, me ordenó acompañarlo en aquel proyecto tan excelso y sublime como era recuperar para el cristianismo todas las tierras que habían hollado los sagrados pies de nuestro Señor. Para él constituyó desde ese momento el ideal por excelencia de un caballero. No sabes cuántas lágrimas derramé, mamá, cuántas veces maldije la hora en que me casé con aquel chiflado. Ganas me dieron de abandonarlo y regresar contigo, pero el miedo a las represalias de mi padre me obligó a continuar a su lado ocurriera lo que ocurriese.
»El año 1096, después de haber reunido un gran ejército, salimos para Tierra Santa en compañía de su hijo Beltrán y de Ademar, obispo de Le Puy, otro fanático como él, que iba en calidad de legado papal. Después de haber cruzado medio continente a través de montañas y valles, de desfiladeros y precipicios, de tortuosos senderos y llanuras interminables, de ríos y lagos, de haber sufrido mil penurias y calamidades, llegamos a Constantinopla donde nos detuvimos algún tiempo. Constantinopla es una ciudad muy grande, de unos 500.000 habitantes, situada en un lugar estratégico entre Europa y Asia. Es una ciudad maravillosa, mamá. Algo digno de ver. Allí vi por primera vez el mar, esa masa de agua salada que parece no tener fin, con sus mareas y su oleaje. En Constantinopla me sentí dichosa por primera vez desde que me casé. Sólo por ella merecía la pena tanta privación y tanto sacrificio y, si me apuras un poco, sólo por visitar Santa Sofía, su catedral, ya merece la pena viajar hasta allí. Constantinopla está situada sobre el estrecho del Bósforo, que une el mar de Mármara con el mar Negro. Desde las cimas más altas el Bósforo constituye todo un espectáculo para la vista.
»Partimos de Constantinopla para cercar Nicea ya en tierras de Asia. Allí permanecimos hasta mediados de junio del año 1097. Desde Nicea partimos para Tierra Santa a través del desierto de Anatolia, donde nos vimos involucrados en la batalla de Dorilea. En esa batalla contra los turcos murieron muchos de los nuestros. Estuvimos a punto de ser totalmente derrotados, pero, con la ayuda de Dios y la de un batallón que se había seccionado anteriormente de nuestro ejército y que regresaba de nuevo a nuestro encuentro, pudimos finalmente vencer al enemigo y continuar nuestro viaje hacia Tierra Santa. En nuestro avance nos topamos con Antioquía, que había sido tomada recientemente por los turcos. Raimundo quiso atacar la ciudad inmediatamente, pero Godofredo de Bouillon y Bohemundo de Tarento se lo impidieron y lo convencieron para someterla a un largo asedio. El sitio, dividido en dos fases, duró desde el 21 de octubre del 1097 al 28 de junio del 1098. El asedio fue terrible, casi más para los sitiadores que para los sitiados. Hubo mucha hambre y mucho frío. Tanto hombres como caballos se vieron terriblemente diezmados por ambas causas. Se dice que muchos cruzados se convirtieron en caníbales que comían los cuerpos de los turcos muertos. Otros se dejaban morir de hambre. Fue terrible, mamá. No había nada que llevarse a la boca y el frío paralizaba nuestros miembros. En las tiendas de campaña no había un rincón donde encontrar una pizca de calor. El frío, el viento, la nieve y el agua se colaban por todas partes. Debido a la enorme desnutrición muchos no eran capaces de mantenerse en pie. Fue el invierno más duro y más triste de mi vida. Tuvimos el socorro y la ayuda de los cristianos locales, que trataron de hacernos llegar ropas y alimentos, pero fue insuficiente. No te puedes imaginar, mamá, lo duro que resulta vivir en esas condiciones.
—¡Y yo que esperaba una vida llena de holguras y comodidades para ti! ¡Dios mío, qué equivocada estaba, hija mía!
La sirvienta entró en el salón:
—Señora, la mesa está servida.
Durante el almuerzo Elvira interrumpió el relato que reanudaría más tarde. Al acabar los postres doña Jimena invitó a su hija a regresar al salón.
—Cuéntame, hija, cuéntame qué más ocurrió en aquel deplorable sitio en el que tanto sufriste. ¿Por qué tuviste que participar en tan lamentables sucesos?
—Porque el destino lo quiso así, mamá. A finales de mayo se produjeron algunos altercados y hubo varios sobornos. Bohemundo consiguió de los demás líderes cruzados que si tomaban la ciudad ésta sería para él, a lo que se opuso rotundamente Raimundo, pero al final tuvo que ceder ante las presiones de los demás y la situación que se estaba viviendo. Mediante una estratagema en la que participó Bohemundo, que consistió en fingir que abandonaban el sitio, los turcos cayeron en el engaño logrando los cruzados hacerse con la ciudad. Entonces se produjo una gran batalla en la que hubo muchas bajas por ambos bandos y muchas deserciones por parte de los nuestros. Como consecuencia de todo ello los cristianos nos mantuvimos en el interior de Antioquía y pasamos de sitiadores a sitiados. El 10 de junio un pobre monje empezó a difundir a voz en grito que había visto la Santa Lanza en el interior de la catedral y más de un cruzado empezó a difundir visiones de todo tipo, como que alguien había visto a Cristo y a la Virgen o que se les había aparecido San Andrés y les ordenaba ayunar durante cinco días para tener éxito. Todos esos bulos contribuyeron a aumentar la moral de los cruzados hasta tal punto, que el 28 de junio salieron de la ciudad para enfrentarse en batalla campal contra los turcos. Después de una exhausta refriega, los turcos abandonaron el sitio mientras los nuestros se alzaban con la victoria. Así conquistaron la ciudad y crearon el estado de Antioquía, pero las diferencias entre Bohemundo y Raimundo no acabaron porque ambos querían la ciudad, Bohemundo para sí y mi marido para entregársela al emperador bizantino, Alejo I, tal como habían acordado.
»En octubre continuamos el viaje hacia Jerusalén. Muchos de los cruzados convencieron a Raimundo para que los guiara hasta Tierra Santa y él accedió a hacerlo, convirtiéndose en el nuevo jefe de la Cruzada gracias a la muerte de Ademar y a que Bohemundo se quedó en Antioquía y gracias también al prestigio que Raimundo había adquirido por el descubrimiento de la Santa Lanza. Por el camino hacia Jerusalén a Raimundo se le ocurrió conquistar una ciudad para sí, como había hecho Bohemundo con Antioquía, sobre todo para oponerse al poder de éste. Con esa idea penetramos en el emirato de Trípoli donde asedió Arqa, asedio que duró más de lo que él quisiera, por lo que perdió el apoyo de sus seguidores. Ante esta postura se vio obligado a desistir y seguir viaje a Jerusalén que inició el 13 de mayo del 1099. Tras un asedio de algo más de un mes conquistó la ciudad el 15 de julio. Los cruzados le ofrecieron la corona de Jerusalén que él rechazó inmediatamente. Mi marido no se veía digno de llevar la corona de la ciudad donde murió Jesús. Sólo pensar que le podían llamar Rey de Jerusalén le producía náuseas y pánico. Era demasiado devoto y creyente para ostentar ese título.
»Abandonamos Jerusalén para conquistar otras plazas en las que Raimundo no tuvo demasiada suerte. Después de varios intentos fallidos, regresamos a Constantinopla donde mi marido se alió con Alejo I para combatir, entre otros, a Bohemundo, que tenía demasiadas ínfulas expansionistas. En esta ciudad se unió a la Cruzada de 1101 que fue derrotada poco después en Anatolia. Logramos escapar con grandes apuros y regresamos de nuevo a Constantinopla. En 1102 viajamos otra vez a Antioquía. Esta vez lo hicimos en barco y fue toda una experiencia para mí. Me refiero al viaje en barco. Al principio casi no podía mantenerme en pie por el oleaje. Me mareé varias veces y tuve que permanecer acostada en un camastro para no caerme. Poco a poco logré mantenerme en pie al ritmo de las olas que a veces daba la impresión que querían sumergirnos en lo más profundo de su seno, pero el miedo no se me fue hasta que puse los pies en tierra en Antioquía. Allí Tancredo, el sobrino de Bohemundo, que era quien estaba al mando, le hizo prometer a Raimundo que no volvería a atacar nunca más a Antioquía dejándonos marchar libres. Pero Raimundo rompió pronto la promesa atacando la ciudad de Tartus, donde construyó un castillo en el Monte Peregrino, que seguro que te suena de algo, ¿no, mamá?
—Pues claro que me suena, hija. ¿no es allí donde nació tu hijo?
—Pues claro que fue allí.
—Menudas peripecias te ha tocado pasar. Tantos viajes, tantas batallas, tantos asedios, tantas conquistas, total ¿para qué? Para dejar la vida allí. Para eso no era menester tanto ajetreo. No sé cómo has podido soportar todo eso.
—Como me dijiste tú misma en cierta ocasión, mamá, obedeciendo siempre a mi marido.
Doña Jimena se mordió la lengua y pasó por alto la observación de su hija.
—¿Y cómo te las arreglaste para dar a luz a tu hijo?
—Como pude, mamá. Bueno, Raimundo consiguió que una partera de Tartus me asistiera en el momento crítico. Realmente lo pasé mal, no sólo en el parto sino también durante el embarazo y los primeros meses después de haber tenido el niño. Fuera de la ayuda de la partera no tuve nada más. Raimundo me dijo que no había dinero para dispendios, que tenía que arreglarme por mí misma como buenamente pudiera. ¡Te eché tanto de menos en todo ese tiempo! —A doña Jimena le saltaron las lágrimas al escuchar el lamento de su hija—. Me encontré muy sola y yo creo que fue el momento más duro de mi vida, sobre todo cuando nació Alfonso y no hubo una mano que depositara su ternura sobre su delicado cuerpecito.
—No me hagas llorar, hija, que yo hubiera dado todo lo que tengo por haber podido estar a tu lado, pero sabes que no pudo ser. Estabas en la otra parte del mundo.
—Lo sé, mamá, y no te culpo por ello. Es más, aunque hubiera estado en Tolosa no hubieras podido asistir, porque Tolosa tampoco está a la vuelta de la esquina. Sólo puedo culpar a quien me alejó de su propia familia y me obligó a vivir una vida de penurias y soledad para la que no estaba preparada.
El sol ya algo mortecino avanzaba lentamente en su camino hacia el ocaso.
—¡Cuántas penurias, hija mía, te hizo pasar aquel loco!
—Más de las que te imaginas, mamá, pero tuve que aguantarlo hasta la muerte, muerte que no le deseo ni a mi mayor enemigo. En enero de este año el cadí de Trípoli atacó e incendió el castillo del Monte Peregrino donde residíamos. Es cierto que Raimundo se portó como un valiente para detener el ataque, en primera instancia, y luego en la lucha contra el fuego, que acabó por arrasar por completo el castillo. En esa lucha por extinguir el incendio y salvar el castillo, fue donde recibió las graves quemaduras que terminaron con su vida. Hubo un momento en el que se vio completamente rodeado por las llamas, momento en el que hubiera expirado de no ser por la ayuda de uno de sus más fieles servidores, que lo sacó en brazos de aquel infierno, aunque, pasado el tiempo, no sé si no hubiera sido mejor que hubiera fallecido allí mismo calcinado por las llamas. Digo esto, mamá, porque no te puedes imaginar el calvario por el que tuvimos que pasar, tanto él como yo, hasta el día de su muerte. Sufrió quemaduras en más del ochenta por ciento de su cuerpo. Daba pena verlo. Solamente para quitarle los trozos de ropa que se le quedaron adheridos a su piel, fue un auténtico martirio. No te puedes imaginar lo que sufrió cuando se los íbamos quitando. Pero lo peor vino después. Las heridas no tardaron en infectarse y en supurar. Al curárselas padecía él y padecíamos los demás que tratábamos de calmarle el dolor y curarlo. Día a día su estado se agravaba, el dolor y la infección iban en aumento y él no podía aguantar de ninguna postura, pues todo su cuerpo era ya una llaga. El hedor, la putrefacción de su carne, el dolor, los gritos, los lamentos, el infierno, en fin, en el que estaba viviendo los últimos meses era insoportable. No cesaba de pedir a Dios que se apiadara de él y que terminara con aquel sufrimiento. Los últimos meses ya no quería vivir, si no hubiera sido por su profunda fe, se habría quitado la vida o habría pedido a alguien que lo hiciera por él. Era terrible estar a su lado, por el profundo hedor que despedía y por los gritos desgarradores que profería. El 22 de junio entregó su alma al Señor descansando él y dejándonos descansar a los demás.
—Que en paz descanse, hija mía, pero tú has sido una mártir a su lado.
—Lo sé, mamá. Espero que Dios no se lo haya tenido en cuenta.
El sol ya se ponía cuando madre e hija dieron por finalizada la charla.
21
Se acercaba la Navidad. Desde los aposentos de doña Jimena en el palacio condal de Astorga se divisaba el manto inmaculado que lo cubría todo, desde las calles de la ciudad hasta las cumbres más altas de los Montes de León, entre ellas el Teleno, que se elevaba majestuoso por encima de las demás cumbres. Más hacia el suroeste se podían distinguir los montes Aquilianos a cuyos pies se alza el monasterio de San Pedro de Montes. Lucía el sol aunque el día era desapacible. En la chimenea crepitaban las rachas de roble y los cepos. Doña Jimena esperaba con impaciencia la llegada de su hija Elvira a quien había mandado llamar.
—Hija, te has hecho esperar. Pensaba que ya no vendrías. Siéntate aquí al lado de la chimenea que te vas a quedar congelada.
Doña Elvira se sentó al lado de su madre al tiempo que comentaba:
—Si todo el frío que he pasado en mi vida fuera como éste, no habría por qué preocuparse.
—Ya lo sé, hija, pero eso no es óbice para que ahora te calientes al amor de la lumbre. La semana que viene será Navidad, lo que quiere decir que estamos en la época más fría del año y hoy le hace honor, fíjate como cuelgan los carámbanos de los tejados.
Una sirvienta se acercó para atizar el fuego.
—¿Desean algo las señoras?
—No, María, puedes retirarte.
Madre e hija siguieron conversando amigablemente.
—¿Sabes, hija, que vendrá a pasar la Navidad con nosotros el conde de Carrión?
—No me digas, mamá.
—Sí, se ha puesto al servicio de Enrique y tu cuñado lo ha invitado a pasar con nosotros todas estas fiestas. Es una oportunidad que no debes desperdiciar, hija.
—¿Por qué lo dices, mamá?
—Porque debes casarte de nuevo.
—La verdad que no tengo muchas ganas. Después de lo vivido con Raimundo no me apetece volver a casarme.
—No digas eso, hija, no querrás seguir mi ejemplo.
—¿Y por qué no?
—Por varias razones. En primer lugar, tú no te casaste con Raimundo por amor, así que nada te ata a él. En segundo lugar, Raimundo ha muerto, lo que te deja con las manos completamente libres. En tercer lugar, él no fue rey, por lo que tú nunca pudiste esperar ceñir una corona real. Por todo ello deberías pensar en un nuevo proyecto de vida. Para vivir una vida en penitencia y soledad ya me sobro y me basto yo. No es bueno que sigas mi ejemplo. Por otra parte yo aún puedo disfrutar de vuestra compañía, de la tuya y de la de tu hermana, en cambio tú estás sola en el mundo, porque tu hijo no creo que venga a recogerte nunca. Mientras viva yo podemos hacernos compañía una a la otra, pero el día que yo muera tú te quedarás completamente sola. Debes pensar en eso, hija mía, y buscar a alguien con quien compartir tu vida.
—Lo tendré en cuenta, mamá, pero la experiencia que he tenido hasta ahora no me ayuda demasiado.
—Hija, no todos los hombres son iguales. Sería demasiado cruel que te volvieras a casar con otro visionario como Raimundo. Hombres como él no abundan, así que no es fácil que te topes con otro de su talante. Hazme caso y búscate un buen marido. Ahora se te presenta una oportunidad, no la desdeñes. Además, me gustaría que me dieras más nietos y que los pudiera conocer y abrazar, no como Alfonso Jordán, que me moriré sin verlo nunca.
—Me gustaría darte más nietos pero no estoy muy convencida de ello. Sin embargo espero que algún día venga a vernos Alfonso.
—Dios te oiga, hija mía, y se hagan realidad tus deseos, pero lo dudo mucho.
—¿Por qué lo tienes que dudar?
—Porque la familia de su padre no le infundirá ningún cariño hacia ti. A ti no te conocerá y las pocas referencias que tenga tuyas serán negativas. No pensarás que le van a contar la verdad y que le van a decir que eres una víctima, antes al contrario, le dirán que lo abandonaste y que si ha sobrevivido ha sido gracias a ellos y a sus esfuerzos. Tú siempre aparecerás como la mala del cuento, como la mujer que lo trajo al mundo y no quiso saber nada de él después de traerlo. ¿O no te lo han dejado ya bien claro?
A Elvira le rodaron dos lágrimas por sus sonrosadas mejillas.
—Le escribiré y le mandaré mensajes para que no se olvide de mí.
—Perderás el tiempo. Si no quieren que sepa nada de ti se los ocultarán y no recibirá ninguno. Me duele mucho decírtelo, hija, pero debes hacerte a la idea de que para ti tu hijo ha muerto. Tan lejos de ti jamás tendrás noticias de él y, con el tiempo, hasta tú misma lo olvidarás.
—¡Eso nunca, mamá! Jamás lo olvidaré.
—Bueno, hija, uno va cambiando con las circunstancias y con el tiempo. Ahora lo que tienes que hacer es abrirte a Fernando, el conde de Carrión, que es más o menos de tu misma edad y juntos podéis formar una familia feliz. Lo pasado pasado está. Ahora debes mirar hacia delante y empezar una nueva vida, que el tiempo pasa muy de prisa.
—Mamá, no me gustaría pasar por otra boda como la de Raimundo y que mi nuevo matrimonio terminara como terminó el que tuve con él.
—Descuida, hija. Esta boda será mucho más discreta y tu nuevo matrimonio no tiene por qué volver a fracasar. Todavía eres joven y muy bella, ¿por qué no podéis enamoraros tú y Fernando y ser felices? Aprovecha estas fiestas para conocerlo y para prendarte de él.
—Lo intentaré, mamá, si ése es tu deseo.
—Lo es, hija mía. Quiero verte feliz al lado de tu marido y tus hijos. Quiero ver cómo van creciendo mis nietos y cómo alegran mi vejez, como lo están haciendo las niñas de Teresa. Quiero que puedas tener una vida plena como la que tiene tu hermana y que olvides las penurias y adversidades por las que has pasado. La vida tiene que volver a sonreírte como te sonrió en la infancia o como sonríe la primavera después de un crudo invierno. Lo último que tienes que hacer es hundirte en tu desgracia. Entierra el pasado y renace a una nueva vida de alegría y felicidad.
Por los Montes de León surgían unos nubarrones que no presagiaban nada bueno. Doña Jimena los observó con preocupación. Si se encapotaba el cielo volvería a nevar copiosamente. No cabe duda que tendrían unas Navidades blancas.
Durante toda la Navidad los inquilinos del palacio condal de Astorga facilitaron los encuentros fortuitos de don Fernando y doña Elvira. Ya se había encargado doña Jimena de que esto ocurriera así. Los dos jóvenes se sintieron algo remisos en sus primeros galanteos, pero con el paso de los días sus relaciones se fueron haciendo cada vez más cálidas y atractivas, hasta el punto que las más de las veces ya se buscaban el uno al otro o les era muy difícil conciliar el sueño por las noches. Cuando llegó el día de la despedida, que ninguno de los dos deseaba, se hicieron mil promesas de amor y fidelidad. Doña Jimena. que no era ajena al cambio sufrido por la pareja, rebosaba de felicidad. Esperaba que la semilla enraizada en los corazones de los dos jóvenes no tardaría en dar su fruto como así fue. En Semana Santa se prometieron formalmente y fijaron los esponsales para finales de la primavera.
Hace mucho tiempo que no te cuento nada de lo que está pasando en mi entorno. Yo bien, gracias a Dios. No, no, mi salud es perfecta, no puedo quejarme. Lo único que el tiempo pasa sin detenerse, no nos da tregua, parece que cada vez va más de prisa. ¡Ay, quién pudiera volver a los veinte años! Ya los han dejado atrás nuestras propias hijas. Y hablando de hijas, ¿sabes?, hace algo más de medio año que Elvira está viviendo conmigo. Si, bueno a veces pasamos algún tiempo con Teresa y Enrique, pero normalmente estamos las dos solas. No, no, no seguirá mi ejemplo, ya me he encargado yo de quitárselo de la cabeza. Sí, acaba de comprometerse. No quería, pero yo la he convencido para que lo haga. Sí, son casi del mismo tiempo, él tiene tres años más que Elvira. Se trata de Fernando Fernández de Carrión. ¿Que no lo conoces? Es el hijo de Fernando Midiz y de Aldonza Gómez de Carrión. Ah, que ahora te parece que ya sabes quién es. Parece un buen hombre. Al menos a éste no creo que le entre la locura de ir a ganar batallas a Tierra Santa. No, no, no quiero culparte de nada, tú cómo lo ibas a saber, pero ese aventurero le quitó once años de vida a nuestra hija y no sólo se la quitó, le hizo sufrir, además, lo indecible. Para qué volver al tema, no merece la pena, pero, antes de abandonarlo, quiero decirte que le han quitado el hijo a Elvira. Como lo oyes. Bueno, le pusieron el puñal al cuello y no tuvo otra opción más que renunciar al hijo y a su custodia. Podía haberse quedado allí pero como una estatua de mármol, sin cometido alguno y sin poder tan siquiera ocuparse de la educación de su hijo. Hasta casi le prohibían que se presentara ante él como su madre. Como un convidado de piedra, sí. Pues claro que tuvo parte en este acuerdo el propio Raimundo. Lo acordaron él y su primo durante su convalecencia, eso a pesar de desvivirse Elvira por él en aquellas circunstancias tan penosas. Para que veas lo que son las personas y lo que engañan. Sí, al morir él Elvira se vino para acá. ¿Qué iba a hacer ella allí en esas condiciones? Sí, ahora ya está bien. Claro que vino traumatizada, ¿y quién no hubiera venido lo mismo en su lugar? Ahora está esperando con ilusión el día de su nueva boda. Está fijada más o menos para el solsticio de verano. No, esta vez no habrá boato ni pompas. Una sencilla ceremonia religiosa y una comida familiar. Es lo que desea Elvira. Bueno, ya se lo diré. De tu parte. ¿Y dices que litigando tal vez pudiera conseguir la custodia y la educación de Alfonso Jordán? ¿Y para qué, si ella no tiene nada que ofrecerle? Por eso se quedaron con él. Sí, se quedó con los títulos pero sin nada tras ellos. Con los títulos solos no se come. Mejor lo dejamos así. ¿Y tú cómo estás? Porque no hago más que hablar de mí y de ti no me acuerdo. Que vas haciendo, que parece que Isabel ya no te va a dar más hijos, ¿y qué esperas a tus ya sesenta y seis años? Que por eso vas a formalizar la sucesión de vuestro hijo Sancho, o sea que Urraca va a quedar fuera de la línea sucesoria, pues estará contenta tanto ella como su marido. Que ése es su problema, ya, pero no por eso tiene que dejar de dolerle, o de dolerles. No, no hace falta que insistas, sé por propia experiencia qué significa eso y lo que duele en el alma. Tú no has pasado por tamaña situación y no sabes el daño que hace y las secuelas que deja, secuelas en el alma que no se curan nunca. ¿Acaso crees que a mí no se me abren las heridas de entonces cada vez que lo recuerdo? No sabes lo duro que es eso pero dejémoslo estar, aunque ahora puede repetirse la historia en tu propia hija. Queda con Dios y con mis memorias.
En el verano del 1107 doña Jimena se hallaba en la mansión del Bierzo en compañía de doña Elvira y de su marido. Hacía algo más de un año que se habían casado y estaban esperando la llegada de su primer hijo. Doña Jimena y su hija se hallaban, como era su costumbre, bajo la fresca sombra de la fronda del río para protegerse de las tórridas temperaturas. El sol se acercaba a su cénit. Sólo se oía el chirriar de las chicharras y el suave murmullo del agua.
—No te preocupes, hija, en esta ocasión no vas a estar sola, yo estaré a tu lado para darte ánimos y ayudarte en todo lo que necesites. La partera ya está advertida. Vendrá en cuanto sientas los primeros dolores.
—Te lo agradezco, mamá. Ya sé que estás y estarás en todo, pero sabes que es un momento muy difícil para nosotras y toda precaución es poca. Son muchas las mujeres que pierden la vida dando a luz.
—Lo sé, hija, por eso vamos a tomar todas las medidas necesarias para que nada os ocurra ni a ti ni al niño. Confiemos en la bondad del Señor para que todo salga bien.
—Y en la habilidad y la experiencia de la partera.
—También, hija, también.
El agua del río parecía susurrarles algo con su eterno murmullo mientras una leve brisa se deslizó por la fronda acariciando la suavidad de su piel. El chirrido de las chicharras cada vez era más intenso, clara evidencia del intenso calor que hacía.
—Mamá, me voy para dentro. No me encuentro muy bien.
—Te acompaño, hija, no quiero dejarte sola.
Aquella misma noche nació un hermoso niño al que le pusieron por nombre Diego. Padres y abuela no cabían en sí de felicidad. Este nuevo vástago puso fin a la apatía que doña Elvira venía padeciendo desde que se vio obligada a separarse de su primer hijo. Aunque nunca dejaría de recordar a Alfonso Jordán, a partir de ahora ya tenía alguien más en quien depositar los latidos de su corazón. Un nuevo capítulo de su vida se estaba abriendo.
