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Solsticio de verano. Radiante
día refulgente bajo el esplendoroso sol. Naturaleza exuberante.
Verdes prados cubiertos por una alfombra multicolor. Árboles y
plantas rebosantes de vida. Montañas colmadas de amarillos, púrpuras
y violetas. El valle de Osimara lucía todas las galas con que lo
había galardonado la Naturaleza. Sus habitantes se levantaron muy
de mañana. Barrieron las calles y las adornaron con ramas de árboles
y flores. Luego se engalanaron ellos también con sus mejores
aderezos y atavíos para ir a rendir culto a Belenos en su morada: el
bosque sagrado.
Elaeso lucía una capa nueva y
el torque de oro que había heredado de sus antepasados, como símbolo
de su jerarquía y poder. Genoveva, por su parte, vestía una saya de
varios colores que había hecho expresamente para aquel día. Medulio
estrenaba también una capa negra que lo llenaba de orgullo. Junto a
ellos se hallaba el druida, que vestía una capa dorada, símbolo de
su poder espiritual. Se pusieron en marcha camino del bosque sagrado.
El resto de la población del valle, lo mejor ataviados que podían,
marchaban en pos de ellos con gran respeto y devoción. Todos
portaban su donativo al dios del sol.
Bajo el roble sagrado, el
druida dio comienzo a la ceremonia. Depositó en el altar un cordero
que sería sacrificado al dios Belenos. Luego comenzó a pronunciar
unas frases ininteligibles para los asistentes. El druida unas veces
elevaba los brazos hacia el sol, mientras otras asperjaba el cordero
con una rama de roble impregnada en agua. De cuando en cuando hacía
una breve genuflexión. Después dio tres vueltas alrededor del altar
rociándolo todo bien con agua, al mismo tiempo que murmuraba su
jerga ininteligible para los asistentes. Todo el mundo seguía la
ceremonia en silencio y con la máxima expectación. Finalizados
estos actos introductorios, el druida elevó la voz con los brazos
levantados hacia el sol:
—¡Oh, Belenos! Te pedimos
que nos sigas alumbrando durante toda nuestra existencia como has
hecho hasta ahora, que tus rayos alimenten nuestra vida, que tu
energía caliente nuestros miembros y haga hervir la sangre en
nuestras venas.
—Que así sea —contestaron
todos a coro.
—¡Oh, Belenos! Te pedimos
que sigas favoreciendo el crecimiento de los árboles y de las
plantas, que les aportes savia nueva para que nos sirvan de amparo y
podamos venerarlos y adorarlos como hemos hecho hasta hoy.
—Que así sea —se oyó un
murmullo entre el público asistente.
—¡Oh, Belenos! Te pedimos
que protejas también a los animales tanto domésticos como de la
selva. Ellos nos aportan los alimentos que necesitamos para conservar
nuestras energías y nuestra vida.
—Que así sea.
—¡Oh, Belenos! Te pedimos
que favorezcas el crecimiento de los productos de la tierra, pues
ellos nos son imprescindibles para nuestra subsistencia.
—Que así sea —contestó
una vez más el coro de gente.
Acabadas las súplicas, el
druida hizo tres genuflexiones seguidas ante el altar. Luego extrajo
una daga de su capa con la que sacrificó de un solo golpe el cordero
que yacía en medio del altar. Recogió su sangre en un gran vaso de
metal para que no se derramara por el ara. Después lo desolló y
extrajo sus entrañas. Una vez extraídas, junto con la sangre, se
las ofreció al dios.
—¡Oh,
Belenos! Aquí tienes la sangre y las entrañas de esta víctima
inocente para que aplaques tu ira sobre nosotros. Si es poco lo que
te ofrecemos, pídenos más. No permitas que caiga sobre nosotros tu
ira.
—No lo permitas, ¡oh,
Belenos! —imploró el coro presente.
El druida depositó la sangre
y las vísceras del cordero sobre una pequeña pira de urces
secas y de hierbas y plantas aromáticas, como tomillo, romero,
hierbabuena, orégano, una rama de laurel, además de una ramita de
roble y otra de tejo, los dos árboles sagrados de los astures. A
continuación le prendió fuego para que se consumiera todo junto y
el dios les concediera todos sus ruegos y súplicas. El druida había
oído decir a sus antepasados que Belenos se había mostrado una vez
ante ellos. Había descendido del cielo en un carro de fuego para
darles una serie de instrucciones sobre cómo quería que le
ofrecieran los sacrificios. Insistió mucho en que tenían que
brindarle sólo la sangre y las vísceras de las víctimas, que
deberían ser incineradas con especias y plantas aromáticas. A los
hombres les estaba prohibido comer aquellas partes de los animales
inmolados, que deberían ser quemadas inmediatamente después del
sacrificio, cuando aún estuvieran calientes, para complacer a su
dios. Ése era el mandato que habían recibido de él desde tiempos
inmemoriales. Mandato que los druidas seguían al pie de la letra.
