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Autocoronado
rey de León, don Sancho partió con sus huestes hacia la ciudad de
Toro. Doña Elvira, a la sazón señora de la ciudad conforme al
testamento otorgado por sus padres, no opuso resistencia a las
fuerzas invasoras de su hermano, por lo que le hizo entrega pacífica
de las llaves de la misma. Ya tan sólo le quedaba al ufano rey don
Sancho apoderarse de la ciudad de Zamora para reunir todo el legado
de sus padres en su propia persona. Con este objetivo pone rumbo a
Zamora, ciudad de la que se pretendía adueñar con la misma
facilidad que lo hizo con Toro. Pero la realidad no se lo puso tan
fácil como lo habían hecho su imaginación y su ambición
desmesurada.
Cuando
llegó a Zamora, la bien cercada, se encontró con sus murallas
infranqueables y todas las puertas cerradas. En su interior se habían
alojado muchos caballeros y partidarios del rey de León, Alfonso VI,
con el propósito de hacerse fuertes ante el invasor y vender muy
cara hasta la última gota de la sangre que corría por sus venas.
Capitaneados por el gobernador de la ciudad, Arias Gonzalo, se
negaron a abrir las puertas al rey usurpador del trono de León. A
don Sancho no le quedó más alternativa que asentar sus reales
frente a la puerta principal y ordenar que sus huestes cercaran todo
el perímetro de la ciudad para que ninguno de sus habitantes pudiera
salir de ella.
—Ya
veréis cómo no tardan en entregarse —les dijo a sus más leales
seguidores una vez instalado su campamento frente a las inexpugnables
murallas—. Cuando se den cuenta que no vamos a levantar el sitio y
el hambre y la sed comiencen a hacer mella en ellos, saldrán como
corderitos mansos a rendirse ante mis pies.
Eso
era lo que esperaba que sucediera el ingenuo de don Sancho. No contó
con la resistencia numantina que iban a presentar los zamoranos.
Transcurridos dos meses del cerco, el rey decidió enviar a su
alférez a parlamentar con los cercados.
—Veo
que son tozudos estos zamoranos y leoneses —comentó ante sus más
fieles colaboradores—. Parece que no están dispuestos a ceder.
Mañana mismo te presentarás tú, Rodrigo, ante su adalid y ante mi
propia hermana para conminarlos a deponer su postura y a entregarme
las llaves de la ciudad sin más demora.
—Señor,
os agradezco la confianza que depositáis en mí, pero yo no soy la
persona más indicada para llevar a cabo el servicio que demandáis
—le contestó su alférez.
—¿Por
qué lo dices, Rodrigo?
—Porque,
como sabéis, Señor, he sido educado bajo los auspicios de don
Arias, que es quien lidera este motín. Vuestra hermana, por otra
parte, actuó como mi madrina de armas en mi nombramiento como
caballero. Sería juez y parte en esta misión, por lo que el
resultado de la misma no podría ser neutral.
Don
Sancho meditó durante unos segundos las palabras de su alférez. No
le faltaba razón en lo que argumentaba. A pesar de ello, el rey
consideró que era la persona más idónea para llevar a buen término
aquella misión.
—No
importa, Rodrigo. Irás de todas formas y les pedirás de mi parte
que depongan su actitud. A Arias Gonzalo y el resto de cabecillas les
prometerás de mi parte el perdón incondicional si se rinden ahora
mismo. A mi hermana le dirás que podrá seguir viviendo en Zamora,
si ése es su deseo, y que le respetaré las rentas de los
monasterios que le otorgó mi padre. Si no se entregan ahora, cuando
tomemos la ciudad por las armas no tendré compasión de nadie.
Los
zamoranos llevaban ya dos meses de asedio. Algunos alimentos
empezaban a escasear. Doña Urraca temía por la vida de sus
súbditos. Si aquella situación se prolongaba en el tiempo, muchos
de ellos podrían perecer de inanición. Una sola palabra suya
evitaría grandes sufrimientos a la población. En más de una
ocasión había expuesto esos temores ante la junta de gobierno de la
ciudad, presidida por Arias Gonzalo. Ni éste ni el resto de nobles
que formaban la junta aceptaron jamás su propuesta. Había que
resistir el asedio hasta el final, costara lo que costase. En esa
situación delicada se presentó Rodrigo Díaz de Vivar con la
embajada real.
