martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 6





                                                                      6



          Era el tercer día de la tregua. Ya no sabía qué hacer. Aquellos dos días se me habían hecho tan largos como dos años. ¡Y pensar que aún faltaban otros dos! En más de una ocasión sentí el impulso de acercarme al Igueldo, de merodear por los alrededores de la villa. El segundo día incluso llegué hasta la playa de La Ondarreta. Desde allí di la vuelta arrepentido. No convenía quebrantar el pacto y menos que la madre de Rosa del Mar me viera por allí.
Desesperado daba vueltas encima de la cama. Tenía un libro en mis manos abierto por la misma página desde hacía más de una hora. No conseguía leer dos líneas seguidas sin distraerme. Mi imaginación se había vuelto indómita y vagaba libremente como potro salvaje. Unos golpecitos en la puerta me devolvieron a la realidad. Me apresuré a abrir. Era Manolo.
¿Vienes, ho?
¿Adónde?
A tomar unos vasinos. —Me dieron ganas de darle con la puerta en los morros—. ¿Qué dices, ho? Hoy ye sábadu. Ye día de ronda.
Te lo agradezco, Manolo, pero no me encuentro con ánimo. Además ya viste lo que me ocurrió el sábado pasado.
Eso ye la falta de costumbre. ¡Ya verás cumo esti sábadu nun te pasa, ho!
A punto estuvo de convencerme. Con cierta habilidad logré rechazar su invitación. De nuevo solo en mi cuarto, reanudé el hilo de mis sueños. No bien había empezado cuando me interrumpió una melodiosa voz. Era una voz de mujer. Entonaba canciones de la época y he de confesar que no lo hacía mal del todo. Su voz era agradable. Un poco chillona en los altos. En un principio supuse que se trataría de la misma persona que solía tañer el violín. Luego dudé de ello. No conjugaba muy bien aquel tipo de canción ligera con la gravedad de la música del violín. Poco después lo pude comprobar desde la ventana. Aquella voz procedía de diferente piso que la música del violín. «¡Vaya! ¡Estamos rodeados de cantores y músicos!», pensé.
Se aproximaba la hora del almuerzo. Ordené un poco mis cosas antes de ir al comedor. Al llegar al salón observé que no había nadie. Sentí cierta turbación por ser el primero. Estuve a punto de regresar a mi habitación, pero me contuve. Vencida mi indecisión me arrellané en un sofá. Había varias revistas atrasadas encima de una consola. Tomé una en mis manos y comencé a hojearla. Su contenido era banal. La dejé a un lado y tomé otra. Era de idénticas características que la primera. Las demás parecían tratar poco más o menos de lo mismo. Como no tenía prisa las fui hojeando una a una. Embebido en esta tarea estaba cuando entró la madre de la hospedera.
¡Buenos días, señorito Raúl!
Buenos días.
¡Está usted muy solo!
Un poco.
No se preocupe. Pronto llegarán los demás.
No sé quién le podía haber dicho que yo estaba preocupado por estar solo. La mujer disponía los cubiertos para el inminente almuerzo. A pesar de su obesidad se movía con cierta soltura.
¡Bueno, ya está dispuesta la mesa! —exclamó al finalizar.
Se fue presurosa por donde había venido. El comedor quedó otra vez en silencio. Sólo lo perturbaba el hojeo continuo de las revistas. No tardó en entrar alguien. Era el individuo con el que me había topado pocos días antes en la escalera. Me saludó secamente y se retiró al instante. «¿Quién será este tipo?», me pregunté yo. Apenas había terminado de hacerme esta pregunta cuando entró el navarro.
Hola, Raúl.
Hola, Carmelo.
¡Hoy paice que has madrugao un poco, pues! —me dijo mientras tomaba asiento en un butacón frente al mío.
Eso parece —le contesté yo.
¿No has querido salir, pues?
No. No me encontraba animado.
Bien, hombre, bien.
Tomó una revista en sus manos.
Vamos a ver qué nos cuentan aquí, pues —comentó al punto de abrirla.
El silencio se interpuso entre ambos. No tardó en interrumpirlo la llegada del andaluz.
¡Bueno día tengan lo señore!