¿Sabes que hemos tenido otro nieto? Es el segundo hijo de Elvira y se llama Diego. Un niño muy hermoso. Sus padres están locos de alegría con él y lo mejor de todo es que Elvira ha vuelto a sonreír, ha vuelto a sonreírle a la vida. No sabes lo que ha sufrido ante el alejamiento de Alfonso Jordán. Todos estos meses han sido un continuo sinvivir, incluso durante su embarazo. Ni su marido ni los ánimos continuos que yo le daba eran suficientes para arrancarle una sonrisa de sus labios. La llegada de su nuevo hijo ha sido el revulsivo que le faltaba para desear vivir otra vez. No, no, no te lo digo para que hagas nada, sólo te lo digo para que lo sepas. Ya sé que tú tienes tus propios problemas y tus propias preocupaciones, que no necesitas añadir ninguna más. ¡Hasta ahí podía llegar, que yo te hiciera cargar también con mis problemas y con los de nuestras hijas! Pero si yo no te doy las nuevas que se vayan produciendo en nuestra familia, ¿quién te las va a dar? No olvides que tú para mí sigues siendo mi esposo, a pesar de que nunca nos hayamos casado. Tú has tenido muchas mujeres en tu vida, y yo sólo soy una más entre ellas, pero yo sólo te he tenido a ti y nunca renunciaré a seguir teniéndote, aunque sólo sea en mi imaginación y en mis recuerdos. ¿Qué otra cosa puedo hacer y qué otra cosa me queda? ¿Que no soy más que una ilusa? Bueno, ése es mi problema y no tengo por qué dar cuentas de ello a nadie salvo a ti. Te he aceptado a ti como mi único esposo hasta la muerte y pienso mantenerme firme en mi compromiso hasta mi último suspiro. Ya sé, ya sé que me podía haber olvidado de ti y haberme casado con otro que me podía haber dado la felicidad, ¡o no!, pero yo decidí no hacerlo por mi fidelidad a ti y lo estoy cumpliendo. Sé que esta obsesión en algún momento me puede haber hecho parecer que estoy trastornada pero no es así, lo que estoy es locamente enamorada de ti y este amor que siento por ti no lo puedo compartir con nadie más. Entiéndelo, tú has sido mi primer y único amor. Ya, ya sé que a ti te da lo mismo, que tú no vas a dar marcha atrás, que vas a seguir viviendo tu vida. Todo eso lo sé y no me importa, porque yo voy a seguir queriéndote siempre, me oyes, ¡siempre!. Dios mío, líbrame de esta obsesión, líbrame de este pecado que no me deja descansar. Seguiré al lado de mis hijas mientras me necesiten, pero debería renunciar ya a todo, debería hacer penitencia para enmendar mis pecados, debería hacer donación de todos mis bienes y retirarme a una cueva, como San Genadio, a hacer ayuno y penitencia por mis pecados hasta el fin de mis días. Dios mío, perdóname porque ya no sé lo que me digo.
Como todos los veranos, el calor se dejaba sentir en el valle del Sil. Doña Jimena en compañía de su hija, su nieto y su yerno seguía pasando la canícula estival en la mansión del Bierzo. En septiembre don Fernando se trasladaría al condado de Portugal para ponerse bajo los servicios de don Enrique de Borgoña, su cuñado. Doña Elvira permanecería al lado de su madre que la ayudaría en la crianza de su hijo recién nacido. En esta ocasión sí iba a tener el calor y el cariño de una madre.
Un año y casi cuatro meses habían transcurrido desde el nacimiento de Diego. El niño ya correteaba por el jardín y el prado de la mansión del Bierzo. Su madre no lo perdía de vista no fuera a caerse al río en un descuido, porque el niño era un poco inquieto y no paraba un momento en un sitio determinado. A principios de octubre el calor ya había aflojado bastante en la ribera del Sil, ya casi no apetecía buscar la sombra para evitar el sol. Las noches ya refrescaban dejando la huella del rocío en la hierba hasta bien entrada la mañana. Doña Jimena observaba a su hija y a su nieto desde una cómoda hamaca situada entre el sol y la sombra de un salguero del jardín. No tardó en dejarse llevar por el vuelo de su imaginación hacia el reino de los recuerdos. Parece que hace cuatro días que lo llevaba en brazos y mira cómo corre ya por el prado, ¡cómo pasa el tiempo y cómo pasamos nosotros por él! ¿Cómo te va, Alfonso, después de la pérdida de Isabel? Recibe mi más sentido pésame. ¿Cómo ha ocurrido? ¡Que ha sido de parto! Lo siento de veras. Me imagino lo mal que lo habrás pasado, que ahora ya lo estás superando, pero que ha sido terrible. Ya, ya, que estabas locamente enamorado de ella y que el Señor te la ha quitado cuando más la necesitabas. Que has derramado muchas lágrimas por ella y que le has pedido a Dios una y mil veces que te lleve con Él, que no te haga pasar por ningún otro trago tan amargo como éste. Ya, ya sé que es muy duro perder al ser que amas y tener que seguir haciendo frente a la vida, a esta vida tan dura y tan cruel a veces. Bueno, deseo que te repongas de este golpe tan fuerte que has recibido a tu edad. Ánimo que la vida sigue.
Diego seguía correteando por el prado delante de su madre que lo perseguía por todas partes fingiendo que no lograba alcanzarlo. El niño disfrutaba y reía y la madre con él. Doña Jimena volvió a sus recuerdos. Me acabo de enterar que tu yerno también ha muerto. Recibe de nuevo mi sentido pésame. Ah, que ya contabas con su muerte, que cuando ibais para León ya lo visitasteis en Grajal de Campos y lo encontrasteis muy abatido y enfermo. Ya ves qué breve es la vida. Pero, bueno, con su muerte casi te has liberado de un enemigo, ¿no?, porque desde que se casó con Urraca no dejó de conspirar contra ti, por eso lo tenías medio desterrado en tierras de Castilla repoblando varias ciudades. En esta ocasión la muerte se ha aliado un poco contigo. Y dices que en su muerte estuvo acompañado por Urraca, por sus hijos, por ti y por su hermano Guido, arzobispo de Viena. Pues estuvo bien acompañado. ¿Te han informado que el obispo de Santiago de Compostela, Diego Gelmírez, piensa trasladarlo a esa ciudad para enterrarlo en la catedral? Que Dios le dé el descanso eterno allí, pero ¿no te parece que detrás de ese gesto hay gato encerrado? ¿Que por qué lo digo? Porque me da la impresión que lo quieren enterrar allí como símbolo de su soberanía y de su pretendida independencia. Ya sabes que la mayor parte de los gallegos lo aclamaban como su propio rey. Me parece, me parece que deberías abrir bien los ojos o, de lo contrario, te vas a quedar sin Galicia. Que no lo crees, pues tienes allí a Urraca que no lo permitirá. No estaría yo tan segura. No cierres los ojos ni te gires de espaldas que lo puedes lamentar.
22
En los primeros meses del año 1108 Alfonso VI contrae nuevas nupcias con doña Beatriz, posiblemente hija de Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania y conde de Poitiers. Se hallaba en el monasterio de San Benito de Sahagún disfrutando de los primeros meses de su nueva vida conyugal y convaleciente de la herida recibida en una pierna años atrás, en la batalla de Sagrajas, que ya no le permitía montar a caballo ni defenderse de sus enemigos, cuando le comunicaron la invasión de los musulmanes por tierras de Toledo. Con todo el dolor de su corazón tuvo que confiar la defensa de su reino en Álvar Fáñez, su fiel servidor, y ocho condes más, y para inferirle más autoridad envió también a su propio hijo don Sancho, que a la sazón contaba con apenas quince años. Las tropas cristianas se enfrentaron a las musulmanas en Uclés donde sufrieron una terrible derrota. En ella, además de perder numerosas plazas fuertes, perdió la vida el infante don Sancho, primogénito del rey y heredero del trono. Con la noticia de la muerte de su hijo don Alfonso ya no fue capaz de sobreponerse y una enorme tristeza se apoderó de su estado de ánimo, que aún se agravó más si cabe unos días más tarde cuando tuvo que soportar la inhumación del cadáver de su hijo, junto al de su madre la bella Zaida, en el monasterio de San Benito de Sahagún. Mientras lo enterraban su corazón no pudo soportar más dolor, por lo que de sus labios brotaron estas palabras: «¿Por qué me castigas de esta manera, Señor? Acaba ya de una vez con mi funesta vida. Me has despojado de todo cuanto amaba en este mundo. Aquí ya no me queda nada por lo que vivir. Termina de una vez para siempre con mi triste existencia. Te lo pido por caridad. ¡Oh Dios, Señor mío, ten piedad de mí y llévame con mis seres queridos!».
Doña Jimena contemplaba las aguas del Sil con los ojos llenos de lágrimas. No podía contener en su corazón tanto dolor. Ella todavía lo amaba, todavía seguía siendo para ella su primer y único amor. Ahora lo veía viejo y acabado, su familia reducida a la mínima expresión, su reino aminorado, sus fuerzas extinguidas. Lo siento, Alfonso, esta vez sí que lo siento de veras y te acompaño en el dolor de tu corazón, que es mi propio dolor. No sé cómo puedes soportar todo esto, la pérdida en tan poco tiempo de Isabel y de su propio hijo, de tu único hijo tan querido y amado. ¡Oh, Señor, cómo puedes infligir tanto dolor en un solo corazón! ¡Apiádate de él, Señor, y no le hagas sufrir más! No sólo comprendo tu aflicción, amor mío, sino que la comparto. Aunque Isabel fuera mi rival y Sancho el hijo de mi rival, comparto el dolor que sé que te está matando, comparto todo lo que estás sufriendo en estos momentos. Ya sé que tienes otra esposa —tú nunca cambiarás—, pero no creo que recibas de ella el consuelo que ahora necesitas. En estos momentos tan difíciles de tu vida vuelve a mí que me encontrarás con los brazos abiertos para darte todo el desahogo que ahora requiere tu corazón, para ofrecerte toda la paz que necesitas para recorrer este último tramo de tu vida, sí, porque este dolor, este sufrimiento atroz te llevará a la tumba. Dios mío, ¿por qué lo castigas tanto? ¿Qué ha hecho para merecer tanto sufrimiento? Dime, amor, cómo te encuentras, qué puedo hacer por ti para aliviarte de tanto dolor. Mi alma está consternada hasta el punto de querer abandonar mi cuerpo para unirse a ti en esta aflicción que te mata y que me mata. Siento correr por mis venas los latidos de tu dolor como si fuera mi propio dolor y que golpean mi corazón con más fuerza que el martillo al yunque. ¡Loado sea el Señor!
El río parecía susurrar algo que doña Jimena no entendía, o tal vez se tratara del subconsciente de la afligida condesa. ¡Cuánto habrás sufrido en el entierro de Sancho y cuántas lágrimas habrás derramado por él! Porque lo habrás enterrado en Sahagún, al lado de su madre, ¿no? Claro, ¿dónde si no lo ibas a enterrar? Te reitero una vez más mis más sentidas condolencias, pero dime, ¿cómo ocurrió tan execrable desgracia? Que fue derribado de su caballo en el fragor de la batalla y para defenderlo de las lanzas, García Ordóñez se arrojó sobre él cubriéndolo con su cuerpo dejando su propia vida allí. Que el resto de los condes que lo acompañaban lograron sacarlo de aquel infierno y lo trasladaron como pudieron al castillo de Belinchón, pero los musulmanes de Belinchón, al saber que el ejército almorávide estaba cerca, se rebelaron contra los refugiados y los mataron a todos, al propio Sancho y a los condes que lo acompañaban. ¡Qué desgracia, Dios mío! Pero ¿cómo se te ocurrió enviarlo a la guerra y en primera fila nada menos? Que su presencia infundiría más valor a todos los demás, pues era tu cabeza visible. ¡Ingenuo! ¿Cómo se te ocurrió enviar a un niño a la guerra? Tú mismo lo enviaste a la muerte. ¿Y ahora qué? Ahora se ha cumplido lo que tantas veces te he venido augurando yo. Después de tantos años en el campo de batalla no has aprendido nada. No has aprendido que es el lugar más propicio para que muchos valientes pierdan la vida como el árbol pierde la hoja en otoño, como si fuera lo más natural de este mundo. Mueren con honra a costa de su vida y en el caso de tu hijo, a costa de una vida que apenas había comenzado a vivir. ¿Ahora qué? ¿Qué va a pasar con tu reino medio desmoronado y sin heredero varón? Tendrás que declarar heredera a Urraca. Que estás en ello, que ahora, una vez desaparecido Raimundo, ya lo ves más factible, pero que tendrás que imponerle condiciones, que ya lo pensarás, que ahora no es el momento, que ahora es el momento de duelo por la muerte de tu hijo. Lo comprendo y respeto tu sentimiento, que es el mío, pero no descuides el asunto porque tiempo es lo que ya no te queda. Tu tiempo ya pasó. Ahora convendrás conmigo que tenía razón cuando te auguraba que el avance de la Reconquistas se había detenido en el mejor de los casos y en el peor, que estaba retrocediendo. No voy a insistir en tus errores y menos en estos momentos de tanto dolor, pero un examen de conciencia si convendría que hicieras. Ya, comprendo, ahora no estás de humor para hacerlo.
Doña Jimena sufrió mucho a lo largo de todo aquel verano al lado de las aguas del Sil, que cantaban su eterna canción ajenas a su dolor. Su pensamiento no se apartaba de la memoria de don Alfonso y sus lágrimas, como perlas translúcidas, resbalaban sin cesar por sus inmaculados lirios. En octubre regresó al palacio condal de Astorga para pasar allí el invierno en compañía de su hija doña Teresa, de su yerno don Enrique y de sus nietos, que sentían una especial predilección por su residencia asturicense.
El día de Todos los Santos doña Jimena contemplaba desde sus aposentos la nieve que caía sobre la ciudad de Astorga. Los copos iban cuajando lentamente sobre las calles y tejados de los edificios, que se iban pintando de blanco con el paso de las horas. El cielo, de un gris plomizo, impedía ver más allá de cuarenta o cincuenta pasos. Todo presagiaba la caída de la primera nevada importante de la temporada. Doña Jimena se acercó a la chimenea donde chisporroteaba el fuego y allí se dejó llevar por el alto vuelo de su imaginación para encontrarse con su amado. Contemplando las llamas sin verlas, veía la figura de don Alfonso arrodillada a la cabecera del sarcófago que contenía los restos de don Sancho y sus ojos enjutos de tanto llorar. Ya veo, amor mío, que la muerte de tu hijo va a acabar por llevar tus huesos a tu propia tumba. Debes sobreponerte a tu estado de ánimo y olvidarlo. ¡Que no puedes, que es superior a tus fuerzas! Lo comprendo, Alfonso, pero debes hacer un esfuerzo por tu bien y por el de tu reino. Que ha sido por tu culpa. Bueno, sí, eso ya te lo he dicho yo, pero de nada valen tus lamentos ahora, eso debiste haberlo pensado entonces y no haberlo enviado a la guerra. Que cometiste un grave error, ya lo sé. Jamás debiste dar ese paso. Que, ¿qué vas a hacer ahora que sólo te queda como única salida declarar heredera a tu hija Urraca y que sólo de pensarlo se te remueve la conciencia? Pues tendrás que hacerlo, amor mío, tendrás que hacerlo. Ella es tu única heredera legítima y sobre su cabeza tendrá que recaer tu corona. Sí, lo sabes, pero sólo de pensarlo se te cae el alma a los pies. Que para heredar tu trono tendrá que casarse con un conde o un príncipe de origen español y que en estos momentos no encuentras el candidato idóneo. ¿Y no puedes dejar que eso lo decida Urraca? ¡Mira que te puedes equivocar una vez más! ¡Qué manía de querer controlar a tu hija hasta ese extremo! Que piensas seguir adelante en tu propósito y que estás considerando que la persona más idónea es Alfonso el Batallador, rey de Aragón. Bueno, bueno, bueno, ¿y ya lo has consultado con tu hija? Que ni lo has hecho ni piensas hacerlo. No me parece bien, Alfonso. Creo que te vas a equivocar una vez más. Estás muy obsesionado con tu hija porque es una mujer y te estás confundiendo. Subestimas a tu hija como si fuera una inútil. ¿Por qué no echas la vista atrás y contemplas a tu madre, o incluso a tu hermanda Urraca, y aceptas que una mujer también está capacitada para llevar con honor y con valor las riendas del reino? Que sientes náuseas sólo de pensarlo. Que en el caso de tu madre tu padre dio siempre la cara y en el caso de tu hermana has sido tú quien ha estado siempre al frente del reino, en cambio, en el caso de tu hija no hay ningún varón que la cubra y la proteja. Aunque lo que acabas de decir en parte es cierto, sin embargo quienes han movido los hilos y han tocado las teclas en ambos reinados han sido tu madre y tu hermana, porque no me vas a negar ahora que tu hermana Urraca no te ha manipulado todo lo que ha querido a lo largo de tu vida. Tanto tu madre como tu hermana han sido las que han gobernado en la sombra. Tú, en todo caso, ya no hablo de tu padre, lo único que has hecho es ir al frente, al campo de batalla, que eso sí ha sido siempre lo tuyo, pero gobernar lo que se dice gobernar, ha sido obra de tu hermana, aunque lo haya hecho en la sombra.
El día se había encapotado cada vez más y la nevada ya cubría casi un palmo. Doña Jimena se acercó más al fuego para recibir desde más cerca el cálido aliento de las llamas. Lo mires como lo mires, Urraca es la legítima heredera y debes dar lo antes posible el paso definitivo. No debes demorar por más tiempo su nombramiento. Que lo harás pero que no desistes de tus condiciones, que deberá casarse con Alfonso el Batallador si quiere ceñir mi corona, de lo contrario no heredará mi reino. ¡Mira que eres cabezón! Siempre te tienes que salir con la tuya. Te repito una vez más que te vas a equivocar y sabes muy bien que hasta ahora nunca he fallado en mis presunciones. Si lo sabes, ¿por qué no me haces caso? Porque tienes que asegurar tu reino, que ves que se está desmoronando por todas partes. Que Portugal ya casi se ha independizado, que Galicia quiere seguir sus pasos, que los almorávides quieren reconquistar Toledo y que para contener todo esto se necesita la fuerza y el valor de un varón, que esto sobrepasa las fuerzas de una mujer. Tú siempre prejuzgando el futuro y minusvalorando la valía de una mujer. ¿Qué sabes tú hasta dónde puede llegar la valía de tu hija Urraca? ¿Acaso la has puesto a prueba alguna vez? Dale un voto de confianza para ver hasta dónde llega. ¡Ah, eso nunca!, porque la mujer es débil por naturaleza y no está hecha a la dureza del campo de batalla ni a las inclemencias del tiempo. ¡Qué equivocado estás! Te olvidas por lo que ya ha pasado alguna de tus hijas, pero bueno, tú, como la mayoría de los hombres, desprecias a la mujer por el hecho de ser mujer.¡ Que no!, a la vista está. Bueno, bueno, no insistiré, ya sé que te saldrás con la tuya.
Doña Jimena dejó de soñar y se quedó dormida al lado de la chimenea. El día seguía encapotado y la nieve no cesaba. Un extenso manto blanco de más de palmo y medio de grosor cubría todo lo que la vista alcanzaba a ver. La noche sería larga y tenebrosa. Unos meses más tarde Alfonso VI reunió a la Curia Regia en la que confirmó a su hija doña Urraca como su sucesora con la condición de que se casara con Alfonso el Batallador y que el condado de Galicia pasara a nombre de su hijo. De esta manera creía dejar atado y bien atado su reino y la sucesión al trono. El tiempo sería testigo de su error que él ya no pudo conocer, pero esto será materia del próximo capítulo.
23
Doña Jimena permanecía en el palacio condal de Astorga al lado de su hija doña Teresa, que estaba en avanzado estado de gestación. Faltaban pocos días para celebrar la festividad de Santiago Apóstol. La condesa y su hija platicaban amorosamente en el salón de palacio cuando un heraldo solicitó permiso para hablar.
—Señoras, el rey Alfonso VI ha fallecido y sus restos han sido inhumados en el monasterio de San Benito de Sahagún, como era su deseo.
Al oír la noticia doña Jimena se desmayó. El ama de llaves y varias sirvientas lograron acostarla en su lecho y con la ayuda de unos polvos aromáticos y algún remedio casero consiguieron volverla en sí. Su hija no se apartó de su cabecera hasta que llegó el físico para hacerle un breve reconocimiento. Su diagnóstico fue que se trataba de un leve desmayo sin importancia. Aconsejó que la dejaran sola y que no la molestaran, pues ése era el mejor remedio para aquel accidental achaque.
Una vez sola volvió a recordar la fatídica noticia. Era de esperar que acabaras así, Alfonso. Descansa en paz y que Dios te tenga en su gloria. ¡Señor, perdónale sus pecados y ábrele las puertas de tu reino! De los ojos de la condesa brotaron dos ríos de lágrimas y un fuerte nudo aprisionaba su garganta haciéndole muy dificultosa la respiración. Señor, dame fuerzas para soportar este trance tan duro. El corazón quiere saltárseme del pecho y casi no puedo respirar. ¡Dame fuerzas, Dios mío! La vista parecía nublársele y la habitación le daba vueltas. Me voy a desmayar de nuevo, ¡agua, por favor! La sirvienta que custodiaba la puerta de su aposento se precipitó en él acercándole un vaso de agua a los labios. Después doña Jimena entornó los ojos y se adormeció. La sirvienta salió discretamente y sin ruido de la habitación dejándola descansar a solas. No tardó en retornar en sí para seguir torturando su corazón. Ya me has dejado sola, amor mío, ya me has dejado sola con mi dolor. No por esperado duele menos. Tu partida me ha arrancado el corazón y su vacío sangra en mi pecho. ¡Oh, Dios mío, no me dejes aquí con tanto dolor, llévame a su lado! ¿Qué voy a hacer yo sin ti? Tú eras mi sostén, mi báculo, mi guía, sin ti no quiero vivir. Señor, ¿por qué no me has llevado a mí en vez de a él? ¿Por qué me has dejado con esta angustia? ¡Hágase, oh Señor, tu santa voluntad!
Por la tarde doña Teresa se acercó hasta el tálamo de su madre para hacerle compañía y ver con sus propios ojos el estado en el que se encontraba. La madre, después de comer, había recuperado un poco la calma, aunque se hallaba completamente desfallecida y sin ánimos para hacer nada.
—¿Te encuentras mejor, mamá?
—Así, así, hija.
—¿Quieres algo de comer o de beber, o algún calmante?
—No, hija, no. Lo que me duele no es el cuerpo, es el alma.
—Debes sobreponerte, mamá.
—Lo intento, hija mía, lo intento, pero no puedo. Ha sido un golpe muy duro a pesar de ser esperado. ¿Sabes algo más, dijo alguna otra cosa el heraldo?
—Sí, mamá. Dejó un escrito en el que refiere que el rey se había hecho llevar a Toledo a finales de mayo para dirigir desde allí el ataque a los almorávides, pero parece ser que el viaje no le sentó nada bien y nunca llegó a restablecerse de él. El caso es que el 30 de junio se agravó su agonía y en las primeras horas del día uno de julio entregó su alma al Señor. Una vez celebrados los funerales en la catedral de Toledo, trasladaron sus restos mortales a San Benito de Sahagún donde fueron enterrados al lado de sus seres queridos.
—Genio y figura hasta la sepultura.
—¿Por qué dices eso, mamá?
—Yo me entiendo, hija, yo me entiendo. Gracias por contarme los detalles de su muerte y ahora, por favor, déjame un rato a solas. Lo necesito.
Doña Teresa depositó un beso en la frente de su madre y se retiró discretamente de su aposento. De nuevo a solas doña Jimena dio rienda suelta a sus pensamientos. Así que tuviste que volver a Toledo, no podías haberte quedado tranquilo en Sahagún. La muerte rondando tu cabecera y tú pensando todavía en la guerra. ¡Cuántas veces te dije que dejaras la guerra en manos de tus lugartenientes, pero no, tuviste que intentarlo hasta el final, como si fueras imprescindible! ¿Y ahora qué? ¿Vas a volver de ultratumba para dirigir todas las batallas? Éste fue ya el enésimo error que has cometido. Mira de qué te ha servido tanta lucha, tanto afán, tanto desvelo. Te ha llegado tu última hora y lo has tenido que dejar todo aquí, tu reino, tu corona, tu herencia, y no como tú lo querías sino en plena ebullición y en desmoronamiento. ¿Quién te iba a decir a ti que lo que creíste ser la solución para tu reino puede ser el principio del fin del mismo? Dios no lo quiera pero me temo que va a ser inevitable. A Enrique lo veo con demasiados humos y parece ser que nuestra hija lo apoya, al menos no le hace ascos. Nada le he preguntado ni quiero mencionarle el tema, pero mucho me temo que se traen algo entre manos. Desde que murió Raimundo a Enrique lo encuentro muy cambiado. Está mucho más alegre que antes y se ha vuelto muy inquieto, bastante más que en vida de su primo. Es como si Raimundo le cortara las alas que ahora ha dejado extenderse para que puedan volar a sus anchas. No sé, no sé, pero creo que el enemigo últimamente ya no era Raimundo sino Enrique. Me temo que el veneno se ha trasladado de una casa a la otra, de un condado al otro. Pero no sé para qué te cuento esto después de muerto. Ahora lo hecho hecho está. Alea jacta est. Al fin te has ido dejando tu proyecto a medio hacer. Has tenido muy mala suerte con tus esposas, que tan sólo te han dado un hijo varón y tú mismo lo enviaste a la muerte. Has dejado firmada la sentencia de muerte sobre tu hija legítima obligándola a casarse con quien ella no quiere. Has dejado enfrentados a los condes castellanos y leoneses. Has perdido parte del territorio conseguido con la conquista de Toledo. Has dejado Galicia y Portugal al borde de la independencia. Y hasta has dejado enfrentada a tu propia familia. Para eso no era menester correr tanto.
