jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 21






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Hacía pocos días que habían celebrado el equinoccio de primavera. La mañana era fresca y soleada. En la lejanía se divisaban las blancas crestas del cordal cantábrico. Medulio acababa de recibir noticias de los movimientos de las tropas romanas. Un emisario le había informado que Publio Carisio se desplazaba con seis legiones desde Lusitania hacia sus tierras. En poco más de un mes estaría allí. El caudillo de los astures no se demoró en enviar mensajeros a todos los jefes de las tribus con la declaración de la guerra. Había llegado el momento para el que llevaban tantos años preparándose. El encuentro de todos los astures tendría lugar en Lancia, al lado del río Ástura. Desde allí atacarían por sorpresa al ejército romano.
Transmitidas sus órdenes a su lugarteniente Clouto, Medulio se fue al encuentro de su familia. Al entrar en la tienda, tomó entre sus brazos a su hija, que el próximo verano cumpliría diez años, la acercó hacia sí y la estrechó contra su pecho. Luego se acercó a su mujer, la besó y la estrechó contra su corazón.
Amor mío, recoge todas tus cosas y junto con Alda y con mi madre os iréis inmediatamente para el valle de Osimara. Aquí ya no hay sitio para vosotras.
Ginebra, la madre de Elba, había muerto aquel mismo invierno. Unas fiebres muy altas y una tos cavernosa habían acabado con su vida. Elba ya no tenía ningún lazo que la ligara a aquella tierra.
¿Por qué nos tenemos que ir, cariño? —ella lo besó amorosamente—. ¿A qué vienen tantas prisas?
Las tropas romanas han empezado a moverse. No tardarán en estar aquí. Hoy mismo he declarado la guerra y he convocado a todos los jefes con sus tropas en Lancia. Aquí no quedará nadie. Así que lo más prudente es que os retiréis a una zona más segura. Esa zona hoy por hoy es el poblado donde nací. Como te he dicho, os vais con mi madre para allí y esperáis mis noticias.
Pero ¿cómo nos las arreglaremos para llegar hasta allí?
No te preocupes, cariño. Ordenaré que os acompañen algunos de mis hombres. Ahora empieza a recogerlo todo y prepárate para partir sin demora. No podemos perder un solo instante.
Los dos se abrazaron y se besaron de nuevo. Luego Medulio retornó a su tienda de mando para organizar el desalojo del campamento y la próxima partida hacia la ciudad de Lancia. Antes de abandonar definitivamente el campamento, esperarían a los jefes de las tribus próximas para partir todos juntos. Tenía mucho trabajo por delante.

El jefe de los paesicos había congregado unos dos mil hombres. Después de recibir la orden de Medulio de reunirse en los alrededores de Lancia, se pusieron en marcha a través de los valles occidentales de los astures transmontanos, para atravesar la Cordillera Cantábrica en dirección al mediodía. Al llegar a Villa Avelinum, dudaron qué dirección tomar. Unos se inclinaban por descender a través del curso del río Minium, en dirección Sur. Otros, en cambio, opinaban que debían avanzar hacia el Sureste, por entender que la ciudad de Lancia se hallaba en esa dirección. Finalmente triunfó la segunda opción por parecer la más razonable.
Cruzaron la montaña que separa la cuenca del Minium de la del Aqua Magna, para descender por los angostos valles que conforman su comarca. Su avance era lento debido a la dificultad para caminar por sus desfiladeros y cañadas. En algunos lugares tenían que vadear el río y avanzar de uno en uno por estrechos pasos entre rocas y precipicios. Especial dificultad encontraron para abandonar la comarca del Aqua Magna y entrar en la del Urbicus. El paso era tan estrecho y dificultoso, que se vieron obligados a vadear el río. Ya en la ribera del Urbicus, su avance se hizo más rápido y en jornada y media pudieron reunirse con las tropas de Medulio.
Por su parte, el jefe de los luggones había reunido algo más de cuatro mil hombres, procedentes todos ellos de la parte central de los astures transmontanos. Una vez atravesada la cordillera Cantábrica, se les unieron los saelinos y todos juntos descendieron hacia la ciudad de Lancia siguiendo el curso del río Vernesica. Su avance hacia el punto de reunión no ofreció grandes dificultades, por lo que no tardaron en hallarse en compañía del resto de las tropas.
