jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 16





16



Solsticio de verano. La normalidad reinaba en el campamento militar. La instrucción de los futuros guerreros se desarrollaba satisfactoriamente de acuerdo con las normas establecidas por Elaeso y bajo la supervisión de su hijo. Tranquilidad total. Medulio y su esposa vivían felizmente mientras esperaban la llegada de su primer retoño. Si no surgía ningún contratiempo, el nacimiento se produciría al cabo de un mes. Los futuros padres ansiaban aquel acontecimiento. La llegada de un hijo siempre supone una gran alegría para sus progenitores y más todavía cuando se trata del primero. Medulio y Elba sólo vivían para ese momento.
El día tan ansiado llegó por fin. Elba trajo a este mundo una hermosa niña que no hacía más que llorar. La madre, después de ser atendida por la partera, la atrajo hacia sí para darle el pecho y el calor de su cuerpo. Fue entonces cuando la criatura cesó su llanto. Medulio no cabía en sí de felicidad, aunque él hubiera preferido un varón. Paseaba nervioso e intranquilo por el exterior de la tienda en espera de poder abrazar y besar a su hija. Era uno de los momentos más dichosos de su vida. Desde ese instante ya tenía algo más por lo que vivir y luchar y alguien más por quien desvivirse y preocuparse. Sus padres y sus suegros allí presentes lo contemplaban con ternura y alegría. Ellos también participaban de las emociones de aquel feliz acontecimiento.
Cuando la recién nacida hubo satisfecho su apetito y calmado su llanto, la partera les anunció que podían pasar a verla. En primer lugar lo hizo el padre. Se acercó a Elba y a su hija para abrazarlas a ambas y estrecharlas contra su pecho. Luego tomó en brazos a su retoño, que al instante comenzó a llorar. En ese momento entraron los abuelos para conocer a su nieta y para felicitar a sus hijos. El cuadro era enternecedor. Allí delante tenían aquel pequeño ser que los unía a todos aún más. Todos ellos se abrazaron y se felicitaron mutuamente por el feliz acontecimiento. Luego dejaron a la madre y a la niña solas para que descansaran tranquilamente.
¿Qué nombre le pondremos ? —preguntó Alán nada más salir a la calle.
Genoveva, como su abuela paterna —contestó Elaeso.
Yo preferiría ponerle Ginebra, como su abuela materna —sugirió Medulio.
Pues yo le pondría Jennifer —propuso Ginebra—. Es más sonoro.
Ninguno estaba conforme con el nombre elegido por los demás y nadie se ponía de acuerdo. Después de una larga discusión, de proponer distintos nombres, de aceptar unos y rechazar otros, Genoveva pensó que la madre también tendría algo que decir y a nadie se le había ocurrido preguntárselo. Con dicho propósito se acercaron al lecho. Elba contestó sin vacilar:
Alda. Se llamará Alda como mi hermana desaparecida. Así siempre que la nombre, me la recordará.
Todos se quedaron estupefactos. A ninguno se le había ocurrido ponerle el nombre de la hija desaparecida de Alán y Ginebra. Elba tenía toda la razón. Era el nombre más apropiado que le podía poner a su hija. Elegido el nombre, la discusión quedó zanjada.
Al día siguiente del nacimiento de su hija, Medulio se reincorporó a sus funciones en el campamento militar. Dada la importancia que éstas tenían, decidió romper con la tradición de la covada que tenía su pueblo. No obstante, aprovechó todos los momentos libres que tenía para acercarse a su tienda y pasar junto a su mujer y su hija el mayor tiempo posible. Las estrechaba a ambas y tomaba entre sus brazos a la pequeña para estrecharla aún más contra su pecho y transmitirle así el amor y el afecto que por ella sentía. A su lado las horas se le pasaban sin darse cuenta. Medulio se sentía muy feliz.
La vida transcurría sin mayores sobresaltos en el campamento. Los hombres seguían con su férrea instrucción para estar preparados ante un posible ataque de los romanos. Pero de momento no había amenazas. En el recinto reinaba la tranquilidad. Las mujeres se dedicaban a las labores del hogar o a cultivar el campo. Los niños jugaban y correteaban por entre las tiendas de campaña. Alda comenzaba a dar ya sus primeros pasos.
Hoy la niña ha dado los primeros pasos, Medulio —le comunicó su mujer cuando entraba en la tienda.
¿Qué dices? —contestó él incrédulo.
Pues lo que oyes, que hoy ha dado ya unos pasos.
Pero ¡si sólo tiene doce meses! —comentó él—. Tengo que decírselo a mis padres. Seguro que se alegrarán de saberlo.
Ya lo saben, al menos tu madre, porque estaba aquí conmigo cuando los dio.
Y tus padres, ¿lo saben ya?
Aún no. No he podido decírselo.
Pues después de comer nos acercaremos hasta su casa y les comunicaremos la nueva. Así, de paso, les haremos una visita.

