miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 31


          
                                                                  31


            Don Alfonso se trasladó al monasterio de San Benito de Sahagún para rendir el último homenaje a su amada esposa doña Constanza de Borgoña. Ante la noticia del luctuoso acontecimiento, se reunieron en el lugar varios obispos y un gran número de magnates del reino. Doña Jimena Muñiz aprovechó la ocasión para reencontrarse con su antiguo amante, de quien se había separado por su matrimonio con la ahora finada. Habían transcurrido diez años sin que hubieran tenido un solo encuentro en tan largo período de tiempo. Doña Jimena albergaba la esperanza de que volviera a renacer su antiguo amor ahora que su rival había fallecido. No contaba con los cambios que se pudieran haber producido en el corazón de su amado. Ella seguía impertérrita en su amor y creía que a don Alfonso le tenía que suceder lo mismo.
El funeral se celebró en la iglesia del monasterio. Lo presidió don Alfonso desde el palco real situado al lado del Evangelio. Al final del mismo todos los magnates del reino y personas principales pasaron de uno en uno a dar el pésame al soberano. Cuando le tocó el turno a doña Jimena, ésta fijó sus ojos en los de don Alfonso para observar su reacción, pero el rey no se inmutó. Su corazón no estaba en aquel momento por el de su antigua amante, por quien todavía sentía un gran aprecio pero ya no amor. La examante se retiró humillada y confundida por tan frío encuentro. Esperaba algún gesto, algún detalle, algún movimiento apenas perceptible de las facciones del soberano cuando la viera. Pero nada de esto sucedió. Con gran despecho abandonó la iglesia y se dirigió presta a su carruaje para poner lo antes posible tierra de por medio entre ella y su examante. No podía permanecer un instante más allí, porque le quemaba los pies la tierra que él pudiera hollar. Cuando se disponía a partir, un criado real la detuvo.
—Señora, Su Majestad os espera.
Un rayo que le hubiera caído encima en aquel momento no le habría producido el impacto que aquellas palabras le causaron.
—¿Dónde está? —es lo único que se atrevió a decir.
—Seguidme, por favor.
Doña Jimena siguió en silencio al criado, que la condujo hasta el palacete que había mandado construir doña Constanza. Allí, sin testigos, en un saloncito reservado, la recibió don Alfonso. La esperaba de pie con cierta impaciencia. Después de un fraternal abrazo entre ambos, le habló en los siguientes términos:
—No esperaba tu presencia aquí. No sé a qué has venido, pero lo nuestro terminó hace años. Hubo un momento en que estuve locamente enamorado de ti y me hubiera casado contigo de no haberse opuesto rotundamente la Iglesia a nuestro enlace. Seguí amándote después de mi matrimonio con la malhadada Constanza. Tuvimos una segunda hija después de haberme casado con ella. Pero todo eso se acabó, Jimena. Todo eso pertenece al pasado. Ahora son nuevos tiempos. Yo ya no estoy enamorado de ti. Si has venido porque me he quedado viudo y ahora podrías ocupar el lugar de mi difunta esposa, te equivocas. Tu momento ya pasó. Lo único que puedo hacer por ti es concederte algún beneficio real. Pensaré qué te puedo ofrecer, aunque ya lo tengo prácticamente decidido. ¿Qué te parece la tenencia del castillo de Ulver? Tu padre ya fue tenente de él y tú podrías desempeñar muy bien ese puesto. Si lo aceptas, es tuyo. También he pensado en beneficiar a nuestras hijas, que supongo que serán tan hermosas como tú. Concertaremos sendos matrimonios que no las desmerezcan. ¿Qué opinas tú?
Doña Jimena se quedó sin palabras al oír el discurso del rey. Cuando la detuvo su criado y la llevó ante él, esperaba otra cosa. Nunca se imaginó que la iba a desdeñar de esa manera. Aún recordaba la promesa que le había hecho antes de marcharse para el Bierzo. Cuando regresara de la guerra iría a buscarla dondequiera que estuviera, le prometió la última noche que pasaron juntos en aquella casita al lado del Bernesga. Pero jamás fue. Nunca más se acordó de ella a pesar de haberle dado dos hijas. Dos hijas que eran su tesoro y que ahora también parecía querer apropiarse de ellas, cuando por ellas no había hecho más que concebirlas. Bueno, le acababa de hacer una oferta que debería considerar. Él tenía grandes influencias para casarlas bien. No convenía desaprovecharlas. Tal vez fuera el único regalo que recibieran de su padre.
—¿Con quiénes las casarías?
—A Elvira la podríamos casar con el conde de Tolosa, Raimundo IV. Es un buen partido.
—Pero es demasiado viejo para ella —objetó doña Jimena—. Le lleva casi cuarenta años.
—Si te vas a fijar en esas pequeñeces, no la casaremos jamás. Hoy día la edad no cuenta en estos matrimonios. Lo que cuenta es el estado de los cónyuges. Es su posición.
—Y a Teresa, ¿con quién la vas a casar?
—Para Teresa había pensado en Enrique de Borgoña. Ya sabes que es primo de Raimundo, que se ha casado con mi hija Urraca. ¿Te parece bien?
Doña Jimena mantuvo silencio unos instantes antes de contestar. Era consciente de que ambos constituían un buen partido para sus hijas. El de Elvira, demasiado mayor para ella, pero habría que aceptar ese inconveniente como mal menor. Sus hijas se merecían ser princesas por ser hijas del rey más importante de la cristiandad hispánica, así que, ¿por qué no podían casarse con aquellos señores de la nobleza francesa? Sí, sus hijas emparentarían con la alta nobleza y quién sabe si algún día no podrían llegar a ser reinas, como a punto estuvo ella de serlo si no se hubiera entrometido la Iglesia. Sus hijas podrían hacer realidad sus sueños. ¿Por qué no?
—Me parece bien, Alfonso. Por nuestras hijas acepto el trato, aunque yo quede relegada a un segundo plano.
—¿Te parece poco lo que te otorgo, Jimena?
—No me parece poco comparado con lo que tengo, pero sí con lo que esperaba obtener. Recuerda que me prometiste hacerme tu esposa y por lo tanto convertirme en reina. Ya veo que aquello sólo fue un sueño en el que jamás debí creer.
—Sabes que no es verdad. Mi primera y auténtica intención fue la de casarme contigo, pero la Iglesia se opuso rotundamente a nuestro matrimonio. Clemente VII tenía preparada nuestra excomunión si hubiéramos persistido en el intento. No me culpes, pues, a mí de algo que fue ajeno a mi voluntad.
—Y ahora, ¿qué? Ahora ya no está Constanza por medio.
—Ahora existe el mismo impedimento que entonces, que es nuestro parentesco. No insistas, Jimena. Lo nuestro no tiene remedio.
—Si no tengo otra opción, aceptaré la tenencia de Ulver y me retiraré a mis posesiones del Bierzo hasta el fin de mis días. Espero que nuestras hijas tengan más suerte y sean más dichosas que yo. Eso reconfortará mi agitado espíritu y consolará mi alma.
Sin esperar la respuesta de su examante, dejó el saloncillo con una gentil genuflexión y se dirigió hacia su carruaje sin volver la vista atrás. Don Alfonso la observó a través de las celosías de la ventana. Había estado un poco frío con ella, lo admitía, pero no podía dar marcha atrás. No podía regresar al pasado como si los últimos diez años no hubieran existido. Desde entonces habían cambiado mucho las cosas y también su corazón. Aún sentía cierto amor por doña Jimena, aunque era un amor ya marchito. Ahora su corazón lo ocupaba un nuevo amor, más joven, más fresco, más genuino. Jimena era el pasado. Éste era el presente y el futuro.
Don Alfonso quiso detenerse varias semanas en Sahagún donde hacía años que no se acercaba y tanto añoraba. Aquel reencuentro en su monasterio predilecto con dos de sus mujeres más amadas, una muerta y la otra despechada, le traía a la memoria placenteros recuerdos de su pasado. Un pasado que se alejaba con tanta o más rapidez con la que se acercaba el futuro. Allí había vivido momentos felices con ambas mujeres y también le había tocado probar el acíbar de alguno de los momentos más amargos de su vida, como la deposición de su consejero y amigo el abad Roberto. Todo aquello formaba parte ya de la Historia. No eran más que recuerdos. Ahora había que mirar hacia delante. Pasaría unos días de descanso en la paz del monasterio para solaz de su espíritu. Los monjes le ayudarían a encontrar esa paz y ese bienestar tan deseados. Luego tendría que volver al ajetreo cotidiano de la vida real.