Doña Jimena abandonó el lecho cansada de dar vueltas en él sin encontrar una postura que la satisficiera. Acomodada en un sillón siguió dándole vueltas a su cabeza. Y si nos hubiéramos casado, ¿qué habría ocurrido? ¿Habríamos tenido algún hijo? No lo sé, amor mío, Dios no lo quiso o, mejor dicho, la Iglesia no lo quiso. Al menos no habrías tenido tantas mujeres, pues yo las he sobrevivido a todas excepto a Beatriz, claro está, que acabas de casarte con ella como quien dice. Yo creo que podíamos haber sido felices y los hijos que te hubiera dado habrían sido totalmente españoles, que los que has tenido con las otras la mitad de su sangre es extranjera, incluida la de Sancho a quien tanto has llorado. No te olvides que Zaida era mora y que, para casarte con ella, tuvo que convertirse al cristianismo. Mi sangre era la única sangre hispana además de la tuya. ¡Quién sabe si la intención de Roberto no hubiera sido la acertada! Qué le vamos a hacer, se quedó sólo en eso, en intención. Dios mío, ya estoy pecando otra vez de vanidad y de engreimiento. Perdóname, Señor, porque no sé lo que me digo.
Se iba haciendo tarde. Doña Jimena volvió a acostarse. Aún se sentía algo mareada, más que mareada se sentía desconcertada. Había sido un día muy duro para ella, para su corazón, huérfano ya de su amor. ¿Qué le quedaba ahora? Sus hijas y sus nietos, pero el dueño de su corazón se había ido para siempre, nunca más volvería a verlo, aunque es cierto que hacía muchos años que ya no lo veía pero lo sabía vivo, ahora sólo lo podría recordar muerto: ¿volverás? No, no volverás ya jamás. ¡Qué duro resulta pensar esto! Dos gruesas lágrimas volvieron a rodar por sus demacradas mejillas. Te fuiste en mayo para Toledo y ahora han tenido que volver a traerte para Sahagún. Ahora ya estás en tu última morada, estás donde querías estar, al lado de tus esposas y de tu amado hijo. Descansa en paz al lado de tus seres queridos. No sé si pensaste en algún momento en trasladar mis restos mortales ahí para que durmieran el sueño eterno a tu lado, pero yo no te voy a dar ese gusto. Yo jamás reposaré en San Benito de Sahagún. No quiero que mis cenizas se mezclen con quienes fueron mis rivales en vida, aparte que según tú mismo confesaste en alguna ocasión, yo fui la única que amaste de verdad, tu único y verdadero amor. Bueno, tal vez llegaras a amar a Zaida tanto como a mí, pero desde luego me amaste por encima de todas las demás. Eso me hace diferente, al menos ante mis ojos y tal vez ante los de Dios. Por eso no quiero que mis restos vayan a parar a San Benito, dejaré escrito que me entierren en algún monasterio del Bierzo, ya decidiré en cuál. Un sueño velado y reparador cerró sus ojos y se quedó profundamente dormida toda la noche.
Unos días más tarde, el 25 de julio, Teresa daba a luz un hermoso niño al que pusieron por nombre Alfonso, en recuerdo y homenaje a su abuelo recién fallecido. Padres y abuela no cabían en sí de gozo. Al fin había llegado un varón a su familia, a la familia de doña Teresa, que, junto a Alfonso Jordán y Alfonso Raimúndez, daría continuidad a la dinastía de Alfonso VI. Ya no puedes verlo pero acabas de tener otro nieto, otro varón que sabe Dios qué le deparará el destino. En los brindis que se elevaron por su nacimiento, su padre, Enrique, auguró que este nuevo vástago sería el inicio de una nueva dinastía. No sé a qué se refería pero sus palabras me hicieron temblar. Algo nuevo se está gestando en el seno de nuestra familia y me da miedo, mucho miedo. Preveo que el futuro va a ser muy azaroso y que el reinado de Urraca no va a ser muy pacífico. ¡Ay Alfonso, Alfonso, cuánto nos va a tocar sufrir! ¡Que Dios nuestro Señor nos coja confesados!
Celebrado el bautizo del nuevo retoño de la familia, doña Jimena se trasladó a la mansión del Bierzo junto con la familia de doña Elvira, que también habían asistido al reciente evento. Doña Jimena quería aprovechar lo que quedaba del verano para descansar en la vieja mansión. Arrullada por las aguas del Sil se hacía eco de los últimos hechos acaecidos en la casa real. Ya sabemos que Alfonso VI para no agravar más los conflictos existentes entre los condes leoneses y castellanos, decidió que doña Urraca se casara con el rey de Aragón, Alfonso el Batallador, pero no contó con el beneplácito de su hija. Ahora, llegado el momento, había que poner en práctica lo estipulado por el difunto rey, algo que su hija no estaba muy dispuesta a acatar. Las disputas internas en la Corte eran intensas. La reina amenazaba con romper el pacto de su padre si insistían en obligarla a casarse con don Alfonso, el Batallador. Ella no sólo no lo amaba sino que lo despreciaba a muerte. ¿Por qué tenía que casarse con alguien al que no quería. El tira y afloja entre los dos bandos era continuo mientras la estabilidad del reino amenazaba con quebrarse. A pesar de ello los preparativos para la inminente boda no cesaban. ¡Menuda papeleta te ha dejado tu padre, Urraca! Ha sido uno de sus últimos errores. Ya le advertí que no debía firmar el pacto que firmó sobre tu futuro, pero él se obstinó en hacerlo. Porque, además, para colmo de males tú y el Batallador sois primos, como lo éramos tu padre y yo, así que la Iglesia no se va a desentender del caso. Si a mí no me dejaron ser reina de León por ser prima segunda o tercera de tu padre, a ti te va a pasar lo mismo, aunque sólo sea por coherencia con lo que hicieron conmigo. Ya sé que cuando quieren no ven ningún inconveniente y como ejemplo tu propio enlace con Raimundo, pero Raimundo no era el rey de León ni nadie pensaba que llegara a serlo. En cambio ahora sí que está en juego la corona de León y ahora sí que vais a topar con la Iglesia, y si no tiempo al tiempo. Además, en vuestro caso, tú no estás enamorada de Alfonso, por eso yo le advertí a tu padre que iba a cometer un grave error y veo que no me había equivocado. Ya veremos hasta dónde llegan las consecuencias de su cabezonería. Por ahora las espadas ya están en alto.
Doña Jimena seguía con la vista el discurrir del agua y con su mente los avatares del reino. En estos momentos podría estar coronando a Elvira, o a un posible hijo que pudiera haber tenido con Alfonso si me hubiera casado con él. ¡Lo que es la vida y el destino: de haber sido reina a pasar totalmente desapercibida para la Historia!
24
Tengo que regresar a Astorga para estar al lado de Teresa y de esa preciosidad de hijo que ha tenido, máxime ahora que Elvira y Fernando me han dejado sola por motivos de su trabajo. Me ha parecido ver algo raro en Elvira, como si no se encontrara muy bien de salud. Ayer tenía la cara algo pálida y su estado de ánimo estaba un poco alicaído. Me dijo que no le pasaba nada, que sólo era una indisposición pasajera. Espero que sea cierto. Hoy, al despedirse, la vi con mejor cara y mucho más alegre.
Dos días más tarde doña Jimena ya se hallaba en el palacio condal de Astorga. Su hija doña Teresa la recibió con los brazos abiertos. De hecho hacía días que anhelaba su llegada, pues aunque el ama de cría se cuidaba de todas las necesidades del pequeño Alfonso, siempre venía bien tener al lado una madre que llenara de calor y cuidados esos momentos tan entrañables y tiernos, sobre todo ahora que su marido se había ido donde lo reclamaba el deber. Doña Teresa se echó en los brazos de su madre al recibirla derramando algunas lágrimas de emoción y agradecimiento.
—Basta ya, hija, que me vas a hacer llorar a mí también. ¿Y cómo está este pimpollo? ¡A ver! ¡Uy lo que ha aumentado desde que me fui! Pero ¡qué preciosidad! Me lo comería a besos —doña Jimena tomó a su nieto en brazos y comenzó a pasearlo por el salón del palacio sin dejar de darle besos.
—¿Sabes, mamá, que cualquier día de éstos se casará Urraca?
Doña Jimena se detuvo ante su hija con el niño en brazos y luego se sentó a su lado. Aunque esperaba la noticia no creía que fuera tan inminente. Algo tenía que haber ocurrido, pues doña Urraca se oponía rotundamente a ese enlace. Tal vez la hayan obligado a cumplir el acuerdo de su padre para calmar los ánimos de los pretendientes. Consumados los hechos todas las aguas volverían a su cauce. ¡El poder, siempre el poder y los intereses que lo mueven!
—Al fin ha dado su brazo a torcer. La compadezco. Casarse por imposición y no por amor, no le traerá buenas consecuencias.
—¿Por qué lo dices, mamá?
—Porque Urraca no está enamorada de Alfonso y no sólo no lo está sino que lo detesta.
—Entonces, ¿por qué se casa con él?
—Porque así lo dejó ordenado vuestro padre.
—¡Pues vaya!
El pequeño retoño se había dormido en los brazos de su abuela. Doña Teresa lo tomó de brazos de su madre para depositarlo con ternura en la cuna y dejar que durmiera allí dulcemente. Luego regresó al lado de su madre.
—Podría ser Elvira la que ahora ocupara el trono —expresó en voz alta doña Jimena lo que fluía en aquellos momentos por su pensamiento—, o tal vez algún hijo varón que hubiera nacido después de vosotras si tu padre y yo nos hubiéramos casado.
—Mamá, ¿te hubiera gustado ser reina? —le preguntó Teresa tomando las manos de su madre entre las suyas no exenta de una fuerte emoción.
—Claro que sí, hija —le respondió al tiempo que dos lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Un silencio cómplice las rodeó mientras apretaban mutuamente sus manos con fuerza.
—¿Sabes, mamá, que a mí también me gustaría ser reina?
—Pero, hija, ¡tú no puedes serlo!
—¿Quién sabe algún día…?
—No sé en qué estás pensando, hija, pero me das miedo. Lo que sugieres no se puede conseguir sin derramamiento de sangre y yo me opongo a eso. ¡Cuántos seres humanos pierden la vida por la ambición de unos pocos, Dios mío!
Una sirvienta las interrumpió. Era la hora de comer. Por la tarde doña Jimena se retiró a sus aposentos para descansar y reflexionar. Dios mío, ¿qué es lo que has engendrado en mí? ¿Es posible que mi hija, mi pequeña Teresa, ambicione así el poder? Esto no lo puede heredar de mí sino de su padre. Yo nunca ambicioné el poder a cualquier precio aunque sí deseé ser reina consorte con Alfonso. Lo deseé con todas mis fuerzas y maldije a quien me privó de ello, pero nunca lo deseé a cualquier precio y menos aún si para ello había que derramar sangre. Dios mío, ¿qué es lo que nos espera? ¿Habrá guerras fratricidas y tendré que ver cómo se enfrentan dos hermanastras por el poder o cómo se hace añicos el reino? ¡Ay, Urraca, qué reinado más tormentoso vas a tener! Ya lo empiezas con mal pie, casándote con quien no quieres. Mucho te tienen que haber presionado para que hayas cedido y mucho tendrás que soportar para que puedas seguir ciñendo la corona. Tu padre te lo quiso poner fácil y, sin darse cuenta, no te lo ha podido poner más difícil. Ahora es cuando van a empezar tus verdaderos dolores de cabeza. Aún estás a tiempo para renunciar a tu futuro marido pero, claro, te acarrearía muchos problemas, tal vez, incluso, la pérdida del trono, aunque eso lo veo casi imposible. Para evitar todos esos males tendrás que sacrificarte a ti misma y renunciar a tu verdadero amor. Mal comienzo, querida.
Finalizaba septiembre y la boda de doña Urraca y don Alfonso estaba ya a punto. Se celebraría en los primeros días de octubre en el castillo de Monzón de Campos. Actuaría de padrino de bodas Pedro Ansúrez, alcaide de la fortaleza. Doña Jimena pensaba en la amistad tan grande que había unido durante toda la vida a Pedro Ansúrez con Alfonso VI y los servicios que aquél le había prestado siempre al rey. Ahora se comprometía a prestarle uno más aunque fuera después de muerto. Siempre leal a la corona, siempre leal a Alfonso, no así como algún otro que lo traicionó a la primera de cambio y más de una vez. Urraca, deberías seguir el ejemplo de tu padre y rodearte de buenos consejeros y fieles servidores como hizo él. Te deseo de todo corazón que tengas buena suerte en tu periplo como reina. Los augurios parecen no ponértelo nada fácil, ¡que la suerte te acompañe!
Había transcurrido casi un año, doña Jimena se hallaba descansando en la vetusta mansión del Bierzo, allí donde regresaba cada verano siempre que podía para gozar de su tranquilidad y de las cristalinas aguas del Sil. Aunque hiciera calor ya no le apetecía sumergirse en sus refrescantes y translúcidas aguas. Los años pasaban y pesaban. ¡Qué diferencia de cuando era joven! El Sil la atraía por su frescor, por su belleza, por el sosiego que infundía en su espíritu y por la paz que allí respiraba. Para ella era el lugar más cercano al edén si es que en la Tierra puede existir algún lugar que se le aproxime. Era el lugar donde respiraba poesía sin saber lo que es poesía. ¡Cuántas veces había deseado que alguien le cantara la belleza de la poesía y no había podido conseguirlo! Conocía la poesía clásica de los griegos y romanos pero no le satisfacía. Esa poesía, impoluta en su género, no llenaba su espíritu. Ella buscaba otra poesía más íntima, más entrañable, que impregnara todos los resquicios de su corazón, que hiciera vibrar todas las cuerdas de su sensibilidad, y esa poesía no la hallaba. Además quería una poesía escrita en la lengua que hablaba, una poesía fresca y nueva que despertara sentimientos, emociones y pasiones, como había oído que existía en la Occitania practicada por los trovadores. Le gustaría una poesía que le hablara de amor al lado de aquellas aguas transparentes y cantarinas, que la ayudara a elevarse de las miserias de este mundo, que la ayudara a volar y a soñar. El canto de un jilguero la trajo de nuevo a la realidad. Y la realidad es que doña Elvira había tenido un nuevo retoño al que le habían puesto por nombre García. Ya barruntaba ella algo con aquella ligera indisposición en la víspera de su despedida el año anterior. Y es que a una madre es muy difícil ocultarle los síntomas de un embarazo por mucho que se los velen. ¡Bienvenido seas, hijo mío, y que tengas una larga y venturosa vida! No he podido asistir a tu nacimiento pero espero conocerte pronto. Tú, como el resto de nietos, has venido a este mundo para alegrar mi vejez. Entre todos llevaréis lejos mi nombre y mi estirpe. También me he enterado que Alfonso Jordán ha sido traído por fin a tierras cristianas, a los dominios de su padre, y que su medio hermano, Beltrán de Tolosa, le ha concedido un pequeño condado. Pobrecito mío, no sé si te llegaré a conocer algún día.
El río le susurró al oído sonidos inefables que doña Jimena trataba en vano de descifrar. El agua se los llevaba envueltos en su transparencia hacia lejanas latitudes, hacia la inmensidad del océano en cuyas profundidades se perderían para siempre. La condesa dejó divagar su pensamiento que trataba de comprender los secretos y la belleza que ocultaba la naturaleza en todas sus dimensiones y manifestaciones. Dios mío, dame luces para que pueda descifrar todos los misterios que me rodean e inspírame para que pueda gozar de tanta beldad. Daría todo lo que tengo por poder expresar lo que llevo oculto en mi corazón. Señor, hazme volar por los espacios infinitos para que pueda alabar desde ellos la hermosura de tu creación. Mientras así se expresaba se dejaba llevar por dulces sueños. Un chasquido la retornó a la realidad, una lundre se deslizó por entre el ramaje para sumergirse en las cristalinas aguas y desaparecer bajo ellas. Uf, me quedé algo traspuesta y mi imaginación me ha jugado una mala pasada. Será mejor que siente los pies en suelo firme y no divague por las nubes. A todo esto, ¿cómo llevas los inicios tan turbulentos de tu reinado, Urraca? Porque me he enterado que el clero francés, con Bernardo de Sedirac a la cabeza, se ha opuesto a tu enlace matrimonial con Alfonso el Batallador. Temen perder todos los privilegios que tu padre les había otorgado. Supongo que sabrás que don Bernardo era el principal consejero de tu padre, tanto para lo político como para lo religioso y lo moral. Tu padre tenía fe ciega en él y él se aprovechó hasta el final de ese privilegio del que gozaba, porque no tiene un pelo de tonto y sabe emplear la palabra exacta en el momento preciso. Es inteligente y gran diplomático, aunque muy celoso de guardar los preceptos de la Iglesia. No creo que deje pasar por alto tus lazos de consanguinidad con Alfonso, así que, si quieres disolver tu matrimonio, encontrarás en él un buen aliado y con él en todo el clero de origen borgoñón. Una segunda facción que se opone a tu matrimonio está en Galicia. Aquí Diego Gelmírez, obispo de Santiago, defiende el derecho de tu hijo a la sucesión del reino de León, en tanto que Pedro Froilaz, conde de Traba y tutor de Alfonso, defiende, como ya has podido comprobar, la independencia de Galicia a favor de tu hijo. Por último muchos condes leoneses y castellanos se oponen a este enlace porque temen que serán desplazados en los principales puestos de mando por los aragoneses, algo que ya se está produciendo. Así que, hija mía, no debes dormirte en los laureles. No sé cómo pudo estar tan ciego tu padre a la hora de concertar este matrimonio tan aciago para ti y para tu reino, y todo por querer dejar su cetro y su corona a buen recaudo en manos de un hombre valiente, porque no confiaba en la valía de las mujeres. Se pasó toda su vida buscando un hijo varón que heredara su trono y cuando lo consiguió, lo envió directamente a la muerte como un manso corderillo. Luego quiso enmendar su error con otro error, imponiéndote este desdichado matrimonio como condición para que pudieras heredar sus reinos y engrandecerlos, y me parece que va a ocurrir todo lo contrario si Dios no lo remedia. ¡Cuántos desatinos encadenados al final de su vida! No sé por qué me da la sensación que perdió la cabeza en los últimos meses. Hija, ahora sólo te queda poner remedio a tanto desafuero.
Ya me he enterado que abandonaste a tu marido en la campaña contra las tropas gallegas y que regresaste sola a León. También hemos conocido el desacuerdo del papa con tu enlace. Ya te lo venía advirtiendo yo. Menos mal que tú en vez de amar a tu marido lo detestas. Al menos así no tendrás que sufrir todo lo que he sufrido yo. Debes tomar una decisión firme y acertada para poner fin a esta situación tan odiosa. Piensa que aquí son muy pocos los que ven con buenos ojos a Alfonso el Batallador. Es un rey foráneo e impuesto por tu padre y por algunos nobles castellanos. En estas tierras nunca será bien recibido. Yo te aconsejo que rompas con él cuanto antes y que tomes en tus manos las riendas del poder. Sólo así lograrás que el pueblo te reconozca y te aclame. Ah, que ya has puesto el asunto en conocimiento de varios obispos y que éstos te han aconsejado la separación. Me parece muy bien. ¿Que te ha infligido malos tratos? Abandónalo inmediatamente, no le des pábulo para que te siga humillando y maltratando. Pero ¿quién soy yo para meterme donde nadie me llama? Perdóname, querida, pero como estoy tan acostumbrada a inmiscuirme en todo lo concerniente al quehacer de tu padre, pienso que todo sigue lo mismo, que no ha cambiado nada a pesar de que lleva ya más de un año muerto. Dios mío, qué locura, cómo se me va la cabeza sin que la pueda controlar. Perdóname, Urraca, pienso que es tu padre y no tú quien sigue sentado en el trono real. De todas maneras no puedo desinteresarme de cómo va el reino y tu gobierno. No olvides que estuve a punto de ser la reina consorte al lado de tu padre y que, de haber ocurrido esto, tú tal vez no hubieras nacido. Para mi desgracia, se interpuso la Iglesia entre nosotros, ahora, en cambio, se interpondrá para tu bien. Recuerda que yo siempre estaré interesada, y preocupada, por tu destino. Así que más de una vez me entrometeré en tu vida, pero siempre, siempre estaré de tu lado, porque sigo teniendo fe en el ideal que perseguía tu padre, la unidad de España y la expulsión definitiva del pueblo invasor.
Julio se despedía con los rigores acostumbrados. Doña Jimena soportaba el calor bajo el frescor de la fronda que orlaba el Sil. Desde allí escuchaba el susurro del agua que sosegaba su espíritu y elevaba su pensamiento hasta la profundidad del cosmos. Ya sé que se han reunido los obispos para estudiar la condena papal de tu matrimonio y que han resuelto favorablemente su disolución. ¡Enhorabuena! No sabes cómo me ha alegrado esta noticia y lo feliz que he sido al conocerla. ¡Qué diferencia con aquella otra anulación en la que nos vimos involucrados tu padre y yo! Aquella anulación truncó por entero mi vida y todos mis sueños. Ya me veía reina de León y emperatriz de toda España cuando mis sueños se hicieron añicos como el cántaro que se estrella al caer en un rimero de cantos. Ahora debes tomar las riendas del poder y romper todos los pactos que habéis firmado tú y Alfonso, porque tú los firmaste contra tu voluntad. Ya sé que se han formado dos bandos, uno a favor tuyo y otro a favor de Alfonso. No te dejes intimidar y mantente firme en tu puesto. Claro que habrá más de un enfrentamiento, es natural. Todas las sucesiones reales suelen ser más o menos conflictivas, aunque en tu caso tu padre te lo ha puesto bastante difícil. Podía haberse ahorrado esta guerra intestina. Claro que sí, pero él era demasiado machista para poner su cetro y su corona en tus manos sin condiciones. Pensaba que las mujeres no estamos capacitadas para mandar, a pesar de que vivió en su propia carne dos claros ejemplos de todo lo contrario, como fueron los de su madre y los de su hermana Urraca, que ambas gobernaron en la sombra los designios del reino. Yo sé que tú eres capaz de hacerlo igual o mejor que tu tía y tu abuela, porque lo llevas dentro de ti, porque llevas su misma sangre. No sé cómo pudo dudar de eso tu padre. Bueno, sí lo sé y ya te lo he dicho, porque no creía en las capacidades de la mujer a pesar de los pesares. Tienes que ser fuerte, hija, y recuperar todos tus territorios. No debes permitir que ese advenedizo se quede con nada de lo que te pertenece, de lo que formaba parte de los reinos de tu padre. Que vuelva a su tierra, que en la nuestra no se le ha perdido nada.
El río susurraba su eterna canción bajo la canícula estival. El sol se acercaba a su cénit al igual que el estridente concierto de las chicharras. Doña Jimena dormitaba bajo la fronda. Unos gritos infantiles la devolvieron a la realidad. Su nieto Diego corría a través del prado a su encuentro mientras en la entrada de la mansión esperaba doña Elvira con García en brazos. La abuela se incorporó para abrazar a su nieto que se había abalanzado sobre ella con los brazos abiertos.
—Ven aquí, hijo mío —le decía mientras lo abrazaba y lo llenaba de besos—, ¡qué alto estás! Pero vamos, vamos con tu madre y tu hermanito, que tengo ganas de conocerlo.
Tomó al niño de la mano y se fue al encuentro de su hija y su nuevo nieto.
—¡A ver qué preciosidad tenemos aquí! Pero ¡qué cosa tan bonita! —Doña Jimena tomó al pequeñín en brazos y le llenó la cara de besos. La criatura al sentirse así tratado comenzó a llorar. La abuela le hizo algunas carantoñas para calmarlo y al ver que no lo lograba se lo devolvió a su hija. —Toma, hija, toma. ¡Vaya genio que tiene!
En ese momento apareció don Fernando en la escena, que hasta entonces había permanecido dentro de la mansión. Después de saludarse todos, entraron en el salón de la casa para estar más cómodos y contarse allí todo lo que se tenían que contar, que no era poco después de un año o algo más de ausencia. Doña Elvira puso al corriente a su madre de cómo había ido su embarazo, del parto, de aquellos tres primeros meses de vida de su nuevo retoño y de todo lo que habían hecho y pensaban hacer. Habían ido hasta allí para pasar todo el mes de agosto con ella y tal vez los primeros días de septiembre, hasta que don Enrique requiriera de nuevo los servicios de su marido. Doña Elvira era feliz aunque una espina laceraba su corazón, la ausencia de su hijo mayor, Alfonso Jordán. Sabía que estaba en Francia y que su hermanastro le había concedido un condado, pero no lo había vuelto a ver más desde que lo dejó en Tierra Santa. Se lo arrebataron de las manos con amenazas explícitas y severas imposiciones que no tuvo más opción que aceptar. Allí descubrió que había sido utilizada por don Raimundo y su familia en provecho propio. Lo único que querían de ella era el fruto de su matrimonio y bien que se lo incautaron cuando se quedó viuda. Los sentimientos y derechos de ella fueron completamente ninguneados. Ahora tenía una nueva familia con la que se sentía feliz, aunque siempre quedaría aquel rinconcito dolorido y oscuro en su corazón que, en momentos de angustia y soledad, la compelía a derramar alguna furtiva lágrima.
