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A
comienzos del año 1087 don Alfonso se hallaba en su palacio de
Toledo aún convaleciente. La herida del muslo ya se había
restañado, pero el rey aún sentía molestias y debilidad en la
pierna. Debía ejercitarla diariamente para devolverla a su prístina
fortaleza y funcionalidad. Era una suerte que los almorávides le
hubieran concedido una tregua, pues en aquellas condiciones físicas
poca resistencia les podía ofrecer en el campo de batalla. Había
mandado llamar a Rodrigo Díaz de Vivar para nombrarlo capitán de la
ciudad. Quería reconciliarse con él después de la derrota de
Sagrajas.
—Majestad,
Rodrigo Díaz de Vivar espera en la antesala a ser recibido por Vos
—anunció el ujier con una gran reverencia.
—Hazle
pasar, por favor.
El
criado se retiró dejando el camino expedito al capitán.
—Señor,
aquí me tenéis a vuestra entera disposición para lo que queráis
mandar —el Cid hincó una rodilla en el suelo en señal de
respeto y acatamiento a su rey—. Os pido perdón por el daño que
os haya podido causar.
—Perdonado
estás, Rodrigo, y como prueba de ello te nombro desde ahora mismo
capitán de esta ciudad. Procura guardarla y defenderla de los
posibles ataques de los sarracenos. Ya sabes que ésta es la ciudad
más emblemática para nosotros y también lo es para nuestros
enemigos, que intentarán por todos los medios recuperarla para sí.
Confío en tu valor y lealtad para conservarla siempre de nuestro
lado como enseña de nuestro pasado y de la futura unidad de España.
No me defraudes otra vez.
—No
os defraudaré, Señor, podéis estar seguro. Mi brazo y mis huestes
lucharán a partir de hoy a vuestro lado para enaltecer a León y a
Castilla y elevar su estandarte a lo más alto del imperio español.
El
Cid se había desplazado a la ciudad imperial con todas sus huestes
para defenderla de un posible ataque de los musulmanes.
—Espero
que así sea, Rodrigo. Ahora levántate y estrechemos nuestras manos
en señal de reconciliación y lealtad.
El
feroz lobo se había revestido con piel de cordero para engañar a su
señor. No se sabe muy bien con qué intención pudo hacerlo, pero
sus palabras no salían de su corazón como más adelante se
demostraría. El rey, en cambio, creyó que su vasallo se había
enmendado de verdad y que sus declaraciones eran sinceras.
—Rodrigo,
agradezco que vuelvas al seno de mi reino y como prueba de mi buena
voluntad no sólo te confío la defensa de esta ciudad, sino que te
concedo carta blanca para que te puedas apropiar, en mi nombre, de
todos los castillos, ciudades y tierras que conquistares en toda la
zona del levante.
—Os
doy las gracias, Señor, por todas las mercedes que me hacéis.
Podéis quedar tranquilo, que no os defraudaré en la confianza que
acabáis de depositar en mí.
—Así
lo espero, Rodrigo. Entre ambos podemos llevar a cabo grandes gestas
para nuestro reino. A pesar de la invasión de los almorávides, si
unimos nuestras fuerzas y la alianza de los demás reinos cristianos,
podremos vencer fácilmente al infiel y obligarlo a cruzar el
estrecho. Conseguida la conquista de Toledo, el resto de la Península
no debería ser más que un paseo militar para nosotros. Tú podrías
encargarte de cortar el paso desde el sur tendiendo un puente desde
aquí hasta Valencia. Entretanto yo podría intentar la conquista de
los reinos taifas andalusíes comenzando por los más occidentales.
Para terminar con las taifas de Zaragoza y Lérida contamos con
Sancho Ramírez y con el conde Berenguer de Barcelona, además de la
ayuda que nos puedan prestar desde los condados occitanos. Si mis
planes salen como los he pensado y unimos todas nuestras fuerzas,
podremos acabar en pocos meses con la invasión árabe de España.
—Señor,
tal como lo planteáis parece casi un juego de niños. Podéis contar
con mi entera adhesión y lealtad.