Noviembre tocaba a su fin mientras la princesa Zaida esperaba dar a luz el fruto de su amor. Su avanzado estado de gestación le decía que el nuevo ser estaba a punto de venir al mundo. Don Alfonso hacía algo más de un mes que había regresado de su incursión por tierras lusitanas, en la que incorporó Santarem y Lisboa a su corona. Desde entonces no se había separado un momento de la bella mora. Esperaba con gran impaciencia el alumbramiento de su nuevo retoño, que una y otra vez suplicaba al Hacedor que fuera un varón. Su difunta esposa doña Constanza sólo le había dado hijas, de las que no había sobrevivido más que una, doña Urraca. Era hora ya de tener un heredero varón para que ciñera algún día su corona. Su reino,¡ qué su reino!, su imperio no podía quedar en manos de su hija Urraca y su marido borgoñón.
Recién iniciado diciembre la bella Zaida salió de cuentas. Dos días más tarde daba a luz un hermoso varón que llenó de alegría a Alfonso VI y le hizo derramar algunas lágrimas. Por fin se habían cumplido sus deseos y daba infinitas gracias a Dios por haberle concedido aquel retoño que alegraría los últimos años de su vida.
—¡Alabado sea el Señor que se ha dignado darme un varón para consuelo de mi vejez! —exclamó con júbilo cuando recibió la noticia—. Por fin tendré un digno heredero para mi corona.
Minutos más tarde entraba a ver a la madre y al recién nacido. Zaida amamantaba con su pecho al retoño que parecía haber venido a este mundo con buen apetito. El rey se acercó a ellos pletórico de alegría y emoción.
—¿Cómo están mi bella princesa y mi deseado heredero?
Los estrechó contra su pecho con gran ternura.
—Estamos muy bien —contestó su amante—. Un poco débil, pero, por lo demás, muy bien y muy feliz por haberte dado un varón.
—Yo también lo estoy, amor mío —el monarca depositó un fugaz beso en los labios de su amada—. Cuidaremos de él para que pueda hacerse un hombre y llevar algún día sobre sus sienes esta pesada corona. Él es mi última esperanza.
—Para eso antes tendremos que casarnos.
—Y nos casaremos, mi dulce amor.
—Tus consejeros y los magnates del reino no me aceptarán.
—Te aceptarán si se lo pido yo.
El recién nacido comenzó a llorar tal vez impresionado por la conversación de sus padres. Poco después se quedó profundamente dormido.
—No me reconocerán por mi religión —comentó con cierta tristeza Zaida la mora.
—Conviértete al cristianismo.
—Lo dices como si fuera fácil hacerlo.
—No será fácil, pero portar una corona bien merece el esfuerzo.
La amante se quedó unos instantes pensativa. No era nada sencillo hacerlo. Ella había nacido en el seno de una familia islamista. Toda su vida había sido educada bajo las normas del Corán, que no admite más religión verdadera que el islam. ¿Cómo iba a cambiar su fe por otra que, además, era antagónica con la suya? No podía hacerlo. Ni Alá ni Mahoma ni los suyos se lo perdonarían.
—No puedo hacerlo, Alfonso. No puedo renunciar a mi fe así sin más ni más.
—Si no renuncias al mahometanismo nuestro hijo no podrá llevar mi corona, pues no podría legitimarlo. Piensa bien lo que dices, amor mío. Piénsalo detenidamente, aunque sólo sea por nuestro hijo.
—Lo pensaré, cariño, pero no te prometo nada.
—Por lo menos nuestro hijo se educará en la religión cristiana. Tal vez en el futuro cambies de opinión y decidas convertirte. Si eso ocurriera, como espero que ocurra, nuestro hijo se hallará preparado.
La princesa mora no estaba del todo conforme, pero accedió a las condiciones del rey cristiano. No quería convertirse en un obstáculo insalvable para el futuro de su hijo. Don Alfonso los dejó solos para que descansaran. Tiempo habría para solucionar el problema y limar asperezas.

            © Julio Noel 

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