El jefe de los penios, con mil quinientos hombres bajo su mando, avanzó hacia la cordillera Cantábrica ascendiendo por el Salia hasta la base de los Montes Europae por su parte occidental. La marcha a través del desfiladero del Salia, primero, y de la pronunciada pendiente de la cordillera, después, se hizo muy lenta. Tanto hombres como caballerías avanzaban penosamente por aquellas veredas estrechas y tortuosas. Una vez coronado el cordal, el descenso hacia el Valle de Eone se hizo más suave y la marcha más rápida. Los hombres pusieron rumbo hacia el Astura sin dilación. No tardaron en llegar a Rivus Angulus. Allí decidieron hacer un descanso para pasar la noche y reponer sus desfallecidas fuerzas.
Cuando el astro rey desplegó sus dorados rayos por la cima de las altas montañas de Vadinia, el jefe de los penios ordenó a todos sus hombres ponerse en marcha. Hacia el mediodía dejaron atrás el castro de Cisterna para continuar su avance por las frondosas riberas del Ástura. Ya bien entrada la noche, se reunieron con las tropas de Medulio en las proximidades de Lancia.
Los gigurros, lougueos, susarros y tiburos se reunieron en Bergidum para atravesar las estribaciones del monte Tilenus y dirigirse al campamento del Tortus, donde se unirían a las tropas de Medulio. Éste los esperaba con sus tropas y con todos los hombres que habían podido reunir los amacos, los bedunienses y los orniacos. Todos ellos pusieron rumbo hacia las orillas del Ástura en las proximidades de Lancia.
Poco después llegaron hasta Bedunia, por el Sudoeste, los zoelas, los tiburos y los cabruagénigos, que no tardaron en reunirse con todos los demás en el lugar de encuentro a orillas del Ástura.
Medulio logró reunir en el lugar indicado a unos treinta mil hombres en total, entre los alrededor de diez mil regulares que tenía en el campamento y unos veinte mil hombres más que aportaron los jefes de todas las gens astures. Bueno, no de todas, porque faltaba una, la de los brigaecinos.
Habían quedado en encontrarse todos los jefes astures en un pequeño altiplano cerca de Lancia, la ciudad más importante de los astures, para concretar la estrategia que iban a seguir contra el ejército romano desplegado en la planicie que bordeaba el Ástura. Todos acudieron a la cita excepto uno, Fusco, jefe de los brigaecinos. En un principio no le dieron mayor importancia. Creyeron que su tardanza se debía a un retraso producido por algún contratiempo. Pero el tiempo pasaba y Fusco no daba señales de vida. Los más supersticiosos pronto empezaron a ver en ese retraso indicios de preocupación. Medulio, como caudillo de todos ellos, restaba importancia a esos augurios y trataba de tranquilizar a todos los jefes de su ejército. Mas pasado el tiempo prudencial que todo hombre sensato puede considerar como normal, los ánimos empezaron a crisparse y la desazón y el desconcierto cundió sobre ellos.
Esperaremos hasta mañana al amanecer —les dijo Medulio a los jefes allí presentes—. Si a esa hora no hay señales de ellos, tomaremos medidas.
—Yo no esperaría hasta esa hora —insinuó el jefe de los lancienses—. Ha tenido tiempo más que suficiente para llegar hasta aquí. Debería haber sido de los primeros.
Ya lo sé —contestó Medulio—, pero vamos a darle este margen de confianza. Por otra parte, ya casi es la puesta del sol. ¿Qué vamos a hacer de noche? Es mejor esperar a que amanezca.
La mayoría de ellos opinaron lo mismo, aunque comprendían que el tiempo podía correr en su contra.
Yo creo que Fusco nos ha traicionado —intervino de nuevo el jefe de los lancienses, que era partidario de actuar inmediatamente.
Es posible que tengas razón —le respondió Medulio—, pero ahora poco podemos hacer. Esperaremos a mañana y, si no hay señales de él, enviaremos exploradores a los cuatro puntos cardinales para que nos traigan noticias.
