6
Era
el tercer día de la tregua. Ya no sabía qué hacer. Aquellos dos
días se me habían hecho tan largos como dos años. ¡Y pensar que
aún faltaban otros dos! En más de una ocasión sentí el impulso de
acercarme al Igueldo, de merodear por los alrededores de la villa. El
segundo día incluso llegué hasta la playa de La Ondarreta. Desde
allí di la vuelta arrepentido. No convenía quebrantar el pacto y
menos que la madre de Rosa del Mar me viera por allí.
Desesperado daba vueltas
encima de la cama. Tenía un libro en mis manos abierto por la misma
página desde hacía más de una hora. No conseguía leer dos líneas
seguidas sin distraerme. Mi imaginación se había vuelto indómita y
vagaba libremente como potro salvaje. Unos golpecitos en la puerta me
devolvieron a la realidad. Me apresuré a abrir. Era Manolo.
—¿Vienes, ho?
—¿Adónde?
—A tomar unos vasinos. —Me
dieron ganas de darle con la puerta en los morros—. ¿Qué dices,
ho? Hoy ye sábadu. Ye día de ronda.
—Te lo agradezco, Manolo,
pero no me encuentro con ánimo. Además ya viste lo que me ocurrió
el sábado pasado.
—Eso ye la falta de
costumbre. ¡Ya verás cumo esti sábadu nun te pasa, ho!
A punto estuvo de convencerme.
Con cierta habilidad logré rechazar su invitación. De nuevo solo en
mi cuarto, reanudé el hilo de mis sueños. No bien había empezado
cuando me interrumpió una melodiosa voz. Era una voz de mujer.
Entonaba canciones de la época y he de confesar que no lo hacía mal
del todo. Su voz era agradable. Un poco chillona en los altos. En un
principio supuse que se trataría de la misma persona que solía
tañer el violín. Luego dudé de ello. No conjugaba muy bien aquel
tipo de canción ligera con la gravedad de la música del violín.
Poco después lo pude comprobar desde la ventana. Aquella voz
procedía de diferente piso que la música del violín. «¡Vaya!
¡Estamos rodeados de cantores y músicos!», pensé.
Se aproximaba la hora del
almuerzo. Ordené un poco mis cosas antes de ir al comedor. Al llegar
al salón observé que no había nadie. Sentí cierta turbación por
ser el primero. Estuve a punto de regresar a mi habitación, pero me
contuve. Vencida mi indecisión me arrellané en un sofá. Había
varias revistas atrasadas encima de una consola. Tomé una en mis
manos y comencé a hojearla. Su contenido era banal. La dejé a un
lado y tomé otra. Era de idénticas características que la primera.
Las demás parecían tratar poco más o menos de lo mismo. Como no
tenía prisa las fui hojeando una a una. Embebido en esta tarea
estaba cuando entró la madre de la hospedera.
—¡Buenos días, señorito
Raúl!
—Buenos días.
—¡Está usted muy solo!
—Un poco.
—No se preocupe. Pronto
llegarán los demás.
No sé quién le podía haber
dicho que yo estaba preocupado por estar solo. La mujer disponía los
cubiertos para el inminente almuerzo. A pesar de su obesidad se movía
con cierta soltura.
—¡Bueno, ya está dispuesta
la mesa! —exclamó al finalizar.
Se fue presurosa por donde
había venido. El comedor quedó otra vez en silencio. Sólo lo
perturbaba el hojeo continuo de las revistas. No tardó en entrar
alguien. Era el individuo con el que me había topado pocos días
antes en la escalera. Me saludó secamente y se retiró al instante.
«¿Quién será este tipo?», me pregunté yo. Apenas había
terminado de hacerme esta pregunta cuando entró el navarro.
—Hola, Raúl.
—Hola, Carmelo.
—¡Hoy paice que has
madrugao un poco, pues! —me dijo mientras tomaba asiento en un
butacón frente al mío.
—Eso parece —le contesté
yo.
—¿No has querido salir,
pues?
—No. No me encontraba
animado.
—Bien, hombre, bien.
Tomó una revista en sus
manos.
—Vamos a ver qué nos
cuentan aquí, pues —comentó al punto de abrirla.
El silencio se interpuso entre
ambos. No tardó en interrumpirlo la llegada del andaluz.
—¡Bueno día tengan lo
señore!
—Buenos días —le
contestamos nosotros.
