jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 19



                                                                  


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Tres años habían transcurrido desde la batalla de Bedunia. La presión de los romanos sobre los cántabros y astures se acentuaba cada vez más. El propio Octavio Augusto se había trasladado hasta Hispania para dirigir la guerra. Estableció sus reales en Segisama, desde donde dirigiría todas las operaciones militares para derrotar definitivamente a los cántabros. El movimiento de tropas era inmenso. Hasta setenta u ochenta mil hombres. La maquinaria de guerra era aplastante. No obstante, los montañeses resistían sus ataques. La guerra se presentía larga.
Medulio estaba inquieto. Sabedor de los movimientos de los romanos contra el pueblo cántabro, era consciente que no tardarían en enfrentarse a ellos también. Había que tomar medidas urgentes. El número de soldados que tenía en su campamento era insuficiente para hacer frente a un combate de aquella magnitud. Era necesario aumentar los efectivos militares. Para ello tendría que reunir a los jefes de las tribus. Había que organizarse o perecerían irremisiblemente ante una embestida de los romanos.
Clouto, convoca una reunión con todos los jefes de tribu —le dijo a su lugarteniente.
A la orden, mi general, pero no será nada fácil. Algunos puede que se resistan a asistir. Ya sabes que hay cierto descontento por parte de alguno de ellos.
Transmite en esa orden que es de vital importancia este encuentro para la supervivencia de nuestro pueblo. Es más, la cursarás también a las tribus transmontanas.
De acuerdo, mi general, así se hará, aunque no estoy seguro que sea acatada por todos.
Medulio mostraba ciertos signos de ira y desesperación ante los reparos que su lugarteniente le ponía. Se levantó de su asiento y empezó a dar vueltas por la tienda con señales de gran nerviosismo.
—Ya sé que no tengo autoridad sobre los civiles, pero en esa orden les harás saber a todos los jefes de tribus cismontanas que el que no acuda a esta reunión será ejecutado.
Pero, mi general, esto puede provocar una sublevación.
—Puede que sí, pero no tengo otra alternativa. Y ahora haz que se cumplan mis órdenes.
—Sí, señor.
Clouto puso inmediatamente en marcha los dispositivos necesarios para que la orden de su comandante en jefe llegara a todos los rincones del territorio astur. Envió emisarios a todos y cada uno de los jefes cismontanos y también a los transmontanos, aunque para éstos la orden no era tan severa. Pasadas un par de semanas, ya se hallaban congregados en el campamento del Tortus todos los jefes tribales de los astures cismontanos y tres transmontanos, que representaban a las tres principales gens de aquella zona del territorio. La mayor parte de los asistentes eran los mismos que se habían reunido allí años atrás con Elaeso. Tan sólo faltaban Alán, que había fallecido recientemente, y el jefe de los brigaecinos, que había sido relevado por Fusco. Todos los demás ya conocían el lugar y recordaban el concejo allí celebrado para crear precisamente aquel campamento.
Bien, señores —comenzó a decir Medulio—, os he convocado aquí a todos, porque la situación es muy grave.
Será todo lo grave que quieras —interrumpió Fusco—, pero tú no tienes autoridad sobre nosotros y no nos puedes obligar a acudir aquí bajo presiones y amenazas, como has hecho.
Bien dicho —aplaudieron algunos jefes más.
Medulio clavó su fulgurante mirada en Fusco como si quisiera atravesarlo con ella. Éste se quedó como petrificado. Los demás que habían secundado su intervención no sabían dónde esconderse. Todos comprendieron que el general estaba enfurecido, que no estaba para bromas ni para disensiones.
Como os decía —continuó—, la situación es muy grave. Debemos tomar urgentemente medidas drásticas para hacer frente al ejército invasor. En ello nos va la vida. Como veo que aquí hay más de uno que quiere ser gallito, lo primero que os voy a proponer es que a partir de este momento yo seré el caudillo de todos vosotros. ¿Estáis de acuerdo?
Un murmullo general recorrió el concejo. Ninguno se lo esperaba. Aquella propuesta sorprendió a todos. Nombrar un caudillo significaba que ellos perdían autoridad y autonomía, que casi ninguno estaba dispuesto a ceder. Medulio se había propasado en sus aspiraciones, según ellos. ¿Cómo se atrevía a erigirse en jefe no sólo militar sino civil de todos los astures? No podía ser. La mayoría no estaban dispuestos a ceder atribuciones.
Bien, señores, ¿qué decidís? —preguntó Medulio al ver que los jefes seguían conversando entre ellos sin dar una respuesta.
Bueno, estamos deliberando —arguyó el jefe de los lancienses—. La propuesta nos ha pillado por sorpresa. Queríamos comentarla más despacio.
No hay nada que comentar —replicó Medulio—. Estamos ante las puertas de un ataque en serio de los romanos. Ellos, además de ser muy superiores a nosotros, están perfectamente organizados. Por si eso fuera poco, ha venido personalmente a dirigir la guerra Octavio Augusto, su jefe supremo. ¿Creéis que nosotros, pocos y desorganizados, vamos a poder vencerlos? Ni lo soñéis. Necesitamos aumentar nuestros efectivos. Necesitamos organizarnos. Y para eso hay que nombrar a alguien que lo organice y dirija todo. Decidme, ¿alguien de vosotros es capaz de hacerlo?
