miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 26



                                                                 26



           A comienzos del año 1087 don Alfonso se hallaba en su palacio de Toledo aún convaleciente. La herida del muslo ya se había restañado, pero el rey aún sentía molestias y debilidad en la pierna. Debía ejercitarla diariamente para devolverla a su prístina fortaleza y funcionalidad. Era una suerte que los almorávides le hubieran concedido una tregua, pues en aquellas condiciones físicas poca resistencia les podía ofrecer en el campo de batalla. Había mandado llamar a Rodrigo Díaz de Vivar para nombrarlo capitán de la ciudad. Quería reconciliarse con él después de la derrota de Sagrajas.
—Majestad, Rodrigo Díaz de Vivar espera en la antesala a ser recibido por Vos —anunció el ujier con una gran reverencia.
—Hazle pasar, por favor.
El criado se retiró dejando el camino expedito al capitán.
—Señor, aquí me tenéis a vuestra entera disposición para lo que queráis mandar —el Cid hincó una rodilla en el suelo en señal de respeto y acatamiento a su rey—. Os pido perdón por el daño que os haya podido causar.
—Perdonado estás, Rodrigo, y como prueba de ello te nombro desde ahora mismo capitán de esta ciudad. Procura guardarla y defenderla de los posibles ataques de los sarracenos. Ya sabes que ésta es la ciudad más emblemática para nosotros y también lo es para nuestros enemigos, que intentarán por todos los medios recuperarla para sí. Confío en tu valor y lealtad para conservarla siempre de nuestro lado como enseña de nuestro pasado y de la futura unidad de España. No me defraudes otra vez.
—No os defraudaré, Señor, podéis estar seguro. Mi brazo y mis huestes lucharán a partir de hoy a vuestro lado para enaltecer a León y a Castilla y elevar su estandarte a lo más alto del imperio español.
El Cid se había desplazado a la ciudad imperial con todas sus huestes para defenderla de un posible ataque de los musulmanes.
—Espero que así sea, Rodrigo. Ahora levántate y estrechemos nuestras manos en señal de reconciliación y lealtad.
El feroz lobo se había revestido con piel de cordero para engañar a su señor. No se sabe muy bien con qué intención pudo hacerlo, pero sus palabras no salían de su corazón como más adelante se demostraría. El rey, en cambio, creyó que su vasallo se había enmendado de verdad y que sus declaraciones eran sinceras.
—Rodrigo, agradezco que vuelvas al seno de mi reino y como prueba de mi buena voluntad no sólo te confío la defensa de esta ciudad, sino que te concedo carta blanca para que te puedas apropiar, en mi nombre, de todos los castillos, ciudades y tierras que conquistares en toda la zona del levante.
—Os doy las gracias, Señor, por todas las mercedes que me hacéis. Podéis quedar tranquilo, que no os defraudaré en la confianza que acabáis de depositar en mí.
—Así lo espero, Rodrigo. Entre ambos podemos llevar a cabo grandes gestas para nuestro reino. A pesar de la invasión de los almorávides, si unimos nuestras fuerzas y la alianza de los demás reinos cristianos, podremos vencer fácilmente al infiel y obligarlo a cruzar el estrecho. Conseguida la conquista de Toledo, el resto de la Península no debería ser más que un paseo militar para nosotros. Tú podrías encargarte de cortar el paso desde el sur tendiendo un puente desde aquí hasta Valencia. Entretanto yo podría intentar la conquista de los reinos taifas andalusíes comenzando por los más occidentales. Para terminar con las taifas de Zaragoza y Lérida contamos con Sancho Ramírez y con el conde Berenguer de Barcelona, además de la ayuda que nos puedan prestar desde los condados occitanos. Si mis planes salen como los he pensado y unimos todas nuestras fuerzas, podremos acabar en pocos meses con la invasión árabe de España.