Medulio seguía su rutina militar. Ayudaba a su padre en las tareas de diseñar las estrategias que debían seguir, al tiempo que supervisaba la instrucción y formación de los futuros guerreros. En el campamento todo el mundo lo admiraba y respetaba, no sólo por ser el hijo del comandante en jefe, sino también por su fuerza y temperamento. Trataba a todos con rigor, pero al mismo tiempo con justicia y ecuanimidad. Nunca se le había visto exigir a nadie lo que no era capaz de hacer. Eso sí, siempre exigía el máximo de cada uno. Todo el mundo aceptaba que sucedería en el cargo a su padre, excepto uno, Gordón. Procedía de las montañas cántabras, del territorio de los saelinos. Alto y fuerte, de constitución atlética, aunque no llegaba a las proporciones de Medulio. Era arrogante y orgulloso, y, lo que era peor, envidioso. No aceptaba que Medulio heredara el mandato supremo del ejército simplemente por ser hijo del actual jefe. Él se sentía con tanto derecho como Medulio para ostentar el cargo. Siempre que podía lo desprestigiaba propagando toda clase de infundios contra él. La mayor parte de los compañeros no los creían, pero había un pequeño círculo que daba crédito a estos bulos y hacía piña con el insidioso. Un día Clouto ya no pudo aguantar más y se lo contó a su amigo.
Hola, Medulio. Hace días que deseaba hablar contigo.
¿Por qué? —le preguntó Medulio con cierta despreocupación.
Porque quiero ponerte al corriente de los bulos que corren por ahí contra ti.
¿Qué bulos? —preguntó algo sorprendido Medulio, aunque ya sospechaba algo.
Dicen que sólo eres valiente con los tuyos. Aseguran que no tienes las suficientes dotes de mando como para dirigir el ejército, que hay otros que lo podrían hacer mejor que tú.
¿Y quiénes dicen eso?
Los de siempre. La camarilla de Gordón.
Pues bien, déjalos que lo sigan diciendo. Ya llegará el momento de demostrarles quién está equivocado.
Si la envidia matara, Medulio, ya hace tiempo que te pudrirías bajo tierra.
Ya lo sé, Clouto. Por eso no vamos a hacer caso de esos bulos de momento.
Clouto no estaba muy de acuerdo con la postura de su amigo.
Pero si no los cortas ahora, pueden ir a más y eso puede ser perjudicial para ti.
Correremos el riesgo. De momento quien manda aquí es mi padre. Mientras él mande, no pienso disputar nada a nadie. Cuando cambien las circunstancias, ya veremos quién es el valiente y quién el cobarde. Puedes estar seguro de ello.
Así lo espero, pero mientras tanto procura evitar cualquier encuentro a solas con Gordón y los suyos.
Lo intentaré, Clouto. Te agradezco el consejo.
Los dos amigos continuaron su charla durante algún tiempo más. Luego se despidieron, pues la noche se les estaba echando ya encima.
Un día ocurrió un incidente que podía haber tenido graves consecuencias. Elba lo pudo haber pasado muy mal, y posiblemente hasta su hija, de no haber intervenido a tiempo una patrulla que por casualidad pasaba por delante de su tienda y acudió a los gritos de auxilio que la joven profería. Cuando la patrulla entró en la tienda, descubrieron a un hombre que sujetaba fuertemente a la mujer por el cuello mientras trataba de forzarla. Fue reducido y llevado ante la presencia del comandante en jefe. La patrulla informó de lo ocurrido a su jefe supremo y puso a su disposición al detenido. Éste fue encarcelado a la espera del juicio que se le formaría por los hechos. Cuando llegó Medulio y fue informado del incidente, quiso ver al detenido. Al instante reconoció en él a uno de los secuaces de Gordón. No cabía duda que el felón maquinaba algo, pero Medulio no quiso hacer partícipe de sus sospechas a su padre. De momento, tan sólo había que ser prudente y tomar medidas precautorias. Ya llegaría el día de la represalia.
El detenido fue interrogado al día siguiente en presencia de todo el campamento. Elaeso presidía el interrogatorio en calidad de jefe y por tratarse de un ultraje contra la mujer de su propio hijo.
¿Qué hacías ayer en la tienda de Medulio cuando te detuvieron? —interrogó Elaeso.
El hombre guardó silencio.
¿Por qué intentabas violar a mi nuera?
Nuevo silencio.
¿Quién te manda?
La boca del detenido se había vuelto muda. No profería una sola palabra. Tenía la consigna, como todos los demás que formaban parte de la trama de Gordón, de dejarse matar antes que revelar su secreto. A pesar de ello, muchos sabían por qué lo había hecho y quién se lo había ordenado. Sabían la inquina que Gordón le tenía a Medulio y que era capaz de cualquier cosa por deshonrarlo y desacreditarlo. Incluso era capaz de eliminarlo si se le presentaba la ocasión.
Déjalo, padre, no te dirá nada.
¿Que no dirá nada? ¡Eso ya lo veremos! Esto es un ejército —gritó para que lo oyeran todos— sometido a una disciplina y no voy a tolerar que nadie cometa un delito y se vaya de rositas para su casa. Tampoco voy a aguantar la insolencia de no contestar a lo que se le pregunta. Este hombre será interrogado y torturado si es necesario hasta la muerte. Eso servirá de escarmiento para todos los demás. Y que no me entere yo que hay alguna maquinación detrás de este hecho, porque os juro que el cabecilla y todos sus secuaces serán ejecutados. No consentiré ni un solo brote de infidelidad ni de indisciplina. ¡Queda bien claro!
¡Sí, señor! —contestaron todos, o casi todos, a coro.
Bien, pues que se cumpla el castigo.
Acto seguido ordenó a los esbirros que interrogaran y torturaran sin compasión al reo hasta que confesara los hechos o expirara. No podía permitir que en su ejército hubiera un conato de insumisión o de indisciplina. El reo, como tenía jurado, prefirió la muerte antes que delatar a los suyos. Pero el castigo surtió los efectos deseados por Elaeso. Desde aquel día los rumores desaparecieron. No obstante, a partir de entonces Medulio ordenó hacer guardia permanentemente delante de su tienda y de la de sus padres. No se fiaba de Gordón. Tarde o temprano podía volver a intentarlo.


© Julio Noel 


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