—¡Qué! Ehperando er jalá,
¿no?
—¡A ver! ¿A ti que te
paice? —apostilló Carmelo.
El andaluz se sentó junto a
mí.
—Te encuentro argo trihte
—me dijo—. ¡A ti te pasa argo, mushasho! ¿No ehtará enamorao?
Negué
rotundamente, como si se tratara de un crimen. Al mismo tiempo noté
que se me encendían las mejillas y que me alteraba un poco. El
andaluz tenía la virtud de exasperarme.
—¡Uy, uy, uy! ¡Uy, uy, uy!
¿Ha oío, Carmelo? El mushasho ehtá enamorao. Tendremo que
vigilarlo.
Una carcajada estrepitosa
brotó de su garganta. Su aliento hedía. ¡Dios sabe qué habría
comido y bebido por los bares ya!
—¿Y quién e eya? —inquirió
con guasa—. ¡No será arguna prinsesa!
Volvió a reír
desaforadamente.
—¡Deja al pobre chico,
Antonio! Siempre te estás metiendo con él.
—De arguna manera tenemo que
pasar er tiempo, ¿no cree, Carmelo?
—Si, pues. Pero no va a ser
siempre a costa del mismo. Vas a cansar al pobre muchacho.
El andaluz se dirigió de
nuevo a mí.
—¡Oye, Raúl! Dime si te he
molehtao.
Yo guardé silencio. No quería
provocar un altercado. Seguí hojeando la revista que tenía entre
las manos sin ver lo que había en sus páginas. La verdad, estaba
algo molesto. Las bromas del andaluz me resultaban un poco pesadas.
Estaba colmando mi paciencia y no sabía si podría aguantar mucho
más.
La madre de la hospedera
volvió a entrar en aquel momento. Portaba una pila de platos.
—Buenos días.
—Buenos días, señora María
—le contestaron.
—Veo que ya están casi
todos. ¿Quieren que les vaya sirviendo la sopa o prefieren esperar
un poco más?
—No, ehperamo un poco, señá
María —contestó el andaluz por todos.
La oronda mujer distribuía
los vasos en la mesa.
—¡Buenas nos dé Dios!
—saludó Manolo al entrar.
—¡Santa y buena!
El andaluz estaba siempre
dispuesto a contestar.
—¡Mira qué bien! —Exclamó
la señora María—. Ya está aquí Manolo. ¿Ha venido Luis con
usted?
—Sí, entró un momento a la
habitación.
—Bien, entonces voy a servir
la sopa.
El almuerzo transcurrió en
armonía. Apenas hablábamos. El que se mostraba más locuaz era el
andaluz, como de costumbre. No podía estar callado dos minutos. Los
demás de tanto en tanto reíamos alguna de sus gracias. Apenas
habíamos terminado los postres cuando se marcharon los asturianos.
Mientras comíamos me habían invitado a que los acompañara. Pero
decliné su invitación. Prefería quedarme en casa.
—¡Hasta
luego a todos! —saludaron mientras abandonaban precipitadamente el
comedor.
—¿Adónde vai tan deprisa?
¡Dejái a uno con er úrtimo bocao en la boca!
—Vamus a divertinos.
—¡Haséi bien! ¡Aproveshar
ahora que soi jóvene!
No bien habían marchado los
asturianos cuando entró en el comedor el tipo de antes. Nos saludó
lacónicamente. Se acercó al mueble que llenaba el fondo del salón
como para buscar algo. No tardó en retirarse despidiéndose con un
breve saludo.
—¿Qué se le habrá perdío
a éhte hoy por aquí?
—¿Y quién lo sabe?
—Eh ehtraño que ande por
aquí a ehta hora.
—No es muy normal, pues, no.
Yo seguía el comentario de
mis dos compañeros sin acertar a descifrarlo del todo. Intuía que
se trataba del marido de la hospedera. ¿Quién otro podía ser?
—¡Vaya vida que yevan! Er
tío no duerme casi nunca en casa. ¡Meno mal que la mujer tiene al
otro pa consolarse!
—Sí, la pobre Anita ha
debido sufrir mucho. Aunque no sé yo, pues, quién tendrá la culpa.
—¡La curpa e de ér,
hombre! Ér e un bala perdía. ¡Mira que no le fartaba má que un
curso pa terminar la carrera de medisina y lo dejó!