El nueve de septiembre la familia de doña Elvira se vio obligada a abandonar la mansión berciana para incorporarse a sus tareas cotidianas. Se despidieron con lágrimas en los ojos y con la promesa de volver a verse muy pronto, aunque esto, como todos sabemos, es fácil de prometer pero muy difícil de cumplir, pues no suele depender de nuestra voluntad sino de los acontecimientos y circunstancias, que no siempre nos suelen llevar por el camino que deseamos. La vetusta mansión volvió a quedar huérfana de calor y alegría.
25
Doña Jimena no vio con buenos ojos las ínfulas de poder que esgrimió su hija doña Teresa poco después del nacimiento de Alfonso Enríquez. Le pareció que aquélla no era su hija. Las palabras de doña Teresa le laceraron el corazón y le produjeron un acre sabor que amargó su alma para siempre. Se abstuvo de contradecir o recriminar a su hija su posición política para no echar más leña al fuego, pero aquellas palabras fueron el principio del fin de su relación maternofilial. No rompería del todo, porque una madre no puede romper con sus hijos, pero sus contactos serían mucho menos frecuentes y más fríos. De momento decidió no volver a pasar los inviernos con su hija en el palacio condal de Astorga. Se quedaría definitivamente en la casa solariega de sus padres en el Bierzo. En ella permanecería mientras tuviera fuerzas rodeada de un reducido número de fieles sirvientes, tres o cuatro a lo más, que le proporcionarían una vida más fácil. Su casa siempre estaría abierta para sus hijas y sus familias, que podrían ir a visitarla y a pasar temporadas con ella cuando quisieran.
Así, pues, la Navidad de 1110 fue tal vez la primera de su vida que pasó sola, ausente de su familia, con tan sólo la compañía de sus más fieles servidores. Fue una Navidad diferente, triste, en la que los bocados más deliciosos se le atragantaron y los postres más dulces le amargaron su felicidad. Nunca pensó que una Navidad así podía ser tan dolorosa. Ante tal situación centró su actividad en dedicar más tiempo a la oración y en realizar muchas más obras de caridad que de costumbre. Sola, alejada de los suyos, no podía perder más tiempo en las cosas fútiles de este mundo, tenía que ir preparando su entrada en el otro que cada vez estaba más cerca. En los momentos de escasa o nula actividad, que eran los más, se acercaba a la chimenea y allí, al calor de la lumbre, dejaba correr su imaginación por donde ella quería discurrir libremente. ¡Qué año tan ajetreado has tenido, Urraca, y cuánta hostilidad se ha suscitado entre tú y tu esposo, porque todavía sigue siendo tu esposo aunque no viváis juntos y la Iglesia haya optado por anular vuestro matrimonio! ¡Cuánto sufrimiento y dolores de cabeza trae el poder, Dios mío, y sin embargo todo el mundo corre tras él! Yo misma estuve algún tiempo intoxicada por ese veneno que te corre por las venas y enceguece tu pensamiento. ¡Qué ilusos somos! ¡Cuánto mejor viven los que se apartan de las mudanzas y vanidades de este mundo y dedican su vida por entero al Señor! Pero hay personas como tú predestinadas a guiar los destinos de los demás y deben ineludiblemente seguir el camino señalado por Dios nuestro Señor. Por eso tienes que cercenar con valor y decisión las ambiciones de tu marido y las de otros que pueden estar conspirando contra ti a tus espaldas. Hija mía, tienes en tus manos la continuidad del reino asturleonés y de llevar a cabo su legado, la reconquista total de la Península y la unificación de toda Hispania. No cedas a nadie tu testigo y transmítelo íntegro a tu sucesor. Sé que Alfonso ha ido esta Navidad a Sahagún a parlamentar contigo. Obra con cautela y no te dejes engañar, pues el demonio se viste de infinitas formas para lograr su fin. Lucha contra Alfonso y sus secuaces y contra todos aquellos que quieren romper y fragmentar nuestro reino. Lucha contra el fantasma de tu padre, que ahora se estará removiendo en su tumba porque no supo prever las consecuencias tan letales del matrimonio que te impuso. ¡Si él supiera que todo lo que dispuso está saliendo al revés!
Ante la amenaza de excomunión del papa a ambos esposos si no disolvían su matrimonio, doña Urraca decidió alejarse de don Alfonso y refugiarse en el monasterio de San Benito de Sahagún, mientras éste se apoderaba de varias plazas leonesas y castellanas y destituía a algunos obispos y al propio abad de Sahagún. La rivalidad entre ambos esposos era máxima, agravada aún más por la infidelidad de doña Urraca que aquel mismo año 1111 daría a luz a su hija Elvira, hija a su vez de don Pedro González de Lara, su amante.
Doña Jimena desde su mansión berciana seguía de cerca todas las vicisitudes por las que estaba pasando la reina en aquellos últimos tiempos. La hija de quien fue el padre de sus hijas y su único amor no lo estaba pasando muy bien, aunque se había permitido ciertas libertades y el apoyo de quines buscaban más su propio ascenso que la seguridad de ella misma o de su reino. Me acabo de enterar que has tenido una hija, que no es hija de tu marido sino de uno de los Lara, concretamente de Pedro González de Lara. Ya sé que él te liberó del encierro al que te tenía sometida tu marido en Sahagún, pero yo creo que no deberías haberle pagado el favor de esa manera. Ya sé que esto es inmiscuirme en tu vida privada y que no me corresponde a mí ser juez de tus actos, ya lo sé, no es necesario que me lo recrimines. Faltaría más que me metiera yo ahora a regir tu vida. No es ésa mi intención ni lo será nunca. Yo sólo me preocupo por tu bien y por el de tu reino, que al fin y al cabo es el mío y en el que me toca vivir.
Doña Jimena había pasado muy inquieta todo el verano, pues sabía que su yerno don Enrique se había trasladado a Francia para reunir un ejército con el que defender su territorio de la contienda que se estaba librando entre los bandos de la reina y su marido. La condesa no comprendía muy bien el comportamiento de su hija doña Teresa y su yerno, aunque se imaginaba el derrotero que estaban siguiendo. ¿Cómo pueden osar enfrentarse a su hermanastra en estas circunstancias aprovechando su debilidad por la hostilidad que mantiene con su esposo? Esto no puede ser más que fruto del pacto que firmaron hace años Enrique y Raimundo, pacto por el que Alfonso se vio obligado a dividir Galicia en dos, dándole Galicia a su hija y a su yerno, y el condado de Portugal a Teresa y Enrique. Desde entonces Enrique no habrá parado de conspirar en la sombra para llegar hasta aquí ni habrá parado tampoco de inyectar ese veneno en el corazón de mi hija. Alfonso, amor mío, sin darnos cuenta hemos incubado un nido de víboras en nuestro propio seno. Si desde el más allá puedes estar viendo esto, tus huesos deben de estar removiéndose en la tumba. ¡Qué horror y qué reinado más funesto le espera a tu hija, tú que creíste dejarlo todo atado y bien atado!
Teresa, hija mía, ¿a dónde queréis llegar tú y tu marido? ¿Qué pretende hacer Enrique con ese ejército que va a traer de Francia? No, no me lo digas porque me temo lo peor. No te da vergüenza levantarte contra tu propia hermana, bueno hermanastra. Ya, ya sé que el poder embriaga y engancha, ya sé que se sube a la cabeza como un narcótico y embota todos los sentidos, embota hasta la conciencia, y desfigura por completo la realidad. No, no hay excusa ninguna. Vuestro deber es estar al lado de Urraca y serle fiel hasta la muerte, no puedo comprender ninguna otra postura. Ni siquiera debería pasar por vuestra mente una sombra de rebelión, menos aún llevarla a la práctica. No os comprendo, hija mía, si seguís por ese camino cavaréis mi tumba. ¡Ay, Señor, Señor!, ¿para esto tiene una hijos?
¿Y tú, Urraca, cómo lo estás pasando? Que has sido liberada por tu amante de la prisión en la que te había encerrado tu esposo. Me alegro infinito y te doy mi más sincera enhorabuena. No dejes que Alfonso se imponga y te arrebate lo que es tuyo por derecho propio. Si no está conforme, que se vaya a su tierra que aquí no es bien recibido. Ah, que ahora quiere adueñarse de todo o de la mayor parte de tu reino, que ya ha ocupado varias ciudades y depuesto a más de un obispo, que no te da tregua. Pues lo tienes claro, hija. ¿En qué estaría pensando tu padre cuando te obligó a casarte con él? Quería acabar con el enfrentamiento entre los condes leoneses y castellanos y lo que hizo fue crear un problema mucho mayor. Creo que el dolor por la muerte de Sancho le obnubiló la vista y el cerebro, no de otra manera se explica que tomara una decisión tan desacertada. Ánimo, hija mía, une a tus fieles y lucha contra el enemigo hasta vencerlo, oblígalo a regresar al lugar de donde vino y del que nunca debió salir, pero no olvides otros enemigos que puedes tener dentro de tu propia casa. Ya sabes que el 17 de septiembre fue coronado tu hijo Alfonso en Santiago de Compostela. No puedo adivinar qué es lo que persiguen con este acto tan a despropósito ni qué consecuencias puede tener en el futuro. Parece ser que lo hacen para desvincular a tu hijo del pacto que firmaste con Alfonso cuando os casasteis, pues, según ese pacto, tu hijo quedaba privado del derecho a tu sucesión en favor de los hijos que pudieras tener en tu nuevo matrimonio y con este acto tiene asegurada, como mínimo, la corona de Galicia. No sé, hija, me da miedo todo esto. Me parece que de un momento a otro se va a desmoronar todo tu reino. Tantos siglos de lucha para nada. Espero que Dios todopoderoso te dé las fuerzas suficientes para que salgas vencedora de tanto enemigo.
Octubre finalizaba dejando las primeras nieves en las cimas de las montañas que rodeaban la vega del Sil. En la mansión solariega ya había que encender la chimenea para combatir el frío que poco a poco se iba adueñando de ella. Doña Jimena seguía dando pábulo a sus pensamientos. Me acabo de enterar que mi yerno Enrique se ha unido con sus tropas a las de tu marido. ¡Qué despropósito, Dios mío! Ya barruntaba yo que podía ocurrir algo así, porque si no, ¿a santo de qué tuvo que desplazarse a Francia para reunir un ejército? ¿Es que no estaba bien donde estaba y como estaba? Siento, hija, que toda, o parte, de tu familia —tu marido y tus hermanos— se haya levantado contra ti, ¿a dónde vamos a llegar? Quiero que te quede bien claro que yo estoy en total desacuerdo con la conducta y el proceder de mi yerno y de mi hija. Yo jamás osaré aliarme con tus enemigos aunque éstos sean mis hijos. Quise a tu padre y con él abracé el propósito último de la Reconquista: la expulsión definitiva del pueblo invasor y la unidad de toda Hispania. No entiendo a qué viene toda esta insensatez que nos aniquila. Enrique no puede tener en la cabeza otra idea más que la independencia del condado Portucalense. Esta endiablada semilla vino de Francia y el principal responsable de ello fuiste tú, Alfonso, con tu petición de ayuda para luchar contra los almorávides, lo que nos ha conducido a este estado de luchas internas entre nosotros, que acabarán con la unidad y la grandeza de tu reino, cuando lo que tú querías era acabar definitivamente con la invasión musulmana. Lo siento mucho, Urraca. Siento que hayas salido vencida en este primer enfrenamiento contra tu marido y que esta derrota haya ocurrido gracias a la ayuda que mi yerno Enrique y mi hija Teresa le han prestado a Alfonso el Batallador. ¡Qué oprobio tan grande para mí y qué baldón han tatuado en el honor de mi linaje! Tengo roto en dos pedazos mi corazón, uno se inclina hacia donde lo llama la sangre y el otro hacia donde le grita el honor. Señor, ten misericordia y piedad de mí. Perdona mis pecados y llévame a tu reino, Dios mío. Te prometo que a partir de hoy reforzaré mis donaciones a la Iglesia y dedicaré más tiempo a alabar tu nombre, Señor.
Durante el otoño de 1111 y primeros meses de 1112 don Enrique, conde de Portugal, cambió de bando según por donde soplara el viento ofreciéndose siempre al mejor postor. Unas veces luchó al lado de don Alfonso el Batallador, otras al lado de doña Urraca, pero siempre con la promesa de recibir a cambio de su apoyo la mitad del reino. Se constituyó por así decirlo en el fiel de la balanza, inclinándose siempre del lado más favorable para sus intereses. En la última alianza que le dio a doña Urraca le exigió a ésta Salamanca, Ávila, Zamora y el norte de Extremadura. Falleció finalmente el 22 de mayo de 1112 en Astorga cuando intentaba recuperar Lisboa y Santarem de las manos de los almorávides. Antes de su muerte declaró la independencia del condado de Portugal. Su cuerpo fue trasladado a la ciudad de Braga tal como él mismo había dispuesto en vida.
Comenzaba ya a dejarse entrever el verano a las orillas del Sil. Doña Jimena, muy dolida por los últimos acontecimientos, descansaba bajo la espesa fronda. El río cantaba como siempre su eterna canción y las avecillas desgranaban sus melodías por aquel entorno bucólico. ¡Dios mío, estoy inmersa en un mar de confusión! Teresa y Enrique pactando unas veces con Alfonso y otras con Urraca, exigiendo siempre en dichos pactos el máximo de beneficio. ¡Cómo es posible que pueda llegar hasta esos extremos la ambición humana que parece no tener límites y que esa ambición se haya gestado en el seno de mi familia! ¡Y esa felonía! A Enrique antes de su muerte se le ocurre declarar la independencia de Portugal. ¡Habrase visto tal desfachatez! No te dejes intimidar, Urraca, y vuelve las aguas a su cauce. No reconozcas esa declaración. Por esta conducta tan desnortada y este hecho tan desafortunado a punto estuve de no asistir a sus funerales. No debí hacerlo nunca como muestra de fidelidad a Urraca, pero una fuerza invisible me obligó a acercarme hasta Astorga para ofrecerle mis condolencias a mi hija Teresa. Fue un encuentro gélido y distante. Desde que iniciaron estos movimientos políticos en pro de la independencia del condado Portucalense, no había vuelto a tener ningún roce con ellos. Mi hija me recibió también con mucha frialdad. No parecíamos madre e hija. Desde luego para mí se ha acabado para siempre mi relación maternofilial. No puedo traicionar mi pasado y mis ideas. Cierto es que en un rinconcito de mi corazón siento un incuestionable orgullo por ver a mi hija menor casi coronada como reina y es a lo que yo aspiré en mi juventud. Pero no puedo aceptar que este honor lo consiga arrebatándoselo a su auténtica dueña, a la soberana que le corresponde por mandato divino y que, además, es su hermanastra. No, no puedo aceptar que se lo robe de esa manera aunque sea mi hija y precisamente por serlo. No está bien lo que han hecho ella y su marido. Por eso no podré perdonárselo nunca. Esto no es lo que pretendía tu padre, Teresa. Si él pudiera levantar la cabeza y ver lo que habéis hecho con su reino, os pondría a todos en vuestro sitio en un periquete.
Doña Jimena dormitaba arrullada por el incesante murmullo del agua. El canto de un jilguero la devolvió a la realidad. Pasados unos instantes, volvió a retomar el hilo de sus reflexiones. ¿Por qué has hecho esto, Enrique? ¿Así pagas la merced que te hizo tu suegro? ¿Era éste el objetivo que traíais tú y tu primo cuando respondisteis a la llamada de Alfonso? ¡En mala hora recalasteis en estos reinos y en mala hora os entregó Alfonso las manos de sus hijas! Tus días ya han fenecido pero ya has hecho todo el mal que podías hacer. ¡Cómo se te ocurre arrebatarle a tu cuñada parte de su reino! No deberías encontrar el descanso eterno por este hecho. Por cierto, asistí a tus exequias pero me cuidé muy mucho de acompañar tus restos hasta Braga. A punto estuve de no asistir a tu funeral. Si lo hice fue por mi hija, que tampoco se lo merece, pues está completamente de tu lado. Tú le debes de haber inoculado el veneno de la traición, que de mí no lo recibió ni aprendió tales vilezas. No, no me retracto. Lo que habéis hecho es una vileza, una canallada, una felonía contra vuestra hermanastra. Es algo que no tiene nombre y para mí supone un baldón en nuestra honra. ¿Cómo han podido mis hijos llegar a traicionar al que fue mi auténtico amor, al que fue mi único y verdadero esposo? ¿Y aún sigues pensando que debo considerar tu gesto, que no gesta, como algo honroso, como algo digno de ser escrito con letras de oro en los anales de nuestra familia? Ni lo sueñes. Yo no eduqué a mi hija para que fuera cómplice de tamaña traición. Descansa en paz, Enrique, si puedes. Yo no iré jamás a visitar la tumba donde reposan tus huesos.
Doña Jimena se acercó a la orilla del río para acariciar con sus manos el cristal traslúcido que por él se deslizaba. Luego regresó a su hamaca. ¡Ay, Alfonso, Alfonso, qué regalo tan endemoniado me hiciste sin saberlo! ¡Cuánto mejor hubiera sido que nuestras hijas se hubieran quedado solteras o que hubieran ingresado en un monasterio antes que casadas con quines las casaste! Pero el daño ya está hecho. Tampoco ha salido bien parada tu hija legítima y heredera. No sabes cuánto está sufriendo y los problemas por los que está pasando por tu manía de imponerle los maridos. Tu desafortunado tocayo le está haciendo la vida imposible. La ha maltratado, la ha encarcelado, la ha dejado casi sin tierras donde gobernar, vamos, que si se descuida un poco, la deja con lo puesto. No me extraña que tu hija se haya vengado de él hasta el punto incluso de tener una hija con otro, sí, sí, con otro como lo oyes, ya que con él no quiere tener ni el saludo. Que te equivocaste, Alfonso, y mira que te lo dije, pero tú siempre tuviste que salirte con la tuya. Mira cómo está ahora tu reino. La que menos parte tiene en él es Urraca. Teresa se ha quedado con Portugal, Alfonso tu nieto con Galicia, Alfonso el Batallador con Castilla y parte de León. Tu reino está hecho unos zorros. ¡Menos mal que querías asegurarlo con tu testamento! Yo me siento sola y abatida ante tanta desolación. Desearía poder pararles los pies a todos ellos pero nada puedo hacer. Ni me escuchan ni les hablo. Yo para ellos soy menos que un cero a la izquierda. Más de una vez me he propuesto abandonarlo todo e ingresar en un monasterio. Luego lo pienso mejor y decido continuar en este mundo maldito. La verdad, no sé por qué. El caso es que siempre termino por olvidarlo todo y dejar pasar el tiempo hasta que Dios nuestro Señor decida llevarme a su lado. No, no estoy orgullosa de que Teresa haya usurpado el condado de Portugal a su hermanastra. ¿Lo estarías tú? Ni tampoco estoy orgullosa de cómo se ha repartido el resto del reino. Tanto como luchaste tú para agrandarlo y unificarlo y ahora está hecho añicos. Ahora sí que estoy convencida de que la Reconquista se ha demorado varios siglos. No hace falta ser adivina para verlo, sólo abrir los ojos y contemplar el panorama que tenemos delante. ¡Dios mío, quién lo vio y quién lo ve! ¿Para esto tantas luchas, tantas batallas, tanto dolor, tan muerte? Bien excusado pudo haber estado todo eso. Vuelvo a pensar si no hubiera sido mejor que nos hubiera casado el abad Roberto y haber vivido una vida discreta y feliz. Al menos no hubiéramos tenido que soportar todo este valle de lágrimas. Pero lo hecho hecho está y hay que seguir para delante hasta que Dios quiera. ¡Qué vida más triste!
Aquel verano la Señora, como era conocida en sus feudos, pensaba pasarlo sola. De doña Teresa no esperaba nada, pues se había enrocado en sus dominios, y de doña Elvira tampoco. Enterrado don Enrique, ella y su marido se despidieron de su hermana para regresar a tierras de León donde esperaban ponerse al servicio de la reina. Parece ser que don Fernando no comulgaba tampoco mucho con el proyecto de sus cuñados. Aguantó al lado de don Enrique por el contrato que había firmado con él. Una vez muerto éste, ya no había nada que lo ligara al condado Portucalense. Era hora de emprender nuevos vuelos.
A comienzos del verano doña Jimena recibió la grata noticia de que Alfonso Jordán había sido proclamado conde de Tolosa y marqués de Provenza como consecuencia de la muerte de su hermano Beltrán de Tolosa. Espero, hijo mío, que tengas mejor suerte que tu madre con la posesión y el disfrute de esos títulos, pues a ella para nada le han servido. Llévalos con orgullo y honor hasta el fin de tus días. Eres el único miembro de mi familia que no conozco y creo que no llegaré a conocerte nunca, pero llevas sangre de mi sangre y eso es suficiente para que desee tu bien. Sólo espero que tengas suerte en la vida y que puedas ser feliz. Dos lágrimas sellaron su doblemente maternal deseo y con ellas dos suspiros volaron hacia los campos de Tolosa.
En el otoño le llegó la noticia a doña Jimena de la ruptura definitiva de doña Urraca y don Alfonso el Batallador. Ya era hora, hija mía, que cerraras ese paréntesis de tu vida, esa pesadilla de tu corazón. No sé cómo has podido aguantar tanto tiempo esa carga que te impuso tu padre para heredar el trono. Tu padre creyó que con vuestro enlace se iba a agrandar el reino y si te descuidas un poco te quedas sin nada. ¡Qué error de cálculo! Bueno, ahora lo que tienes que hacer es echarlo de tus tierras y que no vuelva a aparecer nunca más por ellas, claro que esto te llevará tiempo y esfuerzo, y seguro que bastante derramamiento de sangre aún. Vigila también la parte occidental de tu reino, pues no creo que el obispo Diego Gelmírez y el conde Pedro Froilaz lleven muy buenas intenciones. No creo que sean muy de fiar como tampoco lo han sido mi hija Teresa y su difunto marido. Su felonía me avergüenza y me duele en lo más hondo de mi corazón.
Cuando se disponía a celebrar la Navidad recibió la noticia del nacimiento de Teresa, una nueva hija de Elvira y Fernando. Este hecho le insufló un hálito de alegría en su apesadumbrado corazón. ¡Bienvenida seas, hija mía, en estos momentos tan borrascosos! ¡Trae la paz y la felicidad para tus padres y para todos nosotros! Al menos con tu llegada a este mundo bendeciré estos momentos de soledad y de nostalgia que me rodean. Espero poder conocerte algún día para estrecharte entre mis brazos y transmitirte todo el calor de mi afecto. Y vosotros, hijos mío, recibid todo mi amor y mi cariño con mi enhorabuena más sincera y con el deseo de que paséis una feliz Navidad. Ya ves, Alfonso, cómo sigue creciendo nuestra familia.
26
Poco antes de su muerte el conde don Enrique de Borgoña donó la ciudad de Braga a los arzobispos. A ella dejó ordenado que trasladaran sus restos mortales cuando falleciera y así se hizo respetando su voluntad. Asimismo poco antes de su muerte el conde don Enrique declaró la independencia del condado Portucalense. Flaco favor que le tributó a su benefactor Alfonso VI por habérselo otorgado como dote en el año 1093 cuando se desposó con la infanta doña Teresa Alfónsez, hija de Alfonso VI y de doña Jimena Muñiz. Recordemos que Alfonso VI le donó el condado Portucalense a don Enrique para contrarrestar el poder absoluto que se había arrogado en Galicia don Raimundo de Borgoña, su otro yerno, desposado con su hija doña Urraca. Ahora, a la muerte de don Enrique, su viuda doña Teresa se apropia de la regencia del condado en nombre de su hijo menor de edad y lo hace a título de reina. Contradicciones de la Historia.
Doña Jimena seguía los acontecimientos históricos desde su refugio en la vetusta mansión de sus padres. Allí, con la compañía de sus más fieles servidores, seguía muy de cerca las vicisitudes por las que atravesaba el reino de doña Urraca y la deriva tan atrevida e insolente que había tomado su hija doña Teresa. Muchas lágrimas vertieron sus ojos a las cristalinas aguas del Sil. ¿Dónde se habían quedado la educación y los principios que ella tan magnánimamente les había inculcado a sus hijas? ¿Quién había inoculado el veneno de la ambición y el poder en el corazón de su hija Teresa? No lo podía creer. No te conozco, hija mía. Tú no eres la hija que yo traje al mundo ni la que crie conmigo hasta los catorce años. ¡Qué razón tenía cuando le dije a Alfonso que me la arrebataba muy pronto de mi lado, que tan sólo era una niña, y que me la quitaba cuando más necesitaba de mí y de mis consejos! Estaba en el momento más crucial de su vida, cuando más maleable era, circunstancia que alguien aprovechó para imbuirle ideas absurdas en su mente infantil. No de otra manera ha podido llegar a donde ha llegado. Hija mía, no sé qué pretendes pero tu comportamiento me da miedo. Da un paso atrás y vuelve a ponerte bajo el amparo de tu hermanastra, que es la auténtica Señora y reina de todos estos territorios. No la traiciones, antes al contrario, únete a ella para hacer cada día más grandes sus reinos. ¿Cómo que no puedes? Claro que puedes. Deja a un lado tu ambición y tu soberbia, tus ínfulas de reina, olvida tu felonía y vuelve al redil de donde nunca deberías haberte alejado. Que no piensas hacerlo, que tu difunto marido arriesgó su vida para lograr la independencia de Portugal y que tú no renuncias a su legado y piensas darle continuidad incluso hasta la muerte si fuere necesario. Mira, hija, me has partido el corazón, me has herido donde más me duele y te has vuelto contra todo aquello en lo que yo he creído y por lo que he luchado. En mi alma no cabe mezquindad tan ruin como la tuya. Preferiría mil veces que te hubieras quedado soltera, que te hubieras encerrado en un monasterio a esta traición que has cometido. No, no le des vueltas, no tiene justificación. Así no se agradece lo que te han dado altruistamente tus padres, sí, lo que te dio tu padre y lo que te di yo hasta que te arrebataron de mis brazos. Tú no eres aquella hija querida y mimada por mí ni los ojitos de tu padre. En estos momentos no eres más que un monstruo que se ha rebelado contra sus progenitores, una ingrata desagradecida. Dios te perdone lo que has hecho.