—Que
Dios te lo premie si así lo hicieres y si no, que caiga sobre ti su
rayo vengador.
Un
manto grisáceo y húmedo había ido ascendiendo por el cauce del
Tajo desde primeras horas de la mañana hasta envolver la ciudad por
entero. El rey oteó el horizonte desde el balcón de su palacio para
recogerse de nuevo al calor de la chimenea. El día era demasiado
desapacible para salir a dar una vuelta con su caballo.
—Mandáis
algo más, Señor.
—Nada
más, Rodrigo. Si hiciera buen día, podrías acompañarme a dar un
paseo por el campo para ejercitar esta pierna, pero con esta niebla
tan húmeda prefiero quedarme en palacio. Otro día será. Puedes
retirarte.
Rodrigo
Díaz se retiró haciendo una grave reverencia a don Alfonso, no
sabemos si de sumisión o de simulación. Su altanería no era
proclive a tales muestras de humillación y acatamiento. El rey se
quedó solo con sus propios pensamientos. Tal vez seguía fraguando
en su imaginación el plan que acababa de esbozar al de Vivar con el
que pretendía acabar de una vez por todas con la invasión árabe.
A
principios de abril la primavera ya se asomaba por las riberas del
Tajo. Don Alfonso contemplaba el panorama desde los jardines de
palacio. Su mirada se perdía por la verde fronda que cubría ambas
orillas del imponente río. Aquello le recordaba otros momentos, ya
lejanos en su pasado, cuando había vivido unos meses en Toledo
expatriado de su propio reino. Entonces soñaba con conquistar algún
día la ciudad que había sido emblema de muchos de sus antepasados.
Ahora ya era suya, pero en el lejano horizonte se cernía una sutil
amenaza como negra ave de mal agüero. El rey se sentía preocupado
por lo que pudiera ocurrir en el futuro inmediato. Su enfrentamiento
con los almorávides en Sagrajas había obtenido un saldo negativo.
Allí perdió muchos guerreros valientes y algunos de sus mejores
vasallos. Él mismo resultó herido en una pierna que le había hecho
permanecer convaleciente durante varios meses, aunque en aquel
momento ya se encontraba totalmente restablecido. Debería haberle
hecho caso a su amigo y consejero Sisnando. Tal vez hubiera evitado
todas esas adversidades y ahora no se vería amenazado por aquellas
huestes semisalvajes del norte de África. Pero esa amenaza estaba
ahí y tarde o temprano tendría que enfrentarse de nuevo a ella o
ella volvería a enfrentarse a él. ¿Qué podía hacer? Don Alfonso
reflexionaba sobre este problema mientras extendía su mirada sobre
la ribera del Tajo sin verla. Miraba pero su mirada se perdía en el
infinito. En más de una ocasión había consultado al abad Hugo
sobre el tema. Éste siempre le había aconsejado que solicitara
ayuda al papa, pues el problema de los almorávides no era sólo
local sino de toda la cristiandad. Don Alfonso pensó que había
llegado el momento de poner en práctica los consejos de dom Hugo.
Así, pues, decidió solicitar al papa la convocatoria de una cruzada
para acabar con la invasión de los sarracenos en España. Con la
ayuda de las huestes extranjeras y el plan que había ideado,
expulsarían para siempre a los invasores de la Península.
Don
Alfonso, después de estas reflexiones, regresó a palacio para
escribir sendas cartas, una al papa Víctor III y otra a dom Hugo,
abad de Cluny. En ellas les pedía encarecidamente que reunieran
cuantas fuerzas pudieran y las enviaran a España para luchar contra
los enemigos de la fe católica y para la defensa del reino de
Cristo sobre los infieles musulmanes, que amenazaban con volver a
dominar toda la Península Ibérica y desde aquí extender su dominio
sobre el resto de Europa.
