21
Hacía pocos días que habían
celebrado el equinoccio de primavera. La
mañana era
fresca y soleada. En la lejanía se divisaban las blancas crestas del
cordal cantábrico. Medulio acababa de recibir noticias de los
movimientos de las tropas romanas. Un emisario le había informado
que Publio Carisio se desplazaba con seis legiones desde Lusitania
hacia sus tierras. En poco más de un mes estaría allí. El caudillo
de los astures no se demoró en enviar mensajeros a todos los jefes
de las tribus con la declaración de la guerra. Había llegado el
momento para el que llevaban tantos años preparándose. El encuentro
de todos los astures tendría lugar en
Lancia, al lado del
río Ástura.
Desde allí
atacarían por sorpresa al ejército romano.
Transmitidas sus órdenes a su
lugarteniente Clouto, Medulio se fue al encuentro de su familia. Al
entrar en la tienda, tomó entre sus brazos a su hija, que el próximo
verano cumpliría diez años, la acercó hacia sí y la estrechó
contra su pecho. Luego se acercó a su mujer, la besó y la estrechó
contra su corazón.
—Amor mío, recoge todas tus
cosas y junto con Alda y con mi madre os iréis inmediatamente para
el valle de Osimara. Aquí ya no hay sitio para vosotras.
Ginebra, la madre de Elba,
había muerto aquel mismo invierno. Unas fiebres muy altas y una tos
cavernosa habían acabado con su vida. Elba ya no tenía ningún lazo
que la ligara a aquella tierra.
—¿Por qué nos tenemos que
ir, cariño? —ella lo besó amorosamente—. ¿A qué vienen tantas
prisas?
—Las tropas romanas han
empezado a moverse. No tardarán en estar aquí. Hoy mismo he
declarado la guerra y he convocado a todos los jefes con sus tropas
en Lancia.
Aquí no quedará nadie. Así que lo más prudente es que os retiréis
a una zona más segura. Esa zona hoy por hoy es el poblado donde
nací. Como te he dicho, os vais con mi madre para allí y esperáis
mis noticias.
—Pero ¿cómo nos las
arreglaremos para llegar hasta allí?
—No te preocupes, cariño.
Ordenaré que os acompañen algunos de mis hombres. Ahora empieza a
recogerlo todo y prepárate para partir sin demora. No podemos perder
un solo instante.
Los dos se abrazaron y se
besaron de nuevo. Luego Medulio retornó a su tienda de mando para
organizar el desalojo del campamento y la próxima partida hacia la
ciudad de Lancia.
Antes de abandonar definitivamente el campamento, esperarían a los
jefes de las tribus próximas para partir todos juntos. Tenía mucho
trabajo por delante.
El jefe de los paesicos había
congregado unos dos mil hombres. Después de recibir la orden de
Medulio de reunirse en los alrededores de Lancia,
se pusieron en marcha a través de los valles occidentales de los
astures transmontanos, para atravesar la Cordillera Cantábrica en
dirección al mediodía. Al llegar a Villa
Avelinum, dudaron
qué dirección tomar. Unos se inclinaban por descender a través del
curso del río Minium,
en dirección Sur.
Otros, en cambio,
opinaban que debían avanzar hacia el Sureste, por entender que la
ciudad de Lancia
se hallaba en esa dirección. Finalmente triunfó la segunda opción
por parecer la más razonable.
Cruzaron la montaña que
separa la cuenca del Minium
de la del Aqua
Magna, para
descender por los angostos valles que conforman su comarca. Su avance
era lento debido a la dificultad para caminar por sus desfiladeros y
cañadas. En algunos lugares tenían que vadear el río y avanzar de
uno en uno por estrechos pasos entre rocas y precipicios. Especial
dificultad encontraron para abandonar la comarca del Aqua
Magna y entrar en
la del Urbicus. El
paso era tan estrecho y dificultoso, que se vieron obligados a vadear
el río. Ya en la ribera del Urbicus,
su avance se hizo
más rápido y en jornada y media pudieron reunirse con las tropas de
Medulio.
Por su parte, el jefe de los
luggones había reunido algo más de cuatro mil hombres, procedentes
todos ellos de la parte central de los astures transmontanos. Una vez
atravesada la cordillera Cantábrica, se les unieron los saelinos y
todos juntos descendieron hacia la ciudad de Lancia
siguiendo el curso del río Vernesica.