Una cortina de lágrimas le impedía ver con nitidez el espejo del agua que fluía cantarina hacia el lejano poniente. Aprisionados en su transparencia iban sus más hondos suspiros. Y tú, Alfonso, allá donde estés, mira lo que has hecho. Mira adónde ha llegado el remedio que creíste poner a la sinrazón de Raimundo, tú que pensaste que dividiendo en dos su condado ibas a desbaratar su propósito. Fue peor el remedio que la enfermedad, como puedes ver si es que puedes ver algo desde allá donde estés. Ahora Portugal se comporta como si ya fuera independiente y Galicia pretende seguir sus pasos. Si de Diego Gelmírez y Pedro Froilaz dependiera ya lo sería. Esperemos que Urraca aún pueda sujetarlos, pero ¿por cuánto tiempo? Tu hija pasará, como pasaremos todos, y después de ella vendrá tu nieto, Alfonso Raimúndez, que mucho me temo hará un desaguisado con la herencia de su madre. No en vano su educación y sus cuidados han estado, y están, en manos de los que quieren romper y disgregar tu legado. ¡Dios nos coja confesados el día que tu nieto se haga con las llaves de tu reino! ¡Ay, Alfonso, Alfonso, a dónde nos han llevado tus errores y a dónde nos llevarán! No sé qué podría haber hecho Sancho de haber llegado a reinar, pero seguro que con él no hubiéramos llegado a la situación en la que nos encontramos. Estoy convencida de que habría dado continuidad a tu reino y que les habría cortado las alas a tus enemigos. Sí, con él no creo que Enrique se hubiera atrevido a declarar la independencia del condado Portucalense y menos aún Teresa, ni tampoco lo habrían intentado Pedro Froilaz y el obispo de Santiago. Mucho menos se le habría ocurrido a Alfonso el Batallador asomar sus narices por estos territorios y menos intentar apoderarse de todos tus reinos. ¡Qué lástima y qué error de cálculo por tu parte, poner en la boca del lobo a un niño! Todo esto ya no se puede remediar y mira tu ojito derecho por dónde ha salido. A mí ya no me queda más que suplicar la misericordia del Señor y rezar por todos nosotros.
Urraca, aunque no seas mi hija te llevo en mi corazón como si lo fueras. ¡Ay, qué legado tan endemoniado te dejó tu padre! No quería que llegaras a ser su heredera haciendo en vida todo lo posible e imposible por evitarlo. Dejó dispuesto que te casaras con ese demonio porque no te creía capaz de llevar las riendas del poder y mira qué es lo que ha conseguido, encerrar el lobo en el redil de las ovejas y convertir tu reinado en un infierno. Como siempre, con sus desafortunadas decisiones ha obtenido lo contrario de lo que pretendía. Lo hizo porque no te creía capaz de gobernar y ahora tienes que hacerlo sola y con todo el desbarajuste que te ha creado con sus desaciertos. ¡Si no hubiera sido tan engreído y hubiera confiado algo más en ti, cuánto daño y cuánto sufrimiento habría evitado! Pero ahí está y ahí lo tienes para tu daño y perjuicio. Hija mía, aprovecha que ya te has liberado definitivamente de los lazos de tu esposo y lucha denodadamente contra él hasta que lo encierres en sus fronteras de donde nunca debió haber salido. Lucha contra todos tus enemigos hasta vencerlos, aunque ello te pueda doler a veces. Alienta a tus amigos y bienhechores para que te sigan siendo fieles como hasta ahora, para que con su valor y su ayuda puedas recuperar las fronteras de tu reino y puedas engrandecerlo en loor y gloria tuya y de tu padre. No desistas jamás en tu empeño.
Doña Jimena veía en la reina doña Urraca la única persona capaz en aquel momento de reunificar en su corona todos los reinos de su padre y de poner paz entre ellos. Portaba en sus genes todas las dotes de su abuela la reina doña Sancha y en su espíritu la fuerza de carácter de su tía Urraca. Ya sé que te atacan por todos los frentes y que no te dejan respirar ni descansar un instante. Sé que te has tenido que levantar contra Teresa, que se ha convertido en tu más encarnizada enemiga. ¿Quién lo diría?, mi hija la menor enemiga de su hermanastra. ¡Cuánto daría por una reconciliación sincera y definitiva entre las dos! Ya sé, ya sé que mi hija no cede, que se le ha metido entre ceja y ceja ser reina de Portugal y que no se detendrá ante nada ni ante nadie para conseguirlo. Esa postura suya me produce un intenso dolor en mi corazón que está amargando los últimos años de mi vida. Lo sé, querida, pero tú debes hacer lo mejor para tu reino. No debes desistir ante las provocaciones de tu hermanastra. También sé que estás avanzando en la recuperación de las tierras de Castilla, aunque en estos momentos estás sufriendo un duro golpe a causa de la muerte de tu benefactor Álvar Fáñez. Sé que fue uno de los grandes hombres que estuvo siempre al lado de tu padre y que para ti era como un segundo padre. Él te defendía lealmente Toledo de los ataques de los almorávides y del propio Batallador. Con él y el arzobispo Bernardo de Sedirac tenías completamente asegurada la frontera sureste de tu reino. Ahora, con su muerte, tu exmarido vuelve a hostigarte en Toledo donde muchos lo aclaman. Y no faltan los descontentos en Burgos, que aclaman al Batallador, y en Galicia, que no cesan de conspirar contra ti y en pro de la independencia. Son tantos los enemigos que tienes, que no sé cómo podrás vencerlos a todos, pero yo estoy convencida que al final lograrás hacerlo. Tú eres más valiente que todos ellos juntos. Lo que no entiendo, hija mía, es cómo en medio de todas estas vicisitudes puedes tener tiempo aún para procrear un nuevo hijo. Sí, sí, me he enterado que has tenido un nuevo hijo con Pedro González de Lara. Que sea para bien y que puedas vivir muchos años para poder criarlo y verlo feliz. Mi más sincera enhorabuena.
En el verano de 1114 doña Elvira y don Fernando se acercaron hasta la vieja mansión del Bierzo para pasar unos días con su madre que no la habían vuelto a ver desde la muerte de don Enrique de Borgoña. García corrió a abrazar a su abuela en cuanto la vio, en tanto que Teresa permaneció al lado de su madre refugiándose en ella con ciertos signos de embarazo y timidez. Doña Jimena se acercó a ellas después de haberle dado varios besos y abrazos al niño.
—Pero ¿quién es esta niña tan guapa que yo aún no conocía? Ven aquí, mi vida, no te asustes de tu abuelita —le decía mientras la tomaba en brazos y la llenaba de besos—. Qué preciosidad, qué rica eres. ¡Mua, te comería a besos! —La pequeña la contemplaba entre sorprendida y ruborizada con evidentes signos de que iba a romper a llorar—. No llores, cariño, no te pongas así —le decía depositándola en brazos de su hija.
—Es natural que llore, mamá. No te conoce.
—Ya lo sé, hija, ¡con las ganas que yo tenía de conocerla! ¿Y vosotros cómo estáis, hijos? ¿Cómo os va por Zamora?
—Muy bien, mamá. Ya sabes que la reina le ha concedido a Fernando la tenencia de Salnellas. Llevamos allí algo más de un año y nos encontramos muy bien.
—Me alegro mucho, hijos míos. Me alegro de que estéis al lado de Urraca. Todo lo que hagáis por ella será poco. Pensad que es la heredera legítima del trono de vuestro padre y que lleva un gran peso sobre su cabeza. Hacérselo lo más liviano posible.
—Así lo haremos, mamá.
Doña Jimena, su hija y su yerno tomaron asiento en un cómodo diván mientras el niño corría por el salón. Poco después la niña se desprendió de los brazos de su madre y fue a reunirse con su hermanito.
—¿Y no me contáis nada más, hija? ¿Qué es de Alfonso Jordán, que no sé nada de él desde hace mucho tiempo?
—Me temo que no lo está pasando nada bien, mamá.
—¿Qué le ocurre, hija mía? Me pones el alma en vilo
—Pues que ha tenido que huir de Tolosa para refugiarse con unos familiares que tiene en la Provenza.
—Qué me dices, hija, ¿y eso por qué?
—Porque el duque Guillermo de Poitiers ha invadido y conquistado el condado de Tolosa. Alfonso y todos los suyos tuvieron que salir huyendo hacia Provenza, pero bueno, todos están bien, mamá. No hay de qué preocuparse.
—Por lo que veo allí también están en guerra. ¿No podrán estar todos tranquilos ya de una vez?
Don Fernando sonrió ante esa pregunta retórica de su suegra.
—Mientras el hombre sea hombre —sentenció— habrá guerras sobre la Tierra. Es algo consustancial a la naturaleza humana. Todo el mundo desea, y envidia, lo que tienen los demás y muchos no se detienen hasta conseguirlo. Nadie se conforma con lo que tiene.
—Ése es el mal, hijos míos. Si no hubiera tanta ambición y tanta envidia, el mundo sería una balsa de aceite. Esa envidia la heredamos ya desde los orígenes de la humanidad, desde que Caín mató a su hermano Abel. Dios nos castigó con esa cruz y no nos desprenderemos de ella en toda la eternidad.
Los niños seguían entretenidos en sus juegos mientras sus padres y su abuela se enfrascaban en su conversación.
—¿Quién es ese Guillermo de Poitiers que se ha atrevido a arrebatar sus dominios a Alfonso?
—Es el duque de Aquitania y conde de Poitiers, mamá. Sus posesiones ocupan más que las del propio rey de Francia. También se le conoce como Guillermo el Trovador por componer poemas en lengua provenzal.
—¡Ah, pues qué bien! No tenía noticias de su existencia.
—Dicen que es un mujeriego y que compone poemas a sus amantes.
—Me gustaría conocer esos poemas. Cuando os daba clases de Retórica don Diego mantuve una interesante charla con él sobre poesía. Le objeté en aquel entonces que no hubiera poesía en la lengua que usamos en el día a día para comunicarnos. Recuerdo que me dijo que nuestra lengua es muy vulgar y no es digna de expresar los altos sentimientos que embargan la poesía en las lenguas clásicas. Y ahora resulta que hay un poeta, un trovador que lo está haciendo.
—Bueno, mamá, pero sólo es uno.
—Por algo se empieza, hija mía. Como le dije a don Diego, yo estoy segura que nuestra lengua puede llegar a expresar los sentimientos más sublimes del ser humano, al igual que lo han hecho el griego y el latín. Todo es cuestión de dedicación y cultivo. Pero si seguimos cultivando sólo el latín, nuestra lengua jamás se elevará del lodazal en el que se desenvuelve ahora.
—Quizás tengas razón, mamá, pero ahora es lo que es y a nadie se le ocurre cambiar lo que hay establecido.
—Ése es el problema, hija. Hoy por hoy todo el conocimiento está en manos de la Iglesia y yo creo que el Estado debería también tomar parte en el asunto. Tiempos vendrán que el saber pasará a manos civiles y se expandirá por toda la población. Cuando eso ocurra surgirán muchos poetas y trovadores como Guillermo de Poitiers que se expresarán en la lengua vulgar, como lo hicieron los griegos y romanos en su día. No puede ser que sigamos eternamente hablando una lengua y escribiendo en otra. Tal vez el ejemplo de Guillermo sea el detonante para revertir la actual situación.
Don Fernando y doña Elvira pasaron unos días de solaz con sus hijos en la mansión materna hasta que el deber los llamó de nuevo. Doña Jimena se quedó otra vez sola en la vetusta casa, huérfana de su familia, entre aquellas viejas paredes aunque arropada por el calor de sus más fieles servidores. Ahora que se había abierto ante ella el vacío que habían dejado doña Elvira y los suyos, echaba más en falta, si cabe, la ausencia de su otra hija, doña Teresa, la díscola, la que los había traicionado a todos, a ella en primer lugar, a su ideología, a sus principios, a todo en lo que creía y amaba; en segundo lugar, a la reina su hermanastra, a quien debía lealtad y obediencia y se la había negado. Le dolía mucho esa deriva que había tomado su hija, pero al mismo tiempo su corazón le pedía que la perdonara, que hiciera las paces con ella que, al fin y al cabo, era su hija. Su corazón estaba dividido en dos y mantenía una lucha titánica consigo misma. No puedo más, hija mía. Tan pronto te odio hasta la muerte como desearía abrazarte y estrecharte contra mi corazón. Haz tú algún gesto para que volvamos a reencontrarnos otra vez. Piensa que es muy dura esta situación por la que estamos pasando y que mis fuerzas flaquean ya. No sé si podré aguantar tanto dolor hasta que el Señor me llame a su lado. Dame una oportunidad y tal vez mi corazón se abra de nuevo para ti. Sus ojos fluyeron como dos fuentes. El sol se acercaba al cénit. Doña Jimena se recostó sobre la hamaca en el frescor de la fronda que tapizaba la margen del río. Luego dejó fluir su imaginación. Muéstrame tus versos, Guillermo de Poitiers, para que inunden mi corazón. Me gustaría escuchar esos versos en la lengua que hablamos para deleitarme con su música y disfrutar de su belleza y sonoridad. Tengo fe en que esto será lo más normal en un futuro no muy lejano al que le has abierto las puertas tú. Dios te bendiga por tu audaz osadía. El río seguía murmurando su monótona canción en su eterno fluir, tal vez allí un poco más floja, como un suave susurro con el que acariciar con ternura el corazón de la condesa. Ésta al fin cedió a su arrullo y se adormeció.
El canto de una alondra la volvió al presente. Uf, me he quedado un poco traspuesta. El río seguía susurrando a su lado. Ya ves, Alfonso, en qué situación me encuentro, o más bien, en qué situación me ha puesto Teresa. ¿Quién me iba a decir esto, que algún día nuestra hija se rebelaría contra tu heredera legítima , que se autoproclamaría reina de Portugal y que rompería en añicos aquella idea de la unidad de España que lideró los designios de tu reinado y de muchos de tus predecesores? No sé si podrás ver esto, mejor que no, pues así no tendrán que removerse tus huesos en la tumba, porque la felonía de nuestra hija es para eso y mucho más. ¿Dónde quedan aquellos sueños imperiales tuyos, aquella lucha infatigable por erradicar al enemigo invasor de nuestras fronteras y unificar en uno solo todos los reinos cristianos de la Península? Mucho me temo que las luchas internas entre los reinos cristianos, como las que está sufriendo ahora en su propio reino tu hija Urraca, sean la tónica general en los siglos venideros. En vez de avanzar hacia la unidad, todo hace prever que los actuales reinos aún se fragmentarán en más. ¡Qué locura! Como puedes ver, para nada ha servido el derramamiento de tanta sangre ni las incontable batallas contra los moros a lo largo de todos estos siglos. ¿Dime, Alfonso, si ante este panorama se puede vislumbrar el final de tanta contienda, si se puede predecir que algún día toda la Península Ibérica podrá vivir en paz y unida por los lazos fraternales inquebrantables de todos sus moradores? Me temo que va a ser una tarea ardua de conseguir. Por mi parte me toca sufrir que algún miembro de nuestra propia sangre se ha interpuesto entre esos sagrados designios que durante siglos han regido el destino de nuestro reino. Sólo deseo que Dios nuestro Señor no se lo tenga en cuenta. Doña Jimena se levantó de la hamaca en que yacía. Me quedaría aquí escuchando el canto de los pájaros arrullada por el susurro del agua ajena al paso de las horas, pero el instinto de supervivencia me llama. Debo atender también a las necesidades de este cuerpo que se va deteriorando lentamente pero que tiene que subsistir hasta el fin de sus días. Ay, Alfonso, ya no me apetece montar a caballo ni siquiera refrescarme en estas cristalinas aguas. El tiempo transcurre grabando su impronta en mi mortal figura.
27
Para la reina doña Urraca la retirada de Alfonso el Batallador no supuso la paz absoluta en sus reinos. El obispo de Santiago, Diego Gelmírez, no cesaba de incordiar a la reina proponiendo la proclamación de don Alfonso Raimúndez, hijo de doña Urraca, como rey absoluto de Galicia. La reina se desplazó a Santiago de Compostela para negociar con el obispo su propuesta, pero no se llegó a un acuerdo entre ambas partes. El conde de Traba, Pedro Froilaz, que se hallaba en tierras de Toledo, se trasladó a Galicia para unirse a Diego Gelmírez rebelándose contra la reina. Doña Urraca se enfrentó a las fuerzas rebeldes expulsándolas de la ciudad de Santiago llegando a un acuerdo con el obispo, acuerdo que no aceptó Pedro Froilaz, que consiguió escapar de la ciudad para enfrentarse más tarde con las huestes de la soberana en tierras del sur de Galicia. A las fuerzas rebeldes se unieron las de doña Teresa, hermanastra de doña Urraca, que terminaron por cercar a ésta en el castillo de Sobroso. Deshecho el cerco, la reina regresó a Santiago y desde allí a León dejando doblegados y divididos a los rebeldes. Ese mismo año logró expulsar definitivamente a su exmarido de los núcleos castellanos que aún le seguían siendo fieles y poner así punto final a las incursiones del Batallador por tierras de Castilla.
Doña Jimena estaba al tanto de las gestas de doña Urraca y de las correrías de su hija doña Teresa. No podía aceptar de buen grado el orgullo de su hija, orgullo que la había llevado a intitularse reina de Portugal, título que ostentaba a todos los efectos incluso en la firma de documentos, como si lo hubiera heredado de sus antepasados. Hija mía, no sabes hasta dónde llega el dolor de mi corazón por esa altivez que se ha adueñado de ti. Me estás poniendo en total evidencia. No sabes cuánto sufro al saberte alineada con los traidores y en abierta lucha contra tu propia hermana y su reino. Para mí es inconcebible lo que estás haciendo. ¿Cómo se te ha ocurrido sumarte a las fuerzas rebeldes? Bueno, sí que tengo una vaga idea de los motivos que te han llevado a tan despreciable felonía. Alguien me ha susurrado al oído que te has amancebado con Fernando Pérez de Traba y eso explica muchas cosas. ¿Cómo has podido llegar a tal ignominia, hija mía? Al menos podrías casarte con él y no vivir amancebados como lo estáis haciendo. Ya se rumorea que estás a punto de tener el primer fruto de vuestra insensata relación. No seré yo quien corra a conocer el hijo de tu pecado ni a haceros compañía en esas tierras portuguesas que has arrebatado con felonía a su dueña legítima. Rezaré todos los días por la salvación de tu alma, pero no me pidas que te perdone ni que dé un sólo paso para reunirme contigo. Vive, vive con tu barragán y con el fruto de vuestro pecado, que yo no quiero sufrir el bochorno que vuestro comportamiento me produce. No fue esto lo que yo te enseñé y te inculqué ni era éste el futuro que para ti deseaba, aunque sea un futuro, y un presente, para ti muy halagüeño. Yo deseaba que pudieras subir hasta lo más alto pero por la vía legítima, no así usurpando lo que es de otro. Te deseo toda la suerte del mundo pero no me pidas que apruebe tu conducta y que te perdone la traición que has cometido contra tu propia hermana. Dios se apiade de ti.
¿Qué me dices, Alfonso, qué me dices de esta víbora que hemos engendrado? ¿Te imaginas una hija tuya enfrentada a tu hija legítima? ¿Pudiste plantearte alguna vez esta situación? ¿Habrías aceptado de buen grado que un hermanastro tuyo te arrebatara una parte de tu reino? Pues ya ves, hemos engendrado a alguien que lo ha hecho. Tú tienes la suerte de no ver ni sentir nada, al menos en este mundo, pero yo tengo que vivir con este baldón que me ha infligido nuestra propia hija y lo tengo que arrostrar yo sola hasta el último día de mi vida. No quiero compartirlo con nadie más en este valle de lágrimas, ni siquiera con Elvira, que supongo que también estará sufriendo lo suyo. Al menos ella y Fernando están al lado de Urraca, a pesar de haber estado al servicio de Enrique hasta su fallecimiento. A Fernando le acaban de conceder la tenencia de Toro. Espero que su fidelidad a tu hija les reporte grandes beneficios, sobre todo paz y felicidad, que eso es lo único que debería importar en esta vida. Puede que me esté convirtiendo en una vieja quisquillosa pero es que la vida me ha dado muchos reveses y tú lo sabes muy bien. Esto me ha hecho más cauta para ver la vida con más calma y más realismo.
Después del enfrentamiento entre las dos hermanas en el castillo de Sobroso, doña Teresa y don Fernando se retiraron a su residencia de Coímbra donde nacería su primer hijo al que ya no le faltaba mucho para ver la luz. Al cabo de mes y medio doña Teresa dio a luz una hija a la que le pusieron su mismo nombre. Dios sabe qué tendría reservado el futuro para la recién nacida, hija de una unión tan anómala y de una madre tan ambiciosa, motivos por los que su abuela materna había renunciado a conocerla. Doña Jimena se iría de este mundo sin saber el lugar que el destino tenía reservado a los hijos de doña Teresa, aunque el de Alfonso Enríquez ya lo vislumbraba. En ese momento sólo quería ocultar la vergüenza que le proporcionaba el comportamiento díscolo de su hija, a pesar de que le reconocía el gran valor que había demostrado para llevar a buen puerto la nave zozobrante que le había dejado su difunto esposo. Ese coraje tenía que heredarlo forzosamente de su padre. Doña Jimena tenía el corazón partido en dos, por una lado se vanagloriaba de que su hija hubiera tenido el arrojo y la valentía para lograr lo que logró, pero por otro se avergonzaba de que lo hubiera conseguido traicionando a su hermanastra. Esto era lo que no le podía perdonar por mucho que le enorgulleciera su ascensión. No todo vale, hija mía.
Me complace la decisión que ha tomado Urraca para poner a cada cual en su sitio. ¿Sabes, Alfonso, que ha creado un infantado con las tierras al sur del Duero y Toledo para entregárselo a su hijo? Ha sido la maniobra perfecta para desbaratar los planes de sus adversarios. Con esta treta ha dejado a los gallegos sin su anhelado rey, al Batallador sin su carisma en las tierras castellanas que aún le eran fieles por preferir sus gentes el carácter de Alfonso Raimúndez al de aquél, y frustrar finalmente las aspiraciones de Teresa y su hijo al reino de León. ¿Te parece poco el arrojo de tu hija tú que la creías incapaz de llevar las riendas de tu reino? Admite el error que cometiste al subestimar a Urraca en su valía y al obligarla a casarse con ese déspota sanguinario y ambicioso sin límites. Por tu errónea decisión tu hija se ha visto envuelta en tantos litigios, en tantas y tantas batallas, que apenas le ha quedado tiempo para saborear las mieles del poder desde que se hizo cargo de tu corona. Mira en qué situación tan difícil la has puesto por tu arrogancia y misoginia, y si no misoginia, sí un desprecio absoluto a la valía de la mujer. ¿No hubiera sido mejor que le hubieras dejado el camino franco y expedito para que ella hubiera podido reinar sin ningún tipo de embarazo? Pero, claro, tú estuviste obsesionado toda la vida en tener un heredero varón y, como ese sueño se desvaneció en una malhadada noche, tuviste que poner entre tu hija y tu reino a un tirano maltratador. ¡Bravo por tu gran acierto!
Con esta decisión de doña Urraca nace el infantado de Alfonso VII que ocupaba casi un tercio de todo su reino. Con la tutela del arzobispo de Toledo, Bernardo de Sedirac, todo este territorio eminentemente agrícola se fue repoblando con la expansión de los colonos, que vivían principalmente de los productos de sus ganados. Se administraban no subyugados a los condados tradicionales sino a través de los alfoces de sus ciudades y de los fueros que en éstas regían. Así se hicieron resistentes a los ataques del Batallador y a las razzias de los almorávides. En noviembre de 1117 Alfonso VII entró en Toledo expulsando definitivamente al Batallador de sus tierras.
Ya ves, Alfonso, cuánto duró en el tiempo el daño que le hiciste a tu hija. ¡Pobrecilla! Casi se puede decir que no tuvo un día de descanso desde que ocupó el trono y todo por tu insensatez. Menos mal que con la acertada creación del infantado de Toledo y la ayuda leal de don Bernardo pudo controlar las tierras comprendidas entre el Duero y el Tajo. ¡Cuántos dolores de cabeza y malos tragos se podría haber evitado si le hubieras dejado las manos libres cuando le entregaste las llaves del reino! Tú abandonaste este mundo con la conciencia tranquila creyendo que lo habías dejado todo atado y bien atado, pero los que nos quedamos aquí hemos tenido que sufrir las consecuencias de tu desatino. ¡Cuánto dolor y cuánta sangre derramada inútilmente entre los nuestros! ¿Dónde están aquellos días de asueto y felicidad que pudiste disfrutar tú en Sahagún o donde te plugo? Puedo dar fe de que no los ha tenido tu hija Urraca, que no ha parado de recorrer los territorios de tu reino, no por placer sino para sofocar los incendios que se propagaban por doquier. A pesar de todo ello, ha logrado o está logrando, pacificar todos sus reinos. ¿No es ésta una gran proeza digna de alabanza? Te guste o no, lo es y, además, lo ha conseguido una mujer que tú, en principio, menospreciaste. ¡Loor y larga vida para la reina!