El rey obtuvo respuesta, pero no tan contundente como la que él
esperaba. El ejército cruzado, compuesto por soldados provenzales,
borgoñones, del Languedoc y de Normandía en número totalmente
insuficiente para las pretensiones de Alfonso VI, se limitó sin
éxito a poner cerco a Tudela. Mas ésa no era de ningún modo la
colaboración con la que el emperador soñaba. El rey de León, de
Castilla, de Galicia y de Toledo esperaba un gran ejército de
soldados europeos capaz de aplastar al invasor y de borrar su huella
de la faz de la Península Ibérica. En cambio, tan sólo había
recibido una caricatura. ¿Para eso se había molestado él en enviar
tantos miles de dinares a la abadía de Cluny y haber abierto las
puertas del reino de León a Europa?
Entretanto,
Rodrigo Díaz de Vivar se dirigió a Zaragoza para unirse a Áhmad
al-Mustain II y ambos juntos acudir a Valencia en socorro de
al-Qádir, protegido de Alfonso VI, que sufría los ataques y el
sitio del rey de Lérida, al-Mundir, aliado del conde Berenguer Ramón
II de Barcelona, cuya pretensión era apoderarse de la taifa de
Valencia. El Cid repelió el ataque de al-Mundir, pero éste logró
tomar la plaza fortificada de Murviedro, situada al norte de
Valencia, desde donde volvió a acosar la ciudad del Turia. Rodrigo
regresó a Toledo para pedir refuerzos a su señor que no dudó en
prestárselos. Tanta era la confianza que don Alfonso tenía en su
capitán.
El
rey leonés emprendió una campaña desde Toledo hacia el sur con
intención de someter a los reyes de aquellas taifas y cobrarles las
parias que le adeudaban. Estaba desilusionado por el escaso apoyo que
había recibido de sus aliados ultrapirenaicos, pero no por eso
desistió de poner en práctica su plan de reconquista. La sangre le
hervía en las venas y no le permitía descansar un instante,
consciente del peligro que significaba para sus propósitos la
invasión almorávide. Quería apoderarse de todo el sur peninsular
antes de que volvieran los temidos guerreros norteafricanos. Más de
una vez se había arrepentido de no haber seguido los consejos del
prudente Sisnando. Si lo hubiera hecho, tal vez nunca hubieran
sufrido los ataques de aquellos desalmados, pero su ambición lo
cegó, su menosprecio hacia el enemigo vencido le distorsionó la
realidad. En la cúspide de su poder se creyó invencible. Alfonso VI
cometió un grave error táctico que pagaría muy caro y que
supondría un gran retroceso en la Reconquista española.
En
sus correrías por el sur, el rey don Alfonso fijó su objetivo en la
conquista de Aledo, que constituía un lugar estratégico para
controlar el paso de tropas y víveres desde Andalucía a Valencia y
viceversa. Con la caída de Toledo se produjo un gran desconcierto
entre los musulmanes que defendían la plaza, circunstancia que
aprovecharon las huestes del emperador, al mando de García Jiménez,
para apoderarse de tan importante punto. Después de un largo
asedio, las tropas cristianas lograron vencer a las musulmanas y
hacerse con la plaza. Desde aquel lugar privilegiado realizaron una
serie de incursiones por las comarcas de Murcia y Orihuela, sembrando
el terror entre sus habitantes y controlando todas las vías de
comunicación. La alarma creada en la región sería el detonante
para la segunda venida de
Yusuf
ibn Tasufin.
Después
de solicitar los refuerzos al emperador, el Cid regresó a tierras
valencianas. Al llegar a Valencia se encontró con la ciudad sitiada
por las tropas de Berenguer Ramón II, que se había aliado con el
rey de Zaragoza, al-Mustain II. Rodrigo se alió con al-Mundir de
Lérida y logró disuadir al conde de Barcelona para que abandonara
el sitio sin hacer uso de la fuerza. A partir de ahí comenzó a
cobrar para sí las parias que al-Qádir pagaba a Alfonso VI o a
Berenguer II. No parece que esta conducta supusiera un gesto de gran
lealtad hacia su señor natural, máxime cuando ya no era la primera
vez que llevaba a cabo tal felonía.
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