Su avance hacia el
punto de reunión no ofreció grandes dificultades, por lo que no
tardaron en hallarse en compañía del resto de las tropas.
El jefe de los penios, con mil
quinientos hombres bajo su mando, avanzó hacia la cordillera
Cantábrica ascendiendo por el Salia
hasta la base de
los Montes Europae
por su parte
occidental. La marcha a través del desfiladero del Salia,
primero, y de la
pronunciada pendiente de la cordillera, después, se hizo muy lenta.
Tanto hombres como caballerías avanzaban penosamente por aquellas
veredas estrechas y tortuosas. Una vez coronado el cordal, el
descenso hacia el Valle de Eone
se hizo más suave
y la marcha más rápida. Los hombres pusieron rumbo hacia el Astura
sin dilación. No
tardaron en llegar a Rivus
Angulus. Allí
decidieron hacer un descanso para pasar la noche y reponer sus
desfallecidas fuerzas.
Cuando
el astro rey desplegó sus dorados rayos por la cima de las altas
montañas de Vadinia, el jefe de los penios ordenó a todos sus
hombres ponerse en marcha. Hacia el mediodía dejaron atrás el
castro de Cisterna
para continuar su
avance por las frondosas riberas del Ástura.
Ya bien entrada la
noche, se reunieron con las tropas de Medulio en las proximidades de
Lancia.
Los
gigurros, lougueos, susarros y tiburos se reunieron en Bergidum
para atravesar las
estribaciones del monte Tilenus
y dirigirse al
campamento del Tortus,
donde se unirían a
las tropas de Medulio. Éste los esperaba con sus tropas y con todos
los hombres que habían podido reunir los amacos, los bedunienses y
los orniacos. Todos ellos pusieron rumbo hacia las orillas del Ástura
en las proximidades
de Lancia.
Poco después llegaron hasta
Bedunia, por
el Sudoeste, los zoelas, los tiburos y los cabruagénigos, que no
tardaron en reunirse con todos los demás en el lugar de encuentro a
orillas del Ástura.
Medulio logró reunir en el
lugar indicado a unos treinta mil hombres en total, entre los
alrededor de diez mil regulares que tenía en el campamento y unos
veinte mil hombres más que aportaron los jefes de todas las gens
astures. Bueno, no
de todas, porque faltaba una, la de los brigaecinos.
Habían quedado en
encontrarse todos los jefes astures en un pequeño altiplano cerca de
Lancia,
la ciudad más importante de los astures, para concretar la
estrategia que iban a seguir contra el ejército romano desplegado en
la planicie que bordeaba el Ástura.
Todos acudieron a
la cita excepto uno, Fusco, jefe de los brigaecinos.
En un principio no le dieron mayor importancia. Creyeron que su
tardanza se debía a un retraso producido por algún contratiempo.
Pero el tiempo pasaba y Fusco no daba señales de vida. Los más
supersticiosos pronto empezaron a ver en ese retraso indicios de
preocupación. Medulio, como caudillo de todos ellos, restaba
importancia a esos augurios y trataba de tranquilizar a todos los
jefes de su ejército. Mas pasado el tiempo prudencial que todo
hombre sensato puede considerar como normal, los ánimos empezaron a
crisparse y la desazón y el desconcierto cundió sobre ellos.
—Esperaremos hasta mañana
al amanecer —les dijo Medulio a los jefes allí presentes—. Si a
esa hora no hay señales de ellos, tomaremos medidas.
—Yo
no esperaría hasta esa hora —insinuó el jefe de los lancienses—.
Ha tenido tiempo más que suficiente para llegar hasta aquí. Debería
haber sido de los primeros.
—Ya lo sé —contestó
Medulio—, pero vamos a darle este margen de confianza. Por otra
parte, ya casi es la puesta del sol. ¿Qué vamos a hacer de noche?
Es mejor esperar a que amanezca.
La mayoría de ellos opinaron
lo mismo, aunque comprendían que el tiempo podía correr en su
contra.
—Yo creo que Fusco nos ha
traicionado —intervino de nuevo el jefe de los lancienses, que era
partidario de actuar inmediatamente.
—Es posible que tengas razón
—le respondió Medulio—, pero ahora poco podemos hacer.
Esperaremos a mañana y, si no hay señales de él, enviaremos
exploradores a los cuatro puntos cardinales para que nos traigan
noticias.
