miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE. Capítulo 4


        
                                                                4


            Autocoronado rey de León, don Sancho partió con sus huestes hacia la ciudad de Toro. Doña Elvira, a la sazón señora de la ciudad conforme al testamento otorgado por sus padres, no opuso resistencia a las fuerzas invasoras de su hermano, por lo que le hizo entrega pacífica de las llaves de la misma. Ya tan sólo le quedaba al ufano rey don Sancho apoderarse de la ciudad de Zamora para reunir todo el legado de sus padres en su propia persona. Con este objetivo pone rumbo a Zamora, ciudad de la que se pretendía adueñar con la misma facilidad que lo hizo con Toro. Pero la realidad no se lo puso tan fácil como lo habían hecho su imaginación y su ambición desmesurada.
Cuando llegó a Zamora, la bien cercada, se encontró con sus murallas infranqueables y todas las puertas cerradas. En su interior se habían alojado muchos caballeros y partidarios del rey de León, Alfonso VI, con el propósito de hacerse fuertes ante el invasor y vender muy cara hasta la última gota de la sangre que corría por sus venas. Capitaneados por el gobernador de la ciudad, Arias Gonzalo, se negaron a abrir las puertas al rey usurpador del trono de León. A don Sancho no le quedó más alternativa que asentar sus reales frente a la puerta principal y ordenar que sus huestes cercaran todo el perímetro de la ciudad para que ninguno de sus habitantes pudiera salir de ella.
—Ya veréis cómo no tardan en entregarse —les dijo a sus más leales seguidores una vez instalado su campamento frente a las inexpugnables murallas—. Cuando se den cuenta que no vamos a levantar el sitio y el hambre y la sed comiencen a hacer mella en ellos, saldrán como corderitos mansos a rendirse ante mis pies.
Eso era lo que esperaba que sucediera el ingenuo de don Sancho. No contó con la resistencia numantina que iban a presentar los zamoranos. Transcurridos dos meses del cerco, el rey decidió enviar a su alférez a parlamentar con los cercados.
—Veo que son tozudos estos zamoranos y leoneses —comentó ante sus más fieles colaboradores—. Parece que no están dispuestos a ceder. Mañana mismo te presentarás tú, Rodrigo, ante su adalid y ante mi propia hermana para conminarlos a deponer su postura y a entregarme las llaves de la ciudad sin más demora.
—Señor, os agradezco la confianza que depositáis en mí, pero yo no soy la persona más indicada para llevar a cabo el servicio que demandáis —le contestó su alférez.
—¿Por qué lo dices, Rodrigo?
—Porque, como sabéis, Señor, he sido educado bajo los auspicios de don Arias, que es quien lidera este motín. Vuestra hermana, por otra parte, actuó como mi madrina de armas en mi nombramiento como caballero. Sería juez y parte en esta misión, por lo que el resultado de la misma no podría ser neutral.
Don Sancho meditó durante unos segundos las palabras de su alférez. No le faltaba razón en lo que argumentaba. A pesar de ello, el rey consideró que era la persona más idónea para llevar a buen término aquella misión.
—No importa, Rodrigo. Irás de todas formas y les pedirás de mi parte que depongan su actitud. A Arias Gonzalo y el resto de cabecillas les prometerás de mi parte el perdón incondicional si se rinden ahora mismo. A mi hermana le dirás que podrá seguir viviendo en Zamora, si ése es su deseo, y que le respetaré las rentas de los monasterios que le otorgó mi padre. Si no se entregan ahora, cuando tomemos la ciudad por las armas no tendré compasión de nadie.
Los zamoranos llevaban ya dos meses de asedio. Algunos alimentos empezaban a escasear. Doña Urraca temía por la vida de sus súbditos. Si aquella situación se prolongaba en el tiempo, muchos de ellos podrían perecer de inanición. Una sola palabra suya evitaría grandes sufrimientos a la población. En más de una ocasión había expuesto esos temores ante la junta de gobierno de la ciudad, presidida por Arias Gonzalo. Ni éste ni el resto de nobles que formaban la junta aceptaron jamás su propuesta. Había que resistir el asedio hasta el final, costara lo que costase. En esa situación delicada se presentó Rodrigo Díaz de Vivar con la embajada real.
