jueves, 4 de abril de 2019

MEUDLIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 4


 
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Solsticio de verano. Radiante día refulgente bajo el esplendoroso sol. Naturaleza exuberante. Verdes prados cubiertos por una alfombra multicolor. Árboles y plantas rebosantes de vida. Montañas colmadas de amarillos, púrpuras y violetas. El valle de Osimara lucía todas las galas con que lo había galardonado la Naturaleza. Sus habitantes se levantaron muy de mañana. Barrieron las calles y las adornaron con ramas de árboles y flores. Luego se engalanaron ellos también con sus mejores aderezos y atavíos para ir a rendir culto a Belenos en su morada: el bosque sagrado.
Elaeso lucía una capa nueva y el torque de oro que había heredado de sus antepasados, como símbolo de su jerarquía y poder. Genoveva, por su parte, vestía una saya de varios colores que había hecho expresamente para aquel día. Medulio estrenaba también una capa negra que lo llenaba de orgullo. Junto a ellos se hallaba el druida, que vestía una capa dorada, símbolo de su poder espiritual. Se pusieron en marcha camino del bosque sagrado. El resto de la población del valle, lo mejor ataviados que podían, marchaban en pos de ellos con gran respeto y devoción. Todos portaban su donativo al dios del sol.
Bajo el roble sagrado, el druida dio comienzo a la ceremonia. Depositó en el altar un cordero que sería sacrificado al dios Belenos. Luego comenzó a pronunciar unas frases ininteligibles para los asistentes. El druida unas veces elevaba los brazos hacia el sol, mientras otras asperjaba el cordero con una rama de roble impregnada en agua. De cuando en cuando hacía una breve genuflexión. Después dio tres vueltas alrededor del altar rociándolo todo bien con agua, al mismo tiempo que murmuraba su jerga ininteligible para los asistentes. Todo el mundo seguía la ceremonia en silencio y con la máxima expectación. Finalizados estos actos introductorios, el druida elevó la voz con los brazos levantados hacia el sol:
¡Oh, Belenos! Te pedimos que nos sigas alumbrando durante toda nuestra existencia como has hecho hasta ahora, que tus rayos alimenten nuestra vida, que tu energía caliente nuestros miembros y haga hervir la sangre en nuestras venas.
Que así sea —contestaron todos a coro.
¡Oh, Belenos! Te pedimos que sigas favoreciendo el crecimiento de los árboles y de las plantas, que les aportes savia nueva para que nos sirvan de amparo y podamos venerarlos y adorarlos como hemos hecho hasta hoy.
Que así sea —se oyó un murmullo entre el público asistente.
¡Oh, Belenos! Te pedimos que protejas también a los animales tanto domésticos como de la selva. Ellos nos aportan los alimentos que necesitamos para conservar nuestras energías y nuestra vida.
Que así sea.
¡Oh, Belenos! Te pedimos que favorezcas el crecimiento de los productos de la tierra, pues ellos nos son imprescindibles para nuestra subsistencia.
Que así sea —contestó una vez más el coro de gente.
Acabadas las súplicas, el druida hizo tres genuflexiones seguidas ante el altar. Luego extrajo una daga de su capa con la que sacrificó de un solo golpe el cordero que yacía en medio del altar. Recogió su sangre en un gran vaso de metal para que no se derramara por el ara. Después lo desolló y extrajo sus entrañas. Una vez extraídas, junto con la sangre, se las ofreció al dios.
—¡Oh, Belenos! Aquí tienes la sangre y las entrañas de esta víctima inocente para que aplaques tu ira sobre nosotros. Si es poco lo que te ofrecemos, pídenos más. No permitas que caiga sobre nosotros tu ira.
No lo permitas, ¡oh, Belenos! —imploró el coro presente.
El druida depositó la sangre y las vísceras del cordero sobre una pequeña pira de urces secas y de hierbas y plantas aromáticas, como tomillo, romero, hierbabuena, orégano, una rama de laurel, además de una ramita de roble y otra de tejo, los dos árboles sagrados de los astures. A continuación le prendió fuego para que se consumiera todo junto y el dios les concediera todos sus ruegos y súplicas. El druida había oído decir a sus antepasados que Belenos se había mostrado una vez ante ellos. Había descendido del cielo en un carro de fuego para darles una serie de instrucciones sobre cómo quería que le ofrecieran los sacrificios. Insistió mucho en que tenían que brindarle sólo la sangre y las vísceras de las víctimas, que deberían ser incineradas con especias y plantas aromáticas. A los hombres les estaba prohibido comer aquellas partes de los animales inmolados, que deberían ser quemadas inmediatamente después del sacrificio, cuando aún estuvieran calientes, para complacer a su dios. Ése era el mandato que habían recibido de él desde tiempos inmemoriales. Mandato que los druidas seguían al pie de la letra.