—Él creo que ejerce, pues,
¿no?
—¡Qué va a ejerser,
hombre, qué va a ejerser! Mientra no tenga er título no puee
ejerser.
—¡Sí que es lástima,
pues!
Claro que e láhtima. Pero er
tío eh un vago que no quiere haser na. Se casó con la mujer pa que
lo mantuviera.
—¡Qué cara!
—¡Digo!
¡Hay tío con suerte! Ahora que meno mal que su mujer eh una santa.
Ha cargao con todo er peso de la casa a su ehparda.
—¡Hombre, una santa, una
santa…! No diría yo tanto, pues. Él se la pega a ella, pero ella
tampoco se queda de brazos cruzaos.
—¿Y qué quiere que haga,
Carmelo? Si ér la abandona, eya hase bien buhcándose otro.
—¡Hombre, no sé, pues! En
mi tierra eso no está muy bien visto, pues.
—¡En tu tierra porque son
toos uno santurrone!
Yo había seguido con cierto
interés la conversación. No es que me importara la vida de los
hospederos. ¡Allá ellos con su conciencia! Era simple curiosidad.
Quizá una curiosidad malsana. Pero tampoco había sido yo quien
había provocado aquella charla.
Me
despedí de los dos compañeros antes de retirarme a mi habitación.
Ellos continuaban comentando la vida de los hospederos. Tendido en la
cama, acudieron a mi mente un sinnúmero de reflexiones acerca de
aquel incidente. No comprendía cómo podían llegar a tal extremo
dos personas que se amaban, si se amaban realmente. Era casi
imposible. Claro que los sentimientos tampoco tienen por qué ser
eternos, ni constantes. Mi mente no admitía tan fácilmente una
rotura así. ¿A qué se podía deber tal situación? ¿A un simple
cambio de sentimientos? Tal vez no. Yo más bien lo atribuiría a la
falta de amor sincero. A una falta de comprensión mutua y una
auténtica sinceridad entre ambos. No de otro modo se pueden explicar
estas situaciones.
¿Y los niños? ¿Cuál era la
situación de los hijos en aquella familia destruida por la base?
Supongo que no muy buena. Mientras no se dieran cuenta de lo que
pasaba, muy bien. El problema vendría más adelante. Cuando
empezaran a comprender lo que ocurría entre sus padres. ¿Qué
sucedería entonces? Mejor no pensarlo.
Inconscientemente comencé a
pensar en Rosa del Mar. ¿Nos ocurriría a nosotros lo mismo si nos
casáramos alguna vez? Era imposible predecirlo.
A media tarde salí a dar un
paseo. Me sentía agobiado de estar en mi habitación. Necesitaba
salir a la calle. Respirar aire puro. Verme y sentirme libre.
Para no caer en la tentación
de acercarme al Igueldo, inicié mi paseo en sentido contrario. Seguí
la carretera de Madrid hasta dejar la ciudad atrás. La circulación
era bastante intensa. El ruido de los coches resultaba muy molesto.
Al llegar a la altura de un angosto camino me desvié por él. No
tardé en hallarme lejos de la carretera y sus ruidos. Dejé
transcurrir las últimas horas de la tarde paseando entre prados y
huertas. Horas interminables, aburridas.
Cuando el sol se ocultaba
entre las montañas, inicié el camino de regreso a casa. Al llegar a
la pensión la noche se había adueñado ya de todo. Una suave brisa
hería mi cara.
Me encerré en mi habitación
y allí permanecí hasta la hora de cenar. Mientras cenábamos Manolo
me convenció para que los acompañara al cine. Me llevaron a ver una
divertida película de Cantinflas. Un
Quijote sin Mancha
creo recordar que se titulaba. La entretenida comedia hizo que me
olvidara de mí mismo. Al finalizar la función los asturianos me
animaron a seguir la juerga.
—¡Pa dónde quieres dir,
ho? —Inquirió Manolo—. ¿Nun me digas que ya quieres dir pa la
cama?
—Bueno…, yo…
—¡Nada,
nada! Hoy ye sábadu y hay que lo aprovechar. ¿Pa dónde vamos,
Luis?
—Vamos pa la Parte Vieja.
Los asturianos me condujeron a
la zona indicada. Nada más llegar entramos en uno de los muchos
bares que por allí había.
—¿Qué vas a beber, ho? —me
preguntó Luis.