Finalizada la ceremonia, el
druida agradeció a los asistentes su presencia. Después les deseó
paz y felicidad. El bosque sagrado no tardó en quedar solo y vacío.
Los astures regresaron al poblado donde continuaría la fiesta, ahora
ya de carácter totalmente profano. Se reunieron todos en la plaza
donde las mujeres casadas prepararían las viandas para celebrar el
festín. Habían sacrificado media docena de corderos, otra media
docena de cabritos y un par de terneros. A todo ello había que
añadir varias docenas de caza menor, como conejos, perdices,
torcaces y alguna que otra becada. Todo ello sería asado y
aderezado con especias y plantas aromáticas.
El
gaitero desgranó algunas notas con su rudimentaria gaita de fuelle,
al que no tardó en sumársele el tamboritero. Al son de la música
la juventud que se había congregado en la plaza comenzó a danzar y
bailar. La plaza se convirtió en un hervidero de gente, entre los
que cocinaban, los que bailaban y los que los contemplaban.
Transcurrido un tiempo prudencial, sonó el toque de campana
producido por los golpes que daba la cocinera de mayor edad con un
trozo de hierro sobre un tubo hueco del mismo material.
—¡Todo el mundo a comer!
¡Vamos, se acabó el baile! —gritaba la cocinera a todo pulmón—.
Que todo el mundo ocupe sus puestos. El festín va a empezar.
La muchedumbre que llenaba la
plaza no se hizo de rogar. Después de varias horas de ayuno, el
apetito de los asistentes estaba en su punto álgido. Los olores de
los asados y la vista de los mismos hacían segregar abundantes jugos
gástricos a los comensales. Así, pues, no se demoraron en ocupar
sus puestos, ávidos por comer y beber para saciar su apetito.
Presidía el banquete Elaeso con su familia. A la derecha de Elaeso
se sentó el druida. A su izquierda, Genoveva y entre ambos, Medulio,
que a la sazón contaba con siete años. Los manjares no se hicieron
esperar. Todo el mundo tomaba con sus manos un muslo de ave, una
costilla de cordero, una buena chuleta de ternera, o lo que más
próximo tuviera para llenar su boca cuanto antes. La grasa se
deslizaba por la comisura de los labios de los comensales, que se
apresuraban a recogerla con sus dedos o a limpiarla con el dorso de
sus manos. La cerveza corría a raudales entre todos los asistentes.
Las voces, los gritos, las risas, las chanzas lo llenaban todo. Todo
era contento y alegría. Las bromas se sucedían por doquier. El
festín tocaba a su fin. Muchos, ahítos y beodos, ya habían
abandonado el lugar del banquete para cobijarse bajo la sombra de los
árboles o de las chozas donde poder descansar tranquilos. Sólo
permanecieron en su puesto, más sobrios y comedidos, Elaeso y su
familia con el druida.
—Vaya, parece que han
quedado ahítos —comentó el druida.
—Eso parece —confirmó
Elaeso—. Es como si no hubieran comido desde hace un año. De vez
en cuando conviene proporcionarles un banquete como éste. Eso hace
que se olviden de muchos problemas y que estén más agradecidos.
—Tienes razón, Elaeso. De
cuando en cuando hay que llenarles el estómago para tenerlos
contentos y engañados. El dirigente tiene que aprovechar estos
acontecimientos para tener contentos a los súbditos y hacerse más
líder ante ellos. No lo olvides.
—No lo olvido, mi buen
amigo. Con el paso de los años uno va descubriendo poco a poco las
mejores tácticas para tener engañado y contento a su pueblo. La
experiencia nos enseña mucho.
—Así es, Elaeso. Y a todo
esto, ¿cómo va la instrucción de tu hijo?
—Hasta ahora no ha salido de
nuestro ámbito, sobre todo del de su madre. Ella es la que lo ha
estado educando hasta este momento. Le ha enseñado muchas cosas y
las que aún le faltan. Ya habrá tiempo para darle otro tipo de
educación.
—No lo creas. El tiempo pasa
sin darse cuenta y es ahora precisamente cuando se le debe educar.
Ahora todavía se puede hacer de él un hombre de bien. Si os
descuidáis y dejáis pasar el tiempo, será demasiado tarde. El
árbol cuando es pequeño se domina como se quiere, pero cuando se
hace grande ya no puedes hacer nada de él. Lo mismo ocurre con el
ser humano.
Lo tendré en cuenta, querido
amigo. Habrá que proporcionarle algún maestro para que lo lleve por
el buen camino. Tiene que hacerse un guerrero fuerte y respetable.
Además, debe heredar mi puesto, como yo lo heredé de mi padre y él
del suyo.
—Efectivamente, Elaeso. Tu
hijo debe liderar el destino de este pueblo.