Buenos días —le contestamos nosotros.
¡Qué! Ehperando er jalá, ¿no?
¡A ver! ¿A ti que te paice? —apostilló Carmelo.
El andaluz se sentó junto a mí.
Te encuentro argo trihte —me dijo—. ¡A ti te pasa argo, mushasho! ¿No ehtará enamorao?
Negué rotundamente, como si se tratara de un crimen. Al mismo tiempo noté que se me encendían las mejillas y que me alteraba un poco. El andaluz tenía la virtud de exasperarme.
¡Uy, uy, uy! ¡Uy, uy, uy! ¿Ha oío, Carmelo? El mushasho ehtá enamorao. Tendremo que vigilarlo.
Una carcajada estrepitosa brotó de su garganta. Su aliento hedía. ¡Dios sabe qué habría comido y bebido por los bares ya!
¿Y quién e eya? —inquirió con guasa—. ¡No será arguna prinsesa!
Volvió a reír desaforadamente.
¡Deja al pobre chico, Antonio! Siempre te estás metiendo con él.
De arguna manera tenemo que pasar er tiempo, ¿no cree, Carmelo?
Si, pues. Pero no va a ser siempre a costa del mismo. Vas a cansar al pobre muchacho.
El andaluz se dirigió de nuevo a mí.
¡Oye, Raúl! Dime si te he molehtao.
Yo guardé silencio. No quería provocar un altercado. Seguí hojeando la revista que tenía entre las manos sin ver lo que había en sus páginas. La verdad, estaba algo molesto. Las bromas del andaluz me resultaban un poco pesadas. Estaba colmando mi paciencia y no sabía si podría aguantar mucho más.
La madre de la hospedera volvió a entrar en aquel momento. Portaba una pila de platos.
Buenos días.
Buenos días, señora María —le contestaron.
Veo que ya están casi todos. ¿Quieren que les vaya sirviendo la sopa o prefieren esperar un poco más?
No, ehperamo un poco, señá María —contestó el andaluz por todos.
La oronda mujer distribuía los vasos en la mesa.
—¡Buenas nos dé Dios! —saludó Manolo al entrar.
¡Santa y buena!
El andaluz estaba siempre dispuesto a contestar.
¡Mira qué bien! —Exclamó la señora María—. Ya está aquí Manolo. ¿Ha venido Luis con usted?
Sí, entró un momento a la habitación.
Bien, entonces voy a servir la sopa.
El almuerzo transcurrió en armonía. Apenas hablábamos. El que se mostraba más locuaz era el andaluz, como de costumbre. No podía estar callado dos minutos. Los demás de tanto en tanto reíamos alguna de sus gracias. Apenas habíamos terminado los postres cuando se marcharon los asturianos. Mientras comíamos me habían invitado a que los acompañara. Pero decliné su invitación. Prefería quedarme en casa.
—¡Hasta luego a todos! —saludaron mientras abandonaban precipitadamente el comedor.
—¿Adónde vai tan deprisa? ¡Dejái a uno con er úrtimo bocao en la boca!
Vamus a divertinos.
¡Haséi bien! ¡Aproveshar ahora que soi jóvene!
No bien habían marchado los asturianos cuando entró en el comedor el tipo de antes. Nos saludó lacónicamente. Se acercó al mueble que llenaba el fondo del salón como para buscar algo. No tardó en retirarse despidiéndose con un breve saludo.
—¿Qué se le habrá perdío a éhte hoy por aquí?
¿Y quién lo sabe?
Eh ehtraño que ande por aquí a ehta hora.
No es muy normal, pues, no.
Yo seguía el comentario de mis dos compañeros sin acertar a descifrarlo del todo. Intuía que se trataba del marido de la hospedera. ¿Quién otro podía ser?
¡Vaya vida que yevan! Er tío no duerme casi nunca en casa. ¡Meno mal que la mujer tiene al otro pa consolarse!
Sí, la pobre Anita ha debido sufrir mucho. Aunque no sé yo, pues, quién tendrá la culpa.
¡La curpa e de ér, hombre! Ér e un bala perdía. ¡Mira que no le fartaba má que un curso pa terminar la carrera de medisina y lo dejó!
