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Inermes
ante tan flagrante traición, las huestes de don Alfonso contemplaban
atónitas las inexpugnables murallas del castillo de Rueda sin poder
hacer nada en favor de sus compañeros, que fueron asesinados con
gran alevosía en su interior. Tras largas horas de espera, pudieron
ver con espanto cómo arrojaban los cadáveres de los infortunados
guerreros por las paredes escarpadas de la fortaleza. Don Alfonso
ordenó recoger los cuerpos de los asesinados para rendirles los
honores debidos y darles cristiana sepultura. Entre los caídos tan
ignominiosamente se hallaba Gonzalo Salvadórez, primo del propio
rey, cuyos restos mortales fueron trasladados hasta el monasterio de
San Salvador de Oña donde quería ser enterrado.
Triste
y afligido regresó a León don Alfonso, cuyo noble corazón no podía
entender tan aciaga felonía. ¿Cómo era posible que lo hubieran
engañado a él que era el más grande de todos los reyes de la
cristiandad hispana? ¿Y quién se había atrevido a forjar tan gran
infamia? No podía ser sólo obra del alcaide de la fortaleza. Detrás
tenía que estar la mano de alguien que lo odiaba a muerte. No le
cabía la menor duda. Entre éstas y otras reflexiones por el estilo
transcurrían los días en la corte para el soberano leonés, que no
se perdonaba el haber perdido tantos y tan valerosos vasallos en una
gesta tan denigrante.
Los
últimos días de un lluvioso abril finalizaban ya. La crecida del
Bernesga era más que notoria y en algunas partes sus aguas estaban a
punto de salirse de madre. El sol vespertino brillaba en un cielo
límpido y azul tras el intenso chaparrón caído pocas horas antes.
Don Alfonso se acercó al nido de amor de su amada. Después de
abrazarla y besarla amorosamente, se dirigió a ella con el ánimo
afligido:
—Mañana
debo partir con mis huestes para el reino de Toledo. Aún no se ha
cerrado en mi corazón la profunda herida que me produjo la acibarada
traición de Rueda en la que perdí a muchos de mis mejores vasallos
y ya tengo que volver al campo de batalla, pero el deber manda. La
vida sigue a pesar de fracasos tan humillantes como aquél. He de
continuar luchando por la gloria y el engrandecimiento de nuestro
reino.
—¿Y
me vas a dejar sola en este estado? —le susurró entre suspiros y
lágrimas doña Jimena—. ¿Ni siquiera vas a estar aquí cuando
nazca nuestro próximo hijo?
—Lo
siento, amor mío, pero el deber me llama. Tengo que frenar los
avances de las taifas mahometanas y para ello he de desplazarme
forzosamente a tierras de Toledo.
—¿No
puedes olvidar por un momento tus ansias de poder para quedarte a mi
lado?Imagínate que caes en la batalla. Nunca llegarás a conocer a
tu nuevo hijo.
—Correré
ese riesgo. El deber de un rey es estar por encima de todo allí
donde sus vasallos y su reino lo necesitan y mi deber ahora es
defender las fronteras de mi reino con las del reino de Toledo.
Doña
Jimena, que no había cesado de derramar copiosas lágrimas desde que
don Alfonso le comunicara su decisión, tomó asiento en un escaño
para no desplomarse exánime. El rey se sentó a su lado y la
estrechó amorosamente entre sus brazos.
—Ya
veo que no te importa nada el hijo que estoy a punto de darte. Dios
sabe dónde estarás cuando venga a este mundo ni si lo llegarás a
conocer algún día.
—No
digas eso, amor mío. Los hijos que tú me das son hijos del amor
verdadero. ¿Cómo osas decir que no me importan? Tanto Elvira como
el próximo retoño que está a punto de nacer serán tan hijos míos
como los que me pueda dar la reina. Tú y tus hijos me importáis más
de lo que crees.
—Si
es así, ¿por qué nos relegas a un segundo plano?
—Conoces
tan bien como yo el motivo. Razones de estado me obligan a hacerlo.
Si de mí solo dependiera, jamás te habría separado de mi lado.
—Motivo
suficiente para que abandone León y regrese a mis feudos. Como te
anuncié hace meses, cuando nazca el hijo que llevo en mis entrañas
regresaré al Bierzo. Allí está mi hogar de donde nunca debí
salir. Parte mañana para el campo de batalla si crees que ése es tu
deber. Cuando cruces hoy el umbral de esa puerta, lo harás por
última vez. A tu regreso no encontrarás aquí un hogar, sino cuatro
paredes desnudas y vacías.
El
rey la oprimió contra su pecho.
—No
seas tan cruel conmigo. Tus palabras vienen a acongojar aún más mi
corazón de lo que ya está por las pérdidas irreparables que
sufrimos en Rueda de Jalón. Partiré para esta campaña
completamente desolado. Alegra mi espíritu con un rayo de esperanza.
