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Don
Alfonso se trasladó al monasterio de San Benito de Sahagún para
rendir el último homenaje a su amada esposa doña Constanza de
Borgoña. Ante la noticia del luctuoso acontecimiento, se reunieron
en el lugar varios obispos y un gran número de magnates del reino.
Doña Jimena Muñiz aprovechó la ocasión para reencontrarse con su
antiguo amante, de quien se había separado por su matrimonio con la
ahora finada. Habían transcurrido diez años sin que hubieran tenido
un solo encuentro en tan largo período de tiempo. Doña Jimena
albergaba la esperanza de que volviera a renacer su antiguo amor
ahora que su rival había fallecido. No contaba con los cambios que
se pudieran haber producido en el corazón de su amado. Ella seguía
impertérrita en su amor y creía que a don Alfonso le tenía que
suceder lo mismo.
El
funeral se celebró en la iglesia del monasterio. Lo presidió don
Alfonso desde el palco real situado al lado del Evangelio. Al final
del mismo todos los magnates del reino y personas principales pasaron
de uno en uno a dar el pésame al soberano. Cuando le tocó el turno
a doña Jimena, ésta fijó sus ojos en los de don Alfonso para
observar su reacción, pero el rey no se inmutó. Su corazón no
estaba en aquel momento por el de su antigua amante, por quien
todavía sentía un gran aprecio pero ya no amor. La examante se
retiró humillada y confundida por tan frío encuentro. Esperaba
algún gesto, algún detalle, algún movimiento apenas perceptible de
las facciones del soberano cuando la viera. Pero nada de esto
sucedió. Con gran despecho abandonó la iglesia y se dirigió presta
a su carruaje para poner lo antes posible tierra de por medio entre
ella y su examante. No podía permanecer un instante más allí,
porque le quemaba los pies la tierra que él pudiera hollar. Cuando
se disponía a partir, un criado real la detuvo.
—Señora,
Su Majestad os espera.
Un
rayo que le hubiera caído encima en aquel momento no le habría
producido el impacto que aquellas palabras le causaron.
—¿Dónde
está? —es lo único que se atrevió a decir.
—Seguidme,
por favor.
Doña
Jimena siguió en silencio al criado, que la condujo hasta el
palacete que había mandado construir doña Constanza. Allí, sin
testigos, en un saloncito reservado, la recibió don Alfonso. La
esperaba de pie con cierta impaciencia. Después de un fraternal
abrazo entre ambos, le habló en los siguientes términos:
—No
esperaba tu presencia aquí. No sé a qué has venido, pero lo
nuestro terminó hace años. Hubo un momento en que estuve locamente
enamorado de ti y me hubiera casado contigo de no haberse opuesto
rotundamente la Iglesia a nuestro enlace. Seguí amándote después
de mi matrimonio con la malhadada Constanza. Tuvimos una segunda hija
después de haberme casado con ella. Pero todo eso se acabó, Jimena.
Todo eso pertenece al pasado. Ahora son nuevos tiempos. Yo ya no
estoy enamorado de ti. Si has venido porque me he quedado viudo y
ahora podrías ocupar el lugar de mi difunta esposa, te equivocas. Tu
momento ya pasó. Lo único que puedo hacer por ti es concederte
algún beneficio real. Pensaré qué te puedo ofrecer, aunque ya lo
tengo prácticamente decidido. ¿Qué te parece la tenencia del
castillo de Ulver? Tu padre ya fue tenente de él y tú podrías
desempeñar muy bien ese puesto. Si lo aceptas, es tuyo. También he
pensado en beneficiar a nuestras hijas, que supongo que serán tan
hermosas como tú. Concertaremos sendos matrimonios que no las
desmerezcan. ¿Qué opinas tú?
Doña
Jimena se quedó sin palabras al oír el discurso del rey. Cuando la
detuvo su criado y la llevó ante él, esperaba otra cosa. Nunca se
imaginó que la iba a desdeñar de esa manera. Aún recordaba la
promesa que le había hecho antes de marcharse para el Bierzo. Cuando
regresara de la guerra iría a buscarla dondequiera que estuviera, le
prometió la última noche que pasaron juntos en aquella casita al
lado del Bernesga. Pero jamás fue. Nunca más se acordó de ella a
pesar de haberle dado dos hijas. Dos hijas que eran su tesoro y que
ahora también parecía querer apropiarse de ellas, cuando por ellas
no había hecho más que concebirlas. Bueno, le acababa de hacer una
oferta que debería considerar. Él tenía grandes influencias para
casarlas bien. No convenía desaprovecharlas. Tal vez fuera el único
regalo que recibieran de su padre.