Pero volvamos atrás en el tiempo, ya que en la primavera de ese mismo año doña Urraca, mientras preparaba la campaña contra se hermana Teresa, tuvo que desplazarse a Santiago de Compostela llegando a un acuerdo con el obispo Gelmírez y con Pedro Froilaz, pero el pueblo se rebeló contra ellos encerrándolos en la catedral y prendiéndole fuego a continuación. Los prisioneros pudieron liberarse y, después de vejaciones a la reina y muchos esfuerzos, Gelmírez pudo hacerse con el gobierno de la ciudad. La reina regresó a León renunciando a la campaña contra Teresa no sin antes desterrar de Santiago a los cabecillas de la rebelión e imponer un castigo ejemplar a los habitantes de la misma. No obstante, la soberana aún consiguió recuperar Toro y Zamora, en manos hasta entonces de Teresa y su hijo, que pasarían a formar parte del infantado de Toledo.
Doña Jimena se removía en su sillón por el desasosiego que le producía la insubordinación de su hija para con la reina. En su cabeza y en su corazón no cabía tanta deslealtad. ¿Adónde quieres llegar, hija mía? ¿No te basta con el condado Portucalense que también tienes que apoderarte de ciudades que siempre han pertenecido al reino de León?Veo que tu ambición no tiene límites. Más te valdría deponer las armas y hacer las paces con tu hermana. Tus gestos, que no gestas, traerán consecuencias inesperadas y un largo período de enemistad entre estos dos pueblos hermanos que nunca debieron darse la espalda. ¡Maldita seas por ello y por tu ambición desmesurada! ¡Cómo quieres que alabe y bendiga lo que estás haciendo si ya estás provocando un dolor inaudito en tus súbditos que perdurará durante siglos! Mis ojos están secos de tanto llorar, ya no me queda ni una sola lágrima en ellos. ¡Qué aflicción tan grande!
Doña Jimena contemplaba con ojos apagados por tantas lágrimas derramadas la belleza de la primavera próxima ya a expirar. El melodioso canto de la calandria se perdía en el verdor del aire entre otros cantos multicolores que se diluían en el murmullo cristalino de las aguas del Sil. Un profundo suspiro reavivó los sentimientos de la condesa. ¡Hija mía!, ¿hasta dónde lacerarás mi corazón? ¿No te bastaba haber tenido un vástago de tus relaciones obscenas que has engendrado otro más? Al menos podrías formalizar tu matrimonio con Fernando y legitimar de esta manera a tus hijas. ¿Qué te lo impide? ¿No estáis conviviendo los dos juntos? Pues si para ti está bien así, para mí también, ya nada de lo que hagas me va a causar más dolor del que me has causado hasta ahora. Se enjugó la reminiscencia de una lágrima. Tampoco esperes que yo vaya a hacerte una visita por Coímbra. No, ya sabes que he jurado no poner mis pies en ese maldito condado que gobiernas mientras no te apees de tu soberbia y te humilles ante tu hermana pidiéndole perdón por tu deslealtad y desacato. Que eso no lo vas a hacer nunca, pues ya sabes, nunca pisaré el territorio de tu felonía. Si no cedes en tu empecinamiento, tú y los tuyos habéis muerto para mí.
28
Doña Urraca seguía recorriendo sus territorios sin descanso para sofocar conatos de rebeliones allá donde se producían y apagar pequeños incendios que podían malbaratar la débil paz que había logrado en su reino. Entre tantos vaivenes se ve obligada a trasladarse a Galicia en 1120 para sofocar, con la ayuda del obispo de Santiago, Diego Gelmírez. los intentos de rebelión del conde Pedro Froilaz. Cuando ya tenía dominada la situación, comete un gravísimo error al pretender eliminar a Diego Gelmírez. Este hecho provocó que hasta su propio hijo, el infante don Alfonso, se volviera contra ella y se coaligara con las fuerzas del conde Froilaz, en Santiago de Compostela, obligando a la reina a encerrarse en la catedral donde fue cercada. Gelmírez se coaligó con Froilaz, Teresa y el infante don Alfonso, y, gracias a la intervención del papa, lograron que la reina cediera ciertos derechos de realengo de aquellas tierras en favor de su hijo.
Doña Jimena seguía todos estos acontecimientos con el alma en vilo y el corazón desgarrado, culpando, como siempre, de todos estos reveses a su hija con la ayuda, en esta ocasión, de Pedro Froilaz y Diego Gelmírez, que no estaban tampoco exentos de culpa en absoluto. Ya veo, hija mía, que has decidido seguir adelante con tu obcecación, ahora acuciada posiblemente por tu barragán y el felón de su padre. ¡Qué bajo has caído! ¿No te da vergüenza seguir los instintos más bajos y viles de estos dos bellacos traidores al reino y su soberana? Y por si fuera poco te unes también al obispo Gelmírez, que siempre ha estado conspirando contra la Corona, pues ya lo hizo en vida de tu padre, y que ha educado al infante don Alfonso en el odio a su madre y al reino de León, como también lo ha hecho Pedro Froilaz, su tutor. Eres tan vil y rastrera como todos ellos. ¡Hija, cuántos dolores de cabeza me estás dando! No olvides que yo, tu madre, pude haber sido la reina de León y que te estás rebelando contra este reino y todo lo que significa. Por tanto, en el fondo, te estás rebelando contra mí misma. Esto no es propio de una hija, es más bien propio de un basilisco, de un ser despreciable. Aunque quisiera no puedo aprobar tu comportamiento. Eres indigna de ser llamada hija mía y menos aún de tu padre. ¿Qué diría, y qué haría, él si viviera? Creo que os habría aniquilado a todos sin ningún escrúpulo ni remordimiento de conciencia. Tu traición es de lesa majestad, por ello no deberías encontrar descanso en este mundo ni en el otro, mira bien lo que te digo, que me duele más que si me arrancaran el alma. Abdica de tu obsesión, hija mía, y pon a buen recaudo la salvación de tu alma, que es lo único que importa.
Estoy en la mansión de mis antepasados, en la casa solariega de tus abuelos, donde transcurrieron los primeros años de tu vida al lado de todos nosotros. ¿Quién me iba a decir a mí por aquel entonces que ibas a llegar a donde has llegado? Dios mío, no esperaba yo esto de ti ni pude imaginar de ninguna manera la maldad que encerraba tu corazón. ¿Cómo pudo crecer en aquella niña tan tierna, tan amable, tan dulce esa víbora en que te has convertido? No sé si tienes corazón o sólo tienes un pedazo de hielo en su lugar o un trozo de granito. No soy agorera pero a veces pienso que tal vez todo esto haya sido establecido de antemano por el destino y que todo sea consecuencia de mi mayor pecado. Nunca debí acceder a los ruegos de tu padre para complacer su lujuria, pues, al fin y al cabo, eso es lo único que pretendió con mi demora en León. Si hubiera regresado al Bierzo en cuanto decidió casarse con Constanza, jamás habríamos llegado a vivir la situación que ahora vivimos. Pero sus súplicas, sus lágrimas, sus falsas promesas ablandaron mi corazón y acepté permanecer a su lado. Como consecuencia de mi debilidad llegaste tú a este mundo y es probable que haya sido para castigar nuestras relaciones incestuosas. Ya nada puedo hacer ante aquel execrable error, ante aquel malhadado hecho consumado, sólo arrepentirme y llorar, llorar por el daño que he causado. ¡Oh Señor, castígame sólo a mí, pero no castigues a todo un reino ni menos aún a su soberana que está exenta de toda culpa! Yo y sólo yo soy la culpable de que esta mala hija haya venido a este mundo. ¡Señor, ten piedad de mí y perdóname todos mis pecados!
Doña Jimena escondió su rostro entre sus manos y lloró largamente en contrición de sus culpas. Se había sentado al lado de la chimenea del salón. Fuera el día era otoñal y desapacible. La lluvia no cesaba y a veces era fuertemente azotada por el viento contra las puertas y ventanas de la vetusta mansión. ¡Hija mía, no puedes controlar tu odio y detener tu desmesurada ambición de una vez! Cesa ya tus correrías por el valle del Miño y firma la paz definitiva con tu hermana. No puedes luchar contra ella eternamente. Date un descanso y dáselo a ella también, que ambas lo tenéis bien ganado. ¿Crees que merece la pena llegar al poder a este precio? ¡Cuánto más feliz habrías sido habiéndote quedado aquí a mi lado como cuando eras una niña! ¿Por qué nos tenemos que complicar tanto la vida, Dios mío, si sólo es un instante, si no dura más que un suspiro? ¿Para qué tanta lucha, tanta ambición, si todo lo que poseemos se va a quedar aquí el día que fenezcamos? La condesa miró por la ventana. No para de llover y tú luchando por esos campos de Dios. ¿No estarías mejor en tu residencia al amor de la lumbre? ¡Qué ganas de pasar mil calamidades por esos campos encharcados empapada hasta los huesos! Depón las armas ya de una vez y haz las paces con Urraca, no seas tan terca, hija mía.
La lluvia y el vendaval seguían azotando la vieja mansión que parecía un barco anclado en medio del océano. Una sirvienta se acercó a la chimenea para atizar el fuego. La condesa acercó un poco más el sillón para recibir mejor las caricias de las llamas en sus miembros ateridos. Y tú, Urraca, hija mía, no tienes descanso. Tus enemigos no te dan tregua. Tan pronto tienes que acudir a Galicia a sofocar una rebelión o a pactar con tus adversarios, como presidir una curia en Sahagún en la que maquinan tu derrocamiento, o acaudillar tus tropas en el enfrentamiento contra alguno de tus enemigos, ya sea en Galicia, ye en el límite de Aragón, ya en la frontera de Toledo. Tu reino hace aguas por todas partes y ya no sabes adónde acudir, hasta tu propio hijo se está levantando contra ti. Hija mía, no has tenido mucha suerte en tu reinado. Lo que parecía un mar en calma en vida de tu padre, se ha convertido en un océano de tempestades que amenaza reventar por todas partes en cualquier momento. No sé si no hubiera sido mejor que no hubiera muerto tu hermano Sancho y que tú hubieras continuado con tu condado de Galicia. Al menos no habrías tenido tantos enemigos y tal vez Sancho habría dominado mejor la situación general del reino. ¿Es, quizá, por el hecho de ser mujer por lo que todos tus adversarios te atacan sin compasión? Tal vez sea así, no obstante, has demostrado estar hecha de una madera especial y ser pionera en todos los reinos occidentales. Que yo sepa, ninguna otra mujer ha tenido las riendas del poder enteramente en su manos como las tienes tú ¡y con qué honor las has portado! Tan sólo se ha acercado a ti tu abuela Sancha, pero ella, a diferencia de ti, siempre tuvo a su marido, tu abuelo, como pantalla que obnubilaba su poderío. Tú, en cambio, has estado siempre en primera línea y a pecho descubierto. ¡Mi enhorabuena por ello! Has de saber, además, que te has adelantado a la Historia en varios siglos, que han de pasar muchos años para que otra mujer esté a la altura de tu gesta, pues en estos momentos no tienes parangón ni aquí ni en el extranjero. Puedes estar orgullosa de lo que has conseguido y puedes llevar la cabeza bien alta con la corona bien ceñida en ella y el cetro bien firme en tus manos. Has demostrado ser digna heredera de tu padre. ¡Mis felicitaciones y mis mejores deseos!
Una lágrima furtiva rodó por sus mejillas. Era, más bien, de emoción y orgullo, aunque también encerraba un no sé qué de resquemor en lo concerniente a su hija doña Teresa. No podía apartar su pensamiento de ella. ¡Qué diferencia con Elvira y su marido! Su hermanastra les estaba prodigando los honores y beneficios. Ahora también disfrutaban de las tenencias de Bolaños, Tierra de Campos y Malgrat. No se podían comparar con el condado Portucalense, pero, al menos, las podían lucir con honor y orgullo, ya que eran privilegios obtenidos por los servicios prestados a la corona y no por su traición, como aquél. Hijos míos, seguid así, siempre del lado del poder legítimo. Vuestro comportamiento me enorgullece y espero que a vosotros os colme de felicidad.
Estamos viviendo unos momentos muy turbulentos: unas hermanas enfrentadas entre sí, unos hijos enfrentados a sus madres, un marido o exmarido a su esposa, un obispo y unos nobles a su soberana natural, no sé adónde va a llegar todo esto ni qué consecuencias podrá tener en el futuro. Te pareció grave la conspiración que tramaron tus dos yernos borgoñones, mediante la cual Raimundo pretendió autoproclamarse rey de Galicia y que tú arrancaste de raíz dividiendo el condado en dos, ¿qué te parecería lo que está pasando ahora en todo tu reino con tus descendientes? No te lo puedes imaginar, ¿verdad que no, Alfonso? Tu hija Urraca se ve acosada por todos los lados. Unas veces por las alianzas entre los Traba y el obispo Diego Gelmírez, otras por los ataques de su exmarido Alfonso el Batallador, otras por nuestra propia hija Teresa. No sé cómo puede salir indemne y triunfadora en casi todos estos enfrentamientos, el caso es que hasta la fecha ha salido bastante bien parada de todos ellos, pero tanto va el cántaro a la fuente que al final terminará rompiéndose. Tu hija, a diferencia de ti, apenas si se ha enfrentado al musulmán en todo su reinado, eso sí, no ha tenido casi un minuto de descanso por los incesantes conflictos internos que ha tenido que afrontar a lo largo de su mandato. Es inaudito. Creo que si no le hubieras impuesto el enlace con Alfonso I de Aragón le podrías haber evitado muchos de estos disgustos y sinsabores, aunque no todos, porque lo de Teresa ya se venía gestando desde la conspiración de Raimundo y que continuó alimentando Enrique a la sombra sin que nadie se percatara de ello. A la muerte de Enrique Teresa se lo encontró hecho, no tuvo más que tomar las riendas en sus manos y seguir adelante con el proyecto de su esposo, que no dudó, al final de su vida, en trasladarse a Borgoña para reunir un ejército que le fuera fiel y traerlo con él como punta de lanza para lo que estaba tramando, que no era otra cosa que independizarse del reino de León. Y lo están consiguiendo, pues Teresa, que gobierna en nombre de su hijo, lo hace a título de reina, como si hubiera heredado un reino aparte, ¿qué te parece? Yo estoy sufriendo mucho ante tamaña deslealtad hacia su hermanastra y soberana legítima. Mira si me ha sentado mal su indigno comportamiento, que ni siquiera he querido conocer a las hijas que ha tenido con el amancebado con el que vive. Sólo acepto como nieto por su parte a Alfonso Enríquez si no depone su postura inmediatamente y acata a Urraca como única y legítima soberana. ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? Ya, ya sé que tú no me puedes decir nada, que no puedes ponerte en contacto con los vivos. ¡Cuánto te echo en falta, amor mío!, ¡qué diferente fue la vida en tu reinado, pues, salvo breves excepciones, los conflictos que mantuviste siempre fueron con los muslimes y no entre los reinos cristianos, y menos aún dentro de tu propio reino. Que Dios nuestro Señor te tenga en su gloria por todo lo bueno que hiciste en este mundo.
La noche se había echado encima y el viento y la lluvia seguían con sus embates a la nave anclada en mitad del Bierzo. La oscuridad y el silencio hacían más ensordecedores el azote de la lluvia y los silbidos del viento, que no cesaba de ulular en las paredes de la mansión y en la fronda del río. Iba a ser una noche larga pero allí, en el calor del hogar, no se dejarían sentir sus aciagos efectos. Doña Jimena rezó, como cada noche, el rosario y encomendó su alma al Señor para que dispusiera de ella como quisiera. Era todo cuanto podía hacer.
29
El intenso azul celeste parecía reverberar aún más si cabe la intensa luz de aquel 25 de julio de 1124 en la vieja mansión del Bierzo. Doña Jimena y su hija doña Elvira charlaban animadamente bajo la fronda de la ribera del Sil. A su lado el agua musitaba su eterna melodía en su cristalina transparencia. No muy lejos de allí un martín pescador se alimentaba con pececillos que capturaba bajo las nítidas aguas. Madre e hija se contaban todo lo que no se habían podido contar en todos aquellos meses que hacía que no se veían, porque la vida no les permitía vivir en el mismo lugar ni verse con la frecuencia que ellas quisieran. Si las circunstancias lo permitían, cada año a doña Elvira le gustaba pasar una temporada en la vieja mansión en compañía de su madre, unas veces acompañada de sus hijos y de su esposo, otras sola, otras acompañada por don Fernando. En esta ocasión se hallaban las dos solas, pues don Fernando había tenido que seguir a la reina por tierras de Sigüenza para afianzar su reconquista.
—Pobre Urraca, no le envidio el reinado que ha tenido. No la dejan descansar un instante, cuando no es uno es otro, cuando no todos a la vez, hasta tu propia hermana le está haciendo la vida imposible. Ahora tiene que ir a expulsar a los moros de tierras castellanas y apaciguar a aquellas pobres gentes que viven bajo la amenaza musulmana. Es un no parar.
—Desde luego.
—¿Tienes alguna noticia de Alfonso Jordán?
—No muchas, mamá, al menos no tantas como yo quisiera. Ya sabes que por parte de su padre no quieren que tenga mucha relación conmigo. Más aún, si por ellos fuera, no se comunicaría en absoluto conmigo, suerte que ya es mayor de edad y ahora puede tomar sus propias decisiones. De vez en cuando me manda algún mensaje y me da cuenta de lo último que ha hecho.
—¡Qué triste es tener hijos que te desprecien!
—Lo es, mamá, y más aún cuando una no ha hecho nada para merecer tal desprecio. Yo nunca me quise separar de mi hijo ni puse las condiciones que me impusieron. Después de lo que sufrí por su padre, ¡que me lo pagaran así! No tiene perdón de Dios.
—Tienes toda la razón, hija mía, pero Alfonso no debería odiarte.
—Y no me odia, mamá, sólo que al haber sido separado de mí y manipulado por ellos, su relación conmigo es más bien distante. Es natural, apenas hemos tenido contacto en nuestra vida y si a eso le añades todo lo que le hayan contado contra mí, la reacción de él es la que es. No olvides que se ha criado sin mi cariño.
Las chicharras serraban el aire en aquel sofocante día de julio. Doña Elvira se sumergió en las cristalinas aguas para aliviar el calor, después regresó al lado de su madre. —¡Qué fresquita está! Aún recuerdo cuando me bañé por primera vez en el Mediterráneo. La impresión que me produjo aquella agua tan caliente, tan salada, tan alborotada por el oleaje no la olvidaré jamás. Cuando estabas dentro de ella apenas notabas su frescor y luego, cuando salías fuera y te ibas secando al sol, parecía como si se te curtiera la piel, como si necesitaras bañarte de nuevo en agua dulce para deshacerte de esa sensación tan desagradable.
—No te olvides que todavía no me has contado nada de Alfonso Jordán.
—Lo sé, mamá. Tampoco hay mucho que contar. Sé que está bien y también sé que tiene problemas para conservar sus feudos. Por fin el año pasado se pudo hacer con todo el control del condado de Tolosa. Ya sabes que el 1114 lo invadió el duque Guillermo de Poitiers y que Alfonso recuperó una parte de él en 1119. Ahora lo ha vuelto a recuperar íntegramente, en cambio tiene problemas con Ramón Berenguer III de Barcelona para conservar toda la Provenza. Como puedes ver, todo el mundo está en guerra.
—En efecto, hija mía, el ser humano es incapaz de permanecer en paz un sólo instante. Hay quien parece haber nacido sólo para pelear e incordiar. Homo homini lupus, que dijo el clásico —se produjo una breve pausa—. ¿No piensas hacerle alguna visita? No olvides que sus títulos son tus títulos.
—Lo sé, mamá, pero mis títulos son sólo eso, títulos, nombres, palabras que se las lleva el viento. Sabes que la familia de Raimundo no me acepta, que para ellos no soy más que una intrusa a la que había que expulsar de sus tierras y que han educado a mi hijo en ese desprecio hacia mí. Además, mi familia ahora es la que tengo formada con Fernando y nuestros hijos. ¿Qué papel desempeñaríamos nosotros en sus dominios y cómo podrían interpretar nuestra visita? A Fernando y mis hijos no les concierne en nada todo aquello. Su presencia allí podría ser vista con malos ojos y ser mal interpretada. Por otra parte, el viaje a Francia no es plato de buen gusto, como no lo es ningún largo viaje que se ha de realizar. Son muchos días de privaciones y de exposición a toda clase de peligros. ¿Qué necesidad tengo de correr todos esos riesgos con mi familia? No, mamá, no iré a verlo. Si no viene él aquí por algún motivo, yo jamás me desplazaré a sus dominios para verlo.
—Entonces sospecho que tarde lo volverás a ver, hija mía.
—Pues tendré que resignarme.
—¿Asististeis al acto en que el obispo Gelmírez armó caballero a Alfonso Raimúndez?
—No, mamá, no fuimos. Ni siquiera asistió Urraca aunque sí dio el beneplácito para que lo hiciera Gelmírez en su lugar. El obispo de Santiago siempre ha jugado a dos caras, según por donde sople el viento. Unas veces hace las paces con la reina y se alía con ella, mientras que en otras hace todo lo contrario, se va con Pedro Froilaz y todos los enemigos de Urraca.
—Sí, Gelmírez no es muy de fiar. Entre él y Pedro han magreado a Alfonso y lo han indispuesto contra su madre. No sé cómo ha podido Urraca atraérselo hacia sí en algunas ocasiones, porque esos dos pájaros han jugado con él desde que tiene uso de razón. Más le valdría no haber abandonado nunca el hogar materno.
—Hubiera sido lo más lógico, pero eso lo dispuso así su propio padre antes de morir. Raimundo ya preveía algo y quería que su hijo se llevara, por lo menos, el reino de Galicia. Claro que él hubiera preferido que su hijo heredara todo el reino de León, pero entonces eso no parecía estar a su alcance, por eso decidió que lo educaran en Galicia.
—Como siempre, hija, los errores de los padres los pagan los hijos.
Algo más de un año había transcurrido desde aquella conversación entre madre e hija. Dos grandes acontecimientos concernientes a su familia habían ocurrido a lo largo de aquellos meses. El otoño ya se dejaba ver en las riberas del Sil. Las hojas de los árboles comenzaban a tomar sus tonalidades ocres y amarillentas tapizando muchas de ellas las orillas del río y la hierba de los prados, sobre todo las de los chopos que suelen ser las más tempraneras en abandonar el lecho materno. Doña Jimena recordó que el día de Pentecostés de aquel mismo año su nieto Alfonso Enríquez se hizo armar caballero en la catedral de Zamora. Con este gesto quería dar un toque de atención a su madre, cuyas relaciones ya no andaban nada bien. Hija mía, me temo que te vas a encontrar con la horma de tu zapato. Ya tuviste un precedente hace cinco años y me temo que no va a ser el último. No me gusta nada que tu hijo se haya armado caballero a tus espaldas y sin tu permiso. ¡Qué lástima que vuestras relaciones vayan por tan malos derroteros! Pero, hija mía, ya lo dicen: quien la hace, la paga, y eso es lo que te está pasando a ti, ¿o ya te has olvidado de todos los enfrentamientos que has tenido con tu hermanastra y que aún sigues teniendo? Ahora es tu propio hijo quien te enseña los dientes y se atreve a desafiarte. ¡Vaya, vaya!, ¿quién me lo iba a decir a mí que iba a ser alguien de tu propia sangre quien te parara los pies? Hija mía, nunca se debe decir de esta agua no beberé, porque al final será la única que bebas. Bueno, ¿y ahora qué? Tu hijo ya es caballero y manda todo un ejército. Además, me consta que tiene más partidarios que tú. ¿Cómo te las arreglarás para seguir mandando y ostentando el poder que, por otra parte, le corresponde a Alfonso, pues no has de olvidar que tú lo estabas haciendo en nombre de él? Ah, que eso empezó así pero ahora han cambiado los tiempos y las circunstancias, que ahora tú tienes tanto derecho como tu hijo a mandar en todo ese territorio, que si Alfonso quiere el condado Portucalense ha de luchar por él, que ahora la titular eres tú y no piensas cederlo de buen grado. Hija mía, ¡cómo se te han subido los humos! No me extraña que hayas luchado con tanto odio y tanta animadversión contra tu hermana, cuando ahora lo estás haciendo contra tu propio hijo. ¿Qué llevas en tus venas?, ¿qué albergas en tu corazón? No quisiera ver, ni vivir, el desenlace de tus desavenencias con tu hijo, por eso le pido a Dios que tenga piedad de mí y me llame pronto a su lado. ¡Qué dolor tan inmenso aflige mi corazón!