Los dos amigos siguieron con
su conversación largo rato. El momento y el lugar eran idóneos para
ello. Hablaron sobre la educación y el liderazgo que debía ejercer
Medulio en el futuro. Si bien es cierto que entre los astures no era
habitual heredar el mando, la familia de Elaeso lo venía ejerciendo
desde tres generaciones atrás. Los astures tenían por costumbre
elegir a sus líderes, pero el abuelo de Elaeso había establecido
una especie de sucesión del mando entre los miembros de su familia.
Había conseguido una cierta cantidad de oro excavando en pozos y
minas. Eso le había dado un prestigio y un poder superior ante su
pueblo, aparte de su robustez y su fuerza física, dos elementos muy
apreciados y respetados entre aquellas gentes. Por todo ello se hizo
respetar ante los suyos y les obligó a aceptar a su hijo como
sucesor suyo. Nadie se atrevió a cuestionar aquella decisión. Lo
mismo ocurrió cuando su hijo tomó la suya. Así es como Elaeso
llegó al liderato de su pueblo y ahora trataba por todos los medios
de que ese liderato pasara a su hijo. Por eso se interesaba tanto por
su educación.
A media tarde comenzó a sonar
de nuevo la música. Fue el detonante para que el adormilado gentío
comenzara a desperezarse y a ponerse en movimiento. Muchos se
dirigieron a la zona donde estaban los músicos para bailar. Otros
prefirieron distraerse con juegos y otras clases de ejercicios. Unos
decidieron jugar a la chita, que consistía en asentar en el suelo o
en una base plana un trozo de madera de unos dos palmos de altura por
medio de diámetro de grosor. Luego, desde una distancia de unos diez
o doce pasos se lanzaba una bola también de madera de unas tres
libras de peso. El juego consistía en darle al palo o bolo y
lanzarlo lo más lejos posible. Ganaba el que más lejos lo
desplazaba de la base. Era un juego de destreza, fuerza y puntería.
Otros
prefirieron irse a un prado próximo para practicar su lucha
preferida. Ésta consistía en que los dos púgiles se sujetaban por
la cintura, por medio de un cinturón que previamente se colocaban en
ella, y así enfrentados cuerpo a cuerpo tenían que derribar al
contrario y obligarle a tocar el suelo con la espalda. El que lo
lograba, resultaba vencedor. Era un ejercicio de destreza y de
mucha fuerza. Más de uno en estos combates resultaba lesionado de
por vida.
Hubo quien se decantó por
jugar al espeto.
Este juego se practicaba entre varios jugadores. Lo normal es que
fuera un mínimo de tres y un máximo de cinco. Cada jugador portaba
un palo de unos tres palmos o tres palmos y medio de largo y un
grosor de una pulgada poco más o menos, afilado por uno de sus
extremos. Los palos podían ser de cualquier tipo de madera, aunque
lo normal es que fueran de salguero.
El juego consistía en clavar los palos en el césped, pero con
cierta destreza. El primer jugador trataba de clavarlo lo más
profundamente posible. Para ello lo lanzaba con toda su fuerza contra
la hierba. El jugador siguiente tenía que lanzar el suyo de tal
suerte que arrancara el del primer jugador y el suyo a su vez quedara
clavado en la hierba. Si lo conseguía, entonces tenía que picar
el palo del vencido. Esto es, el palo del primer jugador quedaba
horizontal sobre la hierba. Entonces el ganador tenía que lanzar el
suyo sobre él tres veces, consiguiendo las tres veces rozar el palo
del vencido y clavar el suyo simultáneamente en el suelo. Conseguido
esto, lo lanzaba con su palo lo más lejos posible y mientras el
primer jugador tenía que ir en busca de su palo y volver al lugar
del juego, el vencedor debía clavar el suyo tres veces en el césped
antes de que el vencido regresara y clavara el suyo. Si el primero lo
lograba, había ganado. Si lo lograba el vencido, éste era el
ganador. En caso de que el segundo jugador no lograra derribar el
palo del primero, el tercer jugador intentaba lo mismo con los palos
de los dos primeros jugadores y así sucesivamente hasta el último
jugador o hasta que uno lograra derribar uno de los palos clavados en
el suelo. Conseguido esto, se repetía el proceso. Caso de que ningún
jugador lograra arrancar ningún palo, se comenzaba de nuevo el
juego.
Cuando el sol ya había
descendido bastante en su órbita y sus rigores apenas molestaban, la
mayor parte de la gente se reunió alrededor de los músicos para
bailar o para disfrutar con el baile de los demás. La luz del dios
Belenos se escapaba poco a poco y había que aprovecharla hasta el
final. Era el día de acción de gracias y no se podía desperdiciar.
Había que disfrutarlo a tope. La música y el baile duraron hasta
que las sombras de la noche lo inundaron todo. Entonces llegó el
momento de encender grandes hogueras para dar continuidad a la luz
del sol. Ese día, el día de la noche más corta del año, no podía
apagarse la luz. Para dar continuidad a la luz del sol, las hogueras
ardían toda la noche sin interrupción. Entretanto la gente danzaba
y saltaba alrededor de ellas sin tregua. Aquel día no cabían más
que la diversión y la alegría.
© Julio Noel
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