Finalizada la ceremonia, el druida agradeció a los asistentes su presencia. Después les deseó paz y felicidad. El bosque sagrado no tardó en quedar solo y vacío. Los astures regresaron al poblado donde continuaría la fiesta, ahora ya de carácter totalmente profano. Se reunieron todos en la plaza donde las mujeres casadas prepararían las viandas para celebrar el festín. Habían sacrificado media docena de corderos, otra media docena de cabritos y un par de terneros. A todo ello había que añadir varias docenas de caza menor, como conejos, perdices, torcaces y alguna que otra becada. Todo ello sería asado y aderezado con especias y plantas aromáticas.
El gaitero desgranó algunas notas con su rudimentaria gaita de fuelle, al que no tardó en sumársele el tamboritero. Al son de la música la juventud que se había congregado en la plaza comenzó a danzar y bailar. La plaza se convirtió en un hervidero de gente, entre los que cocinaban, los que bailaban y los que los contemplaban. Transcurrido un tiempo prudencial, sonó el toque de campana producido por los golpes que daba la cocinera de mayor edad con un trozo de hierro sobre un tubo hueco del mismo material.
¡Todo el mundo a comer! ¡Vamos, se acabó el baile! —gritaba la cocinera a todo pulmón—. Que todo el mundo ocupe sus puestos. El festín va a empezar.
La muchedumbre que llenaba la plaza no se hizo de rogar. Después de varias horas de ayuno, el apetito de los asistentes estaba en su punto álgido. Los olores de los asados y la vista de los mismos hacían segregar abundantes jugos gástricos a los comensales. Así, pues, no se demoraron en ocupar sus puestos, ávidos por comer y beber para saciar su apetito. Presidía el banquete Elaeso con su familia. A la derecha de Elaeso se sentó el druida. A su izquierda, Genoveva y entre ambos, Medulio, que a la sazón contaba con siete años. Los manjares no se hicieron esperar. Todo el mundo tomaba con sus manos un muslo de ave, una costilla de cordero, una buena chuleta de ternera, o lo que más próximo tuviera para llenar su boca cuanto antes. La grasa se deslizaba por la comisura de los labios de los comensales, que se apresuraban a recogerla con sus dedos o a limpiarla con el dorso de sus manos. La cerveza corría a raudales entre todos los asistentes. Las voces, los gritos, las risas, las chanzas lo llenaban todo. Todo era contento y alegría. Las bromas se sucedían por doquier. El festín tocaba a su fin. Muchos, ahítos y beodos, ya habían abandonado el lugar del banquete para cobijarse bajo la sombra de los árboles o de las chozas donde poder descansar tranquilos. Sólo permanecieron en su puesto, más sobrios y comedidos, Elaeso y su familia con el druida.
Vaya, parece que han quedado ahítos —comentó el druida.
Eso parece —confirmó Elaeso—. Es como si no hubieran comido desde hace un año. De vez en cuando conviene proporcionarles un banquete como éste. Eso hace que se olviden de muchos problemas y que estén más agradecidos.
Tienes razón, Elaeso. De cuando en cuando hay que llenarles el estómago para tenerlos contentos y engañados. El dirigente tiene que aprovechar estos acontecimientos para tener contentos a los súbditos y hacerse más líder ante ellos. No lo olvides.
No lo olvido, mi buen amigo. Con el paso de los años uno va descubriendo poco a poco las mejores tácticas para tener engañado y contento a su pueblo. La experiencia nos enseña mucho.
Así es, Elaeso. Y a todo esto, ¿cómo va la instrucción de tu hijo?
Hasta ahora no ha salido de nuestro ámbito, sobre todo del de su madre. Ella es la que lo ha estado educando hasta este momento. Le ha enseñado muchas cosas y las que aún le faltan. Ya habrá tiempo para darle otro tipo de educación.
No lo creas. El tiempo pasa sin darse cuenta y es ahora precisamente cuando se le debe educar. Ahora todavía se puede hacer de él un hombre de bien. Si os descuidáis y dejáis pasar el tiempo, será demasiado tarde. El árbol cuando es pequeño se domina como se quiere, pero cuando se hace grande ya no puedes hacer nada de él. Lo mismo ocurre con el ser humano.
Lo tendré en cuenta, querido amigo. Habrá que proporcionarle algún maestro para que lo lleve por el buen camino. Tiene que hacerse un guerrero fuerte y respetable. Además, debe heredar mi puesto, como yo lo heredé de mi padre y él del suyo.
Efectivamente, Elaeso. Tu hijo debe liderar el destino de este pueblo.