—Mi
decisión está tomada. No hay marcha atrás.
—Al
menos me comunicarás el nacimiento de nuestro hijo.
—Ya
habrá alguien que se cuidará de hacerlo en mi lugar.
—Eres
muy despiadada conmigo.
—No
tanto como tú conmigo. ¿Te parece bien haberme alejado de palacio
como una leprosa, haberme traído a esta casa como una ramera y
abandonarme ahora a mi suerte cuando voy a tener un hijo tuyo?
—¿Leprosa
tú, que eres Venus encarnada? ¿Ramera tú, que eres más casta que
Susana? No digas lo que tú misma no crees. Tampoco puedes culparme
de abandonarte, porque, aunque yo no esté aquí, no te faltará la
compañía de personas de mi entera confianza que te procurarán
todos los cuidados que necesites.
—Te
lo agradezco, pero eso no me hará cambiar de propósito.
—Eres
muy dura, Jimena. Espero que algún día se ablande tu corazón y
seas más condescendiente conmigo. Sabes que no soy libre, que no
puedo elegir, pero te obstinas en no querer ver la realidad. Mañana
partiré con mis huestes para luchar contra nuestros enemigos y para
llevar a cabo nuevas gestas que llenen de gloria a nuestro reino.
¡Qué más quisiera yo que quedarme aquí a tu lado para recibir
entre mis brazos y estrechar contra mi pecho al nuevo hijo que me vas
a dar! Pero no puedo hacerlo, amor mío —don Alfonso oprimió de
nuevo contra su corazón a su amada—. Perdóname por no poder estar
a tu lado en ese momento tan crucial y por tener que abandonarte
ahora así.
Doña
Jimena sollozaba y se estremecía entre los brazos de don Alfonso
presa de una gran congoja y de sentimientos contradictorios, de amor
y odio a la vez. Comprendía que el rey debía cumplir con su deber,
que éste estaba por encima de todo lo demás, pero no podía
perdonarle que la dejara en aquel estado y en aquel momento. Su amor
de madre y de mujer le obnubilaba todo raciocinio. El hombre que la
abrazaba en aquel momento para ella era sólo su amado, su esposo,
aunque no estuvieran casados, y no podía entender que tuviera que
abandonarla, porque el amor no se atiene a razones. Si se iba de su
lado, no volvería a darle su amor.
—Márchate,
cruel, pero si te vas has de saber que jamás me volverás a tener a
tu lado. Éste será el último día que nos veamos.
Don
Alfonso la estrechó aún más contra su pecho.
—No
digas eso, amor mío. Sabes que te quiero y que nunca dejaré de
quererte. Ahora me voy para no prolongar más nuestro dolor, pero te
juro que cuando regrese, lo primero que haga será ir a verte
dondequiera que estés. Me voy con el corazón roto en mil pedazos
por esta incertidumbre en que me dejas. Me voy, pero te juro que
volveré.
Un
ósculo de amor selló los labios de doña Jimena antes de que
pudiera replicarle. Luego el rey montó sobre su caballo y sin volver
la vista atrás se alejó a todo galope.
A
la salida de la aurora don Alfonso ya se hallaba a media legua de
León camino de la frontera suroriental de su reino. Su afán de
expansión y de conquista de la ciudad imperial espoleaba su
imaginación y su montura. Unos días más tarde cruzó con sus
huestes la sierra de Guadarrama para dirigirse a Magerit, plaza que
no tardó en conquistar. A ésta siguieron las de Talavera, Santa
Olalla y Escalona por tierras de Toledo. El rey se sentía satisfecho
y orgulloso de los logros obtenidos en su campaña, pero en su
corazón llevaba clavada una espina que no lo dejaba ser feliz. A
orillas del Bernesga había dejado desolada a su amada. Desde su
partida no había vuelto a saber nada de ella. Ni si quiera le habían
hecho saber si su hijo había nacido vivo o muerto, si era niño o
niña, ni el nombre que le habían puesto. Siempre que sus
preocupaciones militares se lo permitían, su pensamiento volaba
raudo al nido de amor que había dejado al lado del Bernesga, mas eso
no era óbice para que se aplacara el dolor que inundaba su corazón.
Don Alfonso se sentía triste y afligido.
Quince
días después de la partida de Alfonso VI nacía su tercera hija, a
la que le pusieron por nombre Teresa, que con el tiempo llegaría a
ser la madre del primer rey de Portugal. Doña Jimena no tardó en
llevar a cabo su amenaza. En cuanto sus fuerzas se lo permitieron,
abandonó León con sus dos hijas para nunca más volver a poner los
pies en él. Se refugiaría en el Bierzo donde esperaba pasar el
resto de su vida en expiación de sus pecados. Con ella se llevó el
fruto de su amor y todo el dolor de su corazón.
© Julio Noel.
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