—Me da igual —contesté yo
por no decirle que prefería no beber nada.
—¿Apetezte una sidrina, ho?
Ni una sidrina
ni nada. Pero acepté.
—Bueno —musité con
indiferencia.
—¡Ponnos una sidra de
Villaviciosa! —gritó Luis al camarero.
Aquí sólo tenemos sidra del
país, caballero.
—¡Meca, ho! ¡Nun tienen
sidra de Asturies…! Bueno, ye igual. Ponnos una botella de la que
tengas y un vasu grande. Tengo ganes de beber unus culines.
Descorcharon la primera
botella y comenzamos a beber. Luis se cuidaba de escanciarla. Y en
honor a la verdad tengo que decir que lo hacía muy bien, como buen
asturiano. La botella en alto, por encima de la cabeza, y el vaso
bajo, asido con la otra mano. Tenía cierto arte aquello.
—Gústate cómu lo fago, ho?
Yo lo contemplaba extasiado.
—Si quieres puedes probalo
tú también.
—No, no. No caería una sola
gota en el vaso.
—Tien ciencia facelu, nun
creas —comentó Manolo.
Terminamos aquella botella y
Manolo pidió otra. La abrió y comenzó a escanciar su contenido.
Quedé asombrado. Si Luis lo hacía bien, Manolo diría que lo
superaba.
—Toma, prueba esti culín a
ver si sábete igual que los otros.
Degusté la sidra que Manolo
me ofrecía sin notar diferencia alguna con las anteriores
degustaciones.
—¿Sábete mejor, ho?
Hice un gesto ambiguo.
—¡Meca! ¡Tú nun sabes lo
que ye buenu! ¡Debes tener el gustu atrofiau, ho!
Escanció otro poco.
—¡Pruébala tú, Luis, a
ver si notes la diferencia!
—Ta mejor, sí, ho —comentó
Luis después de apurar el contenido del vaso de una vez—. Tú
siempre has sabido tirar bien la sidra.
Los asturianos seguían
escanciando sidra y bebiendo. Yo me había negado ya en varias
ocasiones. Mi cuerpo no admitía más. Cuando abandonamos el local,
quedaban cuatro botellas vacías sobre la barra. De aquel bar pasamos
a otro y de éste a otro y a otro y a otro. En total no sé cuántos
recorrimos. Ocho o diez por lo menos. Los asturianos en todos ellos
bebieron su parte. En mi vida había visto beber tanto. Y no estaban
ebrios. Un poco alegres, eso sí. Pero nada más. ¡Qué resistencia
la suya!
De madrugada regresamos a
casa. Mis piernas casi no me sostenían. Me encontraba cansado y
rendido por el sueño. No hice más que entrar en mi cuarto y
acostarme.
A la mañana siguiente me
desperté tarde. Era casi mediodía. Me levanté con la boca seca y
amargosa. La lengua blanquecina. El semblante pálido. Era evidente
que mi organismo no estaba hecho para la bebida.
Salí de mi habitación sólo
para comer. Después del almuerzo me encerré en mi cuarto otra vez.
No me sentía con ánimo para salir a la calle. Me acosté sobre la
cama y poco después me quedé dormido. Cuando me desperté era media
tarde. Me arreglé un poco antes de salir a tomar el aire.
Comencé a caminar sin rumbo
fijo. Cuando quise darme cuenta estaba al pie del Igueldo. Una
terrible lucha se desencadenó en mi interior. Sentía en mí algo
superior a mis fuerzas que me impulsaba a seguir adelante. Por otra
parte mi razón me decía que no debía continuar. Así permanecí
largo rato. Al final venció la misteriosa fuerza. Me puse en camino
hacia la villa de mi adorada. Avanzaba con pasos sigilosos, mirando
hacia todas partes, como ladrón que trata de hurtar algo. Ya próximo
a la villa quise retroceder, pero una fuerza interior me obligó a
seguir adelante. Cuando comencé a vislumbrar la casa, extremé mis
precauciones. Todo fue en vano. Sus puertas y celosías estaban
cerradas a cal y canto. No se veía a nadie por sus alrededores.
Proseguí mi camino hacia
delante. Poco después me recosté sobre el muro de la carretera y
durante horas, antes de regresar a la pensión, dejé que mi vista se
perdiera en la inmensidad del mar y mi imaginación en el piélago de
mis pensamientos.
© Julio Noel
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