Él creo que ejerce, pues, ¿no?
¡Qué va a ejerser, hombre, qué va a ejerser! Mientra no tenga er título no puee ejerser.
¡Sí que es lástima, pues!
Claro que e láhtima. Pero er tío eh un vago que no quiere haser na. Se casó con la mujer pa que lo mantuviera.
¡Qué cara!
—¡Digo! ¡Hay tío con suerte! Ahora que meno mal que su mujer eh una santa. Ha cargao con todo er peso de la casa a su ehparda.
¡Hombre, una santa, una santa…! No diría yo tanto, pues. Él se la pega a ella, pero ella tampoco se queda de brazos cruzaos.
¿Y qué quiere que haga, Carmelo? Si ér la abandona, eya hase bien buhcándose otro.
¡Hombre, no sé, pues! En mi tierra eso no está muy bien visto, pues.
¡En tu tierra porque son toos uno santurrone!
Yo había seguido con cierto interés la conversación. No es que me importara la vida de los hospederos. ¡Allá ellos con su conciencia! Era simple curiosidad. Quizá una curiosidad malsana. Pero tampoco había sido yo quien había provocado aquella charla.
Me despedí de los dos compañeros antes de retirarme a mi habitación. Ellos continuaban comentando la vida de los hospederos. Tendido en la cama, acudieron a mi mente un sinnúmero de reflexiones acerca de aquel incidente. No comprendía cómo podían llegar a tal extremo dos personas que se amaban, si se amaban realmente. Era casi imposible. Claro que los sentimientos tampoco tienen por qué ser eternos, ni constantes. Mi mente no admitía tan fácilmente una rotura así. ¿A qué se podía deber tal situación? ¿A un simple cambio de sentimientos? Tal vez no. Yo más bien lo atribuiría a la falta de amor sincero. A una falta de comprensión mutua y una auténtica sinceridad entre ambos. No de otro modo se pueden explicar estas situaciones.
¿Y los niños? ¿Cuál era la situación de los hijos en aquella familia destruida por la base? Supongo que no muy buena. Mientras no se dieran cuenta de lo que pasaba, muy bien. El problema vendría más adelante. Cuando empezaran a comprender lo que ocurría entre sus padres. ¿Qué sucedería entonces? Mejor no pensarlo.
Inconscientemente comencé a pensar en Rosa del Mar. ¿Nos ocurriría a nosotros lo mismo si nos casáramos alguna vez? Era imposible predecirlo.
A media tarde salí a dar un paseo. Me sentía agobiado de estar en mi habitación. Necesitaba salir a la calle. Respirar aire puro. Verme y sentirme libre.
Para no caer en la tentación de acercarme al Igueldo, inicié mi paseo en sentido contrario. Seguí la carretera de Madrid hasta dejar la ciudad atrás. La circulación era bastante intensa. El ruido de los coches resultaba muy molesto. Al llegar a la altura de un angosto camino me desvié por él. No tardé en hallarme lejos de la carretera y sus ruidos. Dejé transcurrir las últimas horas de la tarde paseando entre prados y huertas. Horas interminables, aburridas.
Cuando el sol se ocultaba entre las montañas, inicié el camino de regreso a casa. Al llegar a la pensión la noche se había adueñado ya de todo. Una suave brisa hería mi cara.
Me encerré en mi habitación y allí permanecí hasta la hora de cenar. Mientras cenábamos Manolo me convenció para que los acompañara al cine. Me llevaron a ver una divertida película de Cantinflas. Un Quijote sin Mancha creo recordar que se titulaba. La entretenida comedia hizo que me olvidara de mí mismo. Al finalizar la función los asturianos me animaron a seguir la juerga.
¡Pa dónde quieres dir, ho? —Inquirió Manolo—. ¿Nun me digas que ya quieres dir pa la cama?
Bueno…, yo…
—¡Nada, nada! Hoy ye sábadu y hay que lo aprovechar. ¿Pa dónde vamos, Luis?
Vamos pa la Parte Vieja.
Los asturianos me condujeron a la zona indicada. Nada más llegar entramos en uno de los muchos bares que por allí había.
¿Qué vas a beber, ho? —me preguntó Luis.