—¿Con
quiénes las casarías?
—A
Elvira la podríamos casar con el conde de Tolosa, Raimundo IV. Es un
buen partido.
—Pero
es demasiado viejo para ella —objetó doña Jimena—. Le lleva
casi cuarenta años.
—Si
te vas a fijar en esas pequeñeces, no la casaremos jamás. Hoy día
la edad no cuenta en estos matrimonios. Lo que cuenta es el estado de
los cónyuges. Es su posición.
—Y
a Teresa, ¿con quién la vas a casar?
—Para
Teresa había pensado en Enrique de Borgoña. Ya sabes que es primo
de Raimundo, que se ha casado con mi hija Urraca. ¿Te parece bien?
Doña
Jimena mantuvo silencio unos instantes antes de contestar. Era
consciente de que ambos constituían un buen partido para sus hijas.
El de Elvira, demasiado mayor para ella, pero habría que aceptar ese
inconveniente como mal menor. Sus hijas se merecían ser princesas
por ser hijas del rey más importante de la cristiandad hispánica,
así que, ¿por qué no podían casarse con aquellos señores de la
nobleza francesa? Sí, sus hijas emparentarían con la alta nobleza y
quién sabe si algún día no podrían llegar a ser reinas, como a
punto estuvo ella de serlo si no se hubiera entrometido la Iglesia.
Sus hijas podrían hacer realidad sus sueños. ¿Por qué no?
—Me
parece bien, Alfonso. Por nuestras hijas acepto el trato, aunque yo
quede relegada a un segundo plano.
—¿Te
parece poco lo que te otorgo, Jimena?
—No
me parece poco comparado con lo que tengo, pero sí con lo que
esperaba obtener. Recuerda que me prometiste hacerme tu esposa y por
lo tanto convertirme en reina. Ya veo que aquello sólo fue un sueño
en el que jamás debí creer.
—Sabes
que no es verdad. Mi primera y auténtica intención fue la de
casarme contigo, pero la Iglesia se opuso rotundamente a nuestro
matrimonio. Clemente VII tenía preparada nuestra excomunión si
hubiéramos persistido en el intento. No me culpes, pues, a mí de
algo que fue ajeno a mi voluntad.
—Y
ahora, ¿qué? Ahora ya no está Constanza por medio.
—Ahora
existe el mismo impedimento que entonces, que es nuestro parentesco.
No insistas, Jimena. Lo nuestro no tiene remedio.
—Si
no tengo otra opción, aceptaré la tenencia de Ulver y me retiraré
a mis posesiones del Bierzo hasta el fin de mis días. Espero que
nuestras hijas tengan más suerte y sean más dichosas que yo. Eso
reconfortará mi agitado espíritu y consolará mi alma.
Sin
esperar la respuesta de su examante, dejó el saloncillo con una
gentil genuflexión y se dirigió hacia su carruaje sin volver la
vista atrás. Don Alfonso la observó a través de las celosías de
la ventana. Había estado un poco frío con ella, lo admitía, pero
no podía dar marcha atrás. No podía regresar al pasado como si los
últimos diez años no hubieran existido. Desde entonces habían
cambiado mucho las cosas y también su corazón. Aún sentía cierto
amor por doña Jimena, aunque era un amor ya marchito. Ahora su
corazón lo ocupaba un nuevo amor, más joven, más fresco, más
genuino. Jimena era el pasado. Éste era el presente y el futuro.
Don
Alfonso quiso detenerse varias semanas en Sahagún donde hacía años
que no se acercaba y tanto añoraba. Aquel reencuentro en su
monasterio predilecto con dos de sus mujeres más amadas, una muerta
y la otra despechada, le traía a la memoria placenteros recuerdos de
su pasado. Un pasado que se alejaba con tanta o más rapidez con la
que se acercaba el futuro. Allí había vivido momentos felices con
ambas mujeres y también le había tocado probar el acíbar de alguno
de los momentos más amargos de su vida, como la deposición de su
consejero y amigo el abad Roberto. Todo aquello formaba parte ya de
la Historia. No eran más que recuerdos. Ahora había que mirar hacia
delante. Pasaría unos días de descanso en la paz del monasterio
para solaz de su espíritu. Los monjes le ayudarían a encontrar esa
paz y ese bienestar tan deseados. Luego tendría que volver al
ajetreo cotidiano de la vida real.