—Señora,
me envía vuestro hermano con una misión especial que jamás debí
aceptar. Son muchos los lazos afectivos que me unen a vos como para
tratar con ecuanimidad este asunto. Si de mí hubiera dependido, no
me encontraría en estos momentos ante vuestra presencia.
Doña
Urraca y toda la junta que gobernaba la ciudad se hallaban
expectantes ante la propuesta que les llevaba el alférez de don
Sancho.
—Habla,
Rodrigo. Dinos qué quiere ahora mi hermano.
—Vuestro
hermano os pide, a través de mi humilde boca, que depongáis esta
actitud y le entreguéis las llaves de la ciudad.
Un
murmullo general de desaprobación recorrió la sala del palacio
donde se hallaban reunidos. Arias Gonzalo le hizo saber a doña
Urraca que jamás cediera ante aquel desafío.
—¿Y
qué nos daría a cambio de eso? —preguntó la infanta.
—A
vos os permitiría seguir viviendo aquí en Zamora, si ese es vuestro
deseo, así como disfrutar de por vida las rentas que produzca el
infantazgo que os legó vuestro padre. Al resto de los aquí
presentes les perdonaría el acto de rebelión que están
protagonizando y los dejaría regresar libres a sus feudos.
Nuevo
murmullo discrepante por parte de todos los asistentes. Después de
una breve deliberación entre ellos y de exigirle la máxima firmeza
a doña Urraca, habló en nombre de todos Arias Gonzalo:
—Rodrigo,
yo, que te tuve bajo mi protección durante tantos años y que te
consideré como un miembro más de la familia real a la que eduqué,
no puedo comprender que te hayas prestado a ser el portador de esta
propuesta infame. Le dices a tu señor que doña Urraca no cede a su
chantaje, que los prohombres aquí reunidos no cedemos tampoco y que
Zamora no se rinde ante el usurpador del cetro real de León. ¡Antes
la muerte que nuestra capitulación!
Rodrigo
Díaz de Vivar abandonó la estancia palaciega corrido y humillado
por quien había sido su preceptor. Sin volver la vista atrás dejó
la ciudad para llevar presto a su señor la respuesta que ésta le
había dado. Mientras tanto, los nobles seguían departiendo con doña
Urraca el incidente que acababa de ocurrir.
—Es
posible que nos hayamos precipitado un poco en la respuesta
—comentaba la infanta—. Por los ancianos, las mujeres y los niños
deberíamos haber reconsiderado algo más la propuesta de mi hermano.
Llevamos dos meses de asedio y todos sabéis que comienzan a escasear
algunos productos de primera necesidad. ¿Qué haremos cuando no nos
quede nada que llevarnos a la boca? ¿Cómo lo soportarán las
mujeres embarazadas, las madres que están dando el pecho a sus
hijos, los niños, los ancianos, los enfermos?
—Dios
proveerá, señora —le contestó Arias Gonzalo en nombre de todos.
—No
sé si eso será suficiente, mi querido preceptor. Me temo que lo
vamos a pasar muy mal y tal vez yo podría evitarlo. Me sentiré
responsable de los sufrimientos que padezca la ciudad por nuestro
orgullo y nuestra obcecación.
—Podéis
descansar tranquila, señora, que esa responsabilidad caerá toda
sobre nosotros y sólo sobre nosotros. Desde hoy quedáis exonerada
de asistir a las juntas y de participar en la toma de decisiones.
Esta función será exclusivamente nuestra para bien o para mal. A
vos le daremos cuenta de nuestras decisiones, pero a partir de ahora
no la volveremos a involucrar en las mismas. Y estad tranquila, que
velaremos por el bienestar de toda la población y por el justo
reparto de los alimentos que tenemos.
—Gracias,
mi buen amigo y protector Arias. Antes de dejaros, quiero desearos
suerte y acierto en vuestras decisiones para que este asedio termine
lo antes posible.
Doña Urraca a partir de ese momento no volvió a tomar parte en el
gobierno de la ciudad. Dedicó todos sus esfuerzos a ayudar a los más
necesitados, que a medida que pasaban los días su número iba en
aumento. El pan, las legumbres, las hortalizas, la carne, el vino,
todo iba desapareciendo de los almacenes y bodegas donde los
custodiaban como si del bien más preciado se tratara. Sus reservas
se habían reducido a la décima parte de lo que había al inicio del
asedio. Las autoridades se encargaban de dar equitativamente a cada
habitante su ración diría, pero el tiempo pasaba y no había forma
de reponer los víveres. El hambre había comenzado a hacer ya
estragos en los más débiles. Cada día había más famélicos en la
ciudad, cuyo aspecto infundía pavor en los más pusilánimes y
compasión en las almas más indulgentes. Ya hacía más de seis
meses que había dado comienzo el asedio. Incluso los más valientes
y decididos comenzaban a flaquear en su entereza.
—¿No
crees que estamos llevando demasiado lejos esta situación, mi
querido Arias?—insinuó uno de los caballeros asistentes a la
reunión de la junta.
—Tal
vez sí —le contestó él—, pero tú sabes, igual que todos los
aquí presentes, que nuestra intención es llegar hasta el final. No
hemos hecho este sacrificio para arrojar ahora las armas y
doblegarnos ante ese usurpador. Nuestro rey es don Alfonso y sólo a
él acataremos. Antes la muerte que rendirnos.
Todos
aplaudieron las palabras del gobernador. Nadie estaba dispuesto a
humillarse ante don Sancho.
—El
honor, la dignidad, el decoro, la caballerosidad, la nobleza, la
adhesión, la lealtad —replicó el primero— son virtudes que se
pueden observar muy bien cuando se vive en la abundancia, pero cuando
no hay nada que llevarse a la boca, es preferible renunciar a ellas y
ser más prácticos. Eso por lo que a nosotros nos concierne. Pero no
olvidemos que aquí representamos a toda la población de Zamora y
toda esa gente que se está muriendo de hambre no entiende de honor,
de dignidad, de nobleza, de lealtades. Para ellos, en estos momentos,
el máximo valor que hay es llevarse un bocado de pan a la boca.
—Somos
conscientes de ello, mi querido Bellido —que éste era el nombre
del caballero que había hablado—, pero también somos conscientes
que vivir sin honra no merece la pena vivir. Por eso, antes la muerte
que vivir afrentados.
Nuevo
aplauso de todos los asistentes.
—Bien
—continuó Bellido—, entonces, ¿qué hacemos con los que están
a punto de morir de hambre? Ya sabéis que ayer enterramos a las dos
primeras víctimas de esta calamidad. No tardarán en seguirlas
otras. La ración de alimentos que se suministraba hace quince días
ha quedado reducida a la cuarta parte. Ya apenas hay pan ni
legumbres. El vino se agotó hace tiempo. Llevamos más de dos meses
sin probar la carne. ¿Qué nos queda? Comer las ratas y alimañas
que deambulen por los estercoleros y muladares de la ciudad. Y
también ésas se acabarán. Y después, ¿qué?
—Ten
fe, Bellido.
—La
fe no basta. Hay que hacer algo más para salir de esta situación
insufrible.
Un
susurro se extendió por la sala. La mayor parte de los asistentes
estaba de acuerdo con el pragmatismo de Bellido Dolfos. La situación
era crítica. Estaban llevando a la población civil a un suicidio
colectivo del que no eran partícipes. Para la mayoría de ellos el
honor, la nobleza, la lealtad, el decoro, la dignidad eran palabras
vacías de sentido. Su máxima ambición en esta vida era vivirla
como buenamente podían. A ellos les daba igual que reinara Sancho o
Alfonso. Lo único que querían era que los dejaran vivir en paz. Se
encontraban allí no por voluntad propia, sino porque era el lugar
que el destino les había deparado. Y precisamente por eso estaban
sufriendo una hambruna con la que jamás habían soñado. Los
responsables del gobierno de la ciudad no podían utilizarlos como
conejillos de indias para sus propios fines. Debían tomar una
decisión y pronto. Pero, ¿cuál?
—¿Y
qué se podría hacer? —preguntó alguien tímidamente.
—Algo
se podrá hacer —respondió Bellido—. Sólo pido que, llegado el
caso, no pongáis obstáculo ninguno y allanéis el camino.
—De
eso puedes estar bien seguro —le contestó Arias Gonzalo—. Hagas
lo que hagas, cuenta con todo nuestro apoyo.
A
partir de aquel mismo momento Bellido Dolfos empezó a urdir un plan
para acabar con el asedio de don Sancho. Día y no noche no cejaba de
maquinar uno y desechar otro. Su cabeza no descansaba más que las
escasas horas que dedicaba al sueño y aun entonces soñaba con
acabar con el cerco del rey castellano. Cada día la situación se
agravaba más y más. Ya iba para siete meses de asedio sin que se
vislumbrara su final. La gente, famélica, se moría inexorablemente.
Los alimentos escaseaban. Las enfermedades iban en aumento. Muchos se
desplomaban, porque sus miembros no eran capaces de soportar su
enjuto cuerpo. Apenas había ya dónde enterrar los cadáveres.
Corrían el riesgo de que se desencadenara la peste en la ciudad y se
extendiera por la misma hasta acabar con todos ellos.
Una
mañana soleada de octubre Bellido Dolfos paseaba sobre la puerta de
Doña Urraca. Iba inquieto de un torreón al otro sin perder de vista
los movimientos de las huestes de don Sancho. Desde aquel punto
privilegiado seguía todos los pasos del rey. Había salido a pasear
no lejos de su real, tal vez para estirar un poco las piernas y
aprovechar los cálidos rayos de aquel sol otoñal para desentumecer
sus ateridos miembros. Bellido no se lo pensó dos veces. Tomó en
sus manos una lanza y montó el caballo más veloz que había en la
plaza. Ordenó que le abrieran las puertas y partió de la ciudad
como un rayo. Antes de que el enemigo se pudiera percatar de su
presencia, atravesó con su lanza al rey Sancho, que dio de bruces
con su cuerpo en tierra mortalmente herido. Bellido Dolfos espoleó
su caballo y en veloz carrera penetró de nuevo en «la bien
cercada», a cuyo paso las puertas se cerraron otra vez a cal y canto
para impedir la entrada del enemigo.
Atónitas
las huestes de don Sancho, no sabían si acudir a socorrer a su señor
o perseguir al intrépido caballero que había osado herirlo de
muerte. Algunos se lanzaron tras él, pero ya era demasiado tarde.
Las puertas de la ciudad se cerraron ante ellos cortándoles el
acceso a la misma. Los auxilios que prodigaron al herido rey no
fueron suficientes para detener la fuerte hemorragia causada por la
herida. No tardó mucho en expirar. Sus afligidos incondicionales
amortajaron su cadáver lo mejor que pudieron y partieron con él
hacia Burgos. Días más tarde fue enterrado en el monasterio de San
Salvador de Oña, tal como había dispuesto él en vida.
Por
su parte, Bellido Dolfos fue aclamado por los zamoranos como el héroe
que los había liberado del pertinaz asedio del rey don Sancho. Fue
llevado a hombros por los que aún conservaban algunas fuerzas y
jaleado y vitoreado por la plaza principal de la ciudad. El
gobernador, Arias Gonzalo, y todos los que con él habían formado
parte del gobierno de la ciudad durante el asedio aclamaron como
héroe al valiente caballero que los acababa de liberar de tan
fatídico sitio. Desde aquel mismo momento Bellido Dolfos fue
nombrado hijo predilecto de Zamora, pero el tiempo, que todo lo
cambia, y el reino de Castilla, que todo lo manipuló y tergiversó,
vino en ningunearlo y difamarlo como a vulgar traidor asesino.
Vituperios que héroe tan leal y valiente jamás debió haber
recibido.
© Julio Noel
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