Doña Jimena tomaba el sol ya algo mortecino de los primeros días de octubre en el jardín de su mansión berciana. Una ráfaga de viento agitó las ramas de los árboles provocando una nube de hojas amarillentas que lentamente descendía hasta posarse a los pies de los mismos. Era el preludio de los fríos otoñales que no tardarían en llegar para adueñarse de aquel territorio y confundirse al final del mes con los fríos invernales. Había que aprovechar, pues, aquellos últimos rayos del sol que aún acariciaban su piel con las pocas calorías que aportaban. Ya me he enterado, querido nieto, que has firmado con tu adversario la pax et concordia por medio de la cual habéis decidido dividir la Provenza. Dios mantenga firmemente consolidado ese pacto durante muchos años para que puedas gozar de una paz duradera y de una vida feliz. No te conozco, Alfonso, ni tengo ya muchas esperanzas de poder hacerlo, pues mi vida se va apagando poco a poco y no tardará en llegar a su fin. Sé que te han educado en el amor a tu familia paterna y, tal vez, en el odio a la de tu madre. Si esto es así, piensa, ahora que ya eres adulto, que la verdad no siempre es aquello que nos han hecho ver toda la vida. A veces nos manipulan de tal manera que nos hacen creer que la verdad es mentira y la mentira verdad. Te digo esto porque tu madre no te abandonó voluntariamente y porque no te quisiera, te abandonó porque la obligaron a hacerlo tus parientes paternos. Las condiciones que le impusieron para seguir a tu lado fueron tan crueles, que no tuvo más opción que dejarte en manos de ellos y regresar sin ti al lado de los suyos. No sé si ya conoces los motivos de su huida y todos los detalles que la obligaron a abandonarte. Si no es así, espero que algún día los conozcas. Entonces podrás inclinarte con pleno conocimiento de causa hacia el lado de la verdad que prefieras. De todas maneras, yo no puedo callarme durante más tiempo y debo decirte que, aunque no te conozca, para mí eres uno más entre mis nietos, a quien, precisamente por no conocerte, te tengo reservado un trocito más grande de mi corazón. Tú ocupas un lugar preferente en mi vida y elevo cada día mis oraciones al Señor para que te conduzca siempre por el camino del bien y para que mis ojos te puedan ver algún día antes de que se cierren para siempre. Alfonso Jordán, eres el único nieto que no conozco y mi corazón llora por ello sin cesar, bueno, he mentido un poquito, porque hay otras dos nietas que no conozco, Teresa y Sancha Fernández de Traba, pero éste es otro tema del que ahora no quiero hablar. Mis motivos tengo para no conocerlas. Tú, Alfonso, recibe un abrazo muy fuerte en la distancia de esta abuela que te quiere y que no querría morir sin conocerte.
Las ráfagas del viento aumentaban estropeando un poco el día. Doña Jimena decidió recogerse en el interior de la mansión donde el hogar le ofrecía un poco más de calor. Su corazón se dividía entre una hija y la otra y se repartía entre todos sus nietos, incluidas Teresa y Sancha, que, pobrecillas, ellas no tenían culpa ninguna de los pecados de sus padres. ¡Ay Señor, Señor, cuánto hay que sufrir en este mundo!
30
Doña Jimena contemplaba desde el salón de la vieja mansión las cumbres más altas de las montañas que la rodeaban totalmente vestidas de blanco a causa de la última nevada caída la noche anterior. En el llano también habían caído algunos copos que no habían llegado a cuajar, pero el frío se dejaba sentir por todas partes. La condesa llamó al servicio para que atizaran el fuego. Una sirvienta entró para cumplir el mandato y darle una triste noticia de última hora.
—Señora, la reina ha muerto.
—¿Qué me dices, Adela? ¡No puedo creérmelo! ¡Dios mío, qué desgracia tan grande! —musitaba mientras se enjugaba las lágrimas sinceras que rodaban por sus mejillas y trataba de alcanzar el sillón más cercano para dejarse caer sin fuerzas en él. Allí dejó que todo su dolor manara a raudales durante un largo espacio de tiempo—. ¿Se sabe cómo ha ocurrido? —preguntó al fin entre sollozos con un hilo imperceptible de voz.
—No señora. Lo único que se sabe es que murió en Saldaña y que la enterrarán pasado mañana en el Panteón de los Reyes de San Isidoro.
—¡Dios mío, no puedo perder un instante, pero todavía estoy a tiempo de poder asistir a su entierro! Di a Teresa y a Faustino que lo dispongan todo para desplazarme hasta León. Aunque me cueste la vida, le rendiré este último homenaje. ¡Pobre hija mía, se va de este mundo sin haber disfrutado de su reinado, y tan joven todavía! ¿Para qué tantos afanes y tantas luchas, para dejarlo todo cuando llega este momento? No somos más que polvo y en polvo nos convertimos, y en medio de eso sólo vivimos un sueño, un engaño lleno de sufrimientos. ¡Qué vida más triste!
Doña Jimena apoyó las manos sobre un bastón y en ellas reclinó su frente, después cerró los ojos para dejarse llevar por el dolor que en aquellos momentos sentía. Pobre Urraca, veinte años más joven que yo y ya nos has dejado. Para la muerte no hay edad ni estado. Cuando llega a todos nos iguala ¿Qué mal te ha aquejado que te ha llevado a la tumba?, porque en batalla no has muerto, pues de ser así, sería lo primero que se habría difundido y nada se ha dicho hasta el momento. Sea como fuere, te ha llegado la hora de partir para nunca más volver. ¿Qué se hicieron todos los honores y toda la gloria? ¿Qué todo el poder del que fuiste imbuida? Mi querida niña, te has ido y nos has dejado huérfanos de tu bondad y de tu valentía. ¿Qué será ahora de nosotros? Tendremos que aceptar a tu hijo Alfonso como el nuevo rey, pero ¿será el rey idóneo para afrontar estos tiempos tan turbulentos que corren? No lo sé, hija mía, eso el tiempo lo dirá, ahora nos toca aceptar los hechos y esperar los acontecimientos. Adela le musitó casi al oído que ya estaba todo dispuesto para emprender el viaje. Me voy, hija mía, voy a encontrarme con tus restos mortales en León. Dios así lo ha dispuesto.
Doña Jimena entró en el recinto sagrado de la colegiata de San Isidoro de León donde había estado hacía ya tanto tiempo en compañía de la otra Urraca, la tía de la fallecida ahora. Apenas había cambiado después de tantos años. Lo que más había avanzado era el Panteón de los Reyes, que estaba prácticamente acabado, con todas sus pinturas y todo lujo de detalles, tal como se lo había descrito la otra Urraca, la tía de la que ahora iba a recibir sepultura allí. El resto del edificio apenas se percibía que estuvieran trabajando en él. Es como si desde la muerte de su promotora y protectora hubiera quedado olvidado de la mano de Dios. ¡Qué lástima! Ni Alfonso VI ni su hija doña Urraca, de cuerpo presente, parecían haberse ocupado de él.
La basílica estaba semivacía. Sólo acompañaban los restos mortales de doña Urraca unos cuantos nobles afines a ella y los familiares más allegados. También hubo una reducida representación del pueblo llano, casi todos ellos partidarios de la finada reina. El hecho de ser mujer y las desavenencias que había tenido con su exmarido y con su hijo fueron las causas de tan exigua representación en sus funerales. Presidió el acto el arzobispo Gelmírez de Santiago de Compostela, que asistió por los motivos que más adelante veremos, con los obispos de León, Astorga y Zamora.
Finalizada la ceremonia sagrada, se dispusieron a dar sepultura a los restos mortales de doña Urraca en el Panteón de los Reyes de León, como mandaba la tradición que había roto precisamente el padre de la finada, Alfonso VI, y que ahora la recuperaba su hija. Al suntuoso panteón sólo asistieron los obispos y los familiares más allegados. Doña Jimena aprovechó el momento para visitar algunos de los sarcófagos que allí se hallaban, como los de Fernando I y doña Sancha, don García, los de las infantas doña Urraca y doña Elvira, que eran los más recientes. El cadáver de la reina doña Urraca fue depositado en un sarcófago de mármol con la imagen de la reina fallecida y en el que figuraba el siguiente epitafio:
H.R DOMINA URRACA REGINA, MATER IMPERATORIS ALFONSI, HOC URRACA JACET PULCRO REGINA SEPULCHRO, REGIS ADEFONSI FILIA QUIPPE BONI. UNDECIES CENTUM DECIES SEX QUATTUOR ANNOS MARTIS MENSE ORAVI, CUM MORITUR NUMERA.
Después de las exequias doña Jimena, completamente alicaída, abandonó la colegiata de San Isidoro en compañía de su hija doña Elvira y su familia, no sin antes despedirse de las autoridades y personajes más destacados entre los que no se hallaba ninguno de los que había conocido en su lejana etapa leonesa, por suerte para ella, pues no tenía ningún interés en remover viejos recuerdos. Don Fernando y doña Elvira la condujeron a su residencia, que se trataba de un aposento al lado del palacio real que la propia finada doña Urraca les había proporcionado tiempo ha como un privilegio especial por su cercano parentesco. Fue un detalle de la reina a su hija que la condesa agradeció en el alma.
—Estarás cansada, ¿no, mamá? —inquirió doña Elvira en cuanto pusieron los pies en el interior del apartamento.
—Sí, hija. Entre el viaje y la ceremonia estoy que no me tengo en pie —comentó mientras se dejaba caer en un cómodo sillón.
—Tienes que descansar y reponer tus fuerzas porque mañana vas a conocer a mi hijo Alfonso.
—¿No me digas, hija mía? ¡No me lo puedo creer!
—Pues créetelo, mamá. Me lo ha dicho Alfonso, nuestro primo. Me ha dicho que viene a la ceremonia de su coronación.
Precisamente por la coronación de Alfonso VII se hallaba en León el arzobispo Gerlmírez y no por el funeral de doña Urraca, de la que discrepaba hacía ya bastante tiempo. Al encontrarse ya en la ciudad no pudo declinar la presidencia de los funerales regios.
—Esto es lo mejor que me podía haber pasado —comentó la madre.
—Y eso no es todo, mamá. Esta tarde iremos a palacio a expresar nuestras condolencias a Alfonso en la intimidad familiar. Ya está concertada la visita. Piensa que somos los familiares más allegados después de sus hermanos.
—No sé qué decir, hija. Me ponéis en un compromiso pero, bueno, lo acepto de buen grado, pues hace tiempo que deseaba conocer al hijo de Urraca, que a partir de ahora es ya nuestro rey. Será un honor para mí.
—Y para nosotros, mamá.
Como estaba previsto, a las cinco de la tarde la familia de doña Elvira fue recibida en audiencia especial por el futuro Alfonso VII, en vísperas de su coronación como rey de León. Era un alto honor para don Fernando y doña Elvira que esperaban seguir recibiendo favores de la Corona como hasta la fecha. Uno a uno fueron besando la mano del rey al tiempo que le expresaban sus condolencias por el fallecimiento de su madre. Cuando le llegó el turno a doña Jimena don Alfonso exclamó:
—Al fin tengo la dicha de conocer en persona vuestra leyenda, señora. Me han hablado mucho de vos, motivo por el cual tenía gran interés en conoceros. Ya veo que sois bastante mayor y eso es lo que más me interesa, pues sé que conocisteis muy bien a mi abuelo y quiero oír de vuestra propia boca lo que me podéis decir de él.
—Señor, no sé si soy la persona más idónea para hablaros de vuestro abuelo pero intentaré complaceros. Vos podríais ser mi nieto. Os recuerdo que vuestro abuelo fue mi único amor. Con él tuve dos hijas, la mayor está aquí presente y la menor ya la conocéis, pues habéis estado aliados en alguna ocasión. Supongo que sabréis que estuve a punto de casarme con tu abuelo. Los dos estábamos perdidamente enamorados uno del otro y ambos pretendíamos vivir juntos toda nuestra vida hasta que la muerte nos separase, pero no fue la muerte la que nos separó sino la Iglesia. Si decís que soy una leyenda para vos, sabréis que nuestro matrimonio, que nunca llegó a celebrarse, se anuló por los vínculos de consanguinidad que nos unían. Ambos éramos bisnietos de Vermudo II, vuestro abuelo por vía legítima y yo por vía ilegítima, pero ambos de la misma sangre. Si la Iglesia no hubiera intervenido, tal vez Vos no estaríais aquí, pues pude haber sido la madre de todos los hijos de vuestro abuelo. Pero la Iglesia intervino y los hechos fueron como son —la condesa tomó aliento para continuar—. Abandoné León y nunca más volví a esta ciudad hasta hoy. Eso sí, me hice la promesa a mí misma que jamás habría otro hombre en mi vida y la he cumplido al pie de la letra hasta hoy, a pesar de las veces que me conminaron a que la rompiera. Jamás he cedido. Vuestro abuelo fui mi único y verdadero amor.
—No deberíais tratarme de Vos, señora, ya que, como vos misma decís, podríais ser mi abuela. Así que desde ahora prescindid de esa etiqueta. Soy yo quien debe trataros con respeto.
—Gracias, hijo mío, te lo agradezco en el alma.
—Pero habladme de mi abuelo, no tanto como vuestro prometido sino como el rey que fue. Vos lo conocisteis bien y tal vez me podáis contar de él lo que nadie sabe o no se atreven a contarlo.
—Lo intentaré. Tu abuelo tenía un gran ideal heredado de sus antepasados. Desde tiempos inmemoriales, todos tus antepasados tuvieron el lema de expulsar a los musulmanes de la Península y, una vez conseguido ese objetivo, unificar en uno solo todos los reinos cristianos de la misma. Es lo que denominaron la Reconquista. Tu abuelo logró arrebatar a los islamitas casi tanto territorio él solo como el que habían logrado conquistar hasta entonces todos los que lo precedieron desde don Pelayo hasta él. Fue un rey muy poderoso y muy respetado pero, desde mi punto de vista, cometió tres grandes errores que vinieron a desbaratar la gran obra que hasta entonces había hecho. El primero de ellos fue la política que adoptó con los vencidos en la conquista de Toledo. No debió imponer desde un principio a los vencidos la religión católica y nuestras costumbres ni arrebatarles sus templos, entre los que se encontraba la mezquita principal de la ciudad para construir sobre ella la catedral cristiana. Este comportamiento fue el detonante que puso en guardia a más de uno de los reyes taifas, como los de Córdoba y Sevilla, que llamaron a Yusuf ibn Tasufín para que los defendiera de la revancha de tu abuelo. Como sabes, a partir de la llegada de los almorávides a la Península, se ha perdido una buena parte del territorio conquistado anteriormente a los musulmanes.
Todos escuchaban con la máxima atención lo que doña Jimena les decía y todos ellos se quedaban atónitos ante el análisis sensato de los acontecimientos pasados que la condesa hacía.
—Proseguid, señora. Es muy interesante lo que nos estáis contando.
—Como os decía, hijos míos, tu abuelo cometió tres grandes errores. El segundo error fue enviar a la guerra a su único hijo Sancho cuando éste sólo contaba con catorce años. No era más que un niño y se le ocurrió enviarlo a la primera línea de fuego, pero no fue allí donde murió sino que lo mataron alevosamente, como a todos sus acompañantes, mientras dormían. Fue un acto vil por parte de quines lo ejecutaron que no debemos olvidar, pero fue decisión irresponsable de tu abuelo que no se le puede perdonar. Este error, que tanto le dolió, lo llevó irremisiblemente a la tumba, y este error también cambió el curso de la Historia. No sabemos cómo podría haber sido el reinado de Sancho, si hubiera llegado a reinar, sólo podemos hacer especulaciones al respecto, pero lo que sí sabemos es que habría sido distinto. Ni mejor ni peor, distinto. En eso debéis estar todos de acuerdo conmigo. Desde luego, si hubiera reinado Sancho, y esto va en tu contra, Alfonso, siento decirlo, si hubiera reinado Sancho, tú sólo habrías sido rey de Galicia, como mucho, pues tu madre nunca habría recibido la corona de León —un cierto rumor de desaprobación se cernió sobre ellos—. Por mucho que os duela eso es lo que habría ocurrido y eso es lo que pasaba por la mente de tu abuelo.
»El tercer error que cometió fue consecuencia del segundo. Tu abuelo no quería dejarle el reino a tu madre por ser mujer, por eso toda su vida deseó tener un varón. Como se malogró el único que tuvo, para que tu madre recibiera la Corona le impuso el deber de casarse con Alfonso I de Aragón. Éste fue el otro gran error que cometió, no sólo porque tu madre no estaba enamorada de Alfonso, sino porque no necesitaba ningún hombre a su lado para llevar las riendas del poder, como tampoco los necesitaron tu bisabuela Sancha ni tu tía abuela Urraca, si bien éstas lo hicieron a la sombra de un hombre. Pero en el caso de Alfonso el Batallador, además de no estar enamorada tu madre de él, resultó ser el mayor enemigo del reino, ya que lo único que ha pretendido es anexionarse el reino de León al reino de Aragón y lo hubiera conseguido de no ser por el valor de tu madre. No debes olvidar esto, hijo mío, pues tu padrastro aún sigue vivo y con ganas de hacerse con todo el poder. Todas estas energías y fuerzas perdidas en luchas internas han hecho, si no retroceder los territorios conquistados, sí paralizar el avance de la Reconquista cuyo final no se ve en el tiempo.
—¡Vaya, no está nada mal su exposición, señora!
—Siento que mis palabras no hayan sido de tu agrado, Alfonso.
—Todo lo contrario, señora. Lo han sido y mucho. Nadie hasta ahora me había contado la verdad sobre mi abuelo con tanta claridad y tanta transparencia como lo habéis hecho vos. Ha sido una lección magistral de historia. Os lo agradezco sinceramente. ¿Y qué me podéis decir sobre Rodrigo Díaz de Vivar? Porque corren por ahí ciertas versiones contradictorias. Hay quien piensa que mi abuelo fue demasiado duro con él.
—Todo lo contrario, hijo mío. Tu abuelo fue demasiado condescendiente con Rodrigo. Piensa que en el fondo lo apreciaba, bien sea por su valor y sus méritos, bien por el parentesco que tenía con su esposa. Lo desterró dos veces perdonándolo una y lo hubiera vuelto a perdonar en la segunda ocasión si Rodrigo se hubiera humillado un poco ante él, pero el de Vivar era demasiado orgulloso para hacerlo. Tu abuelo sabía que era intrépido en la batalla y un gran estratega, pero también sabía que no era todo lo leal que él hubiera querido. Era demasiado orgulloso y demasiado ambicioso, dos pecados que en más de una ocasión lo llevaron a desobedecer y hasta contradecir las órdenes que tu abuelo le había dado, desbaratando todos sus planes contra el enemigo. Por eso tuvo que castigarlo con el destierro aunque le doliera en el fondo del alma. Por otra parte, las excentricidades de Rodrigo no ayudaron en absoluto a la Reconquista. ¿De qué le sirvió ganar Valencia salvo para satisfacer su propio ego? Valencia sólo se le sometió a él en vida, una vez muerto, no hubo manera de poder conservar aquella plaza para los cristianos, ¿y eso por qué? Porque en la Reconquista de nada sirve conquistar una plaza, un territorio, en medio del territorio enemigo. Si no se hace una conquista ordenada siguiendo un orden establecido y repoblando a su vez el territorio conquistado, es una pérdida de tiempo y recursos, como así sucedió con la conquista de Valencia. Si Rodrigo hubiera sido más humilde y más fiel, si hubiera sumado su valía a la de tu abuelo y se hubiera unido en todo momento a la estrategia marcada por su señor, el avance en la Reconquista puede que hubiera sido muy otro. Así perdió el tiempo soberanamente y sólo satisfizo su ego.
—Magistral, señora. ¡Lástima que no hayáis podido vivir la vida al lado de mi abuelo, aunque ello hubiera supuesto mi no existencia! Estoy seguro que habríais sido una gran reina.
—No digas eso, hijo mío. No puedes desear no haber nacido. Doy gracias a Dios de que los hechos hayan ocurrido como han ocurrido y le agradezco en el alma que tú seas nuestro nuevo rey. No tengo nada que objetar al respecto. Ahora lo que debes hacer es aprender del pasado para no caer en sus errores y vencer en el presente y futuro a tus enemigos. ¡Por un reino grande y libre!
—Me gustaría consideraros como la abuela que no he tenido. Señora, familia, os doy las gracias por vuestra visita y espero contar con vosotros pasado mañana en mi coronación. ¡Que Dios os guíe por el buen camino!
La familia de doña Jimena se retiró cortésmente a sus aposentos dejando al futuro Alfonso VII sumido en una profunda reflexión. Al día siguiente al mediodía llegó a León don Alfonso Jordán rodeado de sus más fieles servidores. Fue alojado en las dependencias de palacio como correspondía a su dignidad y a su parentesco con el nuevo rey de León. Poco después de haber sido recibido por su primo y de ser informado que en las mismas dependencias palaciegas se hallaban su madre y su abuela, le faltó tiempo para presentarse ante ellas y estrecharlas entre sus brazos. En más de una ocasión, durante el camino, soñó poder conocerlas al fin. No olvidemos que fue separado de su madre en su más tierna infancia, cuando apenas contaba con dos años de edad, y que desconocemos, por tanto, sus sentimientos hacia ella, pero este último gesto suyo era muy positivo. Después de abrazar a ambas largamente y derramar algunas lágrimas sinceras, abrazó con algo menos de pasión a su padrastro y sus hermanastros expresando su alegría y emoción por haber podido conocerlos a todos en un momento tan especial como aquél. Terminados los abrazos y presentaciones de todos, volvió a abrazar y besar en sendas mejillas a su madre con gran emoción y aprecio.
—¡No sabes cuánto he deseado que llegara este momento durante todos estos años! ¡Cuánto te he echado de menos, madre!
—Y yo a ti, hijo mío.
Madre e hijo se abrazaron con más fuerza y derramaron copiosas lágrimas.
—Hijo mío, te arrebataron de mis manos y no pude hacer absolutamente nada por impedirlo. Me amenazaron con privarme de tu vista si me quedaba allí y de que ante ti yo pasaría por ser la última y más denigrada sirvienta de palacio. Aquel día me arrancaron el corazón. Después de lo que sufrí y de los cuidados que dispensé a tu padre hasta su último aliento, me lo pagaron de aquella manera.
Doña Elvira rompió a llorar y la fuerte emoción de aquellos recuerdos le impidió seguir hablando.
—Lo sé, madre, sé muy bien lo que te hicieron. Un criado fiel me lo contó cuando tenía doce años. Nada pude hacer ya entonces porque los principales responsables de aquella ignominia habían muerto y, por otra parte, me informaron que te habías vuelto a casar y habías formado un nuevo hogar, de lo que me alegré mucho. Ahora acabo de conocer a tu nueva familia y me siento muy feliz a vuestro lado.
—Todos nosotros nos sentimos muy felices de tenerte aquí y de haber podido abrazarte, especialmente tu abuela, que ya se había hecho a la idea de abandonar este mundo sin conocerte. Siempre te ha echado mucho de menos.
Al oír aquellas palabras, Alfonso Jordán se desprendió con delicadeza de los brazos de su madre para abrazar de nuevo a su abuela, que lo estrechó entre los suyos con gran emoción y lágrimas en los ojos.
—Hijo mío —le dijo—, no sabes cuánto he rezado para ver realizado este momento. ¡Tenía tantas cosas que decirte…!, y ahora se me han ido todas de la cabeza. Sólo quiero decirte que hoy es uno de los días más felices de mi vida. Hoy, por fin, puedo sentir y vivir la felicidad de toda la familia de mi primogénita. ¡Loado sea el Señor, que me ha concedido este deseo antes de que abandone este valle de lágrimas! Hijos míos, hoy es un día de gran dicha para mí, ¿por qué no lo celebramos con un gran banquete?
—Eso es lo que vamos a hacer, mamá. Ya está todo dispuesto.
El día 10 de marzo de 1126 a las once de la mañana la catedral de León echó las campanas a vuelo anunciando el júbilo por la inmediata coronación de Alfonso VII. Una hora más tarde se llevaría a cabo la ceremonia con la celebración de una misa solemne en el sagrado recinto. Don Alfonso, hijo de doña Urraca y don Raimundo de Borgoña, nieto de Alfonso VI, iba a ser coronado rey de León, esto es, rey del único reino cristiano de la Península cuyos titulares ostentaban el título de emperadores desde tiempos inmemoriales. No, todavía no había llegado el momento de coronarse como emperador, para ello, antes tenía que coronarse como rey de León y eso es lo que iba a ocurrir en breves instantes, una vez fallecida su madre doña Urraca, como único y legítimo heredero de la Corona. En el interior de la catedral no cabía un alfiler y lo mismo se podía decir del exterior y calles aledañas. El pueblo de León se había volcado con su nuevo rey a diferencia de lo que había ocurrido dos días antes con el entierro de su madre. León había arrojado la casa por las ventanas y se había echado en masa a la calle para celebrar con júbilo la coronación de su nuevo rey. También la Iglesia había incrementado explícitamente su representación con la presencia del arzobispo Diego Gelmírez, que por nada del mundo se hubiera perdido tan memorable acontecimiento, y los obispos de León, Astorga, Oviedo, Tuy, Palencia, Zamora, Salamanca, Ávila, Segovia, Osma, así como los abades de muchos monasterios, entre los que no podía faltar el de Sahagún.
Asimismo estuvo presente en el acto un nutrido número de príncipes, condes y magnates, como el propio don Alfonso Jordán, primo del rey, así como representantes del reino de Navarra, el condado de Barcelona y de muchos condados del sur de Francia. Declinaron su asistencia, por causas obvias, Alfonso I de Aragón y doña Teresa, condesa de Portugal, para no avivar más sus hostilidades. Entre los asistentes no pudieron faltar los hermanos de don Alfonso, en especial doña Sancha, y la familia de doña Elvira, su tía materna, como habían prometido.
La ceremonia dio comienzo a las doce en punto con la entrada majestuosa del rey en la iglesia catedral de Santa María, seguida por un gran séquito de condes y duques. Los esperaban en el altar mayor el arzobispo de Santiago y el resto de obispos asistentes. Cubrieron al rey con un manto ricamente bordado, le impusieron en su cabeza una corona de oro y le colocaron entre las manos el cetro real. A continuación entonaron el Te Deum laudamus mientras ascendía a lo alto del altar. Acto seguido celebraron el santo sacrificio de la Misa para conferir mayor solemnidad a la ceremonia de la coronación.
Finalizada la ceremonia religiosa se celebró un gran banquete, al comienzo del cual vituperó execrablemente el gobierno de su madre. Grandes festejos populares se prolongaron durante varios días, no muchos, porque Alfonso VII no se demoró en reunir sus huestes para atacar las plazas fuertes de Castilla que aún estaban en poder de su padrastro y exigir de éste su total rendición. Quería desterrar de una vez para siempre la idea imperialista que se había apoderado del rey aragonés.