Los dos amigos siguieron con su conversación largo rato. El momento y el lugar eran idóneos para ello. Hablaron sobre la educación y el liderazgo que debía ejercer Medulio en el futuro. Si bien es cierto que entre los astures no era habitual heredar el mando, la familia de Elaeso lo venía ejerciendo desde tres generaciones atrás. Los astures tenían por costumbre elegir a sus líderes, pero el abuelo de Elaeso había establecido una especie de sucesión del mando entre los miembros de su familia. Había conseguido una cierta cantidad de oro excavando en pozos y minas. Eso le había dado un prestigio y un poder superior ante su pueblo, aparte de su robustez y su fuerza física, dos elementos muy apreciados y respetados entre aquellas gentes. Por todo ello se hizo respetar ante los suyos y les obligó a aceptar a su hijo como sucesor suyo. Nadie se atrevió a cuestionar aquella decisión. Lo mismo ocurrió cuando su hijo tomó la suya. Así es como Elaeso llegó al liderato de su pueblo y ahora trataba por todos los medios de que ese liderato pasara a su hijo. Por eso se interesaba tanto por su educación.
A media tarde comenzó a sonar de nuevo la música. Fue el detonante para que el adormilado gentío comenzara a desperezarse y a ponerse en movimiento. Muchos se dirigieron a la zona donde estaban los músicos para bailar. Otros prefirieron distraerse con juegos y otras clases de ejercicios. Unos decidieron jugar a la chita, que consistía en asentar en el suelo o en una base plana un trozo de madera de unos dos palmos de altura por medio de diámetro de grosor. Luego, desde una distancia de unos diez o doce pasos se lanzaba una bola también de madera de unas tres libras de peso. El juego consistía en darle al palo o bolo y lanzarlo lo más lejos posible. Ganaba el que más lejos lo desplazaba de la base. Era un juego de destreza, fuerza y puntería.
Otros prefirieron irse a un prado próximo para practicar su lucha preferida. Ésta consistía en que los dos púgiles se sujetaban por la cintura, por medio de un cinturón que previamente se colocaban en ella, y así enfrentados cuerpo a cuerpo tenían que derribar al contrario y obligarle a tocar el suelo con la espalda. El que lo lograba, resultaba vencedor. Era un ejercicio de destreza y de mucha fuerza. Más de uno en estos combates resultaba lesionado de por vida.
Hubo quien se decantó por jugar al espeto. Este juego se practicaba entre varios jugadores. Lo normal es que fuera un mínimo de tres y un máximo de cinco. Cada jugador portaba un palo de unos tres palmos o tres palmos y medio de largo y un grosor de una pulgada poco más o menos, afilado por uno de sus extremos. Los palos podían ser de cualquier tipo de madera, aunque lo normal es que fueran de salguero. El juego consistía en clavar los palos en el césped, pero con cierta destreza. El primer jugador trataba de clavarlo lo más profundamente posible. Para ello lo lanzaba con toda su fuerza contra la hierba. El jugador siguiente tenía que lanzar el suyo de tal suerte que arrancara el del primer jugador y el suyo a su vez quedara clavado en la hierba. Si lo conseguía, entonces tenía que picar el palo del vencido. Esto es, el palo del primer jugador quedaba horizontal sobre la hierba. Entonces el ganador tenía que lanzar el suyo sobre él tres veces, consiguiendo las tres veces rozar el palo del vencido y clavar el suyo simultáneamente en el suelo. Conseguido esto, lo lanzaba con su palo lo más lejos posible y mientras el primer jugador tenía que ir en busca de su palo y volver al lugar del juego, el vencedor debía clavar el suyo tres veces en el césped antes de que el vencido regresara y clavara el suyo. Si el primero lo lograba, había ganado. Si lo lograba el vencido, éste era el ganador. En caso de que el segundo jugador no lograra derribar el palo del primero, el tercer jugador intentaba lo mismo con los palos de los dos primeros jugadores y así sucesivamente hasta el último jugador o hasta que uno lograra derribar uno de los palos clavados en el suelo. Conseguido esto, se repetía el proceso. Caso de que ningún jugador lograra arrancar ningún palo, se comenzaba de nuevo el juego.
Cuando el sol ya había descendido bastante en su órbita y sus rigores apenas molestaban, la mayor parte de la gente se reunió alrededor de los músicos para bailar o para disfrutar con el baile de los demás. La luz del dios Belenos se escapaba poco a poco y había que aprovecharla hasta el final. Era el día de acción de gracias y no se podía desperdiciar. Había que disfrutarlo a tope. La música y el baile duraron hasta que las sombras de la noche lo inundaron todo. Entonces llegó el momento de encender grandes hogueras para dar continuidad a la luz del sol. Ese día, el día de la noche más corta del año, no podía apagarse la luz. Para dar continuidad a la luz del sol, las hogueras ardían toda la noche sin interrupción. Entretanto la gente danzaba y saltaba alrededor de ellas sin tregua. Aquel día no cabían más que la diversión y la alegría.


© Julio Noel


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