Todos quedaron de acuerdo con la propuesta de su caudillo, excepto uno de los jefes de los astures transmontanos. Éste se opuso a la decisión de Medulio e, incluso, lo retó para ver quién de los dos se erigía en paladín de todos los astures. Medulio no estaba para retos en aquel momento ni quería perder a uno de sus mejores hombres, por lo que, después de mediar varias palabras entre ellos, le confirió el mando absoluto de todos los astures transmontanos, pero, a cambio, le exigió acatamiento total a sus órdenes. El general transmontano comprendió que Medulio tenía razón y aceptó la propuesta.

Entretanto, Publio Carisio avanzaba con sus tropas por las márgenes del Durius, procedente de Lusitania. Al llegar a la desembocadura del Ástura, ordenó a sus tropas ascender por el curso de este río. Comandaba seis legiones completas, unos treinta y seis mil hombres, todos ellos militares profesionales. Su maquinaria de guerra era imponente y la marcha de sus tropas aterradora. Cuando se acercaban a Brigaecium, les salió al encuentro Fusco. Éste informó a Publio Carisio del lugar de encuentro de los astures y acerca de los planes que tenían para atacar al ejército romano. A continuación puso a su disposición todos los hombres que había podido reunir. Unos dos mil quinientos en total. El legado romano le agradeció el gesto y lo acogió bajo su amparo.
Ante las noticias que le acaba de dar Fusco, Publio Carisio decidió hacer un alto en su marcha y detenerse unos días en Brigaecium. Allí instaló su tienda para confeccionar un plan de ataque a los astures. Organizado el plan, Publio Carisio volvió a poner su ejército en marcha en dirección a Lancia. Los días de los astures estaban contados.
Cuando Medulio y sus generales enviaron a sus exploradores, el ejército romano, con un total de unos cuarenta mil hombres, ya los tenían rodeados por los cuatro costados. A los exploradores astures les faltó tiempo para regresar al campamento base e informar a su caudillo y demás generales de la situación.
Estamos perdidos —dijeron todos ellos nada más llegar a la reunión de los generales—. Estamos rodeados por todas partes.
Nos han tendido una trampa —exclamó uno de los generales.
Ya me lo temía yo —comentó el jefe de los lancienses—. Esto es obra de Fusco.
Desde luego que tiene que ser obra de Fusco —corroboró otro de los generales— y si no, ¿por qué no está aquí?
Todos estamos de acuerdo que es obra de Fusco —aseveró Medulio—, pero ahora nada podemos hacer lamentándolo. Lo que tenemos que hacer es ponernos en movimiento cuanto antes.
Eso es cierto —ratificó el jefe de los lancienses—. Pero, ¿qué podemos hacer?
Lo primero de todo, luchar contra ellos y tratar de vencerlos —contestó Medulio— y, si eso no es posible, nos refugiaremos en Lancia. Así, pues, cada uno que ocupe su puesto. Esperaremos que se acerquen un poco más y cuando yo dé la orden, atacaremos en todas las direcciones. ¿Entendido?
¡Entendido! —contestaron a coro.
Todos se dirigieron a sus puestos en espera de que el enemigo se acercase a ellos. Si querían tener éxito, debían permanecer juntos. La división entre sí sería su perdición y tal vez eso era lo que esperaban los romanos. Pero Medulio también lo sabía. Por eso les ordenó permanecer juntos hasta que el enemigo se les aproximara más.
La espera fue larga y tensa. Los guerreros astures miraban hacia todas partes sin percibir ningún acercamiento del enemigo. Éstos trataban de poner a prueba sus nervios con tal estratagema. Hacia media tarde se comenzaron a ver nubes de polvo en todas direcciones. A lo lejos se divisaba el lento y pesado avance de las tropas romanas. A medida que se acercaban, su número y su fuerza parecían mayores. Los astures, no obstante, no se amedrentaban. Esperaban impacientes la orden de combate de su caudillo. El sol ya comenzaba a declinar hacia el ocaso. La noche no tardaría en adueñarse de todo. De pronto, las tropas romanas detuvieron su avance. Era demasiado tarde para iniciar la batalla.