31
Tres semanas más tarde de la coronación de Alfonso VII como rey de León llegaba al monasterio de San Andrés de Espinareda doña Jimena Muñiz. Una recua de asnos y mulas pertenecientes a un arriero maragato la acompañaba. Cargaban muchos de sus enseres y pertenencias, así como una gran cantidad de víveres que la condesa llevaba consigo como donación inicial que deseaba ofrecer al monasterio que la acogía. También aportó una suma muy importante de dinero como anticipo de lo que llegaría más adelante. Y es que doña Jimena, después de asistir a la coronación de Alfonso VII, tomó la decisión irrevocable de ingresar inmediatamente en un monasterio para el resto de sus días. No podía seguir soportando por más tiempo las injusticias, la vida frívola y anodina en que se vivía y los placeres y veleidades de este mundo. Lo que más le dolió fue el trato tan injusto e inhumano que don Alfonso le dio a su madre el día de su coronación. ¡Cómo podía un hijo ser tan cruel y tan mezquino con la madre que le dio el ser! En aquel banquete denigró a su madre y la sepultó en el sarcófago del olvido para que nadie la volviera a mencionar nunca más. Colocó sobre su memoria una losa mucho más pesada que la que realmente le pusieron en el sarcófago del Panteón de los Reyes de San Isidoro. No, no habría nadie en el futuro que la recordara como la reina tan guerrera, y tan desdichada al mismo tiempo, que fue. Una reina que se desvivió por mantener la paz y la unidad del reino que recibió de su padre y que tan difícil se lo pusieron sus adversarios y enemigos, y ahora, después de su fallecimiento, cuando se le deberían reconocer todos sus honores y méritos, su propio hijo la entierra en el sepulcro más aborrecible, en la tumba del olvido. ¡Hija mía, cuánto odio se respiraba y se respira a tu alrededor! No fuiste afortunada en vida ni lo vas a ser a través de la Historia. ¿Qué delito habremos cometido las mujeres? Parece ser que para los hombres no somos más que el objeto de sus placeres. Fuiste valiente, guerrera, generosa. Luchaste por mantener el legado de tu padre para transferírselo a tu hijo, y tu padre luchó lo indecible para que no lo heredaras y tu hijo te ha condenado al eterno olvido. ¿No se puede calificar esto como la injusticia más abominable que jamás se haya visto? ¡Hija mía, descansa en paz en la soledad de tu mausoleo!
Señor, me alejo del mundo porque no puedo seguir viviendo en medio de esa vida frívola y anodina en que se vive, no puedo seguir pensando que lo único importante de esta vida son los placeres y su disfrute, que lo único que importa es el presente, este presente tan efímero, que antes de llegar ya se ha ido. Sólo se vive de lujo, de apariencias, de vanidad y se olvida lo más importante, se olvida el sentido de nuestra vida: ¿de dónde venimos?, ¿quiénes somos?, ¿adónde vamos? ¡Señor, Señor, ten piedad de nosotros! ¿Para qué le referí yo al nuevo rey los errores de su abuelo? Seguro que en cuanto nos despedimos de él los echó en el saco del olvido. No sé cómo será su reinado pero veo una gran frivolidad en él, baste como ejemplo la vejación que ha hecho de la memoria de su madre. ¿Qué se puede esperar de él cuando se avergüenza de la que le dio el ser? La Historia será testigo de sus grandes hazañas si es que llega a realizar alguna. No empieza con buen pie quien lleva tanto orgullo y aspira a ser emperador de toda Hispania. ¡Qué diferencia tan grande entre él y su abuelo!
Doña Jimena se instaló en una humilde celda. El monasterio de San Andrés de Espinareda la recibió con los brazos abiertos. A pesar de sus posesiones y dominios, una ayuda como la que aportaba la señora siempre era bien recibida. La vida monacal estaba dedicada a una vida de ayuno y penitencia, a pesar de ello se agradecía toda la ayuda material que quisieran brindarle. Aunque no se conocen muy bien sus orígenes, se cree que fue fundado por San Genadio o los monjes que lo siguieron desde el monasterio de Ageo, en Zamora. El caso es que cuando ingresa en él doña Jimena, llevaba ya varios siglos en funcionamiento con las consiguientes reconstrucciones y mejoras. Su jurisdicción se extendía sobre un buen puñado de municipios. Su economía fue bastante próspera, en parte por las donaciones recibidas y en parte por la fertilidad de las tierras donde estaba asentado.
Doña Jimena contemplaba desde la ventana de su celda la fértil vega que se extendía a los pies del monasterio y por toda la ribera del Cúa, cuyas aguas fluyen hacia el Sil, su querido Sil. Sentada en una humilde silla, dejó vagar su imaginación hasta las riberas de su adorado Sil, aquel río donde había pasado buena parte de su vida y que ahora había abandonado para recluirse en aquel monasterio. Toda su vida había transcurrido al lado o cerca de algún río. Era curioso pensar al cabo de los años que toda su vida estaba tan íntimamente relacionada con los ríos, como si éstos constituyeran una prolongación de su propia vida. En sus divagaciones se preguntaba cuál de todos aquellos ríos había sido el más influyente en su vida y no cabía duda de que éste era el Sil, pero había otros dos que también habían dejado una profunda impronta en su alma. Se trataba del Bernesga y del Torío, ambos de entrañables recuerdos. ¡Cuántas veces paseó por sus orillas!, ¿cuántas veces cabalgó a lomos de su caballo por sus riberas, sobre todo por la del Torío, que se extendía entre sotos y praderas hacia los confines de la cordillera Cantábrica. ¡Qué recuerdos aquéllos en compañía de su adorado Alfonso! ¡Qué años tan felices que marcaron su vida para siempre! Y no olvidaba tampoco aquellos paseos a orillas del Cea, aunque fueron menos pródigos que los anteriores. Recordaba sobre todo cuando fueron a ver al abad Roberto y éste les ofreció casarlos allí mismo contra la voluntad del papa y de la Iglesia entera. Recordó haberle dicho a Alfonso que aceptara la oferta de Roberto, que abdicara al trono y que se quedaran a vivir para siempre en Sahagún. ¡Qué despropósito tan enorme! ¿Cómo se le pudo ocurrir hacer semejante propuesta al rey? Ahora se hallaba ante un nuevo río que ya no marcaría su vida porque ésta estaba agonizando. Había venido a este lugar para olvidarse del mundo y dedicar lo poco que quedaba de su vida a la oración y a la contemplación. Era demasiado tarde para hacer penitencia por sus pecados, pero aún estaba a tiempo de arrepentirse y de pedir a Dios perdón por todas sus veleidades.
Los días transcurrían monótonos, lentos, como si las horas no quisieran avanzar, como si los minutos se detuvieran a cada instante como pajarillos que detienen su vuelo cuando se posan en las ramas de un árbol. Doña Jimena se quedaba absorta mirando sin ver cualquier objeto, cualquier recuerdo, dentro o fuera de su celda, que absorbía su atención por completo, que la abstraía del mundo que la rodeaba. Unas veces sus recuerdos la trasladaban a su infancia, otras a la infancia de sus hijas o a la de sus nietos, aunque la de estos últimos curiosamente la veía más borrosa, más indefinida. Ahora bien, lo que ocupaba prioritariamente su pensamiento era la etapa que pasó en León en compañía de don Alfonso. Señor, borra de mi vida este período y perdona mi debilidad y mi osadía. Nunca debí aceptar la invitación de mi primo que sólo encerraba su desmesurada concupiscencia. Yo debí ser más fuerte que él y debí rechazar su lujuria. ¡Cuántos males habría evitado si hubiera tomado la decisión correcta! Por mi vanidad y egolatría se está rompiendo ahora la unidad del reino de León y esto sólo es el principio. Sin mi colaboración jamás hubieran nacido mis hijas, sobre todo Teresa, que tantos problemas y dolores de cabeza está provocando. Señor, perdóname por haber sido el instrumento de esta felonía y de esta sinrazón. Perdóname mis pecados para que pueda entrar limpia en tu casa celestial. Dime qué tengo que hacer en lo que resta de mi vida y lo haré sin titubear. Dos regueros de lágrimas discurrían por sus mejillas. ¡Señor, no soy digna de entrar en tu casa mas una sola palabra tuya será suficiente para lavar mis culpas!
Un hermano lego llamó con suavidad a la puerta y acto seguido entró portando una bandeja con una frugal colación. La señora condesa había sido dispensada de asistir con la comunidad al refectorio y a los demás actos. Tan sólo asistía a la misa principal que cada día se celebraba puntualmente a las ocho de la mañana. El resto del día se recogía en su celda o daba algún paseo por el recinto cercado del monasterio. Desde allí no podía acercarse a la ribera del Cúa ni refrescar sus pies en el agua, que tan sólo intuía a lo lejos, bajo la fronda de los árboles. ¡Con la de veces que se bañó y refrescó sus pies en las transparentes aguas del Sil! Pero no había venido aquí a deleitarse con las aguas del Cúa, sino a hacer penitencia y sacrificio. Después de ingerir la frugal colación continuó inmersa en sus recuerdos. Uno de los momentos más duros de mi vida fue cuando tu hermana Urraca me dijo a bocajarro que tenía que hacerme a un lado para que tú te casaras con Constanza. Si en aquel momento me hubieran pinchado con agujas, no habría derramado una sola gota de sangre. Recuerdo que tú aceptaste a regañadientes la propuesta de tu hermana afirmando que te casarías con ella pero que yo seguiría siendo tu único amor. ¿Te imaginas, casado con Constanza y yo tu querida, tu concubina? ¡Cómo se te pudo ocurrir tan ignominiosa idea! Por un momento creí desfallecer. Allí me di cuenta de que mis sueños, mis falsas ilusiones habían tocado tierra firme, que mi engreimiento y mis aires de grandeza habían llegado a su fin. Urraca no se anduvo por las ramas y arrancó de raíz lo que ella consideraba una carcoma para ti, que no era otra más que yo. Allí me di cuenta de lo alto que pretendí subir y lo bajo a donde había caído. ¡Ilusa de mí! Pretendí ser reina y no había nacido ni para dama de compañía. Lloraré este pecado de soberbia hasta mi último aliento.
Después del frugal desayuno solía dar un paseo por la huerta del monasterio al igual que al atardecer cuando el sol ya no dejaba sentir su fuerza. Eran los únicos momentos del día en que sus pies estaban en contacto directo con la naturaleza. ¡Cómo echaba en falta sus paseos y sus correrías a caballo, incluso aquellas en que se alejaba al trote por las orillas del Tuerto! Entones estaba criando a sus hijas. ¿Cómo iba a imaginar de aquella que la más pequeña, Teresa, el ojito derecho de Alfonso, se iba a rebelar contra su hermana y le iba a disputar un buen trozo de la tarta, un buen bocado del reino? Imposible. Pensándolo bien, yo soy la única responsable de esta situación, porque si hubiera regresado para el Bierzo en cuanto Urraca me relegó a un segundo término, si no te hubiera hecho caso y no hubiera cedido ante tus súplicas y lágrimas, ante tus utópicas promesas y tus halagos de loco iluso, y hubiera roto en el acto contigo, no habría nacido la que nació como consecuencia de estas debilidades. Éste ha sido el mayor error de mi vida que no podré enmendar por mucha penitencia que haga. ¿Por qué me demoré en mi partida? ¿Por qué tuve que aceptar la casita al lado del Bernesga que tanta humillación ha supuesto para mí? ¿Fue porque aún esperaba que cambiaran los hechos, que cambiara el curso de la Historia? ¿Cómo iban a cambiar si a mí no me aceptaba nadie, salvo la ceguera de Alfonso, si la preferida de todos era Constanza? Pero yo no lo quise ver, no quise reconocer lo que estaba más claro que la luz del sol, ciega por mi orgullo, envanecida hasta la médula de los huesos, obnubilada por la falsa esperanza de que Alfonso todavía podía cambiar de opinión en el último instante, todavía podía reaccionar ante toda la presión a la que estaba sometido y darme al fin el sí que yo tanto deseaba. ¡Ilusa de mí, orgullosa y engreída! Mira lo que ha ocurrido por este gravísimo error mío. ¿Señor, cómo podré enmendar mis errores y pecados, cómo podré librar mi alma de tanta congoja? Sus ojos eran dos fuentes que no paraban de manar. Las voces de un labriego la sacaron de su ensimismamiento. Se trataba del colono de turno que estaba sembrando con su mujer y sus hijos la huerta del monasterio tal como estaba establecido desde tiempos inmemoriales. Los labriegos de la jurisdicción estaban obligados a trabajar gratis varios días al año para sus señores, esto era algo que la señora condesa conocía muy bien, pues vivió de esas prebendas y beneficios cuando ejerció la tenencia de Ulver y mientras ostentó el título de condesa de Astorga y del Bierzo. Ése fue el pago que don Alfonso le dio a cambio de todo lo que había perdido, o lo que es lo mismo, a cambio de un reino.
La condesa seguía derramando lágrimas en la soledad de su celda, lágrimas que podían ser tanto de arrepentimiento por sus culpas y pecados, como de pesar por la pérdida de lo que tuvo entre sus manos. ¡Cuántas veces he pensado, y me he regocijado, Dios me perdone, que pude haber sido reina y ceñido corona! ¡La reina nada más y nada menos de León con todo lo que ello supone y significa! En más de una ocasión he soñado, y me he visto, en lo más alto, como el águila que asciende hasta tocar las nubes y se enseñorea del cielo, yo que soy el ser más vil y desgraciado que hay bajos las estrellas. Por muchos sacrificios y penitencia que haga jamás podré purificarme de este pecado de tanta soberbia. ¡Oh Señor, te ruego que tengas misericordia de mi, aumentaré mis donaciones a la Iglesia y a este monasterio que me acoge para que perdones mis pecados! ¡Ten piedad de mí, oh Señor!
De esta manera iban transcurriendo los días en el monasterio de San Andrés de Espinareda donde la condesa se había refugiado para purgar sus pecados y alcanzar la paz de su alma. Decisión que fue madurando a lo largo de su vida y que se precipitó cuando vio la trivialidad con que vivía la gente en los actos que se sucedieron a la muerte de la reina doña Urraca y la coronación de su hijo. ¿Cómo era posible que vivieran tan vacíos, imbuidos de tanta mediocridad, desde los que ostentaban el máximo poder hasta el último de sus siervos? Nadie hacía penitencia ni se arrepentía de sus pecados. ¿Hasta cuándo tendría paciencia el Señor? ¿Hasta cuándo lo soportaría su divina bondad? La condesa oraba y se arrepentía con todas las fuerzas de su alma para liberarla así de las penas del infierno. El poco tiempo que le quedaba pensaba dedicárselo íntegramente al Señor.
Alfonso VII, después de hacer las paces con el Batallador, se dirigió a Galicia y desde allí pasó a Portugal para someter a su tía doña Teresa y al hijo de ésta, su primo don Alfonso Enríquez. Los mantuvo asediados durante largo tiempo en Guimaraes, lugar de su residencia. Después regresó a León. Doña Jimena fue conocedora de los hechos por alguien del servicio que se lo hizo saber. Se había encerrado en aquel cenobio de paz para aislarse totalmente del mundo, pero éste aún llegaba a penetrar en el interior del mismo por ciertos resquicios que le servían de contacto. Señor, Señor, ¿cuándo se acabará esta deriva que parece no tener fin? Ahora es Alfonso quien se enfrenta a su tía y a su primo en sustitución de su difunta madre. Hija mía, por lo que veo te has propuesto llegar hasta las últimas consecuencias, hasta la ruptura definitiva del condado de Portugal con el reino de León. ¿Por qué no puedes detener tus pasos?, ¿por qué no puedes poner fin a tu descabellada ambición y a tu soberbia? Hija mía, no te reconozco ni puedo perdonarte aunque esto sea lo que más deseo en el fondo de mi corazón. No puedo perdonar la traición de lesa majestad que has cometido contra tus señores naturales, contra tu hermana, primero, y contra tu sobrino, después. Renuncia a tus infundadas pretensiones y vuelve a mí para que te pueda recibir con los brazos abiertos y pueda morir en la paz y en la gracia del Señor. Si no lo haces tendré que llevar ese baldón al otro mundo donde me será muy difícil liberarme de él. La condesa se decía esto a sí misma mientras de sus ojos brotaba un río de lágrimas. El tiempo transcurría sin detenerse. A doña Jimena las horas se le hacían interminables, eternas, como si no tuvieran fin, mientras que los días se le pasaban sin darse cuenta, sin apenas verlos, así, sin querer, cierto día recibió la noticia de que su hija, doña Teresa, se había enfrentado a su propio hijo en la batalla de San Mamede, y que en dicho enfrentamiento había sido derrotada por éste. Aquella noticia fue demasiado fuerte para las pocas energías que aún le quedaban en su demacrado cuerpo. ¿Hija mía, esto es lo que me tenías reservado para el final de mis días? ¿No has tenido suficiente con enfrentarte a tu hermana, a tu sobrino, que ahora te has tenido que enfrentar a tu propio hijo? ¡Qué desgraciada soy en el lecho de mi muerte, porque esto va a acabar conmigo! Ya siento cómo desfallecen mis miembros y cómo apenas corre la sangre por mis venas. Por Dios, hija mía, ¿cómo te has atrevido a inferirme una herida mortal cuando ya tengo a la huesuda a mi cabecera noche y día? Podías haberme ahorrado este vano sufrimiento. ¿Era esto, Señor, lo que me tenías reservado para el final de mis días? Ya sé que he pecado, Señor, pero ya no sé qué más puedo hacer para redimir mis pecados. Te suplico, oh Señor, que tengas piedad de mí y que no me envíes más sufrimientos en esta vida, pues no sé si podré soportar esta carga tan onerosa.
La condesa iba perdiendo paulatinamente las pocas fuerzas que le quedaban. Apenas comía ni bebía y las más de las veces, cuando lo hacía, su estómago se lo rechazaba arrojándolo de nuevo fuera tal como lo había ingerido. Se pasaba los días con apenas unos sorbos de agua y poco más. Su cara y sus miembros se enflaquecían dejando al descubierto sus venas azuladas y sus huesos sólo cubiertos por una tenue piel que casi se transparentaba. Su hermosura se había ido desvaneciendo poco a poco como el sonrojo de la rosa cuando se apaga. Señor, llévame contigo, pues hasta las lágrimas parece que me han abandonado. Si ya no tengo lágrimas, ¿adónde se han ido todas aquéllas que he derramado en mi vida? ¿A dónde se han ido todos mis suspiros? Señor, me hundiré en la luz de tu Ser cuando traspase la línea del olvido, me hundiré en tu nombre cuando atraviese el silencio de las sombras y tu luz se pose sobre mis párpados. Dices que no hay palabras en el mundo de las sombras, que todo es silencio, que no hay luz ni colores ni pasión ni caricias, que no hay nada; entonces, ¿qué hay después de esta mentira, después de tanto sufrimiento y de tanta desdicha? Entre delirios su vida se iba apagando como la luz de una vela, como la nieve que lentamente se va derritiendo con las caricias del sol, hasta que un día la luz de sus ojos se apagó antes del alba y su mirada quedó sumergida en un mar de tinieblas. Por la pendiente del dolor resbalaron dos lágrimas que se perdieron en el silencio de las sombras. Eran de su hija doña Elvira que hacía días que no se apartaba de su cabecera. Por fin doña Jimena entregaba su alma pura, o purificada, al Señor. Descanse en paz.
Las exequias funerarias por el eterno descanso de su alma se celebraron en la iglesia de San Andrés de Espinareda. A ella asistieron sus familiares más allegados y algunos de sus más fieles vasallos. No asistió, en cambio, su hija doña Teresa, que hacía años que había roto sus relaciones con su madre. Sus restos mortales recibieron cristiana sepultura en una humilde tumba en el cementerio del monasterio. Allí quedaron sepultados para siempre.
Epílogo
Teresa de León falleció dos años más tarde que su madre, el 11 de noviembre de 1130. Sus restos mortales fueron trasladados a la catedral de Braga donde reposan junto a los de su marido, don Enrique de Borgoña.
De su relación con Fernando Pérez de Traba nació Teresa Fernández de Traba, casada en segundas nupcias con Fernando II de León.
Elvira Alfónsez. De su matrrimonio con Fernando Pérez de Carrión nació Teresa Fernández, quien contrajo matrimonio con Osorio Martínez, hijo del conde Martín Flaínez. Fue el origen del linaje leonés de los Osorios y Villalobos, de los que descienden los condes de Lemos, marqueses de Astorga, condes de Trastámara, señores de Cabrera y Ribera y muy probablemente los linajes portugueses de Ribeira, Vasconcelos, Alvelo, Machado y Berredo.
Elvira Alfónsez falleció en 1157 y su restos mortales fueron trasladados al monasterio de San Benito de Sahagún, donde yacía su padre, Alfonso VI, y enterrados al pie de la capilla de Nuestra Señora, que ella misma había ordenado erigir.
Alfonso Jordán dedicó toda su vida a defender sus posesiones francesas y ya al final de la misma participó en la Segunda Cruzada. Falleció en 1148, en Cesarea, parece ser como consecuencia de un envenenamiento. Lo sucedió su hijo Raimundo V de Tolosa.
Alfonso Enríquez, hijo de Enrique de Borgoña y Teresa de León, reinó en Portugal después de arrebatarle a su madre el condado Portucalense en la batalla de San Mamede. Fue coronado rey de Portugal el 26 de julio de 1139 con el nombre de Alfonso I. Falleció el 6 de diciembre de 1185. Sus restos mortales reposan en el monasterio de Santa Cruz, en Coímbra. Lo sucedió su hijo Sancho I.
Alfonso Raimúndez fue coronado rey de León, como Alfonso VII, a la muerte de su madre, el 10 de marzo de 1126. Desde el primer momento condenó a su madre al eterno olvido. Fue el peor rey que pudo haber tenido León. Llevó el reino al ostracismo total, al más absoluto de los olvidos. Después de él, Rodrigo Jiménez de Rada, con su Historia de rebus Hispaniae sive Historia gothica, y Alfonso X el Sabio, con su Estoria de Esapaña, terminaron por enterrar a León en el piélago más profundo de la indiferencia y de la ingratitud.
Alfonso VII fue coronado como Imperator totius Hispaniae, Emperador de toda España, el 10 de mayo de 1135, en la catedral de León, por el legado del papa Inocencio II, el obispo Guido de Vico. En dicha ceremonia fue homenajeado, entre otros, por su cuñado Ramón Berenguer IV de Barcelona, por su primo el rey García Ramírez de Pamplona, por su primo el conde Alfonso Jordán de Tolosa, por varios embajadores y señores de Gascuña y del Mediodía francés, como el conde de Cominges, el conde de Foix y el señor de Montpellier, por Ermengol VI de Urgel, y por varios de los linajes principales musulmanes, como el caudillo islamita Zafadola.
En 1139 reconoció la independencia de Portugal, a favor de su primo Alfonso Enríquez, y a su muerte dividió el reino entre sus hijos. A Sancho III le legó Castilla y a Fernando II, León con Galicia incluida. De esta manera deshizo todo lo que sus antepasados habían hecho. Falleció el 21 de agosto de 1157 en el paraje de La Fresneda. Sus restos mortales se encuentran enterrados en la catedral de Toledo. En su reinado, el 6 de marzo de 1149, se consagró la colegiata de San Isidoro.
Para concluir, el núcleo de población que surgió alrededor del puente de hierro mandado construir por el obispo de Astorga, don Osmundo, fue creciendo y con el tiempo su nombre fue evolucionando. Primero cambió de género, de Ponte ferrato pasó a Ponte ferrata. Luego se amalgamó como Ponferrata, que, finalmente, dio lugar al actual topónimo de Ponferrada.
El autor.
Colofón
Se ha escrito mucho sobre el epitafio que doña Jimena mandó inscribir sobre su sepulcro, incluso se conserva la lápida en el Museo de León. Nada más lejos de la verdad. M.ª Carmen Rodríguez González, en su trabajo sobre Jimena Muñiz titulado CONCUBINA O ESPOSA, REFLEXIONES SOBRE LA UNIÓN DE JIMENA MUÑIZ CON ALFONSO VI, lo deja bien claro, la letra empleada en la confección de la lápida contiene tres tipos de letra distintos: visigótica, carolina y gótica mayúscula. Su análisis revela que estamos ante una clara imitación.
Considera que el autor, de época moderna, posiblemente un monje del propio monasterio, intentó reproducir la escritura de la época medieval y para ello escogió el tipo de letra que le pareció más medieval o los que más le gustaron. El anacronismo desde el que realiza la inscripción lo lleva a emplear una letra, la gótica mayúscula, que en la época del fallecimiento de Jimena Muñiz era impensable, porque no existía aún, lo que demuestra fehacientemente la falsedad de la lápida. Por todo ello, no merece la pena seguir hablando del referido epitafio ni reproducirlo aquí. Sería como hacerse cómplices de algo así como una broma de mal gusto que alguien tuvo la descabellada idea de difundir.
Quiero añadir en este colofón que Jimena Muñiz realizó en vida numerosas donaciones a la Iglesia, que no he detallado en la novela por considerarlo demasiado prolijo y farragoso. Sólo apuntar que estas donaciones las hizo a la catedral de Astorga, a la parroquia de su pueblo natal, al monasterio de San Pedro de Montes, todas ellas documentadas, y, sin documentar, al monasterio de San Andrés de Espinareda donde fue enterrada. ¿Cómo iba a dejar sin donaciones al monasterio que la acogió en sus últimos días? Lo que ocurre que el monasterio de San Andrés de Espinareda sufrió un importante incendio un siglo más tarde del fallecimiento de la condesa en el que se quemó la mayor parte del mismo incluido íntegramente su archivo. Por eso no hay documentación que acredite sus donaciones a este monasterio.
El autor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario