16
Solsticio de verano. La
normalidad reinaba en el campamento militar. La instrucción de los
futuros guerreros se desarrollaba satisfactoriamente de acuerdo con
las normas establecidas por Elaeso y bajo la supervisión de su hijo.
Tranquilidad total. Medulio y su esposa vivían felizmente mientras
esperaban la llegada de su primer retoño. Si no surgía ningún
contratiempo, el nacimiento se produciría al cabo de un mes. Los
futuros padres ansiaban aquel acontecimiento. La llegada de un hijo
siempre supone una gran alegría para sus progenitores y más todavía
cuando se trata del primero. Medulio y Elba sólo vivían para ese
momento.
El día tan ansiado llegó por
fin. Elba trajo a este mundo una hermosa niña que no hacía más que
llorar. La madre, después de ser atendida por la partera, la atrajo
hacia sí para darle el pecho y el calor de su cuerpo. Fue entonces
cuando la criatura cesó su llanto. Medulio no cabía en sí de
felicidad, aunque él hubiera preferido un varón. Paseaba nervioso e
intranquilo por el exterior de la tienda en espera de poder abrazar y
besar a su hija. Era uno de los momentos más dichosos de su vida.
Desde ese instante ya tenía algo más por lo que vivir y luchar y
alguien más por quien desvivirse y preocuparse. Sus padres y sus
suegros allí presentes lo contemplaban con ternura y alegría. Ellos
también participaban de las emociones de aquel feliz acontecimiento.
Cuando la recién nacida hubo
satisfecho su apetito y calmado su llanto, la partera les anunció
que podían pasar a verla. En primer lugar lo hizo el padre. Se
acercó a Elba y a su hija para abrazarlas a ambas y estrecharlas
contra su pecho. Luego tomó en brazos a su retoño, que al instante
comenzó a llorar. En ese momento entraron los abuelos para conocer a
su nieta y para felicitar a sus hijos. El cuadro era enternecedor.
Allí delante tenían aquel pequeño ser que los unía a todos aún
más. Todos ellos se abrazaron y se felicitaron mutuamente por el
feliz acontecimiento. Luego dejaron a la madre y a la niña solas
para que descansaran tranquilamente.
—¿Qué nombre le pondremos
? —preguntó Alán nada más salir a la calle.
—Genoveva, como su abuela
paterna —contestó Elaeso.
—Yo preferiría ponerle
Ginebra, como su abuela materna —sugirió Medulio.
—Pues yo le pondría
Jennifer —propuso Ginebra—. Es más sonoro.
Ninguno
estaba conforme con el nombre elegido por los demás y nadie se ponía
de acuerdo. Después de una larga discusión, de proponer distintos
nombres, de aceptar unos y rechazar otros, Genoveva pensó que la
madre también tendría algo que decir y a nadie se le había
ocurrido preguntárselo. Con dicho propósito se acercaron al lecho.
Elba contestó sin vacilar:
—Alda. Se llamará Alda como
mi hermana desaparecida. Así siempre que la nombre, me la recordará.
Todos se quedaron
estupefactos. A ninguno se le había ocurrido ponerle el nombre de la
hija desaparecida de Alán y Ginebra. Elba tenía toda la razón. Era
el nombre más apropiado que le podía poner a su hija. Elegido el
nombre, la discusión quedó zanjada.
Al día siguiente del
nacimiento de su hija, Medulio se reincorporó a sus funciones en el
campamento militar. Dada la importancia que éstas tenían, decidió
romper con la tradición de la covada que tenía su pueblo. No
obstante, aprovechó todos los momentos libres que tenía para
acercarse a su tienda y pasar junto a su mujer y su hija el mayor
tiempo posible. Las estrechaba a ambas y tomaba entre sus brazos a la
pequeña para estrecharla aún más contra su pecho y transmitirle
así el amor y el afecto que por ella sentía. A su lado las horas se
le pasaban sin darse cuenta. Medulio se sentía muy feliz.
La vida transcurría sin
mayores sobresaltos en el campamento. Los hombres seguían con su
férrea instrucción para estar preparados ante un posible ataque de
los romanos. Pero de momento no había amenazas. En el recinto
reinaba la tranquilidad. Las mujeres se dedicaban a las labores del
hogar o a cultivar el campo. Los niños jugaban y correteaban por
entre las tiendas de campaña. Alda comenzaba a dar ya sus primeros
pasos.
—Hoy la niña ha dado los
primeros pasos, Medulio —le comunicó su mujer cuando entraba en la
tienda.
—¿Qué dices? —contestó
él incrédulo.
—Pues lo que oyes, que hoy
ha dado ya unos pasos.
—Pero ¡si sólo tiene doce
meses! —comentó él—. Tengo que decírselo a mis padres. Seguro
que se alegrarán de saberlo.
—Ya lo saben, al menos tu
madre, porque estaba aquí conmigo cuando los dio.
—Y tus padres, ¿lo saben
ya?
—Aún no. No he podido
decírselo.
—Pues después de comer nos
acercaremos hasta su casa y les comunicaremos la nueva. Así, de
paso, les haremos una visita.
Medulio seguía su rutina
militar. Ayudaba a su padre en las tareas de diseñar las estrategias
que debían seguir, al tiempo que supervisaba la instrucción y
formación de los futuros guerreros. En el campamento todo el mundo
lo admiraba y respetaba, no sólo por ser el hijo del comandante en
jefe, sino también por su fuerza y temperamento. Trataba a todos con
rigor, pero al mismo tiempo con justicia y ecuanimidad. Nunca se le
había visto exigir a nadie lo que no era capaz de hacer. Eso sí,
siempre exigía el máximo de cada uno. Todo el mundo aceptaba que
sucedería en el cargo a su padre, excepto uno, Gordón. Procedía de
las montañas cántabras, del territorio de los saelinos. Alto y
fuerte, de constitución atlética, aunque no llegaba a las
proporciones de Medulio. Era arrogante y orgulloso, y, lo que era
peor, envidioso. No aceptaba que Medulio heredara el mandato supremo
del ejército simplemente por ser hijo del actual jefe. Él se sentía
con tanto derecho como Medulio para ostentar el cargo. Siempre que
podía lo desprestigiaba propagando toda clase de infundios contra
él. La mayor parte de los compañeros no los creían, pero había un
pequeño círculo que daba crédito a estos bulos y hacía piña con
el insidioso. Un día Clouto ya no pudo aguantar más y se lo contó
a su amigo.
—Hola, Medulio. Hace días
que deseaba hablar contigo.
—¿Por qué? —le preguntó
Medulio con cierta despreocupación.
—Porque quiero ponerte al
corriente de los bulos que corren por ahí contra ti.
—¿Qué bulos? —preguntó
algo sorprendido Medulio, aunque ya sospechaba algo.
—Dicen que sólo eres
valiente con los tuyos. Aseguran que no tienes las suficientes dotes
de mando como para dirigir el ejército, que hay otros que lo podrían
hacer mejor que tú.
—¿Y quiénes dicen eso?
—Los de siempre. La
camarilla de Gordón.
—Pues bien, déjalos que lo
sigan diciendo. Ya llegará el momento de demostrarles quién está
equivocado.
—Si la envidia matara,
Medulio, ya hace tiempo que te pudrirías bajo tierra.
—Ya lo sé, Clouto. Por eso
no vamos a hacer caso de esos bulos de momento.
Clouto no estaba muy de
acuerdo con la postura de su amigo.
—Pero si no los cortas
ahora, pueden ir a más y eso puede ser perjudicial para ti.
—Correremos el riesgo. De
momento quien manda aquí es mi padre. Mientras él mande, no pienso
disputar nada a nadie. Cuando cambien las circunstancias, ya veremos
quién es el valiente y quién el cobarde. Puedes estar seguro de
ello.