—Señor, tal como lo planteáis parece casi un juego de niños. Podéis contar con mi entera adhesión y lealtad.
—Que Dios te lo premie si así lo hicieres y si no, que caiga sobre ti su rayo vengador.
Un manto grisáceo y húmedo había ido ascendiendo por el cauce del Tajo desde primeras horas de la mañana hasta envolver la ciudad por entero. El rey oteó el horizonte desde el balcón de su palacio para recogerse de nuevo al calor de la chimenea. El día era demasiado desapacible para salir a dar una vuelta con su caballo.
—Mandáis algo más, Señor.
—Nada más, Rodrigo. Si hiciera buen día, podrías acompañarme a dar un paseo por el campo para ejercitar esta pierna, pero con esta niebla tan húmeda prefiero quedarme en palacio. Otro día será. Puedes retirarte.
Rodrigo Díaz se retiró haciendo una grave reverencia a don Alfonso, no sabemos si de sumisión o de simulación. Su altanería no era proclive a tales muestras de humillación y acatamiento. El rey se quedó solo con sus propios pensamientos. Tal vez seguía fraguando en su imaginación el plan que acababa de esbozar al de Vivar con el que pretendía acabar de una vez por todas con la invasión árabe.
A principios de abril la primavera ya se asomaba por las riberas del Tajo. Don Alfonso contemplaba el panorama desde los jardines de palacio. Su mirada se perdía por la verde fronda que cubría ambas orillas del imponente río. Aquello le recordaba otros momentos, ya lejanos en su pasado, cuando había vivido unos meses en Toledo expatriado de su propio reino. Entonces soñaba con conquistar algún día la ciudad que había sido emblema de muchos de sus antepasados. Ahora ya era suya, pero en el lejano horizonte se cernía una sutil amenaza como negra ave de mal agüero. El rey se sentía preocupado por lo que pudiera ocurrir en el futuro inmediato. Su enfrentamiento con los almorávides en Sagrajas había obtenido un saldo negativo. Allí perdió muchos guerreros valientes y algunos de sus mejores vasallos. Él mismo resultó herido en una pierna que le había hecho permanecer convaleciente durante varios meses, aunque en aquel momento ya se encontraba totalmente restablecido. Debería haberle hecho caso a su amigo y consejero Sisnando. Tal vez hubiera evitado todas esas adversidades y ahora no se vería amenazado por aquellas huestes semisalvajes del norte de África. Pero esa amenaza estaba ahí y tarde o temprano tendría que enfrentarse de nuevo a ella o ella volvería a enfrentarse a él. ¿Qué podía hacer? Don Alfonso reflexionaba sobre este problema mientras extendía su mirada sobre la ribera del Tajo sin verla. Miraba pero su mirada se perdía en el infinito. En más de una ocasión había consultado al abad Hugo sobre el tema. Éste siempre le había aconsejado que solicitara ayuda al papa, pues el problema de los almorávides no era sólo local sino de toda la cristiandad. Don Alfonso pensó que había llegado el momento de poner en práctica los consejos de dom Hugo. Así, pues, decidió solicitar al papa la convocatoria de una cruzada para acabar con la invasión de los sarracenos en España. Con la ayuda de las huestes extranjeras y el plan que había ideado, expulsarían para siempre a los invasores de la Península.
Don Alfonso, después de estas reflexiones, regresó a palacio para escribir sendas cartas, una al papa Víctor III y otra a dom Hugo, abad de Cluny. En ellas les pedía encarecidamente que reunieran cuantas fuerzas pudieran y las enviaran a España para luchar contra los enemigos de la fe católica y para la defensa del reino de Cristo sobre los infieles musulmanes, que amenazaban con volver a dominar toda la Península Ibérica y desde aquí extender su dominio sobre el resto de Europa.
El rey obtuvo respuesta, pero no tan contundente como la que él esperaba. El ejército cruzado, compuesto por soldados provenzales, borgoñones, del Languedoc y de Normandía en número totalmente insuficiente para las pretensiones de Alfonso VI, se limitó sin éxito a poner cerco a Tudela. Mas ésa no era de ningún modo la colaboración con la que el emperador soñaba. El rey de León, de Castilla, de Galicia y de Toledo esperaba un gran ejército de soldados europeos capaz de aplastar al invasor y de borrar su huella de la faz de la Península Ibérica. En cambio, tan sólo había recibido una caricatura. ¿Para eso se había molestado él en enviar tantos miles de dinares a la abadía de Cluny y haber abierto las puertas del reino de León a Europa?
Entretanto, Rodrigo Díaz de Vivar se dirigió a Zaragoza para unirse a Áhmad al-Mustain II y ambos juntos acudir a Valencia en socorro de al-Qádir, protegido de Alfonso VI, que sufría los ataques y el sitio del rey de Lérida, al-Mundir, aliado del conde Berenguer Ramón II de Barcelona, cuya pretensión era apoderarse de la taifa de Valencia. El Cid repelió el ataque de al-Mundir, pero éste logró tomar la plaza fortificada de Murviedro, situada al norte de Valencia, desde donde volvió a acosar la ciudad del Turia. Rodrigo regresó a Toledo para pedir refuerzos a su señor que no dudó en prestárselos. Tanta era la confianza que don Alfonso tenía en su capitán.
El rey leonés emprendió una campaña desde Toledo hacia el sur con intención de someter a los reyes de aquellas taifas y cobrarles las parias que le adeudaban. Estaba desilusionado por el escaso apoyo que había recibido de sus aliados ultrapirenaicos, pero no por eso desistió de poner en práctica su plan de reconquista. La sangre le hervía en las venas y no le permitía descansar un instante, consciente del peligro que significaba para sus propósitos la invasión almorávide. Quería apoderarse de todo el sur peninsular antes de que volvieran los temidos guerreros norteafricanos. Más de una vez se había arrepentido de no haber seguido los consejos del prudente Sisnando. Si lo hubiera hecho, tal vez nunca hubieran sufrido los ataques de aquellos desalmados, pero su ambición lo cegó, su menosprecio hacia el enemigo vencido le distorsionó la realidad. En la cúspide de su poder se creyó invencible. Alfonso VI cometió un grave error táctico que pagaría muy caro y que supondría un gran retroceso en la Reconquista española.
En sus correrías por el sur, el rey don Alfonso fijó su objetivo en la conquista de Aledo, que constituía un lugar estratégico para controlar el paso de tropas y víveres desde Andalucía a Valencia y viceversa. Con la caída de Toledo se produjo un gran desconcierto entre los musulmanes que defendían la plaza, circunstancia que aprovecharon las huestes del emperador, al mando de García Jiménez, para apoderarse de tan importante punto. Después de un largo asedio, las tropas cristianas lograron vencer a las musulmanas y hacerse con la plaza. Desde aquel lugar privilegiado realizaron una serie de incursiones por las comarcas de Murcia y Orihuela, sembrando el terror entre sus habitantes y controlando todas las vías de comunicación. La alarma creada en la región sería el detonante para la segunda venida de
Yusuf ibn Tasufin.
Después de solicitar los refuerzos al emperador, el Cid regresó a tierras valencianas. Al llegar a Valencia se encontró con la ciudad sitiada por las tropas de Berenguer Ramón II, que se había aliado con el rey de Zaragoza, al-Mustain II. Rodrigo se alió con al-Mundir de Lérida y logró disuadir al conde de Barcelona para que abandonara el sitio sin hacer uso de la fuerza. A partir de ahí comenzó a cobrar para sí las parias que al-Qádir pagaba a Alfonso VI o a Berenguer II. No parece que esta conducta supusiera un gesto de gran lealtad hacia su señor natural, máxime cuando ya no era la primera vez que llevaba a cabo tal felonía.

            © Julio Noel 

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