—Señora, me envía vuestro hermano con una misión especial que jamás debí aceptar. Son muchos los lazos afectivos que me unen a vos como para tratar con ecuanimidad este asunto. Si de mí hubiera dependido, no me encontraría en estos momentos ante vuestra presencia.
Doña Urraca y toda la junta que gobernaba la ciudad se hallaban expectantes ante la propuesta que les llevaba el alférez de don Sancho.
—Habla, Rodrigo. Dinos qué quiere ahora mi hermano.
—Vuestro hermano os pide, a través de mi humilde boca, que depongáis esta actitud y le entreguéis las llaves de la ciudad.
Un murmullo general de desaprobación recorrió la sala del palacio donde se hallaban reunidos. Arias Gonzalo le hizo saber a doña Urraca que jamás cediera ante aquel desafío.
—¿Y qué nos daría a cambio de eso? —preguntó la infanta.
—A vos os permitiría seguir viviendo aquí en Zamora, si ese es vuestro deseo, así como disfrutar de por vida las rentas que produzca el infantazgo que os legó vuestro padre. Al resto de los aquí presentes les perdonaría el acto de rebelión que están protagonizando y los dejaría regresar libres a sus feudos.
Nuevo murmullo discrepante por parte de todos los asistentes. Después de una breve deliberación entre ellos y de exigirle la máxima firmeza a doña Urraca, habló en nombre de todos Arias Gonzalo:
—Rodrigo, yo, que te tuve bajo mi protección durante tantos años y que te consideré como un miembro más de la familia real a la que eduqué, no puedo comprender que te hayas prestado a ser el portador de esta propuesta infame. Le dices a tu señor que doña Urraca no cede a su chantaje, que los prohombres aquí reunidos no cedemos tampoco y que Zamora no se rinde ante el usurpador del cetro real de León. ¡Antes la muerte que nuestra capitulación!
Rodrigo Díaz de Vivar abandonó la estancia palaciega corrido y humillado por quien había sido su preceptor. Sin volver la vista atrás dejó la ciudad para llevar presto a su señor la respuesta que ésta le había dado. Mientras tanto, los nobles seguían departiendo con doña Urraca el incidente que acababa de ocurrir.
—Es posible que nos hayamos precipitado un poco en la respuesta —comentaba la infanta—. Por los ancianos, las mujeres y los niños deberíamos haber reconsiderado algo más la propuesta de mi hermano. Llevamos dos meses de asedio y todos sabéis que comienzan a escasear algunos productos de primera necesidad. ¿Qué haremos cuando no nos quede nada que llevarnos a la boca? ¿Cómo lo soportarán las mujeres embarazadas, las madres que están dando el pecho a sus hijos, los niños, los ancianos, los enfermos?
—Dios proveerá, señora —le contestó Arias Gonzalo en nombre de todos.
—No sé si eso será suficiente, mi querido preceptor. Me temo que lo vamos a pasar muy mal y tal vez yo podría evitarlo. Me sentiré responsable de los sufrimientos que padezca la ciudad por nuestro orgullo y nuestra obcecación.
—Podéis descansar tranquila, señora, que esa responsabilidad caerá toda sobre nosotros y sólo sobre nosotros. Desde hoy quedáis exonerada de asistir a las juntas y de participar en la toma de decisiones. Esta función será exclusivamente nuestra para bien o para mal. A vos le daremos cuenta de nuestras decisiones, pero a partir de ahora no la volveremos a involucrar en las mismas. Y estad tranquila, que velaremos por el bienestar de toda la población y por el justo reparto de los alimentos que tenemos.