—Así lo espero, pero
mientras tanto procura evitar cualquier encuentro a solas con Gordón
y los suyos.
—Lo intentaré, Clouto. Te
agradezco el consejo.
Los
dos amigos continuaron su charla durante algún tiempo más. Luego se
despidieron, pues la noche se les estaba echando ya encima.
Un día ocurrió un incidente
que podía haber tenido graves consecuencias. Elba lo pudo haber
pasado muy mal, y posiblemente hasta su hija, de no haber intervenido
a tiempo una patrulla que por casualidad pasaba por delante de su
tienda y acudió a los gritos de auxilio que la joven profería.
Cuando la patrulla entró en la tienda, descubrieron a un hombre que
sujetaba fuertemente a la mujer por el cuello mientras trataba de
forzarla. Fue reducido y llevado ante la presencia del comandante en
jefe. La patrulla informó de lo ocurrido a su jefe supremo y puso a
su disposición al detenido. Éste fue encarcelado a la espera del
juicio que se le formaría por los hechos. Cuando llegó Medulio y
fue informado del incidente, quiso ver al detenido. Al instante
reconoció en él a uno de los secuaces de Gordón. No cabía duda
que el felón maquinaba algo, pero Medulio no quiso hacer partícipe
de sus sospechas a su padre. De momento, tan sólo había que ser
prudente y tomar medidas precautorias. Ya llegaría el día de la
represalia.
El detenido fue interrogado al
día siguiente en presencia de todo el campamento. Elaeso presidía
el interrogatorio en calidad de jefe y por tratarse de un ultraje
contra la mujer de su propio hijo.
—¿Qué hacías ayer en la
tienda de Medulio cuando te detuvieron? —interrogó
Elaeso.
El hombre guardó silencio.
—¿Por qué intentabas
violar a mi nuera?
Nuevo silencio.
—¿Quién te manda?
La boca del detenido se había
vuelto muda. No profería una sola palabra. Tenía la consigna, como
todos los demás que formaban parte de la trama de Gordón, de
dejarse matar antes que revelar su secreto. A pesar de ello, muchos
sabían por qué lo había hecho y quién se lo había ordenado.
Sabían la inquina que Gordón le tenía a Medulio y que era capaz de
cualquier cosa por deshonrarlo y desacreditarlo. Incluso era capaz de
eliminarlo si se le presentaba la ocasión.
—Déjalo, padre, no te dirá
nada.
—¿Que no dirá nada? ¡Eso
ya lo veremos! Esto es un ejército —gritó para que lo oyeran
todos— sometido a una disciplina y no voy a tolerar que nadie
cometa un delito y se vaya de rositas para su casa. Tampoco voy a
aguantar la insolencia de no contestar a lo que se le pregunta. Este
hombre será interrogado y torturado si es necesario hasta la muerte.
Eso servirá de escarmiento para todos los demás. Y que no me entere
yo que hay alguna maquinación detrás de este hecho, porque os juro
que el cabecilla y todos sus secuaces serán ejecutados. No
consentiré ni un solo brote de infidelidad ni de indisciplina.
¡Queda bien claro!
—¡Sí, señor! —contestaron
todos, o casi todos, a coro.
—Bien, pues que se cumpla el
castigo.
Acto seguido ordenó a los
esbirros que interrogaran y torturaran sin compasión al reo hasta
que confesara los hechos o expirara. No podía permitir que en su
ejército hubiera un conato de insumisión o de indisciplina. El reo,
como tenía jurado, prefirió la muerte antes que delatar a los
suyos. Pero el castigo surtió los efectos deseados por Elaeso. Desde
aquel día los rumores desaparecieron. No obstante, a partir de
entonces Medulio ordenó hacer guardia permanentemente delante de su
tienda y de la de sus padres. No se fiaba de Gordón. Tarde o
temprano podía volver a intentarlo.
© Julio Noel
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