Todos permanecieron en silencio. Se daban cuenta que Medulio tenía razón. Sin un jefe supremo, desorganizados cada uno por su lado, poco podrían conseguir. Después de unos breves comentarios entre ellos, el jefe de los lancienses volvió a hablar en nombre de todos.
Creemos que tienes razón, Medulio. Necesitamos a alguien que nos coordine y dirija a todos y pensamos que la persona más idónea para hacerlo eres tú. Así que estamos de acuerdo con que tú seas nuestro caudillo.
Un murmullo general cundió por la asamblea. A pesar de que todos estaban de acuerdo, sin embargo no dejaba de haber ciertas reticencias, sobre todo por parte de Fusco. Poco a poco los demás lo fueron convenciendo hasta que terminó por aceptar el nombramiento de Medulio como caudillo de todos los astures.
Ahora quiero pediros otro favor —continuó Medulio—. Tenéis que proporcionarme más hombres. Dispongo de seis mil. Debería tener unos doce mil, que es el equivalente aproximado a dos legiones romanas. Así que necesitaría incrementar mis efectivos en otros seis mil hombres.
Nuevo murmullo entre los asistentes. Todos se resistían a aportar más hombres para el ejército. Ésta era la tercera leva que se hacía. Sus tribus estaban diezmadas. Cada vez quedaban menos hombres en ellas.
Os recuerdo que el ejército romano que ha declarado la guerra a nuestros vecinos cántabros cuenta con un total de unos setenta u ochenta mil soldados. Si nos atacaran a nosotros con ese número, nos aplastarían como a gusanos. Considero que un ejército profesional de unos doce mil hombres sería lo mínimo que debería tener para hacer frente a un ejército bien organizado, como es el de los romanos.
¿Y crees que con doce mil hombres podrías hacer frente a un ejército así? —interpeló el jefe de los zoelas.
Claro que no —contestó Medulio—. Ése es el ejército regular que considero imprescindible. En caso de guerra, tendréis que aportar el mayor número de hombres posible de vuestras tribus. No deberíamos enfrentarnos al ejército romano con menos de treinta o cuarenta mil combatientes.
¿De dónde vamos a sacar todos esos hombres? —preguntó el jefe de los iburros.
De vuestras tribus.
Pero, ¡si no somos tantos! —replicó aquél.
Sí somos —le ratificó Medulio—. Además, están nuestros hermanos transmontanos que también pueden enviarnos tropas.
Así lo haremos en caso de guerra —comentó el jefe de los pésicos.
Un breve silencio se interpuso entre los reunidos. Poco a poco se animó la conversación entre ellos, hasta que el general, ya caudillo, interrumpió su charla.
Una última consideración quiero haceros antes de dar por terminada esta asamblea —los asistentes permanecieron expectantes—. En caso de declaración de guerra, todos los varones capaces de empuñar las armas quedarán militarizados en el acto. Eso quiere decir que nadie que sea llamado a la guerra podrá negarse, bajo pena de muerte de no hacerlo. Vosotros, como jefes de vuestras tribus, seréis los únicos responsables de que esa orden se cumpla. Quien no lo hiciere, caería en la mayor de las ignominias, aparte de que sería ejecutado inexorablemente. ¿Queda bien entendido?
Sí, señor —contestaron todos los presentes.
Bien, pues en caso de que se produzca una militarización, cada uno de vosotros reclutará el máximo número de hombres posible de vuestra tribu, del que os constituiréis en su general. Luego os reuniréis con el ejército regular en el lugar que se os indique. Espero que haya quedado bien claro.
Los jefes tribales asintieron a las palabras de Medulio. Después de una copiosa recepción con todos ellos, cada uno de ellos regresó a su territorio. Finalizada la celebración, el general se reunió con su lugarteniente para comunicarle los acuerdos a los que había llegado con los jefes de las tribus. Clouto se alegró de que la reunión hubiera sido satisfactoria y felicitó a su jefe por su nuevo cargo. A continuación Medulio se retiró a descansar al lado de su familia. Cuando vio a Elba, la estrechó entre sus brazos y la besó afectuosamente.
¿Cómo ha ido la reunión, cariño? —le preguntó ésta con ansiedad no exenta de impaciencia.
Muy bien —respondió él—. Casi mejor de lo que esperaba. Bueno, al principio hubo algo de oposición por parte de alguno, sobre todo por parte del jefe de los brigaecinos. El gallito nos ha salido un poco respondón. No me fío mucho de él. Pero, en general, parece que todos han aceptado bastante bien mi propuesta.
Así, ¿han aceptado que seas su caudillo?
Sí, amor mío —le dio un beso—. De entrada se opusieron todos, pero no tardé en convencerlos. Después de mis argumentos y razones, todos aceptaron mi propuesta. Cariño, ya soy el jefe político y militar de todos los astures.
¡Enhorabuena, amor mío! —ambos se fundieron en un prolongado beso y abrazo. Vino a sacarlos de su idilio la entrada de la niña.
¡Hola, padre! —saludó al llegar junto a ellos—. ¡Mira lo que he encontrado!
La niña mostraba a sus padres algo que llevaban en sus manitas. Su padre, al verla, se desprendió de los brazos de su mujer y tomó a Alda en los suyos. Después le dio varios besos, al tiempo que le hacía carantoñas y fiestas. La niña reía y gritaba a un tiempo. Padres e hija se sentían felices mientras disfrutaban de aquel momento de dicha.


© Julio Noel 


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