Me da igual —contesté yo por no decirle que prefería no beber nada.
¿Apetezte una sidrina, ho?
Ni una sidrina ni nada. Pero acepté.
Bueno —musité con indiferencia.
¡Ponnos una sidra de Villaviciosa! —gritó Luis al camarero.
Aquí sólo tenemos sidra del país, caballero.
¡Meca, ho! ¡Nun tienen sidra de Asturies…! Bueno, ye igual. Ponnos una botella de la que tengas y un vasu grande. Tengo ganes de beber unus culines.
Descorcharon la primera botella y comenzamos a beber. Luis se cuidaba de escanciarla. Y en honor a la verdad tengo que decir que lo hacía muy bien, como buen asturiano. La botella en alto, por encima de la cabeza, y el vaso bajo, asido con la otra mano. Tenía cierto arte aquello.
Gústate cómu lo fago, ho?
Yo lo contemplaba extasiado.
Si quieres puedes probalo tú también.
No, no. No caería una sola gota en el vaso.
Tien ciencia facelu, nun creas —comentó Manolo.
Terminamos aquella botella y Manolo pidió otra. La abrió y comenzó a escanciar su contenido. Quedé asombrado. Si Luis lo hacía bien, Manolo diría que lo superaba.
Toma, prueba esti culín a ver si sábete igual que los otros.
Degusté la sidra que Manolo me ofrecía sin notar diferencia alguna con las anteriores degustaciones.
¿Sábete mejor, ho?
Hice un gesto ambiguo.
¡Meca! ¡Tú nun sabes lo que ye buenu! ¡Debes tener el gustu atrofiau, ho!
Escanció otro poco.
¡Pruébala tú, Luis, a ver si notes la diferencia!
Ta mejor, sí, ho —comentó Luis después de apurar el contenido del vaso de una vez—. Tú siempre has sabido tirar bien la sidra.
Los asturianos seguían escanciando sidra y bebiendo. Yo me había negado ya en varias ocasiones. Mi cuerpo no admitía más. Cuando abandonamos el local, quedaban cuatro botellas vacías sobre la barra. De aquel bar pasamos a otro y de éste a otro y a otro y a otro. En total no sé cuántos recorrimos. Ocho o diez por lo menos. Los asturianos en todos ellos bebieron su parte. En mi vida había visto beber tanto. Y no estaban ebrios. Un poco alegres, eso sí. Pero nada más. ¡Qué resistencia la suya!
De madrugada regresamos a casa. Mis piernas casi no me sostenían. Me encontraba cansado y rendido por el sueño. No hice más que entrar en mi cuarto y acostarme.
A la mañana siguiente me desperté tarde. Era casi mediodía. Me levanté con la boca seca y amargosa. La lengua blanquecina. El semblante pálido. Era evidente que mi organismo no estaba hecho para la bebida.
Salí de mi habitación sólo para comer. Después del almuerzo me encerré en mi cuarto otra vez. No me sentía con ánimo para salir a la calle. Me acosté sobre la cama y poco después me quedé dormido. Cuando me desperté era media tarde. Me arreglé un poco antes de salir a tomar el aire.
Comencé a caminar sin rumbo fijo. Cuando quise darme cuenta estaba al pie del Igueldo. Una terrible lucha se desencadenó en mi interior. Sentía en mí algo superior a mis fuerzas que me impulsaba a seguir adelante. Por otra parte mi razón me decía que no debía continuar. Así permanecí largo rato. Al final venció la misteriosa fuerza. Me puse en camino hacia la villa de mi adorada. Avanzaba con pasos sigilosos, mirando hacia todas partes, como ladrón que trata de hurtar algo. Ya próximo a la villa quise retroceder, pero una fuerza interior me obligó a seguir adelante. Cuando comencé a vislumbrar la casa, extremé mis precauciones. Todo fue en vano. Sus puertas y celosías estaban cerradas a cal y canto. No se veía a nadie por sus alrededores.
Proseguí mi camino hacia delante. Poco después me recosté sobre el muro de la carretera y durante horas, antes de regresar a la pensión, dejé que mi vista se perdiera en la inmensidad del mar y mi imaginación en el piélago de mis pensamientos.


© Julio Noel 


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