Con las primeras luces del alba los romanos reanudaron su lenta marcha sobre las tropas astures. Éstos ya hacía tiempo que esperaban en pie su ataque. Los romanos avanzaban estrechando cada vez más el cerco sobre los astures. A la salida del sol se hallaban ya a unas dos millas de ellos. La polvareda que levantaban se elevaba por encima de la copa de los chopos. Los astures no tardaron en oír los chirridos de sus máquinas de guerra. Los rayos del sol reflejaban por todas partes el fulgor de los cascos de los romanos. Su visión era impresionante. El avance se ralentizaba, pero el cerco cada vez se estrechaba más. Los astures ya podían oír las voces del enemigo. Sus nervios y su impaciencia estaban a flor de piel. Medulio se resistía a dar la orden de ataque. Tenían que aproximarse algo más. Los romanos detuvieron su marcha. Segundos después una lluvia de flechas surcó el aire en dirección a los astures. Éstos se protegieron con sus caetras. No tardaron en responderles con otra andanada. Los lanzamientos se repitieron por ambos bandos durante una media hora. Luego Medulio dio la orden de ataque. Los guerreros astures se lanzaron con tal ímpetu sobre los romanos, que en un primer momento les hicieron retroceder en su avance. Los golpes eran brutales. Pronto el suelo comenzó a quedar sembrado de cadáveres de ambos bandos. La lucha se enardecía. Los romanos consiguieron rehacerse obligando a los astures a retroceder algo sobre sus pasos. Medulio volvió a gritar con más fuerza a los suyos. El combate se recrudecía. De nuevo los romanos se replegaron sobre sí mismos. Los astures, enardecidos, embestían contra ellos con rabia. La lucha estaba casi en tablas. En un descuido de los astures, los romanos les obligaron a retroceder varios pasos. Medulio de nuevo infundió valor a los suyos. Luego, se lanzó el primero al ataque, derribando a un enemigo con cada golpe que daba. Los astures siguieron su ejemplo. En poco tiempo obligaron a retroceder al ejército invasor más de media milla. Éstos se veían incapaces de evitar sus golpes. La batalla parecía inclinarse a favor de los de casa. Medulio, con una cincuentena de los suyos, se fue alejando poco a poco del campo de batalla. Los rodeaban una centuria de romanos. Pronto el cerco enemigo los dejó aislados del resto de sus compañeros. La lucha continuaba dentro y fuera del cerco. Medulio y los suyos se defendían como leones. Su fuerza y su rapidez en las embestidas les hacían multiplicar los resultados. El ejército romano se olvidó de ellos por considerar que los suyos acabarían pronto con aquel puñado de astures. Mas al cabo de una larga lucha, Medulio y el pequeño grupo de guerreros que lo acompañaba liquidaron a toda la centuria romana. El caudillo quiso entonces regresar al fragor de la batalla, pero los suyos se lo impidieron. No sería más que un suicidio el intento de atravesar el cerco romano. Era mejor alejarse de aquel lugar para refugiarse en las montañas. Allí podrían hacerse fuertes otra vez contra los invasores. Medulio, con gran dolor de su corazón, cedió a los consejos de sus guerreros, que todos juntos pusieron rumbo a las montañas del poniente, hacia el monte Medullius.
El resto de astures quedó aprisionado en el cerco de los romanos. Seguían luchando con ardor y fuerza, pero la desaparición de su caudillo comenzó a minarles la moral. En ausencia de Medulio, el jefe de los astures transmontanos tomó el mando. Al ver que el ejército romano se les echaba encima y que los suyos decaían en su estado de ánimo, ordenó la retirada y que todos se refugiaran en Lancia. Los astures se hicieron fuertes en la ciudad, que fue cercada por el ejército romano. Después de tener sitiada la ciudad durante varios días, Publio Carisio ordenó su ataque. Los astures lucharon hasta la muerte. Su valor fue digno de encomio, en especial el del jefe transmontano, que murió degollando romanos. Después de su muerte, los astures aún siguieron combatiendo con ímpetu y ardor, pero la superioridad de los romanos se impuso. La mayor parte de los guerreros astures prefirió darse la muerte antes que someterse a los invasores. Lancia fue tomada por éstos y los pocos habitantes que en ella quedaban fueron hechos prisioneros. Muchos romanos querían destruir y asolar la ciudad como escarmiento, pero Publio Carisio decidió dejarla en pie ad maiorem gloriam Romae.

© Julio Noel 


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