Noviembre
tocaba a su fin mientras la princesa Zaida esperaba dar a luz el
fruto de su amor. Su avanzado estado de gestación le decía que el
nuevo ser estaba a punto de venir al mundo. Don Alfonso hacía algo
más de un mes que había regresado de su incursión por tierras
lusitanas, en la que incorporó Santarem y Lisboa a su corona. Desde
entonces no se había separado un momento de la bella mora. Esperaba
con gran impaciencia el alumbramiento de su nuevo retoño, que una y
otra vez suplicaba al Hacedor que fuera un varón. Su difunta esposa
doña Constanza sólo le había dado hijas, de las que no había
sobrevivido más que una, doña Urraca. Era hora ya de tener un
heredero varón para que ciñera algún día su corona. Su reino,¡
qué su reino!, su imperio no podía quedar en manos de su hija
Urraca y su marido borgoñón.
Recién
iniciado diciembre la bella Zaida salió de cuentas. Dos días más
tarde daba a luz un hermoso varón que llenó de alegría a Alfonso
VI y le hizo derramar algunas lágrimas. Por fin se habían cumplido
sus deseos y daba infinitas gracias a Dios por haberle concedido
aquel retoño que alegraría los últimos años de su vida.
—¡Alabado
sea el Señor que se ha dignado darme un varón para consuelo de mi
vejez! —exclamó con júbilo cuando recibió la noticia—. Por fin
tendré un digno heredero para mi corona.
Minutos
más tarde entraba a ver a la madre y al recién nacido. Zaida
amamantaba con su pecho al retoño que parecía haber venido a este
mundo con buen apetito. El rey se acercó a ellos pletórico de
alegría y emoción.
—¿Cómo
están mi bella princesa y mi deseado heredero?
Los
estrechó contra su pecho con gran ternura.
—Estamos
muy bien —contestó su amante—. Un poco débil, pero, por lo
demás, muy bien y muy feliz por haberte dado un varón.
—Yo
también lo estoy, amor mío —el monarca depositó un fugaz beso en
los labios de su amada—. Cuidaremos de él para que pueda hacerse
un hombre y llevar algún día sobre sus sienes esta pesada corona.
Él es mi última esperanza.
—Para
eso antes tendremos que casarnos.
—Y
nos casaremos, mi dulce amor.
—Tus
consejeros y los magnates del reino no me aceptarán.
—Te
aceptarán si se lo pido yo.
El
recién nacido comenzó a llorar tal vez impresionado por la
conversación de sus padres. Poco después se quedó profundamente
dormido.
—No
me reconocerán por mi religión —comentó con cierta tristeza
Zaida la mora.
—Conviértete
al cristianismo.
—Lo
dices como si fuera fácil hacerlo.
—No
será fácil, pero portar una corona bien merece el esfuerzo.
La
amante se quedó unos instantes pensativa. No era nada sencillo
hacerlo. Ella había nacido en el seno de una familia islamista. Toda
su vida había sido educada bajo las normas del Corán, que no admite
más religión verdadera que el islam. ¿Cómo iba a cambiar su fe
por otra que, además, era antagónica con la suya? No podía
hacerlo. Ni Alá ni Mahoma ni los suyos se lo perdonarían.
—No
puedo hacerlo, Alfonso. No puedo renunciar a mi fe así sin más ni
más.
—Si
no renuncias al mahometanismo nuestro hijo no podrá llevar mi
corona, pues no podría legitimarlo. Piensa bien lo que dices, amor
mío. Piénsalo detenidamente, aunque sólo sea por nuestro hijo.
—Lo
pensaré, cariño, pero no te prometo nada.
—Por
lo menos nuestro hijo se educará en la religión cristiana. Tal vez
en el futuro cambies de opinión y decidas convertirte. Si eso
ocurriera, como espero que ocurra, nuestro hijo se hallará
preparado.
La
princesa mora no estaba del todo conforme, pero accedió a las
condiciones del rey cristiano. No quería convertirse en un obstáculo
insalvable para el futuro de su hijo. Don Alfonso los dejó solos
para que descansaran. Tiempo habría para solucionar el problema y
limar asperezas.
© Julio Noel
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