Todos quedaron de acuerdo con
la propuesta de su caudillo, excepto uno de los jefes de los astures
transmontanos. Éste se opuso a la decisión de Medulio e, incluso,
lo retó para ver quién de los dos se erigía en paladín de todos
los astures. Medulio no estaba para retos en aquel momento ni quería
perder a uno de sus mejores hombres, por lo que, después de mediar
varias palabras entre ellos, le confirió el mando absoluto de todos
los astures transmontanos, pero, a cambio, le exigió acatamiento
total a sus órdenes. El general transmontano comprendió que Medulio
tenía razón y aceptó la propuesta.
Entretanto, Publio Carisio
avanzaba con sus tropas por las márgenes del Durius,
procedente de
Lusitania. Al
llegar a la desembocadura del Ástura,
ordenó a sus
tropas ascender por el curso de este río. Comandaba seis legiones
completas, unos treinta y seis mil hombres, todos ellos militares
profesionales. Su maquinaria de guerra era imponente y la marcha de
sus tropas aterradora. Cuando se acercaban a Brigaecium,
les salió al
encuentro Fusco. Éste informó a Publio Carisio del lugar de
encuentro de los astures y acerca de los planes que tenían para
atacar al ejército romano. A continuación puso a su disposición
todos los hombres que había podido reunir. Unos dos mil quinientos
en total. El legado romano le agradeció el gesto y lo acogió bajo
su amparo.
Ante las noticias que le acaba
de dar Fusco, Publio Carisio decidió hacer un alto en su marcha y
detenerse unos días en Brigaecium.
Allí instaló su
tienda para confeccionar un plan de ataque a los astures. Organizado
el plan, Publio Carisio volvió a poner su ejército en marcha en
dirección a Lancia.
Los días de los astures estaban contados.
Cuando
Medulio y sus generales enviaron a sus exploradores, el ejército
romano, con un total de unos cuarenta mil hombres, ya los tenían
rodeados por los cuatro costados. A los exploradores astures les
faltó tiempo para regresar al campamento base e informar a su
caudillo y demás generales de la situación.
—Estamos perdidos —dijeron
todos ellos nada más llegar a la reunión de los generales—.
Estamos rodeados por todas partes.
—Nos han tendido una trampa
—exclamó uno de los generales.
—Ya me lo temía yo —comentó
el jefe de los lancienses—. Esto es obra de Fusco.
—Desde luego que tiene que
ser obra de Fusco —corroboró otro de los generales— y si no,
¿por qué no está aquí?
—Todos estamos de acuerdo
que es obra de Fusco —aseveró Medulio—, pero ahora nada podemos
hacer lamentándolo. Lo que tenemos que hacer es ponernos en
movimiento cuanto antes.
—Eso es cierto —ratificó
el jefe de los lancienses—. Pero, ¿qué podemos hacer?
—Lo primero de todo, luchar
contra ellos y tratar de vencerlos —contestó Medulio— y, si eso
no es posible, nos refugiaremos en
Lancia. Así, pues,
cada uno que ocupe su puesto. Esperaremos que se acerquen un poco más
y cuando yo dé la orden, atacaremos en todas las direcciones.
¿Entendido?
—¡Entendido! —contestaron
a coro.
Todos se dirigieron a sus
puestos en espera de que el enemigo se acercase a ellos. Si querían
tener éxito, debían permanecer juntos. La división entre sí sería
su perdición y tal vez eso era lo que esperaban los romanos. Pero
Medulio también lo sabía. Por eso les ordenó permanecer juntos
hasta que el enemigo se les aproximara más.
La
espera fue larga y tensa. Los guerreros astures miraban hacia todas
partes sin percibir ningún acercamiento del enemigo. Éstos trataban
de poner a prueba sus nervios con tal estratagema. Hacia media tarde
se comenzaron a ver nubes de polvo en todas direcciones. A lo lejos
se divisaba el lento y pesado avance de las tropas romanas. A medida
que se acercaban, su número y su fuerza parecían mayores. Los
astures, no obstante, no se amedrentaban. Esperaban impacientes la
orden de combate de su caudillo. El sol ya comenzaba a declinar
hacia el ocaso. La noche no tardaría en adueñarse de todo. De
pronto, las tropas romanas detuvieron su avance. Era demasiado tarde
para iniciar la batalla.
Con las primeras luces del
alba los romanos reanudaron su lenta marcha sobre las tropas astures.
