19
Tres años habían
transcurrido desde la batalla de Bedunia.
La presión de los
romanos sobre los cántabros y astures se acentuaba cada vez más. El
propio Octavio Augusto se había trasladado hasta Hispania para
dirigir la guerra. Estableció sus reales en Segisama,
desde donde
dirigiría todas las operaciones militares para derrotar
definitivamente a los cántabros. El movimiento de tropas era
inmenso. Hasta setenta u ochenta mil hombres. La maquinaria de guerra
era aplastante. No obstante, los montañeses resistían sus ataques.
La guerra se presentía larga.
Medulio estaba inquieto.
Sabedor de los movimientos de los romanos contra el pueblo cántabro,
era consciente que no tardarían en enfrentarse a ellos también.
Había que tomar medidas urgentes. El número de soldados que tenía
en su campamento era insuficiente para hacer frente a un combate de
aquella magnitud. Era necesario aumentar los efectivos militares.
Para ello tendría que reunir a los jefes de las tribus. Había que
organizarse o perecerían irremisiblemente ante una embestida de los
romanos.
—Clouto, convoca una reunión
con todos los jefes de tribu —le dijo a su lugarteniente.
—A la orden, mi general,
pero no será nada fácil. Algunos puede que se resistan a asistir.
Ya sabes que hay cierto descontento por parte de alguno de ellos.
—Transmite en esa orden que
es de vital importancia este encuentro para la supervivencia de
nuestro pueblo. Es más, la cursarás también a las tribus
transmontanas.
—De acuerdo, mi general, así
se hará, aunque no estoy seguro que sea acatada por todos.
Medulio mostraba ciertos
signos de ira y desesperación ante los reparos que su lugarteniente
le ponía. Se levantó de su asiento y empezó a dar vueltas por la
tienda con señales de gran nerviosismo.
—Ya
sé que no tengo autoridad sobre los civiles, pero en esa orden les
harás saber a todos los jefes de tribus cismontanas que el que no
acuda a esta reunión será ejecutado.
—Pero, mi general, esto
puede provocar una sublevación.
—Puede
que sí, pero no tengo otra alternativa. Y ahora haz que se cumplan
mis órdenes.
—Sí,
señor.
Clouto
puso inmediatamente en marcha los dispositivos necesarios para que la
orden de su comandante en jefe llegara a todos los rincones del
territorio astur. Envió emisarios a todos y cada uno de los jefes
cismontanos y también a los transmontanos, aunque para éstos la
orden no era tan severa. Pasadas un par de semanas, ya se hallaban
congregados en el campamento del Tortus
todos los jefes
tribales de los astures cismontanos y tres transmontanos, que
representaban a las tres principales gens
de aquella zona del
territorio. La mayor parte de los asistentes eran los mismos que se
habían reunido allí años atrás con Elaeso. Tan sólo faltaban
Alán, que había fallecido recientemente, y el jefe de los
brigaecinos, que había sido relevado por Fusco. Todos los demás ya
conocían el lugar y recordaban el concejo
allí celebrado para crear precisamente aquel campamento.
—Bien, señores —comenzó
a decir Medulio—, os he convocado aquí a todos, porque la
situación es muy grave.
—Será todo lo grave que
quieras —interrumpió Fusco—, pero tú no tienes autoridad sobre
nosotros y no nos puedes obligar a acudir aquí bajo presiones y
amenazas, como has hecho.
—Bien dicho —aplaudieron
algunos jefes más.
Medulio clavó su fulgurante
mirada en Fusco como si quisiera atravesarlo con ella. Éste se quedó
como petrificado. Los demás que habían secundado su intervención
no sabían dónde esconderse. Todos comprendieron que el general
estaba enfurecido, que no estaba para bromas ni para disensiones.
—Como os decía —continuó—,
la situación es muy grave. Debemos tomar urgentemente medidas
drásticas para hacer frente al ejército invasor. En ello nos va la
vida. Como veo que aquí hay más de uno que quiere ser gallito, lo
primero que os voy a proponer es que a partir de este momento yo seré
el caudillo de todos vosotros. ¿Estáis de acuerdo?
Un murmullo general recorrió
el concejo.
Ninguno se lo esperaba. Aquella propuesta sorprendió a todos.
Nombrar un caudillo significaba que ellos perdían autoridad y
autonomía, que casi ninguno estaba dispuesto a ceder. Medulio se
había propasado en sus aspiraciones, según ellos. ¿Cómo se
atrevía a erigirse en jefe no sólo militar sino civil de todos los
astures? No podía ser. La mayoría no estaban dispuestos a ceder
atribuciones.
—Bien, señores, ¿qué
decidís? —preguntó Medulio al ver que los jefes seguían
conversando entre ellos sin dar una respuesta.
—Bueno, estamos deliberando
—arguyó el jefe de los lancienses—. La propuesta nos ha pillado
por sorpresa. Queríamos comentarla más despacio.
—No hay nada que comentar
—replicó Medulio—. Estamos ante las puertas de un ataque en
serio de los romanos. Ellos, además de ser muy superiores a
nosotros, están perfectamente organizados. Por si eso fuera poco, ha
venido personalmente a dirigir la guerra Octavio Augusto, su jefe
supremo. ¿Creéis que nosotros, pocos y desorganizados, vamos a
poder vencerlos? Ni lo soñéis. Necesitamos aumentar nuestros
efectivos. Necesitamos organizarnos. Y para eso hay que nombrar a
alguien que lo organice y dirija todo. Decidme, ¿alguien de vosotros
es capaz de hacerlo?
Todos permanecieron en
silencio. Se daban cuenta que Medulio tenía razón. Sin un jefe
supremo, desorganizados cada uno por su lado, poco podrían
conseguir. Después de unos breves comentarios entre ellos, el jefe
de los lancienses volvió a hablar en nombre de todos.
—Creemos que tienes razón,
Medulio. Necesitamos a alguien que nos coordine y dirija a todos y
pensamos que la persona más idónea para hacerlo eres tú. Así que
estamos de acuerdo con que tú seas nuestro caudillo.
Un murmullo general cundió
por la asamblea. A pesar de que todos estaban de acuerdo, sin embargo
no dejaba de haber ciertas reticencias, sobre todo por parte de
Fusco. Poco a poco los demás lo fueron convenciendo hasta que
terminó por aceptar el nombramiento de Medulio como caudillo de
todos los astures.
—Ahora quiero pediros otro
favor —continuó Medulio—. Tenéis que proporcionarme más
hombres. Dispongo de seis mil. Debería tener unos doce mil, que es
el equivalente aproximado a dos legiones romanas. Así que
necesitaría incrementar mis efectivos en otros seis mil hombres.
Nuevo murmullo entre los
asistentes. Todos se resistían a aportar más hombres para el
ejército. Ésta era la tercera leva que se hacía. Sus tribus
estaban diezmadas. Cada vez quedaban menos hombres en ellas.
—Os recuerdo que el ejército
romano que ha declarado la guerra a nuestros vecinos cántabros
cuenta con un total de unos setenta u ochenta mil soldados. Si nos
atacaran a nosotros con ese número, nos aplastarían como a gusanos.
Considero que un ejército profesional de unos doce mil hombres sería
lo mínimo que debería tener para hacer frente a un ejército bien
organizado, como es el de los romanos.
—¿Y crees que con doce mil
hombres podrías hacer frente a un ejército así? —interpeló el
jefe de los zoelas.
—Claro que no —contestó
Medulio—. Ése es el ejército regular que considero
imprescindible. En caso de guerra, tendréis que aportar el mayor
número de hombres posible de vuestras tribus. No deberíamos
enfrentarnos al ejército romano con menos de treinta o cuarenta mil
combatientes.
—¿De dónde vamos a sacar
todos esos hombres? —preguntó el jefe de los iburros.
—De vuestras tribus.
—Pero, ¡si no somos tantos!
—replicó aquél.
—Sí somos —le ratificó
Medulio—. Además, están nuestros hermanos transmontanos que
también pueden enviarnos tropas.
—Así lo haremos en caso de
guerra —comentó el jefe de los pésicos.
Un breve silencio se interpuso
entre los reunidos. Poco a poco se animó la conversación entre
ellos, hasta que el general, ya caudillo, interrumpió su charla.
—Una última consideración
quiero haceros antes de dar por terminada esta asamblea —los
asistentes permanecieron expectantes—. En caso de declaración de
guerra, todos los varones capaces de empuñar las armas quedarán
militarizados en el acto. Eso quiere decir que nadie que sea llamado
a la guerra podrá negarse, bajo pena de muerte de no hacerlo.
Vosotros, como jefes de vuestras tribus, seréis los únicos
responsables de que esa orden se cumpla. Quien no lo hiciere, caería
en la mayor de las ignominias, aparte de que sería ejecutado
inexorablemente. ¿Queda bien entendido?
—Sí, señor —contestaron
todos los presentes.
—Bien, pues en caso de que
se produzca una militarización, cada uno de vosotros reclutará el
máximo número de hombres posible de vuestra tribu, del que os
constituiréis en su general. Luego os reuniréis con el ejército
regular en el lugar que se os indique. Espero que haya quedado bien
claro.
Los jefes tribales asintieron
a las palabras de Medulio. Después de una copiosa recepción con
todos ellos, cada uno de ellos regresó a su territorio. Finalizada
la celebración, el general se reunió con su lugarteniente para
comunicarle los acuerdos a los que había llegado con los jefes de
las tribus. Clouto se alegró de que la reunión hubiera sido
satisfactoria y felicitó a su jefe por su nuevo cargo. A
continuación Medulio se retiró a descansar al lado de su familia.
Cuando vio a Elba, la estrechó entre sus brazos y la besó
afectuosamente.
—¿Cómo ha ido la reunión,
cariño? —le preguntó ésta con ansiedad no exenta de impaciencia.
—Muy bien —respondió él—.
Casi mejor de lo que esperaba. Bueno, al principio hubo algo de
oposición por parte de alguno, sobre todo por parte del jefe de los
brigaecinos. El gallito nos ha salido un poco respondón. No me fío
mucho de él. Pero, en general, parece que todos han aceptado
bastante bien mi propuesta.
—Así, ¿han aceptado que
seas su caudillo?
—Sí, amor mío —le dio un
beso—. De entrada se opusieron todos, pero no tardé en
convencerlos. Después de mis argumentos y razones, todos aceptaron
mi propuesta. Cariño, ya soy el jefe político y militar de todos
los astures.
—¡Enhorabuena, amor mío!
—ambos se fundieron en un prolongado beso y abrazo. Vino a sacarlos
de su idilio la entrada de la niña.
—¡Hola, padre! —saludó
al llegar junto a ellos—. ¡Mira lo que he encontrado!
La niña mostraba a sus padres
algo que llevaban en sus manitas. Su padre, al verla, se desprendió
de los brazos de su mujer y tomó a Alda en los suyos. Después le
dio varios besos, al tiempo que le hacía carantoñas y fiestas. La
niña reía y gritaba a un tiempo. Padres e hija se sentían felices
mientras disfrutaban de aquel momento de dicha.
© Julio Noel
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