—Gracias, mi buen amigo y protector Arias. Antes de dejaros, quiero desearos suerte y acierto en vuestras decisiones para que este asedio termine lo antes posible.
Doña Urraca a partir de ese momento no volvió a tomar parte en el gobierno de la ciudad. Dedicó todos sus esfuerzos a ayudar a los más necesitados, que a medida que pasaban los días su número iba en aumento. El pan, las legumbres, las hortalizas, la carne, el vino, todo iba desapareciendo de los almacenes y bodegas donde los custodiaban como si del bien más preciado se tratara. Sus reservas se habían reducido a la décima parte de lo que había al inicio del asedio. Las autoridades se encargaban de dar equitativamente a cada habitante su ración diría, pero el tiempo pasaba y no había forma de reponer los víveres. El hambre había comenzado a hacer ya estragos en los más débiles. Cada día había más famélicos en la ciudad, cuyo aspecto infundía pavor en los más pusilánimes y compasión en las almas más indulgentes. Ya hacía más de seis meses que había dado comienzo el asedio. Incluso los más valientes y decididos comenzaban a flaquear en su entereza.
—¿No crees que estamos llevando demasiado lejos esta situación, mi querido Arias?—insinuó uno de los caballeros asistentes a la reunión de la junta.
—Tal vez sí —le contestó él—, pero tú sabes, igual que todos los aquí presentes, que nuestra intención es llegar hasta el final. No hemos hecho este sacrificio para arrojar ahora las armas y doblegarnos ante ese usurpador. Nuestro rey es don Alfonso y sólo a él acataremos. Antes la muerte que rendirnos.
Todos aplaudieron las palabras del gobernador. Nadie estaba dispuesto a humillarse ante don Sancho.
—El honor, la dignidad, el decoro, la caballerosidad, la nobleza, la adhesión, la lealtad —replicó el primero— son virtudes que se pueden observar muy bien cuando se vive en la abundancia, pero cuando no hay nada que llevarse a la boca, es preferible renunciar a ellas y ser más prácticos. Eso por lo que a nosotros nos concierne. Pero no olvidemos que aquí representamos a toda la población de Zamora y toda esa gente que se está muriendo de hambre no entiende de honor, de dignidad, de nobleza, de lealtades. Para ellos, en estos momentos, el máximo valor que hay es llevarse un bocado de pan a la boca.
—Somos conscientes de ello, mi querido Bellido —que éste era el nombre del caballero que había hablado—, pero también somos conscientes que vivir sin honra no merece la pena vivir. Por eso, antes la muerte que vivir afrentados.
Nuevo aplauso de todos los asistentes.
—Bien —continuó Bellido—, entonces, ¿qué hacemos con los que están a punto de morir de hambre? Ya sabéis que ayer enterramos a las dos primeras víctimas de esta calamidad. No tardarán en seguirlas otras. La ración de alimentos que se suministraba hace quince días ha quedado reducida a la cuarta parte. Ya apenas hay pan ni legumbres. El vino se agotó hace tiempo. Llevamos más de dos meses sin probar la carne. ¿Qué nos queda? Comer las ratas y alimañas que deambulen por los estercoleros y muladares de la ciudad. Y también ésas se acabarán. Y después, ¿qué?
—Ten fe, Bellido.
—La fe no basta. Hay que hacer algo más para salir de esta situación insufrible.
Un susurro se extendió por la sala. La mayor parte de los asistentes estaba de acuerdo con el pragmatismo de Bellido Dolfos. La situación era crítica. Estaban llevando a la población civil a un suicidio colectivo del que no eran partícipes. Para la mayoría de ellos el honor, la nobleza, la lealtad, el decoro, la dignidad eran palabras vacías de sentido. Su máxima ambición en esta vida era vivirla como buenamente podían. A ellos les daba igual que reinara Sancho o Alfonso. Lo único que querían era que los dejaran vivir en paz. Se encontraban allí no por voluntad propia, sino porque era el lugar que el destino les había deparado. Y precisamente por eso estaban sufriendo una hambruna con la que jamás habían soñado. Los responsables del gobierno de la ciudad no podían utilizarlos como conejillos de indias para sus propios fines. Debían tomar una decisión y pronto. Pero, ¿cuál?
—¿Y qué se podría hacer? —preguntó alguien tímidamente.
—Algo se podrá hacer —respondió Bellido—. Sólo pido que, llegado el caso, no pongáis obstáculo ninguno y allanéis el camino.
—De eso puedes estar bien seguro —le contestó Arias Gonzalo—. Hagas lo que hagas, cuenta con todo nuestro apoyo.
A partir de aquel mismo momento Bellido Dolfos empezó a urdir un plan para acabar con el asedio de don Sancho. Día y no noche no cejaba de maquinar uno y desechar otro. Su cabeza no descansaba más que las escasas horas que dedicaba al sueño y aun entonces soñaba con acabar con el cerco del rey castellano. Cada día la situación se agravaba más y más. Ya iba para siete meses de asedio sin que se vislumbrara su final. La gente, famélica, se moría inexorablemente. Los alimentos escaseaban. Las enfermedades iban en aumento. Muchos se desplomaban, porque sus miembros no eran capaces de soportar su enjuto cuerpo. Apenas había ya dónde enterrar los cadáveres. Corrían el riesgo de que se desencadenara la peste en la ciudad y se extendiera por la misma hasta acabar con todos ellos.
Una mañana soleada de octubre Bellido Dolfos paseaba sobre la puerta de Doña Urraca. Iba inquieto de un torreón al otro sin perder de vista los movimientos de las huestes de don Sancho. Desde aquel punto privilegiado seguía todos los pasos del rey. Había salido a pasear no lejos de su real, tal vez para estirar un poco las piernas y aprovechar los cálidos rayos de aquel sol otoñal para desentumecer sus ateridos miembros. Bellido no se lo pensó dos veces. Tomó en sus manos una lanza y montó el caballo más veloz que había en la plaza. Ordenó que le abrieran las puertas y partió de la ciudad como un rayo. Antes de que el enemigo se pudiera percatar de su presencia, atravesó con su lanza al rey Sancho, que dio de bruces con su cuerpo en tierra mortalmente herido. Bellido Dolfos espoleó su caballo y en veloz carrera penetró de nuevo en «la bien cercada», a cuyo paso las puertas se cerraron otra vez a cal y canto para impedir la entrada del enemigo.
Atónitas las huestes de don Sancho, no sabían si acudir a socorrer a su señor o perseguir al intrépido caballero que había osado herirlo de muerte. Algunos se lanzaron tras él, pero ya era demasiado tarde. Las puertas de la ciudad se cerraron ante ellos cortándoles el acceso a la misma. Los auxilios que prodigaron al herido rey no fueron suficientes para detener la fuerte hemorragia causada por la herida. No tardó mucho en expirar. Sus afligidos incondicionales amortajaron su cadáver lo mejor que pudieron y partieron con él hacia Burgos. Días más tarde fue enterrado en el monasterio de San Salvador de Oña, tal como había dispuesto él en vida.
Por su parte, Bellido Dolfos fue aclamado por los zamoranos como el héroe que los había liberado del pertinaz asedio del rey don Sancho. Fue llevado a hombros por los que aún conservaban algunas fuerzas y jaleado y vitoreado por la plaza principal de la ciudad. El gobernador, Arias Gonzalo, y todos los que con él habían formado parte del gobierno de la ciudad durante el asedio aclamaron como héroe al valiente caballero que los acababa de liberar de tan fatídico sitio. Desde aquel mismo momento Bellido Dolfos fue nombrado hijo predilecto de Zamora, pero el tiempo, que todo lo cambia, y el reino de Castilla, que todo lo manipuló y tergiversó, vino en ningunearlo y difamarlo como a vulgar traidor asesino. Vituperios que héroe tan leal y valiente jamás debió haber recibido.

            © Julio Noel 

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