Éstos ya hacía tiempo que esperaban en pie su ataque. Los romanos
avanzaban estrechando cada vez más el cerco sobre los astures. A la
salida del sol se hallaban ya a unas dos millas de ellos. La
polvareda que levantaban se elevaba por encima de la copa de los
chopos. Los astures no tardaron en oír los chirridos de sus máquinas
de guerra. Los rayos del sol reflejaban por todas partes el fulgor de
los cascos de los romanos. Su visión era impresionante. El avance se
ralentizaba, pero el cerco cada vez se estrechaba más. Los astures
ya podían oír las voces del enemigo. Sus nervios y su impaciencia
estaban a flor de piel. Medulio se resistía a dar la orden de
ataque. Tenían que aproximarse algo más. Los romanos detuvieron su
marcha. Segundos después una lluvia de flechas surcó el aire en
dirección a los astures. Éstos se protegieron con sus caetras.
No tardaron en
responderles con otra andanada. Los lanzamientos se repitieron por
ambos bandos durante una media hora. Luego Medulio dio la orden de
ataque. Los guerreros astures se lanzaron con tal ímpetu sobre los
romanos, que en un primer momento les hicieron retroceder en su
avance. Los golpes eran brutales. Pronto el suelo comenzó a quedar
sembrado de cadáveres de ambos bandos. La lucha se enardecía. Los
romanos consiguieron rehacerse obligando a los astures a retroceder
algo sobre sus pasos. Medulio volvió a gritar con más fuerza a los
suyos. El combate se recrudecía. De nuevo los romanos se replegaron
sobre sí mismos. Los astures, enardecidos, embestían contra ellos
con rabia. La lucha estaba casi en tablas. En un descuido de los
astures, los romanos les obligaron a retroceder varios pasos. Medulio
de nuevo infundió valor a los suyos. Luego, se lanzó el primero al
ataque, derribando a un enemigo con cada golpe que daba. Los astures
siguieron su ejemplo. En poco tiempo obligaron a retroceder al
ejército invasor más de media milla. Éstos se veían incapaces de
evitar sus golpes. La batalla parecía inclinarse a favor de los de
casa. Medulio, con una cincuentena de los suyos, se fue alejando poco
a poco del campo de batalla. Los rodeaban una centuria de romanos.
Pronto el cerco enemigo los dejó aislados del resto de sus
compañeros. La lucha continuaba dentro y fuera del cerco. Medulio y
los suyos se defendían como leones. Su fuerza y su rapidez en las
embestidas les hacían multiplicar los resultados. El ejército
romano se olvidó de ellos por considerar que los suyos acabarían
pronto con aquel puñado de astures. Mas al cabo de una larga lucha,
Medulio y el pequeño grupo de guerreros que lo acompañaba
liquidaron a toda la centuria romana. El caudillo quiso entonces
regresar al fragor de la batalla, pero los suyos se lo impidieron. No
sería más que un suicidio el intento de atravesar el cerco romano.
Era mejor alejarse de aquel lugar para refugiarse en las montañas.
Allí podrían hacerse fuertes otra vez contra los invasores.
Medulio, con gran dolor de su corazón, cedió a los consejos de sus
guerreros, que todos juntos pusieron rumbo a las montañas del
poniente, hacia el monte Medullius.
El resto de astures quedó
aprisionado en el cerco de los romanos. Seguían luchando con ardor y
fuerza, pero la desaparición de su caudillo comenzó a minarles la
moral. En ausencia de Medulio, el jefe de los astures transmontanos
tomó el mando. Al ver que el ejército romano se les echaba encima y
que los suyos decaían en su estado de ánimo, ordenó la retirada y
que todos se refugiaran en Lancia.
Los astures se hicieron fuertes en la ciudad, que fue cercada por el
ejército romano. Después de tener sitiada la ciudad durante varios
días, Publio Carisio ordenó su ataque. Los astures lucharon hasta
la muerte. Su valor fue digno de encomio, en especial el del jefe
transmontano, que murió degollando romanos. Después de su muerte,
los astures aún siguieron combatiendo con ímpetu y ardor, pero la
superioridad de los romanos se impuso. La mayor parte de los
guerreros astures prefirió darse la muerte antes que someterse a los
invasores. Lancia
fue tomada por éstos y los pocos habitantes que en ella quedaban
fueron hechos prisioneros. Muchos romanos querían destruir y asolar
la ciudad como escarmiento, pero Publio Carisio decidió dejarla en
pie ad maiorem
gloriam Romae.
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario